Artículos
Recepción: 21 Enero 2019
Aprobación: 02 Mayo 2019
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.3292
Resumen: En el presente artículo nos ocupamos del significado del bien en el marco de la conducta moral de Hannah Arendt. Partiremos de su noción de banalidad del mal y de su concepción antropológica del dos-en-uno para comprender las características de la conducta moral. Más adelante reconoceremos los elementos negativos que la constituyen, al evitar el mal desde la coherencia. Por último, concluimos que el bien -en un sentido auténtico- no haría parte de la conducta moral, sino que podría compartir las características de la banalidad del mal.
Palabras clave: Banalidad del mal, Conducta moral, Coherencia, Bien, Hannah Arendt.
Abstract: In this article we deal with the meaning of good in the framework of Hannah Arendt's moral conduct. We will start from her notion of banality of evil and her anthropological conception of two-in-one to understand the characteristics of moral behavior. Later we will recognize the negative elements that it constitute, by avoiding evil from coherence. Finally, we will deal with the meaning of good in such conduct by concluding that the latter-in an "authentic" sense-would not be part of it, but could share the characteristics of the banality of evil.
Keywords: Banality of evil, Moral conduct, Coherence, the Good, Hannah Arendt.
Planteamiento del problema
El fenómeno de Eichmann despertó el asombro en Arendt, invitándola a cuestionar la concepción tradicional del mal. Luego de asistir al juicio realizado en Jerusalén, Hannah Arendt se trasladó de la concepción kantiana del mal radical hacia la noción de banalidad del mal en los orígenes del totalitarismo, pero con Eichmann en Jerusalén se fracturó su concepción sobre el mal a partir del juicio reflexivo kantiano. En palabras de Bernstein (1996) "Hay un cambio relevante. La noción central de los primeros análisis del mal radical es lo superfluo. Después de presenciar el juicio de Eichmann desplaza su atención hacia la idea de irreflexividad" (p. 253).
Esta concepción parecería sugerir que la realización del mal es una posibilidad mayor cuando no se hace uso de las facultades de pensamiento y de juicio. Por ello, la invitación implícita a su uso podría leerse en el sentido de evitar realizar el mal. En otras palabras, parecería que la moral arendtiana sugiere el uso de las facultades con el propósito de evitar el mal pero no de realizar el bien.
Como veremos, las pautas que conllevarían a la conducta moral están planteadas en términos negativos, apuntan a lo que podríamos hacer para evitar hacer -el mal-. Esto permite que nos preguntemos por el otro lado de la conducta moral, el obrar bien. ¿Evitar realizar el mal es lo mismo que hacer el bien? Si es distinto ¿qué motivaría a la realización del bien?, ¿hacer el bien es una invitación que podría extraerse de la filosofía moral de Hannah Arendt? o, por el contrario, su concepción de conducta moral consiste únicamente en evitar la realización del mal y el obrar bien no hace parte de sus intereses.
En el presente texto pretendemos ocuparnos de estas preguntas desde el siguiente planteamiento general: ¿Qué significa el bien en la concepción arendtiana de conducta moral?
Presupuestos conceptuales: la noción de banalidad del mal y el dos-en-uno
A continuación, nos ocupamos de la noción de banalidad del mal y de la concepción antropológica de Hannah Arendt, con el propósito de clarificar las bases de lo que podría ser su propuesta de conducta moral. Por una parte, la banalidad del mal podría ser consecuencia de no ocuparnos de mantener una conducta moral. Por otra parte, dicha conducta solo adquiere sentido cuando se parte de la antropología del dos-en-uno.
La banalidad del mal
Como mencionamos, la interpretación de Arendt (2002) sobre el mal cambia luego de presenciar el juicio de Eichmann. Dice la autora:
lo que me impresionó del acusado era su manifiesta superficialidad, que no permitía remontar el mal incuestionable que regía sus actos hasta los niveles más profundos de sus raíces o motivos. Los actos fueron monstruosos, pero el agente (...) era totalmente corriente, común, ni demoniaco ni monstruoso. No presentaba ningún signo de convicciones ideológicas sólidas ni de motivos específicamente malignos, y la única característica destacable que podía detectarse en su conducta pasada, y en la que manifestó durante el proceso y los interrogatorios previos, fue algo enteramente negativo; no era estupidez, sino incapacidad para pensar (p. 30).
Esto permite destacar al menos tres elementos característicos de la banalidad del mal: es posible que la realización del mal no se encuentre en los motivos del agente; lo pueden realizar personas comunes, sin contar con un status ontológico de maldad; puede ser consecuencia de la ausencia de pensamiento. De ahí que Arendt (2002) se pregunte si la actividad de pensar, por sí misma, podría ser una condición que impida obrar mal:
(...) La actividad de pensar en sí misma, el hábito de examinar y de reflexionar acerca de todo lo que acontezca o llame la atención, al margen de su contenido específico o de sus resultados, ¿puede ser una actividad de tal naturaleza que se encuentre entre las condiciones que llevan a los seres humanos a evitar el mal o, incluso, los "condicionan" frente a él? (p. 31).
A esta cuestión se respondería afirmativamente. La actividad de pensar, para Arendt (2002), consiste en el diálogo del yo consigo mismo. Aquel que piensa crea, por decirlo de algún modo, una conciencia moral. Si bien el pensamiento no produce certezas, sino que las destruye, el resultado de esta actividad es la revelación de una compañía que nos impediría obrar mal.
