Ciencias Sociales, Humanidades y Artes
Recepción: 15 Septiembre 2015
Aprobación: 19 Octubre 2015
Resumen: Este artículo expone las reflexiones que el historiador mexicano Edmundo O´Gorman escribió en 1940 acerca de la monstruosidad artística como base epistemológica para establecer un diálogo con el mundo artístico de los antiguos mexicanos y con el arte en general. Se observa que las formulaciones del autor de La invención de América son contemporáneas de las que expusiera el autor ruso Mijail Bajtin y que versan sobre el mismo tema; ambos son pioneros, aunque el primero organiza sus explicaciones en pocas páginas, de una perspectiva teórica que tiene gran cantidad de seguidores en la actualidad. En el presente trabajo se consideran otras afirmaciones de diversos autores sobre esa profunda dimensión del hombre que sólo las obras artísticas son susceptibles de expresar.
Palabras clave: monstruosidad, arte, mito, Coatlicue, deformación.
Abstract: This article presents the reflections that the Mexican historian Edmundo O'Gorman wrote in 1940 about the artistic monstrosity as an epistemological basis for establishing a dialogue with the art world of the ancient Mexicans and art in general. It is observed that the formulations of the author of The Invention of America are contemporary with the Russian author to expound Mijail Bajtin deal with the same subject; both are pioneers, although the first organized their explanations in a few pages, from a theoretical perspective that has many followers today. In this paper we consider other claims of various authors on the depth dimension of the human who only artistic works are capable of expressing.
Keywords: Monstrosity, art, myth, Coatlicue, deformation.
Edmundo O´Gorman publicó en 1940 el ensayo “El arte o de la monstruosidad”.1 Aquí observó que si bien las expresiones artísticas contienen el sentido más profundo del hombre, puesto que revelan realidades más allá de la conciencia y de la razón, hay que observar las notables diferencias entre la sensibilidad del mundo occidental y la del mundo artístico de los antiguos mexicanos -“o eso que como tal se nos exhibe”- y de los demás pueblos americanos, antes de tener contacto con los europeos.
En este ensayo del maestro de La invención de América se reorientan las nociones que hasta entonces solían conformar los estudios acerca de los antiguos objetos y monumentos, según su contenido artístico, puesto que son frecuentes las referencias a un arte olmeca, teotihuacano, tolteca, zapoteca, maya y azteca que no precisan el sentido de tales designaciones. A fin de propiciar un adecuado acercamiento a las expresiones artísticas de estas culturas, Edmundo O’Gorman introduce una distinción entre la contemplación crítica histórica y la simple contemplación que se detiene ante el hecho de la pervivencia o contemporaneidad de las obras. Con este propósito, establece una conexión entre la historia y el fenómeno artístico. El autor dice que el principal impulso que lo llevó a escribir ese ensayo fue el imborrable, tremendo impacto que le dejó la visión de la colosal Coatlicue cuando la tuvo frente a sí por primera vez en el Museo Nacional de México.
En cuanto al problema de la contemplación estética -la relación entre el sujeto y el objeto artístico-, tanto el crítico como el historiador del arte deben considerar su propia sensibilidad ante un arte que les es extraño, es decir, hasta qué punto nuestro espíritu, históricamente condicionado, puede adaptarse a la forma del espíritu creador de cuya contemplación se trata.
Puede decirse que las piezas de arte de cultura indígena antigua son sin duda expresiones artísticas, pero, según observa O’Gorman, “lo son para nosotros, para nuestra sensibilidad, lo que ni excluye ni confirma que también lo fueron para la sensibilidad indígena contemporánea” (2002, p. 76). Se debe crear un diálogo entre el sujeto que contempla y la obra de arte; el papel del sujeto consistirá en realizar un desplazamiento mediante un esfuerzo, no solamente intelectual, que le permita salir del asiento histórico que le es propio para anular las diferencias de sensibilidad artística entre el espíritu creador que gestó lo que contempla y el suyo. La tarea esencial del historiador del arte es valerse de técnicas y conocimientos que no son los directamente sugeridos por la obra contemplada; debe ir a la indagación, no del sentido y contenido de aquellas cosas legadas por el pasado y que nos parecen artísticas, sino a la indagación de la existencia de ese sentido y de las manifestaciones -si las hubo- específicamente artísticas. Puede ocurrir que haya una coincidencia de apreciación, pero ésta puede ser un resultado de la investigación, nunca un postulado inicial.
