Artículo
Recepción: 13 Febrero 2016
Aprobación: 22 Marzo 2016
Resumen:
LA MORAL INSTITUCIONALIZADA.REFLEXIONES SOBRE EL ESTADO, LAS SEXUALIDADES Y LA VIOLENCIA EN LA ARGNETINA DEL SIGLO XX.
Este artículo analiza la trayectoria de políticas coercitivas con las que el Estado argentino intentó inferir en la producción de sexualidades durante el siglo XX. La “violencia moral” incluyó prácticas de represión: códigos de faltas provinciales y razzias como formas de delimitación a homosexuales, prostitutas y pobres urbanos. Las mismas constituyeron un hilo de continuidad entre gobiernos civiles y regímenes castrenses. La premisa sostiene que ante la percepción de precarización de una identidad de la cultura nacional oficial, promovida por cambios sociales, demográficos, económicos y culturales en los albores del siglo, el Estado actuó progresivamente como catalizador de la reproducción directa de relaciones dominantes. La sensación de fragilidad de las condiciones que hacían perdurable una ciudadanía imaginada como heterosexual, blanca, masculina y capitalista se institucionalizó en un modo de concebir la moral que devino en políticas violentas.
Partiendo de esta hipótesis se analizaran las formas especificas que asumieron estas políticas en el territorio urbano bonaerense. Con el fin de problematizar el vínculo entre Estado, sexualidades y violencias.
Palabras clave: Estado, Violencia, Sexualidad.
Abstract:
INSTITUTIONALIZED MORALITY. REFLECTIONS ON THE STATE, SEXUALITIES AND VIOLENCES IN ARGENTINA OF THE XX´S CENTURY
This paper analyzes the history of coercive policies of Argentinian state to infer in the production of sexualities in the twentieth century. The “moral violence” includes repressive practices: provincial fault codes and razzias as a form of demarcation to homosexuals, prostitutes and urban poors. This policies persisted during civilian governments and military regimes. With the premise that the perception of precarious identity of the official national culture, promoted by social, demographic, economic and cultural changes at the dawn of the century, turn the State progressively as a catalyst of dominants relations. The sense of fragility of the conditions of a citizenship imagined as heterosexual, white, male and capitalist was institutionalized in a way of thinking moral that became violent.
This text analyzes the specific forms that those policies assume in Buenos Aires provincial territory. Based in the goal of the describing the problematic link between State, sexualities and violences.
Keywords: State, violently, Sexuality.
Introducción
Los vínculos entre sexualidades, violencia y estatalidad constituyen un hilo conductor de la agenda de preocupaciones de la historiografía argentina con enfoque de género. Desde estas páginas proponemos un análisis de las políticas coactivas con las que el Estado intercedió en la producción de las sexualidades durante el siglo XX. La “violencia moral” incluyó prácticas de represión: códigos de faltas provinciales y razzias, formas de delimitación del espacio público con las que se marginaron a disidentes sexuales, especialmente homosexuales y prostitutas.
Partimos de la hipótesis de que ante la percepción de precarización de una identidad de la cultura nacional oficial, promovida por cambios sociales, demográficos, económicos y culturales en los albores del siglo, el Estado actuó progresivamente como catalizador. La sensación de fragilidad de las condiciones que hacían perdurable una ciudadanía imaginada como heterosexual, blanca, masculina y capitalista se institucionalizó durante la década del ‘30 en un modo de concebir la moral expresada en políticas restrictivas.
La “moral pública” coaguló un registro donde sexualidad y política funcionaron como metáforas complementarias de un sentido del orden. Así en normativas punitivas originadas en dictaduras militares que rigieron en gobiernos civiles se enlazaron discursos médicos legales, positivistas, higienistas y eugénicos, junto con redes de juristas, legisladores, eclesiásticos y cuadros policiales. La síntesis de una matriz cultural transversal que suponía un modelo natural del “ser” argentino. De este modo, normativas, razzias y detenciones fueron un hilo de continuidad frente la alternancia de gobiernos civiles y castrenses. Con estas tácticas las agencias estatales buscaron incidir coartando configuraciones sociales disidentes al canon: prostitutas, homosexuales, heterosexualidades flexibilizadas y pobres urbanos.
Resaltar la continuidad no anula las matices, sino que remite a la permanencia de dinámicas normativas y prácticas estatales que lograron autonomía relativa a las coyunturas políticas. Creemos que las tramas punitivas germinadas en regímenes militares tuvieron legitimidad durante mandatos civiles, ya que estas actuaron como receptáculo de identidades y lazos tradicionales que percibieron una precarización de sus condiciones materiales de afirmación. Para lo cual, como intentamos demostrar, estas políticas apelaron a la matriz misma del Estado.
Reconocemos los aportes historiográficos que vislumbraron relaciones entre prácticas sexuadas y el Estado durante el siglo XX. El análisis múltiple de las moralidades y sexualidades como una vía de acceso a las relaciones de género centró su mirada en como los procesos de conformación de los Estados nacionales, las migraciones masivas y el crecimiento urbano modificaron las formas de sociabilidad y los lazos socio-afectivos (Barrancos, 2006; Ben, 2014, Barrancos, Guy y Valobra; 2014). Así la década del ’30 fue percibida como un clivaje que expuso las relaciones entre las preocupaciones demográficas de la elite local y la atención sobre las “desviaciones sexuales”. El estudio de la legitimidad del discurso médico positivista en relación a la consolidación estatal tuvo un lugar privilegiado: donde la diferenciación patológica entre normalidad y anomalía colaboró con la extensión de la intervención estatal (Bao, 1993; Biernat, 2014; Figari, 2012;Fellitti, 2006; Miranda, 2011; Prietto, 2012; Salessi, 1995).
Los síntomas de nuevas formas de socialización sexual se adicionaron a la aparición de la juventud a finales del primer peronismo, con el letargo de inclusión en el mundo laboral, el crecimiento de la matrícula escolar y las formas de asociación juvenil (Cammarotta, 2014; Manzano, 2014). Otros han situado estos cambios en las políticas del peronismo, el impulso a la mujer a la vida política, pero también en los cambios estructurales que este produjo, uno de los puntos insoslayables de referencia de cambios que harían eco dos décadas después de la llegada al poder de este movimiento político (Felliti, 2012).
El relato de la virulencia contra formas sexuales incluyó la narración de acontecimientos heterogéneos. Las restricciones a la vida de jóvenes plebeyos o el amor entre varones en el periodo de entreguerras (Acha y Ben, 2004) o la aplicación de razzias entre 1953-1954 y censura a material pornográfico (Acha, 2014; D´Antonio, 2015). Algunos autores focalizaron en los agentes policiales que conjugaron y renovaron estas políticas morales (Sirimarco, 2014). Mientras por otra parte, un conjunto de estudios se preocuparon por las formas de resistencia y asociación a esta política (Trebisacce, 2010; Meccia, 2015; Vespucci, 2011; Simonetto, 2016).
Aquí no se desconocen los estudios de la historia reciente y el potencial de su anudamiento con los estudios de género (Oberti, 2015). La pregunta donde estos fenómenos se insertan, la dimensión pretérita/presente donde esa memoria adquiere sentido y se revalida, es crucial para avanzar y profundizar en las lógicas que atraviesan la razón estatal y los medios por la que esta ópera (Nercesian, 2012).