Para el yo pensante y su experiencia, la conciencia que "por doquier obstruye al hombre con obstáculos" es un efecto accesorio. No importa cuáles sean las cadenas de razonamientos del yo pensante, el yo (self) que somos debe cuidarse de no hacer nada que impida la amistad y la armonía del dos-en-uno (p. 214).
Arendt (2002) se separa de la concepción tradicional de conciencia moral que supone estar siempre presente y decir lo que debemos hacer:
(...) tal y como la entendemos en cuestiones legales y morales, se supone que siempre está presente en nosotros, igual que la conciencia del mundo (consciusness). Y se supone también que esta conciencia moral nos dice qué hacer y de qué tenemos que arrepentimos (...) La conciencia aparece aquí como un pensamiento tardío (...) A diferencia de la voz de Dios en nosotros o el lumen naturale, esta conciencia no nos da prescripciones positivas (Incluso el daimon socrático, su voz divina, le dice solo lo que no debe hacer); en palabras de Shakespeare "obstruye al hombre por doquier con obstáculos" (pp. 212-213).
La conciencia moral arendtiana opera en términos negativos, advierte lo que no debemos hacer, frena -mediante el juicio- a la facultad de la voluntad. En este sentido, la conciencia moral como efecto accesorio del pensar conllevaría a la conducta moral. Sin embargo, no es por ello que el pensar evite la realización del mal. Hay una condición que lo precede.
¿A dónde nos lleva todo esto con respecto a nuestro problema, las posibles interconexiones entre la incapacidad de pensar, el rechazo a pensar y el mal? (...) Si hay algo en el pensamiento que puede prevenir a los hombres de hacer el mal, debe ser una propiedad inseparable de la actividad misma, con independencia de cuál sea su objeto (Arendt, 2002, pp. 202-203).
Arendt se pregunta si existe algo en la actividad misma del pensamiento que nos prevenga de obrar mal y la idea de irreflexividad clarifica la respuesta. La reflexión es el fenómeno en el que algo, luego de dirigirse hacia afuera, retorna al punto de origen; es la forma del pensamiento. Independientemente del objeto, aquel que piensa lo hace en compañía de sí mismo y ahí se revela la diferencia inserta en su unicidad, la actualización de la diferencia entre el yo (pensante) y el yo (self). De ahí que la propiedad inseparable de la actividad de pensar sea la autoconciencia; solo quien es consciente de sí mismo se interesará por lo que dice o hace.
En conclusión, la banalidad del mal es esa posibilidad humana que aumenta en quienes no están acostumbrados a vivir en compañía de sí mismos. Es una posible consecuencia de la irreflexividad que, si bien implica la elusión de la facultad de juzgar, comienza por el hecho básico de ignorar el significado de los propios actos.
El dos-en-uno
Partir de la concepción antropológica del dos-en-uno es un requisito para comprender la concepción arendtiana de conducta moral. El mal se puede evitar porque tenemos la capacidad de evaluar nuestros propios actos y de juzgar por nosotros mismos. La motivación para este esfuerzo se asienta en el temor a la auto-contradicción, y solo tiene sentido evitarla cuando experimentamos la diferencia inserta en nuestra unicidad. En palabras de Arendt (2002) "(...) no soy solo para los otros sino también para mí misma y, en este último caso, claramente no soy sólo una. En mi Unicidad se inserta una diferencia" (pp. 205-206).
La comprensión del yo como un dos-en-uno es una implicación de la lectura de Arendt (2002) sobre las siguientes afirmaciones socráticas:
La primera "cometer la injusticia es peor que recibirla" (...) La segunda: "Es mejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí, e igualmente el coro que yo dirija, y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga" (p. 203).
En ambas opera el principio de no-contradicción y, como afirma Arendt (2002), la segunda es requisito de la primera. Aquel que piensa, que es auto-consciente, debe procurar la armonía entre los dos que lo constituyen. Esta pretensión de armonía conlleva a preferir sufrir el mal que cometerlo para poder seguir conviviendo consigo mismo. En el caso contrario, la conciencia moral desde la figura del testigo recordaría, durante el pensamiento, el mal cometido y nadie que se interese por el significado moral de los actos querrá convivir con quien realiza el mal.
La motivación hacia la conducta moral es no tener que convivir, en la intimidad del pensamiento, con un yo al que se desaprueba "(...) porque aquí el interlocutor es uno mismo, y yo no puedo querer convertirme en mi propio enemigo" (Arendt, 2002, p. 208). En suma, la autoconciencia conduciría a evitar realizar el mal de manera irreflexiva, y la razón para evitarlo sería la pretensión de armonía de quien ha experimentado la dualidad que constituye su unicidad.
La conducta moral
En el presente apartado presentamos una clarificación sobre la concepción arendtiana de conducta moral, caracterizada por la contingencia. A partir de ahí, daremos cuenta de las condiciones de posibilidad para procurar una conducta basada en el principio de no-contradicción, y que podría ser entendida a partir de la noción de personalidad. Con estas clarificaciones procuramos los elementos suficientes para reflexionar sobre el otro lado de la conducta moral, es decir, el significado del bien.
