Resumen: En este trabajo se analiza el debate sobre los pobres en la España del siglo XVI, a raíz de la prohibición de la mendicidad; en concreto, la controversia que originaron Domingo de Soto y Juan de Robles en 1545. Se establecen también, analogías entre dos sociedades -la del siglo XVI y la de la actualidad- en torno a dos ideas: la asistencia que se debe otorgar a los desfavorecidos, analizando si esa ayuda, sea privada o estatal, coopera o colabora a su descrédito social, y una segunda que es la idea del destino universal de los bienes y del uso de lo común en ambas sociedades.
Palabras clave: Debate sobre los pobres, descrédito social, Domingo de Soto, inmigrantes, Juan de Robles, refugiados.
Abstract: This paper analyses the debate that took place in the Spain in the sixteenth century about the poor, following the prohibition of begging. Specifically, regarding the controversy that Domingo de Soto and Juan de Robles gave rise to in 1545. Analogies between two societies (that from the sixteenth century and that of today) are also established in this work around two ideas: the relief that should be given to the underprivileged, analyzing if the aid, whether private or state funded, cooperates or collaborates to their social disrepute, and a second which is the idea of the universal destination of goods and the use of what is common in both societies.
Keywords: Debate on the poor, social disrepute, Domingo de Soto, immigrants, Juan de Robles, refugee.
Artículos de reflexión no derivados de investigación
EL DEBATE SOBRE LA ASISTENCIA A LOS POBRES EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI
The debate on poor relief in Spain in the sixteenth century
Recepción: 22 Marzo 2016
Aprobación: 22 Julio 2016
La crisis de los millones de refugiados, inmigrantes y desplazados, está poniendo a prueba los pilares de la vieja Europa. Datos escalofriantes de personas que huyen de la represión en busca de una vida mejor. No es necesario concretarlos para advertir la entidad del problema y de la crisis humanitaria que provoca. Siempre se han concebido las crisis sociales como tiempos de cambio, de regeneración, pero también de recuperación de ideales perdidos.
Actualmente, la gestión de la inmigración y la acogida de refugiados en Europa se están llevando a cabo en función de la rapidez del fenómeno, de manera voluntarista y algo precipitada. Hay cierta percepción, no solo por parte de los media, de soluciones transitorias y de cambios de leyes según se sientan afectados los ciudadanos de los países de acogida.
En este trabajo vamos a analizar si las raíces de esta crisis son novedosas y para ello la comparamos con otra crisis que se dio en España en el siglo XVI a partir de la prohibición de la mendicidad en 1545. Es el llamado Debate sobre los pobres. En ese año se aprobaron un conjunto de disposiciones jurídicas que seguían, a su vez, un movimiento que se estaba difundiendo en toda Europa para regular el ejercicio de la limosna y prohibir una costumbre hasta entonces bastante tolerada, la mendicidad. Domingo de Soto, dominico y uno de los principales integrantes de la Escuela de Salamanca, publicó, después de esa prohibición, un comentario titulado Deliberación sobre la causa de los pobres, a la que replicó, poco tiempo después, el benedictino Juan de Robles.
Desde la Edad Media a la Modernidad, las diversas concepciones de pobreza han dado lugar a distintas políticas de protección social en las que han ejercido su influencia el Estado y la Iglesia como interventores de dicha protección y en las que hay elementos que se repiten. "Me ha parecido que en estos tiempos de incertidumbre, en los que el pasado se oculta y el futuro es indeterminado, teníamos que movilizar nuestra memoria para comprender el presente" (Castel, 1997, p. 13).
Por eso, analizamos si las claves de la crisis que se vive en la actualidad estaban presentes en el citado debate, estableciendo analogías entre las dos sociedades -la del siglo XVI y la de la actualidad- en torno fundamentalmente a dos ideas: la asistencia que se debe otorgar a los desfavorecidos, analizando si esa ayuda, sea privada o estatal, coopera o colabora a su descrédito social y, en consecuencia, a la humillación, y una segunda que es la idea del destino universal de los bienes y del uso de lo común en ambas sociedades.
Por último, se concluye que el concepto de humillación genera una obligación de priorizar la satisfacción de las necesidades fundamentales de los pobres por encima de la obligación de promover el estado de bienestar, y se encarece la necesidad de volver a las raíces de magnanimidad que dieron lugar a la Europa que hoy tenemos.
El siglo XVI en España fue un momento de crecimiento económico. La delimitación del espacio de actuación por el tratado de Tordesillas de 1493 conllevó a la conquista del territorio americano y, a su vez, a la ordenación económica de un territorio cada vez más amplio. Al cabo de unos años de la conquista de América, se fueron viendo las consecuencias económicas, especialmente bajo la forma de unas riquezas metálicas que irían convirtiéndose en el pilar fundamental de la política imperial española durante este siglo.
La afluencia de metal alteró el panorama financiero. Se calcula que solo en el siglo XVI llegó a España más del triple de la reserva de plata preexistente y una quinta parte del oro. Como consecuencia lógica, el metal predominante fue la plata frente al oro y, a medio plazo, se empezarían a oír quejas de la subida de precios. Lo que tuvo más importancia fue la ausencia de precedentes de esta subida y de mecanismos correctores. Al no subir los salarios en la misma proporción, bajó el poder adquisitivo de la población trabajadora y aumentaron los beneficios empresariales. No es extraño que al acercarse el coste de producción al precio de venta, la población rural -que en ese momento era la mayor parte- iniciara una emigración hacia la ciudad con la esperanza de mejores condiciones de vida.