Las décadas del 60´ y 70´ fueron narradas como una transición del paradigma sexual, una “revolución discreta”, caracterizado por la flexibilización de las pautas de noviazgo, la liberalización de la sexualidad pero donde el centro patriarcal quedó intacto (Cosse, 2010). Aunque puede cuestionarse el concepto revolución, en cuanto este concepto no es mensurable junto a la idea de discreción y en cuanto no alteró el núcleo patriarcal de las relaciones afectivas, aquí intentaremos rastrear procesos de transformación material de más larga data como así también las respuestas que gestó el Estado (Caneva, 2015).
En este marco, la apropiación local del análisis de las nociones de contrato sexual de Carole Patman y Catherine Mackinnon reposiciona en la agenda la pesquisa del Estado como garante de un contrato sexual que supone una libido masculina incontrolable del cual las mujeres serían depositarias pasivas (Valobra, 2015). Pero al que también, creemos podría ser provechosamente enriquecido con los aportes del análisis socio-histórico de la violencia. Entendida como un acontecimiento inserta en una larga duración. En estrecha relación con fenómenos estructurales, en los cuales, se consolida el locus de estas prácticas (Ansaldi y Giordano, 2014).
Nuestra periodización remite a una interpretación local del “corto siglo XX” (Hobsbawm, 2012). En ella incluimos lo que consideramos el reconocimiento estatal de transformaciones de largo aliento: las fuerzas desintegradoras de la identidad ligadas a los desplazamientos de población y a la creciente afirmación de la cultura urbana, la reconfiguración y declive de los lazos sociales conservadores y los controles comunales, la matriz de un estado intervencionista y el largo declive de la hegemonía liberal en la década del 30´; hasta el fin del proceso de alternancia entre civiles y militares con la transición democrática.
Asimismo, entendemos que las violencias morales como configuración continua se yuxtapusieron con otras formas de coacción como la política. Por esto, haremos foco sobre el “tiempo de violencias” de 1954-1989. América Latina, atravesada entonces por las tensiones de un mundo bipolar, la disposición de la fuerza física fue un factor decisivo para la resolución de conflictos. La utilización de la doctrina de seguridad nacional actuó como el cinturón ideológico y material con el cual se buscaba restringir los procesos de emergencia de oposición antinómica a los modelos de país periféricos del cono sur (Ansaldi y Giordano, 2014).
Basados en la extensión temporal del artículo, nos explayaremos en detrimento de una narración histórica puntillosa que forma parte de nuestro proyecto de investigación actual. Por otra parte, asumimos un recorte espacial sobre la provincia de Buenos Aires, que aún resulta vacante de otros estudios y que es el centro político- urbano del país con el que contamos con mayor documentación para solventar la propuesta.
Dividiremos el trabajo en cuatro apartados. Primero, analizaremos las condiciones de larga duración que sustentan nuestra hipótesis. Segundo, indagaremos en los códigos de faltas y normativas. Tercero, nos enfocaremos en el gobierno de Onganía como punto álgido de esta tendencia de continuidad. Por último, en la biografía de Luis Margaride probaremos nuestra hipótesis de continuidad, como así también, la de convergencia entre violencia moral y política.
La percepción de declive de la identidad
La violencia moral fue un modo de canalización de sentidos de pérdida de condiciones que auguraban una identidad nacional perdurable anclada en una mirada androcéntrica, clasista y nacional. Un hito en un tejido multiforme de estructuras que se percibían erosionadas. El Estado encauzó una sensibilidad consternada frente a un aparente menoscabo de la continuidad de determinada mismidad. Una identidad entendida como la fantasía colectiva del “ser” en la relación entre cómo el sujeto se imagina y es imaginado (Scott, 2011): en este caso argentino, varón, heterosexual, propietario y de elite.
El temor se asoció a los efectos de las fuerzas desintegradoras de la identidad suscitadas por la dinámica del capital que devino en crisis de dominación cultural. La acumulación de capital entre 1880-1930, el desarrollo de ciudades nodos y el transporte alentaron la circulación de mano de obra masculina a ciudades como Rosario y Buenos Aires (Ben, 2014). También, la ubicación del país como exportador de materias primas e importador de bienes manufacturados expandió el sistema de puertos potenciando así las comunidades receptoras de migrantes. Al impacto de la vida diaria del desarrollo del subte, del sistema sanitario y los trenes, se le sumaría una creciente recepción marítima de Europeos, con un punto culmine en 1947, que luego sería reemplazado por migraciones internas del interior del país (Barrancos, 2006). La crisis del 29´ afectó las zonas agrícolas. La erosión del modelo agroexportador y el declive literal potencio el traslado a los cordones del conurbano ensanchando la ciudad (Gorelik, 2004). Entre 1947 y 1980, la provincia de Buenos Aires creció proporcionalmente casi al doble, de 15.893.827 habitantes pasó a 27.949.480 concentrando a su mayoría en las zonas metropolitanas (Gobierno de Buenos Aires, 2014).
Por un lado, la socialización de la metrópolis debilitó los modos de control comunal y otorgó a los actores capacidad de gestionar su propia identidad. Mientras que por un lado se habilitaron nuevas formas de asociación, lenguaje y experiencia como la homosexualidad masculina o la prostitución moderna (Ben, 2014; D´Emilio, 2006; Simonetto, 2015a); por el otro, la observación de estas identidades alentó el malestar de agentes que vieron las bases materiales de su identidad inestables, respondiendo con variables de violencia libre o coacciones estatales.
El “ser” varón, la experiencia de ser propietario, profesar la fe cristiana o comulgar con el ideario del higenismo se estremecieron en un contexto de cambios acelerados. El territorio masculino de las elites porteñas no sería el mismo frente a sujetos que producto de la movilización demográfica horizontal presentaban modos de filiación afectivas móviles. La extensión de una diáspora fuera de la familia tradicional, como unidades productivo-afectivas de control, la conquista de autonomía financiera y tiempo libre, generó zonas de vacío que predispusieron a los citadinos a nuevas experiencias (Secombe, 1984).
La aparición de grupos de jóvenes trabajadores reunidos en las esquinas caracterizados por la violencia física y sexual hacia mujeres y varones despertó la preocupación progresiva de la Iglesia y el Estado, lo cual gestó como respuesta los planes deportivos del peronismo clásico, como así también, la extensión de la violencia institucional aplicada por la policía (Acha y Ben, 2004). El Estado expresó su capacidad de sintetizar presiones y angustias que remitían tanto a intereses de clase como a otras representaciones alarmadas (Boholavsky y Soprano, 2010). Amparados en la construcción ideológica de un pasado imaginado como inmutable frente a una vida pública desorganizada, la asociación de un declive moral con el hundimiento del paradigma liberal, movilizó el pánico moral en sectores de la elite cultural y política asociados al Estado: galenos, religiosos, juristas y periodistas. Estos buscaron operar sobre la relación social que el Estado debía reproducir en cuanto modelo canónico de existencia y realización.
Se concatenaron en el mundo de las ideas réplicas a la vacuidad generada por nuevas formas de “ser”. La sexualidad, la higiene y el cuerpo se enlazaron a la procreación como metas fundacionales de la Nación (Biernat, 2007; Ramacciotti y Valobra, 2008; Salessi, 1995). La reproducción de las relaciones sociales existentes, por lo tanto, de una clase capaz de trabajar alentó la preocupación demográfica de médicos criminológicos, higienistas y eugenistas, como también, de juristas, legisladores, periodistas y funcionarios públicos que condensaron en el vocablo moral una proyección ideal ubicada en el pasado a la que debía ajustarse la población.