Etimología y concepción tradicional
De acuerdo con Arendt (2002), el caso de Eichmann no revelaba una ausencia de moral entendida en el sentido etimológico:
(...) "moral" viene de mores y "ética" de éthos, términos latino y griego que significan "costumbres" y "hábito", la palabra latina se relaciona con las normas de conducta, mientras que la griega deriva de "hábitat" como nuestros "hábitos". La ausencia ante la que me encontré no era el resultado del olvido de las buenas maneras o de los hábitos anteriores, sin duda buenos (p. 31).
Por el contrario, fue justamente esta asunción de nuevos códigos de conducta lo que constituyó la degeneración de la moral. La cuestión sobre el bien y el mal fue reducida a la adopción irreflexiva de las nuevas normas, remplazando sin dificultad a las antiguas:
Era como si la moral, en el momento mismo de su degeneración total en el seno de una nación antigua y civilizada, se revelara retrotraída al sentido original de la palabra, como un conjunto de mores, costumbres o maneras, que pudiera reemplazarse por otro conjunto sin más dificultad que la que entrañaría cambiar las formas de urbanidad en la mesa de todo un pueblo (Arendt, 2007, p. 70).
Los hábitos y las costumbres, como advierte Arendt, son frágiles debido a su carácter sustituible. Este carácter podría explicarse a partir de la indiferencia por el contenido de las normas, la cual se evidenció en la sustitución de las antiguas por unas nuevas que proponían lo contrario (el no matarás sustituido por el matarás). En palabras de Botero y Leal Granobles (2013):
El Régimen Nazi provocó un colapso moral en la vida pública y privada. Las leyes morales tradicionales, como por ejemplo, "No debes matar", "No debes levantar falsos testimonios a tus semejantes" fueron sustituidas por "Debes matar", "Debes levantar falsos testimonios a tu prójimo". Eichmann aceptó estos nuevos códigos morales sin detenerse a reflexionar críticamente su significado, como si se estuvieran cambiando los hábitos de vestir de una época a otra. Según Arendt, esto evidencia que la moral tradicional entró en crisis al ser reducida a un conjunto de hábitos y costumbres (p. 115).
La facilidad con la que fueron reemplazadas permite reconocer que los hábitos aprendidos, con su implícita distinción entre el bien y el mal, no nos condicionan frente al último. Las normas de conducta aparecen como pautas provisionales y adherirse a ellas no exige un examen sobre su significado moral. Sin embargo, la fragilidad que manifiesta en su carácter sustituible es sopesada por la comodidad que proporciona actuar a partir de reglas. Al respecto dice Arendt (2007):
al sustraer a la gente de los peligros del examen crítico, se les enseña a adherirse inmediatamente a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad dada y en un momento dado. Se habitúan entonces menos al contenido de las reglas -un examen detenido de las mismas los llevaría siempre a la perplejidad- que a la posesión de reglas bajo las cuales subsumir particularidades. En otras palabras, se acostumbran a no tomar nunca decisiones (p. 175).
De ahí que la moral vista como la asunción de hábitos y costumbres no se corresponda con la concepción arendtiana de conducta moral, sino que represente su contrario. Se caracteriza por la irreflexividad y la heteronomía: la indiferencia frente al significado moral de la norma, seguida de su adopción, podría permitir la realización del mal sin comprenderlo, como pareció ocurrir en el caso de Eichmann.
La experiencia de la reducción de la moral a su significado etimológico condujo a Arendt (2007) a rechazar la concepción tradicional de conducta moral, en la que indica que esta es algo inherente al ser humano:
Creo que la primera conclusión es que nadie en su sano juicio puede ya sostener que la conducta moral es algo que va de suyo: das Moralische versteht sich von selbst, presupuesto con arreglo al que la generación a la que pertenezco fue educada todavía. Dicho presupuesto comprende una tajante distinción entre legalidad y moralidad, y aunque existía un vago consenso tácito en que, a grandes rasgos, la ley del país expresa todo lo que la ley moral puede exigir, no había apenas dudas de que, en caso de conflicto, la ley moral era superior y había de ser obedecida en prioridad (p. 84).
La diferencia entre el nuevo sistema jurídico y su precedente conjunto de valores no causó conflicto. El primero fue aceptado, junto con su implícita distinción entre el bien y el mal. La moralidad, por tanto, no se mostró con independencia de la legalidad vigente sino que, más bien, se adaptó a la segunda. De ahí que consideremos la contingencia como una característica de la conducta moral arendtiana. Podría darse a partir de unas condiciones, pero se puede carecer de ella.
Ahora bien, ¿cuáles serían estas condiciones? La primera conclusión a la que llega Arendt (2007) respecto de la conducta moral es que no va de suyo. La segunda es que "la conducta moral no tiene nada que ver con ninguna ley dictada desde afuera, sea la ley de Dios o las leyes de los hombres" (p. 90). La oposición entre esta concepción y la heteronomía permitiría suponer que la primera está condicionada por el uso de las facultades de pensamiento y de juicio.
