Resumen: El levantamiento de una matriz eléctrica basada en grandes centrales de generación y extensas redes de transmisión naturalmente fortaleció un proceso de concentración político-económica, que en la región sudamericana se exacerbó en los noventa con la ola privatizadora y la conformación de bloques corporativos con presencia transnacional. Argentina y Chile son los casos exponentes, mientras que en Uruguay, pese a las regulaciones desplegadas, el Estado supo mantener su hegemonía. Ahora bien, el carácter descentralizador de las energías renovables, cada vez más presentes en las matrices nacionales, alumbra nuevas posibilidades de organización del sector. A través de entrevistas a funcionarios públicos, investigadores, dirigentes sindicales y autoridades, el trabajo explora tanto las estrategias mercantiles como las alternativas público-sociales para despuntar la transición energética en el Cono Sur.
Palabras clave:Sistema eléctricoSistema eléctrico,política energéticapolítica energética,generación distribuidageneración distribuida,sudaméricasudamérica.
Abstract: The rise of an electricity matrix based on large generation plants and extensive transmission networks naturally strengthened a process of political-economic concentration, which in the South American region was exacerbated in the 1990s with the privatization wave and the formation of corporate blocks with a transnational presence. Argentina and Chile are the exponent cases, while in Uruguay, despite the regulations deployed, the State knew how to maintain its hegemony. However, the decentralizing nature of renewable energies, increasingly present in national matrices, illuminates new possibilities for organizing the sector. Through interviews with public officials, researchers, union leaders and authorities, the work explores both commercial strategies and public-social alternatives to highlight the energy transition in the Southern Cone.
Keywords: Electrical system, energetic policy, distributed generation, south america.
Artículo
Del poder económico al empoderamiento social. Estrategias para la transición energética del Cono Sur
From economic power to social empowerment. Strategies for the energy transition of the Southern Cone
Recepción: 27 Octubre 2020
Aprobación: 22 Noviembre 2020
La legislación adoptada en la región latinoamericana a finales del último siglo estuvo signada por las reformas neoliberales del aparato estatal, que en línea con la directivas del Consenso de Washington, estableció su funcionalidad hacia el capital más concentrado, relegando la planificación estratégica a favor de grandes grupos económicos (Azpiazu, 2002). Particularmente el sector eléctrico, se constituyó en uno de los núcleos más dinámicos del modelo de acumulación. En Chile, la dictadura militar privatizó el sistema en 1982, segmentándolo entre generación, distribución y comercialización, estructura que se ha mantenido hasta la actualidad, creando tres mercados básicos: concesionarias de distribución sujetas a cálculo de precios para clientes regulados; grandes clientes -clientes libres- cuya potencia conectada es superior a 2000 kW, que pueden optar por precios libremente contratados, por lo cual las generadoras obtienen un rédito constante y conocido, y; mercado spot de intercambio entre generadores, fijados por el costo marginal instantáneo definido en forma horaria por el Coordinador Eléctrico Nacional (CDEC), organismo en el que las grandes generadoras poseen fuerte poder de influencia (Serra, 2002). Entre otras cosas, las empresas cuentan con el absoluto control sobre tecnología a utilizar, tamaño de las centrales, ubicación, fecha de entrada, etc., mientras el Estado cumple un rol fiscalizador/regulador.
En Uruguay, la propiedad del área eléctrica hasta no hace mucho tiempo era absolutamente pública. La Ley de Marco de Regulatorio del Sector Eléctrico 16.832, promulgada en 1997, eliminó el monopolio estatal de la generación y habilitó la oportunidad de que la generación fuese privatizada y creando un mercado competitivo en esa instancia (Bertoni, 2011). Así fue que se creó la Administración del Mercado Eléctrico de Uruguay (ADME), como ente público no estatal que gestionaría el mercado; se habilitó a la empresa pública Administración Nacional de Usinas y Trasmisiones Eléctricas (UTE) a asociarse con firmas privadas, nacionales o extranjeras; y se dispuso un ente regulador -la Unidad Reguladora de Energía Eléctrica (UREE)-, para separar la función “empresaria” y reguladora del Estado.
Por su parte, la Argentina privatizó casi la totalidad de su sistema energético durante los años 90, en la época de predominio neoliberal. Por entonces, no solo pasa a constituir una firma privada la otrora empresa insignia del Estado, YPF, sino también el sistema eléctrico, el cual tendió a segmentarse as ususal. La generación, al igual que el mercado chileno, fue sometida a competencia bajo dos modalidades, un mercado spot que da prioridad de despacho a la fuente más barata, coordinado por la Compañía Administradora del Mercado Mayorista Eléctrico (Cammesa), y un mercado a término, en el que el precio de la energía se acuerda y donde los grandes usuarios firman un convenio entre la empresa compradora y un generador particular (Azpiazu, 2002). Los transportistas cobran un canon fijo y las distribuidoras cuentan con usuarios cautivos o grandes usuarios. La diferencia con Chile reside en que al interior de este esquema una serie de instancias quedaron por fuera de la oleada privatizadora: en el campo de la generación la energía nuclear y las dos grandes represas binacionales (Salto Grande y Yacyretá), y en el campo de la distribución 9 empresas provinciales y más de 500 cooperativas (Garrido et al, 2013).
En este marco, tanto el sistema eléctrico argentino como chileno se fueron consolidando bajo un esquema privado fuertemente concentrado en un número reducido de empresas, quienes luego irían desplegando estrategias de integración tanto vertical como horizontal, adquiriendo facultades para establecer las condiciones en la generación de energía, influir sobre su transporte y controlar la distribución. En rigor, Azpiazu (2002) define tres estrategias: concentración -las firmas incrementaron su participación en sectores en los que ya estaban insertos-, integración -acapararon más de una actividad del sistema-, y conglomeración -diversificaron su participación hacia otros sectores de la cadena energética como gas o petróleo-. En Argentina dos firmas nacionales (Pampa Energía y Central Puerto) y dos transnacionales (Enel y AES Corporation) acaparan el 40% de la capacidad instalada en el mercado y tienen fuerte peso en los segmentos restantes; mientras que estas dos últimas también son los principales agentes en el mercado chileno, a los que se suman otras dos (Colbún S.A. y la francesa Engie). Diferente es el caso de Uruguay, donde la UTE es un actor central, con un sólido historial y capacidad financiera, siendo al día de hoy el principal agente en la generación y dueño de las redes de transmisión.