Desde finales del siglo XIX la preocupación sobre el tamaño de la población ocupó la agenda de distintos gobiernos (Fellitti, 2006). Esta tendencia se limitó en el peronismo con la falta de penalización a los abortos legítimos y el giro de las políticas sociales con un enclave maternalista más que pro natalista (Barrancos, 2002). Desde el 60´ las recomendaciones internacionales asociaron el exceso de población con la pobreza e invitaron a los Estados a atender esta tarea (Biernat, 2007). En consecuencia, la regulación de la procreación de manera desigual entre grupos sociales interactuó con la presencia de un fuerte componente moral arraigado en las agencias estatales.
Con la consolidación en el seno del Estado de una agenda de preocupaciones asociada a la reproducción ofensiva de un modelo de ciudadanía clasista, nacional y sexuada, es que consideramos que en la década del ‘30 éste percibió la conjunción de procesos sociales aparentemente desintegradores como una “crisis de autoridad”. Un momento donde el canon dominante pierde consenso, en este caso con la irrupción visibles de nuevas formas de agenciar la sexualidad, por lo cual el Estado se torna meramente detentador de la fuerza coercitiva (Campione, 2005). De este modo, las características de un Estado que no se consolidó como el reflejo de la unidad nacional, sino que, desde su planificación y acción tuvo el desafió de construir la sociedad civil, entendida en términos hegelianos, como el campo de intereses dispersos e individuales (Arico, 2011), apeló a sus atributos coercitivos como una de las formas de intervención en la producción de sexualidades. Sintéticamente, un Estado que en algunos terrenos tuvo un fuerte componente intervencionista, configuró tácticas para disciplinar a su población y concretó un tipo de monopolio legítimo de la fuerza amparada en patrones de segregación donde algunas formas sexo-afectivas se ubicaron como antagónicas al “ser” nacional.
La búsqueda de una dirección cultural y moral de la población en Argentina se expresó con la institucionalización de estas preocupaciones en los códigos de falta de 1932. Estas normativas, gestadas bajo el golpe de Uriburu, restringían formas de socialización y usufructo del espacio urbano. El nuevo poder militar y su preocupación por el control moral de la población se explica por la mixtura de la cultura católica con la castrense cuyo síntoma fue la confesión obligatoria en los cuarteles. Con este parangón ideológico los militares se definieron como un subgrupo independiente al interior de la nación, con autoridad moral y política, para intervenir gobiernos democráticos y “reordenar” la patria (Soprano, 2016). Por otra parte, estos procesos de intervención, se relacionan con la batalla entre fracciones de la burguesía local por definir un patrón de acumulación entre industrialistas y financieros, lo cual alentó, la alternancia entre gobiernos civiles y militares.
Desde finales del siglo XIX, la matriz intervencionista sobre el lugar imaginario de la mujer como depositario de la libido masculina, como así también la construcción de los homosexuales como apátridas estuvo presente germinalmente en la matriz estatal (Bao, 1993; Salessi, 1995; Nesvig, 2001; Valobra, 2015). A su vez, entre 1930-1950, el Estado agudizó los mecanismos de intervención: la policía y las normativas con un proceso de profesionalización y disciplinamiento con el cual se pretendió anular las disidencias, la protesta social y evitar todo tipo de radicalización (Barreneche, 2010). Pero los intentos de recuperar el lugar hegemónico de lo masculino y lo femenino frente a nuevas formaciones subjetivas percibidas como amenazantes (homosexualidad masculina y prostitución moderna) articularon otras formas de injerencia consensuales para restituir su lugar hegemónico. La ley de profilaxis social (12.331) que tendía abolir la reglamentación de la prostitución dispuso una batería de políticas como el certificado prenupcial de matrimonio e intentos de educación sexual con los que quisieron influir sobre las relaciones entre cuerpo masculino, salud y sexualidad (Almiron y Biernat, 2016; Guy, 1994; Grammatico, 2000; Milanesio, 2005).
Ante el sentido de precarización del canon cultural, la tradición intervencionista, validada por los discursos descritos, buscó legitimidad en las fuentes simbólicas del poder tradicional. La aplicación de la violencia adviene en la apelación del Estado a lo pretérito (Arendt, 2006:62). La premisa de un pasado “natural”, de una nación católica, de elite, productiva y blanca que era descrita en constante agonía por galenos, juristas, políticos, religiosos, intelectuales o periodistas; sustentó el patrón modélico que el Estado pretendió reproducir. La politización de una nostalgia social por una sociedad que “no podemos hallar en ningún lugar”, que artículo prácticas antiguas y discontinuas, renovaba un sentimiento conservador de retorno a una narración del pasado de la que se buscó extraer legitimidad (Williams, 2001). En el caso argentino la confluencia entre una ofensiva del discurso nacionalista que citó el mito de la nación católica para narrarla como una entidad espiritual antes que una comunidad política, sustento de un orden político y social (Zanatta, 2015).
En síntesis, ante estos procesos de cambio social, conjugados con la sedimentación de una matriz estatal intervencionista, la profesionalización de las fuerzas de control y el temor de los sectores dominantes, sean médicos, religiosos o socio económicos; se impulsaron medidas desde el Estado que pretendieron colaborar con la reproducción de un sujeto masculino, capitalista, monógamo y heterosexual como canon ciudadano. La institucionalización de un modelo masculino hegemónico como un centro natural de la virilidad construido frente a otro femenino: mujeres y homosexuales (Figari, 2008). La configuración práctica que encarna la respuesta corrientemente aceptada al problema de legitimidad del patriarcado, que implica una relación entre varones de subordinación, complicidad y marginación. Donde el uso de la violencia, libre o estatal, varía en la relación entre el beneficio simbólico y material del dividendo patriarcal y las capacidades institucionales del Estado por imponer un horizonte de sentido al sujeto masculino (Cornell, 1997). El proceso social, se movió, entre las fuerzas centrífugas del capital y su tendencia a la concentración de población/medios de producción y las fuerzas centrípetas que intentó anteponer el Estado en sus normas de control.
Códigos de faltas y políticas de control en la provincia de Buenos Aires
Una de las principales respuestas a la problematización de la moral de la población fue la regulación social, sexual y política del espacio. Los códigos de falta sancionados desde 1932 imprimieron en el discurso de la “moral pública” la dicotomía nosotros/ellos como principio generados de lazos sociales. La penalización segregaba formas disidentes que despertaban el temor a la desaparición de una frontera sustancial de cierta subjetividad pública en la que se asentaba una ciudadanía imaginaria (Sabsay, 2011). La concreción de estas normas operó como parte del proceso de normalización punitiva, junto a la profesionalización y centralización de las fuerzas policiales.
En 1945, Juan Atilio Bramuglia[1] creó una comisión bonaerense para elaborar un código de faltas provincial (Decreto 378/45). Se tomaron como referencia el código de la ciudad de Buenos Aires de Uriburu (1932) y el de Santa Fe (1940) del radical Manuel María de Iriondo, lo cual denota el consenso trasversal de estas políticas. Ambos códigos penaron el ofrecimiento público de sexo para condenar a homosexuales y prostitutas aludiendo a la figura del “escándalo” (Múgica, 2012). También, eran sancionados aquellos que “merodearan”, los que se emborracharan o causaran desorden y aquellos que “faltando a la honestidad pública” se vistieran del sexo contrario, es decir, se travistieran.
Durante la segunda presidencia de Perón, se aplicaron las razzias para cercenar la vida de “patoteros” y “amorales” (Acha, 2014). En 1950, se le brindó al jefe de policía bonaerense el estatuto de juez de falta lo que le permitía acusar y aplicar las nacientes normativas (Decreto 873/50) A pesar de las marcadas diferencias entre el régimen instaurado desde el ‘55, las iniciativas de control sexual y social del territorio continuaron. En 1956, bajo el gobierno del interventor de la provincia de Buenos Aires Emilio Bonnecarrére, se sanciona el primer código que contenía en su interior las infracciones punibles (Ley provincial 5571).
