Artículo de reflexión no derivado de investigación
Recepción: 14 Abril 2017
Aprobación: 16 Mayo 2017
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.2426
Resumen: Este artículo se propone reflexionar sobre las posibilidades de tejer una agenda formativa para la paz, tomando en cuenta los aportes del pragmatismo como teoría ético-política que surgió en el marco de un conflicto civil y respondió adecuadamente a la coyuntura del momento a través de su agenda formativa, la cual cultivó en los ciudadanos una actitud cooperante-reflexiva transformando la opinión y el debate público en los principales instrumentos de progreso social. Para eso, se exponen las ideas del pragmatismo que fueron fundamentales en la superación del conflicto civil norteamericano, y luego se describen cuáles serían los retos más primordiales para la conformación de una agenda de formación. Por último, se evalúa el concepto de exclusión como manifestación cultural de la violencia por excelencia.
Palabras clave: Agenda para la paz, Exclusión, Paz, Pragmatismo, Violencia.
Abstract: Abstract
This article proposes a reflection the possibilities of building a formative agenda for peace building, taking into account the contributions both from pragmatism as well as from ethical-political theory that comes up in the civil conflict framework and appropriately responded to the moment through a its formative agenda, which promoted a cooperative-reflexive attitude transforming public opinion and debate into the main instruments of social progress. That is why, ideas on pragmatism are presented which were fundamental in overcoming the north American civil conflict and then described what would be the biggest challenges in establishing the formative agenda. Finally, there is an evaluation of the concept of exclusion as a cultural manifestation of violence.
Keywords: Peace agenda, Exclusion, Peace, Pragmatism, violence.
Antesala
El concepto de agenda1 designa -desde su etimología “lo que ha de hacerse” (Real Academia Española, 2001). En este sentido, este artículo pretende definir un horizonte conceptual pertinente para la ideación de actividades y estrategias concretas que podrían componer una política pública educativa orientada a la consecución del posconflicto en Colombia. Sin embargo, este ensayo tiene unos límites de acción bien marcados, puesto que solo propende por definir el eje problemático y, respectivamente, una posible línea de trabajo dentro del marco de la formación ciudadana para la paz.
En este sentido, un país como Colombia, con miras en la transición del posacuerdo al posconflicto2, tendría la necesidad de configurar una agenda a la altura de los retos más prominentes consecuentes a la terminación de un conflicto y el imperativo de jalonar procesos que a largo plazo redunden en el fortalecimiento de la justicia social, operada no solo por el Estado, sino por todos los actores de la sociedad como afectados activos3 durante las últimas décadas del conflicto armado en Colombia. En lo que se sigue se presentará el que sería el eje problemático que ha generado y perpetrado patrones culturales de violencia, para luego, establecer líneas de trabajo desde el horizonte conceptual del pragmatismo.
Genealogía del conflicto en Colombia: entre la desigualdad y el bipartidismo
Las causas del conflicto armado en Colombia son diversas y cualquier intento de monocausalismo sería, ante todo, un reduccionismo mal sano para explicar efectivamente el fenómeno que ha determinado al país en los últimos 60 años.
En la gama de explicaciones que han surgido, se encuentra un conjunto de ideas de tipo marxista, esto es, que realzan las dinámicas materiales como determinantes de la realidad política, cultural, económica y social. Así, la clave explicativa de esta postura radica en señalar la desigualdad económica como el principal aliciente del conflicto armado, pues motivaría la creación de los movimientos insurgentes campesinos (precedentes de la FARC) y luego grupos estudiantiles armados (precedentes del ELN). Según Yaffe (2011), las teorías del resentimiento -la autora menciona las claves explicativas de tipo marxistano estarían completas sin el concepto de prioridad relativa, esto es, “la discrepancia entre lo que las personas piensan que merecen, y lo que realmente alcanzan”(p. 193), lo que dejaría en claro que la desigualdad material alimenta un tipo de imaginario cultural y con eso, un conjunto de conductas, creencias y emociones orientadas a establecer brechas de identificación entre los que lo tienen todo y los que nunca podrán tener algo igual, al menos, sino acceden a la ilegalidad.
