Contribuciones
Resumen:
Si el pensamiento moderno se caracteriza por un desarrollo que tiende a priorizar totalidades y estructuras, su transformación posmoderna tiende a construir abordajes micro, hiperespecializados y fragmentarios. Esto ha llevado en el desarrollo académico actual en la historia y las ciencias sociales no sólo a cuestionar las teleologías o estructuras cerradas sino a cuestionar cualquier posibilidad de utilización de aquellos conceptos ahora estigmatizados bajo el adjetivo de “totalizantes”. Las historias de la vida cotidiana o las micro-reconstrucciones, escindidas de perspectivas más amplias y explicativas, han tendido a hegemonizar estas disciplinas y, muy en especial, el campo historiográfico.
En el caso de la historia reciente en Argentina esto se ha expresado, entre otras cuestiones, en trabajos fundamentalmente “descriptivos”, con una sospecha instalada sobre la posibilidad de utilización de conceptos con carga teórica (guerra, genocidio, movimiento social, clase social, revolución). Estos constructos explicativos fundamentales de las ciencias sociales han tendido a ser reemplazados por expresiones que, paradójicamente, tienen escasa o nula elucidación (como en el caso de términos como violencia, violencia política, terrorismo, terrorismo de Estado, masacre, represión).
La argumentación fundamental para justificar estos desplazamientos sostiene que los hechos históricos en la región no serían equiparables a aquellos que dieron origen a los conceptos originales (lo cual ha sido especialmente fuerte en el caso del concepto de genocidio pero también aplica a otros, como guerra o revolución, que se descartan a partir del mismo procedimiento).
El objetivo de esta presentación es aportar una reflexión epistemológica sobre el sentido de los conceptos y la teoría en las ciencias sociales y el rol del trabajo comparativo, en tanto la historia de creación de conceptos se basa en la elección de constructos reflexivos que dan cuenta de similitudes estructurales que pueden encontrarse en observables empíricos diferentes.
Se buscará ejemplificar esta reflexión teórico-metodológica en relación a la historia reciente y los procesos de memoria, con un análisis del debate sobre los diversos términos utilizados para dar cuenta de los hechos políticos argentinos durante la década del 70 en algunos autores destacados y, en particular, en la discusión acerca del uso del concepto de genocidio.
Palabras clave: Derechos Humanos, Historia Reciente, Metodología, Genocidio.
Este trabajo busca abrir el debate con respecto a los avatares de la producción historiográfica en nuestro país sobre los sucesos de la segunda mitad del siglo XX, en relación al tipo de vínculo establecido con los conceptos.
Dadas las características de esta breve presentación, un ejercicio exploratorio con tres referencias fundamentales del campo de la historia reciente (Marina Franco, Roberto Pittaluga y Gabriela Águila) será ilustrativo de cuestiones de orden más general para poder pasar a una discusión más específica en relación a uno de dichos conceptos: el de genocidio.
El primer objetivo es detectar y describir qué conceptos son los más utilizados en el campo, a partir de estos tres autores.
En el primer caso, el de Marina Franco, conviven tres modos de nominar los hechos que se analizan: proceso represivo, violencia política y terrorismo de Estado, a los cuales se suma la idea de un “estado de excepción creciente”.[1] Resulta importante señalar que “proceso represivo” y “violencia política” son términos que Franco en ningún momento define y que no cuentan con una tradición teórica en la cual anclar que pueda suponerse sin dicha explicitación. En el caso del concepto de terrorismo de Estado, Franco lo caracteriza como un “plan de eliminación sistemática planificado y racional, con sus métodos específicos de tortura y desaparición forzada de personas a escala masiva” (Franco, 2012: 29). La noción fue trabajada conceptualmente por Eduardo Luis Duhalde — en su fórmula inversa de “Estado terrorista” (Duhalde, 2013) — aunque en el trabajo de Duhalde constituye una especificidad del genocidio argentino, concepto que no comparte Franco, entre otros argumentos por “provenir del campo jurídico” y por excluir de su definición a la destrucción de los grupos políticos, temas que abordaremos después. Las apropiaciones o diferenciaciones entre el uso del término por Franco y su sentido original en Duhalde no son elucidados y la denominación convive con las de “violencia política” o “represión”. Anclando en los desarrollos de Giorgio Agamben sobre el concepto de “estado de excepción”, Franco lo define como
“una situación política caracterizada por la disposición de instrumentos legales -que denominaremos genéricamente medidas de excepción- que habilitan a los poderes instituidos a suspender total o parcialmente el Estado de derecho en casos considerados como amenazas al orden interno, lo que genera un marco político de acción en el que las medidas de los gobernantes quedan legitimadas por una fuerza que está al mismo tiempo dentro y fuera del orden legal y que habilita al tratamiento de los actores considerados peligrosos como enemigos de la organización política” (Franco e Iglesias, 2015: 2-3).
