Resumen: Seguridad y defensa en América Latina: mutaciones en sus concepciones e incidencia en los mecanismos de integración suramericanos a partir del siglo XXI El artículo versa sobre la transformación la noción de seguridad en América Latina en las últimas décadas, considerando los contextos históricos generales mundiales y su impacto en la definición del concepto. Asimismo, se reflexionará sobre los avances concretos dados en la integración y concertación relacionadas con la seguridad en términos tradicionales: la Cruz del Sur y el Consejo de Defensa Suramericano.
Palabras clave:América LatinaAmérica Latina,SeguridadSeguridad,AmenazasAmenazas,Consejo de Defensa SuramericanoConsejo de Defensa Suramericano,Cruz del SurCruz del Sur.
Abstract: The article will deal with the transformation of the idea of security in Latin America during the last decades, considering historical contexts and its impact in the concept definition. It will also reflect upon the concrete progress made in integration and coordination related to security in traditional terms: the South Cross and the South American Defense Council.
Keywords: Latin America, Security, Threat, South American Defense Council, South Cross.
Artículos
Seguridad y defensa en América Latina: mutaciones en sus concepciones e incidencia en los mecanismos de integración suramericanos a partir del siglo XXI
Security and defense in Latin America: mutations in their conceptions and impact on South American integration mechanisms from the 21st century
Recepción: 31 Julio 2017
Aprobación: 12 Febrero 2018
El sistema internacional actual se caracteriza por una transformación constante, incluyendo y jerarquizando nuevos temas de agenda, renovando actores y estableciendo diversos y novedosos modos de vinculación. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial observamos la transformación del sistema internacional, en un mundo bipolar primero, caracterizado por la primacía de dos superpotencias; estableciéndose un mundo unipolar después, donde la hegemonía de los Estados Unidos parecía haberse impuesto. Actualmente, se asiste a lo que se describe como un sistema uni-multipolar[1] o simplemente multipolar, donde lo que existe es un conjunto de Estados caracterizados, principalmente, por su importancia económica. Es inevitable suponer, entonces, que las categorías utilizadas para explicar una realidad particular sean reformuladas para dar cuenta de los cambios vertiginosos del sistema. Los conceptos utilizados para estudiar al sistema internacional adquieren matices y nuevos significados en el tiempo, buscando expresar las nuevas realidades de la época: tal es el caso del concepto de seguridad.
Dentro de las principales aproximaciones teóricas en relación a la noción de seguridad, se asiste a dos grandes esquemas que han imperado en el análisis teórico. La visión tradicionalista y realista de la seguridad, con una fuerte impronta militar y componente estatocéntrico, se vio amenazada a finales de la década de 1990 y principios del nuevo siglo, por una ola de fenómenos que si bien no eran nuevos, cobraron gran magnitud e intensidad. La aproximación que basaba sus supuestos básicos en la lucha militarizada contra el enemigo, se ve superada por fenómenos crecientes como la inmigración, la pobreza, conflictos étnicos, el crimen organizado transnacional (incluyendo el tráfico de armas, personas, narcotráfico, lavado de activos, etc.) e inclusos desastres naturales y problemáticas medioambientales. A pesar de que la llegada del nuevo milenio trajo consigo la tendencia a la realidad internacional caracterizada por la permeabilidad de las fronteras nacionales y la incapacidad de las estructuras e instituciones existentes para dar respuesta a estos sucesos, en América Latina esta característica se presentó en conjunto con otros fenómenos que generaron un punto de inflexión en la aproximación regional a la temática, en especial conexión con la relación con Estados Unidos.
Esta “nueva concepción” entraña una visión multifacética del concepto de seguridad que, sin dejar de lado las estrategias propias de seguridad y defensa de las instituciones tradicionales (como lo son las policías locales o fuerzas de seguridad, así como las Fuerzas Armadas), incluye ahora aspectos políticos y el rol de la democracia en la seguridad, la participación ciudadana, el intento de potenciar el accionar civil en el marco de las Fuerzas Armadas o incluso fomentar un desarrollo económico sostenible y pacífico.
Teniendo esto en cuenta, en el presente artículo describiremos las principales transformaciones del concepto y el alcance de la seguridad a través de las últimas décadas, sosteniendo como hipótesis evidente que el concepto fue mutando en el tiempo para adaptarse a la realidad compleja que presentan los distintos escenarios –también cambiante- de la región. Consideraremos principalmente, los aspectos contextuales que posibilitaron esa mutación y reflexionaremos sobre las nuevas dimensiones que reformaron la dicotomía defensa-seguridad y las principales amenazas que se vislumbran en el escenario regional. Finalmente, mencionaremos los instrumentos y acciones que se han creado en el marco de la integración regional sudamericana. El trabajo no intenta ser exhaustivo ni analítico, sino que tiene por objetivo brindar un marco general de referencia sobre el concepto de “seguridad”, teniendo en cuenta la variable contextual en la cual se fue desarrollando.
La idea de seguridad, durante la Guerra Fría, estuvo asociada una lectura westfaliana de la misma: son los Estados-Nación los principales responsables y destinatarios de la seguridad, nos referimos más específicamente al “estudio de la amenaza, uso y control de la fuerza militar” (Walt, 1991: 212). La seguridad, desde esta óptica, es pensada como seguridad militarizada, siendo la soberanía y la integridad territorial elementos fundamentales en las relaciones con los otros actores, por lo que prevalecen las hipótesis de conflictos y cualquier otro Estado es visto como potencial enemigo o amenaza. En este contexto, “la Seguridad se equipara implícitamente a la Defensa y se la acota al empleo de las Fuerzas Armadas como instrumento pensado con el objetivo de prevalecer en un conflicto armado, frente a oponentes de características similares pero pertenecientes a otro actor estatal” (Bartolomé y Sampó, 2013: 3-4).