Toda España disponía de espacios vacíos o semivacíos en los que poder colocar un eventual incremento demográfico, todo ello enmarcado en una alta fecundidad, pero también con una tasa de mortalidad elevada. De hecho, la esperanza de vida se sitúa en los 26,8 años, organizada alrededor de familias de 4 o 5 miembros supervivientes (González Enciso, 1992). El problema aparece cuando las ciudades empiezan a saturar su capacidad para absorber la oferta de trabajo.
A todo esto, hay que añadir las obligaciones financieras derivadas de la política exterior que llevan a cabo los monarcas españoles con los banqueros genoveses, alemanes y flamencos. Como consecuencia, la enorme masa de metales que se recibió se dirigió a los mercados europeos para compensar el déficit o para financiar la política bélica.
Una última consecuencia de esta concatenación de factores, será el aumento del pauperismo. La ausencia de condiciones higiénicas sanitarias suficientes, la propagación de enfermedades contagiosas derivadas de esa escasez, y los cambios climáticos en la meseta castellana, que llevan a la aparición de hambrunas, hacen que en las ciudades aparezcan numerosos mendigos. Aunque no hay constancia de censos generalizados de pobres hasta el siglo XVIII, el número debió ser tan elevado que obligó a los distintos responsables a buscar soluciones.
En lo que coinciden los distintos estudios de historia social es en afirmar que, a partir del momento histórico en el que aparecen todas estas circunstancias, las prácticas caritativas realizadas por los distintos estamentos en el medioevo comienzan a ser criticadas, en el siglo XVI, por su incapacidad para hacer frente a la pauperización y al desempleo de buena parte de la sociedad (Mollat, 1988). Es entonces cuando empiezan a promulgarse una serie de reglamentaciones, entre otras, la de mayor relevancia será el Ordenamiento de pobres en Zamora, copiado y llevado a la práctica poco después en Salamanca y Valladolid. Estas reglamentaciones se suceden también en distintas ciudades europeas donde la burguesía y la nobleza se iban sintiendo abrumadas por el aumento ingente de pobres. Las distintas disposiciones, municipales, y de las más altas instancias legislativas, configuraron una materia jurídica que se llamó popularmente con el nombre de "leyes de los pobres" (Garrán Martínez, 2004).
En España, en concreto, los representantes municipales, venían reclamando medidas drásticas desde hacía tiempo. La respuesta emitida por el emperador Carlos V sobre esta problemática fue la Pragmática Real del 24 de agosto de 1540. En ella se apuesta por la intervención del poder político y por la racionalización del sistema de ayuda. Prohibía mendigar so pena de castigo, a los que estaban capacitados y ordenaba que los verdaderos pobres fueran atendidos por sus obispos, de igual modo que se hacía ya en las ciudades flamencas. Se ponía como condición para poder mendigar investigar si se era pobre. Se prohibía a su vez a los peregrinos que salieran de Santiago, que era el lugar al que se peregrinaba. Tras esta Pragmática late el problema de la reforma hospitalaria que empezaba a ser candente y sobre el que se legislará y se introducirán reformas en las décadas siguientes. Se añadió a ella una Instrucción para poder llevarla a la práctica y ambas fueron publicadas en 1544, tal como indica el propio Domingo de Soto (2006) en su obra de 1545, que tiene su origen principal en este conjunto de disposiciones jurídicas.
Al mes y medio de ser publicada dicha obra, Deliberación sobre la causa de los pobres, se publica el breve escrito de Juan de Robles -JR en adelante-(1545): De la orden de que en algunos pueblos de España se ha puesto en la limosna para remedio de los verdaderos pobres1. En este opúsculo, el benedictino Juan de Robles no cita expresamente la obra de Domingo de Soto (DS en adelante), pero lo elaboró intentando responder, con sus propuestas, a los muchos argumentos que aparecen en la obra de DS.
Una vez finalizada la polémica doctrinal, y tras adoptar las autoridades políticas las medidas aconsejadas por DS, el espíritu de la Pragmática quedó arrinconado durante mucho tiempo.
En el resto de Europa, en el momento del debate entre DS y JR, también se estaba viviendo una penosa situación social que, desde el siglo XIV, había llevado a legislar una serie de normas jurídicas para prohibir la mendicidad y expulsar de las ciudades a los pobres no naturales y al mismo tiempo hacer trabajar a los falsos pobres (Fatica, 1992).
Con la reforma luterana, en Alemania por ejemplo, se transfirió lo que hasta entonces hacían los párrocos y monasterios, a las autoridades seculares. Es decir, correspondía ahora a estas la obligación de regular, financiar y administrar las actividades caritativas.
Fue principalmente Lutero el que consiguió que se cumplieran estas obligaciones y el que llevó la iniciativa para hacer un boceto de ley que unificara las distintas leyes sobre asistencia de los pobres que habían sido adoptadas en diversas ciudades alemanas (Berman, 2009).