Dado que uno de los objetivos fundamentales de los trabajos de Franco es el de encontrar las líneas de continuidad y ruptura entre las experiencias de violencia previas — tanto la violencia represiva estatal o para-estatal como las calificadas como violencias insurgentes o “subversivas” — y el tipo de ejercicio desplegado a partir del golpe de Estado de 1976 y la estructura concentracionaria, los conceptos elegidos para dar cuenta de una y otra experiencia tienen suma importancia, en tanto permitirían iluminar tanto el carácter de las continuidades como de las discontinuidades, a la vez que saber si las mismas serían de grado (lo que legitimaría utilizar un único concepto como “represión” que tendría gradientes de intensidad) o cualitativas (lo cual requeriría la utilización de un concepto propio que distinguiera la segunda etapa como, por ejemplo, “terrorismo de Estado”).
La falta de elucidación de los conceptos utilizados constituye un obstáculo para que Franco pueda identificar con mayor precisión el carácter de las continuidades que documenta o la importancia de las discontinuidades que intenta no ignorar, pero que no explicita. Elucidar los conceptos también podría colaborar en una delimitación más relevante a nivel político: la diferencia cualitativa entre el tipo de prácticas ejercidas por el aparato estatal frente a las prácticas de la insurgencia, conjuntos de acciones que se confunden bajo el término “violencia política” pero que dan cuenta de prácticas no homologables. Estas incluyen acciones tan distintas como luchas de calles, tomas de fábricas, huelgas, asaltos a cuarteles o bancos, ataques a miembros de las fuerzas de seguridad en el ejercicio de su función frente a, en el caso de las violencias del Estado, un sistema de campos de concentración con el que se cuadricula el territorio y por el que circula población secuestrada clandestinamente de sus hogares o lugares de trabajo, sometida a torturas, asesinada, a lo que se suma el robo y adulteración de la identidad de sus hijos.
En el segundo autor elegido, Roberto Pittaluga, el concepto seleccionado es más claramente el de terrorismo de Estado, que reitera en sus trabajos dedicados al tema. El autor aclara que no refiere
sólo al terror que el Estado aplicó sino también a la constitución de determinadas relaciones sociales y subjetividades que ha internalizado esa condición, su persistencia no depende de la continuidad de un régimen dictatorial, sino de su reactivación cada vez que la situación de terror, inherente a los vínculos sociales emergentes, luego del funcionamiento de los centros de detención y desaparición, quiere ser modificada (Pittaluga, 2010).[2]
En Pittaluga este concepto más sociológico de terrorismo de Estado — aunque tampoco explicitadas las similitudes y diferencias con el concepto de Duhalde — se articula también con el concepto de estado de excepción. Pittaluga reconoce, sin embargo, la dificultad para “compaginar diacrónica y sincrónicamente esa temporalidad propia del despliegue del estado de excepción con otros aspectos y dimensiones del proceso histórico argentino”, esto es, cómo comprender las continuidades y discontinuidades, el mismo problema que aparecía en Franco. La falta de tradición teórica de reflexión crítica sobre el concepto de terrorismo de Estado en nuestro país dificulta también a Pittaluga observar en qué sentidos dicho concepto puede constituir un problema para sus propios desarrollos, tanto en relación a la compleja polisemia del término “terrorismo” en tanto igualación de las violencias insurgentes con las represivas (algo de lo que Pittaluga busca escapar pero que determina la carga política del término, como veremos en Águila) como en la difícil delimitación entre los niveles legales, para-legales, dictatoriales o institucionalizados del ejercicio de la violencia represiva.[3]
Gabriela Águila (2016) es una de las escasas investigadoras del campo que se ha propuesto no sólo una elucidación sino una revisión crítica de los conceptos más comunes en el campo: violencia política, represión y terrorismo de Estado.
Águila reconoce la dificultad para precisar un concepto tan polisémico como el de “violencia”, así como los obstáculos para escapar a las connotaciones ético-políticas (en el modo de la condena abstracta al “incremento” de “la violencia” o a su “generalización”). Identifica uno de los problemas más graves al señalar que “semejante definición denota el carácter genérico del concepto de violencia política, que puede ser utilizado tanto para definir el uso de la violencia por parte de grupos insurgentes, revolucionarios o resistentes, como para denotar la violencia estatal o paraestatal implementada para conservar el orden o reprimir aquella violencia desde abajo” (Àguila, 2016: 51), crítica que señalábamos respecto a Franco, pero que vale especialmente para trabajos provenientes de otras disciplinas como los de Hugo Vezzetti (2002), Claudia Hilb (Hilb y Lutzky, 1984) o Pilar Calveiro (2005). Al homologarlo a ciertos usos del concepto de “represión”, Águila desarrolla con lucidez que “registrar la existencia de la violencia política o de un uso creciente de la violencia como modo de resolución de los conflictos políticos y sociales, como es frecuente encontrar en muchos análisis sobre la historia reciente argentina es (…) a todas luces insuficiente si no se acompaña con la descripción y el análisis de su naturaleza, orígenes, características, modos de ejercicio, actores, víctimas, efectos sociales, políticos, etc., evitando de este modo confundir o equiparar los diversos tipos de violencia política visibles en determinados contextos históricos” (Aguila, 2016: 51).
