Artículos
Recepção: 24 Junho 2024
Revised document received: 05 Dezembro 2024
Aprovação: 18 Agosto 2024
DOI: https://doi.org/10.25025/perifrasis202516.35.06
RESUMEN: El artículo tiene por objetivo estudiar la figura del fantasma en el cuento "El ahorcado" (2016), de Mariana Enriquez, así como lo fantasmático (en el sentido de Lacan) en general en la historia, como ficcionalización de la producción de fantasmas (los/las desaparecidos/as) por parte de la última dictadura en Argentina (1976-1983). La metodología radica en el análisis textual y discursivo del relato, tomando en cuenta recursos, procedimientos y estrategias del discurso que hacen referencia a dos niveles: el contenido singular, particular de la historia y el correlato o contexto general de la dictadura en el que se enmarca la historia, a través del desvío insinuado por la metonimia, de un nivel a otro. El género de terror con elementos del fantástico se constituye como procedimiento privilegiado para ficcionalizar el terrorismo de Estado.
PALABRAS CLAVE: Fantasma, terror, fantástico, terrorismo de Estado, desaparecidos, cuerpos ausentes, literatura, Mariana Enriquez.
ABSTRACT: This article aims to analyze the ghost figure in the short story "El ahorcado" (2016) by Mariana Enriquez. Besides, the article analyses the fantasy in the sense in which defines it Jacques Lacan, as a fictional version of the production of ghosts (missing persons, the so call desaparecidos) by the latest dictatorship in Argentina (1976-1983). The methodology consists of textual and discoursive study, by the selection of rhetoric resources, language procedures, and discoursive strategies which refer to two levels: the singular content of the story and the general context of the dictatorship, through the poetic of stray and metonymy from the text to the context. The horror genre with fantastic gender is privileged to tell the story of state terrorism.
KEYWORDS: Ghost, terror genre, fantastic genre, state terrorism, missing persons, absent bodies, literature, Mariana Enriquez.
RESUMO: O objetivo do artigo é analisar a figura do fantasma no conto "El ahorcado" (2016), da escritora Mariana Enriquez, em diálogo com a ideia do fantasmático na história (no sentido do Lacan), enquanto ficcionalização da produção do fantasmas (os/as desaparecidos/as) pela última ditadura argentina (1976-1983). A metodologia baseia-se na análise textual e discursiva do relato, considerando recursos, procedimentos e estratégias do discurso que se referem a dois níveis: o conteúdo particular da história e o correlato ou contexto geral da ditadura em que se enquadra a história, por meio da digressão instigada pela metonimia, de um nível ao outro. O gênero de terror com elementos fantásticos é um procedimento privilegiado para ficcionalizar o terrorismo de Estado.
PALAVRAS-CHAVE: Fantasma, gênero terror, fantástico, terrorismo staduale, pesoas desaparecidas, corpo ausente, literatura, Mariana Enriquez.
1. A modo de introducción: literatura y dictadura
La proliferación del testimonio literario sobre la última dictadura en Argentina, la recurrencia del pasado reciente como tema principal o simple alusión, como escenario de fondo o escena periférica en los textos de la posdictadura, se modula como síntoma, entre otros aspectos, del carácter traumático de ese pasado (Vezzetti 26), puesto que al no poder resolverse por completo en lo simbólico, retorna en lo real de diferentes maneras, como el fantasma que vuelve repetidamente para saldar cuentas con su pasado. En este marco, es posible rastrear en la poética de gran parte de escritoras y escritores argentinos/as la elaboración ficcional de aquel pasado, porque como dice Liliana Heker, quien escribe está hecho de memoria y con ella crea, aun cuando no lo buscare deliberadamente. Es que la praxis escrituraria implica poner en juego la subjetividad, hecha de experiencias, de recuerdos, de olvidos e incluso de represiones inconscientes:
Quiero hablar de las intromisiones de la memoria en la escritura de una ficción. No es casual que intervenga en esa escritura: nuestra memoria nos constituye, como nos constituye nuestro idioma, nuestro sexo, nuestro origen, nuestra locura personal, o el formato de nuestra nariz. Está con nosotros; es nosotros; no podemos, pues, despojarnos de ella cuando nos sentamos a escribir, cargará su peso sobre nuestra imaginación, sobre nuestros temas y sobre las palabras que elijamos. A veces será un mero detalle. (Heker 104)
La configuración de la memoria histórica y la reescritura de los hechos están siempre presentes, ya sea de manera explícita, ya como un efecto no buscado pero sí valorado. La narrativa sobre el último gobierno militar forma entonces una serie fecunda, que comienza a escribirse desde los mismos tiempos dictatoriales como forma de resistencia y de denuncia ante los crímenes que están perpetrándose. El campo literario, desarticulado parcialmente por los dictadores, se configuró como una práctica discursiva de resistencia, cuestionamiento y aun denuncia -en forma velada o explícita- del gobierno de facto, como lo ha sostenido Beatriz Sarlo en la apertura democrática ("Política" 30 y ss.). Luego, en la posdictadura y a medida que avanzan las décadas en democracia, se publican novelas que se ocupan del periodo, emprendiendo múltiples lecturas del pasado y añadiéndole perspectivas acerca de la posdictadura. Si antes la literatura funcionaba como un mecanismo de soterrada denuncia y de registro de otras historias y voces perseguidas, ahora comienza a apuntar hacia nuevos horizontes, como la revisión de la historia (Di Meglio 149-151). En términos de Elsa Drucaroff, quien retoma a David Viñas, se expande como "mancha temática" que atraviesa una serie literaria extensa, a saber, los textos escritos durante la posdictadura argentina (Los prisioneros 21).
