Artículo
Recepción: 07 Noviembre 2015
Aprobación: 11 Febrero 2016
Resumen: El trabajo se propone analizar los lineamientos trazados por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), a través de sus conferencias internacionales, para la configuración de políticas y agencias sanitarias de sus países miembros. Para ello se centra en el análisis de tres casos nacionales, Argentina, Brasil y Colombia, a fin de establecer puntos en común y divergencias en el trazado y puesta en práctica de las políticas de salud pública inspiradas en las recomendaciones de las Conferencias Sanitarias organizadas periódicamente por ese organismo. Tres son, además, las políticas objeto de la comparación: la de tratamiento de enfermedades exóticas, con colaboración técnica y financiera de instituciones internacionales, la de centralización administrativa de las agencias sanitarias, y la de incorporación de nuevas áreas de incumbencia ligadas al concepto de salud preventiva. En suma, nos interesa probar cómo la OPS, instrumento del proyecto expansionista diplomático y comercial de Estados Unidos, se constituyó en elemento legitimador de las políticas sanitarias de sus países miembros.
Palabras clave: Palabras claves:, Políticas sanitarias, Relaciones internacionales.
Abstract: This paper analyzes the lines of action of the Panamerican Health Organization through its conferences to understand the configuration of policies and health agencies in the country members of the organization. For that proposal it focuses the analysis in Argentina, Brasil and Colombia to look at similarities and differences and also to understand how the recommendation of those conferences impacted on them. In addition the paper takes three policies for comparison: the treatment of exotic diseases, the technical and financial collaboration, the centralization of administrative state agencies and the creation of new areas of preventive health. In synthesis, this work is interested in proving how the PHO (OPS) constructed a diplomatic and commercial expansionist project of the United States. It was an element that constructed legitimacy of the member countries.
Keywords: Public Health, Sanitation policy, International relations.
Introducción
La revitalización del discurso y las acciones diplomáticas, económicas, sociales y culturales panamericanistas durante los últimos años del siglo XIX, estuvieron asociados a la búsqueda de Estados Unidos de liderar el continente. Con este objetivo intentó crear, fomentar y ordenar las relaciones, la asociación y la cooperación entre los países americanos en diversos ámbitos de interés en común a través de la celebración de las Conferencias Panamericanas. Si bien se ha resaltado que el propósito de crear una unión aduanera entre los países de la región con el fin de fortalecer el comercio intracontinental, al cual Estados Unidos aspiraba a controlar, se vio frustrado desde un principio (Ansaldi y Giordano, 2012: 633), la creación de organismos que pueden ser pensados como marginales a esta intención terminaron teniendo un peso importante en la regulación del comercio. Tal es el caso de la Oficina Sanitaria Panamericana, fundada en 1902, que a través de la imposición de normas estandarizadas de higiene de los puertos de la región, consensuadas en las Convenciones Sanitarias Panamericanas celebradas periódicamente, terminó definiendo cuáles eran los países que se encontraban en condiciones de establecer intercambios de mercancías y mano de obra. El hecho de que la sede de la Oficina fuese la ciudad de Washington y de que dependiese de un presupuesto otorgado por el gobierno norteamericano, sugiere la importancia de este organismo en la configuración de las relaciones comerciales continentales.
Un segundo foco de interés del panamericanismo, fundamentalmente a partir de los años de entreguerras, fue la construcción de una agenda para la región de temas vinculados con el bienestar de la población. Para ello se conformaron áreas de colaboración a través de la creación de distintos organismos tales como la Oficina Sanitaria Panamericana, el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, el Instituto Panamericano de Protección a la Infancia, la Comisión Interamericana de Mujeres o el Instituto Indigenista Interamericano. En este sentido, resulta interesante resaltar la consolidación de un discurso en la región en torno a la “cuestión social”, que analizaba los efectos perniciosos sobre la sociedad y el orden público del proceso de modernización y su acentuación después de cada crisis mundial. Su objetivo central fue la integración de individuos y grupos a la organización social, a fin de evitar el conflicto o respondiendo a él, y tuvo como ejes principales de interés a la pobreza, la marginalidad, la criminalidad, la salubridad, el hacinamiento habitacional y la conflictividad obrera. Paulatinamente fue convirtiéndose en instrumento de presión a los poderes públicos y confluyó en el armado de la política social de los distintos Estados (Suriano, 2004; Zimmermann, 1995).
Teniendo en cuenta este contexto, el trabajo se propone analizar los lineamientos trazados por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), a través de sus conferencias internacionales, para la configuración de políticas y agencias sanitarias de sus países miembros. Para ello se centra en el análisis de tres casos nacionales, Argentina, Brasil y Colombia, a fin de establecer puntos en común y divergencias en el trazado y puesta en práctica de las políticas de salud pública inspiradas en las recomendaciones de las Conferencias Sanitarias organizadas periódicamente por ese organismo. Las políticas objeto de la comparación serán la de tratamiento de enfermedades exóticas, con colaboración técnica y financiera de instituciones internacionales, la de centralización administrativa de las agencias sanitarias y la de incorporación de nuevas áreas de incumbencia ligadas al concepto de salud preventiva.
Como lo afirma Verónica Giordano (2011) el trabajo histórico comparado no rechaza la existencia de hechos únicos e irrepetibles, es decir, la especificidad. Al contrario busca en la comparación, en este caso entre los casos de Argentina, Brasil y Colombia, encontrar modelos que vayan más allá de la singularidad. De este modo, la macro-comparación permite dislocar conceptos y pensar nuevas periodizaciones a las propuestas en marcos nacionales o a las que se han dado a llamar “universales”.
En suma, nos interesa probar cómo la OPS, instrumento del proyecto expansionista diplomático y comercial de Estados Unidos, fue reconocida por sus países miembros como una estrategia útil y pertinente para profundizar la labor de la coordinación de la acción nacional y continental en materia sanitaria y como un elemento legitimador de la organización de las políticas de saneamiento e higiene de los estados continentales.
No obstante ello, nos detendremos a analizar el peso de las relaciones diplomáticas y económicas entre Estados Unidos y los países elegidos, y sus reconfiguraciones a lo largo del medio siglo considerado, y cuáles fueron los determinantes internos en cada una de estas naciones que llevaron a establecer una particular vinculación con el panamericanismo sanitario y un diseño particular de su política de salud.
El panamericanismo sanitario
En los primeros años del siglo XX comenzó a tener lugar la celebración periódica de convenciones sanitarias entre los países del continente americano, cuyo objetivo inicial fue la prevención del contagio y la expansión de las enfermedades infecciosas pero, más tarde, se extendió a la regulación de la higiene de las naciones participantes y al estímulo de la centralización administrativa de sus sistemas sanitarios. Factores de orden económico, político, social y científico urdieron las condiciones de posibilidad para que estos acuerdos se celebraran de forma sostenida en el tiempo y tuvieran un efecto vinculante en las decisiones de salubridad interna de los distintos estados americanos.
