Artículo de reflexión no derivado de investigación
Recepción: 08 Marzo 2017
Aprobación: 17 Octubre 2017
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.2686
Resumen: El escrito plantea la relación entre la mística según Bergson y su relación con la mística judía. Si bien el propio Bergson afirma que el misticismo más acabado se presenta en el cristianismo, una revisión al fundamento de optimismo sobre la creación en el que se funda la religión dinámica, como expresión del misticismo acabado, nos lleva a ver de qué modo la mística acabada que Bergson plantea es más cercana a las fuentes judías que a su consumación cristiana. Para esto, el escrito se desarrolla en tres momentos: el primero hace una exposición de los elementos principales de la mística en Bergson. El segundo retoma las consideraciones de Martin Buber y Hermann Cohen acerca de la tensión entre ley y amor en la mística judía. Y, en el tercer momento, a la luz de la noción de creación dinámica, como fundamento de la mística acabada según Bergson y como concepto fundamental del judaísmo, se proponen algunos encuentros entre Bergson y el judaísmo en tres aspectos centrales: la relación de la experiencia mística con el lenguaje, la tradición y la fundación de una moral.
Palabras clave: Cristianismo, Dinamismo, Lenguaje, Mística, Judaísmo.
Abstract: The writing states the relationship between mysticism according to Bergson and its relationship with Jewish mysticism. Although Bergson himself affirms that the most finished mysticism is presented in Christianity, a revision to the basis of optimism about the creation in which dynamic religion is founded, as an expression of finished mysticism, let us to understand how mysticism finished that Bergson states it is closer to the Jewish sources than to its Christian consummation. For this, the writing is developed in three moments: the first one makes a presentation of the main elements of mysticism in Bergson. The second takes into account the considerations of Martin Buber and Hermann Cohen about the tension between law and love in Jewish mysticism. And, in the third moment, under the light of the notion of dynamic creation, as a foundation of the mysticism finished according to Bergson and as a fundamental concept of Judaism, they are proposed some common points between Bergson and Judaism in three central aspects: the relationship of the Mystical experience with language, tradition and the foundation of a moral.
Keywords: Christianity, Dynamism, Language, Mysticism, Judaism.
La mística en Henri Bergson
Cuando el hombre nace es tierno y débil y cuando muere es duro y rígido.Cuando las plantas están vivas son blandas y flexibles y cuando están muertas son secas y rígidas.Por eso la dureza y la rigidez son compañeras de la muerte y la blandura y la suavidad son compañeras de la vida.Por eso cuando un ejército es empecinado será derrotadocuando un árbol es duro será derribado.Lo grande y fuerte declina. Lo suave y tierno prospera.Lao Tse
A modo de culminación de una obra filosófica propia y consistente, en 1932 Henri Bergson publica Las dos fuentes de la religión y de la moral. Si bien es cierto que la obra hace un recuento desde varios ámbitos de la experiencia religiosa, es claro también que va enfocada hacia pensar una nueva moral para la urgencia del tiempo desde el que escribe el filósofo, el complejo momento entre las dos grandes guerras europeas. Pero no es solo la urgencia de la época sino casi una necesidad interna de su pensamiento por culminar en una moral que coronara su obra y quedara como posibilidad de tener una base que iluminara ciertos extravíos de las grandes instituciones humanas. Naturalmente, Bergson no se queda ni se concentra en la crítica de la época, sino que indaga los desvíos humanos que le han puesto en diversas encrucijadas. Para ser consecuente con su filosofía, Bergson se adentra en Las dos fuentes de la religión y de la moral, preguntándose acerca de la experiencia mística en su relación con la religión y, por ende, con la moral.
Pero ¿por qué, en una indagación sobre la religión y la moral y, más aún, pensando sugerir una moral para el tiempo actual, realizar la indagación desde la mística? Por un lado, porque siendo fiel a su método de indagar por lo sencillo sin entramados conceptuales, si se quiere comprender la esencia de la religión se tendrá que indagar por lo que en ella hay de experiencia y es por esto que centrarse en la mística, anticipando una de sus tesis centrales, es necesario debido a la emoción que hay en el fondo de toda religión o de toda gran creación. Para Bergson, no hay duda sobre la existencia de la experiencia mística1, pues la mayor prueba de esto es que no hay religión sin una experiencia mística que la fundamente. Por otro lado, para Bergson es pertinente abordar la esencia de la moral y de la religión desde la mística, porque su propia filosofía lo ha llevado a una comprensión de la duración en la que la vida se ve como proceso creador que evoluciona desde un único impulso. Un impulso vital que “habría luchado por liberar la conciencia y el espíritu de la materia” (Chacón, 1994, p. 413). El filósofo simpatiza, pero la trama conceptual de su pensamiento le impediría llegar a una coincidencia con el objeto que le permita una experiencia directa. El método filosófico de Bergson es precisamente lo que le lleva a indagar por una forma de intuición más elevada, por una simpatía más alta y esto lo halla en la mística.
En efecto, como bien lo aclara Xavier Zubiri, Bergson cambia la posición del hombre frente al conocimiento de las cosas, más exactamente, porque para Bergson, el hombre ya no está frente a las cosas: “el hombre no está fuera de las cosas y, por tanto, no es cuestión de girar, sino que el hombre, por algún acto primario suyo, está ya dentro de las cosas” (Zubiri, 1992, p. 174)2. Solo en esta medida el hombre puede simpatizar con las cosas y aprehenderlas sin referencia a sistemas. El saber se basa en la experiencia, por lo tanto, si se quiere saber la esencia de la religión y de Dios, el filósofo tendría que seguir el testimonio del místico, antes que dotar a dicha experiencia de atributos surgidos de la operación intelectual (Bergson, 1946, p. 317)3. Haciendo una argumentación similar a la realizada en la delimitación entre ciencia y filosofía, Bergson comprende que, tras el surgimiento de una religión, es decir, de algo que pueda mantener unido un grupo social, debe haber algo más que un conocimiento frío, teórico y conceptual. Para Bergson, la emoción es simple, así, un conocimiento de esta emoción simple no puede darse desde afuera, pues se acaba siempre recubriendo de otra cosa, de un sistema que complejiza eso simple (Bergson, 1959, p. 1079).
Por esto el filósofo que puede simpatizar con la realidad debe, sin embargo, callar ante el místico, quien está dentro de la emoción. Frente a la filosofía, la experiencia mística se comporta como la intuición frente a los sistemas: la intuición se rige por simpatía, el sistema por análisis. En efecto, la intuición apunta a la comprensión de la emoción simple, libre de cualquier entramado conceptual: “llamamos aquí intuición a la simpatía por medio de la cual nos transportamos al interior de un objeto para coincidir con lo que tiene de único y por consiguiente de inexpresable” (Bergson, 1959, p. 1079)4. El místico tendría la conexión con esta emoción del principio vital mismo y esa emoción simple se manifestaría por medio suyo a los demás.