2. Género de terror y terrorismo de Estado
Dentro de la narrativa de la posdictadura argentina que abunda en casi todos los géneros reales e imaginados, se incluyen los textos constituidos entre el terror y el fantástico. Pablo Ansolabehere ve en el terror uno de los elementos constitutivos de la cultura argentina y de la literatura desde sus orígenes. "Un primer dato, evidente, es que el terror ingresa a nuestra literatura de la mano de la política"(3), en una relación de continuidad, postulada por los románticos, entre la configuración de la patria y la construcción de una literatura propia, enmarcado todo esto en un contexto en el que en la arena de lo político gobernar se equipara a diversas formas del terror: "A Rosas sus enemigos le adjudican, entre otras cosas, el haber importado con éxito y originalidad una experiencia que forma parte de la historia de la Revolución Francesa: el Terror (dicho así, con mayúsculas)" (3). De los tiempos de Rosas hasta la última dictadura en Argentina, la literatura cifrada en clave de terror como forma de releer y reescribir -díada de sustrato barthesiano- el terror político se afirma como una constante dada "no solo -o no tanto- por el peso de la tradición literaria local sobre los nuevos escritores y escritoras, sino por incidencia de la historia política argentina misma, en permanente reinvención de sus prácticas violentas y de su creciente crueldad, por lo menos hasta la experiencia traumática de la última dictadura militar de Videla, Massera y compañía" (4).
Resulta pertinente señalar, acerca de las clasificaciones de los subgéneros literarios, que existe una porosidad radical entre los límites genéricos, lo cual lleva a entender que terror y fantástico no siempre se diferencian de manera tajante o, como mínimo, puede haber recurrencia de elementos de uno en otro (Bajtin 153, 159 y 198). No obstante, y trascendiendo lo estanco de las clasificaciones genéricas, como subraya Elsa Drucaroff, y tal como ya había sugerido Ana María Barrenechea ("Ensayo de una tipología de la literatura fantástica"), el efecto de lo fantástico puede irrumpir en cualquier género.
La producción de Mariana Enriquez está atravesada por el pasado, en una homología entre terror político y género de terror. Sea como tema principal, como escenario de fondo, como pasado aludido, la dictadura es un leit motiv que como tal se hace recurrente, con diferentes focos e intensidades, en sus textos: desde personajes que aparecen como fantasmas o espectros al invocar desaparecidos en la ouija ("Cuando hablábamos con los muertos", en Los peligros defumar en la cama), pasando por una casa que, sin alusiones a la dictadura, hace desaparecer a una niña ("La casa de Adela", en Las cosas que perdimos en el fuego), hasta una orden que funciona en vínculo con el régimen militar (Nuestraparte de noche), llegando al género crónica, con "La aparición de Marta Angélica" (en Alguien camina sobre tu tumba), acerca de la tumba de la madre de Marta Dillon luego de que aparecieran parte de sus restos. O, incluso, hay textos como Chicos que vuelven (que retoma y amplía el cuento "Chicos que faltan", de Los peligros defumar en la cama) que, aunque basado en una leyenda irlandesa, tiene fuertes ecos con la realidad histórica argentina de niños y niñas apropiados, desaparecidos, quienes, cuando regresan, son en realidad otros. Asimismo, destaca en muchos de sus textos la construcción de espacios ligada a la creación de una atmósfera de lo siniestro, de lo familiar que se vuelve inquietante: calles, casas, cementerios. En estos textos, la reformulación del terror como género pasa, entre otras variables, por ficcionalizar el terror que se produce en el ámbito de lo social, en este caso, el terrorismo de Estado. La figura del fantasma y lo fantasmático del pasado reciente en general es recurrente en sus textos como figura literaria que traduce actores reales de una sociedad cuyo pasado y presente hunden sus raíces en el terror político y social. Sin ir más lejos, el relato en cuestión, "El ahorcado", es retomado en la ya mencionada novela de Enriquez, Nuestra parte de noche (216-217). En ella, el personaje de Adela -también ya mentado - cuenta a su madre y a su amigo Gaspar, el protagonista, que ha visto la silueta de un ahorcado en una de las casas que la dictadura ha expropiado y destruido para construir la autopista, "esta que nos pasa por encima" (216). En este sentido, la repetición temática, compositiva y de estrategia de la enunciación a través de la reescritura parcial de los cuentos en el interior de la novela, además de formar parte de una poética autoral y de un ejercicio de escritura, produce el efecto adicional de lectura que da la pauta de un pasado que se repite, literaria, discursivamente. Se trata de una época y unos hechos que retornan en lo simbólico de la escritura y el lenguaje porque no han terminado de inscribirse en lo real (Medina 85).