Ahora bien, los procesos de incorporación de energía renovable que han pisado fuerte en los últimos 15 años han trastocado este escenario, o bien lo han reforzado. Si para el 2005, el abastecimiento total de energía en Uruguay era cubierto en un 36% por fuentes renovables, básicamente hidráulica, para el año 2017 esa cifra escaló al 64% (Dirección Nacional de Energía, 2018). En Chile, las energías no convencionales (solar, eólica, etc.) treparon del 5% en 2014 al 19% en 2017. Y en Argentina, estas fuentes cuadruplicaron su participación del 2% al 8% en tan solo tres años, desde el 2016 hasta el 2019 (Bersalli et al, 2018). El entramado que se ha tejido alrededor de este mercado incipiente es bien diverso, identificándose la presencia de múltiples actores de peso dispar: empresas y cámaras empresarias; organismos públicos/estatales; redes de trabajadores y usuarios; hasta organizaciones de base comunitaria. Quizá el caso más contundente de transformación estructural se haya dado en Uruguay, donde la generación distribuida, esto es, la producción de energía renovable por parte de quienes también son usuarios de la red, es particularmente problemático. Allí, buena parte de la nueva inyección ha sido llevada adelante por parte de grandes empresas que han encontrado un negocio paralelo a su core business, en detrimento del rol de UTE como abastecedor, bajo la necesidad de no aumentar el déficit fiscal (Esponda y Molinari, 2017). En paralelo, otros autores (Bertinat et al, 2014; Bermejo, 2013) postulan dinámicas incipientes de una transición hacia una concepción de la energía comprendida como un derecho, al cual las grandes mayorías tengan acceso no solo en su aprovechamiento sino también en su gestión, resignando el carácter concentrado y centralizado del sistema imperante, dando paso a otro más democrático e inclusivo.
El principal objetivo de este trabajo consiste en caracterizar al sector eléctrico en la región, sus entramados socioeconómicos público-privados, y explorar las estrategias y alternativas para el desarrollo de las energías renovables en cada país. Entendemos a la energía no sólo como un componente físico de relevancia económica, sino también un hecho social, un objeto de poder y por lo tanto de conflicto (Bertinat et al, 2014). Por ello, analizar su dimensión política multiescalar, vinculada a la actuación concreta de los actores que se despliegan en el área eléctrica, las fuerzas empresariales, gubernamentales y civiles en pugna por la transición energética, sus interacciones, alianzas, y descifrar las potencialidades individuales de cada una para promover o frenar el establecimiento de proyectos alternativos, resulta primordial para poder observar de manera crítica y reflexiva las condiciones y las propuestas que se inscriben en programas y proyectos políticos y sociales de transición. En esta línea, consideramos que las energías renovables no convencionales (solar, eólica, etc.) tiene una peculiaridad respecto a las fuentes convencionales, que es que son capaces de nutrirse de los flujos naturales locales y, por tanto, de cohesionar un sistema energético local. Indudablemente, la tecnología renovable tiene el potencial de alterar las condiciones más arraigadas de los sistemas eléctricos y potenciar la energía público-social frente a la del capital. Por ello, hacia el final del trabajo, haremos foco en el desarrollo de la generación distribuida, dado que sobre ella recae la posibilidad de que se abra la generación comunitaria o se cierre a partir de especificaciones que terminen por beneficiar a las grandes corporaciones, inhibiendo su potencial medianamente disruptivo. El trabajo aquí presentado se basa en bibliografía secundaria y fundamentalmente en entrevistas realizadas a funcionarios públicos, investigadores, dirigentes sindicales y autoridades de las principales empresas energéticas de los tres países.
La consolidación de sistemas eléctricos basados en grandes centrales de generación y redes de transmisión más o menos extensas, naturalmente fortalecieron un proceso de concentración que no solo muestra aspectos técnicos sino económicos, de propiedad, y atañe a las lógicas referidas a las tomas de decisión. El sistema eléctrico chileno es el ápice de una energía mercantilizada, debido a que el 100% del sistema eléctrico está en manos privadas (a excepción de algún caso aislado). Partiendo de la generación, cuatro empresas conforman un oligopolio que controla más del 80% del mercado y cuentan con un gran poder de presión: el grupo Enel (7.521 MW), AES Gener (5.795 MW), Colbún S.A. (3.287 MW) y Engie (2.040 MW). La mayoría de la generación que poseen es térmica e hidráulica, pero se están volcando a la energía renovable con mucha fuerza. Por caso, la más grande de ellas creó Enel Green Power Chile, que se aboca al conjunto de las tecnologías renovables y anuncia haber sido la primera en Sudamérica en obtener energía en base a la geotermia. Son empresas que, en verdad, constituyen corporaciones globales: el Grupo Enel realiza operaciones en más de 35 países en 5 continentes, gestiona la generación de más de 84 GW y distribuye electricidad y gas a través de una red que abarca alrededor de 2,2 millones km, abasteciendo a más de 70 millones de personas. En la Argentina, controla las centrales del Chocón y Arroyito, es la mayor compañía eléctrica vía generación térmica, y posee una de las distribuidoras más grandes del país. Es una de las 500 compañías más grandes del mundo y su propietario es el Estado Italiano en un 70%, y el resto cotiza en bolsa (Bertinat y Kofman, 2019). También se encuentra en la lista de las mayores 500 empresas AES Gener -parte de AES Corporation, con sede central en Estados Unidos-, así como Engie, que ocupa el puesto 180 y el Estado Francés participa en un 35%. Por último, Colbún fue completamente privatizada en 1997 cuando la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO) vendió el 37,5% de su tenencia, y actualmente el principal accionista es el tercer grupo económico más grande de Chile, el grupo Matte, que controla el 34,97% de las acciones. En definitiva, el campo de la generación da cuenta de la presencia de las corporaciones energéticas transnacionales en el país.