En el otro lado de la estela hay explicaciones centradas en la posibilidad de lucro que puede traer la guerra. De acuerdo a Yaffe (2011), tanto el Estado como grupos alzados en armas, empresarios y líderes comunitarios pueden encontrarenlaguerraunmedioeficazparagestionarrecursosdelailegalidad y estar invisibilizados por el conflicto mismo. Esto explicaría cómo conforme al avance del conflicto, aparecían nuevas formas de financiación cada vez más sofisticadas y de alto impacto económico y social. Desde el espectro cultural, esta cadena de explicaciones daría a entender que el foco de prácticas sociales que determinaron el conflicto era precisamente la ilegalidad y no propiamente la desigualdad, dicho claramente, no fue el factor de injusticia social lo que había detonado la guerra y las prácticas de ilegalidad, sino que sería la propensión a la ilegalidad la que configuraría el conflicto desde sus inicios hasta la época actual.
Un tercer conjunto de explicaciones está cimentado en el ámbito social y cultural, más que en el económico y político. Este grupo de teóricos han debatido la tesis según la cual, Colombia yace en una cultura de la violencia o no. Esto significa que las estructuras y dinámicas de las instituciones sociales y culturales, tales como la familia, la comunidad vecinal y otras, engendrarían la violencia en los individuos a través de los procesos de enculturación, sustentando, entonces, la réplica constante de creencias, emociones y prácticas generadoras de violencia. Estas ideas podrían asirse en el hecho empírico del bipartidismo como génesis de la cultura de violencia en Colombia, pero sería imprudente negar las dos conclusiones aportadas tanto por las teorías del resentimiento, como de la codicia, dado que ambas responden a modus operandi muy particulares, a saber, la exacerbación de un nosotros (los pobres, el Estado, conservadores, liberales, entre otros) en detrimento de los otros. En este sentido, el bipartidismo no solo es un episodio histórico concreto que se extendió desde finales de 1840 hasta el 2002, en el que hegemónicamente, conservadores y liberales, eran los únicos actores en el espectro político, sino que se debe entender como una lógica cultural que hasta el día de hoy se ha mantenido y se ha manifestado en escenarios coyunturales como el proceso de paz, el plebiscito, el matrimonio homosexual, entre otros.
En todo caso, esta lógica no es una exclusividad del conflicto colombiano, de hecho, hunde sus raíces en aspectos antropológicos que van desde rasgos evolutivos como socio-culturales de diferentes grupos humanos. Particularmente, el pragmatismo norteamericano -fruto de un conflicto civilno solo logra explicar con pertinencia el fenómeno de la violencia como un problema relacionado con la ideología y sus implicaciones sociales, sino que también abre la puerta para plantear una línea de trabajo en el marco de la formación de ciudadanías pacíficas.
Un experimento con buenos resultados: el pragmatismo
La sociedad norteamericana de finales del siglo XIX estaba devastada. La guerra civil entre abolicionistas y esclavistas no solo había dejado en la mente de todos el sinsabor de haber perdido a personas cercanas o sus propiedades, sino que también la guerra había acabado con cualquier impulso cultural de reconstruir una nación que seguía dividida por las exacerbaciones ideológicas de un bando u otro, tendiendo un ambiente de hostilidad en todo el país. Aunque bien, el esclavismo había sido derrotado y las comunidades del sur de Estados Unidos ya habían aceptado a regañadientes la imperiosa necesidad de liberar y respetar la dignidad de las personas negras, la nación estaba en un desierto espiritual que se reflejaba en la ausencia de un proyecto común de democracia, un proyecto educativo que consiguiera dejar atrás las antiguas formas violentas de solucionar conflictos entre los ciudadanos e incorporar nuevas prácticas de cooperación. Esta tarea de renovación fue asumida con éxito por un grupo de intelectuales interconectados entre sí, pero con distancias conceptuales a veces considerables, conocidos actualmente como los pragmatistas. Así, personajes como Holmes, William James, Charles S. Pierce y John Dewey, elaboraron -cada uno desde su posturauna revisión de los problemas tradicionales de la filosofía, en concordancia con los problemas sociales, culturales y políticos de su época. Esta naturaleza anfibia -entre el academicismo y la vida pública de su contexto del pragmatismo, le permitió responder desde una perspectiva teórica novedosa a los problemas más acuciantes de la filosofía, y sobre todo, construir un proyecto cultural que redefinió para siempre la propia comprensión de los norteamericanos y su vida en democracia. “Cambiaron el modo en que viven los americanos, el modo en que aprenden, el modo en que expresan sus ideas, el modo en que se entienden a sí mismos y el modo en que tratan a la gente diferente de ellos” (Menand, 2016, p. 13).
