Servicios
Descargas
Buscar
Idiomas
P. Completa
De las batallas por la memoria a la marca del conflicto: “terruqueo”, estigmatización y violencia en el Perú reciente
Fernando Velásquez Villalba
Fernando Velásquez Villalba
De las batallas por la memoria a la marca del conflicto: “terruqueo”, estigmatización y violencia en el Perú reciente
From the battles for memory to the mark of the conflict: “terruqueo”, stigmatization and violence in recent Peru
e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 20, núm. 80, 2022
Universidad de Buenos Aires
resúmenes
secciones
referencias
imágenes

Resumen: En el marco de lo que en este artículo se entiende como “Perú reciente” (es decir, el Perú post-fujimorista en general y el periodo 2016-2021, en particular) este trabajo estudia la relación entre la memoria del conflicto armado interno peruano (1980-2000) y lo que en el Perú se denomina “terruqueo” como una tecnología para deslegitimar y estigmatizar los movimientos sociales que contestan el discurso neoliberal de desarrollo y modernidad. Tomando en cuenta los elementos que el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003) identifica como centrales para entender la violencia política y armada (el racismo, la discriminación y el centralismo), este artículo analiza, desde la perspectiva de la colonialidad, el proceso de construcción artificial y conveniente que convierte a una movilización social que contradice la totalidad fujimorista, en un enemigo político.

Palabras clave: Perú, memoria, fujimorismo, terruqueo, neoliberalismo.

Abstract: Within the framework of what is understood in this article as “recent Peru” (that is, post-Fujimorista Peru in general and the 2016-2021 period in particular), this paper studies the relationship between the memory of the Peruvian internal armed conflict (1980-2000) and what in Peru is called "terruqueo" as a technology for delegitimising and stigmatising social movements that contest the neoliberal discourse of development and modernity. Considering the elements that the Truth and Reconciliation Commission’s Final Report (2003) identifies as central to understanding political and armed violence (racism, discrimination, and centralism), this article analyses, from the perspective of coloniality, the process of artificial and convenient construction that turns a social mobilisation that contradicts the Fujimorista totality into a political enemy.

Keywords: Peru, memory, Fujimorismo, terruqueo, Neoliberalism.

Carátula del artículo

Artículos

De las batallas por la memoria a la marca del conflicto: “terruqueo”, estigmatización y violencia en el Perú reciente

From the battles for memory to the mark of the conflict: “terruqueo”, stigmatization and violence in recent Peru

Fernando Velásquez Villalba
Universität Hamburg, Alemania
e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 20, núm. 80, 2022
Universidad de Buenos Aires

Recepción: 20 Julio 2021

Aprobación: 15 Noviembre 2021

Introducción

El periodo presidencial iniciado en julio del 2016, luego de la victoria de Pedro Pablo Kuczynski sobre Keiko Fujimori, debía culminar con el traspaso de mando en julio del 2021. Dicho periodo estuvo caracterizado por la crisis político-institucional más relevante en dos décadas. La victoria de Kuczynski frente a Keiko Fujimori por menos 45 mil votos de diferencia colocó al Ejecutivo en una situación precaria respecto al balance de poderes con el Congreso. El legislativo, dominado por el Fujimorismo, tuvo una agenda políticamente conservadora que se centró, entre otras cosas, en intentar “gobernar con la mayoría parlamentaria” y bloquear iniciativas destinadas a reformar la educación secundaria o incluir la educación sexual en las escuelas públicas (Fowks, 2016). Aquello que podría parecer una expresión más del vínculo entre evangelismo y política en América Latina, en el caso peruano incluyó la censura de varios ministros de estado -notablemente los de educación y cultura- e, incluso, le negó la confianza al gabinete entero en su primer año de gobierno, algo sumamente inusual en la historia política peruana. Todos estos eventos se sucedieron en el marco del escándalo de corrupción Odebrecht.

Con otro presidente vinculado a un escándalo de corrupción, su frustrado impeachment, (luego retomado al comprobarse que compró votos fujimoristas para evitarlo) y su posterior renuncia, el entonces vicepresidente, Martín Vizcarra, asumió la presidencia en marzo del 2018. Su gobierno estuvo marcado por un intento de mani pulite a la peruana. Un referéndum en diciembre del 2018 prohibió la reelección parlamentaria y la de cualquier cargo público, buscó la creación de una nueva ley de partidos que, entre otras cosas, regule el financiamiento de organizaciones políticas, y propuso medidas para transparentar la administración de justicia. La consecuencia de esto se manifestó en el incremento de la tensión entre la Presidencia y el Congreso, que culminó con la disolución de este último en septiembre del 2019. El nuevo congreso, elegido en el 2020, declaró la vacancia de Vizcarra en noviembre de ese mismo año -en medio de la pandemia generada por la COVID-19-, lo que generó una movilización social general que paralizó al país por casi una semana. La población protestó contra el nombramiento de Manuel Merino, presidente del Congreso, como presidente provisional para culminar el periodo 2016-2021. La denominada “generación del bicentenario” tomó las calles expresándose contra la élite política que no sólo se mostraba corrupta, sino incapaz de solucionar problemas básicos como el acceso a la salud y a la educación de calidad. El suicidio del expresidente Alan García Pérez -acusado de corrupción en el marco del mencionado escándalo Odebrecht- y la prisión preventiva de Keiko Fujimori, acusada de liderar una organización criminal, son sólo dos ejemplos del nivel de penetración que tiene la corrupción en el aparato estatal. Sin importar el partido político, en el Perú, todos los expresidentes vivos tienen un proceso abierto, están condenados o prófugos de la justicia por acusaciones de corrupción. En un país donde la gestión pública está sometida tan dramáticamente a los intereses privados, el manejo de la pandemia resultó estar entre las peores del mundo en términos de seguridad sanitaria, plantas de oxígeno y disponibilidad de camas UCI, y la peor en términos de muertes por cada 100,000 habitantes (Euronews, 2021). Este es el contexto histórico, político y social que en este artículo define al “Perú reciente”.

En diciembre de 2020, sólo unas semanas después de las protestas sociales que acorralaron la efímera presidencia de Manuel Merino, y que acabaron con dos muertos y cientos de heridos, comenzó una revuelta de trabajadores agrícolas en Ica, una de las regiones agroexportadoras del Perú.[1] Las protestas se extendieron rápidamente a otros valles costeros bajo una reivindicación: mejores condiciones salariales. En agosto del 2000, dos meses antes de la caída de su gobierno, Alberto Fujimori (1990-2000) y su ministro de Agricultura, José Chlimper, aprobaron la “Ley de Promoción del Sector Agrario”, posteriormente denominada “Ley Chlimper”.[2] Esta ley autorizó la tercerización de los trabajadores agrícolas y reguló los salarios que debían recibir. En consecuencia, la relación entre empleado y empleador pasó a ser mediada por un tercero, lo que en la práctica tuvo como objetivo limitar el derecho de los trabajadores a organizarse y protestar contra su empleador real y directo. La reacción de las élites agroexportadoras a las protestas del 2020, acusando a los trabajadores de actividades terroristas, fue bastante predecible, y responden a lo que en el Perú se conoce como “terruqueo”, término que explicaremos más adelante y cuyo punto de referencia automático, en su intento por deslegitimar y estigmatizar las protestas actuales, es descalificarlas al tratarlas como una extensión política, histórica y social del conflicto armado interno (1980-2000).

El conflicto armado interno ha sido el ciclo de violencia más extenso y geográficamente extendido de la historia republicana del Perú. En el periodo 1980-2000, el número de víctimas producto del enfrentamiento entre las Fuerzas Armadas y las organizaciones subversivas es superior a todos los conflictos internos y externos del Perú desde la promulgación de su independencia en 1821 (CVR, 2003). Llamada guerra popular por su fundador, Abimael Guzmán Reinoso, Sendero Luminoso inició su lucha armada el 17 de mayo de 1980, cuando el Perú celebraba sus primeras elecciones desde 1963. A partir de ese momento, la espiral de violencia que involucró tanto a las organizaciones irregulares (como el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) como a las fuerzas del Estado, causó, de acuerdo con el cálculo presentado en el Informe Final de la CVR, aproximadamente 70,000 muertos y desaparecidos, siendo el 54% de ellos, a diferencia de otras experiencias de violencia política en la región, no por las Fuerzas Armadas sino por Sendero Luminoso.