Es la conexión con dicha emoción lo que da consistencia por simpatía y no por obediencia o simple respeto. En otros términos, en la religión opera un principio de simpatía que no se da en otro tipo de relación humana. Pero la base de dicha simpatía es la emoción. Más aún, una emoción simple. La simplicidad es fundamental para conocer el fundamento, el interior de la intuición en la medida que no se recubre con los velos de lo conceptual porque lo hace desde dentro5. La emoción, que es ante todo base creadora, abre hacia lo ilimitado, hacia la unidad del impulso que sostiene a todo: de esta emoción quiere dar cuenta quien la experimenta, como el artista quiere darnos a conocer la suya por medio de su obra. Esta filiación a dicha emoción es la que crea comunidad de espíritu, es decir, una religión. La filosofía, si bien puede simpatizar con la naturaleza, no puede transmitir esta emoción porque trabaja con conceptos y estos sepultan la emoción:
Mucho más cerca de lo inmediatamente experimentado, están las representaciones simples que brotan de la emoción a medida que se vuelve a ella. Hablábamos de fundadores y reformadores religiosos, de místicos y santos. Escuchemos su lenguaje; éste no hace más que traducir en representaciones la emoción particular de un alma que se abre, rompiendo así con la naturaleza, que la encerraba a la vez en sí misma y en la ciudad (Bergson, 1946, p. 108).
Por esta razón la filosofía, aunque está en un grado superior de simpatía con la realidad que la ciencia, no puede lograr lo que sí consigue la religión. Por ejemplo, el estoicismo aunque tiene en rigor el mismo sistema de normas que el cristianismo, no logra la misma emoción, porque su construcción es conceptual y no está ligada a la emoción (Bergson, 1946, p. 116). Bergson distingue entre lo infraintelectual, es decir, lo estático, lo supraintelectual, lo dinámico y el estado intermedio, la inteligencia, donde se ubicaría la filosofía. Lo dinámico, que es el fundamento de la emoción, se liga con el impulso de la creación, donde la inteligencia es más que inteligencia (Bergson, 1946, p. 119). Según Bergson, el cumplimiento y eficacia de la moral y de la religión se basa en la emoción inicial que las sigue fundamentando, es decir, en la experiencia mística: “su eficacia depende de la fuerza de la emoción que en su día provocó, que provoca aún o que puede provocar, y esa emoción, aunque solo sea por ser susceptible de resolverse indefinidamente en ideas, es más que idea: es supraintelectual” (Bergson, 1946, p. 141). Para Bergson, en la experiencia mística el místico asciende hasta el principio creador de la vida. Al dejarse ser en este flujo, el místico se abre en amor o, más bien, descubre que es amor este principio creador y, por esto mismo se abre en amor a toda la humanidad a la que siente en sí mismo. Según Bergson, esto es lo que hace que en cada hombre pueda resonar la palabra -emotiva en el sentido más profundo- del místico (Bergson, 1946, p. 157). Y es a partir de esta emoción resonante que Bergson entiende que la mística genera una cohesión por simpatía más que por comprensión conceptual, legal o por el seguimiento del instinto. Pero todavía más determinante es que dicha emoción o, más exactamente, el hecho de resonar con ella, abre a un sentimiento de empatía con la creación toda.
Sin embargo, si en el fondo de toda religión hay una emoción de este tipo, es decir, que conecta con el impulso vital que alienta a la vida sobre la tierra, ¿cabe pensar que no hay distinciones esenciales entre las religiones y que todas conducen a esa simpatía? Bergson responde a ello de manera negativa. Si bien todas las religiones nacen de una experiencia mística -de lo contrario no se hubiesen podido constituir como tal-, hay grandes diferencias. Hay religiones cerradas y religiones abiertas. En su diferenciación cumple un papel fundamental la inteligencia. Según Bergson, la inteligencia tiene un carácter disolvente que puede terminar en el extremo egoísmo. No es la inteligencia lo que crea sociedades y religiones, sino la capacidad creativa del hombre, lo que Bergson llama la capacidad fabuladora. La ficción viene a falsificar la realidad para poner un mito que dé consistencia a una sociedad. La religión nace entonces como defensa de la naturaleza contra “el poder disolvente de la inteligencia” (Bergson, 1946, p. 180). La religión cerrada se configura sobre la base de la representación. Se encierra en una cierta comodidad que le estanca en el uso de esas representaciones.
Pero el hombre no se estanca. Por esto las formas de lo religioso tampoco; su evolución va de la mano con la del esfuerzo que hace la vida en el hombre. Si bien la religión estancada era natural porque “todo respondía exactamente a las necesidades del individuo y de la sociedad queridos por la naturaleza, uno y otra limitados en sus ambiciones” (Bergson, 1946, p. 240). Pero a diferencia de esta religión infraintelectal, habría de aparecer una religión superior acorde con el esfuerzo evolutivo de la vida en el hombre:
Más tarde, y por un esfuerzo que hubiera podido no producirse, el hombre escapó de su estancamiento, y entró nuevamente en la corriente evolutiva, prolongándola. Esta es la religión dinámica, unida sin duda a una intelectualidad superior, pero distinta de ella (Bergson, 1946, p. 240).
Se trata de una religión interior, lo que quiere decir que se fundamenta en una verdadera experiencia mística. En su dialéctica, la inteligencia va en cierto modo contra la vida. Por esto la fabulación, si bien da cohesión, tiende a estancar el ímpetu de la vida. Pero este estancamiento se da precisamente por temor a la vida, pues ha surgido del miedo a la muerte, a la disolución y, por tanto, es el consuelo que apega al hombre a la vida y a la sociedad “al referirle historias comparables a los cuentos con que se duerme a los niños” (Bergson, 1946, p. 275). Pero según Bergson, así como frente al instinto animal subsistía una franja de inteligencia, también “en torno a la inteligencia queda una franja de intuición, vaga y evanescente” (Bergson, 1946, p. 276). Es desde esta intuición que viene la luz que esclarece el ímpetu vital al hombre:
Un alma capaz y digna de este esfuerzo, ni siquiera se preguntará si el principio con que está ahora en contacto es la causa trascendente de todas las cosas o si sólo es su delegación terrena. Le bastará sentir que la penetra, sin absorber su personalidad, un ser que puede inmensamente más que ella, como penetra en el hierro el fuego que lo enrojece. En adelante su apego a la vida consistirá en su inseparabilidad de este principio, será alegría en la alegría y amor de lo que no es sino amor (Bergson, 1946, p. 276).
