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Entre persona y cosa: las dimensiones políticas del fragmento corporal en Persona de José Carlos Agüero y Adiós, Ayacucho de Julio Ortega
Between Person and Thing: The Political Dimensions of the Bodily Fragment in Persona by José Carlos Agüero and Adiós, Ayacucho by Julio Ortega
Entre pessoa e coisa: As dimensões políticas do fragmento do corpo em Persona, de José Carlos Agüero, e Adiós, Ayacucho de Julio Ortega
Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica, vol. 16, núm. 35, pp. 143-161, 2025
Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes

Artículos


Recepção: 24 Junho 2024

Revised document received: 12 Dezembro 2024

Aprovação: 10 Dezembro 2024

DOI: https://doi.org/10.25025/perifrasis202516.35.08

RESUMEN: En este artículo, examino dos intervenciones artísticas que imaginan la figura de la víctima en el contexto del conflicto armado interno peruano desde su condición de fragmento corporal violentado: Adiós, Ayacucho (1986) de Julio Ortega y Persona (2017) de José Carlos Agüero. Siguiendo las reflexiones de Roberto Esposito sobre el "dispositivo de la persona", muestro cómo estos textos invocan la imagen fragmentada del resto corporal desde su condición ontológica indeterminada entre cosa y persona para explorar y problematizar las posibilidades de agencia de la víctima. Por un lado, la novela de Ortega ejecuta una personalización del resto corporal para restaurar a la víctima dentro del ámbito del derecho. Por otro, desde el texto y la imagen, Agüero pone en cuestión las representaciones de la víctima y, desde el ámbito de lo "impersonal", indaga perspectivas biopolíticas de la violencia a través de la intervención en su propia memoria familiar.

PALABRAS CLAVE: José Carlos Agüero, Julio Ortega, corporalidad, víctima, identidad, violencia, conflicto armado, biopolítica.

ABSTRACT: In this article, I examine two works of art that depict the figure of the victim in its condition of a fragmented and abused body in the context of the Peruvian armed conflict: Adiós, Ayacucho (1986) by Julio Ortega and Persona (2017) by José Carlos Agüero. Following Roberto Esposito's reflection on "the dispositif of the person", I show how both texts invoke the fragmented image of human remains from its indeterminate ontologi-cal condition between thing and person to explore and problematize the possibilities of agency of the victim. On the one hand, Ortega's novel executes a personalization of the fragmented body to reinsert the victim within the realm of law. On the other hand, textually and visually, Agüero questions the possibilities of representation of the victim, and from the realm of the impersonal, investigates biopolitical perspectives of violence through interventions in his family memory.

KEYWORDS: José Carlos Agüero, Julio Ortega, corporeality, victimhood, identity, violence, armed conflict, biopolitics.

RESUMO: Neste artigo, examino duas intervenções artísticas que retratam a figura da vítima em sua condição de corpo fragmentado e violentado no contexto do conflito armado peruano: Adiós, Ayacucho (1986), de Julio Ortega, e Persona (2017), de José Carlos Agüero. Seguindo a reflexão de Roberto Esposito sobre "o dispositivo da pessoa", mostro como ambos os textos invocam a imagem fragmentada dos restos humanos a partir de sua condição ontológica indeterminada entre "coisa" e "pessoa", para explorar e problematizar as possibilidades de agência da vítima. Por um lado, o romance de Ortega executa uma "personalização" do corpo fragmentado para reinserir a vítima no âmbito da lei. Por outro lado, textual e visualmente, Agüero questiona as possibilidades de representação da vítima e, a partir do reino do "impessoal", investiga as perspectivas biopolíticas da violência por meio de intervenções em sua própria memória familiar.

PALAVRAS-CHAVE: José Carlos Agüero, Julio Ortega, corporeidade, vítima, identidade, violência, conflito armado, biopolítica.

Para una considerable cantidad de producciones culturales en torno al periodo del conflicto armado peruano (1980-2000), la posición de la víctima ha sido un lugar estratégico para abordar el desafío de representar el dolor ajeno y los efectos de la violencia. El horror real de los asesinatos, las violaciones sexuales, los desaparecidos, las torturas y una larga lista de violaciones de derechos humanos son el origen concreto de estas producciones. En este trabajo, me interesa examinar dos textos que, en periodos distintos, intervinieron en el discurso público en torno al lugar de la víctima como figura protagónica para imaginar o representar los efectos del horror de la violencia. Se trata de la novela corta Adiós, Ayacucho (1986) de Julio Ortega y el libro Persona (2017) de José Carlos Agüero. Si bien los textos difieren significativamente en cuanto al periodo en que fueron publicados (durante y después del conflicto), ambos otorgan protagonismo a la figura de la víctima y la imaginan, específicamente, desde su fragmentaria condición material de resto de un cuerpo violentado.

Por un lado, la novela de Ortega es protagonizada por el cadáver viviente, casi a la manera de un zombi, de una víctima asesinada por la policía nacional que viaja de Ayacucho a Lima en busca de sus huesos. Desde el ámbito fantástico, este cadáver-zombi recorre el país en el intento de recuperar su cuerpo mutilado y, más notablemente, articula una búsqueda de justicia que consiste en la enunciación de una feroz crítica contra el sector letrado al que le adjudica una responsabilidad directa sobre las causas estructurales de la violencia en marcha. Por otro lado, el texto de Agüero presenta un mayor desafío en cuanto a la determinación de su género textual. El libro es un entramado de ensayos, dibujos, poemas, aforismos, mapas, fotografías y relatos íntimos organizados en secciones temáticas. En ellos se atraviesa una preocupación fundamental por la posición de la víctima para pensar los efectos materiales de la violencia. Más específicamente, Agüero problematiza la representación de la víctima y la construcción de una memoria al entender ambas como procesos de captura y apropiación de restos materiales con una ontología indeterminada.