En ese sentido, las memorias heredadas del conflicto pueden organizarse, de acuerdo con la propuesta de Cynthia Milton (2011; 2015), en torno a dos grandes ejes: uno que involucra a las memorias fujimoristas, heroicas o salvadoras; y un segundo eje centrado en las memorias de los derechos humanos o de las víctimas. La memoria fujimorista gira en torno a la figura de Fujimori, un outsider que llegó al poder por vías democráticas en 1990 y que, en 1992, dio un autogolpe convirtiéndose en un régimen autoritario y personalista que culminó en el año 2000 en medio de escándalos de corrupción y gravísimas violaciones a los derechos humanos, pero que, sin embargo, es recordado por muchos sectores de la sociedad peruana como un liderazgo fuerte y necesario que “salvó” al Perú del caos y “derrotó al terrorismo”. Esto ayuda a comprender, como en el contexto de las memorias del conflicto, la imagen de Fujimori está memorialmente asociada a la creación de un orden social, económico y político -que en este trabajo denominaremos totalidad fujimorista y sobre la que nos explayaremos más tarde- en el que el uso del miedo funciona como una herramienta para que amplios sectores de la sociedad peruana miren a las propuestas de izquierda con una combinación de desprecio y desconfianza, y el “discurso (o ideología) del desarrollo”, asociado al neoliberalismo, tenga carácter hegemónico.

En un contexto sociopolítico -el post-fujimorismo o un “fujimorismo sin Fujimori”- en el que la imagen del ex presidente se presenta como la del héroe injustamente preso, sirve para regular y estandarizar las narrativas políticas de verdad y no-reconciliación respecto a la violencia política del conflicto armado interno, muchas de las memorias de las víctimas o que están directamente relacionadas con los reclamos en términos de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el fujimorismo, son constantemente silenciados o estigmatizados (Drinot, 2007).[3] Esto que parecería ser un debate focalizado en la utilización del espacio público como espacio memorial, trasciende la dimensión de los estudios urbanos e impacta fuertemente en los procesos de memoria colectiva, las políticas públicas de reparación, la agenda cultural y, por supuesto, la percepción que algunos representantes de la sociedad civil tienen de las organizaciones, movilizaciones y protestas sociales de diversa índole, incluidas las ambientales, campesinas, estudiantiles u obreras (Henríquez, 2015; Ulfe Young, 2013).

Retomando -y conectando con- lo mencionado al inicio sobre las protestas campesinas de diciembre del 2020, el Informe Final tuvo como objetivo proponer una verdad moral que sirviera como sostén para iniciar los procesos de memoria del conflicto armado interno (Lerner, 2011). Pero esta verdad moral, perfectible y afectivamente vinculada con la búsqueda de justicia como antesala a la reconciliación, se enfrentó rápidamente a las narrativas de verdad propuestas por el fujimorismo que, como hemos mencionado, planteó una memoria maniqueísta donde la responsabilidad penal, moral e histórica de la violencia, recaída casi exclusivamente en las organizaciones subversivas. Esta construcción política de la violencia organizó a los actores del conflicto en bandos cuyos límites fueron dicotómicamente inflexibles: los “terrucos” y los otros. Así, dentro de la narrativa fujimorista, el “terruco” no sólo es el representante de una época de violencia armada -el terrorismo-, sino también la representación del caos, el subdesarrollo, la hiperinflación y la crisis económica a la que, siempre en la visión fujimorista, Fujimori vino a poner fin (Martínez, 2009: 69).

Esto es especialmente relevante para entender por qué el discurso del “terruqueo” es un discurso construido por las élites no sólo para proteger el modelo económico, sino también para construir un orden social donde los “terruqueados” no sólo son “terroristas”, sino también “enemigos del desarrollo”. Por ello, el “terruqueo” se convierte en una construcción discursiva de carácter político, económico, social y étnico, que se basa en la necesidad de crear un enemigo sociopolítico, cada vez que un actor o grupo se opone a la totalidad neoliberal-fujimorista del discurso moderno desarrollista.

En esta lógica neoliberal-fujimorista se inserta el llamado “Régimen Laboral Especial” promovido por la mencionada “Ley Chlimper”. Este régimen que se suponía de carácter temporal fue prolongado en el 2006 hasta el 2021 por el entonces presidente Alejandro Toledo (2001-2006), y en el 2019, el expresidente Martín Vizcarra (2018-2020) prorrogó este régimen laboral aún más, hasta el 2031.[4] Sin embargo, mientras la mayoría de los trabajadores vienen sufriendo las consecuencias de la crisis sanitaria y económica producida por la pandemia del COVID-19, y en un contexto de protestas masivas contra la élite política, el campesinado organizado salió a las calles el 5 de diciembre de 2020, bloqueó carreteras y obligó al Congreso y al nuevo presidente, Francisco Sagasti, a poner fin a la “Ley Chlimper” (Torres, 2020). Es importante resaltar que la gestión de la pandemia por parte del Estado, ha optado, generalmente, por alternativas represivas y la reducción de los derechos laborales, incluida la denominada “suspensión perfecta de labores” que, en la práctica, opera como un despido sin indemnización encubierto,[5] mientras que, al mismo tiempo, otorgó un paquete de ayuda financiera a las empresas que, en su momento, fue considerado el mayor del mundo en relación al producto bruto interno nacional (Perú – Ministerio de Economía y Finanzas, 2020).

Estas protestas campesinas, así como otras formas de movilización, han sido constantemente desacreditadas tanto por las élites políticas y económicas, como por los medios de comunicación, que recurren a lo que en Perú se conoce como “terruqueo”, un instrumento retórico para construir un enemigo sociopolítico que se presenta no sólo como ajeno a la sociedad, sino también como dañino y peligroso. Esta construcción puede ser vista como una encarnación discursiva de las batallas por la memoria (Jelin, 2002) surgidas de la historia del conflicto armado interno, particularmente en lo que se refiere a identificar quiénes son las víctimas y quiénes los perpetradores. Esta forma discursiva de juicio social ha servido para apoyar la deslegitimación de ciertas narrativas de memoria que se han centrado en la denuncia de las violaciones de los derechos humanos, en la identificación de las víctimas y en la exigencia de reparaciones. Además, ha servido para deslegitimar diversos reclamos provenientes de agendas progresistas.

Siguiendo a lo que Gerard Namer (1983) y Elizabeth Jelin (2002: 30-33) denominan batallas por la memoria, este trabajo se centra analizar cómo el miedo político, la vigilancia y la estigmatización son utilizados para defender la memoria heroica o salvadora del fujimorismo, sostenida por un discurso e ideología neoliberales del desarrollo y progreso, que ayudan a “justificar” el pasado autoritario y el uso de la violencia estatal, frente a la memoria de los derechos humanos, sostenidas por las víctimas del conflicto armado interno (Milton, 2011; 2015). En ese sentido, este artículo presenta al “terruqueo” como una herramienta de control y disciplinamiento social que emerge de una construcción legal-institucional. Seguidamente, nos centraremos en el impacto que tiene en los debates memoriales actuales y la forma en que se expresan, así como los procesos de exclusión gestionados a partir de la creación artificial de “enemigos del desarrollo” que atentan contra “la seguridad nacional”. Finalmente, analizaremos la dimensión colonial de dichos discursos estigmatizadores y su impacto en las políticas de derechos humanos y la percepción social que se construye alrededor de la dicotomía víctima/perpetrador.

El “terruqueo”: de instrumento legal a herramienta social

En este artículo, el “terruqueo” es entendido como la “socialización” de un discurso legal que se remonta a 40 años atrás, con la piedra fundacional de la legislación antiterrorista peruana en 1981, durante el gobierno de Fernando Beláunde (1980-1985). Nos referimos particularmente al Decreto Legislativo 46, que tipificaba los delitos de terrorismo, pertenencia a organización terrorista y lo que desde entonces se califica como “apología del terrorismo”, entendida como cualquier forma de enaltecimiento o defensa de los discursos políticos de las organizaciones subversivas. Ante la falta de precisión, los legisladores optaron siempre por la configuración de tipos penales abiertos, en los que es muy fácil entender cualquier hecho o cualquier acto contra las personas o contra el patrimonio y definirlos como terrorismo (Rivera Paz, 2007: 69).