Con respecto al concepto de terrorismo de Estado, Águila también encuentra, más allá del sentido problemático y polisémico del término “terrorismo”, que
desde el punto de vista del análisis de la represión, ha invisibilizado tanto el carácter selectivo de la represión y de sus víctimas, como la variedad de acciones y dispositivos represivos (que incluyeron no únicamente prácticas clandestinas, sino dispositivos y prácticas legales o cuasi-legales, normativizadas, visibles) o las tensiones y la fragmentación existente entre las agencias estatales y paraestatales involucradas en la represión. Tanto como la variedad de comportamientos y actitudes sociales, vinculadas no solamente con el disciplinamiento social, sino actitudes de consentimiento hacia el régimen militar y sus estrategias (Águila, 2016: 56).
Quizás la crítica no sea totalmente justa para con la obra fundante de Duhalde (en tanto ésta distinguía más bien formas oficiales de formas clandestinas) pero sí resulta claramente aplicable a los usos del término en gran parte de los trabajos sobre historia reciente, como en los casos reseñados de Franco y Pittaluga, aunque este último construye una definición que busca sortear de algún modo esos problemas, aunque no termina de resolverlos, quizás porque requeriría mayor elucidación y trabajo conceptual.
Aunque los planteos de Águila señalan los problemas involucrados en el uso de dos conceptos ambiguos, sin tradición teórica y nunca elucidados como violencia política y represión y un tercer concepto, terrorismo de Estado, escasamente trabajado en el campo, desecha con rapidez y menor análisis aquellos con mayor tradición teórica: guerra y genocidio. Este último resulta desacreditado, al igual que en Franco, por su “matriz jurídica” en tanto que el primero, de modo más consistente, por las dificultades emergentes de una matriz militar de comprensión del conflicto.
Pese a su incisiva crítica, Águila no resuelve el problema, ya que decide quedarse con un remedo del concepto de “represión”, al que intenta redefinir como “la implementación de un conjunto de mecanismos coactivos por parte del estado, cualquiera sea su contenido de clase, sus aparatos o agentes vinculados a él (y ello incluye a organizaciones o grupos paraestatales), para eliminar o debilitar la acción disruptiva de diversos actores sociales y políticos” (Águila, 2016: 52), lo cual tampoco le permite distinguir la dictadura argentina de cualquier otro evento represivo. De este modo termina cayendo en el propio problema que previamente analizaba con lucidez: su nueva definición también le impide observar las diferencias ya no sólo de grado sino de cualidad entre usos diferenciales del “aparato coactivo”, las cuales han sido explícitamente capturadas de modo teórico por los conceptos de guerra y genocidio, cuyo eje radica precisamente en distinguir el ejercicio cotidiano del uso del aparato punitivo estatal en un sentido “defensivo” (lo cual está en la base del concepto de represión) de su uso “ofensivo” transformador, que da lugar a dos posibilidades diferentes: guerra o genocidio, muy distintas entre sí, pero en los dos casos herederas de un profuso trabajo de reflexión teórica crítica, con decenas y hasta centenares de autores a nivel nacional y, sobre todo, internacional.
Un caso extremo: Luciano Alonso y el “hombre de paja”
Uno de los pocos autores que sí ha abundado en el campo de la historia reciente argentina en una crítica más amplia al uso del concepto de genocidio ha sido Luciano Alonso. Sin embargo, Alonso basa su análisis en la distorsión de los argumentos de aquello que discute para luego responder poniéndolo en ridículo. Esta estrategia suele ser rechazada en el contexto científico como la “falacia del hombre de paja”.
Alonso (2013, 2014, 2015, 2016) cuestiona en sus trabajos lo que ha calificado como “el paradigma del genocidio”, algo que me asigna específicamente a mí en tanto autor. Reitera en todos sus artículos los mismos argumentos, pero paradójicamente sin citar jamás un párrafo completo de mis textos sino describiendo con sus propias palabras este “paradigma”, que tendría la característica de “imponerse normativamente” sobre los hechos a analizar. Para ilustrarlo, cita el trabajo de una alumna de grado de la Carrera de Sociología de la UBA que utiliza y cita mis textos.