La piedra de toque del pragmatismo consistió básicamente en elaborar una teoría sobre las creencias e ideas que justificaban toda acción humana, pero, en vez de responder ¿por qué se cree esto y no otra cosa? como pregunta netamente epistémica y metafísica, los pragmatistas se preguntaron mejor ¿para qué se tiene cierta creencia y no otra? Una pregunta ético-política que haría del pragmatismo en su sentido más amplio, una actitud, una forma de enfrentar la vida y sus problemas. De forma magistral, los pragmatistas justificaron el vuelco a la primera pregunta porque, de hecho, cualquier respuesta posible podría convertir lo que era solo una idea (una forma entre tantas de comprender un fenómeno del mundo) en una ideología4, la cual, según el dictamen de los propios pragmatistas, podría ser la principal causa de violencia cultural; por lo menos, así lo sugiere Bernstein (2006) cuando antepone dos mentalidades entre sí, a saber, una mentalidad con anhelos de absolutismo frente al falibilismo pragmático. La primera debe ser comprendida como una disposición socio-cultural de fundar las propias creencias en un principio absoluto de naturaleza onto-epistémico, desde el cual se configura un dispositivo cultural de poder no consensuado en tanto no refutable y así, justificar discursos y prácticas de deslegitimación de la alteridad. Por su parte:
El falibilismo, en su sentido más sólido, no es una doctrina epistemológica elitista, sino un conjunto de virtudes -de prácticas que deben ser cuidadosamente fomentadas en comunidades críticas. Una orientación falibilista requiere la disposición genuina a probar nuestras ideas en público y a escuchar con atención a quienes las critican. Precisa la imaginación para formular nuevas hipótesis y conjeturas, y someterlas a una rigurosa verificación y crítica públicas por parte de la comunidad de investigadores. El falibilismo necesita una alta tolerancia a la incertidumbre y el valor de revisar, modificar y abandonar nuestras creencias más caras cuando éstas han sido refutadas. (…) el falibilismo implica más que una mínima tolerancia de aquellos que disienten con nosotros y cuestionan nuestras ideas. Debemos enfrentarlos y buscar responder a sus críticas y objeciones, y esto requiere respeto mutuo (Bernstein, 2006, pp. 56-57).
Consecuentemente, la mentalidad falibilista estaría en el marco de la democracia deliberativa, donde el acuerdo intersubjetivo y las condiciones que lo permiten se convierten en los principales objetivos de la agenda política de una sociedad. No obstante, el falibilismo pragmático estaría perdiendo su funcionalidad si solamente se relaciona con la libertad comunicativa y la conformación de una comunidad de deliberación al estilo habermasiano. Por el contrario, habría que incluir las reflexiones de Dewey en torno a la democracia, su concepción de que esta es un modo de vida y no solo un conjunto de instituciones, y su adhesión al pensamiento de Honneth (1999)) que la democracia “no es el discurso intersubjetivo el que representa la esencia de toda libertad comunicativa, sino más bien, el uso colectivo de las fuerzas individuales para la solución de un problema” (p. 7); dicho de otra manera:
La esfera política no es, como en Hannah Arendt o en forma atenuada en Habermas, el lugar de un ejercicio comunicativo de libertad, sino el medio cognitivo, con cuya ayuda la sociedad intenta de manera experimental explorar, tratar y solucionar sus propios problemas para la coordinación de la acción social (Honneth, 1999, p. 19).
Como bien rescata López (2011) de los desarrollos teóricos de Galtung (1995), la violencia puede ser comprendida como “todo lo que obstaculiza la realización completa del potencial humano, tanto física como mentalmente” (López, 2011, p. 89). Dicha obstaculización no podría ser atribuida solo a las condiciones estructurales o de justicia social, por el contrario, es necesario aplicar una clave explicativa que incluya los factores socio-culturales como elementos fundamentales en la configuración o no de entornos protectores y favorables para la paz, que -de acuerdo a la visión pragmatistaconsistirán en ecosistemas en los que se cultive la inteligencia social como instrumento principal para lidiar con la exclusión.