Seguidamente, 9.672 km de redes de transmisión de alta y media tensión del Sistema Interconectado Central (SIC), antiguamente en manos de CORFO, son propiedad de un consorcio internacional de capitales canadienses y chinos1. El otro actor importante en el área de la transmisión es Transnet, parte del grupo Compañia General de Electricidad (CGE), en manos de la empresa española Gas Natural Fenosa en un 96,5%, que desde la Región de Atacama hasta la región de los Ríos posee 187 subestaciones transformadoras con más de 3.404 km de líneas (30% del total de la subtransmisión y un 13% del conjunto de la actividad de transmisión)2. Al final del circuito, la distribución también es un mercado controlado por cuatro actores principales, la misma CGE es la responsable de la distribución del 40% de la energía eléctrica chilena en 13 regiones del país; por su parte, Enel abastece a más de 1,8 millones de clientes, entre hogares, comercios, empresas e industrias en casi la totalidad de la Región Metropolitana de Santiago, aunque también controla Eléctrica de Colina y Luz Andes, sumando 26.000 clientes más. Chilquinta abastece a 550.000 clientes de la zona centro-sur, y pertenece a Sempra Energy, el mayor abastecedor de gas natural de Estados Unidos. En las regiones “aisladas” de Aysen y Magallanes la lógica es más concentrada aun: Edelaysen posee el conjunto de la generación, transmisión y distribución de la región aysina y forma parte del Grupo Sociedad Austral de Electricidad (Saesa), cuyo dueño son fondos de pensión canadienses, y cuentan con otras firmas en el país por un total de 390.000 clientes. Por su parte, Edelmag -parte del grupo CGE- opera en la austral región de Magallanes y también está integrada verticalmente.
Así, las más grandes empresas van componiendo una malla de disímil participación accionaria, entre integraciones verticales y horizontales, circulando entre amplios espacios de generación, transmisión y distribución que tornan a la supuesta segmentación y apertura mercantil en un oligopolio. El abanico de organizaciones que nuclean y representan los intereses de las empresas privadas del sector eléctrico chileno parece no tener fin. Entre las centrales, se encuentra “Generadoras de Chile. Empresas Asociadas”, que agrupa al ámbito de la generación, o “Empresas Eléctricas Asociación Gremial”, que hace lo propio con las entidades de transmisión y distribución desde el año 1916. Mientras tanto, durante el gobierno de Michelle Bachelet, desde agosto de 2017 y por dos años, se declaró de utilidad pública por Ley Nacional a 40 empresas eléctricas y 11 de gas -prácticamente todas-, de modo que los trabajadores no tienen derecho a huelga (Electricidad, 2017). Situación por lo demás preocupante por lo expresivo de la asimetría de poder que vehiculiza el gobierno del ala progresista del bipartidismo pos dictatorial. A la par, la red de intercambio fluido entre sector público y privado de la energía que sobresale en Chile despierta cuando menos la pregunta sobre los intereses que predominan en las instituciones públicas. En un caso entre tantos, Andrés Romero abandonó la dirección de la Comisión Nacional de Energía en 2018 y al instante asumió como director de Valgesta Energía, una consultora que hace trabajos para empresas como Saesa, Colbún y AES Gener.
Bajo esta lógica general, las ganancias de las firmas eléctricas son descomunales. Durante el año 2017, Enel Chile reportó $349 mil millones en utilidades (US$567.479.674 a precios de 31/12/2017), una cifra superior a la ganancia anual de las seis Administradoras de Fondos de Pensiones que operan en Chile. La siguió CGE, con $179 mil millones (US$291.056.910) y luego Saesa y Chilquinta ganaron $35 mil millones cada una (US$56.910.569). En total, las empresas eléctricas que participan del negocio de la distribución obtuvieron en 2017 utilidades por casi $600 mil millones (US$975.609.756) (Sepúlveda, 2019). Estos montos se explican en parte por el hecho de que el mercado eléctrico chileno tiene uno de los precios más altos de energía en la región -el precio en 2019 es de 0,18 dólares por kWh en contraste con los 0,15 de promedio mundial-, y por el crecimiento del parque renovable, que desde la publicación de la Estrategia Energética 2050 por el gobierno de Bachelet en 2014, logró 4.824 MW (20,7%), anticipando la meta planteada de un quinto de la matriz renovable al año 2025. La inauguración de 72 centrales solares incluyeron contratos fijos en dólares por un plazo de 20 años, esto es, proyectos que garantizaban una reproducción ampliada del capital en el tiempo. Entre las empresas que están en el rubro fotovoltaico resaltan las mismas transnacionales que explotan combustibles fósiles, como AES Gener (dos centrales solares), Colbún (una), EDF (dos), Enel (ocho), Engie (dos) y Global Energy Partners (una). Además, en el año 2019, Enel lanzó obligaciones negociables por un valor de US$1.500 millones, cuya demanda superó 4 veces la oferta, y financiará el crecimiento de esta fuente en el país.
Desde la privatización del sector eléctrico las utilidades han sido estipuladas en un 10%, pero por entonces se decía que debía ser un monto atractivo para realizar inversiones y actualmente las ganancias extraordinarias de las firmas energéticas detonaron una discusión pública. El mismo ex Ministro Pacheco aseguró que “nunca la Comisión Nacional de Energía ha tenido acceso pleno a toda la información de costos de las distribuidoras”, oscuridad que tornan viable la afirmación de integrantes Comisión Ciudadano Técnico Parlamentaria por la Matriz Eléctrica (CCTP), Sara Larraín, según la cual los usuarios residenciales posibilitan una rentabilidad que ronda el 60% si se considera en las facturas “cargo fijo, cargo único por uso del sistema troncal y energía base, y dividir dicha suma por los KWh consumidos en el mes” (Larraín, 2011). No es extraño, entonces, que se hayan dispuesto paliativos en el año 2015, como la promulgación y puesta en marcha de la Ley de Equidad Tarifaria, pensada para que las comunidades rurales y zonas alejadas no terminen abonando servicios eléctricos más caros que en las grandes ciudades.
En Argentina, por su parte, el sistema eléctrico tiene cuatro firmas protagonistas: Enel, AES Corporation, Pampa Energía y Central Puerto, las cuales han desarrollado diversas estrategias de integración tanto vertical como horizontal, adquiriendo facultades para establecer las condiciones a lo largo del ciclo eléctrico. Por caso, AES y Enel controlan el 12% y 14% respectivamente de la potencia instalada, pero además, la última controla Edesur, la segunda distribuidora más grande del país. Central Puerto, con 11% en generación, le suma el negocio de distribución de gas, segmento que abastece a casi todo el parque termoeléctrico, seguido de Pampa que posee el 10% en generación y el control de la transmisora y distribuidora más grande del país.