En primer lugar, fue determinante el crecimiento de las relaciones comerciales en la región, producto de la profundización de la división internacional del trabajo operada por el sistema capitalista, en la que los países latinoamericanos proveyeron de materias primas a las potencias industriales. Este incremento de los intercambios, que incluía mercancías pero también fuerza de trabajo inmigrante, trajo como una de sus consecuencias no deseadas la introducción de epidemias en los puertos receptores. Pero las formas convencionales de sanidad marítima para hacerles frente, que preveían prolongadas disposiciones de cuarentena y aislamiento de pasajeros, tripulantes y mercancías, perjudicaban al comercio marítimo y terrestre y a los mercados de trabajo. De allí que comenzaron a reunirse convenciones sanitarias internacionales para establecer nuevas estrategias de control sanitario en los puertos y estimular medidas de saneamiento de las grandes ciudades. Tal el caso de las conferencias de París, en 1851 y 1859, Constantinopla en 1866, Montevideo en 1873, Viena en 1874, Washington en 1881, Roma en 1885, Venecia en 1892 y Dresde en 1893.
En segundo lugar, en el cambio de siglo, junto con la afirmación del capitalismo imperialista europeo, Estados Unidos completó un desarrollo industrial y sostenido que se tradujo en una inocultable vocación de liderazgo continental. Las formas que asumió su dominación en la región fueron las fuertes inversiones en la producción, desplazando en muchos casos a los países beneficiados por ellas de la administración de sus estructuras extractivas, y el control de enclaves en países de Centroamérica. Para posicionarse frente a la hegemonía británica en los mercados latinoamericanos, combinó estas políticas con acciones diplomáticas y operaciones militares. En cuanto a las apuestas diplomáticas, la estrategia elegida fue reunir bajo su égida a los países de la región en torno al principio del “panamericanismo”, que se asentaba en un criterio geográfico de pertenencia hemisférica, a la que se le sumaban razones de índole estratégica económica y geopolítica. Su impulsor fue el secretario de Estado norteamericano, James Blaine, quien convocó en 1889-90 a la Primera Conferencia Panamericana que se realizó en la ciudad de Washington. Aunque su propuesta central de crear una unión aduanera y monetaria y un banco interamericano encontró serias resistencias por parte de los países participantes, su resultado más destacado y duradero fue la creación, en 1902, de la Oficina Sanitaria Internacional, más tarde Panamericana (Ansaldi y Giordano, 2012: t. 1, 632-633; Funes, 2014:129-132). Este organismo internacional tuvo, a lo largo del siglo XX, un papel central en la coordinación de la acción nacional y continental en materia sanitaria.
En tercer lugar, los avances de disciplinas nuevas como la bacteriología, la inmunología y la parasitología proporcionaron a los sanitaristas un credo científico sobre el cual construyeron visiones optimistas acerca de la posibilidad de reducir la aparición de epidemias, diagnosticarlas y controlar la propagación de las infecciones. A diferencia de las explicaciones miasmáticas que veían el origen de las epidemias en materias orgánicas en descomposición, la promesa de la bacteriología fue que todo microorganismo que produjera una enfermedad infecciosa se podía eliminar o atenuar con los productos biológicos que surgían del laboratorio, como sueros y vacunas. Por su parte, la medicina tropical, otra disciplina médica que se afirmó con intensidad en Inglaterra, explicó que varias infecciones se transmitían por la picadura de insectos como pulgas o mosquitos, y que dichas enfermedades podían controlarse eliminando a los vectores. Tanto las elites intelectuales, profesionales y políticas de muchos países latinoamericanos como las de Estados Unidos se sumaron a este movimiento científico y pusieron en práctica sus postulados a través de intervenciones sanitarias que incluyeron la construcción de laboratorios para diagnosticar las enfermedades o preparar productos biológicos contra las infecciones y medidas de saneamiento para impedir la reproducción de los vectores, tales como la fumigación, el aislamiento de los enfermos, la protección de contenedores de agua, el servicio de recolección de residuos o la pavimentación de calles (Cueto, 2004: 27).
De este modo, en la conjunción entre la expansión del comercio y el mercado de trabajo en el continente americano, el objetivo del gobierno de Estados Unidos de consolidar su ascenso como potencia en la región a través de la estrategia diplomática del panamericanismo y los cambios producidos en las disciplinas científicas que permitían prevenir, diagnosticar y curar muchas de las enfermedades epidémicas, se creó en 1902 la Oficina Sanitaria Internacional. La idea de su organización había surgido en la Segunda Conferencia Internacional de los Estados Americanos, celebrada en México unos meses antes, donde los miembros de la delegación norteamericana propusieron la necesidad de establecer consensos periódicos en convenciones sanitarias con los otros países del continente para sanear las ciudades portuarias. En este proyecto subyacía el abandono del presupuesto decimonónico de que los países con climas tropicales o subtropicales eran necesariamente insalubres, por la idea de que los brotes epidémicos se debían a la deficiencia o falta de saneamiento. Finalmente en la Primera Convención Sanitaria Panamericana, celebrada en Washington en 1902, bajo el postulado de que era necesario que la sanidad tomara el puesto de la cuarentena que obstaculizaba el comercio, se acordó el cumplimiento de tres medidas preventivas entre los países presentes: la sanidad de los puertos, la pronta notificación de brotes de cólera, fiebre amarilla y peste bubónica y el envío de copias de las leyes de salud vigentes, de las listas de estaciones de cuarentena en funcionamiento, de los trabajos de saneamiento y de las principales enfermedades epidémicas (Cueto, 2004: 37-38).
Así, las Conferencias Sanitarias Panamericanas, celebradas periódicamente, devinieron inicialmente en foros de discusión científica sobre las causas y los mecanismos de transmisión de las enfermedades y en instancias de consensos políticos para el establecimiento de normas o procedimientos comunes entre los países que enfrentaban las epidemias (Lima, 2002: 36). Estas disposiciones fueron acordadas con forma definitiva a través del Código Sanitario Panamericano (1924), firmado y ratificado por la mayor parte de los países del continente, en el que se establecieron normas de homogeneización de patentes de sanidad de buques, la obligación de un médico a bordo, las instalaciones y recursos sanitarios que debían existir en los puertos, los criterios para clasificar la sanidad de los puertos, el tiempo más corto posible de detención de navíos o tratamiento, y se recomendó la creación de sistemas eficientes de estadísticas vitales y de datos sobre enfermedades epidémicas y medidas adoptadas para combatirlas (Delgado García y Navarro, 1999). Por su parte, la Oficina Sanitaria Internacional, con sede en Washington, contó al menos hasta la década de 1930 con limitados recursos financieros, técnicos y humanos, convirtiéndose virtualmente en una rama del Servicio de Salud Pública norteamericano (Cueto, 1996: 179).