El nuevo Código Penal, promulgado en abril de 1991, incorporó el delito de terrorismo y otros delitos, como la asociación ilícita terrorista y los actos de colaboración a las organizaciones subversivas. Hasta ese momento la legislación antiterrorista, aun siendo una legislación ad hoc, se había desarrollado dentro de los parámetros de un estado de derecho. Sin embargo, a inicios de mayo de 1992, el nuevo régimen autoritario promulgó los Decretos Ley 25475 y 25659, que a partir de entonces serían reconocidos como la nueva ley antiterrorista. No sólo se tipificó el concepto básico de terrorismo, sino también los llamados terrorismo agravado, actos de colaboración, asociación ilícita, instigación y apología del terrorismo. La legislación del nuevo régimen hizo un especial esfuerzo por romper las reglas de precisión y claridad de los tipos penales, con el evidente propósito de incluir en cada uno de ellos el mayor número de actos humanos que pudieran ser perseguidos penalmente.[6] Esto hizo posible no sólo la persecución de los sospechosos de actividades terroristas, sino también la estigmatización de la izquierda política democrática, que en varias ocasiones incluyó la persecución y el encarcelamiento de sus militantes.[7]

De este modo, la figura del “terrorista” fue presentada como la personificación del mal. Al criminal se le deshumaniza y no se le asigna otra característica que la de futuro convicto. La dureza de la legislación antiterrorista fujimorista sitúa al terrorista como el enemigo más peligroso para la sociedad y el Estado. La sentencia de cadena perpetua hace imposible su redención, ya que nunca podrá pagar por sus crímenes. Es decir, un terrorista, por más que cumpla su condena (en caso de que no haya sido condenado a cadena perpetua), nunca dejará de ser un terrorista. El enemigo siempre será el enemigo y, por tanto, si el terrorista sigue vivo, la “época del terrorismo”, al menos en algunas memorias, es un miedo latente y, por lo tanto, puede repetirse.

Con la caída del gobierno de Alberto Fujimori en 2000, muchas de estas leyes fueron derogadas o modificadas. Algunas de ellas fueron declaradas inconstitucionales, por lo que los sucesivos gobiernos, especialmente los de Valentín Paniagua (2000-2001) y Alejandro Toledo tuvieron que hacer frente a una serie de denuncias en foros internacionales que obligaron al Estado peruano a revisar las sentencias judiciales, liberar a inocentes o volver a juzgar a los presos condenados bajo el sistema de “jueces sin rostro”. El carácter represivo de los Decretos 25475 y 25659 de Fujimori, que afectaban gravemente a los derechos universales de los acusados de terrorismo, hizo posible que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronunciara contra Perú.[8] Sin embargo, tras el gobierno de Fujimori la modificación de la legislación anterior fue interpretada por las fuerzas políticas opositoras y filo-fujimoristas como signos de debilidad de las administraciones democráticas, como la exhibición de una postura garantista o proterrorista, y que estas leyes estaban más preocupadas por los “derechos humanos de los terroristas” que por los de sus víctimas. Así se revitalizó la idea de la “mano dura” construida en torno a la imagen de Fujimori, que no sólo cobró fuerza, sino que contribuyó a reinstalar un temor recurrente instalado durante el conflicto armado interno: “los ‘terrucos’ pueden volver”. De esta manera, el “terruqueo” adquiere un nuevo significado para convertirse en un instrumento legal de persecución, así como en un discurso social que sirve para complementar una doctrina legal que enfatiza la identificación de los “delincuentes” en lugar de prestar atención a los “delitos”. Es decir, se vuelve más importante saber quién es el delincuente que averiguar si realmente se cometió un ilícito.

Aunque la legislación antiterrorista fujimorista tenía muchos vacíos legales, el fujimorismo logró construir un ambiente político en el que la mera sospecha era suficiente para generar desconfianza y terror entre la población (Burt, 2006; 2014). Además de ser calumnioso, el “terruqueo” ha servido para despertar memorias y profundos temores del conflicto armado interno. Además, el “terruqueo” socava los intentos de las organizaciones sociales de crear cualquier forma de oposición contra las élites hegemónicas. Por lo tanto, el “terruqueo” es, sobre todo, un intento de controlar y monopolizar la legitimidad política recurriendo a las memorias del pasado reciente. El miedo a la repetición del doloroso pasado es lo suficientemente poderoso como para manipular a la opinión pública y criticar las diversas protestas sociales.

Teniendo en cuenta lo anterior, nos centraremos en cómo se relaciona el “terruqueo” con el contexto sociopolítico reciente, analizando dos de las características más relevantes de las formas de gobierno autoritarias: la vigilancia (Foucault, 1977) y el miedo (Robin, 2008). Siguiendo a Foucault, se entiende por vigilancia las prácticas disciplinarias que ejerce el Estado a través de sus instituciones. En este artículo, nos referiremos principalmente a los múltiples mecanismos de censura social que en Perú se han utilizado para deslegitimar las expresiones sociales que cuestionan la narrativa heroica tanto del fujimorismo como de las Fuerzas Armadas. Además, el éxito de estas estrategias de censura está signado por su capacidad de infundir miedo en la población. En este punto, la pregunta lógica es: ¿miedo a qué? Después de la experiencia del conflicto armado interno y los procesos de memoria que se iniciaron, el miedo está directamente asociado a la posibilidad de ser calificado como “terrorista”. En este sentido, el fujimorismo ha sido absolutamente exitoso en construir no sólo una lógica de “héroe permanente” y de memoria salvadora alrededor de la imagen de su fundador, sino principalmente en proponer un único gran enemigo: el espectro político de izquierda. Esto incluye, de manera difusa, a todas las formas de organización sociopolítica que cuestionan tanto el lugar histórico que el fujimorismo se ha ido construyendo, como el modelo económico neoliberal implementado, a partir de la Constitución de 1993.

En este escenario, uno de los retos para el proceso de democratización en el Perú reciente es deshacerse de aquellas estructuras fujimoristas que regulan social y simbólicamente la disidencia, es decir, las formas de organización y movilización social y política que contestan el autoritarismo económico propuesto por la hegemonía neoliberal diseñada durante el fujimorismo. Esto se vincula directamente con la idea de soberanía basada en el control de la legalidad bajo el principio de autoridad (Schmitt, 2009). Así, la soberanía, entendida como el orden y las reglas que definen la competencia y la convivencia política, se convierte en un elemento central del contrato social político -tácito- impuesto por el fujimorismo.

Como mencionamos en la introducción, en el marco de lo que consideramos Perú reciente (básicamente, lo que debió ser el periodo de gobierno constitucional de Pedro Pablo Kuczynski, 2016-2021), las manifestaciones de noviembre de 2020 contra el gobierno de Manuel Merino, protagonizadas principalmente por jóvenes, se organizaron bajo varios lemas, entre los que destacan dos para los fines de este artículo: “la generación del bicentenario” y “se metieron con la generación equivocada”. Lo que se trata en estos eventos es de una relación mediada, una vez más, por la conexión continuidad-ruptura entre el pasado y el presente o, más específicamente, entre las diferentes versiones del pasado que coexisten en la actualidad. Por un lado, este nuevo ciclo de protestas que se ha convertido en movilizaciones sociales ya no arrastra la memoria histórica del conflicto armado interno, por lo que los procesos de “terruqueo” ya no determinan el comportamiento sociopolítico de la sociedad civil. Por otro, aunque esta generación no es responsable de la actual crisis política peruana, sí ha sufrido directamente las consecuencias del proceso de neoliberalización, desmoralización y descomposición del sistema político y económico peruano. Afirmar que “se metieron con la generación equivocada” es, entonces, una declaración desafiante que proviene de un sector demográfico no moldeado por los discursos de la memoria de los últimos 40 años: el fujimorismo, otros sectores conservadores, incluidos los que proponen las Fuerzas Armadas, y algunos otros partidos políticos, como el APRA y Acción Popular.

Las batallas por la memoria han tenido lugar en un contexto de alta polarización, donde el debate político se establece en torno a la dicotomía “ellos/nosotros”. En este escenario, parece oportuno recuperar el concepto agonístico de democracia de Mouffe. Como tal, la imposibilidad de llegar a un acuerdo es precisamente lo que puede servir para dinamizar el debate y producir nuevos campos de discusión (Mouffe, 1992; 2019). Sin embargo, esta lógica antagónica no significa que el consenso sea imposible. Significa que los límites de la discusión son lo suficientemente amplios como para que coexistan los actores de la memoria. Por supuesto, esto requiere mínimamente que los actores involucrados sean democráticos, y, precisamente, uno de los problemas más graves en el actual contexto peruano -e íntimamente influenciado por el “terruqueo”- es que las batallas por la memoria no se conciben dentro de una lógica de confrontación/diálogo entre rivales, sino bajo una lógica que supone el exterminio de la “narrativa enemiga”. La conformación de la CVR en 2001 y la publicación de su Informe Final en 2003 significaron no sólo la posibilidad de conocer y tratar de comprender el horror de la violencia, sino también la oportunidad de contrastar las diferentes memorias del conflicto que guardan las organizaciones de derechos humanos y el fujimorismo con las que recopilaron los comisionados. En suma, lo que el Informe Final logró y promovió fue la necesidad y legitimidad para abrir una discusión social sobre el periodo 1980-2000.