El actuar deberá darse en conformidad con los propios juicios, desde el principio de la coherencia. Aquel que piensa, que vive en compañía de sí mismo, procurará que su yo (self) -que opera en el mundo de las apariencias- no transgreda los límites impuestos por su yo (pensante). La conducta moral, guiada por la no-contradicción, es el reflejo de la relación del yo consigo mismo. La siguiente afirmación resume lo planteado:
(...) ahora sabemos que las normas y las pautas morales pueden cambiar de la noche a la mañana y que todo lo que queda es el hábito de aferrarse a algo. Muchos más dignos de confianza serán los dubitativos y escépticos, no porque el escepticismo sea bueno o la duda saludable, sino porque esas personas están acostumbradas a examinar las cosas y construirse sus propias ideas. Los mejores de todos serán aquellos que solo tengan por cierta una cosa: que, pase lo que pase, mientras vivamos habremos de vivir con nosotros mismos (Arendt, 2007, p. 71).
Conducta moral y personalidad
La conducta moral es la manifestación de la coherencia del dos-en-uno y, para ello, implica la relación del yo consigo mismo. Para comprender el sentido de la coherencia es preciso distinguir quienes son los dos que constituyen la unicidad. Arendt (2002) los distingue en el siguiente fragmento:
para el yo pensante y su experiencia, la conciencia que "por doquier obstruye al hombre con obstáculos" es un efecto accesorio. No importa cuáles sean las cadenas de razonamientos del yo pensante, el yo (self) que somos debe cuidarse de no hacer nada que impida la amistad y la armonía del dos-en-uno (p. 214).
Por una parte, somos yo (pensante) en tanto estamos facultados para reflexionar acerca de lo que acontece, lo que hacemos o decimos. Nuestro yo (pensante) operaría mediante la facultad de la memoria, de la imaginación, del juicio y, por supuesto, del pensamiento. Por otra parte somos yo (self) al manifestarnos en el mundo de las apariencias, junto a los otros, mediante palabra y acto. La coherencia entre ambos resulta cuando aquello que hacemos no contradice nuestras opiniones, cuando no transgredimos nuestros propios límites. Es decir, somos coherentes cuando nuestra voluntad -facultad que mueve al hacer- se detiene ante las limitaciones impuestas por el juicio que ha sido posibilitado por el pensamiento. Camps (2006) afirma que "entre otras cosas, La vida del espíritu es una fenomenología de la conciencia moral" (p. 67) pero, por lo anterior, parecería ser una fenomenología de la conducta moral al exigir la coherencia entre pensamiento, voluntad y juicio.
Ahora bien, la coherencia como resultado de la conducta moral podría entenderse a partir de la noción arendtiana de personalidad:
He mencionado la cualidad de ser persona como algo distinto de ser meramente humano (...), y he dicho que hablar de una personalidad moral es casi una redundancia (...) podemos decir ahora que en este proceso de pensamiento en el que yo actualizo la diferencia específicamente humana del habla, me constituyo explícitamente a mí mismo como una persona, y permaneceré uno en la medida en que sea capaz de esa constitución una y otra vez. Si eso es lo que comúnmente llamamos personalidad y no tiene nada que ver con talentos e inteligencias, es el resultado simple y casi automático de la actividad de pensar (...) Lo que solemos llamar persona o personalidad, como algo distinto de un simple ser humano o de un nadie, brota efectivamente del enraizamiento que se da en este proceso de pensamiento. Si es un ser pensante, enraizado en sus pensamientos y recuerdos, y conocedor, por tanto, de que ha de vivir consigo mismo, habrá limites a lo que puede permitirse hacer, y esos límites no se le impondrán desde fuera, sino que serán auto impuestos (Arendt, 2007, pp. 113-115).
En el pensamiento, donde evaluamos nuestros propios actos mediante el juicio y la memoria, descubrimos quienes somos y si seguimos siendo Uno, de ahí que Arendt (2002) relacione la crisis de identidad con la elusión del pensamiento. Nuestra personalidad resulta, pues, de la coherencia entre el dos-en-uno y se revela cuando pensamos.
En suma, la conducta moral arendtiana no corresponde con la definición etimológica de ética o moral, no se trata de una asunción de hábitos y costumbres. Tampoco corresponde con la concepción tradicional según la cual va de suyo, sino que es contingente. Exige el uso de las facultades de pensamiento y de juicio, y su manifestación en el mundo de las apariencias mediante la participación de la voluntad. Sus condiciones y su alcance se exponen en el siguiente fragmento:
la conducta moral, a partir de lo que hemos visto hasta ahora, parece depender primariamente del trato del hombre consigo mismo. No debe contradecirse a sí mismo haciendo una excepción en favor propio, no debe colocarse en una posición en la que haya de despreciarse a sí mismo. Moralmente hablando, ello debe bastar no sólo para permitirle distinguir lo que está bien de lo que está mal, sino también para hacer lo primero y evitar lo segundo (Arendt, 2007, p. 89).
Elementos negativos de la conducta moral
Presentamos tres componentes de la conducta moral que están planteados en términos negativos: el temor a la contradicción, las prescripciones negativas que la conciencia moral expresa en el mundo de las apariencias y el no puedo. A partir de estas aclaraciones podremos plantear las preguntas que permitan acercarse al significado del bien en la conducta moral.
El temor como motivación para la conducta moral
¿Para qué mantener una conducta moral? Esta pretensión, que no correspondería con actuar conforme a las costumbres o a las leyes vigentes sino conforme a lo que nos indica nuestro propio juicio, solo tiene sentido para aquellos que piensan: evitarían la auto-contradicción para poder seguir pensando, esto es, para ser capaces de actualizar la diferencia inserta en su unicidad sin despreciarse o desaprobarse a sí mismos.