Ahora bien, para el caso específico del sector eléctrico post 2015, bajo el gobierno presidido por Mauricio Macri (2015-2019), la situación mencionada se acompañó con una desregulación financiera y modificaciones normativas en el sector eléctrico y energético, que terminaron por disponer un mercado financiero-económico que facilitaba ganancias extraordinarias para las empresas del sector, principalmente en el incipiente universo renovable. Allí, una batería de condiciones permitió adjudicar más de 4.600 MW: contratos en dólares a largo plazo -20 años-, la compra de toda la energía producida y prioridad de despacho. En suma, las empresas que más proyectos ingresaron en las Rondas del programa RenovAr en 2016 fueron GENNEIA, 360 Energy, Petroquímica Comodoro Rivadavia, JEMSE, Arauco, Latinoamericana de Energía y Construcciones Electromecánicas del Oeste, además de las firmas líderes. Algunas de ellas de “capitales nacionales”, pero gran parte del financiamiento y la tecnología no lo es, de modo que aparecen como intermediarios de negocios de mayor escala. A este derrotero es imposible ignorar la existencia de Vaca Muerta en tanto reserva de recursos no convencionales, repositorio fósil al que parecen dispuestos a apostar el conjunto de las fuerzas políticas tradicionales y empresariales, bajo la cuestionable suposición de que los bajos costos y la cantidad de reservas garantizan su viabilidad económica.
Claro está, la gestión macrista ha arrojado por resultado dos ganadores claros, los sectores financieros y energéticos, debería incluso decirse energético-financieros, frente a la pérdida de todos los otros. En el caso del sector eléctrico, el aumento de tarifas acumulado desde el inicio de la gestión de Cambiemos llega a un promedio de 3642%. En el caso de la generación y distribución y transporte de electricidad, las subas fueron de 450% (219% en dólares). La rentabilidad interanual a 2018 de las principales empresas -como Edenor, Edesur y Edelap- se incrementó hasta un 675%. Según un informe presentado en la cámara de Diputados en momentos previos a la discusión sobre tarifas a principios de 2019, durante los últimos doce meses las empresas eléctricas ganaron un total de $11.997 millones. Las empresas que más ganancias obtuvieron fueron Pampa Energía con $4.716 millones, luego de ella Central Puerto -propiedad del ex-ministro Nicolás Caputo- con $3.728 millones y Transener con $2.300 millones. Más lejos en la tabla siguieron Edenor ($491 millones), Central Costanera ($369 millones) y en el último lugar del ranking quedó Edesal, que tuvo que conformarse con $193 millones (En Orsai, 2018; Política Argentina, 2019)3.
Dentro de las compañías energéticas destaca el crecimiento de Pampa Energía, que hoy produce un total de 3.924 MW, a través de siete centrales térmicas, tres centrales hidroeléctricas, una de cogeneración y dos parques eólicos. En este sentido, se desempeña en todo el circuito, desde la extracción y transporte de gas, pasando por la transmisión eléctrica de alta tensión (es dueña del 85% de las redes nacionales a través de la firma Transener), hasta la generación y distribución eléctrica (con Edenor). La vinculación directa con las medidas propiciadas por el macrismo puede colegirse con tan solo apuntar que la acción de la empresa era de $4,64 a inicios de 2015 para valer $52,95 cuatro años después. Con crecimientos así, las cámaras de representación no precisan mecanismos de diálogos específicamente institucionales, pese a ello, las más importantes son: la Cámara Argentina de Energías Renovables (CADER), que agrupa a la mayoría de las empresas del sector, y la Asociación Argentina de Energía Eólica (fundada en 1996).
Ante este panorama, reafirmamos aquello que bien ilustran Panigo y Chena (2019), que es que el sector energético y el financiero están profundamente entrelazados. La provisión de electricidad en la zona más poblada de la Argentina depende de los dos principales holdings energéticos–financieros, Pampa Energía y Enel, y de los hedge funds que los integran. En el primero se destacan PointState Capital LP, Delta Asset Managment SA, Santander Rio Asset Managment, HSBC Administradora de Inversiones, entre otras. En Enel, encontramos participaciones destacadas de BlackRock Institutional Trust Company, Norges Bank Investment Managment, JP Morgan Asset Managment, Capital Research Global Investor, entre otros. En alianza con las políticas públicas, estos dos grandes grupos exigen una elevada rentabilidad en dólares al sector, para luego multiplicarla con la especulación financiera. Por ello, la estrategia de derivar los aumentos tarifarios al sector financiero dio como resultado la creación de un mercado de capitales ampliado, en donde el usuario de los servicios públicos fondeó (evidentemente de forma involuntaria), la transformación de una actividad productiva en un nuevo ápice financiero (Panigo y Chena, 2019).
En Uruguay, la situación inicial es diametralmente opuesta. Tras la política consensuada por los partidos y la estrategia energética que despunta en 2010, la incorporación de energía renovable se ha convertido en una política de Estado. En los hechos, la autonomía operativa, que históricamente fue llevada adelante por las dos grandes empresas públicas: la UTE y la importadora de petróleo Administración Nacional de Combustible, Alcohol y Pórtland (ANCAP), derivó en una presencia más sustancial del poder ejecutivo orientando el rumbo de la cuestión energética, hecho palpable en el crecimiento de la Dirección Nacional de Energía dentro del Ministerio de Industria, Energía y Minería (MIEM). Incluso, las dos empresas públicas reconocen su interés en liderar la mutación de la matriz eléctrica -y energética, con especial énfasis en la incorporación de la electromovilidad en el caso de la UTE, y la tecnología del hidrógeno en el de ANCAP-, dado que ello impactaría directamente en mayores márgenes de soberanía, menores pérdidas de divisas e iniciativas que combatan el cambio ambiental global. No debemos desestimar las inéditas condiciones de independencia que ofrece la inyección de las energías renovables locales, ya que el modelo importador energético -tal como muestra Reto Bertoni (2011)- estuvo en la base de la restricción externa al crecimiento de Uruguay durante todo el siglo XX. Sumado a ello, la Universidad de la República, también pública y cogobernada entre docentes, estudiantes y egresados, posee investigadores en el campo de las ciencias sociales que avalan el modelo de gestión actual (quizás a diferencia del sector de las ciencias duras que ha tendido a brindar su conocimiento en las licitaciones privadas de energía eólica). Por último, el sindicato eléctrico AUTE es una punta de lanza en el control público de la energía, al tiempo que posee un lugar significativo en el Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT).