En esta coyuntura es crucial hacer la distinción entre lo legítimo y lo legal. La legalidad es la organización de un orden jurídico creado en el seno de la comunidad político-judicial para regular el comportamiento de la sociedad, mientras que la legitimidad apela a la justificación ética de la aplicación de dicho orden (Falk, 2004; Luhmann, 1970; Thornhill, 2010). En un sentido ideal, la legalidad, para ser legítima, debe satisfacer ciertos objetivos y valores de la comunidad, es decir, no basta con que una ley sea aprobada democráticamente, sino que debe tener un espíritu y objetivo democrático (Held, 1991; Ross, 1989). En este sentido, el tratamiento de la “época del terrorismo”, como lo llaman los detractores del Informe Final, o del conflicto armado interno desde una perspectiva cultural nunca ha sido formalmente ilegal, pero se ha hecho creer a la sociedad que es ilegítimo discutir el papel que juegan las Fuerzas Armadas en el centro y sur de los Andes. La legitimidad abierta por el Informe Final a través de la necesidad de abordar el pasado reciente significó que los debates sobre temas que históricamente fueron tratados como tabú, inevitablemente se conviertan o generen nuevas batallas de la memoria. En este caso, esto se manifiesta en el ámbito de la cultura y su recepción sociopolítica.

Desde el ámbito cultural han ido surgiendo otras visiones sobre el conflicto armado interno, lo que ha servido para romper con el silencio tácito impuesto por el fujimorismo. Por ello, las actividades culturales en torno a la memoria han venido contribuyendo a la tarea democratizadora, no sólo mediante la exhibición de nuevas narrativas de la memoria, sino también a través de su difusión e invitación a la deliberación y discusión. El fujimorismo ha adquirido una dimensión total: no sólo ha construido un discurso abarcador en torno a su “memoria salvadora”, sino que también ha forjado una idea integral del paradigma de desarrollo económico y orden político: el neoliberalismo y la Constitución de 1993. Por eso, la resistencia a esta totalidad fujimorista aflora en ámbitos que el fujimorismo no controlaba, como el cultural o los movimientos estudiantiles.[9]

La cultura como medio para enfrentar y procesar las memorias del conflicto armado interno, y las recientes movilizaciones sociales, han facilitado la ruptura con el miedo, la estigmatización y la criminalización normalizada en el pasado reciente. En ese sentido, es necesario comprender la excepcionalidad del caso peruano dentro del marco latinoamericano, y que lo sitúa fuera de las dinámicas de la Guerra Fría, y con procesos revolucionarios o de violencia política que “llegaron tarde”, sobre todo si se compara con Argentina, Uruguay, Chile o incluso Colombia. Sin embargo, teniendo en cuenta los procesos actuales que tienen lugar en Perú, este artículo dialoga con las similitudes con otras experiencias (re)democratizadoras latinoamericanas, como la movilización social en curso “Chile despertó”, que ha puesto claramente de manifiesto la fuerza de la sociedad civil para transformar el orden neoliberal, o el “que se vayan todos” de la Argentina del 2001.

La democracia peruana expone características autoritarias marcadas no sólo por su historia colonial, expresada aún hoy en su sociedad e instituciones, sino también por la vigencia de la ya mencionada Constitución de 1993, promulgada por un congreso constituyente (1992-1993) que no contó con la participación de varios partidos de la oposición, que fue hecha a la medida del entonces presidente Fujimori para asegurar su reelección presidencial, y que garantizó la mayoría legislativa de su partido. Sus directrices han organizado la política económica del país y son, en última instancia, responsables directos de la crisis política iniciada, como mencionamos en la introducción, con la elección de Pedro Pablo Kuczynski en el 2016 y con una oposición con capacidad para marcar la agenda legislativa, censurar ministros y vacar al presidente. En este escenario, la “marca autoritaria” peruana no requiere de un miembro de la familia Fujimori para continuar con dicha agenda, ya que ésta puede asegurarse a través de la continuidad de ciertas prácticas represivas que no sólo se han mantenido, sino que se han fortalecido desde el 2000, y que se han manifestado a través de la profundización de los conflictos sociales, laborales, étnicos y ambientales.

La persistencia del “terruqueo” bajo la memoria fujimorista

Tres elementos son importantes para tener en cuenta al analizar el origen y el lugar del “terruqueo” en el Perú actual. En primer lugar, el “terruqueo” recurre a patrones coloniales ligados a la etnicidad y la clase para la identificación y estigmatización de un supuesto enemigo. En segundo lugar, la colonialidad del “terruqueo” se refleja igualmente en la persistencia de una memoria y una totalidad fujimoristas que se presentan como el “sentido correcto de la historia”, es decir, una lógica de desarrollo centrada en la economía de mercado, la desactivación de las organizaciones sociales y la privatización de los recursos públicos y naturales. Finalmente, la intersección entre colonialidad, memoria y “terruqueo” subordina los derechos de los ciudadanos, incluidos los derechos humanos y sus memorias, a los intereses de las élites económicas, es decir, al mercado y a la lógica neoliberal del desarrollo.

Como hemos visto, el “terruqueo” es una herramienta para infundir miedo construida a partir de dos elementos de la memoria histórica: el miedo a un enemigo ya conocido (el terrorismo, Sendero Luminoso, etc.); y el miedo a repetir las atrocidades del pasado (la espiral de la violencia). Este doble sentido ha servido para perpetuar un incesante enfrentamiento entre “nosotros” y “ellos” que va más allá del surgimiento y el declive real de Sendero Luminoso. En la base de este constructo se encuentra también una cultura política consistente en la gestión de la exclusión (Dagnino, 2018), que puede entenderse como la reducción del “acceso a la ciudadanía”. Sin embargo, el miedo no solo está asociado a la violencia, sino también al caos económico y financiero, especialmente el heredado de la dictadura nacionalista de Velasco Alvarado (1968-1975) y el primer gobierno de Alan García (1985-1990) que terminó en un proceso hiperinflacionario. En ese contexto en el Perú debemos hablar de “miedo político” ya que, de hecho, éste ha servido como un instrumento eficiente para mantener tanto el statu quo político como el económico (Robin, 2008). Ha servido -también- para mantener una memoria útil para sostener una narrativa fujimorista, especialmente una “memoria neoliberal”, en la que se construye una campaña de miedo en torno a la posibilidad del retorno -no sólo de la violencia política- sino también de las crisis económicas y administrativas a las que, según el fujimorismo, puso fin el fujimorismo.

El fujimorismo ha tenido éxito en dos campos: primero, en la creación y promoción del discurso de que el Perú necesita del fujimorismo; y, segundo, en la conformación de un diseño sociopolítico y económico donde Fujimori tiene que ser visto como un “héroe permanente” en oposición al “enemigo permanente”. Ambas estrategias encajan bien en un escenario en el que el Perú actual, efectivamente, sigue enfrentando importantes desafíos en términos de desarrollo social y económico, pero, sobre todo, en términos de su seguridad nacional debido a la presencia de facciones disidentes de Sendero Luminoso que colaboran con los narcotraficantes en la selva central peruana. Esto explica que esta zona, conocida geopolíticamente como el Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), esté permanentemente bajo un estado de excepción en forma de estado de emergencia.[10]

Esto significa que en un estado de excepción permanente (Schmitt, 1985; 2009), la necesidad de una figura heroica se vuelve también permanente, y es precisamente en este campo donde memoria y “terruqueo” se entrelazan. En este sentido, la supervivencia del Estado está por encima de la supervivencia de un determinado actor político, memorial o social. Este enfoque es útil no sólo para entender el carácter represivo de algunas instituciones del Estado sobre el VRAEM, sino también la justificación teórica para trazar los límites de lo legal y lo legítimo. Es así como la “seguridad nacional” ya no es sólo una herramienta discursiva para sustentar y justificar el “terruqueo”, sino un dispositivo jurídico-constitucional que engloba la retención del control sobre la elaboración de la política económica, la gestión del territorio, la explotación de los recursos naturales y la participación político-electoral. El abuso del estado de excepción se ha convertido ante todo en un instrumento para regular la protesta social y los discursos políticos, representando así uno de los mayores éxitos y legados del fujimorismo. Un estado de excepción permanente “justifica” una forma de regulación del conflicto que limita la participación de ciertos actores.

En el contexto del “terruqueo”, el uso de las memorias heredadas del conflicto armado interno sigue ofreciendo dividendos políticos. Funciona como un conjunto de prácticas sociales y jurídicas para disciplinar a la población a través del miedo, que logran eliminar el debate. En este escenario, las iniciativas de memoria no sólo son indeseables sino, sobre todo, inconvenientes ya que trastocan estas prácticas destinadas a promover la normalización de ciertos discursos metodológicamente violentos y esencialmente autoritarios.