La idea de crear un “paradigma” del genocidio que se asigna a un autor y se ilustra con el trabajo de una de estudiante de grado que lo cita es el modo más ilegítimo de “crearse” un enemigo, más allá de la cuestión ética de que un investigador elija atacar en varias publicaciones académicas a una estudiante de grado, con su nombre y apellido. La utilización mecánica de conceptos complejos suele ser común cuando se construyen primeras armas en la reflexión científica y muy en especial entre los estudiantes de grado, cuyo acercamiento a los conceptos suele estar atravesado por formas primarias de mecanicismo que luego se van complejizando. Estos usos suelen propiciar relecturas críticas. El uso mecanicista de algunos conceptos —que se puede encontrar con conceptos de Marx, Weber o casi cualquier autor —no invalida en modo alguno al concepto sino apenas su uso mecanicista.
La única cita que he podido rastrear en las críticas de Alonso que remite a un texto mío, es un fragmento reiterado profusamente en todos sus trabajos que dice “aplicar la periodización de las prácticas sociales genocidas a la experiencia represiva en Argentina”, el cual ilustraría este “paradigma” de “imposición normativa” de conceptos a la realidad. Vale la pena citar el párrafo completo del libro del cual lo toma, en el que queda claro que su sentido no es el que le asigna Alonso. El párrafo en cuestión dice:
Uno de los objetivos de este trabajo es pensar a las prácticas sociales genocidas como un proceso con una estructura común y funcional, de algún modo, a las lógicas de poder de la modernidad. El objetivo puntual de este capítulo, por lo tanto, es iniciar un ejercicio que permita aplicar la periodización de las prácticas sociales genocidas a la experiencia represiva en la Argentina, además de señalar no sólo los puntos comunes sino las divergencias y especificidades que se deben tomar en cuenta al aplicar los distintos momentos de dicha periodización al caso argentino (Feierstein, 2007: 307).
Más allá del poco feliz uso del verbo “aplicar” por mi parte, lejos de postular un “paradigma del genocidio”, el texto propone un trabajo comparativo “señalando no sólo los puntos comunes sino las divergencias y especificidades” entre dos sucesos históricos que se considera que tienen algunos patrones comunes en tanto tecnologías de poder. Para el caso, la presencia de formas de hostigamiento para-estatal es una característica estructural que puede encontrarse en experiencias tan disímiles como el nazismo, la Doctrina de Seguridad Nacional en América Latina, Indonesia, Yugoslavia, Ruanda o Myanmar, dando cuenta de la funcionalidad de un uso para-estatal de la violencia que construye condiciones de legitimidad de su ordenamiento estatal posterior. Sin embargo, esa lógica de hostigamiento encuentra variaciones en las experiencias de Colombia y México, ya en el siglo XXI, al aparecer formas de privatización y tercerización (no necesariamente para-estatales sino en estos casos mucho más complejas) de las funciones represivas. Nada de ello implica imponerle “paradigma” alguno a la realidad sino el trabajo histórico de encontrar regularidades y transformaciones en procesos distintos.
Alonso describe la periodización que utilizo para comparar dos casos históricos para concluir, otra vez sin citarme, que “sólo resta ver la inclusión de los “casos” en la tipología y aplicar la periodización resultante, o sea encajar la realidad en la horma de la teoría con sus correspondientes salvedades”. Difícilmente encuentre ese tipo de análisis en ninguno de mis textos. Pero construir este “paradigma” imaginario le permite pasar a la burla sobre ese ejercicio tautológico de “imponerle una estructura a la realidad”, asignando ese modo de trabajo mecanicista ya no sólo a mí sino a todo el campo de los “estudios sobre genocidio” (planteando que “es algo muy típico en los estudios sobre genocidio”), otra vez sin referencia alguna a un solo autor del campo en el que resulte “muy típico” este modo de trabajo.
En los trabajos de Alonso se pueden encontrar otra serie de errores, como la remanida insistencia en que los tribunales no han reconocido la utilización de la figura de genocidio cuando 14 tribunales en distintos lugares del país ya lo habían hecho entre el año 2006 y fines de 2019, sin contar los alegatos de fiscalías o los votos en disidencia. A su vez ese argumento generaría una auto-contradicción con las críticas generales del campo de la historia reciente al concepto, ya que si el problema es que “se trata de un concepto jurídico” cuesta entender cómo al mismo tiempo el problema sería “que no lo aplica la justicia” (cuando además lo aplica). O, también, la afirmación de que las sentencias que reconocen el uso del término sólo lo hacen con la expresión “en el marco del genocidio” cuando hay acusaciones fiscales que han buscado y/o logrado la condena por el propio delito de genocidio ya desde el año 2009 y sentencias que condenan por el delito de genocidio desde el año 2013 en distintos tribunales del país.[4] Nada de ello es relevante en una discusión eminentemente histórico-sociológica donde, aunque ningún tribunal lo hubiese reconocido, ello no le quitaría entidad a la posibilidad de la historia de utilizar determinados conceptos, ya que afortunadamente las ciencias sociales no se encuentran patrulladas por el derecho. Pero se da la paradoja de que incluso las afirmaciones vinculadas al derecho en los artículos de Alonso resultan manifiestamente incorrectas ya para los años en que escribe dichos textos.