Retos de una agenda formativa pragmatista para la paz
El primer reto, indudablemente, radica en abandonar lo que Rorty (1996) ha designado como el deseo de objetividad y adoptar el deseo de solidaridad como ruta axiológica en el marco del proyecto del posconflicto. Una transición de este tipo, solo quiere significar que el viejo habito de “saltar fuera de nuestra comunidad lo suficientemente lejos para examinarla a la luz de algo que va más allá de ella, a saber, lo que tiene en común con todas las demás comunidades reales y posibles” (Rorty, 1996, p. 40), debe ser reemplazado inexorablemente por la costumbre de conformar proyectos comunes a través de la conversación, proyectos que brinden narrativas y autoimágenes provechosas para facilitar la inclusión de personajes y modos de vidas poco conocidas para la sociedad.
En este sentido, la distinción que hace Rorty (2007) entre discutir como una forma de intercambio de ideas donde los interlocutores comparten o no un léxico último5, acorde o discorde -según sea el caso-, que no está dispuesto a la transmutación y educar como una forma de “proceder suponiendo que las personas seguirán nuestros argumentos y saber que no pueden, pero esperando modificarlos de manera que lo logren” (p. 64) podría ser muy útil como una pauta de enseñanza socio-cultural, sobre todo si se sigue la propuesta deweyana de formar una inteligencia social en la que el debate y la cooperación permitan la propia gestión de las necesidades y proyecciones del organismo social, como la propuesta de Bernstein (2006) de incentivar en cada ciudadano la capacidad de dudar de sus propios léxicos y experimentar otros nuevos (falibilismo), en virtud al reconocimiento de la diversidad cultural existente entre los grupos humanos (pluralismo). Una cultura de este tipo, piensa Rorty (1996), “se enorgullece de agregar constantemente nuevas ventanas, de ampliar constantemente sus simpatías” (p. 276) y no le queda más opción que crear un auditorio donde sus justificaciones sean aceptables y plausibles, siendo esto posible a través de la educación con fines persuasivos.
Una educación de este tipo es persuasiva en dos sentidos específicos. En la medida que utiliza la fuerza de las palabras y no de la violencia, el acercamiento de una ciudadanía formada para la paz a otros grupos humanos, se daría exclusivamente en dispositivos de participación dialógica, en la que elementos formativos intenten modificar algunas creencias del interlocutor, básicamente, las relevantes para la creación y el sostenimiento de un modo de vida democrático. El segundo sentido de la palabra persuasivo dentro del pragmatismo rortyano es la prescindencia de palabras como: ¡Basta ya de hacer esas estúpidas preguntas sobre si no hay algunos judíos buenos, preguntas que me hacen dudar de tu conciencia aria y de tus ancestros, o el Reich encontrará otro uso para ti!” (Rorty, 2007, pp. 6768).
En esta medida, la preocupación central de una ciudadanía pacífica pragmatista no sería la de encontrar un fundamento filosófico que lograse dejar sin argumento alguno a un interlocutor cualquiera, sino bien, afilar las herramientas con las que cuentan para llevar a cabo una forma comunicativa de la cultura que intenta establecer conexiones con otras sociedades, con otros discursos o entre discursos, inconmensurables; y es, a la vez, una filosofía poética, en cuanto pretende elaborar nuevos vocabularios, nuevas metas de descripción y nuevas disciplinas que nos ayuden a interpretar los entornos familiares en términos no familiares, en términos de metáforas poderosas o léxicos alternativos (Suárez, 2005, p. 321).
Un proyecto así, exigiría una concepción especial de educación, una alejada del espectro actual de la productividad, que no solo logre responder a las solicitudes del desarrollo económico, sino también posibilitadora de una sociedad democrática, en la que la inclusión, la solidaridad y la cooperación entre los ciudadanos sean primordiales.
Líneas de trabajo: acciones para la formación de ciudadanas pacíficas
La revisión de las causas del conflicto armado en Colombia como el diagnóstico hecho por el pragmatismo de la violencia a modo de manifestación negativa de la ideología, nos permite determinar tres ejes problemáticos y, por tanto, tres conjuntos de acciones resolutivas que podrían orientar -en un ejercicio posterioruna política pública educativa para la consecución del posconflicto en Colombia. En la Tabla 1 se encuentra de forma sucinta la propuesta de este ensayo:
Educar para la democracia
En la actualidad, el proyecto de una sociedad en paz no encontraría un asidero firme que le garantizara su materialización en el mundo. Claramente, los cimientos ofrecidos por el paradigma de la educación actual no logran cooperar con el ideal democrático de universalizar su forma de vida y, además, son un obstáculo para que de ninguna manera este proyecto sea en algún momento viable. Empero, este paradigma de una educación exclusiva para la obtención de la renta -sostiene Nussbaum (2010)y su predominancia en el mundo actual, lleva consigo la destrucción de la propia democracia, dado que “ninguna democracia puede ser estable si no cuenta con el apoyo de ciudadanos con ese fin” (p. 29).