La propia autora cuenta que los testimonios del denominado "show del horror", junto con el Nunca más, fueron los primeros textos de terror que escuchó y leyó en su vida. Desde la crítica literaria y los estudios culturales, Sandra Gasparini así lo entiende a propósito de las ficciones y testimonios literarios, cercanos al horror devenido de los relatos testimoniales producidos en torno a los Centros Clandestinos de Detención (Gasparini, "La memoria"). Mark Fisher, siguiendo la noción de hauntología derrideana, concibe el "espectro no como algo sobrenatural, sino como aquello que actúa sin existir (físicamente)" (Losfantasmas 44-45)1. Es el propio escritor Ernesto Sábato, presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), quien en el prólogo a la primera edición del Nunca más -el informe de la Comisión de notables- habla de "que miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal, la de los desaparecidos" (3-4). Las palabras destacadas se vinculan directamente a la figura del fantasma propia de lo fantástico, pero también de lo real. Mariana Eva Pérez habla, en este sentido, de la dictadura como "biopolítica de producción de espectros" (15).
3. Los espectros del genocidio
El relato "El ahorcado", de Enriquez, forma parte del libro Golpes. Relatos y memorias de la dictadura (2016), editado por Victoria Torres y Miguel Dalmaroni, a cuarenta años del último golpe de Estado en Argentina. Se trata de textos de autores argentinos, pertenecientes a diferentes generaciones, que se estructuran sobre la base de ciertas "manchas temáticas" de los textos de la serie, a saber, la memoria, el recuerdo, las rememoraciones en clave autobiográfica, la construcción de la historia, las microhistorias como lentes para la lectura de la gran historia, la indagación en la complicidad civil, entre tantos otros. Por sus mismas características, la representación del horror que supuso la experiencia dictatorial encuentra en el estatuto de lo literario un dispositivo de escritura apropiado que le provee de estrategias enunciativas homólogas a la naturaleza contradictoria, polisémica, fragmentaria e hiperbólica de su enunciado (Di Meglio 151). Se trata del rodeo de lo literario sobre lo inaprensible del horror social al que se refiere Martín Kohan en El país de la guerra en relación con la prosapia bélica (169). La literatura se concentra en el detalle aparentemente superfluo, pero que hace a una totalidad descoyuntada que no puede prescindir de él. En esta dirección y al mejor estilo literario, el relato de Enriquez funda algo así como una poética del desvío por medio de la metonimia, que se propone subrepticiamente a los lectores: habla de lo singular y particular, para aludir con ello a lo general. Por ello, tanto el enunciado del cuento, su contenido, como la enunciación, operan por desplazamiento.
El cuento posee características inherentes a todos los textos de la serie narrativa en sus diferentes fases (desde la literatura escrita en dictadura hasta la denominada literatura de hij os): la dificultad de contar la historia asociada a una crisis de la representación profundizada por lo traumático, la falibilidad de los recuerdos y los inexorables olvidos, la construcción de la percepción individual de los acontecimientos, el carácter fragmentario de la memoria, los silencios, los secretos y diversas formas de autocensura que se le asocian, la sensación de un terror acuciante, entre otros. El relato está a cargo de una primera persona, repartido entre la niña y la mujer ahora adulta, con huellas que conducen a identificar al personaje narrador con la figura autoral: la fecha de su cumpleaños, su barrio de infancia, el barrio en el que vive actualmente. Con ello, el texto responde a la apelación a lo autoficcional -o lo "autobiográfico afantasmado"- para condensar la carga traumática del pasado reciente (Gasparini ctd. en Nardi) e intentar dotarlo de sentidos. Narra en primera persona -entre testigo y protagonista2- un episodio de la infancia del sujeto que tiene lugar en 1979 o 1980. Un día, mientras se está llevando a cabo la construcción de la Autopista 25 de Mayo en la Ciudad de Buenos Aires, la niña ve la figura de un ahorcado en una de las viviendas que ha sido destruida precisamente para la construcción de la calle. De manera casual y algún tiempo más tarde, llega a oídos de la protagonista la historia del suicidio : el hombre se resistió a abandonar su casa para la construcción de la autopista, con lo que decidió terminar con su vida. La figura del ahorcado está presente como un fantasma a lo largo de todo el texto, pero lo cierto es que ese episodio, además de los sentidos que posee en sí mismo, permite narrar parte de la vida cotidiana en dictadura. Desde el comienzo y mientras la temporalidad del relato se sitúa en aquellos años, se reconstruye la atmósfera de la vida en aquel momento. El clima que se respiraba en la época se recrea desde la sola mención de palabras puntuales, cuya inclusión a lo largo del texto va tejiendo un campo semántico que densifica esa atmósfera en un nivel creciente, hasta motivos recurrentes pasibles de resumirse en la idea de la muerte, idea traumática por excelencia (Morin 20), y que se delinea como reverbero de la maquinaria de muerte que instauró la dictadura, aunando en su "tanato-política" -el término corresponde a Giorgio Agamben- la matanza administrada y la degradación de la muerte (Agamben 80): el personaje finge morir en su infancia, como juego recurrente, simulando su funeral; se intercalan versos de una canción de Serrat ("Romance de Curro "El palmo") con la muerte como desenlace de la historia, que por lo demás habla de la España de la posguerra; se hace referencia a la muerte del hermano menor de uno de los personajes; y sin ir más lejos, en el título está presente la muerte e invade la referencialidad del texto.