El miedo, por supuesto, no crea su eficacia a partir de una única técnica, ya que debe sofisticarse constantemente para aumentar su eficiencia. Es en esa instancia que el miedo funciona como complemento de la vigilancia, para lo cual necesita exhibir su poder para acompañar los procesos de normalización y disciplinamiento. Más que actuar para reprimir las narrativas de la memoria que amenazan las versiones oficiales de la historia, el miedo trabaja para impedir y desalentar su propia formación. En un contexto formalmente democrático, los escuadrones de la muerte ya no son viables, legales ni legítimos, y deben ser sustituidos por unidades especializadas de la policía nacional o de los servicios de inteligencia. Del mismo modo, en una “sociedad pacificada”, la represión política ya no es llevada a cabo por las Fuerzas Armadas, sino por las instituciones y prácticas del Estado encargadas de regular la legalidad y la legitimidad de unos discursos o acciones políticas sobre otros.

La estigmatización de la disidencia social, la criminalización de la protesta social o el desprecio hacia algunas formaciones políticas de izquierda utilizan elementos similares a los desplegados anteriormente en toda la región latinoamericana. La izquierda política es presentada en los medios de comunicación hegemónicos y por las élites dominantes, dependiendo del país, como una amenaza para la democracia, como una extensión del supuesto autoritarismo y corrupción del régimen venezolano o cubano, o como vinculada a actividades guerrilleras (Martínez & Goenaga, 2017). En este sentido, las elecciones presidenciales peruanas de 2021 mostraron cómo el “terruqueo” polarizó la campaña electoral, presentando a Keiko Fujimori (Fuerza Popular) como la abanderada de la democracia, la estabilidad económica y el respeto a la propiedad privada, y a Pedro Castillo (Perú Libre) como el candidato que representaba la “amenaza comunista” por sus supuestos “vínculos ideológicos” no sólo con Nicolás Maduro, sino también con Sendero Luminoso. Perú Libre fue expuesto ante la sociedad civil durante el periodo electoral como un partido que, alejándose del modelo neoliberal fujimorista, haría resurgir “el terrorismo” reproduciendo en el Perú la crisis económica y humanitaria venezolana.

El candidato Pedro Castillo derrotó a Keiko Fujimori tras obtener el 50,125% de los votos, mientras que la hija de Alberto Fujimori obtuvo el 49,875%, lo que, en un país de 32 millones de habitantes, representa una diferencia de menos de 45,000 votos. Sin embargo, si se presta atención a los factores geográficos y sociales, se torna evidente que Castillo ganó en las regiones más desiguales y pobres de Perú, en las que predomina la industria minera. También ganó en las regiones indígenas y andinas, mientras que Keiko Fujimori lo hizo principalmente en Lima, y en menor medida en las regiones agroexportadoras de la costa peruana. También es importante señalar que Castillo obtuvo casi el 80% de los votos en regiones donde el conflicto armado fue especialmente violento (Ayacucho -que concentra la mayoría de las víctimas-, Huancavelica, Apurímac, entre otras regiones centro-sur andinas), así como en regiones donde todavía hay actividad narcoterrorista. El “terruqueo” no explica la fragmentación socioeconómica, política y étnica del Perú, pero es una expresión más de cómo el racismo, la discriminación social y el centralismo administrativo se convierten en un discurso político que plantea antagonismos irreconciliables entre lo rural y lo urbano, entre lo indígena y lo mestizo y, en definitiva, entre al menos dos proyectos diferentes de democracia y modelos económicos.

Este “terruqueo electoral” no es una excepción, sino una de las formas y momentos en que aparecen estas campañas de miedo y estigmatización. El “terruqueo” es un fenómeno latente que se hace más visible en tiempos de crisis, sobre todo porque estas crisis suelen expresarse en movilizaciones sociales o protestas ciudadanas, o en momentos en que, desde el interior de la sociedad, surgen narrativas que cuestionan el relato heroico fujimorista. Esto contribuye a deslegitimar las demandas sociales, políticas y ambientales entre la población en general, creando enemigos que se presentan ante la sociedad como irracionales y carentes de cualquier forma de legitimidad. Todo esto, en gran medida, explica no sólo el “terruqueo” en los medios de comunicación pro-Keiko Fujimori y la defensa del modelo económico apoyado por las corporaciones, sino también el éxito de estos discursos en ser replicados en sectores populares que temen no sólo que el candidato Pedro Castillo -maestro rural y dirigente sindical del sector educación- pueda ser un nuevo Hugo Chávez, sino también el surgimiento de una nueva “época del terrorismo”. Es así como el “terruqueo” se hace más evidente en momentos de alta polarización, como las elecciones, cuando surgen discursos que vinculan la etnicidad con el terrorismo (“indio terruco”), los lugares de origen equiparados con el nivel de educación institucional (el campesino ignorante), o la formación profesional con la ideología (maestro comunista).

Por lo tanto, dado que cualquier campaña anticorrupción, a favor de los derechos humanos, del medio ambiente, o a favor de la movilización sindical rompe el “contrato” propuesto por el fujimorismo, cualquier forma de disidencia fuera del marco propuesto por el actual orden peruano es susceptible de ser considerada subversiva, peligrosa o, en otras palabras, de ser “terruqueada”. En este sentido, asistir a un proceso de movilización social masivo en el Perú es un acto civil radicalmente opuesto a lo que la estrategia fujimorista normalizó en el período 1992-2000: el control total de la comunidad política ya sea de las élites a través del Servicio de Inteligencia Nacional; o de los sectores populares, limitando su capacidad de movilización a través de un sistema clientelar (Meléndez & León, 2010: 459).

Memoria de las víctimas, protesta social y colonialidad

En este apartado analizamos cómo los procesos de memoria llevados a cabo por las organizaciones de derechos humanos han sido también objeto de “terruqueo”. Lo dicho constituye una forma de revictimización sobre la base del estigma político y étnico. En el Perú, el uso del miedo no sólo sirve para desalentar las iniciativas de memoria en el campo de la cultura, o para estigmatizar las movilizaciones sociales, sino que también ha sido el vehículo para construir una narrativa de “verdad” en torno al “éxito” de la democracia peruana y su reducción o eliminación de los conflictos sociales, aunque esto haya ocurrido generalmente a través de la represión violenta. En ese sentido, el miedo si bien ha sido utilizado para mantener viva la memoria del conflicto armado interno, no ha servido de igual manera para tratar de resolver las violaciones de derechos humanos, ya que el miedo ha sido utilizado como un obstáculo y no como un incentivo para enfrentar las atrocidades del pasado.

Visto desde la perspectiva de los derechos humanos, el “terruqueo” surge como un instrumento que altera diversas reivindicaciones sociales o políticas cuestionando su legitimidad. La lógica es bastante simple: como dijimos párrafos atrás, las Fuerzas Armadas y la policía nacional ya no pueden ser utilizadas libremente para reprimir violentamente las protestas sociales. Tampoco es necesario, ya que el “terruqueo”, al apelar al miedo al caos, pero sobre todo a la necesidad de orden social y disciplina económica, es suficientemente eficaz para orientar a la opinión pública hacia el discurso del desarrollo neoliberal.

Así, el “terruqueo”, además de construir enemigos artificiales, es muy exitoso para hacer que personas inocentes, e incluso víctimas, sean percibidas como culpables o perpetradores. Como sugieren Aguirre (2011), Burke (1993) y Franco (2006), la descalificación basada en posiciones políticas, étnicas o nacionalistas tiende a aniquilar la reputación de las víctimas y produce su destrucción social. La dimensión y el alcance de la exclusión se rigen por la capacidad de emprender acciones concretas contra los excluidos: censura, detención, persecución, etc. Así, acusar de terrorismo a una persona u organización impone una categorización de la que es difícil liberarse, y reduce el ámbito discursivo a una relación ataque-defensa. Se pierde el foco de la discusión y el debate central se desintegra. En este contexto, el razonamiento jurídico se pierde o se subvierte; no es el acusador quien debe proponer la carga de la prueba, sino el acusado quien debe demostrar su inocencia. En esta actuación, la defensa ya no se ejerce sólo ante el acusador sino ante toda la sociedad. El “terruqueo”, entonces, construye un discurso que justifica la violencia y la represión dado que, bajo la racionalidad que propone, el terrorista en el contexto del conflicto armado o el enemigo del desarrollo situado en los conflictos sociales o ambientales de hoy no tiene otro destino que la cárcel, la desaparición o la muerte.