Siguiendo las reflexiones de Roberto Esposito sobre el "dispositivo de la persona", propongo mostrar cómo ambos textos invocan el resto corporal desde su condición ontológica indeterminada entre cosa y persona para explorar y problematizar las posibilidades de agencia de la víctima. Desde esta aproximación, planteo que ambos textos conciben la agencia política de la víctima desde su materialidad corporal, aunque siguiendo paradigmas distintos. Adiós, Ayacucho, desde la ficción fantástica, ejecuta una personalización del resto humano para instaurar a la víctima en el ámbito del derecho y dentro del paradigma de la entonces emergente justicia transicional. Persona, desde el ensayo, la imagen y la poesía, cuestiona la relación entre materialidad e identidad, como base de una memoria representacional, y explora el acto de recordar desde un régimen afectivo de indeterminación fuera del ámbito de la persona y la identidad.

1. El "dispositivo de la persona"

Dentro de la amplia producción cultural y literaria que siguió a la publicación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), la voz de José Carlos Agüero cobró prominencia al publicar en 2015 su primer libro ensayístico Los rendidos. Posicionado como hijo de dos miembros del grupo terrorista Sendero Luminoso, la contribución de Agüero resonó ampliamente en el discurso crítico al explorar la memoria de sus padres para abordar cuestiones como la herencia de la culpa, las posibilidades de otorgar y pedir perdón y, especialmente, la necesidad de trascender los binomios de víctima y perpetrador. En palabras del propio Agüero, "[En Los rendidos] proponía: hay subjetividades, hay agencias, hay algo que compartimos ... Porque somos sujetos" (11). En Persona, estas cuestiones se mantienen vigentes, pero la noción misma de sujeto es cuestionada bajo un movimiento deconstructivo más intenso que el de su producción anterior. En la sección introductoria del libro, Agüero propone partir de esta premisa: "compartimos una evasión, una mentira, una convención del yo que nos permite sobrevivir el horror" (11). El horror al que se refiere es que "el cuerpo, el cuerpo mínimo para ser cuerpo, no resiste. Es destruido sistemáticamente. No tiene orden natural, extensión o permanencia" (11). Desde esta primera intervención, identidad y corporalidad son separados y se establece una mirada escéptica hacia cualquier convención identitaria que oculte la no permanencia, la fragilidad o la vulnerabilidad material del cuerpo. El sujeto es una entidad que se deshace y, según Agüero, recurrimos a invenciones, convenciones o ficciones para ocultar la incertidumbre del sujeto y "no reconocer la necrópolis que compartimos" (11). Esta formulación inicial que entiende el "yo" como una convención que deja afuera un resto corporal horrorosamente indeterminado encuentra múltiples puntos de contacto con la conceptualización del "dispositivo de la persona" de Roberto Esposito.

En El dispositivo de la persona (2011), el filósofo italiano formula la siguiente paradoja: "Cuanto más se trata de recortar las características inconfundibles de la persona, tanto más se determina un efecto, opuesto y especular, de despersonalización" (11). La formulación sugiere que la singularidad del individuo solo es posible a través de un proceso de despersonalización, puesto que el concepto de "persona" apunta hacia una universalidad. El autor sostiene que este concepto y el paradigma que se ha establecido históricamente a partir de él son problemáticos porque su definición siempre ha implicado una exclusión de un ámbito de lo humano y de lo vivo. Es decir, trazar los límites de aquello que es "personal", dentro del mundo de lo vivo, siempre ha presupuesto la existencia de zonas "no personales" o "menos personales" que, desde tradiciones como la filosofía moderna o el cristianismo, han sido identificadas con, por ejemplo, lo corporal o lo animal para privilegiar aquellas zonas más específicamente "personales" como lo racional o lo espiritual: "Es esto, justamente, lo que, al dividir a un ser vivo en dos naturalezas de diferente cualidad -una sometida al dominio de la otra-, crea subjetividad a través de un procedimiento de sometimiento o de objetivación. Persona es lo que mantiene una parte del cuerpo sometida a la otra" (65). Esposito vincula específicamente los efectos de esta segregación con el derecho en tanto que, desde la época romana, este ha dictado quién puede ser definido con pleno derecho como persona y quién no, o quién puede serlo bajo ciertas condiciones.