Conforme se fue complejizando el alcance de las resoluciones de las Conferencias Sanitarias hacia aspectos ligados a la centralización administrativa de las agencias sanitarias de los países miembros y de la incorporación de nuevas áreas de incumbencia de las políticas ligadas al concepto de salud preventiva, surgieron distintas formas de interacción y ayuda financiera y técnica entre el servicio de salud pública norteamericano, las convenciones y conferencias sanitarias continentales, la Oficina Sanitaria Panamericana, los servicios de sanidad de los Estados de América latina y los organismos de financiación privada como, por ejemplo, la Fundación Rockefeller. Es en esta intrincada red de relaciones donde puede vislumbrarse el control sobre los mecanismos políticos y financieros y técnicos de salud de Estados Unidos, dado su poder hegemónico en materia económica y comercial en el continente (Hernández Álvarez y Obregón Torres, 2002: 16).
De todos modos, la participación de los distintos países del continente en las Conferencias Sanitarias durante la primera década de su existencia y el grado de intervención, directa o simbólica, de la Oficina Sanitaria Panamericana en la regulación de sus políticas de salud e higiene, fueron dispares y estuvieron ligadas a factores de carácter económico y político internacional y a los desarrollos propios de los sistemas de higiene y salubridad de cada Estado nacional. Para desarrollar esta afirmación nos centraremos en el ejemplo de tres casos nacionales.
En primer lugar, Argentina, que se incorporó activamente a las reuniones de sanidad panamericanas recién después de la Primera Guerra Mundial. De hecho, se opuso en la Segunda Conferencia Internacional de los Estados Americanos (México, 1901-1902) a la resolución sobre policía sanitaria que dio inicio a la Oficina Sanitaria Internacional y solo participó de algunas de las Conferencias Sanitarias Panamericanas. En consecuencia, desde el último cuarto del siglo XIX y hasta la década de 1920, rigió su política sanitaria portuaria a través de acuerdos con sus países vecinos, Brasil, Uruguay y Paraguay, en los que se uniformaron las reglas de cuarentena como las desinfecciones de las embarcaciones provenientes de las ciudades donde cundía el cólera, la fiebre amarilla y la peste bubónica (Veronelli y Testa, 2002: 20).
Esta actitud estuvo enmarcada en la resistencia a la política panamericanista de Estados Unidos, que se explica por los deseos de Argentina de imponer su liderazgo entre las Repúblicas del Cono Sur, por la alineación de su comercio exterior con Gran Bretaña y por sus reparos a la política comercial proteccionista que el gobierno norteamericano impuso en los últimos años del siglo XIX y que perjudicaba a los intereses de los exportadores de lana argentinos (Morgenfeld, 2009).
De todos modos, más allá de estos factores de política internacional, el desinterés del gobierno argentino de participar en las primeras convenciones sanitarias continentales pudo haber estado ligado a que, para la época, el sistema de higiene y saneamiento del puerto de Buenos Aires y de las principales ciudades del país se encontraba ya organizado y no precisaba de las legitimaciones de los acuerdos panamericanos.
En efecto, con la incorporación de la Argentina al mercado internacional a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la salud devino en un tópico importante de la intervención pública en la medida que respondía a problemas ligados a los procesos de modernización del país. Entre 1850 y 1880 tanto Buenos Aires como las ciudades del litoral sufrieron un conjunto de transformaciones económicas y políticas que dieron lugar, a su vez, a cambios en sus configuraciones sociales. Del otro lado del océano Atlántico no sólo llegaron bienes manufacturados, sino una excepcional cantidad de personas que se instalaron en las grandes ciudades y trajeron como consecuencia no solo la conformación de un mercado de trabajo necesario para responder al lugar de Argentina como productora de materias primas exportables sino, también, problemas tales como el hacinamiento en conventillos y viviendas precarias, la falta de infraestructura urbana, las enfermedades ligadas a la falta de higiene o los elevados índices de mortalidad infantil y materna. Estas problemáticas tomaban visos de mayor dramatismo cuando se sucedían períodos de crisis económicas y/o de brotes de enfermedades infecciosas que tenían, en muchas ocasiones, carácter epidémico. Los azotes de cólera, peste bubónica, fiebre amarrilla, viruela, sarampión, fiebre tifoidea, generaban sensación de pánico y obligaban a acelerar los tiempos políticos en función de lograr la ampliación de las obligaciones estatales respecto de las cuestiones relacionadas con la salud. La justificación de esta intervención provenía de una noción de higiene dominantemente defensiva, que tenía por objeto evitar el contagio indiscriminado que el cíclico impacto de las epidemias, asociadas a la idea de la degeneración, la degradación moral y física, la suciedad y la enfermedad, traía consigo (Armus y Belmartino, 2001: 285-287; Álvarez, 2010).
En consecuencia, un conjunto tan amplio como heterogéneo de aspectos, tales como la provisión de agua potable, el control de la salud del ganado, la vacunación o la respuesta a los brotes epidémicos, se aglutinaron en la responsabilidad regulatoria del Estado a través de su repartición sanitaria, el Departamento Nacional de Higiene. Esta creación administrativa del Estado central se imbricó con objetivos de los profesionales de la salud que consolidaron una nueva identidad de la mano de los postulados del higienismo, que entendía a las enfermedades como un problema social que afectaban con mayor dramatismo a las ciudades y, a los médicos, como naturalizados agentes de saneamiento. La retórica de los higienistas –inspirados en un movimiento francés– consistía en excusar al sujeto enfermo y buscar los gérmenes de su dolencia en las circunstancias sociales o en las normas culturales. Así pues surgieron un conjunto de estrategias urbano-sanitarias que se mantuvieron estables en el siglo XIX y en el despuntar del siglo XX: tapar lodazales, alejar industrias, mercados, mataderos, cementerios u hospitales o emplazar bosques y plazas para oxigenar el aire. La higiene ya no era entendida solo como el conjunto de prácticas destinadas a evitar la expansión de epidemias por medio de la mera vigilancia portuaria y las medidas de cuarentena sino como un programa sanitario de vasto alcance, abarcativo de todos los aspectos de la salud humana: físicos, mentales y sociales.
Son estos presupuestos subyacentes en la organización de su sistema sanitario, que no solamente incluía la lucha contra las epidemias sino un conjunto de medidas preventivas contra las enfermedades y de estímulo de una población saludable, que puede explicar la participación excepcional de Argentina en la Quinta Conferencia Sanitaria Panamericana celebrada en la ciudad de Santiago de Chile en 1911. Esta reunión parece haber representado un corte respecto de las otras en la medida que se sugirió que los representantes de los distintos países americanos fuesen autoridades sanitarias. Esta decisión permitió, según Cueto (2004: 48), la confluencia del movimiento sanitarista urbano, del cual participaban los responsables argentinos de la administración de salud pública, con la sanidad internacional. Así, las resoluciones de la conferencia viraron hacia nuevos temas como la profilaxis de la tuberculosis, las estadísticas sobre la lepra, la reglamentación sobre la prostitución, el control médico de productos alimentarios, el pedido de cursos para formar especialistas en higiene y el establecimiento de requisitos para ser funcionario en esa área.