La aplicación de contravenciones implicaba penas económicas que, de no ser abonadas, habilitaban la detención. Las condiciones de gestación de estas normativas, generalmente bajo gobiernos militares, le brindaron relaciones de fuerza a las instituciones policiales ampliado su capacidad de acción y su autonomía relativa. La moral institucionalizada en los códigos resultó un registro donde agentes estatales se imaginaron a sí mismos como portadores de una cualidad que ya no estaba contenida en la población civil y que actualizaban en su práctica. El uso de la moral como prisma de lectura se interconectó con preceptos de larga tradición en el discurso jurídico. El proceso lento de erosión del orden patriarcal basado en la familia desde finales del siglo XIX fue acompañado por órdenes jurídicos que tendieron a reforzarlo. Constituyendo un registro centrado en una concepción dual de la moral que amparó ciertas libertades al cuerpo masculino por la restricción del dominio femenino (Giordano, 2014).
Las normativas eran políticas de control del movimiento en cuanto pretendían restringir el libre desplazamiento de la población (Barreneche, 2008). En su análisis, se pueden pensar como los modos prácticos de apropiación del espacio están dominados por las representaciones que se tienen de él, y al mismo tiempo, de qué modo este discurso tiene implicancias materiales en la performatividad de un sitio (Conlot, 3004). Los códigos trataron de limitar las capacidades de acción y sociabilización de “izquierdistas”, “amorales” (varones homosexuales), “prostitutas” y “desordenados” (pobres urbanos).
El régimen del 55´ penó toda actividad contraria a sus objetivos económico-políticos: pintar paredes con frases disruptivas, repartir volantes o agitar a las masas obreras. También se tipificó como falta la “vagancia”: condenado a toda persona que mendigase teniendo aptitudes físicas para trabajar. La figura del pordiosero se colocó sobre los márgenes de fundación de la ciudadanía en el Estado moderno capitalista como una de las barreras que Estado debía atender (filantrópicamente) o rechazar en vistas de colaborar con un nuevo marco social (Castell, 2005). La categoría “decencia pública” permitía detener a toda persona que con su aspecto perturbara la estética del orden.
Con el antecedente de la ley de profilaxis venérea 12.331 (1936), se condenó a los proxenetas con multas de doscientos a dos mil pesos. En el código del 55´ se penó a los varones de “malos hábitos” que estuviesen acompañados de un menor o se ofreciesen en público. Bajo esta vaguedad legal se amplificaba las dinámicas de las fuerzas estatales y se amparaba en la inserción de la misma en una trama cultural que reconocía como garante del ser masculino el binomio heterosexual-homosexual (Simonetto, 2016). Desde el ‘66, se castigó a los homosexuales explícitamente asociándolos a la actividad de la meretriz para limitar la sociabilidad de un grupo que con un espacio privado restringido por sanciones sociales, muchas veces, utilizó el mundo público en la búsqueda de encuentros sexuales. Se permitió a los agentes policiales interceder contra éstos en lugares privados bajo la figura de escándalo. En el ’73, se configuró una perspectiva prohibicionista criminalizando a quien ejerciese la prostitución asignándole una característica indecorosa con multas de 50 a 150 pesos y 30 días de cárcel. Pero ¿Por qué la relación punitiva se extendió sobre la homosexualidad y la prostitución como conjunto? Por un lado, se asociaban estas prácticas al mundo femenino en cuanto ambos, el lenocinio y el homosexual, serían depositarios “penetrados” por la libido incontrolable masculina, actualizando así, el contrato sexual (Valobra, 2015).
Estas sanciones son coetáneas a restricciones de otros países latinoamericanos, que con variadas formas, persiguieron a la homosexualidad masculina identificada como una amenaza para la vida sexual sana de los varones, entendidos como futuros reproductores de la nación (Nesvig, 2001). En Colombia, entre 1936-1980, estuvo vigente la ley que consideraba delito de acceso carnal homosexual, el cual condenaba a cualquier varón que introdujese su pene en un ano masculino o se dejase introducir el mismo (Tejada, 2012). En Brasil, los códigos desde finales del siglo XIX, pero por sobre todas las cosas, desde la década del ‘40, extendieron estas penas con códigos de faltas similares a los argentinos (Figari, 2009).
Por otro lado, el debate entre reglamentaristas y abolicionistas se extendió entre las décadas del ‘30 y el ‘50. La ley de profilaxis social 12.331 (1936) surgió en el corazón de estas disputas. Por un lado, entre la presión internacional por el ejercicio ilegal, el tráfico y la explotación de mujeres; por el otro lado, la presión de agentes locales que promulgaban por las “casas de tolerancia”, espacios permitidos para que los varones jóvenes pudieran cumplir con la exigencia social de experiencia carnal para los solteros y descargar así sus “impulsos” sexuales. Amparando la doble moral sexual. El miedo sanitario que las enfocaba como propagadoras de las enfermedades venéreas, lleva a los médicos abolicionistas, a exigir que las mismas tengan libreta sanitaria (Biernat, 2013). Un sonado episodio entre los cadetes del colegio Militar de la Nación, quienes son descubiertos en reuniones públicas fotografiándose desnudos en poses sugestivas, genera una suerte de “pánico moral” que opera como acicate para modificar la ley 12.331 en los aspectos concernientes a la prostitución (Bazán, 2004: 276).
Es decir que, a diferencia de la década del ‘80, el signo de pérdida individual del estatuto moral se asoció a la prostitución y no a la homosexualidad. Pero a su vez, fue la homosexualidad la que se representó como un foco de pérdida de la moral masculina que podría recuperarse con el consumo de mujeres en situación de prostitución. Quizás entendiendo ese nexo es que podamos pensar cómo un código semántico fue luego trasladado e invertido de un signo a otro, del foco venéreo del burdel al homosexual.
En el código de faltas bonaerense del 66´ también se tipificó como “explotación de la credulidad pública” la actividad de aquel que “en la vida diaria se vista y se haga pasar como persona del sexo contrario”. Allí, puede leerse el síntoma de la aparición de prácticas emergentes, tendientemente asociadas y conjuntivas, que remiten a esa forma de ser penada. La argumentación centrada en la credibilidad, en cuanto consenso de verdad, refería al anclaje biológico del sentido de realidad. Se acusaba de faltar a la verdad (del cuerpo) por desdibujar esa ciudadanía imaginaria genérica: varón o mujer.
La reforma del régimen del ’66 amplió las facultades policiales. En 1973, Lanusse decreta a través de su interventor provincial la ley 8031 profundizando este proceso. Bajo el precepto de reconstruir mallas conservadoras, estableciendo un nexo entre la coacción estatal y el control comunitario que consideraban denigradas; se apeló a la posibilidad de los sujetos mayores de 16 años de denunciar infractores, como así también, se introdujo el aviso a la familia, como unidad ordenadora de la sociedad, en el caso de que un sujeto de esta edad resultara infractor. Al problema del desorden generado por “ebrios, patoteros y mendigos” se le disponían agraviantes a las peleas callejeras en las que participaran 3 personas o a los pordioseros que hiciesen su tarea de forma amenazante.
Entre 1976 y 1980, se ampliaron las multas y las penas a los infractores. La actualización de los montos fue una forma de rectificar y dimensionar el lugar que esta normativa ocupaba en el Estado provincial. El campo de sanción se extendía desde 1973 a actos, palabras o dibujos obscenos, espectáculos indecisos o la ebriedad pública.