De acuerdo con Arendt (2002), la relación del yo consigo mismo está dada en términos de amistad, y su condición es la no-contradicción:
Lo que Sócrates descubrió fue que podemos relacionarnos con nosotros mismos igual que con los otros, y que ambos tipos de relación están en cierto modo interrelacionados (...) El rasgo común es que el diálogo del pensamiento solo puede producirse entre amigos, y que su criterio básico, su ley suprema, por así decirlo, reza: "no te contradigas" (p. 211).
Es el temor a no poder "(...) vivir en paz conmigo mismo cuando llegue el momento de reflexionar sobre mis hechos y palabras" (Arendt, 2002, p. 212), lo que motivaría a evitar la auto-contradicción. Esta ocurriría luego del acto, durante el pensamiento. Ahí la conciencia aparecería para recordar que se hizo lo que no se podía hacer: "Lo que un hombre teme de esta conciencia es la anticipación de la presencia de un testigo que le está esperando solo si y cuando vuelve a casa" (Arendt, 2002, p. 213). Pero para poder mantener la armonía entre los dos interlocutores debe haber algo que advierta la posibilidad de perderla: esta es la función de la conciencia moral.
La conciencia moral en el mundo de las apariencias
El siguiente comentario es una nota a pie de página del acápite "Algunas cuestiones de filosofía moral", de Responsabilidad y juicio. En este se puede distinguir la cualidad preventiva frente al mal, dada mediante la manifestación de la conciencia moral. Expresa Birulés:
en "Basic Moral Propositions", Arendt definía "cuatro momentos fundamentales y recurrentes" de la conciencia: Mi conciencia es: a) testigo; b) mi facultad de juzgar, es decir, de distinguir lo correcto de lo incorrecto; c) aquello que juzga en mí mismo sobre mí mismo; y d) una voz en mi interior, a diferencia de la voz bíblica de Dios, que viene del exterior (Arendt, 2007, p. 256).
La conciencia moral, desde su faceta de testigo, operaría durante el pensamiento y, ahí mismo, funcionaría como "aquello que juzga en mí mismo sobre mí mismo" (Arendt, 2007, p. 256). Además, teniendo en cuenta que la ascholia dificulta el examen de todo lo que acontece, sería plausible que la faceta de "facultad de juzgar" (Arendt, 2007, p. 256) también operara en el pensamiento. Pero en el mundo de las apariencias se manifestaría como "voz interior" (Arendt, 2007, p. 256). Es la posibilidad de su manifestación lo que permitiría evitar la contradicción.
Para ello, la voz interior expresa prescripciones negativas. Advierte lo que no debemos hacer para no desaprobarnos a nosotros mismos: "(...) esta conciencia no nos da prescripciones positivas (Incluso el daimon socrático, su voz divina, le dice solo lo que no debe hacer); en palabras de Shakespeare 'obstruye al hombre por doquier con obstáculos'" (Arendt, 2002, p. 213).
¿Esto significa que la única manera de contradecirnos es realizando lo que consideramos que está mal? Juzgar supone una discriminación entre lo que está bien y lo que está mal. Al reflexionar sobre un fenómeno, podemos llegar al menos a esas dos conclusiones. Si la contradicción solo tuviera en cuenta aquellos juicios autónomos en los que decimos esto está mal, significaría que nuestra facultad de juzgar solo puede llegar a conclusiones negativas.
No obstante, al referirse al juicio como la manifestación del pensamiento, Arendt (2002) expresa lo siguiente: "la manifestación del viento del pensar no es el conocimiento; es la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo" (p. 215). A partir de esto, quedaría claro que mediante el juicio también podemos reconocer lo que está bien.
Pese a ello, la conducta moral parece consistir solamente en evitar el mal. Únicamente tendría en cuenta los juicios negativos para detener la acción que pondría en peligro la armonía: consistiría en dejar de hacer lo que está mal.
El no puedo
La respuesta del yo (self) a las advertencias de la conciencia moral confirmaría el carácter negativo de la conducta moral. Cuando la conciencia expresa que la realización de un acto podría conducir a la auto-contradicción, el yo (self) detiene a su voluntad y se dice a sí mismo no puedo.
Al respecto, Arendt (2007) afirma que "moralmente, las únicas personas digas de confianza cuando llega la hora de la verdad, son aquellas que dicen 'no puedo'" (p. 121). A esto agrega más adelante:
el criterio de lo que está bien y lo que está mal, la respuesta a la pregunta "¿Qué debo hacer?", no depende en última instancia de los hábitos y las costumbres que comparto con quienes me rodean, ni de un mandamiento de origen divino o humano, sino de lo que yo decido en relación conmigo mismo. En otras palabras, no puedo hacer determinadas cosas porque, una vez que las haga, ya no podré vivir conmigo mismo (Arendt, 2007, p. 113).
Queda claro que realizar lo que juzgamos que está mal, conduciría a la auto-contradicción. La conducta moral, en este sentido, exigiría un dejar de hacer. Pero ¿acaso esta es la única directriz para responder a la pregunta qué debo hacer (para mantener la relación del yo consigo mismo)? Si nuestra capacidad de juzgar también permite reconocer lo que está bien y contamos con la facultad de la voluntad que mueve a la acción, ¿por qué no habríamos de contradecirnos al dejar de hacer lo que consideramos que está bien?