El caso de Brasil es bastante similar al de Argentina en su resistencia a participar en las primeras conferencias sanitarias y en la insistencia de utilizar los acuerdos de sanidad portuarios con los países fronterizos, pero su integración al panamericanismo sanitario es más temprano y se remonta a la reunión continental en México, en 1907. Una razón de peso de esta decisión fue el giro de su política exterior según la cual, para consolidar su hegemonía regional en América del Sur, no solo insistió en un buen relacionamiento con los países vecinos, sino que estrechó su vinculación con Estados Unidos. Por otro lado, Brasil se encontraba interesado en vender sus materias primas, especialmente café, en otros mercados y diversificar los socios comerciales para reducir la dependencia económica de Europa. En la confluencia de estos objetivos, decidió adherir al panamericanismo y organizar en Río de Janeiro la Tercera Conferencia Internacional de los Estados Americanos (1906). En ese sentido no es de extrañar que el representante que envió el gobierno brasileño a la convención sanitaria continental del siguiente año, precedió su arribo a la ciudad de México con un viaje a Washington para entrevistarse con el presidente Roosvelt y asegurarle que el puerto de Río de Janeiro se encontraba perfectamente saneado y que era seguro desembarcar en él durante los meses del verano (Serpa, 1945: 128).
Se trataba de Oswaldo Cruz, reconocido científico, director de Salud Pública y del Instituto Serológico Nacional, responsable de concluir con el proceso de saneamiento urbano de Río de Janeiro. Para asegurar las condiciones para el desarrollo del comercio internacional, comunicó en la Conferencia Sanitaria la decisión de su país de adherir a las resoluciones de la Convención de Washington de 1905 y llevó un detallado informe acerca de las juntas de sanidad locales de los diferentes Estados de su país, de las medidas tomadas para combatir la peste bubónica, la fiebre amarilla y la malaria, de las obras para el abastecimiento de agua y del saneamiento de las viviendas (Cueto, 2004: 44).
Los réditos de esta alineación de Brasil al programa sanitario propuesto por Estados Unidos a través de las convenciones panamericanas, pueden rastrearse en la presencia desde 1915 de la International Health Division de la Fundación Rockefeller. Este organismo de carácter privado filantrópico, estrechamente unido en sus intereses y campo de acción a la Oficina Sanitaria Internacional, cumplió un importante papel en la ejecución de campañas para combatir la anquilostomiasis y la fiebre amarilla, en la institucionalización de la investigación científica, en la formación profesional y en la cooperación con el gobierno central y con los estados a través de acuerdos para la profilaxis rural (Faria, 2007). Estas experiencias de colaboración dieron soporte institucional y científico al poder público y contribuyeron a la legitimación del movimiento de carácter nacionalista por el saneamiento rural, iniciado a mediados de la década de 1910, que se propuso integrar a la comunidad nacional a través de las mejoras sanitarias a los habitantes de sertones (región desértica y despoblada del centro y norte de Brasil) (Hochman, 1998).
El caso de Colombia se encuentra en las antípodas del argentino y del brasileño puesto que su dependencia económica con Estados Unidos influyó en la escasa autonomía para organizar sus políticas de saneamiento de las ciudades-puerto y en su pronta alineación al panamericanismo. En efecto, a comienzos del siglo XX, Estados Unidos logró desplazar a las potencias europeas y se constituyó en principal comprador de productos colombianos y en inversor en explotación del petróleo, cultivo del banano y transportes. En consecuencia, los gobiernos colombianos encontraron en el país del norte los recursos financieros que necesitaban para pagar sus proyectos modernizadores en términos de infraestructura y servicios, incluso a pesar del distanciamiento y la tensión originadas con ese país después de su intervención en la independencia de Panamá y de las negociaciones que le siguieron (Hernández Álvarez y Obregón Torres, 2002: 19; Ansaldi y Giordano, 2012: 635-636).
El presidente Rafael Reyes (1904-1909), con el objeto de garantizar las relaciones comerciales con Estados Unidos, estimuló la intervención estatal en la economía para impulsar la actividad cafetera y saneó las relaciones diplomáticas con el país del Norte a través de lo que se dio en llamar la “subordinación activa”. En consecuencia, comenzó a incorporar la iniciativa norteamericana de reglamentar la sanidad portuaria, traduciéndola en fuerza de ley y movilizando recursos y personal para hacerle frente. Por otro lado, aplicó las resoluciones emanadas de las convenciones y organizaciones sanitarias continentales. Sin embargo, el proyecto de ley del Poder Ejecutivo por el que se aprobaba lo acordado en la Convención Sanitaria de Washington de 1902, fue modificado por el Congreso Nacional incluyendo medidas de saneamiento en los puertos y ciudades del interior del país. Lentamente, se crearon los cuerpos de policía y estaciones sanitarias marítimas, fluviales y terrestres, los hospitales para aislamiento para los casos de cuarentenas y las oficinas de desinfección urbanas y portuarias y los laboratorios bacteriológicos y químicos para evitar la propagación de enfermedades contagiosas. Así, los acuerdos de las convenciones continentales sirvieron de estímulo y legitimidad para comenzar a organizar el sistema sanitario local (Hernández Álvarez y Obregón Torres, 2002: 20-24).
Los gastos de sanidad de los puertos fueron asumidos por el gobierno y Colombia pudo cumplir, desde 1913, con las obligaciones que imponían las convenciones sanitarias. En contrapartida, contó con el apoyo logístico, el asesoramiento técnico y la cooperación financiera tanto de la Oficina Sanitaria Internacional como de la Fundación Rockefeller.
La primera intervención de este organismo filantrópico privado data de 1916, cuando fue convocado para analizar un posible brote de fiebre amarilla que tendría repercusiones en el comercio internacional, ya que Estados Unidos había impuesto cuarentena a los barcos colombianos que se dirigían a Panamá para atravesar el canal. Pero la comisión informó que no existían focos epidémicos que hicieran peligrar la sanidad portuaria. Dos años más tarde, la Fundación Rockefeller organizó una campaña contra la uncinariasis, promovida por la Sociedad de Agricultores de Colombia que estaba integrada mayoritariamente por productores de café, que cubrió las regiones cafetaleras y algunas otras y fue el punto de partida de la influencia directa y sistemática norteamericana en salud pública. En consecuencia, se creó un departamento especial adscripto a la Dirección Nacional de Higiene, financiado en forma conjunta por la fundación y el estado colombiano, y cuya dirección estuvo a cargo de la Fundación (Hernández Álvarez y Obregón Torres, 2002: 26-27).
El proceso de centralización administrativa sanitaria
Los cambios en el escenario político, económico y social latinoamericano producidos por el impacto en el continente de los efectos de la Primera Guerra Mundial y de la crisis de 1930, le impusieron una nueva orientación al panamericanismo sanitario y a las políticas de higiene de los distintos países de la región.