Es, en este marco, donde España promulga también sus leyes de los pobres. Como se ha dicho, el más claro opositor a las reformas de las leyes sobre los pobres será DS y, en cambio, Juan de Robles será partidario de la doctrina defendida por Luis Vives (2007).
Las distintas reglamentaciones que dan lugar a la disputa que nos ocupa, se podrían resumir en los siguientes puntos (Carro, 1943):
1) Que ninguno demande por Dios sin que sea examinado si es pobre.
2) Que aunque sea pobre, nadie pida sino en su naturaleza, dentro de ciertos límites, salvo si fuese en caso de pestilencia o de grave hambre.
3) Que esos mismos, en su naturaleza, no pueden pedir sin cédula del cura o del diputado.
4) Que estas cédulas no se las den sin que sean primero confesados, como lo manda la Iglesia.
5) Que los peregrinos que vayan a Santiago no puedan salir a pedir más de cuatro leguas del camino derecho.
6) Que, porque si pudiese hacer que los pobres se alimentasen sin que anduviesen a pedir por las calles, los provisores y regidores tuviesen cuidado, cada uno en lo que tocase a su oficio, y pusieren diligencia cómo los hospitales dotados se reformasen, para que allí fuesen alimentados y curados.
Domingo de Soto fue muy crítico con las disposiciones que se contenían en la Instrucción y, en cambio, Juan de Robles defendió las nuevas leyes de los pobres y es un claro ejemplo de la influencia del humanismo europeo en los reformistas españoles.
Los argumentos fundamentales de la crítica de DS se podrían resumir, en primer lugar, por una crítica a la regulación. Al igual que sus coetáneos, considera necesario diferenciar entre pobres verdaderos y falsos, pero, a diferencia de ellos y en contra de la tendencia al castigo a los ociosos, criticó la dureza de las nuevas formas jurídicas encargadas de reprimir el vagabundeo y defendió otros controles más laxos para evitar males mayores como el incremento de delitos contra la propiedad (Soto, 2006).
En segundo lugar, fue crítico con las prescripciones, sobre todo contenidas en la Instrucción que era lo que él tenía más cercano en el tiempo, que concernían al trato que tenía que ser dispensado a los extranjeros pobres y peregrinos. No cabe duda que la intención de las autoridades públicas era la de evitar desplazamientos de los pobres, facilitar su identificación e impedir el asentamiento de los extranjeros pobres. DS defendió, precisamente, lo contrario porque "todo el Reino es un cuerpo y no debe existir distinción entre los hombres por razón de su procedencia y tampoco impedir que haya solidaridad entre las tierras ricas y las pobres" (Soto, 2006, p. 10). Además de a los sujetos afectados, la prohibición incidía en el desarrollo de las funciones específicas de las órdenes mendicantes, control repartido entre el poder civil y el eclesiástico.
Este tema de la limitación de movimientos preocupó bastante a DS, no así a JR que debía su influencia a Luis de Vives. Probablemente, las dimensiones del problema al que se enfrentaban las autoridades castellanas eran mucho más alarmantes que en los Países Bajos.
En tercer lugar, la crítica de DS se centra en el sistema de reparto de la limosna. Es un fenómeno característico de la vida social española de entonces la confusión entre derecho y religión. Para recibir la limosna, los pobres debían confesar y haber recibido la comunión. DS ve este imperativo legal como una aberración teológica (Soto, 2006).
El hecho de prohibir mendigar implicaba también un cambio en la forma de realizar la limosna y fue interpretado por DS como una medida adoptada por un movimiento social y político contrario a los pobres. La necesaria presencia física de los pobres pidiendo limosna por la calle era, para él, algo imprescindible para mover a la caridad, lo que le obligaba a estar en contra de cualquier manera de encerramiento de los pobres o de limitación de sus movimientos. No desconocía la complejidad de la distribución de los bienes a los pobres. Abogaba, por ello, a acudir a la prudencia y al consejo de personas ecuánimes que pudieran ayudar a los obispos en estas tareas y en sus decisiones.
Al comenzar su escrito, JR consideró necesario aclarar que los argumentos que él iba a exponer contra la mendicidad no debían interpretarse como un ataque a la labor que hasta entonces hacían las órdenes mendicantes. Acudiendo a Santo Tomás de Aquino, defendió la existencia y la misión de aquellos que voluntariamente vivían en la pobreza sustentándose de las limosnas de los demás. Pero lo que pretendía era argumentar que era mejor que nadie tuviera necesidad de mendigar (Robles, 1545) y sugería un nuevo modelo asistencial basado en realizar colectas y canalizarlas bien a los pobres. Esto demandaba un mínimo de organización y de buen funcionamiento; por eso se refería a tres oficios: los administradores -elegidos entre las autoridades municipales o del cabildo-, los receptores -que tenía que dar cuenta de su trabajo mensualmente- y los ejecutores -que tendrían la obligación de perseguir al falso mendigo-.
Aunque este plan asistencial pudiera ser criticado por su novedad, comenta JR en su propio escrito, le parecía que era necesario adaptarse a los nuevos cambios sociales, siempre que fueran honestos y que sirvieran para remediar, como en este caso, las necesidades de los demás. Y más que entrar en el debate de si las cantidades recaudadas resultarían o no suficientes, entendió que la mejor defensa era la experiencia de comprobar que no era tan poca cantidad la que la gente daba para los que tienen necesidad, ya que estos también eran menos que los que existían en épocas anteriores.