Según O´Gorman, el hecho de que los códices pictóricos de los antiguos mexicanos parezcan, por diversas analogías con los valores estéticos de occidente, manifestaciones artísticas, no autoriza al historiador del arte azteca a levantar una estructura estética y presentarla como la estructura estética de ese pueblo. Puede decirse que la arquitectura, la escultura y la alfarería aztecas son expresiones artísticas; sí, lo son para nuestra sensibilidad, pero ello no prueba que también lo fueron para la sensibilidad indígena contemporánea de esas producciones.
“El historiador del arte debe intentar reconstruir el espíritu de la obra que lo ocupa” (O’Gorman, 2002, p. 76). Lo fundamental es un movimiento o proceso subjetivo dirigido hacia la contemporaneidad de lo objetivo, entendiendo por esto último, no tal o cual estatua o pintura, sino el espíritu ahí objetivado de un pueblo y una época.
En el ensayo titulado “El arte o de la monstruosidad” se explica que hay otra manera de contemplación del arte, cuya fundamentación se encuentra en la dualidad de la forma artística; su contenido permite instaurar relaciones con esta forma artística a pesar de su exotismo y de la distancia temporal. Se trata de una contemplación en la que el sujeto no anula diferencias espirituales entre él y el espíritu creador, sino que establece, o al menos intenta, un diálogo, una relación con el objeto, sin abandonar su propia posición histórica.
Hay dos opciones válidas de contemplación: para la crítica histórica, el sujeto se incorpora al mundo al que pertenece el objeto, mientras que para la simple crítica, el objeto es incorporado a la cultura de quien lo juzga. Estas dos formas no se oponen ni se excluyen; la dualidad no es irreductible porque son dos posiciones límite de un mismo proceso histórico: la contemplación de un objeto artístico, que como fenómeno en sí es susceptible de historiarse.
Quien como historiador dice algo de una estatua de la antigüedad griega, no podrá hacerlo adecuadamente si no ha penetrado, entre otras cosas, la esencial intimidad el sentimiento de la religiosidad griega. No así el crítico, que reflexiona sobre la relación entre la estatua -como objeto dotado de artística autonomía- y su propia sensibilidad.
La crítica histórica del arte observa el contenido artístico del objeto, tanto en lo intencional como en lo casual, pero en íntima respuesta a los supuestos, prejuicios o limitaciones históricas en que pudo crearse ese objeto. La otra posibilidad se refiere al contenido artístico del mismo objeto tal como se ofrece a su percepción.
El ideal de belleza antiguo, la perfección formal del conjunto integrado por la estatuaria de otras épocas y de otros pueblos, ejerce presión sobre nuestro espíritu, se difumina y palidece ante nosotros hasta perderse de vista por nuestra grosera incomprensión. Las estatuas griegas, que responden al dictado de lo perfecto, portan el angustioso sentimiento de la soledad, , para O’Gorman, “el rasgo más impresionante de las más bellas estatuas griegas” (2002, p. 80); el apasionado amor por una Venus de mármol es un motivo literario más o menos frecuente, ya que responde a la expresión simbólica de un amor imposible. Esto concierne a una paradójica ejemplaridad -el hombre es el problema esencial del hombre- y, en las artes plásticas, la persecución de una máxima perfección de la forma humana, crea un mundo portentoso, pero que deja las manos vacías; debido a esto se podría explicar nuestra afición artística por lo imperfecto, pues, como lo trágico, implica la oculta existencia de potencias estructurales internas de destrucción, de aniquilamiento, como si buscáramos en el arte una glorificación de nuestra impotencia.