En el plano económico, el fin de la primera conflagración mundial significó, para la mayor parte de los países latinoamericanos, el cese de flujo de capital, la exigencia de pagos de las deudas por parte de los organismos internacionales de crédito, la retracción de los precios de los productos exportables y la suba del precio de los artículos importados, fundamentalmente de origen industrial. Factores que trajeron como consecuencia el déficit presupuestario, la inflación interna y la caída del salario. Pero la pronta recuperación del mercado internacional y de las inversiones durante la segunda mitad de la década de 1920, demoró la concreción de proyectos regulatorios del comercio y de desarrollo interno de las economías hasta la década siguiente. En efecto, el impacto de la crisis internacional de 1930 sobre la región se hizo evidente en la caída de los precios y el volumen de los productos exportables y en el deterioro de los términos del intercambio. Si bien Brasil y Argentina fueron de los países medianamente afectados en su comercio exterior por la crisis y Colombia de los menos perturbados, sus gobiernos impulsaron políticas intervencionistas como la regulación de precios de productos rurales y de tarifas de transporte público, créditos para la construcción y la obra pública, control de cambios y celebración de convenios bilaterales con los países compradores de sus exportables. A su vez, crecientemente se fue consolidando el proceso de Industrialización por Sustitución de Importaciones que en muchos casos se había iniciado unas décadas antes y, con él, el mercado interno (Bulmer-Thomas, 2002: 243-286; Ansaldi y Giordano, 2012, T. II:).
Las consecuencias sociales de la crisis económica, fundamente la desocupación y el impacto en el costo de vida de las familias proletarias del alza de precios de artículos de primera necesidad, se combinaron con los efectos de procesos de más larga data, como la urbanización y la inmigración, ultramarina pero fundamentalmente interna, y generaron un alza en la conflictividad de la mano de los trabajadores organizados. De allí que los años de entreguerras asistieron a una creciente intervención de los Estados latinoamericanos, también en el terreno social. Los Estados nacionales comenzaron a ser visualizados, por amplios sectores de la sociedad civil, como los únicos organismos capaces de establecer un orden racional y conferirle una dirección institucional acorde. Es en virtud de ello que se sometieron a sus aparatos a una reorganización, a sus elencos técnicos a una renovación y a los niveles locales de gobierno a la centralización (Biernat y Ramacciotti, 2012; Fleury, 1998; Suriano, 2000).
En efecto, más allá de la crisis y de la necesidad de limitar las consecuencias sociales producidas por el libre juego de las fuerzas del mercado, las políticas sociales, de las cuales las sanitarias fueron parte, se orientaron a preservar también la salud de los trabajadores, indispensables para el desarrollo del nuevo modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones, en su rol de fuerza de trabajo y consumidores. En consecuencia, la noción de higiene defensiva, que había puesto a las epidemias en el foco de las intervenciones sanitarias, fue desplazada por la higiene positiva, que combinaba la preocupación por la salud y la perfección física y moral con otras ligadas a la reproducción cuantitativa y cualitativa de la población. Así, se impuso paulatinamente la convicción de que a partir de ciertas normas, conductas y prácticas era posible estar sano y gozar de una salud pensada como valor integral y absoluto (Armus y Belmartino, 2001: 285-287).
La “degeneración biológica”, y sus manifestaciones más visibles tales como las “enfermedades sociales” (tuberculosis, alcoholismo y venéreas) y la “denatalización” (descenso abrupto de los nacimientos), fueron interpretadas como uno de los problemas centrales que afectaba a las sociedades modernas, en la medida de que las privaba de brazos sanos, fuertes y numerosos. Como respuesta, la doctrina eugenésica propuso el mejoramiento del material humano a través del estudio de los agentes socialmente controlables que pudieran perfeccionar o deteriorar la “calidad racial”, física y mental, de las generaciones futuras y ofició de marco teórico en las discusiones acerca de la reproducción cuantitativa y cualitativa de la población y de programa para la modernización de los principales sistemas sanitarios de la región (Biernat, 2005: 251-273; Miranda y Vallejo, 2005; Stepan, 1991).
La actividad sanitaria panamericana actuó en este contexto como legitimadora de la reorganización de los sistemas sanitarios de la región y, principalmente, de sus procesos de centralización administrativa, considerados indispensables para hacer frente a los nuevos programas de salud pública. Después de la suspensión de las convenciones desde 1911, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y de las intervenciones norteamericanas en determinados países de la región, en 1920 se realizó en Montevideo una nueva convención. Allí se adoptó el nombre de Oficina Sanitaria Panamericana, aunando el objetivo sanitario con el político del panamericanismo, bajo la dirección de Hugh Cumming (1920-1947). En efecto, en la entreguerras, el panamericanismo se relanzó como un componente esencial de la relación entre Estados Unidos y América latina. El gobierno norteamericano buscó abandonar el proteccionismo en aras de expandir su mercado externo, porque el interno mostraba síntomas de saturación como consecuencia de su extraordinario desarrollo industrial, y acentuó su presencia política y cultural en Latinoamérica, pero con una disminución de sus intervenciones militares en la región (Cueto, 2004: 58).
Uno de los cambios centrales producidos en los temas tratados por las convenciones sanitarias fue, además de la incorporación de nuevos tópicos de la salud que no se restringían solamente al control de brotes epidémicos, su insistencia en la necesidad de crear ministerios de salud en los países miembros, que pudieran llevar a la práctica políticas sanitarias centralizadas. La reunión, a partir de 1926, de conferencias exclusivas de los directores de sanidad en Washington, daba cuenta del lugar que este tema había llegado a ocupar en las agendas administrativas de los países de la región (Cueto, 2004: 61). Estas presiones desde las conferencias panamericanas confluyeron con procesos de centralización administrativa sanitaria de más larga data, en los estados latinoamericanos, y les aportaron legitimidad.
En el caso de Argentina, las trabas al proceso de centralización administrativa del Departamento Nacional de Higiene, institución de carácter federal responsable de la política sanitaria, se remontan al momento mismo de su creación en el año 1880. Entre los límites que debió afrontar esta repartición desde el momento de su creación para avanzar en sus intenciones centralizadoras se encuentra en primer lugar, su escasa autonomía administrativa en la medida que dependía de los ministerios de Guerra y Marina (hasta 1891) o del Interior, según si los asuntos de su competencia se refirieran a la higiene sanitaria del puerto, de la armada, del ejército, de la Capital Federal o de los Territorios Nacionales. Sus funciones, aún si se fueron ampliando a lo largo de los años, lo reducían a un órgano de contralor de diversos aspectos sanitarios (estado de salud de los que ingresaban al país y de los funcionarios del ejército, la armada y la administración pública, ejercicio legal de la medicina y la farmacia o higiene pública) y de programación de políticas de salubridad (Biernat, 2015a: 52).