El prohibir mendigar, con la correspondiente falta de libertad, era justificado por JR por el bien común. El problema es que dejaba en manos del poder político la decisión sobre la restricción y límite de las libertades de los demás. La potestad gubernativa, se podía convertir en arbitraria con la consiguiente posibilidad de abusos. Frente a las acusaciones sobre el trato dispensado a los peregrinos y extranjeros, JR negó que existiera una limitación preestablecida, lo que sugería era que deberían ir a ver al administrador para que les concediera una licencia para recibir una cantidad o para poder alojarse en alguna posada pública (Robles, 1545).
La relación de la prohibición de la mendicidad en el siglo XVI con el trato dado en la actualidad a los inmigrantes económicos y a los refugiados, no es tan forzada como a primera vista pudiera parecer por el espacio de tiempo que las separa. En este punto, se trata de ver las semejanzas entre ambas y si las soluciones propuestas en su día pueden servir para dar luces, o al menos, paliar la crisis actual. En ambos casos, no se trata de hechos aislados sino de numerosa población que se ve obligada bien a mendigar, bien a trasladarse de ciudad o de país para sobrevivir.
A partir del siglo XVI, Europa vive un pauperismo de masas, de hecho es uno de los motivos por los que los humanistas de la época empiezan a ver un problema de orden social que hay que solucionar y las distintas leyes de los pobres son reflejo de ello. A nadie se le escapa ahora, ni entonces, que muchas veces esas "leyes tenían un contrapunto que era que iban acompañadas de la represión del débil, lo que preparó el campo para el debate a pesar suyo" (Santolaria Sierra, 2003, p. 11).
No es lo mismo inmigrante que refugiado2, ni lo son los derechos en el país de acogida pero, desde el punto de vista que hemos adoptado en este trabajo, tienen muchos aspectos comunes los llamados inmigrantes económicos -que migran sin tener garantizado un trabajo ni su sostenimiento- y los refugiados. Coinciden también en la situación que dejan atrás, de extrema carestía y necesidad; en el caso de los refugiados, con más peligro de su vida -aunque no se puede menospreciar la situación de algunos inmigrantes, por ejemplo los procedentes de las regiones del Magreb y de tantas otras-.
En este punto se establecen analogías entre las dos sociedades -la del siglo XVI y la de la actualidad- en torno a dos ideas: la asistencia que se debe otorgar a los desfavorecidos, analizando si esa ayuda, sea privada o estatal, coopera o colabora a su descrédito social; y una segunda que es la idea del uso o destino universal de los bienes y del uso de lo común en ambas sociedades.
En el trabajo de DS se advierte la conciencia que tiene del descrédito social creciente del pobre e intuye que las medidas que se proponen adoptar no son movidas por la piedad ni buscan el remedio a sus necesidades, sino más bien están motivadas por el cansancio hacia esa situación. Suenan a lo largo de su tratado denuncias de injusticia social y de ataque a la libertad que se perpetra hacia los pobres (Soto, 2006). Junto a la sensibilidad indudable del dominico, hay que pensar que esta crítica se encuentra en sus profundas convicciones acerca de la libertad individual y en su concepto de persona. De ahí deriva también su convencimiento de que si es la persona la que está en extrema necesidad, los bienes tienen un uso universal.
El debate que se plantea en ambas obras, la de DS y JR, no se puede reducir al enfrentamiento de una supuesta mentalidad medieval -DS- y una mentalidad moderna -JR- sobre la cuestión de la pobreza. DS no está al margen de la realidad, sabe ver los grupos depauperados y su inadaptación social, vislumbrando la dificultad para dar con la solución válida a un problema que no es solo algo personal, sino que encierra también una injusticia política y social. Ni tampoco la defensa que hace de los pobres se puede encerrar exclusivamente dentro de lo teológico o escriturístico, sino que se abre a derechos naturales de la condición humana. Si bien reconoce que algunos de los pobres pueden llegar a fingir su pobreza, las injurias que sufren los auténticos no justifican las medidas que se quieren adoptar. El tono crítico hacia las clases acomodadas es una constante en su obra (Soto, 2006).
JR, por su parte, es un claro precursor de la reforma humanista en las estructuras sociales y defiende la necesidad de intervenir en nombre de la sociedad y del Estado, frente a los derechos individuales de las personas o de las colectividades, entendiendo todo esto desde la concepción de grupos representativos de este nuevo orden social y político que va a conformar la sociedad moderna.
En definitiva, aunque DS acepta la licitud de castigar al pobre que finge y la de socorrer al verdadero, defiende al pobre de una política que atenta contra su libertad y sus derechos individuales; critica las medidas de reclusión, a la vez que defiende la libertad de mendigar. JR, por el contario, se inclina a una supresión total de la mendicidad, bien porque al verdaderamente necesitado se le cubren todas las necesidades, bien porque al que finge se le niega la asistencia y se le obliga a trabajar. El deber de trabajar será para él un supuesto totalmente asumido (Robles, 1545).