Es pertinente en este punto recordar los tres factores principales del Informe Final que, según la CVR, explican las causas de la violencia: el racismo, la discriminación social y el centralismo político. Cuando se traslada a la esfera pública, esta sobreestigmatización favorecerá inevitablemente la reproducción de estos estereotipos. Por citar algunos ejemplos, Theidon (2000) identificó el discurso militar en el contexto del conflicto armado interno, creando básicamente una correlación automática entre “indio” y violencia. En palabras de Franco (2006) este discurso militar se constituye como un discurso de sentido común que organiza las ideas y estereotipos construidos a partir del “nosotros” y “ellos”. Este problema se hace mucho más evidente, según Boesten (2008: 203-204), cuando, al analizar el trabajo de la CVR, concluye que, si bien las Fuerzas Armadas eran más diversas en términos étnicos que las comunidades indígenas andinas, la construcción de la división “nosotros-ellos” se justificaba fundamentalmente por la dicotomía campo-ciudad. La percepción de la población andina como irracional, misteriosa, violenta y cruel contribuyó, sin duda, a la violencia con la que las Fuerzas Armadas se acercaron a la población de las zonas más afectadas por la violencia de Sendero Luminoso. Esto también contribuyó a que la violencia de los soldados hacia las mujeres andinas fuera “tolerable” o “aceptable” por los ciudadanos costeños (Boesten, 2008: 204).

Esta supuesta “irracionalidad indígena andina” es el argumento perfecto para denostar las reivindicaciones sociales de las poblaciones indígenas y marginalizadas. En este sentido, dado que existe una superposición entre territorio (recursos naturales) y población (comunidades), la forma en que las élites políticas peruanas han justificado la sobreexplotación de los recursos naturales, sin importar la población o el medio ambiente, es a través del uso del “discurso del desarrollo (neoliberal)”, que prioriza el crecimiento económico por encima de otros indicadores, como las condiciones adecuadas de empleo, el respeto al medio ambiente, una mejor distribución de la riqueza, el acceso a una salud y educación de calidad, etc. (Pieterse, 1991; Raftopoulos, 2017)

Cuando se trata de movilizaciones sociales, el caso de las protestas agrarias mencionadas anteriormente en las que los campesinos exigían más y mejores derechos laborales, la persistencia del “terruqueo” también se hizo evidente. Benjamín Cillóniz, gerente general de SAFCO, una de las empresas agroexportadoras de la Región Ica, comparó las protestas campesinas con los tiempos del terrorismo. Su argumento no tuvo en cuenta que, mientras las exportaciones crecieron 800% durante el período de la “Ley Chlimper”, los salarios crecieron 300%. Aunque hay más gente trabajando, el salario total de la población económicamente activa no crece tan rápido como la ganancia comercial (Livise, 2020).

El otro componente del argumento de Cillóniz es su absoluta negación del contexto histórico y ambiental subyacente con respecto a la región donde hace negocios. El problema del agua en la costa peruana es antiguo. Históricamente, los conflictos hídricos y agrarios están determinados por la propiedad del recurso en torno a quién tiene los derechos del agua: la comunidad donde nace el afluente, la comunidad por la que pasa el afluente o la comunidad capaz de explotar el afluente en cualquiera de sus zonas (Aparcana, 2017). En este contexto, el éxito del “terruqueo” ha sido contribuir a consolidar un discurso en el que la modernidad y el desarrollo están intrínsecamente unidos a través de la explotación de los recursos naturales y humanos. Así, cuando los campesinos protestan, se les presenta como terroristas que ponen en peligro los planes de desarrollo, lo que es coherente con su naturaleza “incivilizada”. Se les describe entonces como “enemigos del desarrollo” o “terrucos”, es decir, miembros de organizaciones terroristas. Todo ello se utiliza ampliamente para acusar penalmente a los movimientos sociales y a sus dirigentes.

Bajo estos paradigmas neoliberales modernizadores se esconde un aspecto colonial arraigado en las prácticas políticas, económicas y sociales del Perú. Por lo tanto, dado que el desarrollo, entendido como crecimiento económico, es supuestamente la justificación perfecta para el ejercicio de la violencia estatal, todas las formas de violencia contra el Estado son clasificadas como anti-progreso y anti-desarrollo, “subversivas” o “terroristas”. Así, la idea de crecimiento económico se convierte en una propuesta axiomática que normaliza y estandariza un discurso de progreso que se opone a la tradición expresada en el componente indígena del país. Bajo esta lógica, la secuencia racismo-etnicidad, discriminación-ruralidad y centralismo-urbanidad construye enemigos, generalmente indígenas, campesinos y de izquierda, que coinciden con el estereotipo, el fenotipo y biotipo del “terruco”.

Esto se hace dramáticamente evidente cuando vinculamos el “terruqueo” con las políticas de derechos humanos. Las consecuencias se manifiestan particularmente en el campo de los planes de reparación, y específicamente cuando se relaciona con la identificación de los cuerpos y la búsqueda de los desaparecidos. En este caso concreto, la conexión entre ciudadanía, reparación y simbolismo viene dada por lo que Robin Azevedo denomina “pánico moral” o “política del dolor” (Robin Azevedo, 2020). Su trabajo se centra en las “controvertidas” conmemoraciones realizadas por los familiares y simpatizantes de los miembros de las organizaciones subversivas asesinados extrajudicialmente en las masacres de las cárceles en 1986, y sus intentos de memorialización a través de un mausoleo de Sendero Luminoso construido en un distrito periférico de Lima, la capital. En este escenario, la pregunta es ¿quién tiene derecho a recordar y cuáles son los límites éticos del “terruqueo”? Evidentemente, la sociedad peruana se enfrenta al pánico que genera la mera posibilidad de que un memorial que recuerde a las “víctimas” pertenecientes a Sendero Luminoso pueda reavivar una espiral de violencia, como la vivida en los años ochenta. También está en juego la dimensión moral de la memoria y si es justo recordar a víctimas que, en cierta medida, son también victimarios.

Tomamos este ejemplo extremo sobre los conflictos de memoria entre el Estado y la memoria de Sendero Luminoso para resaltar cuán estrecho y problemático puede ser el concepto de víctima que se presenta a la sociedad civil. En este caso, la forma en que se construye el paso de ciudadano a víctima, o terrorista, también criminaliza (“terruquea”) la búsqueda de justicia por los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas contra civiles inocentes, en la que se construye un claro razonamiento: la víctima es señalada como elemento sospechoso. Esto se inserta en una peligrosa narrativa: los miembros de Sendero Luminoso están muertos, si están muertos, son culpables, y si son culpables, no son víctimas. Así, los “buscadores de la verdad” (víctimas) o quienes se hacen eco de esa búsqueda aparecen marcados bajo el estigma del terrorismo.

Lo anterior nos lleva a discutir brevemente una figura abyecta preeminente creada por los regímenes dictatoriales latinoamericanos de los años 70 y 80: los desaparecidos. El drama sociopsicológico desencadenado por las desapariciones forzadas de personas emana porque se niega la necesidad de hacer el duelo dentro del derecho a la sepultura, es decir, el derecho a conocer la verdad, que es lo que permite asumir las atrocidades del pasado, y aceptar la muerte para que la tarea del duelo pueda llevarse a cabo. Como afirma Robin Azevedo (2020: 21):

The normative rhetoric of mourning accompanying this model is based on an ethical principle with universal pretensions: victims’ relatives must get a chance to mourn, and those who were disappeared must be found, so that their bodies can receive a ‘dignified burial’.

[La retórica normativa del duelo que acompaña a este modelo se basa en un principio ético con pretensiones universales: los familiares de las víctimas deben tener la oportunidad de hacer el duelo, y los desaparecidos deben ser encontrados, para que sus cuerpos reciban una “sepultura digna”.][11]

Esta comprensión de la figura del desaparecido forzado produce un efecto en la victimología que reconoce al desaparecido como víctima, pero también reconoce otras categorías de víctimas, las familias de los desaparecidos, a las que consecuentemente se les otorga legitimidad para reclamar por los desaparecidos forzados en el marco de lo que se considera enfoques “humanitarios” (Fassin, 2011; Fassin & Rechtman, 2009).