El concepto de seguridad tradicional “basado en una concepción Estado-céntrica y organizada en función de preocupaciones militares” (Diamint, 2001: 65) empezará a tener sus cuestionamientos sobre todo a partir de finalizada la Guerra Fría. Con la desintegración de la Unión Soviética y la idea del “fin del comunismo” el concepto se alterará en sus elementos definitorios, dando origen a una aproximación compleja y más abarcativa. Las consideraciones al objeto referente, los valores a proteger y la naturaleza de los desafíos se transforman en el tiempo, modificando, por tanto, el contenido de todo el concepto (Abad Quintanal, 2015: 42).
En cuanto al primer elemento, es claro, frente a la ola de fenómenos arriba detallados, que ha dejado de ser exclusivamente el Estado. El objeto referente de la seguridad incluye al individuo, a los grupos humanos, a las colectividades y a la sociedad en general. A instancias globales, diversos think tanks de las Relaciones Internacionales (como la Escuela de Copenhague)[2] retomaron el concepto de “securitización” de la agenda global, transformando teóricamente a las tradicionales nociones de seguridad e incluyendo diversas temáticas que antes quedaban estrictamente excluidas de la esfera militar, como la política, la economía, o el medioambiente. Posteriormente, las principales Organizaciones Internacionales, como Naciones Unidas y organismos en su esfera, apropiaron un concepto fuertemente vinculado a esta noción amplia, la idea de “seguridad humana”, caracterizada por estar centrada en el individuo (y no en el Estado como actor único racional) y la materia de protección del estado excede los límites que establecen las fronteras para ocuparse con mayor énfasis de las personas que conforman el mundo social. [3][4]
En este marco, si lo que se toma en cuenta son los valores a proteger, las ideas tradicionales de seguridad asociadas a la defensa del territorio, la autonomía o la soberanía dan lugar ahora a elementos novedosos: la protección del medioambiente, de los derechos humanos o del bienestar del hombre. Esta visión multifacética de la seguridad se origina a partir del entendimiento de que son múltiples los factores, como violaciones a los Derechos Humanos y catástrofes medioambientales, los que ponen en jaque la estabilidad económica y el desarrollo. Se trasciende la noción acotada de conflictos interestatales como el factor determinante de inseguridad a escala global.
Reflexionando acerca de los elementos característicos de la seguridad propuestos por Abad Quintanal (2015), es necesario destacar que la naturaleza de los desafíos ahora presentes en dicha noción también se presentan como novedosos. Cuestiones que trascienden las fronteras estatales y que afectan a más de un Estado, como el narcotráfico o el crimen organizado, demandan una aproximación multidisciplinaria e internacional y se destacan entre las amenazas más arraigadas en la dinámica regional. Se debe tener en cuenta que estas nuevas dimensiones y aprehensiones de la seguridad se caracterizan por un escenario de permeabilidad fronteriza y actores y fenómenos transnacionales; por lo que es esencial la cooperación interestatal a la hora de formular soluciones y respuestas a los mismos.
Battaglino (2008), al igual que Abad Quintanal (2015), sostiene que el concepto de seguridad se ha expandido crecientemente en las últimas décadas y plantea que esta expansión se ha hecho al menos en tres direcciones. Además de las que incluyen los mencionados nuevos temas de agenda en primera instancia (es decir, a las nuevas amenazas) y la nueva relación al objeto referente de la seguridad (quien es el sujeto de protección, es decir, el individuo), menciona una tercera dirección en la evolución del concepto que se vincula con los agentes que causan las amenazas. Sostiene que “dado que los Estados han dejado de ser la amenaza principal, en su lugar, las principales potencias perciben la acción de actores no estatales como la principal fuente de inseguridad internacional” (Battaglino, 2008: 28). Este crecimiento en el accionar de los actores no-estatales puede decir que diluye la figura de un enemigo claro y plantea crecientes desafíos en torno a la elaboración de políticas públicas para combatir estas problemáticas.
Como se destacó anteriormente, la relación simbiótica entre política exterior y política de defensa que prima en la noción tradicional de seguridad, con primacía en el componente de “hard power”, o primacía de lo militar, quedó relativamente relegada debido a la complejidad en el abordaje de nuevos fenómenos post Guerra Fría (Diamint, 2001). Desde el punto de vista de las amenazas, encontramos que se tornan más difusas, así como más complejas a la hora de diagramar soluciones efectivas, por lo que no es tan sencillo reconocer si la amenaza es interior o exterior. El carácter transnacional de estas actividades, así como la difusión de los grupos ejecutores, muchas veces escondidos en asociaciones pequeñas y con fachadas de actividades legales, hacen que los Estados deban emplear políticas de carácter dinámico para poder lidiar con estas situaciones.
Un punto clave en la reconfiguración del concepto a nivel mundial, que impactara en la acepción de seguridad en América Latina, son los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, y esto se torna divisible por lo menos en dos sentidos. Por un lado, entendemos que la ejecución de los mismos por parte del grupo terrorista[5] pone en el centro de la discusión el rol de los actores no-estatales en la seguridad internacional. Por otro lado, el impacto de los mismos cobró relevancia mundial, lo que facilitó una aproximación común entre las grandes potencias mundiales y miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El terrorismo y la seguridad internacional se convertían así en el principal tema de agenda de los organismos multilaterales.
De esta manera, se entiende que la concepción de seguridad y los abordajes teóricos de la misma, sufrirían un nuevo viraje a partir del 11S y el inicio de la denominada “Era Global” (Der Ghougassian, 2004). En este atentado quedó en evidencia de modo efectivo que los mecanismos tradicionales de seguridad pueden resultar fácilmente permeables y que la aprehensión westfaliana, centrada en la noción estatocéntrica de la seguridad, quedaría relegada ante el fenómeno de los grupos terroristas transfronterizos. Es así que desde la Secretaría de Estado norteamericana y los principales estudios de las Relaciones Internacionales se transformó, una vez más, la representación de la seguridad (ampliándose y volviéndose más abarcativa) y la definición de las principales amenazas y herramientas para combatirlas (Bartolomé, 2006).