En esa plenitud, el místico siente lo relativo de los temores que absolutiza la religión estática, pues se sabe en medio de un orden mayor. El místico es excepcional porque pareciera desbordar las posibilidades preparadas por la naturaleza para el hombre, parece desbordar la naturaleza humana: “si todos los hombres, o muchos hombres, pudiesen elevarse a la altura a que se eleva este hombre privilegiado, la naturaleza no se hubiera detenido en la especie humana, pues el místico es en realidad más que hombre” (Bergson, 1946, p. 278). Y es bajo esta consideración que Bergson establece su definición de lo que es la mística:
el misticismo conduce a una toma de contacto, y por consiguiente a una coincidencia parcial con el esfuerzo creador que manifiesta la vida. Este esfuerzo es de Dios, si no es Dios mismo. El gran místico sería una individualidad que franquearía los límites materiales asignado a la especie, y que continuaría y prolongaría así la acción divina (Bergson, 1946, p. 285).
Es por ello que la religión abierta representa, frente a la religión estática, “un salto fuera de la naturaleza” (Bergson, 1946, p. 287). Pero, así como no todas las religiones son abiertas, no todas las experiencias místicas son auténticas; hay místicas parciales que no logran la toma de contacto con Dios y tampoco pueden prolongar su acción creadora6. Por tanto, como ocurre por ejemplo con la mística hindú, en el anhelo de un estado de plenitud contemplativa el místico “no ha creído en la eficacia de la acción” (Bergson, 1946, p. 290).
En la experiencia mística, el verdadero místico se absorbe en pensamiento y sentimiento en Dios, pero su facultad de actuar, la voluntad, queda fuera de esa absorción de dicha unión. Por esto su vida no es todavía divina y hay una coincidencia parcial con la voluntad divina. El alma se agita y esa agitación es su acción; de ese modo deviene completo porque actúa y su querer lo pone en Dios. En la identificación de la voluntad humana con la voluntad divina, es Dios el que actúa a través del alma en el sentimiento de una superabundancia de vida (Bergson, 1946, p. 295). Por esto cuando en la noche oscura del alma el místico cree que ha perdido a Dios, en realidad lo ha ganado, porque está dentro. En tal unión el alma del místico es dotada de una inocencia adquirida que le impulsa “el acto decisivo, la palabra sin réplica” (Bergson, 1946, p. 297). En esa unión de voluntades, el místico comprende la humanidad de Dios traducida en amor por los hombres. Es el amor del creador por su obra que no duda en dar su secreto a quien quiera -en el sentido más estricto- continuarla. Y este amor es transmitido por el místico a los hombres en tanto por su alma actúa Dios: “el amor que le consume no es ya simplemente el amor de un hombre por Dios, es el amor de Dios por todos los hombres. A través de Dios, por Dios, ama con un amor divino a toda la humanidad” (Bergson, 1946, pp. 298-299). Y tal amor consiste en continuar la obra, es decir, en llevar al hombre más allá de sí mismo, continuar el movimiento de la vida allí donde se ha detenido, esto es, en el hombre que como especie se apega a principios mecánicos.
En tanto para Bergson la auténtica experiencia mística se basa en esa toma de contacto que lleva a la comprensión del amor como principio creador, no se dio en el mundo un verdadero misticismo hasta la aparición del cristianismo. Ni los místicos griegos ni aún en el judaísmo se presenta ese tipo de intimidad entre Dios y el hombre. En efecto, según Bergson, en el judaísmo no es el amor sino la justicia el vínculo entre Dios y su pueblo: “Jehová era un juez demasiado severo; entre Israel y su Dios no había bastante intimidad para que el judaísmo fuese el misticismo que hemos definido” (Bergson, 1946, p. 305)7. Sin embargo, la pasión de los profetas del Antiguo Testamento se convierte en la base para el paso definitivo que da el cristianismo. Los profetas actuaron, pero su acción era la petición de justicia y no la vivencia de un amor que inundara a toda la humanidad.
La misma falta de intimidad vale para el Dios de la filosofía en la que se ha terminado por divinizar el pensamiento del pensamiento, es decir, la idea en sentido platónico. Un Dios tan abstracto que “si por milagro, y contra el parecer de los filósofos, el Dios así definido descendiese al campo de la experiencia, nadie lo reconocería” (Bergson, 1946, p. 309). Solo por la emoción simple se puede tener noticia de Dios. Y el místico dirá que se dirige al hombre y que no puede ser más que para amarlo. Según Bergson, es el cristianismo el que enseña que el amor por la humanidad es una abstracción, porque a ello se llega por la especulación “que no puede mover nada. Es preciso amar a los hombres en Dios y por Dios” (Chevalier, 1960, p. 209). Por tanto, en esa toma de contacto de la emoción, el místico comprende e impulsa al hombre hacia ello, hacia la comprensión de que la creación es “una empresa de Dios para crear creadores, para rodearse de seres dignos de su amor” (Bergson, 1946, p. 321). En ese sentido, si el amor es el principio que lo sostiene todo, ello se manifiesta en una relación simpática con todo cuanto es porque se comprende su absoluta necesidad
Si un genio místico surgiese, arrastraría tras de sí a una humanidad de cuerpo inmensamente agrandado y de un alma por él transfigurada. Querría hacer de ella una especie nueva, o más bien liberarla de la necesidad de ser una especie. Quien dice especie dice estacionamiento colectivo, y la existencia completa es movilidad en la individualidad (Bergson, 1946, p. 382).
El hombre no es ya algo pequeño en el universo, sino que está en todo. Un cuerpo inmenso que trabaja para ir siempre más allá de sí: la vida como dinamismo permanente que no puede aceptar la rigidez de la muerte8.
Sin duda el hombre tiene su cuerpo, pero se trata de un cuerpo pequeño que no puede olvidar su pertenencia al cuerpo inmenso. Y esto se comprende porque ese impulso creador, Dios mismo, es indivisible. Por tanto, aunque haya dolor y sufrimiento estos no pueden ser ya proclamados -como por ejemplo en el budismo- como el principio de la existencia. Hay un amor que a todo supera y que es indivisible. En último término, tal concepción de la mística repercute en una moral fundamentada en la alegría y la confianza en el dinamismo de la vida, pues ya no hay distancia con su impulso y se vive desde su propio interior como extensión de la intuición mística. Atender a este impulso implica entonces una plena realización de la naturaleza humana. Ese amoroso mandato se expresa como decisión o por el solo vivir, o por “realizar además el esfuerzo necesario para que se cumpla, hasta sobre nuestro planeta refractario, la función esencial del universo, que es una máquina de hacer dioses” (Bergson, 1946, p. 388). Así, en todo hombre en tanto que hombre, está la potencialidad de elevarse y resonar con la experiencia mística, es decir, puede hacerse espontáneo y conocer, antes que el placer de sus propias creaciones, la alegría de ser parte de la vida inmensa que con su ejemplo le llama a ser co-creador y despertar su pequeño dios interno.