En el texto de Agüero, la insistencia en la materialidad del resto corporal, vinculado indeterminada y problemáticamente con una identidad (es decir, con una "persona"), pone en cuestión la posibilidad de hacer memoria desde los paradigmas de la representación. La primera sección del libro, denominada "Tierra", presenta imágenes relacionadas con las posibilidades de restituir los restos humanos de las víctimas a sus familias. La escritura de esta sección a modo de fragmentos refleja un rechazo general a cualquier discurso final, total o cerrado. En uno de ellos, el autor describe la escena de un botadero de cadáveres con pedazos siendo comidos por perros y mujeres buscando entre la basura. La voz autorial cuestiona: "Los trozos grandes de persona, los más sustanciosos, se los llevaron los perros salvajes de las quebradas. Ubicar a los perros: ¿abrirlos ? Pero la mayoría han muerto. Entonces, ¿buscar a sus crías? ¿a las crías de las crías?" (21). Agüero desfamiliariza la atribución de un valor y una identidad a los remanentes corporales al enfatizar su precariedad material. La (re)construcción de una persona a partir del resto se vuelve un ejercicio para ocultar el horror, según Agüero. Este horror no es figurado, sino una realidad concreta: la identificación de víctimas se ha enfrentado con trabas legales que dificultan el reconocimiento de los cuerpos de los desaparecidos. El texto destaca así una zona indeterminada de lo vivo, donde los últimos remanentes de lo que se considera "persona" desaparecen para evidenciar la frágil relación entre el dispositivo y la memoria. En su lectura del libro, Ethel Barja también localiza la descomposición del concepto "persona" y la asocia a una dimensión del trauma: "La presencia fantasmagórica y casi eludida que Hartman asocia al trauma, se materializa en el libro de Agüero en cada intento por definir 'persona'" (325). Este extrañamiento muestra cómo el lenguaje de la memoria apunta hacia una reconstrucción de la identidad que muchas veces resulta más problemática cuando se vuelve un acto de apropiación. Al final de esta escena, el autor comenta irónicamente: "Pero los restos están, siguen vivos: en algún museo; en algunas pancartas, en alguna reflexión académica" (21).

En Persona, hay una fuerte oposición a cualquier ejercicio representacional que intente dar cuenta del horror de la violencia. Se trata de una búsqueda constante de desestabilizar cualquier posición ética que involucre a un lector que cómodamente interpreta un dolor ajeno. En la sección titulada "Épica", Agüero reflexiona sobre la matanza en la cárcel El Frontón en 1986, producida por la violenta respuesta militar al amotinamiento de internos acusados o sentenciados por terrorismo, y entre cuyas víctimas se encontraba el padre del autor. Este evento es apropiado por las memorias de grupos sociales antagónicos. Los senderistas se apropiaron de este evento para celebrar luego el "día de la heroicidad" y la "inmolación" de los militantes presos. Más adelante, Agüero incluye una anécdota en la que ocurre lo contrario : la artista Gladys Alvarado realiza una exposición fotográfica de las ruinas del penal y, en el evento de presentación, esta declara tener la "esperanza de que su trabajo sirva para evitar que el terrorismo regrese" (145). En estas disputas por la memoria, el escritor peruano ve el peligro de la representación que convierte el fragmento (ya no solo corporal, pero aún material) en símbolo de algo más y, de esta manera, se vuelve un ejercicio de apropiación violenta. Por eso, escribe: "¿No será mejor pensar en los cuerpos como incertidumbre ? ... ¿Por qué nuestra tendencia a escoger la estabilidad -y no la recurrente prueba de transgresión- para construir una representación o un juicio sobre nosotros?" (132). La construcción de una memoria implica suspender la indeterminación del resto para traerlo al ámbito de lo "personal". En cambio, el autor encuentra más productivo pensar la corporalidad fuera de la identidad y sostenerla en un régimen de la incertidumbre.

La crítica de Agüero resalta en un contexto en el que la figura de la víctima ha sido central para la memoria cultural peruana y los debates sobre cómo lidiar con el pasado traumático. Alexandra Hibbett ha señalado que varias producciones literarias limeñas se basan en la figura de la "víctima pura" construidas desde narrativas que, además, muchas veces están focalizadas en figuras masculinas (153). Trabajos desde la antropología como el del Equipo Peruano de Antropología Forense han enfatizado que, si bien es necesario dar cuenta de las memorias individuales de la violencia en su complejidad y en su multiplicidad de sentidos para cada actor social, la categoría de víctima es muchas veces improductiva porque lleva a ciertos esencialismos y reduccionismos (De víctimas 146). Otros autores como Tejero Tabernero ("La víctima") o Ramírez y Scott-Insúa ("From Victims") han investigado cómo los mecanismos del Estado, incluyendo la CVR, han construido una noción de "víctima" que muchas veces ha sido apropiada por actores y grupos sociales para ganar acceso a ciertos derechos y ser beneficiarios de programas de reparación. Estos debates han sido informados por la noción de justicia transicional que reclama no solo la necesidad de investigar y procesar los abusos cometidos durante un periodo de violencia, sino también de promover la reconciliación y explorar las posibilidades de acción de política de aquellos impactados por las violaciones de derechos humanos. Aun así, las discusiones en torno a la víctima y su capacidad de agencia política presuponen la identidad y la representación como fundamentos para cualquier relato que dé cuenta del pasado traumático, ficcional o no. En lugar de esto, la propuesta de Agüero se fundamenta en una noción de memoria que no se basa en la representación ni en una identidad que permita establecer un lugar de enunciación para la víctima, sino en la exploración íntima y afectiva de un pasado familiar. Al respecto, Claudia Salazar Jiménez propone una lectura del texto como un ejercicio de "autoteoría", cuyo principal gesto teórico consiste en "trascender la clásica pregunta de los estudios postcoloniales: ¿puede el subalterno hablar ?, para cuestionar la representación misma y sus posibilidades" (215).

2. Adiós, Ayacucho y la víctima-zombi

Para Esposito, el derecho y la política ponen en juego constantemente una serie de cambios categoriales que definen o (re)producen el estatus ontológico de los seres vivientes, y como consecuencia de esto ocurre "el perpetuo movimiento de oscilación entre los extremos de la persona y la cosa, que hace de una a la vez lo opuesto y el trasfondo de la otra, no sólo en el sentido general de que la definición del hombre-persona surge en negativo de la del hombre-cosa, sino en el sentido más acabado de que ser plenamente persona significa mantener o empujar a otros individuos vivientes hacia los límites de la cosa" (Tercera persona 21).