El bien en la conducta moral
La conducta moral está planteada en términos de coherencia. Esto permitiría suponer que, teniendo en cuenta nuestra capacidad de juzgar moralmente, la coherencia significaría hacer lo que está bien y dejar de hacer lo que está mal. No obstante, la conducta moral arendtiana parecería sugerir únicamente lo segundo.
En este último apartado nos proponemos ofrecer una conclusión sobre el significado del bien en la conducta moral arendtiana. Para ello, nos acercaremos a la relación entre la voluntad y el obrar bien. Más adelante, analizaremos el significado de la realización o la omisión del bien en términos de coherencia. Finalmente, responderemos a la pregunta por el significado del bien en la conducta moral a partir de la noción de responsabilidad.
La voluntad y el obrar bien: el olvido del yo
En "Algunas cuestiones de filosofía moral", Hannah Arendt (2007) se ocupa de la cuestión planteada en este artículo:
Todo lo que hemos descubierto hasta ahora es negativo. Nos hemos ocupado de una actividad y no de la acción, y el criterio último ha sido la relación con uno mismo, no la relación con los demás (...) Hablaré, por consiguiente, de la acción no política, que no tiene lugar en público, y acerca de las relaciones no políticas con otros, que no son relaciones con otros yoes, es decir, con amigos, ni están determinadas por algún interés mundano común. Los dos fenómenos que llamarán principalmente nuestra atención están efectivamente conectados. El primero de ellos es el fenómeno de la voluntad, que, de conformidad con nuestra tradición, me incita a la acción, y el segundo es la cuestión de la naturaleza del bien en un sentido enteramente positivo, más que la cuestión negativa de cómo evitar el mal (p. 124).
El fragmento anterior permite considerar lo siguiente. En primer lugar, aparece la distinción entre el pensar y la voluntad; el pensar es una actividad que surge a partir de la relación del yo consigo mismo, mientras que la voluntad se da en relación con los demás. En segundo lugar, es plausible interpretar que el rechazo a la realización del mal surja de esta relación del dos-en-uno, mientras que la motivación para la realización del bien (si la hubiere) encuentre su sentido en la relación con los demás.
La diferencia entre el pensamiento y la voluntad parecería corresponder con la diferencia entre evitar el mal y realizar el bien. Mientras que el pensar está condicionado por un dejar de hacer y por la retirada del mundo de las apariencias, la voluntad mueve a actuar "(...) siempre quiere hacer algo y por ello desprecia al pensamiento puro, cuya entera actividad depende de 'no hacer nada'" (Arendt, 2002, p. 271). Es como si en la naturaleza de estas facultades se pudiera encontrar la interrupción de la actividad y la incitación a la actividad misma, respectivamente.
Como vimos, para mantener la conducta moral, la conciencia detiene a la voluntad desde prescripciones negativas. No obstante, aquel que juzga también es capaz de concluir esto está bien. De ahí cabría preguntarse por la relación entre los juicios positivos y la Voluntad. Esta última, de acuerdo con Arendt (2007) "(...) desde su descubrimiento en un contexto religioso ha reivindicado el honor de acoger todos los gérmenes de la acción y de tener el poder de decidir qué hacer, no simplemente qué no hacer" (p. 132).
Arendt (2007) añade que la voluntad tiene la función de arbitrar y de incitarnos a actuar, y es libre ya que no se somete ni a la razón ni al deseo. Pero, así como cede ante los obstáculos de la conciencia, podría incitar a obrar bien a quien ha emitido juicios positivos; ¿coincidiría esto con la conducta moral?
La respuesta a esta pregunta, siguiendo a Arendt, nos remitiría al cristianismo. Mientras que para evitar el mal el criterio es el yo, para hacer el bien el criterio es el prójimo: "este curioso desprecio del yo, el intento deliberado de autoextinción en aras de Dios y de mi prójimo, es sin duda la quintaesencia de toda ética cristiana digna de ese nombre" (p. 127).
Parecería contradictorio que la realización del bien exija el olvido del yo, de ese yo que ha sido capaz de juzgar esto está bien pues, sin los juicios en representación de la razón, la voluntad no tendría elementos entre los cuales arbitrar, se quedaría únicamente con el deseo. Sin embargo, prescindiendo de la actividad de juzgar, sería posible realizar el bien sin comprenderlo. En este sentido y manteniéndonos en la filosofía arendtiana, resulta plausible suponer que el obrar bien no coincidiría con la conducta moral sino que podría ser su contrario.
Esta conducta está condicionada por la autoconciencia, por la constante atención sobre los propios actos que posibilitaría el autoexamen. Sin embargo, afirma Arendt (2007) -desde una perspectiva cristiana- que "(...) no es posible hacer el bien si al hacerlo somos conscientes de ello" (p. 128). En otras palabras, la realización del bien contradeciría todos los requisitos de la conducta moral y su única condición sería la irreflexividad:
El criterio último para hacer positivamente el bien (...) lo encontramos en el desapego de uno mismo, en la pérdida del interés por el propio yo (...) nadie puede hacer el bien y saber que lo está haciendo (.) Por eso la escisión en dos, el dos-en-uno presente en la actividad pensante, no es posible aquí (...) si deseo hacer el bien, no debo pensar en lo que estoy haciendo (Arendt, 2007, p. 133).