En este sentido, existe, sin dudas, una suerte de bloque político cuya común narrativa avala el control público de la energía eléctrica, asentado en los tres grandes actores con voz y peso en la política uruguaya (partidos, sindicatos y universidad), cuyo consenso político permitió definir la “política energética 2005-2030”. No pululan grandes sectores que se opongan a las medidas más progresistas si se compara con los países vecinos, ese espacio en todo caso está conformado por aquellos que desde la derecha del espectro político quieren enarbolar las bondades del libre mercado y la competencia, y en el área económica por las pequeñas y grandes empresas generadoras que han logrado un lugar en la generación. Estas últimas poseen un espacio en la ADME, y sus cámaras de presión y participación, como la Asociación Uruguaya de Energías Renovables (AUDER). Existe, a su vez, un conglomerado de servicios técnicos, legales, financieros, etc., que se ha formado en torno a este incipiente rango de firmas privadas, al que el sindicato AUTE ha denunciado como un mecanismo de “privatización de la generación”.
A pesar de la mancomunión posible entre los actores que participan en el campo energético, y del consenso social acerca del beneficio que trae aparejado el control público de la energía, la instalación de generación eólica en Uruguay fue estimulada con un régimen similar al de sus vecinos: contratos de largo plazo de UTE (por 20 años y con la obligación de comprar en dólares toda la energía producida) y exoneraciones impositivas en el marco de la Ley de Promoción de Inversiones (exoneración del Impuesto a la Renta de las Actividades Económicas -IRAE-, Impuesto al Patrimonio, Tasas y tributos a la importación e Impuesto al Valor Agregado -IVA-); descuentos que llegaron a alcanzar el 53% de la inversión promovida y que excluyeron a la empresa pública de ese beneficio -circular COMAP N°4/09-. Tal como afirmó Ramón Méndez, Director Nacional de Energía y artífice del plan de renovación de la matriz energética del país, se trató de un negocio fundamentalmente financiero, dado que se aseguraba una renta con certidumbre de pago: “Lo que hemos aprendido es que las energías renovables son solo un negocio financiero. Los costos de construcción y mantenimiento son bajos, por lo que el tiempo que usted les da a los inversores, es muy atractivo” (El Observador, 2015).
No es una casualidad, entonces, que esta pérdida de control público haya despertado varios reparos. Las críticas recibidas son que la energía eólica debe pagar un precio muy alto por MW (aproximadamente un promedio de US$65, mientras que las subastas argentinas de 2017 el promedio fue de US$41), que tiene prioridad de despacho –esto supone que tiene prioridad por sobre la hidráulica pública, por ejemplo-, y que UTE está atada a comprar toda la energía que generen los molinos, obligación que en el año 2017 arrojó la inquietante cifra de US$59 millones pagados por energía eólica que no se utilizó y una descomunal cantidad de energía hidráulica que se desechó (El Observador, 2018). En otras palabras: se sostiene que se le ha garantizado a firmas privadas una parte sustancial de la renta energética, que de ese modo la pierde el Estado. Tal como sostienen Esponda y Molinari (2017), si la inversión hubiera sido realizada directamente por UTE habría supuesto un importante endeudamiento de la empresa, pero el modo en cómo fue hecho implicó un aumento importantísimo del pasivo “por concesión de servicios”, llegando a representar casi del 40% del total en el año 2015. En efecto, son $34 mil millones en pasivos por concesión de servicios sobre $88 mil millones en pasivos totales. Adicionalmente, la nota 9.1 de los Estados Contables de UTE de 2015 presenta compromisos asumidos por contratos de compraventa de energía por casi US$7.000 millones (1.600 por biomasa, 4.500 por eólica y 800 por fotovoltaica).
En definitiva, más allá de las condiciones que presente el sector eléctrico de cada país, el desarrollo del sector renovable en la región guarda una lógica común: forma parte de la oleada inversora de las grandes firmas de los países centrales que aterrizan en cualquier parte del globo cuando se disponen las condiciones para realizar negocios con cierto grado de certidumbre. En todos los casos, esto supuso un reforzamiento del carácter concentrado y corporativo del sistema; o, de otra forma, el debilitamiento de los agentes públicos y estatales para la reproducción ampliada del capital nacional y, sobre todo, transnacional.
El modelo de negocio de los servicios centralizados -mediante el cual las empresas obtienen beneficios mediante la entrega de potencia a través de una red centralizada-, gradualmente se está desplazando con las energías renovables hacia un modelo distribuido, transformando los consumidores tradicionales en prosumidores (Pendón et al, 2017). En Uruguay, el crecimiento de este mercado tiene mala prensa, ya sea desde el punto de vista sindical, pasando por integrantes del MIEM y la Universidad. Esto se debe a, por un lado, la pérdida de poder de generación de UTE producto de instalaciones fotovoltaicas, eólicas y de biomasa de baja potencia y para autoconsumo; y por otro, al hecho de que este segmento encara hoy un lobby para acrecentar la “libertad de mercado” y vender la energía por fuera de los canales de la UTE, directamente a consumidores privados. Estos actores resaltan el carácter emprendedor y “libre” de la autogeneración y venta de la energía, en una suerte de liberalismo económico-energético que fomenta disminuir el papel central de la firma pública en la generación y distribución. Como dato importante, la venta de energía en el mercado spot, un mercado que es casi inexistente en Uruguay, ha dado magros resultados a los inversores de energías renovables. Estos sectores expresamente propician la venta de energía por fuera de UTE: “Desde Ventus aseguran que pueden ofrecer un precio de 25 a 35 por ciento menor (a la energía vendida por UTE al sector industrial)” (Energía Estratégica, 2017), al tiempo que afirman tener presencia en el 50% de los proyectos de generación distribuida.
Mientras en el año 2012 el 5% de la energía eléctrica provenía de generadores privados -básicamente biomasa de la planta de celulosa de UPM-, en 2016 este guarismo trepó hasta el 28%, donde la energía eólica representa el 72% del total. En este sentido, la generación distribuida no sería otra cosa que la forma en que el país adquirió la privatización parcial de la generación. Un punto clave a destacar es que en Uruguay no abundan las organizaciones locales de usuarios que tengan dentro de sus ejes prioritarios de trabajo la energía, esto se debe en gran parte a que la prestación de la empresa pública es prácticamente total, del 99,80%, y allí donde no llega, AUTE ha propiciado la actuación de “brigadas solidarias” para la ejecución de programas de electrificación y tarifa social, a manera de garantizar el acceso a la energía. Por su parte, las redes o institutos públicos que apoyan a los proyectos de generación social-renovable se enmarcan dentro de la Universidad de la República, los equipos técnicos de la misma UTE, la Universidad Tecnológica de Uruguay, citando a los fundamentales. Estos buscan propiciar la generación distribuida y la constitución de redes inteligentes de base social, como un modo de apropiación orgánica de la inteligencia obrera y la sociedad civil de la dimensión energética, pese a que tampoco es una prioridad para la cúpula de la UTE, ni para el Estado. En los hechos, Uruguay planea incorporar 300.000 medidores inteligentes de un total de 1 millón y medio de usuarios. También existen espacios de trabajo en el área de las Ciencias Sociales y Humanas como el Centro Latinoamericano de Economía Social (CLAES) o el Grupo Comuna. En relación a este punto, a partir del año 2008, en el ámbito de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII), se creó el Fondo Sectorial de Energía, que lanza anualmente convocatorias para el apoyo a proyectos de investigación, desarrollo e innovación en el área energética.