La noción de "persona" funciona como dispositivo político en tanto que presupone un continuo desplazamiento de umbrales categoriales, que otorgan un estatus ontológico y establecen una jerarquía entre los seres vivientes. Para definir quién es persona, se vuelve necesario definir el ámbito de la cosa y las entidades que pertenecen a ella, y viceversa. Esposito sostiene que este mecanismo es puesto en evidencia a través de ciertas situaciones límite, como por ejemplo en el ámbito jurídico romano, donde la figura del esclavo en la ley romana encarna claramente las contradicciones inherentes al dispositivo. Mi propuesta de lectura es que tanto en el texto de Agüero como en el de Ortega, esta zona ontológicamente indeterminada entre persona y cosa es expuesta a través de la brecha entre el fragmento corporal y la identidad que los textos hacen evidente, y desde este espacio ambos autores exploran y cuestionan la agencia política de la víctima.

La novela Adiós, Ayacucho es narrada desde la carne mutilada de Alfonso Cánepa, un campesino cuyo cuerpo fue despedazado por una granada lanzada por unos policías que lo acusaron de terrorista. La narración se desarrolla a partir del viaje que Cánepa decide hacer con el objetivo de recuperar sus huesos y realizar una sepultura digna de su cuerpo. Este texto toma una dirección opuesta al texto de Agüero en torno a la relación entre persona y cosa: el cuerpo-zombi del protagonista no solo quiere recuperar sus huesos para "completar" su cuerpo material, sino que este ejercicio de recuperación va de la mano con el proceso simbólico de establecer una identidad subalterna que ponga en cuestión el discurso nacional sobre los orígenes de la violencia. Es decir, la novela plantea dos objetivos: por un lado, la restitución material del cuerpo del protagonista; por otro, la constitución de una identidad y una voz suya dentro del mundo letrado -del que ha sido históricamente excluido-, para cuestionar la complicidad de una serie de actores políticos (más allá del grupo terrorista y de las fuerzas del orden) con la violencia que está en marcha. Alfonso Cánepa busca insertarse en el mundo letrado a través de una serie de documentos escritos en los que reflexiona sobre diversas dimensiones de la violencia política. Por ejemplo, redacta una carta al presidente para denunciar la existencia de un orden de la violencia dentro del Estado. En su reflexión histórica, sostiene que las raíces de la violencia se encontrarían en una "noción jurídica paternalista y primitivista", elaborada por "antropólogos e intelectuales" (89). A través de esta intervención, el protagonista subraya ciertas estructuras discursivas elaboradas por el mundo letrado que han permitido que la violencia afecte especialmente a quienes han sido excluidos del proyecto nacional. Así, la novela propone reinscribir el cuerpo violentado al ámbito de la persona, otorgándole una identidad que denuncia la necesidad de recuperar sus derechos dentro de una sociedad en la que tanto la clase política como el sector letrado no lo han permitido. O, siguiendo a Esposito, se trata de reinsertar discursivamente al cadáver como "persona" para reasignarle la condición de sujeto de derecho.

A pesar de que la novela presenta a un saco de huesos capaz de viajar por el país, esto no parece espantar a nadie, pero no porque se asuma lo sobrenatural como norma, sino porque este entorno parece haber normalizado la violencia. Es más, el único elemento fantástico en el relato es el estatus ontológico del protagonista: un cuerpo muerto con vida, capaz de interactuar con otros personajes y escribir discursos al presidente. Todos los demás referentes sitúan la historia en un contexto específico de los primeros años del conflicto armado en el Perú. Se trata, entonces, de una especie de zombi que, en lugar de producir miedo, revela con su presencia una indiferencia sintomática de una violencia silenciada e incómoda que ha sido infligida contra los cuerpos de los desaparecidos que Cánepa representa. Su cuerpo incomoda pero no perturba. El narrador apunta que muchos comparten el deseo de enterrarlo, pero no por razones humanitarias: "Este fue el primero de los compañeros ocasionales en mi peregrinaje a Lima que quisieron enterrarme siguiendo un poderoso instinto urbano y académico ... yo creí que del susto correrían, pero la mayoría solo piensa en enterrarme allí mismo ... Es verdad que los limeños tienen algo de enterradores y, en el mejor de los casos, de pulcros agentes de pompas fúnebres" (74). En la novela, enterrar es ocultar, reprimir, y estos restos mortales que salen a la luz revelan una realidad que nadie quiere ver. Al mundo limeño "urbano", "académico", "de agentes pulcros" (74) le perturba la existencia de un ominoso muerto que no debería estar a la vista.