Cabe resaltar que la noción de bien auténtico, por decirlo de algún modo, tendría las mismas características de la noción de banalidad del mal: la ausencia de pensamiento y de juicio. Ante esto podría reconocerse otro tipo de obrar bien, aquel que corresponde a los juicios positivos de quien piensa, el bien que es realizado de modo consciente. No obstante, Arendt (2007) parece quedarse con la primera interpretación al afirmar que del pensamiento no podría esperarse ningún impulso para actuar.
Esto significaría que en la conducta moral la voluntad solamente participa en un sentido negativo, haciendo caso a las prescripciones negativas de la conciencia moral. Su función se limitaría a dejar de hacer. En el caso del obrar bien auténtico, la voluntad tendría que operar de manera independiente. La única condición para ello sería evitar la autoconciencia, lo que implicaría eludir la facultad de juzgar de modo que no se sepa que se ha obrado bien. En suma, este tipo de bien estaría condicionado por la eliminación del juicio y del pensamiento.
Los juicios positivos y la coherencia
Teniendo en cuenta lo anterior, ¿la conducta moral, en términos de coherencia, se limitaría a dejar de hacer lo que está mal? O bien, dado que somos capaces de emitir juicios positivos, ¿incluiría el obrar bien?
Recordamos que el trato del yo consigo mismo "(...) debe bastar no sólo para permitirle distinguir lo que está bien de lo que está mal, sino también para hacer lo primero y evitar lo segundo" (Arendt, 2007, p. 89). Esta afirmación parece indicar que, en la conducta moral, el actuar debe corresponder con el juicio, bien sea positivo o negativo. Además, son los actos los que definen la identidad, por lo que la conducta moral no podría prescindir de la voluntad ya que, de ser así, nuestro yo solo estaría definido a partir de lo que no hacemos y no de lo que hacemos.
Del mismo modo que el pensamiento prepara al sí mismo para el rol de espectador, la voluntad lo modela en un "yo duradero" (...) crea el carácter del sí mismo y por ello ha sido interpretada a veces como el principium individuationis, la fuente de la identidad específica de la persona (Arendt, 2002, p. 429).
Sin embargo, Arendt (2007), refiriéndose al pensamiento, reconoce que salvo en tiempos de crisis "(...) nada en dicha actividad indicaba que de ella pudiera surgir un impulso para obrar" (p. 132). Según esto, el obrar bien excedería las posibilidades de manifestación moral del pensamiento, esta solo podría expresarse evitando el mal. Por ello, aunque la coherencia significara la correspondencia entre pensamiento y acto, parecería que la relación del yo consigo mismo solo exigiera evitar el mal para poder mantenerse. La pérdida de la armonía entre el dos-en-uno, temor de aquel que piensa, solo sería el resultado de la realización del mal y no de la omisión del bien, aunque estemos facultados para reconocerlo, puesto que el pensamiento no mueve a la voluntad sino que la detiene.
Consideramos que quien hace uso de las facultades de pensamiento y de juicio está en capacidad de evitar el mal y de obrar bien, pero solo lo primero es una condición para seguir conviviendo consigo mismo. También concluimos que, en el caso de que la voluntad impulsara a actuar en conformidad con los juicios positivos, esto no se trataría de un bien auténtico desde la lectura arendtiana de la moral cristiana, pues habría conciencia del bien realizado. En suma: por una parte, la conducta moral podría incluir el obrar bien pero desde el criterio del yo y no del prójimo. Por otra parte, la máxima socrática "no te contradigas" estaría referida al rechazo del mal y no exigiría la realización del bien.
Responsabilidad y coherencia
¿Por qué no hay contradicción por omitir el bien y sí la hay por realizar el mal? Si la facultad de juicio posibilita la distinción moral entre lo que está bien y lo que está mal, estaríamos en capacidad de realizar lo primero y evitar lo segundo. La coherencia, en un sentido estricto, podría entenderse como la manifestación de nuestros juicios a partir de nuestros actos. Pese a ello, parecería que la auto-desaprobación resultante de la actualización de la diferencia del dos-en-uno se diera únicamente al obrar mal. Los límites de la manifestación moral del pensamiento podrían explicar por qué no hay contradicción cuando se omite el obrar bien. Sin embargo, la noción de responsabilidad brinda mayor claridad a la comprensión del fenómeno de la armonía entre el dos-en-uno.
De acuerdo con Arendt (2007), "en términos morales, tan mal está sentirse culpable sin haber hecho nada como sentirse libre de culpa cuando uno es realmente culpable de algo" (p. 58). Esta afirmación implica la diferencia entre la coherencia con los juicios positivos y los negativos. Los primeros invitan a la acción, guían la conducta en el sentido de lo que se debe hacer al indicar que eso está bien. Los segundos obstruyen la acción, su directriz apunta hacia lo que no se puede hacer. La incoherencia frente a los primeros se presenta desde la omisión, al dejar de hacer lo correcto; la incoherencia frente a los segundos se presenta desde la acción, al transgredir los límites. En pocas palabras, la diferencia entre los dos tipos de incoherencia radica en la acción.