En segundo lugar, el régimen federal, establecido por la Constitución Nacional, les otorgaba a las provincias total autonomía respecto de sus intervenciones sanitarias y dejaba con un margen de discusión muy alto por parte de las mismas la acción de regulación y coordinación de un organismo central. Situación que se trasladaba, además, a los municipios, fundamentalmente a aquellos con muchos recursos o que competían jurisdiccionalmente con el Departamento Nacional de Higiene como, por ejemplo, la ciudad de Buenos Aires con su Dirección de la Asistencia Pública, ungida de funciones sanitarias. Esta situación daba como resultado la constante superposición de atribuciones y una indefinición de jerarquías de las distintas reparticiones sanitarias de carácter nacional y local. Además, los contextos de brotes epidémicos ponían aún más en evidencia la imposibilidad de llevar a cabo un plan mancomunado de las distintas jurisdicciones para resolver urgentes problemas sanitarios sin mediar el conflicto (Biernat, 2015a: 52-54).
En tercer lugar, un sinnúmero de instituciones benéficas ocupaban un lugar relevante en el terreno sanitario nacional y eran consideradas un escollo a los proyectos de centralización. Entre ellas se encontraban la Sociedad de Beneficencia y la Comisión Asesora de Asilos y Hospitales Regionales. Mientras que la primera se concentraba en crear instituciones benéficas para la asistencia social y sanitaria de los sectores más desvalidos de la sociedad, la segunda se proponía crear establecimientos sanitarios para tratar enfermedades mentales e infectocontagiosas. Ambas dependían, desde 1908, del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, lo que le traía al ministerio del Interior, que tutelaba al Departamento Nacional de Higiene, serios conflictos interjurisdiccionales. En los dos casos se trataba de instituciones con autonomía administrativa pero cuya mayor fuente de financiamiento provenía de las arcas públicas. El prestigio y la trayectoria de sus directivos hacían muy difícil todo cuestionamiento a su obra y los intentos de subordinarlos a las orientaciones de una repartición estatal (Ramacciotti, 2009: 25-30). Por otro lado, a pesar de que el Estado asumía como una invasión a su jurisdicción el accionar de organismos de la esfera privada en la provisión de servicios de salud, su falta de recursos materiales y técnicos para hacerle frente lo obligaban a aceptar las prestaciones de estas instituciones.
Por último, otro problema que debió afrontar el Departamento Nacional de Higiene fue la sustracción de atribuciones a favor de nuevas dependencias administrativas que no se encontraban bajo su tutela. Tal el caso del control de enfermedades del ganado, adjudicado a la Policía Sanitaria Animal; el control bromatológico, a cargo de la Dirección de Ganadería y la Oficina Química Nacional; el control del agua, que pasó a la Dirección de Obras de Salubridad o la higiene industrial, a cargo del Departamento Nacional de Trabajo (Biernat, 2015a: 58)
Los presidentes del Departamento Nacional de Higiene hasta la década de 1940, asumieron estos límites para su gestión y apostaron a la organización interna de la repartición antes que al desafío de la centralización administrativa. Para llevar a cabo este objetivo se basaron en dos estrategias: la delimitación de las funciones del Departamento a la administración sanitaria -que implicaba la prevención de enfermedades, el control del medio ambiente y la lucha contra las epidemias-, dejando de lado la asistencia pública o asistencia social, fuente principal de conflictos con la repartición sanitaria de la ciudad de Buenos Aires y con la Sociedad de Beneficencia (Belmartino, 2005: 53-54), y la creación de nuevas áreas de intervención. En este último aspecto el año 1936 fue clave porque se logró consenso parlamentario para tres leyes decisivas: la de Maternidad e Infancia, destinada a la protección sanitaria y social de la madre y el niño desde el diseño de instituciones de tutela nacionales, con el fin de combatir los altos índices de mortalidad infantil en las regiones rurales y la baja fecundidad de las poblaciones urbanas; la de Profilaxis de las enfermedades venéreas, cuyo objetivo era evitar, a través del control de la prostitución y de la exigencia de un certificado médico pre-nupcial, la reproducción de elementos que padecían o eran susceptibles de contraer enfermedades que hicieran peligrar la salud y la fortaleza de la población, presente y futura, y la de denuncia obligatoria de enfermedades infecciosas y transmisibles. Tres áreas nodales de la política sanitaria que pasaron a la tutela de la repartición nacional (Biernat, 2007; Biernat y Ramacciotti, 2013).
En suma, la ampliación de atribuciones del Departamento Nacional de Higiene en aspectos novedosos de la política sanitaria, generó una suerte de legitimidad científica y administrativa de la repartición que fue indispensable, una década más tarde, para centralizar su acción por sobre la de las provincias y las organizaciones benéficas de asistencia. Por su parte, los consensos alcanzados en las Conferencias Sanitarias Panamericanas sirvieron para dotar de mayor impulso a las demandas locales de centralización sanitaria. En este sentido, la activa participación en la VII Conferencia Sanitaria Panamericana de 1924 de Gregorio Aráoz Alfaro, uno de los presidentes del Departamento Nacional de Higiene impulsores de la centralización administrativa de su dependencia; la organización de la conferencia continental en Buenos Aires, diez años después, y la puntual asistencia de las autoridades de salud pública a las Conferencias Panamericanas de Directores de Sanidad, da cuenta de la importancia de estas reuniones para la legitimación internacional del proyecto local.
El objetivo de centralización administrativa del Departamento Nacional de Higiene requería, necesariamente, del apoyo parlamentario. En efecto, en el marco de gobiernos democráticos, precisaba de una ley que estableciera la supremacía jurisdiccional de la repartición nacional por sobre las administraciones provinciales, municipales y de organismos de beneficencia. Si bien las iniciativas de ambas cámaras acompañaron con proyectos legislativos esta intención, ninguno de ellas llegó a plasmarse en una normativa (Biernat, 2015b).
Recién en octubre de 1943, un decreto del gobierno militar de Edelmiro Farrel, estableció la creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social bajo la tutela del Ministerio del Interior. La normativa apuntaba a la unificación y coordinación entre los servicios sanitarios y los asistenciales e intentaba romper con el subsidio estatal a las instituciones particulares. En suma, la tan ansiada “unidad de comando”, se plasmaba en el texto del decreto, más en la asociación entre asistencia sanitaria y social que en la capacidad de centralización administrativa de la política sanitaria reclamada desde las últimas décadas del siglo XIX. La supervisión de la gestión de provincias y municipios por parte de la repartición nacional quedaba subsumida a la figura de “coordinación”. Esta ambición centralizadora duró tan sólo diez meses: el 16 de agosto de 1944, por Decreto 21.901, se produjo una nueva división entre los servicios sanitarios y los asistenciales. Mientras los primeros siguieron bajo la órbita de la Dirección Nacional de Salud Pública, los segundos pasaron a depender de la Secretaría de Trabajo y Previsión. La Dirección Nacional de Salud Pública pasó a entender solamente en lo relativo a la asistencia hospitalaria, la sanidad y la higiene. La justificación en los considerandos del decreto se basaron en que la unificación de salud pública y asistencia social le había provocado a la repartición problemas de difícil solución (Biernat, 2015b).