En su lectura del texto, Felipe Cala Buendía propone que la novela de Ortega sostiene una serie de demandas que conciernen al entonces emergente discurso de la justicia transicional, el cual cobraría mayor protagonismo durante el periodo posconflicto y, especialmente, durante el trabajo de la CVR. Específicamente, interpreta el texto como una reconstitución de la historia personal del activista Jesús Oropeza en 1984 y, en ese sentido, la clave política del texto consiste en restablecer desde la ficción tanto la identidad de la víctima como su capacidad de intervenir políticamente (Cala 349). Así como el paradigma de la justicia transicional años más tarde enfatizaría, esta agencia implica rechazar un modelo pasivo de víctima y privilegiar la categoría de "ciudadano" para integrar al individuo en la vida política activa del país. De este modo, el protagonista Cánepa se apropia de su historia para contarla él mismo, afirmar su derecho a la justicia y elaborar un sofisticado discurso crítico contra el Estado y sus instituciones. No obstante, resalta que esta restitución de la identidad y de la ciudadanía se establezca desde la figura del cadáver desmembrado de Cánepa. El texto ficticio describe en detalle los efectos corporales de la violencia contra el activista campesino, pero también construye un espacio de enunciación desde el que articula una denuncia. Anticipando los principios de la justicia transicional, el relato opera una "personalización" de los restos de Cánepa (y de la historia de Oropeza) para aproximarse a un modelo de ciudadanía. A través de la figura de ciudadano con agencia política se restablece a la víctima el estatus de "persona" que se le había despojado. Así, la materialidad del fragmento corporal atraviesa un proceso de reconstrucción identitaria y personal dentro de un registro altamente simbólico. Al respecto, Berríos Campos identifica el núcleo metafórico de la novela: no solo Cánepa representa a los ciudadanos peruanos asesinados y despojados de sus derechos, sino que su propia carne mutilada es una proyección de la violencia poscolonial cuyas raíces estructurales no se limita a los años de violencia política (31). Esta operación, a diferencia de Agüero, punta a construir una subalternidad que consiste en la restitución de una voz activa a la víctima (despojada de ella por estar muerta, pero también por tratarse de un campesino), capaz de mostrar la matriz poscolonial de la violencia en el mundo letrado. A través de esta operación discursiva, la víctima Cánepa/Oropeza se vuelve en sujeto de derecho capaz de apropiarse de su historia y emitir una denuncia.

3. Persona y la exploración de "lo impersonal"

De manera similar a Adiós, Ayacucho, el texto de Agüero identifica un núcleo de la violencia dentro de la fantasía de la comunidad nacional. Si el proyecto nacional se relaciona con lo constructivo que apunta hacia una totalidad cohesionada, las imágenes y los textos de Persona se establecen en los márgenes de lo indeterminado y lo afectivo. La sección "Mapas" muestra un ejemplo de esto, pues aquí la dinámica entre cuerpos y fronteras cobra protagonismo. En el plano visual, se contraponen dos tipos de mapas: aquellos oficiales y divulgados masivamente, y otros bocetos del mapa de Lima intervenidos y reelaborados por Agüero. En particular, un mapa del Perú como un muro de ladrillos, siendo construido por un obrero, un policía, un campesino, un minero y una niña (representantes de los sectores "productivos" del país), funciona como punto de partida para una serie de cuestionamientos sobre el carácter homogeneizante del imaginario nacional.

Para Agüero, este mapa oculta en lugar de revelar. Puesto en circulación como portada de los "cuadernos populares" de divulgación masiva para los colegios, el mapa construye un imaginario de comunidad nacional en el que se definen las "fábulas sobre la patria, la memoria, los héroes o la moral" (39). Pero este orden estable borra las condiciones precarias de los miembros de esta comunidad y oculta una violencia más estructural y fundamental. Refiriéndose a la niña que participa en la construcción del país-muro en la imagen, Agüero escribe: "si fue la escolar aplicada y sensible de algún pueblo durante la guerra, quizá fue violada y su cuerpo acabó metido en la mezcla, el policía la habría ocultado ... y los personajes ocultos (el periodista, el fiscal, el juez, la autoridad) habrían ayudado a que permanezcan escondida" (40). Lo que la guerra demostró fue que el país "en construcción" estaba lejos de ser "completado" y que el muro está ahí para ocultar la "funcionalidad" de la violencia a la que Agüero se refiere en su introducción, es decir, como un orden que "no es excepcional ni una singularidad" (12). Este es un ejemplo del movimiento deconstructivo y el escepticismo hacia la representación que caracteriza el libro. Tess Renker, prestando atención a la subjetividad de la generación "hijo", interpreta este gesto en el libro como una negación del mandato reconstructivo de la generación de la posmemoria (127).


Fig. 1
Agüero, José Carlos. "Mapa de cuaderno escolar". Persona, Fondo de Cultura Económica, 2017, p. 41.

Dado que el mapa oficial oculta la violencia, Agüero bosqueja, siempre desde la duda, un tipo alternativo de mapas intervenidos que ejecutan el movimiento general del libro de lo público hacia lo privado. Más adelante, presenta tres mapas de Lima con notas y otros apuntes manuscritos. El primer mapa evidencia una brecha entre la dimensión visible e invisible de la violencia y da especial atención a aquello que esta representación fracasa en capturar. La leyenda del mapa muestra los sitios reconocidos que una memoria oficial podría recoger: zonas rojas, sitios de tortura, cárceles. La lista es completada con una serie de lugares que existieron, pero que no tienen una correspondencia visual: comisarías que torturaron, sitios de entierro clandestino, víctimas de violación sexual y demás. Dar cuenta de esto es imposible no solo porque el mapa es limitado, sino porque, en tanto representación, sostiene una apariencia de orden que, intencionalmente o no, siempre borra dimensiones del horror de la violencia. En el tercer mapa, el vínculo entre afecto y materialidad surge más claramente como contrapropuesta a la memoria representacional. Textualmente, los apuntes superiores reconocen la fugacidad de las huellas materiales: los lugares se transforman, pero además se marca la ausencia de la vida de la madre y otras vidas. Sin embargo, el plano visual ejecuta lo opuesto al identificar lugares cargados de afecto, descritos a la manera de un juego infantil. Este movimiento retrospectivo desde la imaginación recurre a los últimos vestigios materiales de los sujetos desaparecidos, desintegrados. Como contrapropuesta a la memoria oficial, la intervención visual propone una apertura del lenguaje de la memoria hacia lugares no enunciados, no capturados por la lógica de la representación. A pesar de que estas rutas se transforman y se borran, Agüero propone repensar los espacios desde la memoria íntimamente familiar en lugar de las posiciones simbólicas de la memoria cultural.