A la luz de estas leyes, podemos preguntarnos si es nuestra sociedad, la actual, una sociedad decente y digna en los planteamientos que está llevando a cabo para solventar la crisis de los inmigrantes. Esa decencia tendría como característica principal la de ser una sociedad donde sus instituciones no humillan a las personas a través de sus leyes. En el caso que nos concierne, "es más prioritario eliminar la humillación que ofrecer respeto" (Margalit, 2009, p. 17)3.
Las leyes de inmigración en Occidente, por un lado, no quieren, obviamente, conculcar los derechos fundamentales del inmigrante pero, al mismo tiempo, son un intento de preservar el estado de bienestar. Y no se puede olvidar que en los orígenes del concepto de estado de bienestar está precisamente la idea de erradicar el tratamiento humillante a los desfavorecidos.
El problema estriba en si Occidente está dispuesto a disminuir algo sus parámetros de estado de bienestar por el desfavorecido y necesitado. Si lo pensamos bien, la idea de clasificar a los pobres en las leyes del siglo XVI tiene mucho que ver con la humillación porque, en el fondo, se estaba pretendiendo usar esta como elemento disuasorio para pedir ayuda. De hecho, las leyes de los pobres contaban también con un elemento educador para que los pobres perezosos fueran adquiriendo el hábito del trabajo y solo los que fueran verdaderos pobres gozaran de la ayuda. Es decir, los que eran verdaderos eran sometidos a pruebas para cerciorarse de que no era fraudulenta su necesidad. En el actual estado de bienestar, esas pruebas humillantes como elemento disuasorio a la demanda de ayuda siguen existiendo. "Se supone que una sociedad de bienestar no solo mejora la humillación institucional, sino también las condiciones de vida degradantes como el desempleo, que normalmente no responde a una planificación" (Margalit, 2009, p. 177).
No todas las situaciones de infortunio se deben juzgar como humillantes, puede haber determinadas situaciones que han sido provocadas por la acción del hombre, pero que no llevaban en sí la intención de humillar a nadie. En este sentido, ¿se puede eliminar de la pobreza -que es el tema que nos ocupa- la humillación? Solo en el caso de que sea acogida voluntariamente, por ejemplo en el caso de los monjes budistas o cristianos.
Una de las consecuencias que tuvo la ley de los pobres en los distintos países de Europa fue atribuirles a ellos la culpa de su situación. Sin embargo, los ciclos de la economía capitalista han dejado a demasiada gente fuera como para que siga siendo creíble la afirmación de que la pobreza es fruto de una carencia moral, como lo es la pereza.
Ver la pobreza como algo que cierra toda posibilidad de vivir una vida digna, hace a los más desfavorecidos verse todavía más incapaces. Es altamente probable que el fracaso se perciba como totalizante, como si hubieran fracasado como seres humanos, lo cual resulta todavía más humillante.
El estado de bienestar intenta erradicar la humillación de dos maneras: primera, suprimiendo las condiciones degradantes de vida de la pobreza, al menos mitigarlas; segunda, eliminar la pobreza, sin incurrir en la lástima, que es a lo que puede llevar a veces la sociedad caritativa.
Von Mises (1943) vio cierto paralelismo entre los funcionarios del estado de bienestar y las personas que ejercían la caridad, ya que en ambos advertía una humillación hacia los indigentes. ¿Hay tanta semejanza entre el filántropo y el funcionario? Si analizamos esto así, suponemos que en el estado de bienestar hay una gran parte de burocracia. Nos puede parecer que la diferencia entre ambas es, sobre todo, la motivación del donante, uno por benevolencia y el otro por obligación. En el caso de la sociedad del bienestar, los receptores de la ayuda serían humillados cuando los funcionarios actuaran benévolamente ante algo que ellos perciben por derecho. En ese caso, nos podemos preguntar si, entonces, la sociedad caritativa respeta más la dignidad de la persona, ya que no es por vía impositiva sino por donación voluntaria. En ese hecho, tampoco se estaría exento, aun en el caso de la sociedad caritativa ideal, de no humillar al receptor. De otras muchas maneras se puede comparar la sociedad del bienestar con la caritativa, aunque aquí nos hayamos centrado en la humillación siguiendo el estudio que hace Margalit (2009).
Por ejemplo, podemos analizar la diferencia entre estas dos sociedades estudiando el caso del paro o desempleo. Para nuestra sociedad, el trabajo es una condición vital para la dignidad de la persona, algo de lo que no se puede privar a las personas sin degradarlas. Normalmente la gente considera valioso el trabajo si le permite ganarse la vida sin depender de la voluntad de los demás. El trabajo confiere a las personas autonomía. Pero, ¿se debe garantizar a cada uno el empleo que desee? La obligación nace de entender al hombre como ser que trabaja (Ceccherini, 2008). De ahí la humillación del desempleo involuntario y la percepción de rechazo social. En el siglo XVI, el trabajo se consideraba algo terapéutico para salir de la pobreza, no se planteaba la imposibilidad de conseguirlo o la posibilidad del paro forzoso como sí ocurre en nuestros días, donde en algunos países del llamado primer mundo hay desempleo masivo y precarización de las situaciones de trabajo.