El historiador mexicano advierte que lo imperfecto, juzgado por la tradición de la antigüedad griega, se emparenta con la fealdad; sin embargo, es susceptible de presentarse con un signo positivo, no necesariamente rechazado por el espíritu, sino que puede suministrar el ambiente propicio donde el espíritu encuentre una morada de mansedumbre, un refugio. En el concepto de lo monstruoso podría estar la clave, el fundamento del arte de los antiguos mexicanos.
A partir de la noción de “monstruosidad artística”, se elabora el concepto de la “belleza mítica”, distinta de la belleza propia de la perfección clásica, cuyo influjo ha predominado; se puede abrir la puerta que nos libere del yugo de la belleza clásica y nos acerque a múltiples manifestaciones artísticas distantes de esta sensibilidad; así podría llegarse a una fundamentación mítica del arte. El arte vendría a ser como la verdad revelada de nuestro trasfondo mítico.
“En rigor, lo monstuoso tiene un significado primario de portentoso, de prodigioso y fundamentalmente de lo que está fuera del orden natural”, escribe O’Gorman (2002, p. 83). Lo monstruoso tiene un correlato, que es la ordenada y racional visión de la naturaleza. Esta visión tiende a separar el mundo mineral, vegetal y animal; a medida que se perfilan con creciente nitidez estos planos, cualquier intromisión resulta escandalosa para la conciencia y provoca el terrible sentimiento de lo prodigioso.
O’Gorman (2002, pp. 85-85) señala que la conciencia mítica no conoce estos cortes que “separan el mundo mineral, el vegetal y el animal”. El hombre primitivo, sumergido en los mitos, vive un mundo fluido; lo monstruoso deja de serlo cuando entramos en el mundo de la magia, y acaso ahí se tocan los diversos estratos del fenómeno artístico; esa fluidez propia del mundo mítico es la única posible razón de ser de la llamada Coatlicue. Con las representaciones monstruosas se tocan los más diversos estratos del fenómeno artístico y ahí puede estar el sentido del arte de los antiguos mexicanos. Lo que está fuera del orden natural es una monstruosidad, no por fuerza una fealdad, excepto para quienes consideran que todo lo ajeno al orden natural es por esencia feo.
El historiador mexicano ejemplifica su postura refiriéndose a Coatlicue como ejemplo, también llamada “Cihuacóatl” (“Mujer serpiente”), que representa a la madre de los dioses, una deidad oscura de portentosa monstruosidad. En este amasijo de energía religiosa se expresa, como en ningún otro lugar, la fluidez del mundo. La deidad náhuatl no es una mujer que se ha adornado de serpientes: la impresión dominante es la de un numeroso grupo de serpientes obedeciendo un extraño y asombroso conjuro, adoptando una remota forma humana que apenas se adivina, o quizás sea un proyecto de cuerpo humano anclado en el tenebroso mundo animal, de donde emerge con la infinita inconsciencia de su propia monstruosidad.2
Coatlicue es una expresión consustancial de lo animal y de lo humano; un ser que ha sido captado en la piedra, y cuyas formas están desligadas, son autónomas y suficientes; es el momento improbable e intemporal de un entrecruzamiento de naturalezas diversas, la encrucijada que atropella el orden que tan trabajosamente va poniendo la razón y sólo es posible en la fluidez soberanamente indiferente de los mitos. De aquí la leyenda que dice que cuando la descubrieron y fue exhibida, hacia 1790, los indígenas volvieron a llevar ofrendas a la Diosa, razón por la cual el obispo Moxó y Francoly mandó de nuevo a enterrarle en el patio de la Universidad, donde había estado aposentada.
Por ello, el arte, dice O´Gorman, vendría a ser como la verdad revelada de nuestro trasfondo mítico. Todos los disloques, las desproporciones, las disonancias, las estridencias, las estilizaciones y las metáforas, ante los que podemos reconocer el genio creador específico del arte, son nombres para significar lo monstruoso, lo que va contra el orden de la naturaleza, en contra de lo que nuestra razón percibe. En la base de esto se encuentra un movimiento de invasión susceptible de ser provocado por la desesperada aspiración a un orden sobrenatural, como en la monstruosidad del arte gótico, o como en la degradación y en las monstruosidades del surrealismo.