La importancia actual que recibe la educación para la renta responde directamente a la idea de desarrollo, que en las últimas décadas, se ha mantenido radicalmente orientado al crecimiento económico, lo cual solo puede significar una relación precaria entre calidad de vida y aumento del producto interno bruto. Sin embargo, poco o nada tienen que decir indicadores de crecimiento económico como el PIB acerca del estilo de vida que cada persona está viviendo, y si este corresponde a un modo de vida digno.
Los Estados, arrinconados por el miedo causado por las recurrentes crisis económicas, han insistido de manera vehemente en políticas que incentiven a los jóvenes a estudiar carreras técnicas y tecnológicas, ignorando que “producir crecimiento económico no equivale a producir democracia, ni a generar una población sana, comprometida y formada que disponga de oportunidades para una buena calidad de vida en todas las clases sociales” (Nussbaum, 2010, p. 36). Ahora bien, una educación radicalizada en el deseo de crear democracia sería una que no desconocería la importancia de producir el capital suficiente para el mantenimiento de las instituciones democráticas (Estado, universidades, colegios, medios de comunicación), pero vería esta función solo como un medio y no como un fin en sí mismo. Resulta evidente, entonces, que la educación democrática está orientada a cultivar en los ciudadanos ciertas aptitudes que garanticen tanto su búsqueda privada de la felicidad, como los insumos básicos para cuidar lo público. Según Nussbaum (2010), estas aptitudes estarían orientadas a fomentar en los ciudadanos la preocupación sobre las cuestiones políticas que se dan en la nación, reflexionando críticamente e indagando
siempre por el bien común, bajo la insistencia de brindar a los ciudadanos la capacidad de percibir a sus semejantes como tales; respetando su individualidad como sus preferencias, siempre teniendo en mente que la instrumentalización de otro ciudadano (verlo como un medio y no como un fin en sí mismo) es lo peor que se puede llegar hacer.
Igualmente, es necesario fomentar la aptitud de estar comprometido e interesado por la vida de los otros, pensando siempre en las consecuencias inherentes a cada acción y decisión política que se lleven a cabo, preocupándose por la recurrente afectación de dichas intervenciones en su contexto. También es necesario incentivar la capacidad, tal y como la concibe Nussbaum (2010), de “imaginar una variedad de cuestiones complejas que afectan la trama de una vida humana en su desarrollo” (p. 49). Es decir, la capacidad de comprender la humanidad como un abanico de posibilidades narrativas que pueden diferir de una comunidad a otra, de una persona a otra, por lo cual, el interés por comprenderlas es fundamental para el sostenimiento de la tolerancia democrática. Por último, una habilidad primordial que todo ciudadano debe tener para el mantenimiento de la democracia debe ser la de verse como un habitante de la aldea global, es decir, reconocer que hay ciertas cuestiones que deben entrar en la deliberación transnacional para darles solución. En todo caso, si bien estos requerimientos son comunes en las sociedades actuales, llegando a ser, inclusive, poco novedosos e insípidos para la comunidad filosófica, hay un elemento primordial que subyace de la reflexión pedagógica de Nussbaum (2010) que, en breve, se tratará de aquí en adelante: la exclusión como fenómeno connatural y consecuente de la violencia.
Violencia como exclusión
Uno de los ejes del entramado conceptual del pensamiento pragmatista sobre todo en Rorty (1991) es sin ninguna duda, el concepto de solidaridad. La opción pragmatista de preferir la solidaridad, en vez de la objetividad, es lo que en buena medida lo aleja de poder ofrecer una teoría epistémica de la verdad, para contentarse exclusivamente con una descripción del modo de vida democrático, advirtiendo cuáles serían unas buenas reformas o propuestas para mantenerlo y difundirlo; así, la solidaridad puede ser comprendida como un proceso de expansión de la lealtad de un nosotros a un ellos estableciendo, al mismo tiempo, una dicotomía entre la posibilidad de incluir o excluir un modo de vida u otro. Por eso, el deseo de solidaridad base de la propuesta pragmatista, y común a la propuesta pedagógica de Nussbaum, es el compromiso de adquirir nuevas herramientas narrativas e imaginativas que permitan esclarecer prácticas de exclusión, que deben ser erradicadas a través de estrategias inclusivas de forma interminable. Con todo lo dicho hasta ahora, es necesario hacer una revisión del concepto de exclusión y ver cómo la concepción del pragmatismo está conectada con desarrollos anteriores y contemporáneos.