Evidentemente se considera como algo negativo que la sociedad no permita que una persona consiga el trabajo que le satisfaga. Es cierto, sin embargo, que la sociedad del bienestar no está obligada a que todos tengan unos ingresos mínimos por su trabajo, pero sí a proporcionar ocupaciones con sentido, por ejemplo la posibilidad de estudiar.
Otro punto de estudio podrían ser las diferencias que hay entre rasgos de identidad o de realización que afectan a la hora de la estima social y personal de todos, pero sobre todo, de los más desfavorecidos. Avergonzar a una persona cuyos rasgos de identidad son legítimos es una humillación, también puede ser un insulto avergonzarla de los aspectos adquiridos. No todos los elementos de la propia autodefinición son igualmente relevantes, pero sí son de gran importancia las características de pertenencia. Con todo, la humillación en este tema, incluida la institucional, está muy extendida. La ridiculización o la discriminación son a menudo causa de perjuicio para que las personas que pertenecen a esos grupos, y que se identifican a través de ellos, se sientan heridas. "Una sociedad decente es aquella que no rechaza a los grupos incluyentes moralmente legítimos" (Margalit, 2009, p. 118).
Señalar que una sociedad justa puede actuar con malos modos pudiera parecer una insignificancia, porque es confundir la ética con una cuestión menor de etiqueta, pero no lo es, porque refleja un temor a que la justicia no se convierta en compasiva o en vengativa. El exigir que una sociedad justa sea decente significa que no solo basta con distribuir los bienes de un modo justo, sino que también hay que velar por el talante con el que se distribuyen.
"La humillación es un concepto que se basa en un contraste, y lo opuesto a la humillación es el concepto de respeto hacia los humanos. Si no hay dignidad humana, no hay tampoco concepto de humillación" (Margalit, 2009, p. 124). Esta percepción es nuclear para el ser humano, sea de la época que sea.
La cuestión de la propiedad constituía, en el siglo XVI, un tema especialmente problemático, envuelto en controversia teológica y política ya antes de que DS escribiera su tratado. De entre todas las ideas teológicas, sociales, políticas y económicas defendidas por los reformistas, las relativas a la comunidad de bienes, concebida como alternativa a la propiedad privada, fueron especialmente polémicas "por su carácter revolucionario y perturbador del orden político y jurídico de las sociedades modernas de aquel momento" (Garrán Martínez, 2004, p. 86).
La defensa de la propiedad privada frente a la alternativa de la posesión en común, no le impide a DS defender que, en lo que se refiere al uso de las riquezas, se practiquen las virtudes de la liberalidad y de la misericordia en la asistencia a los pobres. En las situaciones de extrema necesidad existe, por parte del pobre, un derecho que le asiste a usar los bienes. Este derecho, siguiendo a Santo Tomás, es de derecho natural. Cuando habla del derecho de la propiedad privada lo califica de derecho de gentes, también siguiendo al Aquinate. Esta calificación no confronta un derecho con otro, ya que para él, los derechos de gentes son deducidos de principios naturales gracias al uso de la razón. Cuando uno se encuentra en situación de extrema necesidad y existen bienes su perfluos, surge el deber de compartir. Deber basado en el derecho que tienen todos los hombres, especialmente los pobres, de poder disfrutar de todos los bienes creados (Amat Lacroix, 1994).
Aunque defendió también que era conveniente que las riquezas se poseyeran particularmente a fin de que cada uno pudiera conocer lo que es suyo, y respetara así lo que es de los demás, "en cuanto al uso, la misericordia y la liberalidad deben hacerlas comunes, de modo que, quien tenga de sobra, reparta con quien tiene necesidad" (Soto, 2015, lib. 4, q.3, a.l.). Se ve también aquí la influencia de la escuela de Salamanca; esta defendió que el dominio común es un derecho natural que no es otra cosa que compartir, lo que se posee en propiedad privada, con otros en tiempos de necesidad. Los hombres solo debemos tener lo necesario y repartir el resto con los necesitados en momentos de escasez. De hecho, este será uno de los argumentos principales de Francisco de Vitoria al defender el derecho de gentes en la conquista española del Nuevo Mundo. Este derecho sobre todas las cosas tiene especial relevancia en situaciones particulares, una de ellas es cuando los hombres se encuentran en estado de necesidad (Añaños Meza, 2013).
DS, en un tono parecido al de Vitoria, hablará de derechos y deberes naturales entre los que sobresalen como fundamentales los derechos de propiedad. El derecho natural, según el dominico, autoriza para usar las cosas inferiores al hombre en beneficio propio, pero no dice el modo de hacer efectivo ese dominio. Por exponerlo de algún modo, el derecho natural es mudo bajo este aspecto, al hombre le toca hallar el modo más apto. La división de la propiedad es para él lícita porque con ella el hombre se muestra más solícito, más ordenado y más pacífico; es algo humano pero de carácter universal -afirma siguiendo de nuevo al Aquinate-. Pero el uso de las cosas debe ser tal que pueda ser compartido (Soto, 2015).