Más allá de su uso de la falacia del hombre de paja, la alergia de Alonso a los conceptos resulta llamativa. Dice, por ejemplo:
En este sentido yo pienso que la posibilidad de una amplia totalización en realidad se presenta dentro del plano de los procesos de acumulación de capital a nivel mundial, no en el plano estatal nacional de los procesos represivos. En una perspectiva como ésta la función de las categorías analíticas no puede ser presentar una clave interpretativa que defina a priori la situación histórica, sino colaborar en la construcción de narrativas explicativas (Alonso, 2016: 66-67).
Parece entonces que se aceptaría algún tipo de conceptos “totalizantes”, siempre que se vincularan a “los procesos de acumulación de capital a nivel mundial”, lo cual se condice con el uso de los dos términos con mayor carga teórica y vinculación “explicativa” con los procesos de acumulación de capital, como guerra y genocidio. Exactamente al revés, Alonso opta por el concepto de “represión” y por el de “regímenes de violencia”, de un nivel de generalidad infinitamente mayor que los de genocidio o guerra y cuya vinculación con el “orden capitalista mundial” no se encuentra elucidado en ninguno de sus trabajos.
En definitiva, que los conceptos puedan ser reapropiados y utilizados de modo mecánico no invalida en modo alguno su utilidad sino meramente su uso mecanicista. Renegar de los conceptos porque pueden dar lugar a usos mecanicistas para luego abrevar en términos no elucidados como “represión” que no se prestan a un uso mecánico porque jamás se constituyeron como conceptos es la peor solución imaginable que llevaría a que como hay usos mecanicistas del concepto de inercia digamos simplemente que las cosas “se caen”, algo que ilustra la diferencia básica entre describir coloquialmente y explicar científicamente.
Introduciendo algo de epistemología
Un saber básico de cualquier epistemología contemporánea es que la realidad primero ocurre y luego, a partir de la reflexión, puede ser conceptualizada. Este supuesto echa por tierra el planteo de quienes consideran extemporáneo usar el término genocidio para explicar experiencias que ocurrieron antes de que se creara el concepto (por ejemplo en muchos historiadores que cuestionan su uso para el caso del aniquilamiento y destrucción de los modos de vida e identidades de los pueblos originarios en la constitución del Estado argentino a fines del siglo XIX) o para dar cuenta de hechos que ocurrieron en otros lugares de los que dieron origen al concepto original, como se cuestiona para el caso de la última dictadura argentina.
El “enlace” del mundo material que existe más allá de nosotros con las categorías de pensamiento que utilizamos para comprenderlo y, fundamentalmente, actuar en él se hace a través de procesos sucesivos de abstracción, algunos más complejos que otros.[5]
Un primer nivel de abstracción es la conceptualización de objetos. El segundo se vincula con las acciones. En un tercer nivel, se puede establecer incluso una vinculación entre la acción humana y las hipótesis sobre sus sentidos. Un caso prototípico de la investigación sociológica de este tipo es el suicidio.[6] Por último, se puede identificar un cuarto nivel de abstracción vinculado a la complejidad de las relaciones sociales. Este último nivel permite comprender el funcionamiento de grupos, las relaciones que se establecen entre ellos y las motivaciones colectivas.
Para evaluar la pertinencia y potencia conceptual de los distintos conceptos el eje no pasa por determinar si el hecho histórico ocurrió antes o después de que se creara cada término. Tampoco si es idéntico a la situación que diera origen al nacimiento del mismo o si la categoría es o no “nativa”. Se necesita evaluar, por el contrario, si las acciones que se implementaron, los sentidos y objetivos de las mismas y las consecuencias generadas en la sociedad resultan congruentes con la definición que se postula del término. Si hay características del hecho en cuestión que logran ser explicadas con dicho concepto y son difícilmente comprensibles con otros.