Según lo dicho, es menester resaltar:
En el panorama actual de las Relaciones Internacionales, particularmente después de los acontecimientos del 11S, las cuestiones de seguridad ocupan un lugar descollante en las agendas de analistas, investigadores y funcionarios públicos. Esa jerarquización incluye un importante debate, de naturaleza casi ontológica, sobre el significado que tiene la “seguridad” en el convulsionado panorama internacional de los albores del siglo XXI (Bartolomé, 2006: 21).
En consecuencia, es necesario comprender las dimensiones que cobrará la seguridad desde esta nueva óptica de análisis, haciendo mención a las diferencias entre Estados Unidos y América Latina en cuanto al contenido y foco de las políticas públicas para reforzar los esquemas de seguridad, y según el tipo de problemática que más afecte la estabilidad de los actores en cuestión. Por un lado, Estados Unidos, a raíz del duro golpe estratégico y psicológico que ocasionó el 11S, va a centrar su noción de seguridad en las denominadas “nuevas amenazas”, más precisamente en la problemática del terrorismo. Luego de los ataques, la atención y la aprehensión hacia el fenómeno del terrorismo mundial cambió radicalmente, para volverse una lucha más ideologizada y profunda, transformándose en el punto principal de la agenda internacional norteamericana (Buzan y Waever, 2003).
Pero oportunamente, este nuevo giro en la política exterior norteamericana centrada en el combate internacional al terrorismo va a significar un inédito y renovado espacio para el accionar de los países latinoamericanos en torno a una aprehensión regional de la seguridad y las amenazas que la marcan. El creciente esfuerzo regional autonómico, en detrimento de las políticas unilaterales de seguridad internacional de Estados Unidos[6], y el impulso de algunas problemáticas compartidas por los países de la región, fomentaron el desarrollo de nuevas instancias de cooperación en América Latina. De este modo, para los gobiernos latinoamericanos, la noción y dimensiones de la seguridad van a tomar distintos matices, correspondiéndose con ciertas tendencias regionales y fenómenos como el crimen organizado transnacional, el narcotráfico y el lavado de activos.
La complejización del concepto de seguridad internacional se da, como detallamos anteriormente, en una doble coyuntura principalmente marcada por el fin de la Guerra Fría primero, y por los atentados terroristas del 11 de septiembre en 2001, después. Debe destacarse que la seguridad considerada de modo realista y tradicional dio lugar a una nueva concepción que coloca el énfasis en la protección de los individuos. Al disolverse la URSS, la amenaza comunista y el peligro de una guerra nuclear entre las dos superpotencias parecen menguar, permitiendo la visibilidad de nuevas amenazas que eran capaces de alterar el bienestar social, material y la vida misma de los sujetos: surgía la idea de la seguridad humana.
El determinante de esta nueva concepción fue el Informe sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo que sostenía que
(...) para la mayoría de las personas, el sentimiento de inseguridad se debe más a las preocupaciones acerca de la vida cotidiana que al temor de un cataclismo en el mundo. La seguridad en el empleo, la seguridad del ingreso, la seguridad en la salud, las seguridad del medio ambiente, la seguridad respecto al delito: son estas las preocupaciones que están surgiendo en todo el mundo acerca de la seguridad humana”.[7]
Así concebida, la seguridad humana se conforma de numerosas aristas. Será el carácter de la amenaza que influirá en el tipo de “inseguridad” percibida. Es esta concepción la que da origen a múltiples dimensiones o ámbitos de la seguridad y, de esta manera, la importancia y la consideración de estas caracterizaciones novedosas darán origen a nuevos conceptos de seguridad: seguridad alimentaria, seguridad económica, seguridad energética, seguridad societal, seguridad democrática, etcétera (Abad Quintanal, 2015). Sin embargo, será el interés particular de cada Estado el determinante en la jerarquía de cada tipo de amenaza, conformando su agenda de modo individual o regional.
En América Latina, particularmente, la seguridad tendrá una especial relación con la democracia y la estabilidad económica, debido a las tendencias ideológicas imperantes en la década de 1990-2000, así como con el duro pasado que vinculaba a la seguridad tradicionalista con los golpes militares y autoritarismo como mecanismos frecuentes en la vida política de los países de la región.
(...) la seguridad es sobre todo estabilidad política, una economía eficiente y predecible y el respeto a criterios básicos de derechos internacional e individual. No es sólo un tema de paz, sino de consolidación democrática, de fortalecimiento de las instituciones y de la explicitación mutua de que las diferencias no serán resueltas en primera instancia por la vía militar. (Diamint, 2001: 68-69)
Si bien los golpes de Estado que caracterizaron a la región en las décadas de 1960 - 1970 evidentemente han disminuido y a partir de la tercera ola de democratización de los años 1980 se evidencia una “vuelta a los cuarteles” de las fuerzas militares (Huntington, 1994), difícilmente se puede hablar de una consolidación plena y estable de la democracia en la región, lo que pone en entredicho la acepción que vincula directamente a la seguridad con la democracia. En la actualidad, las representaciones tradicionales de golpe de Estado militaristas han dado lugar a nuevas formas de irrupción democráticas, caracterizadas, esencialmente, por un fuerte componente institucional (Pignatta, 2011). A las fuentes tradicionales de inestabilidad (como golpes de Estado, levantamientos militares, autogolpes y fraudes electorales) se incluyen los juicios políticos/destituciones y renuncias de presidentes, en donde los poderes Legislativo y Judicial locales tienen un fuerte rol en el devenir político del Estado. Por otro lado, la figura de la “interrupción presidencial” puede darse en un contexto de ausencia de quiebre de régimen contrario a la realidad imperante en décadas anteriores a los años 1990.