Junto con la muerte, el miedo constituye el otro pilar fundamental que configura el clima de época. También a modo de estructura de sentimiento, el sujeto, sin poder explicarse los motivos, siente un miedo y una ansiedad profundas cada vez que sus padres salen de la casa por la noche. Por ese motivo, deciden llevar a la niña a terapia con una psicóloga que vive en el barrio porteño de Caballito. En uno de los trayectos que median entre el Conurbano y el barrio del centro, la niña ve al ahorcado en una de las casas expropiadas por los dictadores para la construcción de la autopista, en el barrio Parque Chacabuco. Los lectores pueden deducir y reponer, a partir del contexto y del clima de época, las causas de ese miedo: "Empecé el tratamiento porque, cuando mis padres salían a la noche, si no regresaban antes de cierta hora, mi ansiedad se volvía tan incontrolable que vomitaba sin parar" (Enriquez, "El ahorcado" 59). El temor del personaje hace síntoma cuando sus padres están en el espacio público, el lugar de la inseguridad por aquellos tiempos. Más adelante y como continuación de este clima de época, se sabe también que la vida de la niña está poblada de secretos y autocensura, no solo en el interior de la familia, sino también puertas afuera: "En la escuela no podía hablar de lo que en casa se decía de los militares, por ejemplo" (Enriquez, "El ahorcado" 61). En efecto, la propia madre de la protagonista está encerrada en su casa, con depresión, puesto que está siendo perseguida por los militares que gobiernan. La niña carece de esta información tan precisa y no entiende por completo qué sucede con su madre. En ese punto se modulan los secretos y tabúes, como parte de una lógica de autocensura que conmina al silencio (Werba). Sucede que ese silencio pugna por ser llenado (del Rey et. al., 8), con lo que se reviste de la dimensión de lo fantasmático, como se verá con Jacques Lacan.
La narración oscila entre la mirada infantil, que remite a la niñez del sujeto en los tiempos dictatoriales, y la mirada presente de la adulta con la que se juzga y reconstruye el pasado. Son los ojos de la niñez los que permiten cuestionar los años de plomo sin pre-conceptos. Es decir, la mirada distanciada habilita una lectura de los hechos del pasado mediante la desautomatización, en términos de los formalistas rusos. La niña manifiesta angustiada que "no sabía adónde se iba la gente que se quedaba sin casa ni entendía por qué la autopista debía pasar por ahí y no por otro lado. Se lo pregunté a mi padre en uno de los viajes a la psicóloga y no pudo contestarme ninguna de las dos preguntas" (Enriquez, "El ahorcado" 61). El padre responde que "el intendente de Buenos Aires lo decidió. No se le puede decir que no", ante lo cual la nena, como todo niño, pregunta el porqué: "Porque gobiernan los militares y eso siempre le ponía punto final a las conversaciones y yo lo entendía perfectamente" (61). Preguntar "por qué" manifiesta la postura típica de los niños, el deseo de conocer las causas y motivaciones de los hechos, mientras que la respuesta del adulto se asemejaría a la arbitrariedad del "porque sí", solo que en este caso tal arbitrariedad no pertenece al pensamiento del padre, sino que realmente se debe al régimen autoritario. La óptica infantil, distanciada y desautomatizada, deja al descubierto la esencia del sistema político. En efecto, así como el padre no tiene respuestas sobre la autopista y el destino de los vecinos, tampoco la tendrá la mujer adulta, como se ve hacia el final del cuento: la falta de respuestas, la historia descoyuntada, está poblada de fantasmas.