Abstracciones de menor complejidad pueden servir para ilustrar el absurdo del planteo que requiere identidad absoluta para la utilización del mismo concepto en dos casos distintos, que sin embargo aparece con fuerza en los cuestionamientos de distintos historiadores al uso de lo que llaman “conceptos totalizantes”. Hay mesas redondas, cuadradas, chicas, grandes, de madera, de metal, de plástico, con una o varias patas. Todas son mesas. Hay suicidios producidos por envenenamiento, cortándose las venas, ahorcándose o con armas de fuego, por motivos políticos, económicos o afectivos. Todos son suicidios. Del mismo modo, un genocidio puede buscar la eliminación de un grupo para la formación de un nuevo Estado nación, para la apropiación de recursos naturales o para la transformación de la identidad de un pueblo. Todos pueden ser, en sus características estructurales, genocidios y este modo de pensar la práctica es efectivamente la que más se conecta con los desarrollos de las tecnologías de poder, algo que autores como Alonso reclaman. Así como puede haber mesas de madera, de metal o de plástico, pueden existir genocidios constituyentes, colonialistas o reorganizadores, sin que dejen de ser genocidios.[7] Y ello daría cuenta precisamente de usos no mecanicistas del término, que puedan identificar elementos estructurales comunes en procesos diferentes.
En este punto, es clave, por lo tanto, la definición del concepto, que debe resumir con precisión aquellos elementos estructurales que se postulan, algo que no se ha hecho aún con conceptos como violencia política o represión, pero que sí tiene tradición en la reflexión sobre los conceptos de guerra o genocidio. Abordaremos este último, ya que los debates sobre el concepto de guerra requerirían otro trabajo y han sido tratados en otros textos propios.[8]
Las definiciones de genocidio
Encontrar aquellos elementos estructurales que definen un genocidio no es una tarea tan sencilla como la de encontrar los elementos que caracterizan una mesa. De hecho, no existe una definición universalmente aceptada de genocidio. Sin embargo, hay dos definiciones que resultan ineludibles.
La primera es la de Raphael Lemkin, creador del concepto, para quien “El genocidio tiene dos fases: una, la destrucción de la identidad nacional del grupo oprimido; la otra, la imposición de la identidad nacional del opresor” (Lemkin, 2009 [1944]: 154). Pese a que ha sido prácticamente ignorada, esta es una de las mejores definiciones estructurales de genocidio, paradójicamente histórico-sociológica y no jurídica, lo cual da por tierra las críticas que plantean descartar el concepto en función de su origen jurídico. El derecho receptó en 1948 un concepto que provenía de las ciencias sociales y cuya primera definición fue histórico-sociológica, no jurídica.
La segunda definición ineludible es la legal, formulada en el artículo 2 de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio.[9] Allí se define que un genocidio es "cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial, o religioso, como tal: (a) Matanza de miembros del grupo; (b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; (c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; (d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; (e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo", donde aparece el problema de la no inclusión de los grupos políticos, una maniobra ilegítima que involucró una doble votación en las Naciones Unidas, hecho inédito.[10] De todos modos cuesta comprender por qué la existencia de una definición jurídica de un término sería un obstáculo para su utilización histórico-sociológica. Aunque se lo postula, nunca se han explicitado ni elucidado los motivos y de hecho muchos conceptos utilizados en las ciencias sociales y la historia cuentan con formulaciones jurídicas, tanto previas como posteriores al surgimiento del término en otras disciplinas.
Junto con estas definiciones canónicas de genocidio, conviven definiciones sociológicas o históricas posteriores, sin que ninguna de ellas haya logrado un consenso absoluto en el campo. Más allá de sus diferencias, todas estas definiciones que derivan de las dos canónicas tienen un elemento en común: el genocidio es un proceso de destrucción de un grupo de población a partir del intento de destruir su identidad, incluyendo por lo general a cualquier grupo. De este modo, con distintos matices, toman los dos elementos claves de las definiciones consagradas: la destrucción de la identidad (central en la definición de Lemkin) y el intento de destrucción total o parcial del grupo (eje de la Convención).
En mi caso, he creado el concepto prácticas sociales genocidas para dar cuenta de la especificidad estructural y plenamente socio-histórica de una “tecnología de poder cuyo objetivo radica en la destrucción de las relaciones sociales de autonomía y cooperación y de la identidad de una sociedad por medio del aniquilamiento de una fracción relevante (en cuanto a su número o por los efectos de sus prácticas) de dicha sociedad y del uso del terror, producto del aniquilamiento, para el establecimiento de nuevas relaciones sociales y modelos identitarios” (Feierstein, 2007). No pretendo que este concepto reemplace al de genocidio, sino que ayude a distinguir y precisar la definición de uno de los tipos de genocidio más comunes en los últimos dos siglos: los que buscan transformar el tejido social (reorganizarlo) a partir de una nueva tecnología de poder basada en el terror y el aniquilamiento, algo que se parece bastante a la definición que años más tarde planteara Pittaluga para terrorismo de Estado, pero que evita las dificultades de este último concepto, que ya señalara Águila.