En la búsqueda por anular las expresiones culturales de la disidencia sexual, se censuró a todo aquel que durante el carnaval “públicamente se exhibiera cambiando su apariencia física mediante el uso de pelucas y barbas postizas, caretas, antifaces o maquillajes sin permiso de la autoridad competente” (Ley 8031). La dictadura cercenó los feriados de carnaval y sus festejos para ampliar los días laborales (Gerlero, 2013). Para algunos homosexuales, esta festividad era una oportunidad para interceder en el espacio público y desafiar las normas. Así grupos de homosexuales en los sesenta y setenta aprovechaban celebración para montar una performance femenina a sabiendas que muchas veces terminarían siendo golpeados por la policía (Simonetto, 2016). El carnaval, contrapuesto a otras festividades que consagraron el continuum de la cultura dominante, se presenta como una ruptura que celebra la restitución momentánea de la vida, un espacio temporal donde los subalternos pueden mostrar en sus actos su desaprobación a clasificaciones jerarquizadas (Bajtin, 2003).
Por último, las penas del plano político, introducidas en el 55´, serían profundizadas en consonancia con la doctrina de seguridad nacional como paradigma político de la región. Desde el ámbito discursivo, las fuerzas políticas mayoritarias – el ala derecha del peronismo y el radicalismo- como la prensa, buscaron instaurar la idea de que la violencia política era una respuesta a la acción guerrillera. Este entró en consonancia con entramados legales con los cuales se operó sobre los espacios de acción como universidades, gremios y el espacio público (Franco, 2009), al cual deben sumarse la acción de bandas para estatales y sus publicaciones que contaron con un fuerte amparo –vía financiamiento- de instituciones y organismos públicos (Besoky, 2013; Simonetto, 2015b).
En síntesis, los códigos de faltas de la provincia de Buenos Aires expresaron una respuesta a formas de vida disidentes al canon hegemónico y como reafirmación de relaciones sociales imaginadas que agencias estatales buscaron reproducir. Su intención de creación en 1945 fue realizada por las dictaduras posteriores. Estas normativas continuaron y fueron reactualizada por gobiernos posteriores, como así también, en la práctica de las agencias que penaron a actores disidentes a la nación imaginada por estas fuerzas, entre ellas la prostitución, la homosexualidad, el desorden, la ebriedad y los mendigos.
Las razzias bonaerenses de Juan Carlos Onganía y el gobierno de la “decencia”
En julio de 1966, el diario Clarín vitoreaba la exaltación “moral” del nuevo régimen. La irrupción castrense al gobierno de Arturo Illia (1963-1966) era festejada por su “campaña moralizadora” que tendría como objetivo coartar la “mala vida”. En su editorial titulada “La moral no pasa de moda” promulgaban concentrarse en “ciertas personas, para quienes la moral y las buenas costumbres son objeto de particularísima interpretación”, porque, “bajo el falaz argumento de que los tiempos cambian han venido desnaturalizando la función reservada a los parques y plazas, con la que provocan a veces situaciones desagradables, aún para los mojigatos”.
Las razzias materializaron la violencia moral. Aunque esta práctica remite al peronismo, nos concentramos en el régimen de Onganía por la exacerbación que éste hizo de la moral institucionalizada como un laboratorio de aplicación de los códigos de falta. También, porque su reivindicación colocó las restricciones morales en la escena pública y la prensa.
Entre los objetivos del nuevo gobierno estaba eliminar las trabas a la acumulación de capital, racionalizar la economía y estabilizarla. Ello debía producirse por vía de flexibilización del mercado de trabajo y el control sobre sus actividades. A su vez, buscaron transformar el Estado en burocrático y tecnocrático presentándolo como desideologizado (Ansaldi y Giordano, 2012). Mientras que restringió la libertad individual, otorgó nuevos derechos sociales y civiles. En 1968, el gobierno modificó por medio de la ley 17.711 el código civil en bloque ampliando derechos a las mujeres. Entre ellos la mayoría de edad a los 21 años, la emancipación por habilitación de edad y la ampliación de la capacidad de la menor que trabajara. A pesar de esto, no se derogó la facultad exclusiva del marido para fijar el domicilio conyugal ni la patria potestad sobre los hijos. Este cambio tenía la intención de un gobierno autoritario de superar la “crisis de autoridad” y la “falta de aptitud” del congreso. Esta modernización jurídica conservadora, con un anclaje antiliberal y anticomunista en alianza con un desarrollismo reformista, proponía la liberalización de la economía (Giordano, 2013).
La combinación entre una ampliación parcial y conservadora de los derechos femeninos y la sistematización de una política coactiva de moralización eran subsidiaras de un mismo objetivo: la consolidación de un modelo de ciudadanía binario, heterosexual, desigual y preferentemente propietario. La prensa se hizo eco de estas políticas. El diario Crónica publicó en la sección policial un informe diario sobre sus implicancias en el terreno bonaerense. Todas las noticias donde la pauta moral aparecía quebrantada estaban clausuradas a esta sección, creando así, estrechos márgenes de lectura donde la homosexualidad, el delito y la prostitución eran mundos implícitamente relacionados.
Con base en la información del diario construimos un indicador de la aplicación de las razzias entre 1966-67 en el territorio bonaerense. Entre las noticias del diario se contabilizaron 4752 detenidos, sobre una base más amplia de personas sometidas a cacheos, retenciones en la vía pública y revisión de antecedentes para las cuales se emplearon un total de 2900 efectivos policiales sobre las zonas de Arrecife, Azul, Bahía Blanca, Bragado, Berazategui, Dock Sud, Lanús, La Plata, Mar del Plata, Morón y San Martín. En la que no se incluyen detenciones por causa políticas.
Las descripciones periodísticas y los datos del gráfico nos aproximan a los cercenados por estas acciones: jóvenes, rateros, prostitutas, proxenetas, amorales, ebrios, dueños de bares o infractores de las leyes de tránsito. El 31% eran detenidos por delitos comunes, robo o hurto de menor grado, infractores de las normas de tránsito, dueños de bares que admitían el libre ingreso a menores o ebrios, sujetos detenidos por tenencia de armas o quienes quebrantan la ley 4847 que penaba el juego ilegal y a quienes “levantaban” la quiniela.
Al 14% de los detenidos se les imputó el objeto de ebriedad y desorden, o para otros, la figura del “merodeo”. Todas ellas actuaban contra la posición imaginaria dominante de cómo debía estar organizado el espacio: quienes cabían en él, como debían ocuparlo y transitarlo. Esta operación erradicaba la legitimidad del tránsito de algunos actores por sobre otros. Figuras ambiguas como el merodeo, aparecen cruzadas por los prismas de las fronteras de clase, género y étnicas que traspasan el mundo urbano y la forma de entenderlo de quienes lo regulan, en este caso, la policía.
Las infracciones asociadas a la prostitución alcanzaron un 5%. Pero mientras que un 1% era por proxenetismo, en el texto nominado ley 12.331, el otro 4% se asociaba a la criminalización de las mujeres que la practicaban. La diferencia sexual complejizó el espacio público sitiado por la mirada masculina. En un mundo urbano habitado por aquellos marginados por las fuerzas centrífugas del capital, las mujeres que deambulaban o los homosexuales que merodeaban eran segregados (Buck-Moss, 2014). Los “amorales” y prostitutas contaban con la misma dificultades para agenciar el espacio. Aunque el número de detenidos por amoralidad parece relativamente bajo, seguramente se contabilizaran en aquella masa amorfa de “detenidos por averiguación de antecedentes”.