4. Historias de fantasmas
El fantasma, según lo manifiesta Enriquez en diferentes entrevistas, identifica perfectamente la imagen de los desaparecidos ("Presente discontinuo"; "Cuestión de gustos"). La dictadura operó una "fabricación masiva de fantasmas" (Pérez 16): están, pero a la vez no, en una especie de limbo, presentes en el recuerdo y en el trauma de una historia que, por su misma condición traumática, carece de inscripción en lo simbólico y por ello retorna -bajo la figura del fantasma, de lo vago, de lo indefinido- en lo real. Pero los desaparecidos no son los únicos que se identifican con el fantasma, sino que la historia y la memoria mismas, al estar pobladas de vacíos, silencios e incluso secretos, tanto en los discursos militares como en los relatos en el interior de las propias familias, se ven atravesadas por lo fantasmático en los sentidos en que lo define Lacan. El retorno del desaparecido como fantasma en la ficción significa no solamente lo espectral que deviene de la falta del cuerpo cuya esencia únicamente puede retornar en el orden de lo imaginario, sino que además equivale a lo fantasmático que retorna en lo real en un intento por obturar ese vacío. A lo largo de su producción escrita, Lacan desarrolló el concepto del fantasma. En su artículo traducido como "El fantasma" (si bien en el original significaría "La fantasía" en sentido amplio), el autor postula que el fantasma es una estructura simbólica e imaginaria que anuda un real (248). Aunque toda relación con el mundo se da por medio de la fantasía y como parte del nudo borromeo entre las tres componentes de la tópica lacaniana -lo real, lo simbólico y lo imaginario-, el fantasma viene a tapar el agujero constitutivo de lo real, precisamente para que el sujeto barrado, atravesado por el lenguaje, no quede atrapado en ese real que como tal no puede ser dicho ni capturado por completo. En el caso de lo traumático, esa obturación se intensifica. La figura del fantasma en la literatura se trama como representación simbólica, cuya inclusión viene a completar la esfera fantástica y de terror de una materia textual que hunde sus raíces en la ficcionalización del terrorismo estatal. El montaje del género de terror como procedimiento por el cual opta lo literario se constituye en simultáneo como el señalamiento de ese real traumático que no puede ser articulado por completo.
Ya en el título del cuento están impresas las connotaciones de lo fantasmal. Una vez en la historia, la visión del hombre colgado en las ruinas de su casa confirma tales connotaciones: "vi el fantasma del ahorcado", cuenta la narradora. Lo interesante es que quien se suicida no es lo que se podría considerar una "víctima directa" del genocidio y en ello reside una de las riquezas del cuento, esto es, en instalar el hecho de las consecuencias indirectas de la dictadura como sistema político y también económico, que financia la obra pública con créditos provenientes de organismos internacionales. En simultáneo, la referencia a la construcción de la autopista como escenario permanente del texto, junto con la pregunta -en el pasado y en el presente- por los vecinos desplazados se traduce en procedimiento literario que manifiesta la crítica frente a dicha decisión en la obra pública, denunciada por otra parte por sobreprecios en la licitación y malversación de fondos (Gregorich 104). La sociedad actual acusa el impacto de esas deudas adquiridas en el tiempo de los generales, que aumentaron sensiblemente la pobreza en el país, al punto de convertirla a largo plazo en problema estructural, a base de corrupción. A razón de esto, las continuidades de la dictadura se sedimentan como sustrato en la Argentina contemporánea, con lo cual se impone no solo en el pasado como historia, sino en los tiempos actuales como un presente continuo que subyace en la arena de lo social, y por lo tanto supone una latencia fantasmática que actúa de manera subrepticia.