En este aspecto los difundidos argumentos de Linz (1997) respecto a la debilidad de los regímenes presidenciales se debilitan categóricamente. El autor consideraba que el mandato fijo de las constituciones presidencialistas y el origen separado del Ejecutivo y el Legislativo presentan un peligro para la estabilidad del régimen, es así que cuando hay un arduo conflicto entre los poderes del Estado, se limita el margen de acción de los políticos. En consecuencia, la tendencia que impera es un bloqueo mutuo entre los poderes del Estado y, en un escenario de falta de herramientas que permitieran superar la crisis de gobernabilidad, se habilitan salidas antidemocráticas como la intervención de las Fuerzas Armadas, conllevando a la ruptura de la continuidad democrática (Linz, 1997). En definitiva, estamos frente a un nuevo patrón de conducta, una situación novedosa en la política latinoamericana que consiste en salidas alternativas al quiebre de régimen. Esta cuestión debe ser considerada en el contexto latinoamericano actual, donde las destituciones presidenciales parecen ser algo recurrente; y la seguridad democrática[8], en este sentido, se puede pensar como una deuda histórica pendiente.
En otro plano, en el escenario internacional el fenómeno del terrorismo y amenazas no-tradicionales favoreció la creación de nuevos mecanismos, acercamientos e instrumentos de cooperación que dieron a la región latinoamericana elementos para continuar en su consolidación como “[u]na región de paz” (Rojas Aravena, 2012: 25). Se pueden distinguir algunos puntos esenciales que caracterizarían a América Latina como una región de paz que se encuentra fuertemente comprometida a la solución pacífica de controversias internacionales. En primera instancia, existe un compromiso general para preservar a la región como espacio libre de armas de destrucción masiva, como lo son las armas nucleares, biológicas o químicas; en segundo lugar, es destacable el afianzamiento del Derecho Internacional por parte de los líderes de la región, como mecanismo indefectible para solucionar controversias de forma pacífica, generando así alternativas de concertación diplomáticas y facilitando el intercambio y diálogo (Ministerio de Defensa de la República Argentina, 2015). En tercer lugar, se evidencia la concertación regional a partir de políticas orientadas por la legítima defensa (prevista en el artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas), y por medio del incremento de medidas para fomentar la confianza en planos bilaterales y multilaterales[9]. Asimismo, esta tendencia se ve reforzada por los avances en materia de integración en la región y la creación de defensa, como lo es el Consejo de Defensa Sudamericano, el cual explicaremos con mayor detalle en los próximos apartados. Finalmente, un punto trascendental en la noción de seguridad regional es el compromiso con las Operaciones de Mantenimiento de la Paz de Naciones Unidas y una aproximación a las mismas basada en el desarrollo y prevención y/o rehabilitación post-conflicto, y no tanto en el manejo militarizado de las crisis internacionales. (Ministerio de Defensa de la República Argentina, 2015). Un caso emblemático en este proceso es la participación regional en el MINUSTAH[10] y el intento por focalizar los esfuerzos internacionales de la misión en los componentes de peacebuilding, o rehabilitación basada en el fortalecimiento institucional y en el desarrollo democrático[11] (Barnett, Kim, O’Donnell y Sitea, 2007).
Debido a estos postulados con un fuerte matiz integracionista y pacífico, observamos una tendencia en la organización interna de los Estados a la hora de abarcar las aristas multifacéticas del concepto de seguridad. Ya no es determinantemente divisible la línea entre seguridad y defensa y es, entonces, indispensable la colaboración multilateral para dar cuenta de los fenómenos que caracterizan las principales amenazas a la seguridad en la región latinoamericana.
A la hora de comprender el accionar de los países de América Latina en cuanto a la seguridad regional, es necesario entender la división conceptual realizada entre las nociones de “seguridad” y “defensa” para luego poder analizar la articulación entre las políticas públicas y los procesos y esquemas de concertación e integración regionales.
Podemos decir que el concepto tradicional de seguridad nacional hace referencia a la preservación, integridad y estabilidad del Estado, y comprende al conjunto de acciones por parte de las instituciones nacionales para dar cuenta de esta realidad en el espacio interno local (Centro de Investigación y Seguridad Nacional de México, 2014). Asimismo, la defensa alude al accionar destinado a preservar la seguridad nacional frente a un conjunto universal de amenazas o posibles riesgos exteriores, sobre todo en relación a la preservación de la soberanía e independencia territorial frente a otros sujetos de derecho u actores del sistema internacional.
De todas maneras, se debe resaltar la gran amplitud temática de estos dos conceptos en la realidad latinoamericana, por lo cual puede tornarse difuso identificar, en primera instancia, una delimitación clara entre los mismos (Ugarte, 2001). Generalmente, en el espacio regional se ha entendido (como concepto heredado del militarismo de las décadas de 1960 - 1970 y la impronta que la Doctrina de Seguridad Nacional dejó en la vida política de la región latinoamericana) a la seguridad como confinada al ámbito interno, y a la defensa, como la actitud frente a amenazas externas. De todos modos, es interesante destacar que cada Estado tiene su propio concepto de los términos seguridad y defensa, lo que dificulta crecientemente el tratamiento de ciertas problemáticas conjuntas en los espacios de integración y cooperación regionales (De Vergara, 2009).
Es a partir del surgimiento de nuevas amenazas de carácter difuso y transnacional, como hemos detallado anteriormente, que la tajante división entre conceptos no es tan clara a la hora de idear políticas públicas, y en muchos casos, como veremos a continuación, ambas operan conjuntamente. De este modo, el concepto de seguridad restringido meramente a la esfera interna se ha vuelto, en los últimos años, un concepto difícil de precisar si lo relacionamos directamente a los principales focos de amenazas regionales.
En este sentido, divisamos que uno de los principales obstáculos y desafíos a la tajante conceptualización de seguridad en la región es el problema del narcotráfico. Se puede identificar la existencia de numerosos desafíos a la hora de planificar y programar soluciones efectivas a la problemática del narcotráfico con una visión sesgada por los esquemas tradicionales de seguridad y defensa (Ugarte, 2001).