Acaso el gran misterio del arte se encuentra en lo mítico, concluye O’Gorman; acaso lo mítico no sea una etapa que el hombre haya dejado perdida en su acelerada marcha por la Historia, sino más bien una caudalosa corriente subterránea, inherente a su ser, que nunca lo ha abandonado. El arte, con su necesidad de deformación, sería la más clara manifestación de la vigencia y de la pujanza de nuestra ciencia mítica.
“El arte o de la monstruosidad” constituyó el ensayo fundamental de uno de los trabajos más minuciosos realizados sobre este impresionante monolito: Coatlicue. Estética del arte indígena antiguo, de Justino Fernández (1959), cuya primera edición es de 1954. Para este historiador del arte, en la Coatlicue están representadas las fuerzas originarias, el universo dinámico y trágico en cuyo centro se halla la muerte o, como también escribe Luis Villoro (1955, p. 562), “el centro del universo azteca lo ocupa la muerte que se halla en trance de cobrar vida o la vida transida de moribundez. […] La Coatlicue alude a un complejo mundo humano y divino, es un conjunto armónico de mitos objetivados”. Es, en efecto, una síntesis del concepto más profundo del mundo espiritual entre los antiguos mexicanos, y que durante el proceso del sincretismo pudo integrarse de diversas formas a la religión cristiana.
Ahora bien, los planteamientos de O´Gorman sobre la monstruosidad fueron expuestos casi al mismo tiempo que las ideas de Mijail Bajtin. Aunque no tuvieron contacto entre sí, los dos autores se asemejan respecto de su respectiva concepción de la monstruosidad artística. El mexicano los publicó en 1940, mientras que el ruso terminó este mismo año el documento que contenía la escritura básica de su volumen La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais, que, sin embargo, se publicó en 1965 ―mientras que la traducción al español no apareció sino hasta 1974 con el sello de la editorial Barral.
Bajtin (1999) reflexiona sobre la estética de lo grotesco o monstruoso a través del arte occidental y plantea que esta clase de imágenes tienen su origen en las sociedades primitivas; tienen una presencia indudable durante toda la Edad Media, viven palidecidas en la tradición literaria del Renacimiento y se ramifican hacia gran parte de la literatura posterior. Define “realismo grotesco” como un sistema de imágenes de la cultura popular en el cual lo cósmico, lo social y lo corporal están ligados, indisolublemente, en una totalidad viviente. La exageración tenía un carácter afirmativo porque estaba investida de fertilidad, crecimiento y superabundancia.
En el realismo grotesco, la tierra era concebida como el elemento que absorbe, amortaja y resucita; el lugar del comienzo, donde lo alto se degrada para volverse simiente. La degradación era condición del renacer, negación y afirmación, inmersión en lo inferior productivo. Las imágenes grotescas expresan la noción de la realidad en proceso de cambio y de metamorfosis incompleta; son ambivalentes y contradictorias; consideradas desde la perspectiva de la estética de la vida cotidiana preestablecida y perfecta, parecen horribles, deformes, monstruosas. La imagen clásica presenta al cuerpo humano como perfecto, logrado, estable y apacible, depurado, lejos de sus polos de gestación y fin.
En este ensayo, Bajtin (1999, p. 29) precisa la concepción grotesca del cuerpo al referirse a las célebres figuras de terracota de Kertch, que se conservan en el Museo Ermitage:
se destacan ancianas embarazadas cuya vejez y embarazo son grotescamente subrayados. Recordemos además, que esas ancianas se ríen. Este es un tipo de grotesco muy característico y expresivo, un grotesco ambivalente: es la muerte encinta, la muerte que concibe. No hay nada perfecto, estable ni apacible en el cuerpo de esas ancianas. Se combinan allí el cuerpo descompuesto y deforme de la vejez y el cuerpo todavía embrionario de la nueva vida.