Martin Buber y Hermann Cohen. La tensión entre amor y justicia desde el judaísmo
¡La elevación es posible en la alegría, y en la alegría la santidad se transmite como el fuego que recorre la noche! Aquel que abate la frente interrumpe la cadena.Elie Wiesel
El filósofo judío Martin Buber retoma en su libro En la encrucijada la pregunta fundamental acerca de qué puede dar al hombre confianza en la realidad desde el punto de vista del judaísmo. Para esto, reflexiona en torno a las nociones de amor y justicia como fundamentos de la relación de Dios con el hombre. Según Buber, siguiendo todas las tradiciones religiosas, se puede ver que, si el hombre quiere existir como humano, debe seguir un principio suprahumano, pues el trazado de las sociedades humanas está en el cielo. Según Buber, lo hecho por los profetas está a la altura de lo hecho por Jesús con relación a la ley, pues éstos intentaron en todo momento sacar a su pueblo de un ritualismo vacío y rígido que simulaba una verdadera relación con Dios, pero que evadía “el deber de realizar la verdad divina en la plenitud de la vida cotidiana” (Buber, 1955, p. 19)9. Si bien Buber habla de pacto entre Dios y su pueblo, es el amor el que sostiene dicha relación. Para Buber, las dos nociones clave son justicia y amor, pero el amor es la más importante, pues “el hombre no puede ser justo con Dios, pero sí puede, y debe, amar a Dios” (Buber, 1955, p. 49).
Según Buber, estos principios dan dinamismo al carácter proyectivo de la religión, pues ser el pueblo de Dios no significa nacer en la creencia común y en la adoración, es decir, en el ritualismo y la formalidad, sino que en esta relación, “los atributos de Dios revelados a ese pueblo, justicia y amor, deben llegar a tener existencia efectiva en su propia vida” (Buber, 1955, p. 19). En este sentido, el llamado de Dios se dirige no solo al pueblo sino a cada hombre, expresado en forma de mandamientos. Y solo cuando el hombre toma conciencia de sí mismo con aquello a lo que pertenece, Dios le habla, pues despierta a un dinamismo que se le propone en el mandamiento como tarea a cumplir. El amor se convierte en el principio de integración con los otros y con el mundo, ya que “tanto el amor al Creador como a lo que Él ha creado son finalmente una sola cosa” (Buber, 1955, p. 53). Por esta razón, hay un rechazo a la contemplación si le falta la integración con cada hora, esto es, con cada aspecto de la existencia, pues se trataría de una falsa contemplación a la que le faltaría Dios a pesar de toda la piedad y devoción. Según Buber, para que el hombre logre esta unidad, es decir, integrar y hacer efectiva su fe en cada hora, debe recibir la creación de manos de Dios, no para dominarla, sino para completarla: “la creación es incompleta porque todavía reina en su seno la discordia, y la paz sólo puede surgir de lo creado. Por ello al que produce la paz se le denomina en la tradición judía compañero de Dios en la labor de creación” (Buber, 1955, p. 55). En este ir más allá de lo dado y recibirlo con alegría, está la correspondencia del hombre al llamado permanente que le hace Dios como creatura suya.
En el contexto de estas reflexiones, Buber establece una crítica hacia lo dicho por Bergson en Las dos fuentes de la religión y de la moral con respecto al misticismo dinámico. Si bien es cierto que, como hemos visto, la noción de amor retomada por Buber es cercana a la expuesta por Bergson, según Buber, Bergsonatribuyetaldinamismoalmisticismocristianocuandoesevidenteque la idea del hombre como colaborador de Dios en la creación es propiamente del Antiguo Testamento, es decir, judía. Buber recuerda que, como se ha dicho antes, para Bergson el Dios del Antiguo Testamento es demasiado severo y no hay suficiente intimidad porque falta el amor. Respecto de esto, Buber recuerda que el mandato máximo que Cristo insta a cumplir tiene que ver con el amor al prójimo, un principio que ya estaba en la ley de los profetas. Según Buber, amar al prójimo no es solo hacerlo por deber, sino porque amándolo se llega a Dios, lo que se resuelve en el mandato: “ama a tu prójimo como a ti mismo, yo soy el Señor” (Levítico 19: 18). Buber destaca los dos momentos de la frase: en el primero se habla de amar efectivamente a todo hombre; en el segundo, Dios revela que al amar al prójimo el hombre está cerca de Él, no porque el otro a su vez le ame, sino porque él ama. En este sentido, el que ama produce la unión entre Dios y el mundo, es decir, trae la paz. Por esto, afirma Buber, en ninguna otra parte puede hallarse el misticismo activo expuesto por Bergson, pues en este mandato se liga íntimamente el hacer del hombre con el misterio del ser (Buber, 1955, pp. 60-61).
Según Buber, el judaísmo atiende a la Creación en toda su amplitud, a diferencia del cristianismo que atiende más a la redención. Para Buber hay muchos elementos que aparecen en el Nuevo Testamento, que ya estaban desarrollados en el Antiguo Testamento. Por un lado, el amor y, por otro lado, el problema del cambio o del retorno, esto es, el sentido del “arrepentíos” con el que Jesús inicia muchos de sus sermones. El retorno es la posibilidad que da Dios al hombre de redimirse, con lo que muestra una vez más que está presente y no ausente porque le ama (Buber, 2006, pp. 19-20). En este mismo sentido, para el verdadero creyente no hay renuncia a la realidad y, al contrario, es en y desde ésta donde puede abrirse a Dios al recibir su obra como don, con alegría y continuarla al liberar las chispas de lo sagrado que habrían quedado exiladas y encapsuladas en el mundo10. La creación se renueva permanentemente como don de Dios: “cada mañana, al despertar, un judío en su oración reconoce a la Creación renovada, porque no sólo él sino el mundo pueden desaparecer de la noche a la mañana” (Fackenheim, 2005, p. 105). Hay una confianza en la Creación que además compromete al hombre en la tarea de mantenerla y darle culminación. En contraste con el cristianismo y el pensamiento griego, el judaísmo muestra optimismo por la creación y ésta no es algo negativo, sino algo susceptible de ser redimido con la acción humana, como correspondencia a ese don (Fackenheim, 2005, p. 109)11. El hombre no solo debe liberar lo sagrado sino evitar caer él mismo en la inercia que es el extravío de la pasión creadora (Buber, 2000, p. 88). Lo que trae como consecuencia el estancamiento del dinamismo que ha puesto Dios en su creación, pues “Él lo creó todo para que subsistiera” (Sabiduría 1: 14)12. Cuando el hombre evita la inercia, acoge con alegría la creación, se afirma a sí mismo y afirma a Dios. Por esto Dios permanentemente, como a Adán, le pregunta dónde está para darle la oportunidad de redimirse, de recomenzar (Buber, 2000, pp. 89-90).
Esta lectura casi conciliadora de los Testamentos -naturalmente sin que Buber admita que Jesús es el Mesías- nos deja en la paradoja de ver, por un lado, que Buber presenta argumentos válidos y sugerentes al afirmar que lo expuesto por Bergson corresponde a ideas fundamentalmente judías, pero esto lo hace reafirmando al propio Bergson. Por otro lado, vemos que Bergson mismo expone un cristianismo apegado a algunas ideas judías acerca de la creación, incluso más que apelando al mesianismo cristiano que tendría como interés primordial un discurso sobre la salvación13. Pero esta aparente oposición no es tan tajante como se ve en principio. Para ver sus matices tendremos que indagar más en la relación entre ley y amor y sobre todo la diferencia y relación entre Creación y Redención.