Por un lado, al tratarse de una situación tipificada como delito por la mayoría de los países, el narcotráfico crea un mercado ilegal o paralelo al control del Estado, que se vincula, de esta manera, a otro tipo de delitos (como el tráfico de armas o el lavado de activos) e incrementa los niveles de violencia y marginalización social.
Asimismo, en los últimos años se observa un desplazamiento de los centros de producción, distribución y comercialización de drogas, afectando prácticamente a la totalidad de la región y ya no sólo a algunos países determinados (Barra, 2015). Esto se debe, principalmente, a la globalización como fenómeno catalizador de una gran fluidez de capitales en las últimas décadas, que fomentaron y facilitaron la extensión de la problemática a la región en general, así como al mercado global (Calderón, 2009).
Finalmente, se puede identificar un espectro de enfoques para regular la situación, lo que dificulta su aprehensión desde una óptica regional coordinada y cooperativa. Se debe afirmar, en este sentido, que las políticas de Estados Unidos para erradicar el narcotráfico han sido determinantes para el accionar de los países de América Latina.
La perspectiva teórica que sustentó a la política de lucha contra el narcotráfico de Washington, llegando sólida e intacta a nuestros días, se basa en la concepción de la posibilidad de que el consumo de drogas puede disminuir en función de una reducción de la oferta, vía las estrategias de erradicación de la producción en los países de origen y la interdicción y decomiso de los cargamentos en los países de tránsito. El encarecimiento de los costos de producción debido al peligro que supone una política agresiva en su contra, se trasladaría de esta forma a los precios del producto en las calles desalentando el consumo, haciendo caer la rentabilidad de la producción como su volumen. (Calderón, 2009: 7)
De esta manera, a lo largo de las últimas décadas, los países de la región fueron el centro de la atención de las administraciones norteamericanas en cuanto a su rol como “productores”, que a través de un complejo entramado de jurisdicciones administrativas eran asesorados por Estados Unidos en la lucha militarizada contra este fenómeno (Calderón, 2009).
Sin embargo, en los últimos años se debate un nuevo paradigma en cuanto al fenómeno del narcotráfico, ya desde la demanda, vinculando nuevas opciones en cuanto a su tratamiento legal o su relación con la marginalización (Barra, 2015). Uno de los casos paradigmáticos es el uruguayo, que a través de la Ley Nacional 19.172 de 2013 regularizó la producción y consumo de algunas sustancias como la marihuana. Esta tipificación promueve, a su vez, el tratamiento social en cuanto a la prevención del consumo y el acceso a información por parte de la ciudadanía.
Esta nueva aprehensión podría resultar un avance en cuanto a las posibles respuestas políticas de la región. Muchos países latinoamericanos se han mostrado atentos al debate en Uruguay y los efectos y respuestas que esta ley ha tenido en la sociedad.
Como se mencionó, este fenómeno también tiene una estrecha vinculación con el lavado de activos y los esfuerzos que realizan los gobiernos de la región para combatir el ingreso de estos fondos en el sistema bancario.
La principal preocupación en torno al lavado de activos provenientes de este tipo de grupos delictivos es que la creciente capacidad económica que poseen les permite controlar el entorno social y fragmentar, asimismo, el poder de control del Estado y su capacidad institucional de respuesta (Buscaglia, 2013). Podemos ver en múltiples ejemplos, como México o Colombia y crecientemente en el Cono Sur, como la vinculación narcotráfico-lavado de dinero-corrupción ha permeado las principales instituciones responsables de combatir este fenómeno. En los espacios donde el Estado ha perdido su capacidad de control autoritario, estos grupos expanden y diversifican sus actividades delictivas, complejizando aún más el escenario local (Buscaglia, 2013).
El proceso de lavado de dinero se caracteriza por tener tres etapas fundamentales: colocación, estratificación e integración. Se puede afirmar que la primera etapa, de colocación, es la más difícil de llevar a cabo por parte de los grupos delictivos, ya que deben realizar distintos tipos de operaciones y actores para ingresar el dinero en los parámetros legales del sistema bancario sin generar sospechas. Posteriormente, en los procesos de estratificación se busca encubrir el origen y propiedad de los fondos mediante el movimiento de esos activos en distintas transacciones, complejizando los registros de información y posible detección del ilícito. Una vez que el dinero se integra al sistema bancario, a través del establecimiento de empresas o inversiones de diversos tipos, generando así la licitud de estos fondos, es extremadamente dificultoso poder detectar y probar por parte de las autoridades el origen de estos activos. Por lo cual es indispensable que los gobiernos nacionales elaboren estrategias para combatir este fenómeno en sus tres estadios, considerando esencialmente que algunos de los países más afectados por esta problemática en el mundo son latinoamericanos[12].
Otra temática extremadamente compleja en la región es el tráfico de armas. América Latina, luego de África Subsahariana, registra las mayores tasas de homicidio del planeta, lo cual tiene una conexión muy próxima con el tráfico y adquisición de armas, y la capacidad de estos grupos delictivos de incrementar los niveles de violencia en las actividades ilegales que ejecutan (Buvinic, Morrison y Orlando, 2005). Si bien podemos decir que la violencia es un fenómeno multidimensional que responde a factores psicológicos, sociológicos, económicos y políticos de un país, lo cierto es que la posibilidad de adquirir distintos tipos de armamento sin controles oficiales permite a estos grupos ejecutar los delitos y retroalimentar y expandir el circuito ilegal delictivo.
El tráfico ilícito de armas se encuentra cercanamente relacionado a múltiples formas de violencia y criminalidad, y en la región latinoamericana, es uno de los elementos más sensibles a tratar.