Por este motivo, albergaba DS serias dudas de que se pudiera prohibir a los pobres legítimos salir a mendigar, porque equivalía a obligarles a pasar necesidad injustamente. Idéntica libertad de movimientos reivindicaba para el peregrino, sobre todo si era extranjero. No negaba que el trasiego de peregrinos ocasionara problemas, pero le parecían tan pocos numéricamente, a su juicio, los que mendigan en suelo extranjero que no había necesidad de ley para regularlos (Soto, 2006). Concluía que no es lícito a ningún poder político restringir la libertad a cualquier necesitado. Para Soto, el dominio sobre las cosas o el derecho de propiedad privada no es un derecho absoluto, sino relativo y limitado al bien común de toda la sociedad.
Sin la división de la propiedad, desaparecería la virtud de la liberalidad que es el justo equilibrio entre tacañería y prodigalidad. El que no tiene nada propio no puede ser generoso. Por el contrario, el que lo tiene todo no necesita de la generosidad de nadie, con lo que desaparecería el agradecimiento y la hospitalidad.
JR, al ser partidario de la intervención pública en la asistencia a los pobres, ve enormes ventajas en esa ayuda. En concreto, respecto a la razón y crítica nuclear de Soto que no se puede privar a los pobres la libertad sin culpa suya, JR afirma que los poderes públicos pueden hacerlo en beneficio del bien común. Y por tanto, la orden que prohíbe mendigar a los que pueden trabajar es justa, a su reflexión, porque esta clase de gente constituye un peligro para la sociedad. Además, con ello se evitan contagios de enfermedades y que los hijos de estos mendigos se críen en una ociosa libertad. JR se adhería con estas afirmaciones a la corriente de modernidad de Vives y a las teorías de la reforma que quitaban a la Iglesia la asistencia para ponerlas en manos de los poderes públicos, pero no lo defendía tanto por afinidad ideológica, sino por motivos legales y porque le parecía que sería más eficaz para el socorro de los pobres (Vigo Gutiérrez, 2006).
Aunque DS no le replicó directamente, su obra De Iustitia et Iure fundamenta los derechos y deberes individuales en la propia persona humana que es, por su categoría, anterior al Estado. El hombre tiene una personalidad propia independiente del Estado y es sujeto de derechos. No hay por tanto, paridad posible (Soto, 2015)".
JR intentó justificar la supresión de la libertad de movimientos de los pobres y menesterosos y aprovechar la necesidad en la que se encuentran para obligarles a su reforma moral. Se ve en él un cierto rigor innecesario y una mentalidad enraizada en los usos y abusos de las prácticas asistenciales medievales. Tanto Robles como De Soto "están todavía inmersos en una mentalidad de transición de lo medieval a lo moderno" (Santolaria Sierra, 2003, p. 39). El argumento de mayor calado en JR es la necesidad que tiene el Estado de mirar el bien público y por ello puede ser causa legítima para quitar las libertades a los pobres.
Uno y otro expresamente se dan cuenta, no solo de las causas del problema, sino de que las soluciones posibles tienen que ir en la línea de respuestas cada vez más organizadas. Se diferencian, sin embargo, en que uno respeta más la libertad personal y le parece que la intervención estatal la conculcaría y, el otro, interpelado por la eficacia del resultado, propone medidas más coercitivas y estatales. Se trata de la ley de las personas frente a la ley de las naciones, si el todo vale más que las partes.
Este debate se puede trasladar a nuestros días, donde se hace compatible un concepto de ciudadanía flexible, casi sinónimo de "ciudadanía cosmopolita", con formas de exclusión a algunos ciudadanos en distintas variantes (Kymlicka, 1995). Es el caso de los refugiados que no son acogidos con los mismos beneficios sociales que tienen el resto de ciudadanos por más que estén huyendo de países en guerra. Las obligaciones surgidas de la Convención de Ginebra de 1951, por ejemplo, nacen de este derecho de libertad y de entender el uso común de la tierra en caso de necesidad. Por eso se prohíbe sancionar las entradas de refugiados que huyen de lugares donde su libertad o su vida se encuentran amenazadas. Y, sin embargo, "países miembros del Consejo de Europa, así como los Estados Unidos de América, observan una actitud restrictiva respecto de los solicitantes de asilo que huyen de guerras civiles" (Gortázar Rotaeche, 1997, p. 155).
Desde siempre, tanto en el siglo XVI como en nuestros días, en ese derecho del peregrino han influido las características del país receptor. El Nuevo Mundo se ha caracterizado por ser de recién llegados y estos encontraban en él un gran espacio vacío en el que podían y deseaban hacer su patria. En cambio, el viejo mundo es, desde hace mucho tiempo, un mundo sin espacios donde cuesta más la acogida.
Es preciso, en nuestros días, desenmarañar esta ambivalencia: mientras las normas de todo ciudadano son interpretadas como el status individual que protege a la persona, porque es titular de derechos en una sociedad civilizada, hay peligro de que se despierte un estado soberano. En principio, este tándem -status individual y estado soberano- no tendría por qué significar que uno reduzca al otro, ni nos tendría que preocupar que la universalización de los derechos humanos pudiera ser usada para justificar intervenciones so capa de ser humanitarias (Benhabib, 2013). Vemos, sin embargo, con sorpresa, que la globalización no está teniendo solo consecuencias económicas, sino también en la dignidad de la persona y en sus derechos, y no siempre positivas.