En este marco, la generación distribuida abre un campo de debate en el país oriental, básicamente porque no es una prioridad ni para la UTE, ni para el MIEM, menos para el sindicato AUTE, que asocia la generación distribuida a la inyección privada a gran escala en la red y en la pérdida del predominio clásico de la empresa pública, porque en los hechos ha sido así. A su vez, la generación distribuida suele vincularse con la asimetría que conlleva su puesta en marcha en espacios autoregulados de sectores de amplios recursos, como podría ser un condominio o la injerencia sobre los dominios privados a través de las redes inteligentes. En este sentido, el espacio de actores privados se alimenta de grandes empresas que potencialmente pueden tornarse grandes generadoras, o por grandes empresas privadas que según condiciones de mercado quizás prefieren volverse autosuficientes o entablar un contrato especial de compra de energía con otro actor privado (hecho que es una demanda de los actuales generadores privados). Sin embargo, su peso es aun relativo, básicamente porque UTE controla el conjunto de la red y más de la mitad de la generación.
En definitiva, pese a que existen intentos por traccionar una generación distribuida de corte social, que parta de organizaciones de pequeños usuarios o redes de base comunitaria, lo cierto es que librada a su suerte, probablemente sean específicamente las medianas y grandes empresas y comercios, tanto en la zonas urbanas como rurales, los que tengan el suficiente respaldo para invertir en esta tecnología energética, lo cual los puede convertir en una unidad de negocios en sí, además de que mermaría el rol de UTE como abastecedor. Justamente porque los perjuicios de una descentralización privada es la línea de acción privilegiada de los sectores que atentan contra la preeminencia pública de UTE, es que la descentralización pública puede ser un proyecto estratégico que se le oponga. Aunque al interior del bloque político uruguayo las miradas no son homogéneas (sin duda el sindicato eléctrico AUTE es quien posee una visión pulida y clara respecto del control público de la energía), las ambivalencias en torno al poder ejecutivo, el partido de gobierno, la misma UTE o la universidad, tienen al ala “progresista” como dominador en el campo energético. Esto hace que Uruguay, indudablemente como ningún otro país del Cono Sur, sea capaz de enarbolar un proyecto estratégico integral de transición energética y de control estratégico público-social de las tecnologías, la renta y el comando del sistema eléctrico.
Ahora bien, si la energía distribuida constituye una opción tecnológica disruptiva que amenaza contra el predominio público en Uruguay, en Chile y Argentina se convierte en una opción potencialmente democratizadora, pues cuestiona el modelo concentrado privado predominante, y otorga la posibilidad de que tanto usuarios cautivos como grandes usuarios sean proveedores de su propia energía, e incluso venderla al sistema. En 2014, Chile puso en marcha su propio marco regulatorio bajo el modelo de net billing, donde el usuario recibe aproximadamente un 60% del costo que paga por su consumo, justificado en la supuesta inversión que se realiza en la red (se desestimaron los otros dos modelos que favorecen con mayor intensidad al usuario: net metering, donde el precio inyectado es igual al consumido, y el feed in tariff, donde el precio por la inyección es superior al demandado). La aplicación no fue fructífera, por un lado, porque los trámites de aprobación distaron de ser diligentes, una tardanza aproximada de un año terminaba por desincentivar su puesta en práctica, apenas 1700 unidades lo han llevado adelante entre las que se incluyen aquellas de las instituciones públicas. Por el otro, el sistema distribuido a mini escala está pensado para satisfacer el autoconsumo, de modo que la distribuidora indica en la unidad lo que es posible instalar y si en algún período de facturación específico se vuelca más a la red de lo que se consume se equipara en otro que suceda lo contrario, y llegado el caso de que el saldo continúe siendo favorable a los seis meses se podrá obtener un rédito mínimo. Pero la capacidad instalada permitida, reforzamos, se restringe a una provisión para el autoconsumo indicada por la firma distribuidora, de modo que no se piensa en la microgeneración con una unidad capaz de obtener beneficios.
Sin embargo, la actual ley se ha modificado a fines de 2018, y las variaciones centrales son que se pasará de 100 a 300 kW la potencia autorizada, además de ampliarse el rango de proyectos admisibles, que no serán solo instalaciones para usuarios individuales, sino también sistemas comunitarios y de propiedad conjunta, abriendo la chance a la concreción de cooperativas energéticas. En la zona centro y sur del país, existen 7 cooperativas eléctricas concesionarias del servicio de distribución que operan en el sistema interconectado central. Agrupadas en la Federación de Cooperativas Eléctricas (Fenacopel)5, en total poseen 148.100 clientes y cuentan con 63.086 socios, siendo la más interesante y grande la de Chillán (Copelec), que posee 58.389 clientes y 43.012 socios, el 68,1% del total. A su turno, en el último tiempo han surgido una serie de iniciativas cooperativas en prácticamente todas las regiones, bajo un impulso de fuerte participación ciudadana, pero aún no han podido adentrarse al campo de la generación. La particularidad que poseen es que no todos los usuarios son socios y que es posible tomar ganancias, así el marco legal no la diferencia de una empresa particular con fines de lucro6. Las nuevas disposiciones, además, permitirán net metering virtual, para posibilitar la cosecha de energía para aquellos que carezcan de la oportunidad de instalarla en sus espacios, lo que convierte a la generación distribuida en una opción viable en los grandes centros urbanos (Vargas, 2018; Sánchez Molina, 2018).