Este enfoque humanitario fue claramente abordado por la CVR al afirmar que los familiares de las víctimas de desapariciones forzadas son también víctimas (2003: 66-67, Vol. 6), dotados, por tanto, del derecho a la verdad, un derecho de primer orden para una comisión de la verdad, tras lo cual debe garantizarse el acceso a la justicia. Así, la familia debe disponer de recursos efectivos para iniciar acciones judiciales, administrativas o de otro tipo, tanto a nivel nacional como internacional. Por último, la familia tiene derecho a la reparación, ya sea en forma de restitución, indemnización, rehabilitación y debe recibir garantías de no repetición. La pregunta que surge ya no es sólo “¿quién tiene derecho a ser recordado (como víctima)?”, sino que se extiende a qué tipo de víctimas tienen derecho a reclamar la restitución de sus derechos, y quiénes deben ser incluidos en las tareas de memorialización, musealización o monumentalización.

Es así como, en relación con las numerosas batallas por la memoria que se están dando en la actualidad, y sus representaciones materiales y simbólicas, someter tanto a las víctimas como a las organizaciones de derechos humanos que trabajan con ellas al “terruqueo” tiene dos grandes consecuencias. En primer lugar, deshumaniza a la víctima (Aguirre, 2011: 127), le quita sus derechos y limita su ciudadanía. En segundo lugar, esto ha provocado que los peruanos que fueron sometidos a desaparición forzada no sean necesariamente clasificados como tales. Esto hace que el caso peruano sea tan complejo, en la medida en que lo que se acentúa es hasta qué punto la violencia política, institucional, e incluso económica, finalmente están íntimamente relacionadas con la colonialidad y el racismo estructural (Quijano, 2000). En este escenario, en el que se manifiesta una evidente falta de ciudadanía, los indígenas no pueden desaparecer porque, para desaparecer, deben haber existido antes como ciudadanos con plenos derechos. Por lo tanto, encajan en lo que, en este artículo denominamos desaparición neocolonial. Por ello, sostenemos que el proceso de democratización en el Perú, tanto a nivel político como sociocultural, no puede centrarse sólo en una plataforma de restitución de derechos. En el Perú el proceso de estigmatización y violencia que, argumentamos, se reproduce a través de herramientas discursivas como el “terruqueo”, construyó y construye una categoría que se presenta como étnica y socialmente inquebrantable: el “indio terruco”. Por lo tanto, la reconciliación que propone todo proceso de paz y (re)democratización -en la forma de restitución de derechos- se enfrenta a un problema crítico: es imposible restaurar lo que hasta ahora ha existido sólo de manera nominal, ya que a las comunidades indígenas se les sigue negando su plena ciudadanía y, como tal, sus derechos cívicos y humanos.

Es por todo lo anterior que sostenemos que las movilizaciones sociales iniciadas en la navidad de 2017, cuando se otorgó el indulto presidencial a Fujimori por parte del expresidente Kuczynski (2016-2018), sí estuvieron inspiradas en una memoria antifujimorista y, por lo tanto, estas deben ser vistas como movimientos democratizadores. Esto se explica, en primer lugar, porque surgen “desde la calle” y como una respuesta de la memoria para reaccionar contra la liberación de un expresidente, encarcelado por corrupción y crímenes de lesa humanidad: la memoria de las víctimas del fujimorismo se moviliza en la calle y se hace visible en el espacio público. Segundo, estos ciudadanos no sólo protestaron contra el aspecto técnico-jurídico de la liberación de Fujimori, sino que se organizaron en torno a las demandas de justicia para las víctimas no sólo de su gobierno, sino también para aquellas otras víctimas producidas por el conflicto armado interno (incluyendo, por ejemplo, las esterilizaciones forzadas). En tercer lugar, “desde la calle” trascendieron a la esfera política, creando tensiones y crisis que terminaron en una confrontación directa entre el Congreso y el Ejecutivo y que, finalmente, derivarían en las manifestaciones de noviembre del 2020.

Veinte años antes de las protestas de aquella navidad, en 1997, salió a la calle la primera gran marcha contra el gobierno de Fujimori. Ese mismo año se descubrió que una agente del servicio de inteligencia, Mariela Barreto, había sido asesinada, y otra, Leonor La Rosa, había sido torturada tras descubrir que otros agentes alteraban los resultados electorales. El dueño del canal de televisión, Baruch Ivcher, originario de Israel, pero naturalizado peruano, que emitió el reportaje fue despojado de su ciudadanía, y el Congreso -de mayoría fujimorista- negó los pedidos de la oposición para investigar estos hechos. Cuando el gobierno destituyó a los magistrados que se oponían a la segunda reelección de Fujimori, los estudiantes universitarios salieron a protestar bajo el lema el miedo se acabó (García, 2020; Poole & Rénique, 2001; Sandoval, 2012).

Todo lo anterior nos ayuda a proponer una interpretación sobre la relación entre “terruqueo”, reconciliación, democratización y memoria. Los efectos creados por las batallas por la memoria que han surgido debido al conflicto armado interno han sido sobreexplotados políticamente durante muchos años por muchos y diversos sectores sociales y políticos. Ha servido como el espejo “antiheroico” sobre el que se ha construido no sólo la memoria fujimorista sino todo el modelo de desarrollo actual. En este sentido, desarmar la memoria fujimorista no es sólo un objetivo vinculado a la dimensión simbólica, sino también una estrategia para debilitar el capital electoral y político de Fuerza Popular y, en definitiva, de desfujimorizar al Perú.