Las prácticas sociales genocidas difieren tanto del ejercicio regular del poder punitivo estatal como de la forma clásica de la guerra, ya que esta última remite a un proceso de destrucción centrado en la confrontación armada y en la destrucción de la fuerza material y moral del enemigo, tanto desde la tradición china como en las escuelas alemana, francesa o inglesa de los estudios sobre la guerra. En la práctica social genocida no es meramente la fuerza social el objetivo estratégico de la destrucción y reorganización sino la relación social que constituye su condición de posibilidad, algo que identifican de modos no explícitos Pittaluga o Águila sin poder, sin embargo, conceptualizarlo con precisión por no contar con la herramienta para ello y utilizar un término como represión, incapaz de las modulaciones necesarias para dar cuenta de las diferencias estructurales con cualquier otra instancia de utilización del poder punitivo estatal, que también se caracteriza con el mismo término: represión.
El caso argentino y las definiciones de genocidio
Para Lemkin, no toda matanza masiva puede ser calificada como genocidio sino solo aquella que intenta destruir la identidad de los oprimidos e imponerles la identidad del opresor. De allí la idea de la diferencia entre la búsqueda de destrucción del grupo frente a la mera destrucción de algunos de sus miembros. El secuestro, la tortura y desaparición de delegados sindicales, barriales o estudiantiles, miembros de las ligas agrarias, de distintos partidos y movimientos políticos, participantes de grupos armados insurgentes, entre otros, aparece como un intento deliberado por imponer la opresión en la sociedad mediante el aniquilamiento de grupos elegidos discriminatoriamente y con un sostenido trabajo de inteligencia previo, como ilustran los escasos archivos rescatados de distintos servicios de inteligencia nacionales o provinciales. Los estudios económicos sobre el período dictatorial y las transformaciones que le siguieron muestran, a la vez, la planificación en la destrucción del tejido social y, con ello, el intento de reorganizar (en términos de los propios militares) la identidad y las relaciones sociales del grupo nacional argentino.
Que esta destrucción y transformación del tejido social utilice metáforas racistas, políticas o religiosas para construir la negativización de los perseguidos no afecta el carácter estructural de la práctica. Sean una raza inferior, degenerados, subversivos o herejes, la persecución busca erradicar elementos de la identidad del grupo sobre el que se implementa el terror para transformar los modos en los que se piensa a sí mismo. Y esta reorganización se encuentra al servicio de aumentar los niveles de opresión, más allá de la enorme variabilidad en los sentidos y usos de dicha tecnología de poder.
La interpretación restrictiva de la Convención sobre Genocidio, en el plano legal, ha recibido a nivel doctrinal tres tipos de críticas (Feierstein, 2015, 83):
1) Una definición jurídica no puede restringir la protección a determinados individuos o grupos porque violaría el principio de igualdad ante la ley. Un delito sigue siendo el mismo delito independientemente de quién sea su víctima. Esto no es pertinente para el trabajo socio-histórico.
2) Si se excluye la intencionalidad política de la definición de genocidio, el concepto no aplicaría a ningún caso histórico real porque las persecuciones a grupos nacionales, étnicos o religiosos tuvieron siempre una intencionalidad política, lo cual violaría la parte de la definición que exige que el grupo sea destruido "como tal", esto es, por motivos que hacen a la propia pertenencia al grupo y no por otras causas, como por ejemplo motivos políticos.
3) En todo genocidio reorganizador, la elección de los grupos victimizados constituye un intento de destrucción parcial del mismo grupo nacional o continental en el cual esa minoría vive. Así, con la persecución de judíos, armenios, tutsis, bosniacos o indígenas y campesinos se buscó destruir parcialmente la identidad de Alemania y luego de toda Europa, del Imperio Otomano, de Ruanda, de Yugoslavia o de Guatemala. Esto implica que el genocidio moderno busca la "destrucción parcial del propio grupo nacional", afirmación que es parte de la propia Convención sobre Genocidio y que, paradójicamente, retoma la definición original de Lemkin y fue la elegida por las cortes argentinas para habilitar la utilización del concepto, luego recuperada por las cortes bengalíes, por un fallo en disidencia del tribunal mixto internacional de Camboya y por la Corte Constitucional de Colombia.