Así como el ahorcado responde a la figura fantasmal, los vecinos trasladados se convierten igualmente en fantasmas, al punto que se los llega a denominar "nuestros vecinos fantasmas". A pesar de que de adulta intenta encontrar testigos que reconstruyan la historia, la protagonista no da con su cometido: "Y en el barrio también se evaporó no solo la historia del ahorcado, sino la de cualquiera de las familias trasladadas durante la construcción de la autopista" (Enriquez, "El ahorcado" 64). Incluso anteriormente la narradora había señalado que "el caso [del ahorcado] no salió en los diarios", haciendo alusión a un subtexto por el cual se denuncia la existencia de historias oficiales e historias borradas, perdidas, de la gran historia, así como, primeramente, se insinúa la complicidad de la mayor parte de la prensa con la institución castrense al mando del gobierno. En su afán por reconstruir la memoria, como símbolo de la preocupación por rescatar parcelas de la realidad de un pasado perdido, el personaje recorre esa zona del barrio en busca de información: "Pregunté a los vecinos pero no saben nada, o dicen no saber nada, o no se acuerdan de nada o prefieren no recordar esa época o aseguran que fueron trasladados al barrio Bolívar, más al sur todavía, pero en el barrio Bolívar dicen que tampoco, que la gente no está ahí" (65). La tarea de reconstruir la historia resulta imposible. Hay ausencia de información, pero dentro de las posibles causas de esa ausencia, la narradora enumera prácticamente todas, mediante proposiciones disyuntivas que ponen bajo sospecha el manejo del saber por parte de sus interlocutores, cuyas respuestas huidizas pivotean entre el no saber y el olvido: no saben, dicen no saber, no recuerdan, prefieren no recordar la dictadura. De esta manera, el sujeto enuncia las diferentes causas del silencio en una sociedad a propósito de los eventos traumáticos. Una actitud similar exhibe el bibliotecario del barrio, ante quien la narradora entiende que su "inquietud era intrusiva" (65). Como el forastero del gótico que llega para remover historias sepultadas bajo el cemento, la narradora inquieta con sus pedidos de información, indagando en un pasado traumático y no resuelto, ficcionalizando así la incomodidad de ciertos actores sociales frente al pasado reciente. La dueña de un bar, habitante del barrio desde hace poco más de una década, es la única interesada en investigar la historia, pero la protagonista se niega: "Investigar me da pereza. El pasado me obsesiona y me da pereza al mismo tiempo" (65). Aun cuando no se dedique a estudiarlo, el pasado la obsesiona, es perenne como la presencia ausente de un fantasma, de lo fantasmático, que ante la ausencia del objeto presentifica la fantasía toda vez que pretende llenar un vacío inmanente a los ocultamientos y distorsiones de todo gobierno autoritario. Sin desestimar lo anterior, como parte del pacto de verosimilitud del cuento y a pesar de la falta de información ante la que se enfrenta el sujeto, se incluyen en el cuento casos de otras personas que, como la niña, vieron al ahorcado: el bombero que entró a verificar los cortes de agua y gas luego del desalojo y, más tarde, un vecino que dice haberlo visto tiempo después, cuando supuestamente ya habían retirado el cuerpo. La narradora incluye testigos, como para decir que no fue la única que lo vio, que hay otros que sustentan su historia. En efecto, otro procedimiento que, además de ser recurrente en la serie narrativa sobre la última dictadura, intenta revestir de peso y verosimilitud a la historia relatada, es el uso ya mencionado de la autoficción: como expuse anteriormente, la narradora desperdiga huellas como las migas de Hansel y Gretel, pequeños indicios autobiográficos que parecen querer decir "esta historia se conforma a lo real" (Todorov 14).
En el recorrido que la mujer adulta hace por Parque Chacabuco, el barrio del ahorcado (ahora es también el barrio donde vive ella), se guía por las coordenadas fijadas en su niñez. A propósito de ello, reflexiona sobre las trampas o modos de percepción de su memoria: "No puedo encontrar su antigua ubicación. Es posible que ni siquiera sea tan cerca de mi casa como creo: la autopista es larga y aunque sé que el ahorcado estaba cerca de una iglesia grande -creo que es la Medalla milagrosa, del lado del parque-, lo que es cerca o lejos para la memoria de un chico no tiene nada que ver con la realidad del mapa de la ciudad que ve una mujer grande" (66). Si bien se refiere a una situación pragmática que tiene que ver con el orden de lo perceptivo, su planteo sobre la memoria habilita en los/las lectores/as la elucubración acerca de la memoria en general, otro de los principios constructivos de la narrativa posdictatorial, pilar sobre el cual se suele reflexionar en el interior de los propios escritos literarios. Nuevamente el texto reenvía de lo particular hacia lo general, siguiendo la lógica del desvío. En primer lugar, como explica Paolo Virno, discípulo intelectual de Henri Bergson, "un hecho acaecido muchos años atrás es 'pasado' en una doble acepción: algo que fue percibido y algo que fue recordado mientras sucedía, un 'entonces' real y un 'entonces' virtual, un pasado ubicado cronológicamente y un pasado-en-general" (30). Entonces, al entender de Virno, el acontecimiento es también "recordado" y percibido selectivamente mientras se lo está viviendo (149). En esta dirección, los estudios de memoria, inaugurados por Elizabeth Jelin (Los trabajos de la memoria) y Florencia Levín y Marina Franco (Historia reciente), son plenamente conscientes del carácter fragmentario y selectivo de la memoria, de su talante falible: "Toda narrativa del pasado implica una selección. La memoria es selectiva; la memoria total es imposible. No hay un único tipo de olvido, sino una multiplicidad de situaciones en las cuales se manifiesta una multiplicidad de formas de expresión de olvidos y silencios, con diversos 'usos'" (Jelin, "¿Quiénes?" 121; Los trabajos y La lucha 19). La memoria, al igual que la historia, se construye sobre ruinas.