Parte de las amenazas a la seguridad y estabilidad democrática que padece Latinoamérica es la alta tenencia de armas de fuego en la población civil. En un contexto de desigualdad socioeconómica, gobiernos que no terminan de satisfacer las demandas de bienestar de sus poblaciones, la corrupción de las policías y el resabio de regímenes autoritarios y conflictos armados de décadas pasadas -con el narcotráfico como telón de fondo- configuran una escena explosiva que se manifiesta principalmente en el aumento de la criminalidad con altos niveles de violencia en zonas urbanas. (FLACSO, 2008: 418)
Al tratarse de una región que carece de conflictos bélicos interestatales o amenazas a la paz por medio de la proliferación nuclear, o el desarrollo de armas bacteriológicas y químicas, la violencia organizada pareciera no cobrar mayor atención en el plano internacional; sin embargo, se pueden relevar cifras alarmantes de mortalidad por armas de fuego en países como Colombia, Venezuela, El Salvador, Brasil y Puerto Rico, entre otros[13].
Finalmente, una amenaza que proliferó, sobre todo en la región Centroamericana, son las maras o grupos delictivos juveniles conectados al tráfico de estupefacientes, armas y la violencia organizada, entre sus principales actividades. Los gobiernos de la región, como en los casos hondureños y guatemaltecos por ejemplo, han intentado implementar una política de “tolerancia cero” hacia las maras, resultando en un aumento inédito en las tasas de homicidio regionales por parte de las fuerzas de seguridad públicas (Manrique, 2006). Asimismo, se evidencia que en los países donde los conflictos internos siguen latentes y el poder de control del Estado seriamente disminuido, como es el caso de El Salvador y Guatemala, la violencia civil se ha encrudecido a niveles inimaginados. Esta realidad se ve a la luz de las fuertes políticas de deportación de los Estados Unidos hacia inmigrantes relacionados a la delincuencia en su territorio[14], alterando así los niveles de marginalidad y delictivos en la mayoría de los países centroamericanos.
Podemos concluir, de esta manera, que ante este tipo de amenazas complejas y crecientes en la región, las funciones tradicionales de la seguridad y defensa no resultan tan determinantes y en la mayoría de los casos requieren un trabajo conjunto entre múltiples instituciones administrativas estatales para poder aprehender y brindar un tratamiento más efectivo a este tipo de fenómenos. Asimismo, podemos comprender la importancia de actividades de integración y concertación regional en el plano de la seguridad, ya que se trata de problemáticas transfronterizas compartidas que encontrarían una solución más precisa y efectiva en un plano regional más abarcativo.
A continuación describiremos los principales espacios de concertación e integración regional dedicados a la seguridad entendida en términos tradicionales, y algunos de los avances de la región sudamericana en este mismo sentido.
Los países del continente americano contabilizan numerosos acuerdos, mecanismos e instrumentos que buscan fortalecer la seguridad regional. Durante la Guerra Fría, especialmente, podemos visibilizar incontables iniciativas que se enmarcan en ese objetivo, aunque entendiendo a la seguridad en términos tradicionalistas y con una fuerte hegemonía de Estados Unidos como líder y protector de la seguridad hemisférica. Entre estas decisiones pueden mencionarse el Tratado de Río, el Pacto de Bogotá y la Junta Interamericana de Defensa.
El Pacto de Bogotá o Tratado sobre Solución Pacífica, establece la abstención “de la amenaza, del uso de la fuerza o de cualquier otro medio de coacción para el arreglo de sus controversias y en recurrir en todo tiempo a procedimientos pacíficos”[15]. Asimismo, los signatarios “reconocen la obligación de resolver las controversias internacionales por los procedimientos pacíficos regionales antes de llevarlas al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”[16] y en hacer uso de todos los procedimientos establecidos en el Tratado a fin de llegar a solución de cualquier conflicto suscitado: tiene en cuenta los buenos oficios, la mediación, investigación y conciliación, arbitraje y procedimiento judicial. Se trata de uno de los Tratados que confiere jurisdicción a la Corte Internacional de Justicia (CIJ)[17].
Por otro lado, en el caso de Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), de septiembre de 1947, encontramos un fuerte tenor de defensa colectiva, en un escenario caracterizado por los inicios de la Guerra Fría a nivel global. Según versa el tratado está “destinado a prevenir y reprimir las amenazas y los actos de agresión contra cualquiera de los países de América”, asimismo, busca como fin “asegurar la paz por todos los medios posibles, proveer ayuda recíproca efectiva para hacer frente a los ataques armados contra cualquier Estado Americano y conjurar las amenazas de agresión contra cualquiera de ellos”[18]. De esta manera:
Las Altas Partes Contratantes convienen en que un ataque armado por parte de cualquier Estado contra un Estado Americano, será considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos, y en consecuencia, cada una de dichas Partes Contratantes se compromete a ayudar a hacer frente al ataque, en ejercicio del derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva que reconoce el Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas.[19]
Más allá de sus intenciones, el Tratado ha tenido pocos efectos concretos. Ha sido altamente cuestionado por su falta de aplicación en casos como el conflicto de Malvinas, así como por su efectiva aplicación en otros: como los intentos de derrocar al gobierno cubano o el intento de aplicación por parte del gobierno de George W. Bush ante el 11-S. Vemos, de esta manera, que el TIAR ha servido como herramienta para la política exterior norteamericana, careciendo de rasgos reales y contundentes de integración regional. Actualmente, si bien no ha sido denunciado sistemáticamente, algunos países han renunciado al mismo: México se ha retirado del TIAR en 2002 argumentando que es un tratado obsoleto[20]; por su parte, cuatro países del ALBA (Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua) han declarado su retiro en la Asamblea General de la OEA del año 2012. El argumento, en palabras del canciller ecuatoriano, es que “el TIAR, era un muerto, que estaba ahí pudriéndose sin ser sepultado, creemos que hay que dar pasos para esa sepultura”[21].