Con todo, en Chile existen las condiciones para exigir la apertura del mercado como vía para conseguir elementos medianamente disruptivos; de hecho la posibilidad de producir la propia energía no se contradice con los postulados básicos del liberalismo corriente, y en esa vía se dirigen las opciones que hoy se discuten en el país, como mantener a las distribuidoras el “negocio cable” pero abrir el mercado para su comercialización, el retail de electricidad libre o desregulado por ejemplo. Las tensiones aquí se juegan con el esqueleto omnipresente de la gestión privada de la energía, que obviamente no propicia la más mínima inconsistencia que pueda vulnerar sus operaciones. Ilustrativo de estas controversias son las declaraciones del mismo Pacheco en relación a una discusión reciente: “A mí me parece grave que una política pública primero identifique una oportunidad de inversión para los privados, luego se la haga obligatoria para todos los chilenos y finalmente le garantice por ley la rentabilidad a esa inversión”. La frase refiere a que el gobierno de Bachelet aprobó, con fuerza de ley congresal, la instalación de medidores inteligentes que serían pagados por los mismos usuarios, lo que conlleva un costo de US$1.000 millones, lo cual despertó una fuerte discusión pública al punto que el presidente Piñera tuvo que salir a reafirmar “los usuarios pagan todo”, pero el embate que sobrevino llevó a la medida a revisión. Enel, de hecho, compró a su subsidiaria italiana los medidores instalados. Con un costo de US$87,5 mil las distribuidoras “aceptaron” dar el brazo a torcer y ofrecieron pagar $10 mil por los medidores antiguos.
Por el lado de Argentina, la reglamentación de la Ley de generación distribuida se aprobó a fines de 2018, también bajo el modelo de net-billing, al cual fueron adhiriendo las provincias, fundamentalmente con el incentivo de participar en los fondos que habilita, y aunque dista de ser ambiciosa, constituye un paso fundamental que dependerá en gran medida de las iniciativas locales y provinciales. La reglamentación establece que se habilitó la conexión de pequeños generadores (3 kW), medianos (desde 3 a 300 kW) y mayores (desde 300 kW hasta 2 MW), mientras las diversas jurisdicciones provinciales están habilitadas para llevar adelante los incentivos que les resulten más convenientes, este es el caso de Santa Fe (2009), Salta (2014) y Mendoza (2015), que poseen legislación específica (Porcelli y Martínez, 2018). Aunque, la norma nacional es muy reciente para evaluar su aplicabilidad, por lo pronto vale considerar que no habrá demasiado interés de las empresas distribuidoras privadas por aplicarla, hasta tanto no tengan claro en qué parte puede beneficiarlas.
Ahora bien, el tratamiento de la energía en Argentina tiende a despertar cada vez más conflictos, sobre todo desde los grandes saltos tarifarios, y su gestión es una de las aristas de mayores niveles de autonomía y capacidad de autogestión. Debido al marco federal del país, la capacidad de transformación estriba en las escalas intermedias y locales, actores con capacidad de acción efectiva. Por ejemplo, existen una serie amplia de provincias que poseen empresas públicas de distribución, tales como: Servicios Energéticos del Chaco Empresa del Estado Provincial (SECHEEP), Empresa Provincial de la Energía (EPE) de la provincia de Santa Fe, Empresa Provincial de Energía de Córdoba (EPEC), Servicios Públicos Sociedad del Estado (SPSE) en la provincia de Santa Cruz, Empresa Provincial de Energía del Neuquén (EPEN), Dirección Provincial de Energía de Corrientes (DPEC), Administración Provincial de Energía de La Pampa (APE) y Empresa Distribuidora de Electricidad de Mendoza (EDEMSA). Estas obtienen su energía de la red nacional, lo cual da por resultado que externalizan capital local en la compra de la generación. Siendo así, la lógica económica corriente llevará a que incorporen en la mayor medida posible energía local, puesto que la nueva tecnología lo posibilita.
En una escala menor, el trabajo con las más de 500 cooperativas eléctricas que operan el servicio de distribución local, junto con las federaciones provinciales y la nacional que los nuclean, se muestra por lo demás estimulante. Éstas representan 11.64% del consumo nacional, 30% del mercado si se descuenta el aglomerado de Buenos Aires, y 58% tomando solo las zonas rurales (Garrido et al, 2013). La lógica es que en el largo plazo, de manera automática cuando las posibilidades económicas los faciliten, incorporarán energía renovable distribuida a su matriz local. Así, pierden los grandes generadores, y se traslada la ganancia de la generación de la red al usuario o la cooperativa, incluso la entidad tiene el potencial de generar una renta que al día de hoy solo la externaliza. Ganará el usuario, ganará la cooperativa, y ambos bajo el mismo arraigo territorial, la misma cercanía. Es decir, la generación distribuida se da gracias a la característica propia de la tecnología y a raíz del andar natural de la lógica del capital, no contra ella.
Tal como hemos visto, la preeminencia de las grandes corporaciones energéticas es significativa en Argentina y Chile, e incluso delata la existencia de una élite política que asumió las directrices del sector energético bajo el lema del desarrollo verde. Chile, como ningún otro en el subcontinente, alimentó su visión de clase dirigente, y en los hechos es posible que tampoco exista en la región una elite tan compacta, entrelazada, y clara acerca de lo que quiere para sí misma y para el país. La existencia de este aggiornamiento elitario puede colegirse tan solo de atender a las declaraciones del ex ministro Pacheco, quien afirmó que “uno de los temas más importantes que hay en Chile en relación al tema energético es cómo hacemos desarrollo con protección ambiental, lo que hoy es un tema de sobrevivencia para la especie humana. Si no hacemos esto como especie vamos a desaparecer. Y de ahí viene el tema de la descarbonización, de cómo transitamos de un sistema de altas emisiones a uno de bajas emisiones” (LarrainVial, 2018). Así, el Estado chileno ha encarado lo que anuncia como una actitud “́proactiva”, que vendría a diferenciarse de la prescindencia absoluta a la que estaba confinado, realizando las políticas que regulan el cambio de la matriz. Al contrario, Argentina carece de una política pública de transición energética trazada, a excepción de la apertura del mercado de las energías renovables al capital durante la era macrista. Más aun, el nuevo contexto macroeconómico en el que asumió el presidente Alberto Fernández (2019-2023) arroja una situación por lo demás incierta en los próximos años, con una deuda externa que sin duda reducirá el respaldo financiero estatal para la transición, por lo que la continuidad de estas políticas son todavía una incógnita.