5. Ruinas de la historia: casas tomadas y centros clandestinos de detención
Si los vecinos se configuran desde los visos de lo fantasmagórico, ilocalizables pero presentes en la historia de desalojo, en una relación de contigüidad sus casas también serán a un tiempo fantasmas y ruinas que convocan historias truncadas, sin desenlace conocido. Inherentes a la cosmovisión del terror y al mejor estilo gótico, los restos de las casas son la prueba de que la historia se inscribe en los espacios: una historia hecha por el horror de los crímenes más atroces, de una dictadura que instala el terror en su presente y el trauma a futuro. La narradora ya adulta no logra localizar la casa del ahorcado, ha perdido su rastro debido a que luego de la primera demolición han emprolijado las ruinas. La acción es pasible de traducirse en metáfora de los mecanismos de escritura de la historia por parte de la oficialidad gobernante: encubrimientos y ocultamientos, borraduras y tergiversaciones de los hechos. De igual manera que la estética del terror se sustenta en el cuento en las ruinas de unas casas que, lejos de estar estetizadas, son prueba de la inscripción de políticas siniestras del pasado, se incluye asimismo otro espacio que responde a una veta más gótica en el texto, atravesado también por la historia del ahorcado, donde la protagonista lo busca ya de adulta: "Algunas noches me quedo mirando la otra iglesia del barrio, muy extraña, art-decó, alta y severa, dedicada a una santa húngara. De noche la torre -porque no es una cúpula: es una torre de cemento- se ilumina y el efecto es vagamente tenebroso, como de expresionismo alemán" (66).
En la literatura de Enriquez, hay casas que se construyen con la traza de lo ominoso, como en el mencionado relato "La casa de Adela" (que reaparece, aunque con diferencias, en Nuestra parte de noche) fantástica y terrorífica a un tiempo: no solo por dentro es más grande que sus dimensiones reales exteriores, sino que devora gente. En una entrevista, la autora alude a aquellas estructuras del sentir que nombré al comienzo, refiriéndose a que aun cuando no lo buscare deliberadamente en su escritura, la historia del pasado reciente forma parte del enunciado textual, como una operatoria literaria inmanente a su poética. Una casa que "chupa" gente acoge los ecos siniestros de los "chupaderos" -los centros clandestinos de detención (CCD)- que fueron asidero del sistema represivo orquestado e instalado, entre las luces y las sombras, por los genocidas. En el relato en cuestión, en un solo lugar confluyen las casas -como símbolo de la ruina de una historia hecha igualmente de restos, de despojos humanos y materiales, tal como señalábamos- y el centro clandestino de detención: la autopista es doblemente siniestra, puesto que debajo de ella funcionó una de estas cárceles clandestinas durante los años 1977 y 1978, conocida como Club Atlético. La sola mención del centro hace referencia a todo un sistema represivo, a su andamiaje político y estratégico que cifra en la esencia del centro las formas más extremas de violación a los derechos humanos. Con ello, se reactiva el clima de época jalonado por el miedo al secuestro, la tortura, la desaparición. En el presente de la narradora adulta, el espacio ha devenido lugar de investigación y sitio de memoria: allí se realizan excavaciones para buscar huesos de desaparecidos (la similitud con los huesos del género terror y el fantástico hace pensar nuevamente en la homología terror literario-terrorismo de Estado), y en ese mismo terraplén donde trabaja el Equipo Argentino de Antropología Forense hay fotos de los desaparecidos y lápidas de cartón, "una especie de recordatorio-tumba-lugar de trabajo para antropólogos forenses" (62). Ante la ausencia de los cuerpos y de las tumbas, el territorio del ex-CCD se convierte en lugar de memoria tal como lo entiende Pierre Nora, donde se inscriben y circulan a un tiempo imágenes y discursos que operan como lugar de recordación y duelo, como tumba ante la ausencia de un espacio físico donde situar los restos (Gusmán 30). En este marco, "el fantasma es esa figura huidiza pero de presencia ominosa que representa lo reprimido, la historia no contada, la materialidad ausente. Un lugar que no tiene lugar" (Gasparini, "Zombis" 12, énfasis mío). Es precisamente la ausencia del cuerpo la que decanta en la conversión de los desaparecidos en fantasmas. Respecto de la necesidad de sepultura o de una tumba para los cuerpos como rito en la elaboración del duelo, en su reconstrucción de una genealogía de El hombre y la muerte, cuenta Edgard Morin que ya los hombres y mujeres de Neanderthal daban sepultura a sus muertos (21, 23), destacando el carácter sostenido del rito a fuerza de su condición atávica. Durante la última dictadura en Argentina, los genocidas violaron esta práctica, constituida en derecho humano, a enterrar los cuerpos de familiares (Verbitsky 12). Esa inexistencia de cuerpos y tumbas impidió la operativización de ritos que ayudaran en la necesaria elaboración del duelo (Crenzel 34), con lo que se puede hablar de "duelos suspendidos" (Bodnar y Zytner) o de "duelos congelados" (Boss 105). Como señala Victoria Souto Carlevaro, "el trauma no puede ser elaborado porque todavía no sabemos dónde están los cuerpos de los desaparecidos, ni han sido restituidos en su totalidad los nietos apropiados" (53). Aun cuando los cuerpos están, falta la información sobre las circunstancias específicas de los crímenes, con lo que también se dificulta el duelo por un trauma que se reviste no solo de dimensiones individuales, sino además colectivas: "la herida en el cuerpo y la subjetividad de las víctimas se cometía también en el cuerpo social" (Pradelli 17). Como explica Natalia Taccetta, "más allá del dolor de la intimidad de las familias sin duelo, los cuerpos que faltan de la dictadura son cuerpos cuya dimensión es invariablemente pública" (157), como se ficcionaliza en el cuento, desde el momento en que la narradora se ocupa de reconstruir la historia del ahorcado: "Por la falta de archivos, pruebas, cuerpos y documentos, identidades y crímenes, la posdictadura argentina no ha podido llevar a cabo el duelo social" (158). Los desaparecidos retornan como fantasmas, en el ámbito de lo real, así como en un locus literario en donde se inscribe, siempre aproximadamente y de manera incompleta, lo traumático del pasado que, a fuerza de una alquimia desconocida para los occidentales, vira permanentemente en tiempo presente: como veíamos más arriba, se trata de las consecuencias del pasado impactando en la sociedad contemporánea.