El cuerpo grotesco no estaba separado del mundo, salía de sus límites, exhibía dos cuerpos fundidos en uno solo o, más bien, un cuerpo donde latían dos pulsos: nacimiento y muerte, infancia y vejez, cuna y tumba. Además, ese cuerpo estaba entre los animales y las cosas porque estaba unido al mundo. Bajtin escribió que el realismo grotesco se desarrolló plenamente en el sistema de imágenes de la cultura cómica popular de la Edad Media y alcanzó su epopeya artística en la literatura del Renacimiento.
El teórico ruso destaca el papel desenajenante de la estética de lo monstruoso porque ilumina la osadía inventiva, asocia elementos heterogéneos, aproxima lo lejano, libera de las ideas convencionales del mundo, de elementos banales y habituales; permite observar con nuevos ojos el universo, comprender hasta qué punto es relativo. Lo grotesco ofrece la posibilidad de un mundo diferente, de otro orden, con una distinta estructura vital; constituye una forma de contemplar la verdad desde una perspectiva apartada del mundo convencional; franquea los límites de la unidad y de la engañosa inmutabilidad del mundo.
Actualmente, la estética de lo monstruoso ocupa un lugar importante en los estudios sobre la expresiones artísticas, por ejemplo, los volúmenes Historia de la fealdad e Historia de la belleza de Umberto Eco (2007a; 2007b) quien, además de llevar a cabo un paseo histórico por la belleza de raigambre clásica, explora las expresiones de la monstruosidad en la historia del arte del mundo occidental; demuestra que las manifestaciones de la fealdad a lo largo de los siglos son más abundantes y sorprendentes de lo que se cree, y apunta que el concepto de lo feo es abierto, inestable, con múltiples variaciones según las épocas y culturas, tal como sucede con todo fenómeno estético.
En el México prehispánico aparecieron expresiones que, de acuerdo con la sensibilidad actual, podemos llamar “artísticas” y susceptibles de estudiarse a la luz de la propuesta de O´Gorman. Olmecas, teotihuacanos, toltecas, zapotecas, mayas y aztecas labraron y pintaron seres conformados por atributos humanos, animales y vegetales. Los textos escritos por indígenas a principios de la época virreinal también testimonian dicha presencia, como se observa en el Popol Vuh, escrito en el siglo xvi por un indígena de la etnia quiché de Guatemala; ahí aparecen personajes cuyas figuras y comportamientos participan tanto de lo humano como de lo animal -Vucub Caquix, Zipacná, Hun-Batz, Hun-Chouen- o bien integran lo humano, lo vegetal y lo mineral -Cabracán.
En la iconografía prehispánica aparecen otras mezclas: por ejemplo la convivencia de elementos propios de la muerte con los que corresponden a la vida, entre los que se halla la presencia de figurillas cuyos rostros tienen la mitad descarnada: una parte muerta y otra viva, como ha observado Eduardo Matos Moctezuma (1987, pp. 13-14 ). En el Popol Vuh, la calavera habla y engendra hijos; paradójicamente, la muerte es susceptible de morir.
En el Popol Vuh, la calavera habla y engendra hijos; paradójicamente, la muerte es susceptible de morir.
La estructuración de la iconografía monstruosa elaborada por los prehispánicos presenta analogías con lo que Mijail Bajtin (1999, p. 28-29) escribe sobre las sociedades prehistóricas de Europa, sobre todo de los periodos arcaicos, donde surge lo grotesco, como se ha referido anteriormente.
Algunos de los motivos de la iconografía precortesiana han sido usados por pintores mexicanos como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, Juan O´Gorman, Francisco Goitia, Francisco Toledo -en las formulaciones de Edmundo O´Gorman encajaría la plástica de Francisco Toledo, pues arraiga en los mitos de tradiciones prehispánicas; su visión fantástica remite al contacto inevitable entre los seres de la naturaleza, al mundo de los acoplamientos; todo se relaciona mediante una especie de cópula universal, de dinamismo integral, de diálogo perenne entre los seres del universo, donde la vida y la muerte van juntas. Carlos Fuentes (1992, p. 381) escribe que este pintor “reitera su antiguo amor y temor a la naturaleza (la naturaleza que nos abraza, nos devora, nos ampara, nos exilia) otorgándole la más física y visual de las proximidades a nuestras propias vidas urbanas y modernas”-.