Foucault (1976) expone una interesante clave de lectura, a propósito de las relaciones de poder entre los hombres y la inferencia de ellas en cuestiones propiamente epistemológicas, de la cual subyacen dos tesis primordiales para comprender el fenómeno de la exclusión. La primera, resultado del proceder genealógico de Foucault, plantea que las condiciones histórico-sociales son las que, en últimas, determinan una episteme de las prácticas humanas. La segunda es que a través del tiempo, las sociedades han incurrido en cierta búsqueda de la pureza que ha encontrado su aliciente en el desarrollo de las ciencias y disciplinas humanas. De esta manera, ciencias como la psicología, la sociología, la medicina y el derecho, se han convertido irremediablemente en dispositivos de poder encargados de juzgar a los individuos y determinar si son “normales” o “anormales”. Por tanto, las escuelas, los hospitales y las cárceles, no son más que instituciones creadas para el control, la vigilancia y el amoldamiento de los sujetos, bien sea para alinearlos dentro de la “normalidad” -como es en el caso del aparato educativo o bien, para excluirlos de la sociedad -como es el caso de las prisiones u hospitales psiquiátricos, donde los sujetos que no cumplen con el criterio de pureza son escondidos e incluso eliminados-. Por ende, lo que Foucault (1976) reconoce en las instituciones modernas es que son un sistema dotado de lo que el propio pensador denominó como “violencia metafísica”, la cual radica en la bien conocida relación que hace el autor de “vigilar y castigar” entre saber y poder. Para el francés, un supuesto conocimiento de las condiciones y estructuras objetivas del mundo, es el que permite a instituciones como la psiquiatría o a las iglesias juzgar desde una condición privilegiada las prácticas humanas en general. De lo que se percata el pensador, es que el argumento de un saber metafísico, independiente del contexto y de la historia, ha servido en últimas para el control violento de los sujetos y el castigo de todos aquellos que no encajan en el molde de dicha estructura objetiva, los cuales solo podrían ser tildados como infames o anormales.
Por otra parte, Zygmunt Bauman (2001), sociólogo y filósofo polaco, siguiendo la línea de Foucault, afirma que “la civilización se construye sobre una renuncia al instinto” (p. 8) es decir, una renuncia a lo caótico, sucio y desordenado. Consecuentemente, los extraños, como los llama Bauman (2001), son todos los sujetos que no logran entrar en el esquema de orden y pureza que una sociedad establece, pues “todas las sociedades producen extraños; pero cada tipo de sociedad produce sus propios tipos de extraños y los produce a su propio e inimitable modo” (p. 27). En esta medida, la cultura se convierte en una especie de agente de higiene, creando instituciones morales y políticas que solo sirven al objetivo de limpiar lo impuro o eliminarlo. En la actualidad, piensa Bauman, las sociedades occidentales con democracias liberales abiertas y globalizadas, han creado un esquema de pureza e impureza muy peculiar. Según el sociólogo, el neoliberalismo económico como político y sus reductos últimos que son la globalización y el consumismo, han llevado a construir un paradigma de pureza basado en la figura del “buen consumista”, pues solo el buen consumista es capaz de libertad y a la vez satisfacer todos los estereotipos y modas que la publicidad va imponiendo (Bauman, 2001, p. 122). Por el contrario, los “consumidores defectuosos” son los que representan la suciedad proclive a la exclusión y a la humillación, siendo el caso más notorio el del habitante de calle -un “desecho humano”, en palabras de Bauman (2001, p. 122).extraño, fastidioso y repugnante en la sociedad, siempre susceptible de ser privado de su libertad en condiciones crueles.