¿Puede ser que, en democracia, al tener procedimientos formales comunes pero no contenidos comunes, sea más difícil ponernos de acuerdo sobre qué hacer en un tema tan delicado como el que estamos analizando? Con sus limitaciones, en el siglo XVI, se compartía un modo de pensar y un común acuerdo sobre lo fundamental y sobre los principios que sustentaban los derechos, de modo que las soluciones al problema de la asistencia a los pobres oscilaban entre dar más peso a las iniciativas personales, y por tanto a la libertad individual, o a confiar en la intervención estatal, pero no había duda sobre el contenido de la dignidad de cada hombre. De hecho, DS y JR tienen sus divergencias, porque tienen sensibilidades distintas, pero no en lo fundamental. Es decir, "se compartía una ética racional de contenido universal e inmutable, que estaba por encima de la pluralidad cultural y de la diversidad social" (Elósegui, 1998, p. 335).
El debate actual, al igual que el del siglo XVI, es un debate profundamente cristiano, porque Europa tiene sus raíces en el derecho romano y en la posterior implantación del cristianismo en el imperio romano que ha nacido fundamentado en ese derecho. Coinciden, además, los temas de debate: la inmigración y la pobreza, el derecho del peregrino a moverse y la asistencia que se les debe prestar.
Si bien es cierto que, en nuestro tiempo, también afecta, en la toma de decisiones, que Europa es un continente que no tiene espacio y que por viejo se ha vuelto cerrado. América, en cambio, nació así, como una nación de nacionalidades (Pérez-Madrid, 2004, p. 21).
Así como en el siglo XI y XII ejerció enorme influencia, en la formación de las ideas, la Iglesia de Roma, en los siglos posteriores también lo hicieron el luteranismo alemán y el calvinismo inglés. Es importante ser conscientes de esta herencia de las distintas formas de fe cristiana, pues es el fundamento que subyace hoy en día en nuestras instituciones. No podemos olvidar que el dualismo, tan europeo, entre la jurisdicción que debe tener lo espiritual y lo secular y la constatación del pluralismo político por otro lado, ha sido el corazón de la formación de la tradición legal de Occidente (Berman, 2009). Y si ahora podemos decir que en algo puede contribuir esta tradición en el desarrollo de un mundo multicultural, es en la creencia en su capacidad de hacer evolucionar la ley para mantener, al mismo tiempo, continuidad, en lo fundamental, y adaptación a los cambios sociales.
¿Hasta dónde está dispuesto a ceder, nuestro estado de bienestar, sus prestaciones para dar cabida a inmigrantes y refugiados? Existe un deber de ayudar al necesitado y de prescindir, por ayudarle, de los propios bienes, y no solo de los superfluos. Europa tiene que volver a sus raíces, a la idea ciceroniana -recogida en el derecho natural y en el derecho de gentes de la Escuela de Salamanca- que el hombre puede y debe hacer uso de la verdadera humanidad con otro ser humano.
Por eso, de las crisis, las sociedades salen fortalecidas, renovadas, si se saben resolver. Las crisis pueden servir para testar la resistencia de un grupo social, la altura de miras de una comunidad política, la calidad moral de un pueblo. La crisis de los refugiados podría ayudar a Europa a poner en práctica la enorme calidad moral de sus propios valores. La experiencia, dice un viejo refrán, es el maestro más caro. Sería una pena que el hombre de hoy en día no se contentara con experiencias ajenas. Es innegable que vivimos en un mundo que ha acortado las distancias y, al mismo tiempo, de crecientes diversidades, de culturas, pueblos, etnias, religión. No es contradictorio que ambas cosas ocurran. Más bien se han alimentado recíprocamente. Y así, al hombre postmoderno le cuesta poner unidad en esta fragmentación y, tal vez, por el relativismo subyacente también a la posmodernidad, no sabe cómo ayudar a cada uno como se merece y lo unifica del modo que cree que es mejor para él, pero sin atender a las necesidades del otro en cuanto otro. "Los peligros de la dependencia del Estado se han intensificado cuando el poder político ha encontrado dificultades para realizar estas tareas de la manera indolora que le había caracterizado" (Castel, 1997, pp. 399-400).
El escepticismo, el relativismo, el pensamiento débil, tan característicos de nuestro tiempo, no parecen el lenguaje adecuado para un diálogo respetuoso y fructífero. En este sentido, son encomiables algunas de las iniciativas que se están llevando a cabo4.
Acogiendo desinteresadamente al refugiado una sociedad supera las reglas del do ut des, de la pura y calculadora reciprocidad para convertirlas en un estimulante servicio al prójimo. Esta crisis es una oportunidad de oro para demostrar al mundo que la vieja Europa tiene todavía mucho que aportar (Domingo, 2015, párr. 3).
Esta crisis lleva a tener una alta consideración de los demás e invita a la benevolencia, a la compasión, a la solidaridad. Igualmente puede ser aplicado no solo a las personas, en su singularidad, sino a todos los colectivos, en particular las comunidades políticas. Esta magnanimidad se contrapone a cualquier utilitarismo centrado en el propio interés y a cualquier excusa.
Este artículo no hubiera podido ser escrito sin los sabios consejos y sugerencias del Profesor Martin Schlag y del Instituto de Investigación Market, Culture and Ethics, a los que la autora agradece muy sinceramente su apoyo en la labor científica.