La propuesta de un mapa afectivo basado en la vida material de sus padres como dispositivo de memoria no resalta solo por traer al discurso público las figuras de dos exmilitantes de Sendero Luminoso (un gesto ya establecido en Los rendidos), sino también porque trae consigo un entendimiento diferente del acto de recordar. A diferencia de la novela de Ortega, no se trata de restituir la voz a quienes no la tienen dentro de una estructura hegemónica ni tampoco de personalizar los restos humanos para enunciar un discurso crítico. La búsqueda de Agüero se traza más bien en aquellas zonas de vida, en continuo flujo y transformación, de las cuales la "persona", entendida como máscara -sujetada en la memoria oficial, las fábulas nacionales, los mapas-, no puede dar cuenta. En este sentido, Lucero de Vivanco ("Violencia y memoria") propone una aproximación al texto en tanto "memoria restaurativa", es decir, como una de las narrativas "que buscan reparar una violencia simbólica, para lo cual apelan a dimensiones intersubjetivas, de modo que, a través de emociones y afectos, interpelan y conmueven, pudiendo incluso comprometer al lector con las causas que exponen" (276). La singularidad del texto de Agüero reside en que la exploración de la dimensión afectiva ocurre dentro de una materialidad que excede las categorías representacionales. En mi interpretación, el libro lleva a cabo una exploración del ámbito de lo que Esposito llama "lo impersonal" para hacer visibles otros matices de la memoria. En la delimitación de la "persona jurídica", el filósofo italiano sostiene la existencia de una brecha que se instala entre derecho y vida. El derecho, desde una dimensión trascendental, se aparta de la vida e impone leyes sobre ella, pero "es la vida, en su composición al mismo tiempo corpórea e inmaterial, la que debe hacer de sus propias normas la referencia constante de un derecho cada vez más ajustado a las necesidades de todos y cada uno" (51-52). Si el derecho apunta hacia una dimensión universal de la persona que vincula al individuo con una comunidad de sujetos de su misma condición, la propuesta de Persona es regresar a la singularidad de lo vivo en el sujeto.


Fig. 2
Agüero, José Carlos. "Tercer mapa de Lima". Persona, Fondo de Cultura Económica, 2017, p49.

La intervención en los mapas en Agüero muestra que lo singular en la memoria reside no en aquello que representan para una comunidad, sino en una singularidad íntima de la vida de los padres. El pensador italiano ha denominado esta singularidad como "lo impersonal": "Lo impersonal no es tan sólo lo opuesto de la persona -su negación directa-, sino algo, de la persona o en la persona, que interrumpe el mecanismo inmunitario que introduce al yo en el círculo a la vez inclusivo y excluyente del nosotros. Un punto, o un estrato, que impide el tránsito natural desde el desdoblamiento individual ... hacia el redoblamiento colectivo, el reconocimiento social" (148). Así, el movimiento no es de lo privado a lo público, como el caso de Alfonso Cánepa o del género testimonial: para Agüero, su experiencia y la de sus padres no son ejemplo o metáfora de algo mayor, es decir, no representan una comunidad. En su lugar, el movimiento va de lo público a lo privado, esto es, hacia la memoria íntima, falible, no representacional que pone en cuestión las esencias fijas e, incluso, la delimitación de la identidad.

El cuestionamiento de la relación entre identidad y persona también se ejecuta desde la escritura poética de Agüero. En el poema "La Otra" de la sección "Posnatal" se lleva a cabo el desmantelamiento del "dispositivo persona" a través de una exploración radical del vínculo materno. En el poema, la transición entre los ámbitos del yo y de la madre se vuelve indistinguible. La voz poética empieza reflexionando sobre cómo poner en palabras la vida de la madre Silvia: "¿Cómo debo empezar esta historia? / Debo decir "la seguí toda la vida sin que se diera cuenta" (111). Luego, la relación cambia, y la enunciación viene de la madre de la madre, y esta última se infantiliza: "vi su primera palabra /antes de que fuera palabra / su proceso de meses / para decir 'duele'" (114). Hacia el final, la voz poética ve desaparecer a la madre: "'Duele' dijo entonces / y yo dije / 'duele' / y esa fue su última palabra" (117). La metamorfosis es la operación clave en este poema, pero esta no se ejecuta solo entre madre e hijo/hija sino que la atención está sobre los bordes de la madre y el mundo exterior. El vínculo afectivo vuelve indeterminable la relación entre el "yo" y "la otra" a tal punto que las fronteras identitarias se borran, aunque estén siempre marcadas por el dolor y la marca de la pérdida desde la que inicia el poema. Asimismo, la metamorfosis se figura desde la obstinada materialidad que recorre todo el libro: "En algún momento desesperé: / ¿dónde empezaba ella? / ¿dónde empezaba las cosas y terminaba ella? / ¿hasta dónde llegaban su pie, la punta de su pie, la punta de la punta de su pie, / dónde estaba su último hito ? / ¿En qué momento invisible su esquina dejaba de ser ella y pasaba a ser el ambiente, el clima, la tierra, la basura?" (112). Así, el quiebre de la identidad va incluso más allá de lo humano. La metamorfosis del mundo material es un ámbito afectivo muy productivo en Agüero, pero está también regido por la incertidumbre. El poema, entonces, da cuenta de un vínculo fundamental, previo a la formación de la subjetividad, por el que se asoma una biopolítica afirmativa radical. Si en la memoria nacional los padres del autor eran inscritos en una dicotomía entre "persona" y "monstruo" (imaginados así por su adhesión al grupo terrorista Sendero Luminoso), la operación del libro consiste en extraerlos de esta dicotomía para, en su lugar, dar cuenta de aquellas zonas de lo impersonal que irrumpen la relación entre sujeto y comunidad.