De ahí que la moral arendtiana esté planteada en un sentido negativo. No está bien sentirse culpable por lo que no hemos hecho, al ser incoherentes con nuestros juicios positivos; solo somos culpables de lo que hacemos y, en este caso, la incoherencia se da con respecto a los juicios negativos. Y la razón por la que, siguiendo a Arendt (2007), solo hemos de sentirnos culpables por lo que hacemos es porque solo por ello somos responsables.
Retomemos: la voluntad es una facultad libre, que no se somete ni al deseo ni a la razón; sus funciones son el arbitraje y la incitación a la acción. Luego, por definición, todo acto voluntario es un acto libre. En palabras de Arendt (2002), "nada hay más contingente que los actos de voluntad, lo cuales (...) pueden definirse como actos acerca de los cuales se podría haberlos dejado sin hacer. Una voluntad que no sea libre es una contradicción en los propios términos" (p. 247).
En el siguiente fragmento, Camps (2006) permite reconocer la inseparabilidad entre la libertad y la responsabilidad: "(...) bajo el miedo a juzgar se esconde la sospecha de que en realidad no somos agentes libres (...) Finalmente, nadie se hace responsable de nada, ya que si no hay libertad tampoco hay responsabilidad" (p. 79).
De ahí que la coherencia en la conducta moral esté orientada a evitar el mal y no a realizar el bien. Quien procura mantener una conducta moral, hace uso de su facultad de juzgar, se forma sus propias opiniones con las que podrá conducir la ilimitada libertad de su voluntad. Sabrá que es responsable de lo que hace y, por ello, pondrá especial atención en evitar aquellos actos que lo pusieran en desacuerdo consigo mismo.
Conclusión
El bien, en la conducta moral arendtiana, parecería ser un elemento marginal. Dado que dicha conducta está condicionada por la autoconciencia y por el uso de la facultad de juzgar; el obrar bien que pudiera resultar de ella no se correspondería con aquel propuesto por la tradición cristiana.
Este último podría ser perjudicial para los fines de la conducta moral. El olvido del yo, la irreflexividad y la elusión del juicio de los propios actos serían tanto las condiciones para dicho obrar bien, como los factores que explicarían la banalidad del mal. Dicho de otro modo, la ausencia de una conducta moral -y sobretodo de sus condiciones necesarias- posibilitaría tanto el obrar bien como el obrar mal.
Por ello, cabría concluir que, en la noción arendtiana de conducta moral, no se encuentre ninguna invitación a la realización del bien. La conducta moral tiene el propósito de mantener la armonía entre el dos-en-uno, desde el principio de no contradicción. Para esto, el yo (self) evita transgredir los límites impuestos por el yo (pensante). La coherencia se mantiene mientras no se actúe en contra de los propios juicios. La correspondencia, en este sentido, ha de darse con los juicios negativos que expresa la conciencia moral. Esta última se anticipa a la contradicción al advertir lo que no se puede hacer. Ese es el alcance moral del pensamiento.
Si bien la coherencia podría entenderse como hacer lo que está bien y evitar lo que está mal, solo la realización del mal pondría en peligro la relación del yo consigo mismo. En este último caso, quien procura mantener una conducta moral se desaprobaría a sí mismo al comprenderse como un malhechor. Perdería la relación armoniosa consigo mismo, evitaría volver a pensar para no tener que recordar lo que hizo.
Pero la auto-desaprobación no ocurre en el caso de omitir lo que se ha juzgado como bueno. En este caso, la actualización de la diferencia del dos-en-uno podría tener como conclusión que quien piensa se diga a sí mismo: no soy alguien que hace el bien. Y nadie tiene ningún conflicto con ser amigo de quien no se empeña en ayudar al prójimo, pero, seguramente, sería importante reconsiderar la amistad con quien obra mal.
De ahí concluimos que, desde la conducta moral arendtiana, el bien auténtico podría tener el mismo origen que la banalidad del mal y, por ello, representar un peligro. El bien consciente, la coherencia del yo (self) con los juicios positivos del yo (pensante), sería una opción prescindible. Lo único que no es negociable son los límites que se han de imponer a la voluntad. En esta concepción de conducta moral se reivindica la responsabilidad y no la benevolencia y, aunque el criterio a la hora de evitar el mal sea el yo (y no el prójimo), cabría resaltar la pertinencia de esta conducta egoísta en la que cada uno se haría responsable de sus propios actos, juzgaría por sí mismo y se cuidaría de no contradecirse.
Referencias
Arendt, H. (2002). La vida del espíritu. Barcelona: Paidós.
Arendt, H. (2007). Responsabilidad y juicio. Barcelona: Paidós .
Bernstein, R. J. (1996). ¿Cambió Hannah Arendt de opinión? Del mal radical a la banalidad del mal. En F. Birulés. (Ed.) Hannah Arendt: El orgullo del pensar (pp. 235-257). Barcelona: Gedisa.
Botero, A. J., y Leal Granobles, Y. (2013). El mal radical y la banalidad del mal: las dos caras del horror de los regímenes totalitarios desde la perspectiva de Hannah Arendt. Universitas Philosophica, 30(60), 99-126. Recuperado de http://www.scielo.org.co/pdf/unph/v30n60/v30n60a05.pdf
Camps, V. (2006). La moral como integridad. En M. Cruz. (Ed.) El siglo de Hannah Arendt (pp. 63-86). Barcelona: Paidós .
Notas