Los homosexuales fueron cercenados por una violencia particular. Los discursos médicos positivistas decimonónicos enfatizaron la relación entre la composición de una masculinidad hegemónica identificada con el Estado-nación en oposición a figuras de “inversión” como la homosexualidad masculina (Bao, 1993;Figari, 2010; Salessi, 1995; Simonetto, 2016b). Su canalización durante el periodo de entreguerras en los códigos provinciales implicó la sustracción al discurso de la ley de formas de penalización informales. Amparados en el consenso social del rechazo a estas prácticas, los homosexuales fueron vulnerados por una amalgama represiva que incluyó chantaje, golpizas, vejaciones, violación y abuso policial. De este modo, la configuración de su identidad y sus alianzas afectivas debía sortear las presiones sociales y estatales transformándola en una identidad habitada por el miedo (Simonetto, 2016).
También las prostitutas tuvieron una posición subalterna frente a la arbitrariedad policial. Cabe preguntarse en qué medida mientras que los homosexuales respondían a una organización identitaria, que en algún momento alcanzó expresiones políticas, las prostitutas quedaron sometidas a una organización económico-social de explotación, lo cual actuó en detrimento de su capacidad de ejercer resistencia. Sostenemos que la violencia a la que fue sometida la disidencia sexual también incluye a la prostitución, en cuanto quien la ejerce, no es miembro del imaginario de la mujer decente y legítima sino un elemento subsidiario de la organización libidinal masculina. Esta distinción recorrió los debates en torno a las políticas frente al mercado sexual. Los partidarios de la reglamentación o de su abolición en periodos previos y posteriores a la ley 12.331 (1936) colocaron en el centro del debate de qué forma se podría cuidar de mejor manera el correcto desarrollo de la sexualidad masculina. Ubicando a la mujer como un objeto administrable en función de una supuesta necesidad natural de los varones.
La censura a gestaciones afectivas disidentes no se redujo al sexo homosexual. La campaña de moralidad recayó también en quienes flexibilizaron las pautas afectivas. Más del 40% de los allanamientos se concentraron en espacios de socialización donde los jóvenes buscaban autonomía de su hogar para ejercer su sexualidad como hoteles alojamiento. La policía allanaba estos sitios y solicitaba a las parejas la libreta de matrimonio, reafirmando el principio católico de que el coito externo a la institución conyugal era pecado. Bajo la premisa de que estos hoteles eran centros de la inmoralidad algunos municipios, como Lanús, restringieron su instalación y funcionamientos (Confirmado; 11/8/1966).
La intensificación de la intervención estatal buscó estandarizar, inclusive, la cultura sexual dominante. Por la precariedad de las identidades de género, que no cuentan con un anclaje material, es que estas deben ser renovadas; su estatuto debe ser actualizado constantemente (Arruza, 2015). Queda el interrogante de ¿Qué sucedía con estas parejas? Aunque no sepamos exactamente su paradero y donde quizás podamos presumir un mero momento embarazoso, es que cabe recordar, que la vergüenza es también una forma de sujeción, un elemento generador de la auto coacción y auto control sobre el dominio soberano del cuerpo (Elías, 1997).
A su vez, la “moral” institucionalizada de las políticas de control del espacio tuvo otras variables. El dominio cultural de clase fue también un matiz. Así algunos activistas homosexuales que emergieron a la vida política al final del onganiato resaltaron como la vestimenta, los modos de hablar, la gestualidad o la “finura” eran parámetros policiales que definían también la aplicación de la sanción (Simonetto, 2016).
En este sentido, en agosto de 1966, la revista Así sería objeto de censura. De carácter amarillistas y relacionada con el diario Crónica, había publicado un suplemento especial sobre las fiestas de la aristocracia porteña. Para el autor, en las mismas se practicaba el “desprecio a las normas sociales y promulgaban el amor libre” lo cual para el censor de moralidad era una afirmación pornográfica. En sus páginas no se mostraban fotos de desnudos ni elementos que, para la época, transgredieran el límite de aquello considerado indecoroso. La revista se escandalizó por las performances de poetas beats, rockeros y jovencitas aristocráticas que tocaban la guitarra, se bañaban en una fuente publica y cantaban sobre “sexo” rompiendo la tranquilidad de la elite norteña capitalina. Con desaprobación, la revista señalaba que estos actos constituían una reivindicación del “amor libre”.
La pregunta es ¿Por qué razón, entonces, los dispositivos de control del régimen señalaron los dichos de esta revista como una ofensa a su moral? El agravio que para los censores transgredió la revista Así de Crónica era que la misma acusaba a las clases asociadas con los valores simbólicos de un orden natural de ejercer la inmoralidad. Mientras que otras críticas del diario a acciones que consideraban faltar a la moral no fueron censuradas, a este tipo de señalamientos en particular se lo limitó, mostrando una frontera más compleja donde los atributos de moralidad también se asociaron a las clases sociales.
El 20 de noviembre de 1966, en un concierto del conjunto tropical “Los wawanco”, la policía organizó una redada deteniendo a cientos de jóvenes. El 11 de febrero de 1967, el diario Crónica informaba que el gobierno había realizado razzias en las villas que rodeaban la ciudad de Buenos Aires contra “las formas de vida mal deseadas por la población”. Se detenía, palpaba y disciplinaba a los depositarios de esta política coactiva en la que se buscaba detener a todos los mayores de 18 años portadores de una “mala vida”.
En síntesis, la razón policial reguló sus parámetros de acción con focos de género y clase. El primero, en cuanto proponía una comprensión de la vida de la población construida sobre un centro androcéntrico donde primaba el binomio heterosexual/homosexual. Para los heterosexuales, la acción coactiva tendió a aplicar el control y, para los homosexuales una violencia especifica. El segundo, porque se relacionó con una concepción ampliada del orden social y espacial asociada a parámetros de clase. El término “mala vida” vinculó configuraciones que lejos de restringirse al comportamiento sexual incluía prácticas remitidas a los sectores populares, que eran identificadas como antagónicas al proyecto económico-social y cultural del régimen. La focalización sobre ebrios, mendigos o las villas de emergencia reafirmaba que no se consideró amoral sólo a homosexuales o prostitutas, sino que también, se incluyó a formas de vida que se creían carentes de las características esperadas por estas políticas de control. Esta última afirmación se entiende en un objetivo más profundo del gobierno militar de disciplinar a los sectores subalternos.
Luis Margaride: cuadro político de la represión
El Estado son las normas que configuran y también las personas que lo producen y actualizan en sus prácticas cotidianas dentro de sus formaciones institucionales y en diálogo con ellas (Bohoslavsky y Soprano, 2010). Las campañas de moralización contaron con personajes que desde distintas agencias vitalizaron sus tácticas de coacción entre los que se destacó Luis Margaride.
Su itinerario fue una muestra de la persistencia de las violencias morales. Para La Nación (1974), contaba con una vida ejemplar. Nació en 1913, en 1933, egresó de la escuela policial Coronel Ramón L. Falcón. Para el año 1954, fue nombrado subcomisario, tres años más tarde, comisario. Para el año en 1960, se encontraba entre las más altas jerarquías de la policía federal aunque siempre se lo relacionó con acciones en la zona bonaerense. El mismo llegaría al reconocimiento público, en agosto de 1966, al ser señalado como encargado de la campaña de moralización desplegada en la ciudad de Buenos Aires. Nominado como la “tía margarita” por los colectivos homosexuales, se lo señalaría como el responsable de aplicar las faltas a las “buena moral”; tarea que emprendería durante el gobierno de Arturo Frondizi (Manzano, 2005).