Somos esencialmente sujetos del lenguaje, sujetos de la falta, de las encrucijadas, de la soledad y de la muerte; también sujetos del inconsciente. “Pienso, luego soy”, dijo René Descartes; Jacques Lacan (2003, p. 498) escribió que somos, sobre todo, donde no pensamos: “pienso donde no soy, luego soy donde no pienso. Por eso el arte nos confronta con nuestra falla fundamental, con la oquedad constitutiva”. Rosario Castellanos (2004, p. 58) escribió: “Tuve sólo un hueco / que no se colmó nunca. Tuve arena / resbalando en mis dedos”.
Otros autores abonan a favor de la mirada de Edmundo O’Gorman, y prolongan el camino iniciado por él, entre ellos José Gorostiza (2007, p. 298), quien dijo que “el mundo poético se edifica precisamente en las zonas más vivas del ser: el deseo, el miedo, la angustia, el gozo, todo lo que hace en fin hombre a un hombre”. Dijo también que el poema no padece del horror al vacío. Otro autor cercano a lo expuesto por O’Gorman es Cornelius Castoriadis (2007, p. 109-127) cuando afirma que una obra de arte, una obra maestra, circunda el abismo.
En la Coatlicue se articulan diversos planos, diversas escenas de la realidad; su palabra silenciosa parece manifestarse en Pedro Páramo, la enigmática novela de Juan Rulfo; Comala podría ser Coatlicue en su versión de tierra decapitada y de muerte, de sacrificio estéril. La vida camina sobre los senderos de la muerte. “El arte”, dijo Martin Heidegger (2014, p. 100-101), “es poner en la obra de arte la verdad;” el arte acontece como Poesía para Simone Weil (1994, p. 36): “amar a la verdad significa soportar el vacío y, por consiguiente, aceptar la muerte. La verdad se halla del lado de la muerte”. El hombre escapa a las leyes de este mundo por instantes de contemplación, de intuición pura y de aceptación del vacío moral; en instantes así, es capaz de captar lo sobrenatural.
Durante el siglo xx y a inicios del siglo xxi, el arte está signado por la alegoría de lo grotesco, que ejemplifica el mundo del inconsciente, la alteridad de uno mismo; señala nuestro orden discontinuo, la frontera porosa entre razón y sinrazón. Los personajes encubren o revelan la monstruosidad interior. Podemos decir, con la alegoría de Asterión de Jorge Luis Borges (2005a, p. 569), que somos al mismo tiempo el Minotauro y el laberinto, yendo por el mundo esencialmente extraviados. El encuentro con la belleza encierra riesgos. Charles Baudelaire (2008, p. 40) así lo manifestó en “Himno a la belleza”:
Que llegues del cielo o del infierno, ¿qué importa?,
Belleza, inmenso monstruo pavoroso e ingenuo,
si tu mirar, tu risa, tu pie, me abren las puertas
de un infinito que amo y nunca conocí
Eugenio Trías (1970, p. 47) escribió que las bestias del gótico tardío recuerdan al hombre su verdad trágica, su animalidad, su sinrazón. La máxima tentación de San Antonio no era el placer de la carne sino la fascinación por ese bestialismo que invade al mundo. Los animales liberan su bestialismo fuera de toda humanidad, y revelan al hombre hasta qué punto se encuentran hermanados. Bajo el “yo” indiviso, dice el filósofo español, se esconde el vocablo “multitud”. Cada uno de nosotros encierra una multitud de máscaras.
Jorge Luis Borges (2005b, p. 46) también afirmó en "Parábola de Cervantes y de Quijote" que “en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin."
Edmundo O´Gorman fue de los primeros estudiosos en señalar que en la monstruosidad artística fulgura la paradójica vertiente -luminosa y deslumbrante al mismo tiempo que opaca y siniestra- de la condición humana.
Referencias
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Notas
Notas de autor