Para el debate aquí planteado, la crítica relevante es la tercera, que paradójicamente es la realizada por los tribunales argentinos.[11] En nuestro país se suma un elemento muy significativo en las discusiones historiográficas, que es el modo en el que definieron la práctica los propios perpetradores en el momento de los hechos, al denominarlo "Proceso de Reorganización Nacional". En la explicitación de sus prácticas (por ejemplo en el Proyecto Nacional elaborado por Díaz Bessone) se aclara que se busca transformar la identidad de todo un pueblo, su sistema de valores, su moral, el funcionamiento de las familias, las lógicas del trabajo, los agrupamientos sociales, esto es, el funcionamiento de todo el “grupo nacional”. Esto articula dos dimensiones distintas del análisis: la percepción y elucidación post-facto de las prácticas — que no requiere que los conceptos existieran o fueran conscientes en el momento de realizar la acción — con la propia conciencia de la práctica por sus actores, que aparece con tremenda lucidez en el sintagma “Proceso de reorganización nacional” y los análisis que los propios perpetradores realizan del mismo en el momento de los hechos.
Las definiciones sociológicas de genocidio permiten distinguir, en tanto tecnología de poder, las diferencias cualitativas y las discontinuidades entre el uso previo del aparato punitivo estatal y la sistematización de un sistema concentracionario a partir del inicio del Operativo Independencia en Tucumán. La definición de prácticas sociales genocidas permite observar que la destrucción de la identidad de un pueblo se produce a través del quiebre de sus relaciones de autonomía y cooperación. El terror aplicado sobre la población generaliza la desconfianza, un poderoso mecanismo que desarticula las relaciones horizontales y los lazos sociales preexistentes, algo presente en análisis como el de Pittaluga. Esto difiere de modulaciones de magnitud en procesos represivos, en tanto que sus objetivos y sentidos no son equivalentes a los del uso regular del aparato punitivo estatal, incluso en los casos de mayor magnitud, sino que implican fundamentales cambios cualitativos.
A modo de conclusiones provisorias
Este análisis en modo alguno pretende cerrar dogmáticamente un debate. En el propio campo de los estudios sobre genocidio existen cuestionamientos diversos y enriquecedores a mis posturas, desde Martin Shaw que propone mucha mayor continuidad e identidad entre los procesos de guerra y genocidio (articulables en Argentina a los análisis de Inés Izaguirre o Juan Carlos Marín que plantean la secuencia “primero una guerra, luego un genocidio”), hasta las distinciones de Jacques Semelin entre “destrucciones que buscan la erradicación” frente a “destrucciones que buscan el sometimiento” o Bárbara Harff y Ted Gurr, que distinguen entre la destrucción de lazos comunitarios (que califican como genocidio) de la destrucción en función de lógicas jerárquicas de poder (que bautizan como politicidio) (Shaw, 2015; Semelin, 2007; Marín, 1996; Izaguirre, et.al. 2009; Harff y Gurr, 1988). Todos ellos podrían quizás poner en cuestión el uso del concepto de genocidio para el caso argentino, pero sobre bases de reflexión teórica y cuestionamiento crítico y no en base a la preferencia por términos coloquiales sin elucidación o al “origen jurídico” del término.
Los procesos de destrucción vividos en nuestra región no son mesas. Tampoco suicidios. La complejidad en la construcción de aquellos elementos que componen su sentido estructural tiene niveles de mayor complejidad, más variables de composición, sentidos encontrados y contradictorios en sus propios actores y efectos de distinto tipo. Pero ello no inhabilita en modo alguno el uso de los conceptos sino que, por el contrario, lo vuelve más relevante. Las disciplinas que integran el amplio campo de las ciencias sociales no pueden eludir la discusión acerca de los modos de calificar los hechos, en tanto da cuenta de la posibilidad de distinguir transformaciones muy distintas en las relaciones sociales.
Mi percepción es que ello no logra ser capturado por términos que no son elucidados — como violencia política o represión — ni por el concepto de terrorismo de Estado, tal como se utiliza en la mayor parte de los trabajos analizados, con la excepción citada de Pittaluga, que queda a mitad de camino al llevar a cabo una definición un poco más consistente pero que no dialoga con ninguna otra ni asume la elucidación de los problemas que debe enfrentar.
Por otra parte, el concepto de guerra (que sí cuenta con una profusa y rica tradición teórica y logra algunas puntualizaciones potentes) termina centrando el análisis en el componente militar, que resulta el menos enriquecedor para comprender el conjunto de transformaciones sociales que la última dictadura militar argentina — instaurada en tanto Proceso de Reorganización Nacional — logró en el tejido social.[12]
Aunque mi apuesta es dar cuenta de dichas transformaciones con el concepto de práctica social genocida — aprovechando los desarrollos teóricos de setenta años sobre sus lógicas estructurales — el llamado al campo de la historia es a explicitar en el debate qué otros términos podrían iluminar mejor el caso argentino, asumiendo que los conceptos son, también y fundamentalmente, herramientas para una toma de conciencia de la experiencia vivida que permita modos de acción más efectivos en la conexión entre pasado y presente Y, en nuestro caso específico, herramientas que constituyan una posibilidad de avance en las necesarias luchas frente a la opresión.
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Notas