La creación de la Dirección Nacional de Salud Pública y la sanción de su decreto reglamentario de la actividad (1589/44) supuso el diseño de un modelo de relaciones interjurisdiccionales entre la nación y las provincias un poco mejor definido. Se establecía como esfera de acción de la Dirección todo el territorio de la Nación. Por otro lado, se formalizaron los acuerdos como estrategia para compatibilizar el ejercicio por parte de las provincias de sus atribuciones en salud pública. Por último, se determinó que la Nación asignaría una Ayuda Federal para “Obras y Servicios” de las administraciones provinciales, a condición de que éstas se adecuaran a una serie de requisitos como la evaluación del presupuesto, el derecho de inspección y control de la organización del organismo provincial, la concurrencia a la Conferencia Anual de Directores de Salud Pública, el apoyo a la ejecución del Plan Nacional de Sanidad, el aseguro de la estabilidad del personal médico y la organización de un sistema de estadística (Belmartino, Bloch, Camino. & Persello, 1991: 62-63). En suma, ante el recorte de las atribuciones de asistencia social por parte Secretaría de Trabajo y Previsión, la Dirección de Salud Pública tuvo que volver a su antigua estrategia: fortalecer discretamente su capacidad de decisión y supervisión frente a la autonomía provincial y de las sociedades benéficas. La novedad pareció estar centrada en la posibilidad de disponer de un mayor presupuesto para que la coordinación de esfuerzos inclinase los platillos de la balanza a favor de su tutela.
A pesar del distanciamiento del gobierno argentino respecto del Departamento de Estado norteamericano, a causa de la política de neutralidad adoptada en la guerra mundial por el primero de ellos, las relaciones entre la Oficina Sanitaria Panamericana, con sede en Washington pero de carácter internacional, y las autoridades sanitarias argentinas permaneció invariable y siguió legitimando, a través de las conferencias continentales, el proceso de centralización administrativa sanitaria local. Sin embargo, quizás por este distanciamiento y a diferencia de otros países latinoamericanos, Argentina no fue beneficiada con el financiamiento para proyectos de cooperación sanitaria otorgado a partir de 1942 por la División de Salud y Saneamiento del Instituto de Asuntos Interamericanos dependiente del gobierno norteamericano (Veronelli y Testa, 2002: 59).
La centralización administrativa definitiva de la repartición sanitaria debió esperar al período peronista. En 1946 fue creada la Secretaría de Salud Pública bajo la órbita de la Presidencia, abandonando su filiación del Ministerio del Interior, en búsqueda de una mayor autonomía en la gestión administrativa y en el manejo de cuentas. Finalmente, en 1949 se organizó el Ministerio de Salud Pública, pero esta nueva jerarquía no significó una mayor autonomía para su funcionamiento porque fue disputado su campo de acción y su presupuesto por una nueva institución de objetivos sociales promovida por el gobierno: la Fundación Eva Perón (Ramacciotti, 2009: 62).
El caso de Colombia dista del argentino puesto que la organización de su administración sanitaria nacional recién se produjo en la primera posguerra y estuvo vinculada a la necesidad de sanear las regiones vinculadas a la producción del café y asegurar los términos higiénicos de su exportación. En ese sentido, la Dirección Nacional de Higiene fue creada bajo la órbita del Ministerio de Agricultura y Comercio.
De todos modos, los dos casos se acercan en la medida que la centralización administrativa ocupó un lugar protagónico en la agenda de los higienistas y políticos colombianos, legitimados por las convenciones internacionales, pero se opuso a la fragmentación original de los servicios de salud. Es decir, la tensión entre la atención médica a los pobres, liderada por las organizaciones de beneficencia y la asistencia pública, y la atención privada destinada a aquellos sectores de la población que pudieran pagarla. Desde 1925 se intentó crear un ministerio autónomo, pero existió una gran resistencia de la iglesia, que se negaba a subordinar el comando de la beneficencia a la repartición nacional, y de los poderes locales, que se oponían a contribuir con sus rentas al presupuesto de salud pública nacional. Por otro lado, las dificultades económicas de los años 30 aplazaron la posibilidad de la centralización administrativa (Hernández Álvarez y Obregón Torres, 2002: 33, 41).
A diferencia del caso argentino, no obstante el impacto de la crisis internacional en la capacidad de intervención del estado central y la resistencia de las asociaciones de beneficencia, los poderes locales y los intereses privados, los proyectos de centralización sanitaria se vieron favorecidos por la cooperación internacional. Por un lado, las campañas de erradicación del paludismo apoyadas por la Fundación Rockefeller. De otro, la acción de la Organización Panamericana de la Salud en la promoción de programas preventivos y de atención temprana, llamados Unidades Sanitarias Cooperativas, administrados por el Estado nacional (Hernández Álvarez y Obregón Torres, 2002: 33, 44).
Finalmente, en 1938, se creó el Ministerio de Higiene, Trabajo y Previsión Social. El Departamento de Servicios Coordinados de Higiene, dentro de él, tenían bajo su responsabilidad la unificación y coordinación de las unidades sanitarias, las comisiones sanitarias, los centros mixtos de salud, las direcciones y secretarías departamentales y municipales de higiene, los ferrocarriles, las carreteras y la sanidad del ejército. Según el informe del ministro se señalaba que, en 1938, se habían cumplido con las campañas sanitarias siguiendo el sistema unitario de organización con contribución económica de todas las unidades públicas y privadas para un fondo común y una dirección centralizada, no sin resistencias de municipios y particulares a aportar al fondo. La autonomía de administración de fondos de los municipios seguía siendo un obstáculo. Para evitarla se celebraron contratos pero muchos municipios prefirieron renunciar a los auxilios nacionales con tal de conservar la facultad de nombrar y remover libremente a las funcionarios de higiene. Esto llevó a que un decreto de 1938 obligara a los directores de todos los servicios de higiene y asistencia social del país a comunicar al ministerio los nombramientos de personal y a fijar mensualmente los trabajos que se ejecutarían, así como las sanciones en caso de incumplimiento (Hernández Álvarez y Obregón Torres, 2002: 49-50).
Por último, en el caso de Brasil, el origen de la repartición sanitaria nacional, llamada Consejo Superior de Salud Pública, que incluía una inspectoría de higiene terrestre y otra marítima, se remonta a los últimos años del imperio. Al igual que en Argentina, la incorporación de Brasil al mercado internacional como exportador de materias primas y alimentos durante la segunda mitad del siglo XIX, implicó la necesidad de políticas de saneamiento de su ciudad capital y puerto principal, Río de Janeiro. Pero, a diferencia del país del Plata y anticipando lo que décadas más tarde sucedería en Colombia, la autonomía sanitaria estadual fue mucho más fuerte. Así por ejemplo, la consolidación económica del estado de San Pablo a través de la producción de café, basada en fuerza de trabajo inmigrante, lo llevó a implementar acciones de salubridad en su territorio y en su ciudad portuaria, Santos, aún antes que en la capital del estado imperial.