Antes de Bergson y Buber, el filósofo judío Hermann Cohen hizo importantes distinciones al respecto. Según Cohen, hay que ver en el pacto entre Dios y el hombre algo más que la frialdad de la Ley. Para esto recuerda dos símiles recurrentes en los profetas para referirse a dicha relación: la imagen del matrimonio y la del padre con el hijo14. Según Cohen, a la base de ese amor está el hecho de que Dios quiere compartir con el hombre la responsabilidad del pecado, de la caída. Es decir, por medio del hombre reconducir su creación a la paz, completarla. Cohen enfatiza: “el amor de Dios es un franco regalo de su esencia” (Cohen, 2010, p. 89). ¿Qué significa que Dios dé su amor por esencia? Según Cohen, retomando a Maimónides, el amor es uno de los atributos de Dios, por lo que por su esencia no puede sino amar. Este amor de Dios es libre y no puede estar supeditado a ninguna ley o pacto: ama al hombre gratuitamente. Este don de Dios no se da por mérito del hombre: “el amor de Dios se define desde el concepto de Dios, con lo que el regalo franco se convierte al mismo tiempo en una necesidad para el concepto de Dios” (Cohen, 2010, p. 89). Dios ama al hombre no porque este sea débil, pues de ser así Dios mismo estaría limitado en su libertad absoluta, sino que lo ama porque es su forma de relación con el hombre. Según Cohen, la virtud en la que el atributo divino del amor encuentra su prolongación es la justicia. En ella se reconoce el hombre como ser moral: “el atributo de la justicia implica entonces el reconocimiento del individuo humano libre, que se diferencia del Creador. El poder paterno se repliega y los hijos se convierten en amos y señores en su propia morada de la historia universal” (Cohen, 2010, p. 112). El amor es celebrado, pero solo en relación con la justicia, es decir, volcado sobre la acción, pues sin justicia no es verdadero el amor.
Al aludir a Schelling, Cohen apunta a lo que sería la diferencia decisiva entre judaísmo y cristianismo con respecto al amor, el hecho de que este mandamiento y don se ha encarnado al mismo tiempo. Es decir, la diferencia la introduce la persona de Cristo (Cohen, 2010, pp. 99-100)15. Por tanto, la importancia de la persona de Cristo se sintetizaría en lo dicho en el Evangelio de Juan (14: 6): “Nadie va al padre, sino es por mí.” La dificultad está en el hecho de que al aparecer Jesús como mediador se crea la idea de redención, es decir, la idea de bienaventuranza y es ésta, no la idea de prójimo, la que comienza a determinar al hombre en relación con Dios(Cohen, 2010, pp. 99-100)16. Este paso por Jesús para llegar al padre sería exclusivista, pues los que no reconozcan a Jesús no pueden salvarse, pues no se puede salvar el que no ama. Sin embargo, surge otra dificultad. Según Cohen, es dudoso que efectivamente Jesús represente o sea la encarnación del amor y que éste sea su principal atributo. Cohen resalta le hecho de que “el amor al prójimo aparece en los Evangelios únicamente como precepto de la antigua Alianza. Sólo como cita. Y sólo en conversación amistosa con el escriba. No aparece como enseñanza por sí misma” (Cohen, 2010, p. 99)17. Pero contra la idea de mediador y recurriendo a la antropología del judaísmo -ante todo a Maimónides-, Cohen afirma que el hombre no requiere de mediador para relacionarse con Dios, más allá de su propia razón. Hombre y Dios están ligados en tanto creador y creatura, por lo tanto, está en el hombre mismo tender y relacionarse hacia y con su creador: “el concepto libre de hombre se basa en el concepto libre de Dios” (Cohen, 2010, p. 102). En este sentido, el hecho de que Dios ame al hombre también tiene que ver con la gracia como se da en el cristianismo: el hombre por sí mismo no puede amar a Dios y su amor no crea por sí solo un lazo con Dios (1 Juan 4: 10).
Ya en el judaísmo está la imagen de Dios como padre que se realiza en el hombre, entendida en términos de una correspondencia en sentido antropológico entre Dios y el hombre, pues en el concepto de Dios está el de hombre y su dignidad. En tanto mediador, Jesús redefine al hombre, pero también redefina a Dios: el hombre es el redimido y Dios el redentor. Por lo tanto, se cambia la idea de hombre como el que completa la creación, como el colaborador de Dios18. Si bien esta es una discusión de profundo trasfondo teológico en la que Bergson no se introduce19, es claro que a la hora de pensar bajo estas distinciones una mística basada, como la que concibe Bergson, en la creación y en la acción, cabe preguntarse hasta qué punto una mística cuyo trasfondo es la idea de un Dios redentor puede simpatizar con la creación y alegrarse espontáneamente con ella20.
Los encuentros de Bergson con la mística judía
El aliento del hombre es lámpara de Yahvé, que sondea lo más profundo de su ser.Pr. 20: 27.
Las consideraciones anteriores parecen dejarnos en una encrucijada frente a Bergson, pues si se afirma que la novedad del cristianismo ya estaba en los profetas, la tesis central sobre el verdadero misticismo según Bergson sería puesta en duda y, más aún, la base misma del cristianismo como una religión diversa. Por un lado, hemos visto que en la concepción de la justicia y del amor expuesta desde el judaísmo hay una relación con Dios que parece cercana a los argumentos y a la importancia que da Bergson a la Creación. En efecto, se puede ver que Bergson parece más cercano a la doctrina que se centra en la Creación que a aquella apocalíptica de la redención. Por otro lado, hay un importante punto de contacto entre Bergson y la tradición judía que tiene que ver con la relación entre la experiencia mística y el lenguaje o, más exactamente, la posibilidad de expresión de esa experiencia.
Para Bergson, el lenguaje es inagotable, porque es insuficiente para expresar la sobreabundancia de la experiencia mística. Es inagotable precisamente por la violencia que le hace el místico tratando de expresar su experiencia. Esta idea de la sobreabundancia y el carácter aproximativo del lenguaje ante la experiencia mística es común a la mayor parte de las tradiciones religiosas, pero sobre todo profundamente judía, pues se trata precisamente de la Tradición de la Escritura, la religión del Libro, para la cual la realidad completa es Nombre de Dios que el hombre debe leer, como debe leer la Creación misma. A partir de esto, se puede ver un tercer punto de contacto entre Bergson y la tradición judía, la relación entre experiencia mística y fundación de comunidad, esto es, el fundamento que tiene la moral en la experiencia mística.