Nussbaum (2008), desde su perspectiva, intenta explicar el fenómeno de la exclusión como un hecho regido primordialmente por las emociones. De acuerdo a la filósofa norteamericana, las emociones tienen componentes cognitivos, es decir, “están imbuidas de inteligencia y discernimiento sobre los objetos que nos rodean” (Nussbaum, 2008, p. 24), e igualmente influidas por las creencias que cada sujeto pueda adquirir por su cultura. Por eso, la irritación que pueda sentir una persona por otra en virtud a su condición sexual, raza o religión y demás, es impulsada por “creencias y juicios de valor más o menos conscientes acerca de lo limpio, lo correcto, la contaminación del cuerpo y la relación de estas cosas entre sí” (Nussbaum, 2008, p. 18). Consecuentemente, Nussbaum (2006) expone que el fenómeno de la exclusión en los seres humanos está mediado primordialmente por sentimientos y emociones como la repugnancia y la vergüenza. En este orden de ideas, los dispositivos educativos para la paz tendrían que insistir en una autoimagen del hombre como ser vulnerable, rechazando las narrativas actuales que se tejen alrededor de la fragilidad humana. El machismo o la homofobia, por ejemplo, están fuertemente sustentados por una concepción negativa de la vulnerabilidad humana. Por el contrario, la formación pragmatista para la paz puede inculcar actitudes frente a la debilidad y la impotencia que den cuenta de que ser débil no es vergonzoso y de que necesitar a los demás no es indigno de un hombre (…), enseñar a los niños que tener necesidades o considerarse incompletos no son motivos para sentir vergüenza (Nussbaum, 2010, p. 74).
Conclusiones
Las reflexiones en torno a una agenda de formación para la paz que se han expuesto deben estar enmarcadas necesariamente en el liberalismo político, en contra de un liberalismo perfeccionista o comprehensivo. La diferencia entre estos modelos normativos de liberalismo consiste básicamente en que el primero es una teoría normativa débil que pretende lograr el consenso entrecruzado -de acuerdo al concepto desarrollado por Rawls (1999) -, es decir, elacuerdomínimoquesedaentrevariasteoríasovisionesético-religioso del bien, que aunque pueden estar contrapuestas, aceptan un conjunto de normas, prácticas e instituciones garantes de la justicia como equidad y/o igualdad o, en palabras más concretas, que personas con diferentes formas de ver la vida lleguen al acuerdo de tratar a cada individuo como un fin en sí mismo y no como un medio. El liberalismo comprehensivo, por su parte, defiende una teoría normativa profunda sobre la libertad, comprende entonces que sí existe una única idea de bien que debe ser el epicentro de las instituciones y prácticas sociales orientadas a la consecución de la justicia. Los componentes que hasta aquí se han explicitado corresponden a un mínimo de justicia y no a un máximo de bienestar; y es así porque procuran defender la diversidad y la autonomía de cada individuo como un bien en sí mismo; una agenda formativa para la paz construida en los anales del pragmatismo tiene como fin dotar a cada ciudadano de los insumos cognitivos, emocionales y conductuales necesarios para mantener una cultura de paz y fomentar, así, la justicia estructural, que puede ser amenazada por la exclusión como mecanismo cultural para humillar a ciertos grupos de la sociedad.
El neopragmatismo de Rorty (1991) acepta el liberalismo político acogiendo la premisa de Judith Shklar (2013), según la cual, la crueldad es el mayor mal o el vicio supremo de una democracia liberal y, si bien es cierto que Shklar propone un liberalismo negativo (la evitación de las restricciones de la libertad y no la promoción de la misma), Rorty hace de este principio un móvil normativo positivo, es decir, no solo es restringir la crueldad directa, sino bien, alienta a la construcción de instituciones y prácticas proactivas en consonancia con la solidaridad, otro principio normativo fundamental en espectro pragmatista, según el cual, la justicia es la ampliación de nuestra lealtad hacia otras personas. La solidaridad como una metáfora expansiva significa, en este contexto, que una adecuada formación para la paz sería una que dejara siempre abierta la imaginación moral de los ciudadanos, en tanto que la violencia siempre puede mutar, la exclusión tomar nuevas formas y con eso, cualquier avance cultural o político en torno a la paz puede verse amenazado; y una parte valiosa de la consecución de sociedades más justas y pacificas es la sostenibilidad que en el tiempo pueda tener, o no, una cultura de paz.
Conflicto de intereses: el autor declara la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.
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Notas
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