En la etapa republicana, la Constitución de 1891 creó la Dirección General de Salud Pública que se hizo cargo de la higiene en la Capital Federal, de los servicios sanitarios, de la fiscalización del ejercicio de la medicina y la farmacia y del auxilio de los estados en caso de que estos lo solicitasen; mientras que la responsabilidad de la higiene terrestre recaía en los gobiernos locales. A pesar de la exitosa gestión, en términos de organización de la higiene defensiva, del sanitarista Oswaldo Cruz entre 1903 y 1909, los reiterados brotes epidémicos pusieron en evidencia, al igual que en el caso argentino, la incapacidad de los servicios de la Capital para hacerles frente y la inexistencia de servicios idóneos en los estados, salvo el caso de San Pablo (Hochman, 1998: 95-102).
La década de 1910 significó una inflexión en el proceso de poder en el área de salud pública. Los gobiernos estaduales comenzaron a solicitar auxilio federal técnico, financiero y recursos humanos para debilitar focos de fiebre amarilla y peste, además del envío de comisiones de estudio de las condiciones sanitarias de los estados del norte y de las áreas de la frontera sudeste. Por otro lado, se organizaron campañas conjuntas de profilaxis entre la Fundación Rockefeller, algunos gobiernos estaduales y el gobierno federal. Detrás de este cambio se encontraba la acción del movimiento por el saneamiento rural que propuso la integración sanitaria del interior brasileño a través de campañas contra las grandes endemias rurales como la anquilostomiasis, la esquistosomosis, la malaria y el mal de Chagas. Como consecuencia de la campaña de opinión pública de este movimiento, fue posible una mayor presencia de los servicios federales en los estados, paradójicamente no de la mano de la Dirección General de Salud Pública sino del Servicio de Profilaxis Rural dependiente del Ministerio del Interior y Justicia, desafiando en la práctica la autonomía estadual garantizada por la Constitución de 1891 y abriendo espacio para acciones más centralizadoras en las décadas siguientes. Las ciudades de Río de Janeiro y San Pablo organizaron durante los años 20 centros de salud con un carácter mucho más permanente que las acciones de saneamiento rural y orientados a organizar la salud preventiva de las poblaciones urbanas (Hochman, 1998: 111-143).
El proceso de centralización administrativa sanitaria se produjo en Brasil en los años 30, durante la era varguista. Si bien no se abandonó la agenda médico-sanitarista que establecía como prioridad el combate contra las endemias rurales, se incluyó fuertemente la atención de la salud de las poblaciones no incorporadas al mundo del trabajo regulado por el Estado. A través de la nueva creación administrativa, el Ministerio de Educación y Salud Pública, se fortaleció la administración nacional, integrando verticalmente las esferas federal, estadual y municipal, y se racionalizó la burocracia sanitaria. De todos modos, la presencia federal fue siempre negociada con los líderes estatales y con agencias internacionales a través del modelo de convenio (Hochman, 2005: 209-222).
Por último, otro problema que debió afrontar el Departamento Nacional de Higiene fue la sustracción de atribuciones a favor de nuevas dependencias administrativas que no se encontraban bajo su tutela. Tal el caso del control de enfermedades del ganado, adjudicado a la Policía Sanitaria Animal; el control bromatológico, a cargo de la Dirección de Ganadería y la Oficina Química Nacional; el control del agua, que pasó a la Dirección de Obras de Salubridad o la higiene industrial, a cargo del Departamento Nacional de Trabajo (Biernat, 2015a: 58)
Conclusiones
El interés por garantizar las relaciones comerciales libres de los alcances de las epidemias en el continente americano fue uno de los primeros objetivos del panamericanismo sanitario. A partir de los años de entreguerras su agenda se nutrió de nuevas preocupaciones ligadas a la necesidad de pensar en la política sanitaria como una política social y de reestructurar las agencias de salud. Este cambio se vio acompañado por un contexto de creciente intervención social de los Estados latinoamericanos para dar respuesta a las desigualdades y la conflictividad producidas por la consolidación del capitalismo en la región. La salud de la población fue considerada como un elemento imprescindible para el desarrollo económico y para la integración nacional, en la medida que garantizaba la reproducción de la fuerza de trabajo y la cohesión social. En consecuencia, los gobiernos centraron sus intervenciones sanitarias no solamente en la respuesta a los esporádicos brotes epidémicos, sino en garantizar la reproducción saludable de la población. De este modo la higiene fue parte del proceso de construcción de la política social en la región
Durante la primera década de su existencia, el impacto del sanitarismo panamericano en el establecimiento de procedimientos comunes contra las epidemias y en la organización de políticas de saneamiento en los países latinoamericanos, fue muy dispar. En función de los Estados que hemos tomado como ejemplo. Argentina y Brasil se resistieron a participar en las primeras conferencias sanitarias y utilizaron los acuerdos de sanidad portuarios con los países fronterizos que habían celebrado en el último cuarto del siglo XIX. Pero, a diferencia de Argentina que sostuvo su posición hasta los años de entreguerras en el marco de su resistencia a la política panamericanista impulsada por Estados Unidos y a que el sistema de higiene y saneamiento del puerto de Buenos Aires y de las principales ciudades del país se encontraba ya organizado y no precisaba de las legitimaciones de los acuerdos continentales, Brasil se integró más tempranamente al panamericanismo sanitario y esto se debió al giro de su política exterior según la cual, para consolidar su hegemonía regional en América del Sur, no solo insistió en un buen relacionamiento con los países vecinos, sino que estrechó su vinculación comercial con Estados Unidos, para lo que necesitaba alinearse a las normas sanitarias impuestas por las convenciones continentales. Por su parte, en el caso de Colombia, su dependencia económica con Estados Unidos influyó en la escasa autonomía para organizar sus políticas de saneamiento de las ciudades-puerto y en su pronta alineación al panamericanismo. Los réditos de esta alineación y de los intereses comerciales de Estados Unidos en Brasil y Colombia, fueron los apoyos financieros y técnicos aportados por la Fundación Rockefeller a estos países que dieron soporte institucional y científico al poder público y contribuyeron a la organización de las políticas de saneamiento.
Durante el período de entreguerras la actividad sanitaria panamericana actuó como legitimadora de la reorganización de los sistemas sanitarios de la región y, principalmente, de sus procesos de centralización administrativa, considerados indispensables para hacer frente a los nuevos programas de salud pública ligados a la necesidad de proveer mano de obra fuerte y sana funcional al desarrollo productivo. Mientras que en los tres casos estudiados los poderes regionales y los intereses privados constituyeron trabas seculares a la centralización sanitaria, las formas de desligarlas difieren. En el caso de Colombia, su estrecha vinculación comercial con Estados Unidos favoreció no solo los recursos financieros para la organización centralizada de su sistema sanitario sino, también, la legitimación por vía del panamericanismo. Por su parte, Brasil y Argentina tuvieron recorridos mucho más largos en este proceso y de menor influencia del organismo sanitario continental, que solo llegaron a resolverse con el advenimiento de los regímenes populistas que consolidaron un proyecto político-administrativo más unificado.
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