Material suplementario
Bibliografía
Aguirre, C. (2011). Terruco de mi... Insulto y estigma en la guerra sucia peruana. Historica, 35(1), 103-139.
Aparcana, J. (2017, 1 23). “El modelo económico en Ica es irracional, la agroexportación es voraz en la extracción del recurso hídrico”. (N. Hiruelas, & M. Zevallos, Interviewers)
Boesten, J. (2008). Narrativas de sexo, violencia y disponibilidad: Raza, género y jerarquías de la violencia en el Perú. In Raza, etnicidad y sexualidades: ciudadanía y multiculturalismo en América Latina (pp. 199-220). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
Burke, P. (1993). The Art of Conversation. Ithaca: Cornell University Press.
Burt, J. M. (2006). "Quien habla es terrorista": The Political Use of Fear in Fujimori's Peru. Latin American Research Review, 41(3), 32-62.
Burt, J. M. (2014). Violencia y autoritarismo en el Perú: bajo la sombra de Sendero y la dictadura de Fujimori. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
CIDH. (2013). Caso J. VS. Perú. San José: CIDH.
Comisión de la Verdad y Reconciliación. (2003). Informe Final. Lima: Peru.
Correo. (2021, 5 25). Masacre en el Vraem: Hay cuatro sobrevivientes heridos. Correo. Recuperado 9 27, 2021 de https://diariocorreo.pe/peru/masacre-en-el-vraem-hay-cuatro-sobrevivientes-heridos-fotos-noticia/?ref=dcr
Dagnino, E. (2018). Culture, Citizenship and Democracy: Changing Discourses and Practices of the Latin American Left. In S. S. Álvarez, E. Dagnino, & A. Escobar (Eds.), Cultures of politics/politics of cultures: Revisioning Latin American social movements (pp. 33-64). New York; London: Routledge.
Drinot, P. (2007). El ojo que llora, las ontologias de la violencia, y la opcion por la memoria en el Peru. Revista Hueso Húmero(50), 53-74. Retrieved from Biblioteca de la Comisión de la Verdad y Reconciliación: http://www.verdadyreconciliacionperu.com/admin/files/articulos/899_digitalizacion.pdf
El Comercio. (2008, 10 11). Perfil de Yehude Simon Munaro. El Comercio. Recuperado 6 18, 2021, de https://archivo.elcomercio.pe/ediciononline/HTML/2008-10-11/perfil-yehude-simon-munaro.html
Euronews. (1 de 6 de 2021). Perú sufre la mayor tasa de mortalidad del mundo por la pandemia. Euronews. Recuperado el 20 de 10 de 2020, de https://es.euronews.com/next/2021/06/01/peru-sufre-la-mayor-tasa-de-mortalidad-del-mundo-por-la-pandemia
Falk, R. (2004). Legality to legitimacy. Harvard International Review, 26(1), 40-44.
Fassin, D. (2011). Humanitarian Action: A Moral Reason of the Present. Berkeley: University of California Bress.
Fassin, D., & Rechtman, R. (2009). The Empire of Trauma. An Inquiry into the Condition of Victimhood. New York : Princeton University Press.
Foucault, M. (1977). Discipline and Punish: the Birth of the Prison. New York: Vintage Books.
Fowks, J. (7 de 6 de 2016). Fujimori dominará con holgura el nuevo Congreso. El País. Recuperado el 20 de 10 de 2021, de https://elpais.com/internacional/2016/06/06/america/1465242963_372423.html
Franco, J. (2006). Alien to Modernity: The Rationalization of Discrimination. Journal of Latin American Cultural Studies, 15(2), 171-181.
García, O. (2020, 11 22). Recuerdos de la gran marcha de estudiantes de 1997: el día que una generación despertó. Somos.
Gestión (2021, 5 25). Keiko Fujimori: “A Pedro Castillo y a su grupo los señalan de estar cercanos y vinculados al terrorismo”. Gestión. Recuperado 9 27, 2021 de https://gestion.pe/peru/politica/keiko-fujimori-a-pedro-castillo-y-a-su-grupo-es-a-quienes-los-senalan-de-estar-cercanos-y-vinculados-al-terrorismo-nndc-noticia/
Held, D. (1991). Modelos de democracia. Madrid: Alianza Editorial.
Henríquez, N. (2015). La política de las protestas sociales, movilizaciones y negociaciones en torno a los recursos naturales. In Desigualdades en un mundo globalizado (pp. 101-133). Lima: CICEPA, Desigualdades.net.
Jelin, E. (2002). Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI de España.
Lerner, S. (2011, Jun 27). Lo que tenía que hacerse era buscar una verdad no objetiva ni cuantificable, sino una verdad moral. 5. (I. Hinojosa, Interviewer) Lima, Lima, Peru: Pontificia Universidad Católica del Perú.
Livise, A. (2020, 12 10). 3 claves para entender la grave protesta en ica que los cillóniz terruquean. Retrieved from Utero.pe: http://utero.pe/2020/12/01/3-claves-para-entender-la-grave-protesta-en-ica-que-los-cilloniz-terruquean/
Luhmann, N. (1970). Soziologie des politischen Systems. In N. Luhmann (Ed.). Cologne: Westdeutscher Verlag.
Martínez, J. H. (2009). Neoliberalismo y genocidio en el régimen fujimorista. Historia Actual Online, 19 (Abril), 65–75
Martínez, A., & Goenaga, M. (2017). La estigmatización de la oposición política en el ejercicio democrático en la historia colombiana 1945–2016. Advocatus, 28, 89-108.
Meléndez, C., & León, C. (2010). Perú 2009: los legados del autoritarismo. Revista de Ciencia Política, 30(2), 451-477.
Milton, C. E. (2011). Defacing memory: (Un)tying Peru’s Memory Knots. Memory Studies, 4(2), 190-205.
Milton, C. E. (2015). Curating Memories of Armed State Actors in Peru's Era of Transitional Justice. Memory Studies, 8(3), 361-378.
Mouffe, C. (1992). Democratic citizenship and the political community. Dimensions of radical democracy: Pluralism, citizenship, community,, 70-82.
Mouffe, C. (2019). La paradoja democrática: El peligro del consenso en la política contemporánea. Editorial Gedisa.
Namer, G. (1983). La commémoration en France. Paris: Papyros.
Perú – Ministerio de Economía y Finanzas. (2020). Programa de Garantías del Gobierno Nacional “Reactiva Perú”. Recuperado el 09 27, 2021 de https://www.mef.gob.pe/es/?option=com_content&language=es-ES&Itemid=102665&lang=es-ES&view=article&id=6429
Pieterse, J. N. (1991). Dilemmas of development discourse: the crisis of developmentalism and the comparative method. Development and change, 22(1), 5-29.
Pino-Ojeda, W. (2011). Noche y niebla: neoliberalismo, memoria y trauma en el Chile postautoritario. Santiago: Editorial Cuarto Propio.
Pino-Ojeda, W. (2020). Resisting Neoliberal Totality: The “New” Nueva Canción Movement in Post-Authoritarian Chile. Popular Music and Society, 1-18.
Poole, D., & Rénique, G. (2001). Movimiento Popular, transición democrática y la caída de Fujimori. Memoria, 147.
Quijano, A. (2000). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. In E. Lander (Ed.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas (pp. 203-241). CLACSO.
Raftopoulos, M. (2017). Contemporary debates on social-environmental conflicts, extractivism and human rights in Latin America. The International Journal of Human Rights, Special Issue(4), 387-404.
Rivera Paz, C. (2007). Ley penal, terrorismo y estado de derecho. Revista Quehacer, 167, 68-77.
Robin Azevedo, V. (2020). From Dignified Burial to ‘Terrorist Mausoleum’: Exhumations, Moral Panic and Mourning Policies in Peru. Bulletin of Latin American Research, 39, 1-18.
Robin, C. (2008). El miedo: historia de una idea política. México: Fondo de Cultura Económica.
Ross, A. (1989). ¿Por qué democracia? Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
Sandoval, P. (2012). El olvido está lleno de memoria. Juventud universitaria y violencia política en el Perú: la matanza de estudiantes de La Cantuta. (Dissertation). Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Schmitt, C. (1985). La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletarias. Madrid: Alianza Editorial.
Schmitt, C. (2009). Teología política . Madrid: Trotta.
Theidon, K. (2000). “How we learned to kill our brother”? Memory, morality and reconciliation in Peru. Bulletin de l’Institut Français des Études Andines, 29(3), 539-554.
Thornhill, C. (2010). Legality, legitimacy and the form of political power: on the construction of a false antinomy. Journal of Power, 3(3), 293-316.
Torres, A. L. (2020, 12 5). Congreso deroga la ley Chlimper luego de 20 años. La República.
Ulfe Young, M. E. (2013). ¿Y después de la violencia que queda?: víctimas, ciudadanos y reparaciones en el contexto post-CVR en el Perú. CLACSO.
Notas
Notas
[1] Anteriormente, entre enero y febrero de 2018, se realizó un paro agrario de trabajadores agrícolas y campesinos productores de papa contra el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, debido a la caída del precio de este tubérculo provocada por las importaciones a través de acuerdos y tratados de libre mercado. Las manifestaciones fueron especialmente relevantes en la región de Ayacucho. El 11 de febrero, la huelga finalizó tras alcanzar un acuerdo entre el gobierno y los manifestantes.
[2] Ley N°27360
[3] Paulo Drinot estudia en este artículo la relación entre espacio público y memoria centrándose en el ataque al monumento “El ojo que llora”, ubicado en Lima y que fue vandalizado con pintura naranja (el color característico del partido fujimorista) cuando en el 2007 fue extraditado desde Chile para ser juzgado en el Perú por, entre otros cargos, corrupción y crímenes contra la humanidad.
[4] Decreto de emergencia N°043-2019
[5] Decreto de Urgencia N°038-2020
[6] Otras tres normas importantes son los decretos leyes 25499, 25564 y 25728, que establecieron los procedimientos de colaboración eficaz (comúnmente conocidos como normas de arrepentimiento), que facultaron al Poder Judicial a juzgar a los menores de edad y otorgaron a los jueces la facultad de condenar a las personas en rebeldía, respectivamente.
[7] Uno de los casos más notables fue el de Yehude Simon, diputado de Izquierda Unida (1985-1990) que, en 1992, tras el autogolpe de Fujimori, fue condenado a 20 años de prisión por el delito de “apología del terrorismo”. Simon fue indultado en 2000 por el presidente Valentín Paniagua (El Comercio, 2008)
[8] Por ejemplo, la CIDH señaló que los juicios ante jueces "sin rostro" o de identidad restringida violan el artículo 8.1 de la Convención Americana, ya que impide al acusado conocer la identidad de los jueces y, por tanto, evaluar su idoneidad y competencia. También les impide determinar si hay motivos para recusarlos y, por lo tanto, ejercer su defensa ante un tribunal independiente e imparcial (CIDH, 2013)
[9] El concepto totalidad fujimorista está inspirado en el concepto totalidad neoliberal propuesto por Walescka Pino-Ojeda (2011; 2020), para quien el neoliberalismo supone un ordenamiento social inspirado en una lógica económica y política de corte totalitario, que evita las disidencias y, por tanto, organiza la sociedad en torno al disciplinamiento propuesto por las élites pro-economía de mercado, doctrina de choque y autoritarismo político presentado como democrático.
[10] De hecho, en el marco de la campaña presidencial que condujo a la segunda vuelta electoral el 6 de junio del 2021, el Militarizado Partido Comunista del Perú (MPCP), escisión de Sendero Luminoso y aliado del narcotráfico, realizó una incursión en la comunidad de San Miguel del Ene asesinando, el 23 de mayo, a 16 personas (Correo, 2021). El hecho fue ampliamente cubierto por los medios limeños e internacionales, y utilizado por Keiko Fujimori como parte de su estrategia por vincular a Pedro Castillo con las facciones y actividades narcoterroristas (Gestión, 2021).
[11] Traducción propia
Buscar:
Contexto
Descargar
Todas
Imágenes
Visor de artículos científicos generados a partir de XML-JATS4R por Redalyc