El cuento termina con la certeza de un reencuentro con el ahorcado. En este sentido, la protagonista transita el camino inverso de lo ominoso. Si el concepto es definido por Sigmund Freud como aquello familiar (heiml) que ha devenido no familiar, que se transforma en lo unheimlich (que entre otras cosas, comprende lo espectral), "lo que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz" (Freud 231), la autora opera en su texto la inversión del estigma: en una ecuación inversamente proporcional, lo no familiar deviene en algo cercano, vinculando a la narradora con el ahorcado mediante una necesidad de rememoración, asumiendo la dimensión social y colectiva del genocidio sobre la que advierto en el párrafo anterior. El fantasma "está desaparecido" y el deseo de la narradora se centra en volver a verlo: "Pero sé que voy a volver a verlo. Estoy segura. En alguna ruina, en alguna fachada, en algún rincón de este barrio donde él quiso que yo lo conociera y lo recordara: todavía está acá, con sus piernas abiertas y las manos como puños, muerto, solo, terco, colgando en una casa que ya no existe" (66). Este último párrafo, cuyos predicados sobre el ahorcado se hacen en presente, reforzado por un adverbio que convierte el pasado en actualidad ("todavía") y un locativo que indica la mayor cercanía posible ("acá"), torna más enrarecida la atmósfera del cuento, en tanto instala la duda sobre la situación del ahorcado. En este sentido, ¿por qué se dice que todavía está acá? ¿Cuál es la referencia de ese "acá"? El final intensifica, pues, la figura del fantasma y el peso que tiene lo fantasmático, como retorno de un pasado no resuelto, en un cuento situado a medio camino entre el terror y lo fantástico, entre la imaginación literaria y los hechos históricos, entre el terror literario y el terrorismo de Estado.
6. Consideraciones finales
El cuento de Mariana Enriquez analizado en este artículo puede leerse como metonimia a propósito de tres variables: en primer lugar, metonimia de su poética (basada fundamentalmente en una torsión particular del terror, que se combina con el terror social); en segunda instancia, la serie narrativa sobre la última dictadura en Argentina (al estructurarse en recurrencias de la serie como la ficcionalización de la reflexión sobre una memoria falible, la búsqueda de historias no escritas ni contadas, lo fragmentario de esas historias, entre otras); por último, la combinación de las dos variables anteriores, a saber, el género de terror y el fantástico como potencialidad literaria para narrar el terrorismo de Estado.
En la narración, además de recrearse un clima de época compatible con la emergencia de estructuras de sentimientos afincadas en el miedo, el terror y la muerte como inminencia permanente, adviene la centralidad de la figura del fantasma, condensada en el título. El personaje del ahorcado, en el contexto de la construcción de una autopista que expropia casas, desaloja, destierra, alude a las denominadas "víctimas indirectas" de la dictadura, en analogía a su vez con las víctimas más directas, que también aparecen referenciadas en el texto : los/las desparecidos/as. Los cuerpos ausentes, a los que se suma la falta de información, las borraduras en las historias particulares de desaparición y en la historia general de una dictadura que censuró, borró, escondió información, hacen que la imagen del/la desaparecido/a se corresponda con la del fantasma, así como conducen a llenar los huecos de esa historia con la imaginación propia de las suposiciones, la hipotetización de lo que pudo haber sucedido pero que no es posible de confirmarse. En este sentido, la historia incompleta del pasado reciente lleva a la aparición de lo fantasmático.
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Notas