En el mismo contexto de percepción tradicional de la seguridad, fue creada la Junta Interamericana de Defensa. Se trata de un mecanismo anterior al TIAR y al Pacto de Bogotá, pero que en el año 2006 se convirtió en una entidad de la OEA, y según versa en su página oficial “…es la organización militar y de defensa regional más antigua del mundo y ha existido ininterrumpidamente desde el 30 de marzo del 1942”[22]. Agrega, “[e]s un foro internacional integrado por representantes civiles y militares designados por los Estados Miembros, prestando servicios de asesoramiento técnico, consultivo y educativo, en asuntos militares y de defensa en el hemisferio, de conformidad con los mandatos de la Asamblea General de la OEA, la Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores y el Consejo Permanente de la OEA, en sus respectivos ámbitos de competencia.”[23]. En su entramado institucional podemos encontrar un Consejo de Delegados, la Secretaría y el Colegio Interamericano de Defensa.
Evidentemente estos no son los únicos mecanismos existentes, sino que son mencionados a modo ilustrativo de la importancia dada a la seguridad considerada en términos militares, siendo los más antiguos del continente aún en vigencia.[24] En todos los casos mencionados ha habido impugnaciones y transformaciones poniendo de manifiesto que la idea de seguridad concebida en términos tradicionales también se ha modificado aunque no ha dejado de existir.
Específicamente y en relación con la subregión sudamericana, no podemos dejar de mencionar dos casos que se ubican temporalmente en la coyuntura iniciada pos 11-S: el Consejo de Defensa Suramericano (CDS) y la Cruz del Sur.
Ambos procesos resultan emblemáticos, permitiendo, de esta manera, evaluarlos de modo positivo. Primeramente, la cooperación entre Estados caracterizados por relaciones marcadas por las hipótesis de conflicto, son superadas con la creación de una fuerza unificada al servicio de las Naciones Unidas. En segundo lugar, se manifiesta el intento de autonomía que busca lograr la región en temas de seguridad tradicional, sobre todo frente a la cuestionada reactivación de la cuarta flota estadounidense. No debe dejar de destacarse el marco en el que el CDS se creó (UNASUR), ya que la voluntad política ha permitido que tenga varias actuaciones destacadas, como por ejemplo: la intervención frente a los intentos desestabilizadores en Ecuador y las proclamas separatistas en Bolivia[25] (Caballero, 2012; Kersfield, 2013).
El Consejo de Defensa Suramericano (CDS) nació en el marco de la UNASUR, cuando el 16 de diciembre de 2008, en una Cumbre extraordinaria, los Jefes y Jefas de Estado sudamericanos aprobaron su creación. Sus objetivos declarados son:
1. “Consolidar una zona de paz suramericana”
2. “Construir una visión común en materia de defensa”
3. “Articular posiciones regionales en foros multilaterales de defensa”
4. “Cooperar regionalmente en materia de defensa”
5. “Apoyar acciones de desminado, prevención, migración y asistencia a víctimas de desastres naturales”[26]
Es el resultado de un conjunto de antecedentes, dentro de los cuales encontramos la “Declaración sobre Zona de Paz Sudamericana” el 27 de julio de 2002, en Guayaquil. Allí, los mandatarios suramericanos ya habían establecido:
Que queda proscrito, en América del Sur, el uso o la amenaza del uso de la fuerza entre los Estados, de conformidad con los principios y las disposiciones aplicables de la Carta de las Naciones Unidas y de la Carta de la Organización de los Estados Americanos. Queda proscrito, asimismo, el emplazamiento, desarrollo, fabricación, posesión, despliegue, experimentación y utilización de todo tipo de armas de destrucción en masa, incluyendo las nucleares, químicas, biológicas y tóxicas, así como su tránsito por los países de la región, de acuerdo con el Tratado de Tlatelolco y demás convenciones internacionales sobre la materia. Asimismo, que se comprometen a establecer un régimen gradual de eliminación que conduzca, en el más breve plazo posible, a la erradicación total de las minas antipersonal, según lo dispuesto por la Convención de Ottawa y de aplicar las recomendaciones del programa de acción de Naciones Unidas sobre armas pequeñas y ligeras[27].
En términos estrictos, el CDS es definido como una “instancia de consulta, cooperación y coordinación en materia de defensa en armonía con las disposiciones del Tratado Constitutivo de UNASUR”[28].
En este sentido, es importante considerar que “el CDS aparece como una ventana de oportunidad para ampliar los canales de diálogo multilateral en materia de defensa entre los países de América del Sur; temas que en general solían ser abordados a escala hemisférica en las reuniones de Ministros de Defensa de las Américas” (Comini, 2010: 18). El CDS se presenta como una posibilidad de proyección para los Estados de Sudamérica, donde visibilizar y actuar en conjunto las problemáticas de la región. Y puede ser un espacio fundamental para impulsar el debate y establecer una función específica de las fuerzas armadas en contextos democráticos y de paz.
En cuanto a la Fuerza de Paz Combinada Cruz del Sur, creada en 2006 por los gobiernos argentinos y chilenos, podemos decir que se trata de un hito fundamental en la región debido a que las hipótesis de conflicto entre ambos Estados se disolvieron dando paso a un “estadio superior de asociación para la defensa y la seguridad” (Allamand, 2011). Institucionalmente hablando, tanto su sede como su jefatura son rotativos entre ambas naciones (lo que resulta especialmente novedoso) y desde junio de 2011 se incorporó al Sistema de Fuerzas de Reserva de la ONU. Asimismo, Cruz del Sur está constituida por Fuerzas Navales, Terrestres y Aéreas, siendo todas de constitución binacional, por lo cual podemos decir que ya no se trata de medidas de confianza mutua y de seguridad, sino de un nivel superior en esta colaboración.