Más allá de esto, es claro que tanto en Chile como en Argentina persisten problemáticas urgentes para ser investigadas que se yerguen sobre el manto de opacidad reinante en sus sistemas eléctricos. Estas requieren pensar y analizar la articulación entre renta, empresa privada y sector público, mismo entre las políticas de subsidios, tarifas y la actividad fiscal como modo básico de redistribución. Diseccionar esa trama permitiría conocer el destino de la renta energética de manera profunda, y por lo tanto actuar sobre ella. Seguidamente, un segundo elemento a investigar consiste en diseñar planes estratégicos con metas a corto, largo y mediano plazo, y pensar las alternativas concretas para ser aplicados. En relación a esto último, podemos destacar algunas dinámicas todavía incipientes. El Estado chileno piensa vehiculizar una suma considerable de fondos públicos para vincular política de innovación y desarrollo al entorno solar, litifero y minero del norte del país, con el propósito de gestar una incubadora de empresas en esos rubros. Aunque estos proyectos resultan atractivos para pensar una mayor intervención pública, lo cierto es que la experiencia chilena es especialmente fructífera para propugnar innovaciones conservadoras de corte mercantil. Sería preciso, entonces, pensar en las posibilidades de construir “tecnología social” y gestión comunitaria que pueda comportar la actividad del sector renovable, y aquí la reciente modificación de la ley de generación distribuida se erige como un punto clave, dado que permitiría la generación cooperativa y el net metering virtual. De ser reglamentada sobre la base de sus aristas más transformadoras, se abre así un campo de acción en el país que hoy por hoy parece ser asfixiante si de predominio de lucro se trata. En el caso de las cooperativas, las posibilidades al respecto se muestran prometedoras, potenciadas por una legislación que ofrecería las condiciones para poder llevar adelante proyectos disruptivos.
En el caso argentino, independientemente de que el impulso a las renovables se haya erigido por un patrón financiero-económico, existen una serie de entradas posibles para pensar la acción público-social de las energías alternativas, las cuales dividimos en ciertas escalas. A nivel macro, en la escala nacional, se trata de resituar el carácter estratégico y social de la energía para sostén del país a partir de reforzar el carácter público de la energía. En los hechos, YPF ha creado una empresa eléctrica, YPF Luz, que bajo un parámetro economicista se propone ser el quinto player en ese campo, así como existe ENARSA, que supuestamente actuaría en el campo de la energía renovable. Asimismo, la posibilidad de que el sistema científico-técnico se vuelque a trabajar sobre las oportunidades que ofrece el nuevo paradigma energético existen. Por otro lado, las escalas provinciales y locales son otro espacio clave para propiciar la democratización de la energía. Las chances de ganar en eficiencia, de producir energía renovable, de potenciar la generación distribuida son ciertas y necesarias. Con todo, existe en este campo una heterogeneidad estructural y una dispersión de las esferas e iniciativas, movidas de manera etérea por el incentivo económico, que bien pueden dirigirse a reproducir una neodependencia, la mercantilización de la energía o, en el mejor y lejano de los casos, una presencia más sustancial de la esfera pública.
En Uruguay, la particularidad reside en que el peso de la “cosa pública” es tan grande, y en los hechos con firmas tan robustas, que la dinámica mercantil no ha tenido la suficiente fuerza para desplegarse aunque haya generado una cierta legalidad acorde en los 90. Por ejemplo, aun UTE sigue implantando las reglas de juego porque en la práctica es el único comprador; y desde el MIEM se despliega una potente cartera energética orientada hacia la consolidación de las energías renovables y el fomento de las diversas posibilidades tecnológicas: Proyecto de electromovilidad Moves; Proyecto de Eficiencia Energética; Proyecto de Producción de Energía a partir de Biomasa; Programa de Economía circular; Programa de Energía Solar; y Proyecto BioValor. Ahora, ciertamente, el punto de la generación distribuida es particularmente problemático, y puede que un punto medular resida en cómo se va a implementar y bajo qué modalidades. Frente a esto, la clave se encuentra en oponer la descentralización público-social frente a la descentralización para el capital. La cuestión, claro está, es si la generación distribuida va a significar una consolidación de los actores privados y su acumulación, o una creación de una ancha base social dedicada a la producción de energía para convertirse en una vía de la redistribución. La pregunta, en este caso, es ¿cómo la desconcentración y descentralización no atenta contra la vinculación público-social entre UTE y la población uruguaya? Un punto que quizás es posible atender es la relación entre energía y cooperativas, puesto que en el país el movimiento cooperativo en general -no el energético- es muy importante, por ejemplo, en las cooperativas de vivienda, que podrían incluir la generación energética en su accionar.
A largo plazo, el control de las tecnologías de energía renovables, de las tecnologías de la información vinculada a los sistemas inteligentes y la descentralización social, puede hacer crecer la potencia público-social del país. Su contracara es que UTE pierda tendencialmente la gestión del nuevo paradigma energético descentralizado, acentuando la tendencia que se presentó con la privatización de la generación. Pero lo central no consiste en oponer una política autónoma frente a la centralidad de UTE, sino de oponer una política estratégica de mediano y largo plazo de descentralización público-social, y, si se quiere, de recentralización tecnológica, frente a la descentralización que propone el capital, porque allí estriba la capacidad de hacerle frente. La singularidad de esta situación coloca a Uruguay, como ningún otro país del Cono Sur, con posibilidades de enarbolar un proyecto estratégico integral de transición energética y de control público-social de las tecnologías, la renta y el comando del sistema eléctrico.
En resumen, en base a el trabajo realizado en el Cono Sur, se ha tornado notorio el modelo mercantil implantado para el desarrollo de las energías renovables en la región; y entre las alternativas, uno de los puntos clave reside en que la generación distribuida -entendida en sus meros términos técnicos como aquella que se realiza de manera no centralizada-, es un componente que tenderá a agudizarse, y que constituye un elemento central en la reorganización del sistema eléctrico; una suerte de direccionamiento tendencial fuerte y a la vez una ventana de oportunidad. Empero, la cuestión central reside en si esa distribución mantiene el esquema de la concentración en la generación y del privilegio de los grandes actores en el sistema eléctrico o sí, por el contrario, se potencian las experiencias público-sociales, se promueve la democratización. Las tendencias y las relaciones de fuerza parecen encontrarse y dirimirse en ese campo. Chile y Uruguay son los laboratorios privilegiados de la transformación del paradigma energético en Sudamérica en cada una de esas vertientes, básicamente porque se encuentran “adelantados” respecto del resto de los países, mientras que en Argentina, la transición reclama la necesidad de desplegar su posibilidad en diferentes escalas políticas.