4. Adiós, Ayacucho y la figura del subalterno

Ambos textos comparten el supuesto de que la violencia política estuvo enraizada en la exclusión inherente a cualquier proyecto político nacional. Efectivamente, como ya se ha demostrado, la violencia política afectó más intensamente a los peruanos indígenas, campesinos, quechuahablantes y de comunidades rurales. En Adiós, Ayacucho, este hecho es representado en la ficción a través del protagonista, un campesino ayacuchano, y de otros personajes que encarnan diversos sectores e instituciones fallidos de la sociedad peruana. El cadáver-monstruo de Cánepa interactúa con policías, senderistas, un periodista, escribanos, narcotraficantes, un estudiante de antropología y, finalmente, con el presidente Belaúnde. En uno de los pueblos que visita durante su viaje, descubre cómo se han adaptado los mecanismos de la justicia al contexto de violencia: "Si se descubría un nuevo cementerio clandestino, [los familiares] buscarían a sus muertos ayudados por los tinterillos en la mecánica legal del entierro, contratando escribientes para poner a máquina los oficios previstos, y asediados por los coimeros que prometían acelerar los trámites" (Ortega 94). En la novela, la muerte se vuelve un proceso burocrático y, a través de la letra (la "mecánica legal del entierro"), los cuerpos violentados son extraídos del paradigma de la vida y la humanidad. Esta obsesión por la letra y el documento escrito oculta el carácter violento de la muerte y lo neutraliza. Además, el dolor de los deudos se vuelve una mercancía dentro de una economía sostenida por la "coima" (soborno) y, al mismo tiempo, esta permite que la justicia funcione con más eficiencia ("acelerar los trámites"). De manera similar, su interacción posterior con un periodista, otro "especialista del discurso nacional" (97), revela la complicidad con el statu quo de su rol como actor en el sector letrado. En lugar de informar, su objetivo es utilizar las muertes para propósitos personales, como por ejemplo publicar un artículo en un periódico internacional.

Así, la ficción construye un lugar de enunciación crítico para la víctima, y esto le otorga la capacidad de denunciar el mundo letrado como cómplice indiferente de la violencia. Esta denuncia se exhibe como una cuestión más estructural. Esto resulta más evidente en las confrontaciones del protagonista contra un antropólogo, a quien acusa de ser parte de un grupo directamente responsable de la violencia. En particular, Cánepa ve en el Informe de Uchuraccay1 la culminación de una larga tradición letrada que ha servido para excluir a algunos del campo nacional y sentar así las bases de una violencia estatal sistemática (Vich y Hibbett 59). Según su crítica, este informe "exculpador" formaba parte de la lógica estatal que proveyó al Estado de una "argumentación formal" (87). Cánepa establece una relación directa entre la formación de un discurso letrado y las diferentes estancias de violencia del Estado hacia los ciudadanos marginados que el protagonista representa.

De esta manera, el texto se vale de una serie de operaciones literarias para construir un modelo de víctima con agencia propia, desafiante al discurso hegemónico, y que se distancia además de un enfoque paternalista que ve a la víctima como ente pasivo. Para Hibbett y Vich, el núcleo de la construcción de la subalternidad en el texto consiste en la construcción de un lugar de enunciación propio (180-181). Pero, en adición a esto, me interesa resaltar que el texto opera a través de un proceso de "personalización" de la figura subalterna, fuertemente anclado en la necesidad de restituir u otorgar una serie de derechos a la víctima, y así integrarla al mundo letrado, la sociedad civil y el Estado. Al explorar este modelo de víctima activa que denuncia, el texto adelanta los principios del modelo de justicia transicional que predominó en los debates durante la época del posconflicto y cuya preocupación central consistió en reconocer las posibilidades de acción política de las víctimas afectadas por los crímenes ocurridos. En palabras de Lucero de Vivanco: "La estrategia de Adiós, Ayacucho se basa, entonces, en reponerle al sujeto indígena los mismos elementos que le son negados en el Informe [de Uchuraccay] y que constituyen las principales herramientas de colonización" (246). En una entrevista, el autor reconoce que este proyecto literario nació como "un relato en el que le devolvía la voz a un peruano a quien le habían quitado la palabra" (Ortega 10, énfasis mío). Esta reconstrucción imaginaria que se solidifica en la categoría de la subalternidad está ligada a una reflexión sobre una violencia hacia los cuerpos que solo es posible tras haberlos sustraídos del ámbito del derecho. Cánepa encarna esa doble preocupación: por un lado, la presencia de su cadáver hace explícita la violencia sobre el cuerpo de otros, pero al mismo tiempo, su identidad de resto humano es reconfigurada y extraída de la no vida para insertarla en el eje de defensa de los derechos humanos desde la voz misma de la víctima. El protagonista denuncia en el Estado una noción jurídica "primitivista y paternalista" (89) porque esta priva de ciertos derechos básicos al no otorgar un estatus "completo" de persona jurídica a las víctimas como Cánepa, y esto legitima los excesos de violencia que los restos de su cuerpo testimonian. Además, como señala Esposito, la noción de persona es funcional para el Estado moderno y es a partir de ahí que se definen sus límites con respecto a lo viviente (125). En la ficción, la maquinaria estatal es cómplice de la violencia al proveer un discurso, como el Informe de Uchuraccay, que recorta las credenciales completas de personalidad a los cuerpos históricamente excluidos del proyecto nacional.