Sin embargo, estos avances no se encuentran aislados y debe considerarse “una compleja red de acuerdos intrarregionales que configuran una tendencia, por parte de la mayoría de los países sudamericanos, a acciones que generen un mayor clima de confianza en materia de defensa y seguridad internacional” (Comini, 2010: 18). No sólo la participación regional en el MINUSTAH efectivamente representa un impulso hacia la cooperación entre los países en el ámbito de sus fuerzas militares, sino que también se están llevando a cabo acciones de integración militar como la Compañía de Ingenieros Militares Chileno-Ecuatoriana o la Compañía de Ingenieros Militares Argentino-Peruana que van en camino a esa dirección de entendimiento y superación.
Es entonces, a través de este entramado institucional de integración y concertación, que los países de la región intentan dar cuenta de las problemáticas que amenazan la seguridad, entendiendo que las mismas no pueden ser abordadas desde el neto militarismo y requieren la elaboración, articulación y constante reevaluación de políticas conjuntas.
Hemos desarrollado cómo la concepción de seguridad se ha ido transformando a lo largo del tiempo y, tras un breve recorrido histórico, concluimos lo difuso de su abordaje ante las nuevas amenazas que azotan a la región. Más allá de sus diversas mutaciones podemos asegurar que su característica primordial se relaciona con la multidimensionalidad e intersubjetividad al momento de determinar la primacía de la agenda de temas, así como de la necesidad de coordinar esfuerzos conjuntos para elaborar soluciones eficaces en este marco de transnacionalización de las amenazas.
Por otra parte, hemos mencionado algunos de los mecanismos regionales fundamentales referidos a la seguridad entendida en términos tradicionalistas. Sospechamos que a la hora de alcanzar un mayor margen de autonomía en términos de seguridad y defensa regional, será necesario comprender la oportunidad que los espacios subregionales brindan a los países en cuestión, a partir de la identificación de problemáticas próximas entre sí y de posibles intentos de coordinación y concertación local.
Queda pendiente analizar el papel de Brasil y sus ideas de seguridad en el plano suramericano. La iniciativa de la CSD estuvo encabezada por el Estado brasileño ¿es, acaso, una forma de manipular la región a sus intereses? Y de ser así, las potencias medias de la región, como México, Colombia o Argentina, ¿aceptarán este liderazgo brasileño en temas de seguridad que pueden resultar sumamente sensibles a la influencia hegemónica de Estados Unidos? El 2017 azota la región con cuestiones relacionadas a lo que llamamos “seguridad democrática”, afectando particularmente a Brasil y Venezuela, dejando todas estas cuestiones sin responder.
Deben destacarse, finalmente, no sólo los avances que se han dado en el desarrollo de medidas de confianza mutua entre los Estados suramericanos, sino la cooperación efectiva en Misiones de Paz Internacionales y el inicio de la integración en fuerzas conjuntas de paz como es el caso de Argentina-Chile. La formación del Consejo de Defensa Sudamericano es un hito regional, estableciéndose como un foro para la integración en las cuestiones de defensa. Sin embargo, ambos procesos mencionados tienen un largo camino por recorrer y la debilidad institucional característica de nuestros países latinos, donde es la intención política de los líderes regionales la que da el impulso a las diversas iniciativas. El cambio ideológico en la mayoría de los países de la región ha hecho que los aparentes logros se vean como estancados.
Otras debilidades en cuanto a los resultados de la acción conjunta de los Estados son que, primeramente, el Consejo no ha sido capaz de definir un concepto común de seguridad y defensa, esto es un debate inacabado en términos regionales. Asimismo, la seguridad y defensa siguen siendo difusas, más allá de las prácticas concretas que aspiran a su ampliación efectiva.
En cuanto a la Cruz del Sur, debe ser considerada como un ejemplo de cooperación e integración regional. No obstante, la falta de compromiso a estas iniciativas por parte de Brasil es algo que debe destacarse. Ferreyra analiza la falta de interés brasileño, que, más allá de sus declaraciones oficiales, ponen de manifiesto su falta de voluntad política para participar efectivamente en las Fuerzas Combinadas. Al respecto sostiene que “superar as reticencias brasileiras, resultado do viés soberanista, parece ser tanto um obstáculo quanto como uma condição para aprofundar o projeto de criação de brigadas multinacionais permanentes na América do Sul”. (2016: 11)
Finalmente, habrá que esperar el desarrollo de las relaciones regionales. El “giro a la derecha” que está experimentando la región, representado por líderes políticos regionales con una fuerte impronta liberal, sin dudas debilita el impulso integracionista de la década pasada. Más que acercamientos hay rispideces que se repiten en torno a cada suceso regional: la situación de los derechos humanos en Venezuela y el cuestionado juicio político en Brasil son dos acontecimientos que mostraron la fractura que está viviendo la región. Ni UNASUR ni MERCOSUR han sido capaces de articular propuestas para superar las respectivas crisis, ni se han pronunciado de modo alguno para enfrentarlas, más allá de las voces solitarias de algunos mandatarios que han manifestado su preocupación. Sin dudas, el neoliberalismo que empezó a aplicarse implica relaciones de quiebre con la aparente integración regional holística que se venía llevando hasta tiempos recientes. A este factor se le agrega el cambio de gobierno en Estados Unidos, que amenaza con transformar las nociones de seguridad hemisférica y contener diversas propuestas en temas como la inmigración, la lucha contra el terrorismo o el crimen organizado estrictamente relacionado con la seguridad entendida en términos tradicionales.
Lo cierto es que América Latina continúa siendo una región fuertemente azotada por la violencia y el crimen organizado como dos de sus principales amenazas a la seguridad. Destacamos el rol de la integración y la concertación como el camino más eficiente a la hora de pensar políticas regionales que mitiguen los devastadores efectos económicos, sociales y culturales de estas problemáticas y contribuyan a mejorar la calidad de vida y el desarrollo de las comunidades regionales. Será cuestión de tiempo para determinar qué tipo de integración y qué lugar ocupará la misma en la agenda de gobierno de los nuevos mandatarios, y cómo el lugar atribuido a ésta, incidirá en su avance, retroceso o estancamiento.