Como argumentamos, el registro moral conservador entendía a la sexualidad y la política como metáforas complementarias del orden. Dimensión que Margaride sintetizó en su accionar. En el año 1959, organizó la represión a los obreros del frigorífico Lisandro de la Torre. Cuando ascendió a comisario general, ya contaba con 62 “distinciones” entre las que se destacaba su participación en la represión política/sindical. Años más tarde, llegadas las década del setenta, junto a Alberto Villar, encomendaría la creación de los aparatos para estatales de represión, entre ellos, Alianza Anticomunista Argentina (AAA) (Gonzales Janzen, 1986:16; Robles, 2009).
Margaride era signo del incremento de la censura y la represión de conductas consideradas obscenas y subversivas que se extendieron a las más variadas costumbres y manifestaciones cotidianas: las minifaldas, los pantalones anchos y el pelo largo en los varones, los besos en las plazas y lugares públicos, la concurrencia a hoteles alojamiento, las salidas a boites y whiskerías. Todas ellas fueron manifestaciones y conductas perseguidas por el gobierno que contó para esta tarea con la valiosa colaboración policial (Fellitti, 2006).
Su llegada a los medios gráficos, en 1966, fue de la mano de los escándalos por los controles morales. Su liderazgo en la policía de los costumbre trajo aparejados adhesiones y rechazos. Mientras algunos afirmaban que sus actos estaban rodeados de fantasías “amarillistas”; otros, lo señalaban como un déspota que se entrometía en la cama de los ciudadanos. La revista Confirmado dedicaría un número a investigar las implicancias del agente en el que destacaron amplias atribuciones que iban desde la práctica de razzias a la incautación de materiales pornográficos.
Entre sus actos, cuentan como ejemplo, la redada a un bar de intelectuales y artistas, donde la reconocida artista pop Martha Minujin sería reprendida por un oficial de policía por su “flequillo largo”. También, el uso de reflectores sobre “Villa Cariño”, como un modo de restringir los sitios donde se reunían jóvenes en sus autos para encuentros sexuales. Se les pedía documentos y se aplicaban detenciones. La vedette Zulma Faiad denunciaría recibir amenazas de la división de moralidad dirigida por el oficial.
En una entrevista que Enrique Green, otro funcionario de la división de moralidad, otorgaba al diario Clarín (1966); aclaraba que la campaña moral estaba siendo exacerbada por la prensa. En esta entrevista el miembro debió responder a las acusaciones que la comunidad judía hizo al New Yorker en la que sostuvo que la campaña estaba teñida de antisemitismo. Para el referente de la policía, su objetivo era sólo cercenar la pornografía y a los “amorales” que actuaban en la vía pública; elemento que también destacaría en comunicados publicados en el diario crónica entre el 3 y el 13 de agosto de 1966.
Mariana Sirimarco (2014) rescató en su análisis de las memorias policiales que Margaride era defendido dentro de la policía porque, según el comisario Vásquez, “Somos un país de familias decentes y queremos seguir siéndolo […] La policía tiene un deber simple: velar por el cumplimiento de esas disposiciones [legales] y hacerlo con vocación, con energía y perseverancia, ya que si hay algo importante es precisamente que se cumpla lo que está establecido para preservar las buenas costumbres […]. En repetidas oportunidades he insistido que lo que se ha dado en llamar la “campaña de moralidad” del comisario inspector Luis Margaride, no es ni “campaña de moralidad”, ni de Margaride ni de nadie. Ese ejemplar funcionario es uno de los nuevos que ha puesto su empeño en exigir el cumplimiento de lo que es legal y sirve de símbolo; pero en realidad, son muchos los que proceden de la misma manera en su jurisdicción, dentro del amplio ámbito de Buenos Aires […] Se ha hecho vox populi que la policía avisa a uno de los cónyuges cuando encuentra al otro en situación equívoca. Este rumor es una infamia […] Como lo expresó el comisario inspector Margaride en una audición de televisión: “No existe campaña de moralidad, sino campaña de difamación”.
La aparición en tapas de revistas o periódicos puede explicarse por el interés que los habitantes de las urbes hallaron en estas políticas. En la década del setenta, se vendían unos 2.365.000 periódicos por día y, a pesar de que las cifras decayeron, nunca fueron menores a los 2 millones de ejemplares (AA.VV., 2010). El diario Crónica se fundó en 1963 y, lentamente, fue aumentando su tirada y fue reconocido desde 1965 por colocar en su tapa noticias policiales. La cobertura periodística fue acompañada por el tratamiento de los humoristas gráficos, que desde la tapa del periódico, capturaron la jerarquía social del tema; fuentes que consideramos sustanciales para la historia moderna (Levín, 2015).
En la imagen 1, la presentación de su figura contenía de manera metonímica las restricciones a las libertades afectivas. El dibujo anclaba una temporalidad: la luna la estrella y el farol remiten a la nocturnidad. La oscuridad como un espacio de libre acción y ejercicio del ocio. Las plazas, como decía el diario Clarín, eran consideradas lugares de ruptura de las pautas de moral pública y exhibicionismo.
La escena muestra parejas de jóvenes heterosexuales girando en círculos. En lo escrito la palabra juguemos aparece encomillada, juega en una doble posición. Por un lado, el cuadro general hace una apelación extra discursiva a una canción lúdica infantil. Allí, la palabra juego alude al placer puesto en el espacio público, mientras que la palabra lobo es ocupada por Margaride, quien connota peligro y el fin del acto. Así el mundo infantil irrumpe disonante en una narración que incluye al mundo adulto. Fue en estas década que la infancia fue destacada, con la extensión y popularización del psicoanálisis, como una metáfora de libertad sexual antinómica a la figura paterna-opresiva (Maristany, 2010)
La Imagen 2, nuevamente incluye una plaza en la que varias parejas se besan. Allí, el cuidador de la plaza y a un varón de ojos saltones y dubitativos dialogan. El mismo le afirma que Margaride anda de recorrida. El acto desvela al personaje que pasa la noche en vela. En el último cuadro, observamos dos varones disputando en un ring de boxeo. El referee les indica que se separen, mientras estos son observados por el público.
Con este acto, la historieta señala como ridícula la política punitiva. El boxeo, considerado por su violencia un deporte del dominio cultural masculino, es relacionada con el dominio afectivo femenino. Se incurre así al ridículo y la mofa de este acto. Si cualquier varón cercano a otro puede ser considerado “amoral”, entonces, la propia actividad deportiva podría ser considerada sospechosa. Ambas historietas remiten, desde una posición burlona, en qué medida las implicancias de una política actualizada y practicada por Margaride buscaba en la intervención del binomio heterosexual/homosexual una actualización del estatuto de normalidad.
En los setenta, Margaride tomó notoriedad por sus acciones políticas. Apoyado en la doctrina de seguridad nacional, Juan Domingo Perón, vuelto del exilio y ejerciendo su tercera presidencia lo nombró en la cúpula de la policía federal junto a Alberto Villar (1974). La izquierda peronista rechazó esta decisión. Bajo el título de “retorno siniestro”, la Central de Organización Revolucionaria (COR), de orientación peronista, denuncia que Villar era quien durante la “revolución argentina” había organizado las brigadas de acción contra las guerrillas, mientras que Margaride, era delatado como un fanático de la “moral” y represor de obreros (1974). Por otro lado, Montoneros y la Juventud Peronista dictaron en un comunicado conjunto que estos eran “torturadores”. Para ellos Margaride había atentado contra la felicidad de los obreros y en numerosas oportunidades habría sorprendido a “camaradas en armas”. Fue en diciembre de 1973 que el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), llevó a cabo un atentado en contra de Margaride a quien consideró parte de la AAA, aunque sin lograr asesinarlo.