Cánepa es también consciente de cómo su cuerpo se puede volver objeto de apropiación: para el reportaje de un periodista, para el estudio del antropólogo que le "valdrá una beca a Francia y un puesto en Alemania" (77), o incluso para un espectáculo callejero de circo ambulante en Lima que sirve de entretenimiento, como ocurre hacia el final. Los discursos públicos nacionales requieren de cuerpos como el suyo para fundamentarse. No obstante, este cuerpo-víctima elude y escapa de estas apropiaciones. Más aún, el texto lo vuelve un sujeto activo dentro del mundo letrado al que no pertenece: redacta cartas, articula discursos históricos y, finalmente, ingresa al campo político al interactuar con el presidente. Así, al mover el cuerpo violentado subalterno hacia el régimen de la persona y, especialmente, del mundo letrado, la novela pone en evidencia factores estructurales de la guerra e imagina un tipo de agencia que consiste, principalmente, en la restitución de su voz.

5. Reflexiones finales

Las propuestas de Agüero y Ortega reconocen la necesidad de explorar y entender la violencia más allá de las causas inmediatas que la provocaron o de los actores específicos del conflicto (los senderistas o las fuerzas del orden). Ambos textos parten de la figura de la víctima y su condición de resto material para cuestionar discursos hegemónicos que necesariamente dejan fuera cierta dimensión de lo "inenarrable del trauma psíquico" (Gaiada 22). El resto o fragmento corporal permite vislumbrar un umbral ontológico en el que las fronteras entre aquello que consideramos persona o cosa están en un constante proceso de ser trazadas. Así, respondiendo a preocupaciones de diferente naturaleza, he sostenido que, a grandes rasgos, el texto de Ortega opera un proceso de personalización, mientras que el de Agüero aboga por la despersonalización del resto en su ontología indeterminada. Ambas operaciones textuales vuelven más complejo el debate sobre la categoría de "víctima", que tanto ha calado en las producciones de memoria. La novela de Ortega adelanta las discusiones sobre la necesidad de superar un modelo de víctima pasivo y despojado de la capacidad de acción. Agüero es más radical al cuestionar los esencialismos que cualquier representación de la víctima presupone.

No obstante, es necesario también interrogar el alcance y las limitaciones de ambas propuestas. Como han señalado Hibbett ("La problemática") y Jelin (State Repression), la centralidad de la víctima corre el riesgo de desproveer de agencia o despolitizar a los individuos o poblaciones en conflictos armados. En su interpretación del texto de Agüero, Juan Carlos Ubilluz sostiene que "es el temor al desastre y la clausura totalitaria lo que lleva a Agüero y a la deconstrucción a refugiarse en esos momentos de apertura ideológica en que lo indecidible o lo indeterminado no se ha convertido aún en una nueva subjetivación política" (78). Estoy de acuerdo con que el libro tiene un fuerte movimiento deconstruccionista y antirrepresentativo, pero me parece que también da indicios de una comprensión diferente de lo que Ubilluz denomina "ontología de la víctima" (64). Esta propuesta pone en cuestión los mismos fundamentos de la identidad y la persona. Como señalé previamente, Agüero parece buscar otras verdades en el ámbito material de lo íntimo, lo afectivo y lo no representacional.

Debe resaltarse también que la operación de personalización que Ortega lleva a cabo es solo posible desde la ficción y, específicamente, desde la figura de un cadáver viviente que ha perdido la vida y no le queda más por perder. Esta configuración de la subalternidad y la operación de "restituir" la voz no deja de ser un ejercicio literario, aunque con propósitos concretos. Además, y a diferencia de Agüero, el texto mantiene aún al Estado al centro de sus reclamos sobre los orígenes de la violencia. Esta dimensión, sin embargo, adquiere un matiz particular cuando el encuentro entre Cánepa y el presidente culmina como un gesto vacío y el protagonista se da cuenta de que su propósito había sido en vano. Sin quedar en un tono derrotista, el protagonista termina por recuperar sus huesos apropiándose de los del conquistador Pizarro. El gesto, aunque cargado de un fuerte simbolismo, se inscribe aún en el paradigma representacional, el mismo que un poco más de treinta años después, luego del conflicto, Agüero ferozmente cuestiona.

Bibliografía

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Notas

1 El Informe de Uchuraccay fue una investigación realizada por una comisión designada por el presidente Fernando Belaúnde Terry en 1983 a raíz del asesinato de un grupo de periodistas en una comunidad indígena en Uchuraccay, Ayacucho. El informe fue criticado por presentar la masacre como el resultado de un malentendido generado por las diferencias culturales entre la comunidad y el "mundo urbano".


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