A Bergson le importa la experiencia, ese acontecimiento del que puede derivarse una forma de conducta para el hombre basada en la experiencia del amor. En una conversación entre Bergson y el padre Pouget que refiere Chevalier, Bergson afirma tajantemente que Cristo es “el Soberano Místico” (Chevalier, 1960, p. 245), pues su palabra da la intimidad que no puede dar la ley. Este es el salto que le interesa a Bergson y cuya estela tendría que seguir el filósofo si quiere dar cuenta de la experiencia religiosa y de la existencia de Dios. Bergson hace una exposición filosófica que se arriesga a una lectura extrema como la de Gilson, cuya dificultad se deriva precisamente del método filosófico bajo el que expone. Bergson quiere destacar la importancia de la experiencia mística como manifestación de algo rastreable para la filosofía. Y sobre todo para ver el fundamento de una conducta21. No le interesa saber tanto si efectivamente Cristo es el hijo de Dios y cómo probarlo, sino analizar qué dijo y qué hizo y cómo introdujo un cambio dentro de una religión establecida al punto de dar un viraje a la forma de relación del hombre con su fundamento. Es decir, le interesa ver que el legado está más allá de cualquier discusión teológica. Aunque para Bergson hay un salto cualitativo entre el judaísmo y el cristianismo que se expresa con la noción de intimidad y este salto lo pone Cristo, no le interesa discutir sobre Cristo sino sobre el hecho de que hay una palabra, un mensaje:
Desde el punto de vista en que nos colocamos y de donde aparece la divinidad de todos los hombres, importa poco que el Cristo se llame o no hombre, y ni siquiera importa tampoco que se llame Cristo. Los que han llegado hasta a negar la existencia de Jesús, no evitarán que el Sermón de la Montaña figure en el Evangelio (Bergson, 1946, p. 305).
Para el enfoque que realiza Bergson importa que hubo acontecimiento y que esto tiene consecuencias humanas. Es decir, que hay una intuición originaria que nos puede poner en contacto a todos con el principio creador, esto es, con el amor de Dios. La sospecha de Bergson frente a la tradición interpretativa del judaísmo tiene que ver precisamente con el hecho de que la interpretación puede caer en el exceso de la sobreinterpretación que acaba por imponerse a la intuición originaria22. La dificultad radica en que precisamente la tradición se convierte en medio de transmisión de la intuición originaria que, sin embargo, la sobrepasa.
Para Bergson, una de las grandes diferencias existentes entre un misticismo activo o dinámico frente a uno contemplativo o no auténtico, tiene que ver con las consecuencias que la experiencia mística trae en el mundo práctico, en la vivencia cotidiana del fenómeno religioso. En las diferencias entre religión cerrada y abierta de Bergson hay un punto de partida común con lo planteado por Buber; la idea de que hay un principio por fuera de la sociedad misma que la sostiene y la saca del estancamiento en que puede caer. En los dos casos hay un movimiento que no hace posible que se piense en un orden cerrado dado de una vez y para siempre. En cada movimiento hacia ese principio hay algo que, en tanto principio, es intemporal. Por esto subyace algo de primitivismo aun en las sociedades modernas, pues todo hombre es contemporáneo de ese principio, que no puede ser otro que la experiencia mística.
En la medida en que el místico no puede sino buscar una traducción de su experiencia hacia los otros y en virtud de la potencia de su vivencia generará una fuerte atracción que determina una forma de moral particular. Y son estas consecuencias las que interesan a Bergson, pues no en vano el final de Las dos fuentes de la moral y de la religión enuncia una moral. Pero una mística auténtica no nace por sí sola, pues aunque pueda dar lugar a un salto cualitativo en la relación del hombre con su fundamento, se debe también a una tradición particular. Hay una dialéctica que se establece entre experiencia mística y tradición religiosa. El místico no se aparta de la tradición, sino que quiere ir al origen de la experiencia religiosa, al origen de la vivencia de la relación con la Creación desde donde la religión misma se puede reformular, pero en virtud de la cual también la experiencia del místico puede hacerse decible o interpretable:
los hombres a quienes el místico se dirigía, tenían ya una religión, que por otra parte era la suya propia. Sus visiones le presentaban en imágenes lo que la religión le había ya inculcado bajo forma de Ideas. Sus éxtasis lo unían a un Dios que sin duda sobrepasaba todo lo que había imaginado, pero que respondía todavía a la descripción abstracta que la religión le había proporcionado. Hasta podría uno preguntarse si estas enseñanzas abstractas no se encuentran en el origen del misticismo y si éste ha hecho alguna vez otra cosa que repasar la letra del dogma para trazarla de nuevo, y ahora en caracteres de fuego. El papel de los místicos sería solamente aportar a la religión, para darle calor, algo del ardor que les anima (Bergson, 1946, p. 302).
Este contacto auténtico con la fuente del impulso vital, hace que la relación del místico con la realidad sea espontánea y por ello puede animar a otros a la acción, pues en la realidad no ha perdido a Dios -como podría creerlo Plotino- sino que allí se realiza y se vive su más plena unión con él en la acción, en la continuación de la creación. En la experiencia y la acción cotidiana “hay unión plena con Dios, pero ya no hay milagros ni éxtasis sino que los místicos son ahora seres más realistas, tienen los pies sobre la tierra y, al mismo tiempo, están inmersos continuamente en Dios” (Manzano, 2007, p. 12).
De esta relación entre lenguaje e interpretación da cuenta la concepción que tiene Bergson de la creación. Para Bergson existen dos formas de creación, a saber, una que se hace con el patrimonio ya existente, por ejemplo, lo que hace el filósofo al escribir. La otra que va a la búsqueda de una emoción simple y verdadera para tratar de expresar la en lo ya existente. Ésta última significa una potenciación del lenguaje ya existente precisamente por la fuerza de esa emoción. Para buscar la expresión, la emoción tendrá que llevar el lenguaje hasta el límite, tendrá “que violentar las palabras, forzar los elementos, y aun así el resultado no estará nunca asegurado” (Bergson, 1946, p. 320). La búsqueda de la expresión como la interpretación de la verdadera experiencia es inagotable porque fluye de la fuente misma de la vida. Sin embargo, de poderse conocer el absoluto habrá que prescindir de símbolos pues es inexpresable; sólo puede aprehenderse en la intuición (Bergson, 1959, p. 1080). Esto es lo que hace el místico de y con su experiencia: sugiere los destellos de esa emoción que bastan por su exceso para llevar el lenguaje y el pensamiento humano hasta sus límites. Efectivamente, el místico:
tendrá dificultad en definir tal naturaleza, si quiere traducir el misticismo en fórmulas. Dios es amor y objeto de amor; toda la aportación del misticismo es esa. El místico no acabará nunca de hablar de este doble amor. Su descripción es interminable, porque la cosa, que hay que describir es inexpresable. Pero lo que dice claramente, es que el amor divino no es algo de Dios, sino Dios mismo (Bergson, 1946, p. 321).