Meses más tarde, Villar murió en un atentado de Montoneros mientras paseaba con su esposa en el Tigre, Buenos Aires. Margaride tomó la dirección policial prometiendo “luchar contra la subversión” (La opinión, 1974). El funeral del fallecido se tornó un escenario político al que asistieron los medios. Allí, miembros de las fuerzas de seguridad, del clero y funcionarios públicos afirmarían su compromiso de “lucha” contra una subversión a la que consideraban “inmoral”.
El lugar público de Luis Margaride se reconfiguró en relación a la nueva representación que erigió el Estado nacional. El cambió de las relaciones de fuerza, un giro marcado hacia la derecha en amplios sectores de las capas medias, la tendencia a la polarización y la extensión de las estrategias discursivas desde las cuales se buscaba construir un “enemigo” que legitimase la aplicación de la violencia política, colaboró con la nueva tarea que emprendía el comisario maduro.
En su nuevo rol dentro de la formación estatal participó de actividades junto a funcionarios nacionales. Estos actos expresaron una ofensiva conservadora del Estado en los que se mostraban figuras asociadas a la restricción política, el combate a la izquierda armada y el discurso moralizante del mundo católico. Así en fotografías de la secretaría presidencial y la prensa se lo podría observar junto a la presidenta de la nación María Estela Martínez de Perón, al presidente de la cámara de diputados, Raúl Lastriri, al ministro José López Rega, junto a una comitiva eclesiástica que bendecía los campeonatos deportivos en el Estado de Vélez Sarsfield. También, otros actos similares, fueron replicados en formato audiovisual por el noticioso “Sucesos Argentinos”. En 1975 el ministro de Bienes Social José López Rega se mostró junto a Margaride en la presentación de acuerdos de financiación entre el Banco Hipotecario Nacional para la construcción de viviendas de la policía.
A medida que la concepción de “moral” estatizada fue girando de las normas sexuales a las sociales para anudarse en la política, sus representantes apelaron en mayor medida al imaginario de las fuentes simbólicas del poder tradicional en la Argentina. El signo del “orden” y el mito de la nación “católica” se enlazaron en la imagen pública del gobierno. Lo cual se expresó en los actos anteriormente nombrados o en los discursos enunciados en el fallecimiento de Alberto Villar, donde las fronteras de la moral nacional amplió los márgenes de lo considerable inmoral hasta alcanzar el territorio político. Discursos que interpretaron a la nación como una comunión religiosa (católica) antes que como comunidad política, como una premisa ineludible del orden político y social (Zanatta, 2015). Un rebrote de las improntas que desde los ’30 encontraron en la exaltación de la violencia moral una escalera ascendente hasta llegar a los sesenta y setenta.
El realce de la relación entre sexualidad y política, las metáforas de orden/desorden, que se materializaron en las coerciones de Margaride tanto en la aplicación de las razzias, como así también, en la asistencia para la creación de dispositivos represivos previos al golpe del Estado del 76´ fueron simultáneos a otras expresiones de este nexo. En Mendoza las bandas paramilitares, con una fuerte impronta católica y conservadora, asesinaron prostitutas como parte de su plan para salvar la moral sexual y política de la patria (Rodríguez Agüero, 2009).
Por estas razones, Luis Margaride se torna una figura relevante para el análisis de los cruces entre violencia moral y política. Su propia carrera ejemplifica el hilo de continuidad que, a través de gobiernos civiles y militares, le permitió permanecer en las fuerzas. La reconfiguración de su imagen en la escena pública, como catalizador de la idea de control moral, se debe a un recambio de los síntomas que el Estado y los sectores dominantes consideraron contrarios a su ideario de “orden” económico, social, político y cultural. Mientras que en un primer momento la “erosión de la autoridad” fue percibida como un desorden en los modos de vida, lentamente, esta devino en la intervención violenta del Estado para imponer un nuevo orden para el cual las fuerzas.
Conclusión
En este artículo propusimos una interpretación de las distintas sanciones con la que las agencias estatales buscaron interceder en la producción de las sexualidades. La institucionalización moral desde la década del 30´en el discurso normativo (códigos de faltas) y su aplicación constituyeron parte de sus esfuerzos por disuadir configuraciones subjetivas disidentes a la norma sexual dominante: homosexuales, prostitutas y nuevas formas de ejercer la heterosexualidad.
El Estado reaccionó frente a procesos de larga duración como la movilidad horizontal de la población, el debilitamiento de los lazos de control comunal propio de los espacios rurales o periurbanos, la fragmentación y restructuración de unidades familiares, el crecimiento de las metrópolis, y por último, la adquisición de tiempo libre y autonomía financiera. La motorización de una agenda por parte de sectores de la elite cultural y política (médicos, juristas, religiosos, funcionarios públicos, periodistas e intelectuales) desarrolló un pánico moral que apeló al mito de la nación para interponer políticas de control como los códigos de falta, con posterioridad, las razzias. Instalando así una moral estatizada que actuó como un registro de lectura donde la sexualidad y la política actuaron como metáforas complementarias de una noción del orden.
De lo argumentado hasta aquí se deriva que estas formas de violencia marcaron el de debilidad de un orden cultural dominante lentamente erosionado que intentó cercenar nuevas formas de subjetivación sexual que consideró peligrosas, entre las que se destacaron la homosexualidad masculina y la prostitución. Creemos que el ideario de moral supuso la reafirmación de una ciudadanía imaginada como propietaria, blanca, heterosexual, de elite, católica y masculina.
A pesar de considerar que las violencias morales fueron un hilo de continuidad entre gobiernos civiles y militares, nuestro énfasis sobre un sub-periodo que identificamos coetáneo al “tiempo de violencias” intentó destacar como el dialogo con los procesos políticos potenció o contrajo su acción. Así el estudio del periodo de las razzias bonaerenses de Juan Carlos Onganía resulta pertinente en un doble sentido. En primer lugar, porque nos permitió analizar que configuraciones prácticas específicas asumieron estas violencias en momentos en que la violencia moral ocupó el centro de la escena pública y discursiva del gobierno. Así, basados en material empírico dimensionamos las formas en que prostitutas y homosexuales fueron sancionados con estas políticas. En segundo lugar, nos permitió ver que las extensiones de un estatuto de moralidad se amplió progresivamente y fue utilizado para legitimar prácticas coactivas que afectaron desde sujetos con identidades sexuales disidentes a pobres urbanos.
Por último, analizamos el recorrido biográfico de Luis Margaride como cuadro de la policía. Un intento por reponer a los sujetos que ejemplificaron el planteo de este artículo, planificando y actualizando la concepción del término moral y su aplicación. En su biografía resaltamos el largo índice de continuidad de estas políticas, pero sin que esto, opacará los matices coyunturales que estos procesos le adicionaron.
De este modo destacamos que, a medida que el “partido del orden” colocó en la agenda la necesidad de usufructuar el monopolio legitimo de la violencia para disolver formas organizadas de oposición política, se potenció el dialogo y la colaboración de formas de violencia moral y política. Así, la utilización de la moral como un registro donde sexualidad y política se mixturaron, siempre con prácticas y discursos diferenciados, en algunos puntos convergentes y otros divergentes, se mostraron tendencia de colaboración auxiliando una a otra. Donde las faltas morales ya no significaron solo la constitución de una identidad sexual disidente sino que ampliaron sus fronteras hasta atravesar la política, expresado en actos de gobiernos en los que participó Margaride. Cruces potenciales que como hoy sabemos derivaron en atroces consecuencias.
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Notas