Este amor, si bien es inexpresable en su fidelidad y totalidad -por lo que el místico se orienta a la acción-, puede ser sugerido porque la experiencia mística genera una cohesión, una comunidad. Precisamente porque el místico no se puede aislar, traduce su experiencia. Pero dicha traducción es la manifestación más profunda y revitalizadora del lenguaje. Esta revitalización no es de orden exclusivamente moral o religioso, se extiende a todas las esferas humanas donde se da una experiencia transformadora. Así, por ejemplo, ocurre con la poesía y el amor romántico:
Cuando se reprocha al misticismo que se exprese a la manera de la pasión amorosa, se olvida que es el amor el que empezó por plagiar a la mística, el que le había copiado su fervor, sus impulsos, sus éxtasis. Al utilizar el lenguaje de una pasión que había transfigurado, la mística no ha hecho más que recobrar lo suyo(Bergson, 1946, p. 97).
En esa irradiación y exceso de sentido que produce la violencia al lenguaje hecha por la sugerencia del místico al querer comunicar su experiencia, la comunidad religiosa -la cultura en sentido amplio- se hace a partir de la interpretación de dicha indicación. La tradición religiosa se hace entonces, en gran medida, sobre la hermenéutica de las experiencias místicas. Su expresión es creación de una tradición que se alimenta de esa intuición originaria y que busca una y otra vez expresarla y comprenderla.
La mística judía es ante todo interpretación de la palabra divina que se hace comunicable, pues comprende que la tradición se hace gracias a la interpretación. En ese sentido, la tradición judía, incluso en su aspecto oficial, tiene también su origen en esta tendencia mística a la interpretación de la palabra de Dios. El impulso místico de interpretación acaba por convertirse en religión oficial en la que el comentario de los maestros pasa a ser un punto fundamental en el reavivamiento de la fe y en la comunicación de la tradición. Los cabalistas no se distancian de ese enfoque interpretativo, al contrario, lo radicalizan en el intento por ir hacia la esencia misma del Nombre de Dios. El hombre interpreta e intenta transmitir un sentido a los nombres de la realidad entretejidos por y en el Nombre de Dios que se mantiene en lo oculto, como lo señala Scholem, igual que la raíz en el árbol (Scholem, 2008, p. 89). En la Escritura Dios revela sus nombres, que serían las modalidades de su ser operativo (Scholem, 2008, p. 88). Más aún, “el lenguaje de Dios no tiene gramática. Se compone únicamente de nombres” (Scholem, 2008, p. 88), y conociendo éstos el místico se acerca al Nombre oculto. El Nombre de Dios y, por tanto, la escritura en la que se revela por ser infinito y omnicomprensivo es infinitamente interpretable. La palabra de Dios es “lo interpretable por naturaleza” (Scholem, 2008, p. 90). En consecuencia, la Escritura y la revelación no puede tomarse como comunicación positiva, sino como “lo que confiere a la palabra un sentido inagotablemente rico” (Scholem, 2008, p. 91). La búsqueda de Dios será entonces interpretación. Pero sobre todo será esta tendencia la que impida que la religión se estanque en una falsa verdad, pues no le es dado al hombre hallarla, sino buscarla y mantenerse en dicha búsqueda. El hombre es el recipiente de la palabra divina, donde puede resonar y donde cobra sentido el lenguaje creador de Dios: “la palabra de Dios es la revelación sólo porque a la vez es la palabra de la creación. Dios dijo ‘haya luz: ¿y qué es esa luz de Dios? El alma humana”. (Rosenzweig, 2007, p. 149). En ese sentido, también todo obrar del hombre es lenguaje, que responde y corresponde al lenguaje del creador: “toda la historia del mundo, la secreta y la real historia del mundo, es un diálogo entre Dios y su criatura; un diálogo en el que el hombre es un miembro auténtico, legítimo, que está autorizado y capacitado para expresar su propia palabra” (Buber, 2000, p. 14). Según esto, el estrecho vínculo entre los profetas y su pueblo existe solo por medio de la palabra, pues ésta es el hilo que une al hombre con el impulso mismo de la creación. Y es también por medio de la palabra así entendida que hay un paso hacia el logos divino expresado y encarnado en Cristo. Es decir, el salto que introduce Cristo sería una vuelta a los orígenes de la palabra, el espíritu de la ley bautizada en el amor de Dios por su creatura. Cristo habría encarnado para restablecer un vínculo atrofiado por la ley sin amor.
En efecto, aunque como se ha dicho, Bergson vea una parálisis en el judaísmo, su interpretación del cristianismo se apoya en el judaísmo del cual el cristianismo sería su resultado natural: “ninguna corriente de pensamiento o de sentimiento ha contribuido tanto como el profetismo judío a suscitar el misticismo que llamamos completo, el de los místicos cristianos” (Bergson, 1946, p. 305). En este sentido, hay un pasaje y una estrecha relación entre la Ley de los profetas y Cristo como su cumplimiento y perfeccionamiento (Mateo 5: 17)23. A este respecto, es muy sugerente lo dicho por Jankélévitch, que en su libro sobre Bergson identifica, como Buber, no dos sino tres pasajes: lo cerrado de la ley, lo entreabierto de los profetas y la abertura de la caridad que representa Cristo: “cierto es, Jesús declara que ha venido a cumplir a los profetas, es decir, para ejecutar la ley y para realizar a los profetas” (Jankélévitch, 1962, p. 349)24. En ese sentido, Jesús, como gran místico, no habría fundado una religión nueva, sino que habría vivificado en su más pleno origen la experiencia de Dios presente en el judaísmo, depurándolo de la fría observancia monótona que acaba por olvidar el espíritu de la ley. En efecto, como ya lo señalaba Cohen, Jesús al hablar del amor lo hace en términos de lo dicho en el Antiguo Testamento (Levítico, 18: 19). Jankélévitch - esto resulta muy sugerente- no se detiene en la distinción que hace el propio Bergson entre ley y amor y dice: “sólo cuenta el momento de la abertura: el momento de la abertura, es decir, la intención cualitativa, la cual es un movimiento infinito y no depende del ángulo de apertura” (Jankélévitch, 1962, p. 350). Según esto, lo que aparentemente faltaba en realidad solo estaba estancado y Cristo vino a despertarlo. En ese sentido, la raíz misma del misticismo cristiano no puede entenderse sin la vivencia judía de la tensión entre amor y justicia. Pues el primer anuncio del amor cristiano estaría dado en la forma del amor que aparece en el Antiguo Testamento.
En términos de lo planteado por Scholem, la relación entre experiencia mítica y lenguaje es también un problema de interpretación que sostiene el espíritu de la religión en su dinámica. Esto se entiende desde la mística judía a partir de la relación que tiene el profeta con su pueblo. En la mística judía, la profecía es el grado máximo a que puede llegar el místico en conexión con la voluntad divina. En ese sentido, según Scholem, en tanto el profeta está en relación directa con Dios, es decir, el fundamento de la religiosidad misma -y de la Creación- puede reformular en virtud de ese contacto “el sentido de aquella tradición de la que se nutre” (Scholem, 2015, p. 9). El profeta es místico por su fusión con el “intelecto activo”, con la emanación divina (Scholem, 2015, p. 10). Sin embargo, la profecía es un modo de la experiencia mística, ya que se halla en una tradición y el profeta es un mensajero. Pero en la experiencia mística queda siempre algo intraducible que es lo que supera y nutre a la misma tradición (Scholem, 2015, p. 11). Se presenta aquí una dialéctica que acaba por impulsar la religión y hacerla dinámica, por lo que los grandes místicos no han sido bien vistos por la autoridad religiosa -que tiende a lo estático-, aunque sea finalmente el místico el que confirme esa autoridad en un nivel superior. En principio, “el místico, por su origen y educación espiritual, está predispuesto a traducir espontáneamente su experiencia en símbolos tradicionales” (Scholem, 2015, p. 24). Pero en tanto su experiencia desborda la interpretación en la que intenta estancarse la tradición entra en colisión con esa tradición impulsándola por encima de sí misma.
Por esto, a menudo el místico introduce nuevos símbolos para transformar la tradición o, más exactamente, para ponerla en movimiento, pues el origen de la experiencia mística no tiene una intención revolucionaria, sino que la revolución que pueda llegar a producir es más bien su consecuencia. En efecto, por pertenecer a determinada tradición en la que enmarca su experiencia, “[el místico] se inclina ante la autoridad con una veneración piadosa, pero esta inclinación apenas alcanza a encubrir el hecho de que realmente la está trasformando, a menudo de una manera audaz e incluso, a veces, extremada” (Scholem, 2015, p. 24). Pero esa transformación no es su anulación sino el movimiento saludable de la religión dinámica que no quiere que la experiencia de Dios, como la vida, se estanque y someta a la comodidad. Por esto el místico se mantiene entre la tradición a la que pertenece y la transformación que impulsa, podría decirse, de manera involuntaria. En esta relación dialéctica la interpretación y sus límites juegan un papel fundamental, pues finalmente el místico se convierte en mensajero y mediador entre el hombre y la divinidad, entendiéndose como principio de la creación. Según esto, el místico puede ir hacia adelante o hacia atrás en la interpretación de los símbolos de su propia tradición: “[el místico] utiliza viejos símbolos y les proporciona un nuevo sentido, o bien gusta igualmente de utilizar nuevos símbolos a los que confiere un significado antiguo” (Scholem, 2015, p. 25).
En este mismo sentido, para Bergson, entre el místico y la religión establecida se presenta una relación en la que el místico se puede valer de los símbolos usados por dicha religión y en la que ésta, a su vez, se nutre de la vivencia del místico. Es decir, el místico acata una tradición a la que, sin embargo, supera y revivifica. Y es por insertarse dialécticamente en una tradición que la experiencia mística es extensible, puede irradiar a otros hombres y no se queda en la abstracción o en la contemplación:
Son las almas místicas las que han arrastrado y arrastran aún en su movimiento a las sociedades civilizadas. El recuerdo de lo que han sido, de lo que han hecho, se ha depositado en la memoria de la humanidad. Cualquiera de nosotros puede verificarlo, sobre todo ligándolo a la imagen, viva en él, de una persona que haya participado de esta mística y la haya hecho irradiar en torno suyo. Incluso si no evocamos a tal o cual gran figura, sabemos que nos será posible evocarla, y así ejerce sobre nosotros una atracción virtual (Bergson, 1946, p. 141).
Esta atracción garantiza que se mueve de su punto la tradición por medio de la cual la experiencia mística se abre paso. Esta atracción tiene que ver con una auténtica renovación de la experiencia de la fe que, sin importar la distancia temporal, puede hallar resonancia en otras almas. Estas almas ensanchadas aparecen como guardianes del dinamismo de la vida misma, de su incontenible impulso creador:
Los héroes morales bergsonianos introducen de golpe un salto cualitativo haciendo avanzar de nuevo al impulso vital. En cierto sentido, esta moral abierta es una moral antinatural, o formulado con mayor precisión, vendría a oponerse a una natura naturata para enlazar con la natura naturans (Chacón, 1994, pp. 409-410).
En última instancia, se trata entonces de rescatar una moral nueva por su vínculo con las intuiciones originarias, únicas que pueden dar al hombre una dirección confiable, en tanto se funda en una experiencia de confianza con la dinámica misma de la creación.
Conclusiones
Tras este recorrido por la exposición de la mística en Bergson, vemos que a la luz de una filosofía que piensa lo dinámico, es consecuente arribar a una mística que asimismo afirme el sentido de la creación y ubique al hombre como ser que, al realizarse, se vincula de modo positivo con ella. Pero, por este mismo vínculo, hemos visto que Bergson llega a descripciones más cercanas a la mística judía que a la mística cristiana. Bergson se encuentra más cercano con el misticismo cristiano en el hecho de que éste apela -aunque tenga sus propios ejercicios como en San Ignacio- más a la intuición que al “intelectualismo” propio de la tradición interpretativa del judaísmo. El intelectualismo del misticismo judío -que tal vez tenga su correlato filosófico en Hegel- atraviesa lo que es para esclarecerlo en el Nombre de Dios; para comprender más exactamente que todo es nombre de Dios. No hay comprensión por intuición, sino por penetración hasta llegar a la fuente que conduce a lo que podría llamarse una segunda inmediatez. La intuición da la certeza de un impulso de amor que lo sostiene todo. El intelectualismo llega a esa comprensión atravesando las variantes de todo lo que es. Esta segunda inmediatez es la alegría que se expresa en la confianza que implica ser parte de un todo viviente. En ese sentido, la moral con la que Bergson culmina su obra, que se ancla en un optimismo fundamental en la creación, resuena y es consecuente con nociones básicas de la concepción del hombre presentes en la mística judía, pues en la alegría con que se recibe la creación, hay una comprensión de ser algo más que individuo y la conciencia de ser parte de un todo dinámico:
si el universo es una máquina enorme y complicada, el hombre es el maquinista que mantiene el engranaje en funcionamiento al aplicar unas gotas de aceite aquí y allá en el momento preciso. La sustancia moral de toda acción humana suministra este «aceite». En consecuencia la existencia del hombre reviste una gran importancia, puesto que se despliega en el marco de la infinitud cósmica (Scholem, 2006, p. 50).
Así, la interpretación de la experiencia mística pone en obra al hombre y funda un sentido de responsabilidad dado por el sentimiento, más que por la razón legisladora. Un sentido de la responsabilidad bajo el que cada hombre puede cumplir el precepto moral con alegría, porque entiende que sus acciones tienen que ver con el plan de Dios y este plan, aunque desconocido, lo traza el amor.
Conflicto de intereses
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