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La imposibilidad y el desencuentro: el no-diálogo con Dios en dos poemas religiosos de Blas de Otero y Alfredo R. Placencia.
Enrique Casillas Padilla
Enrique Casillas Padilla
La imposibilidad y el desencuentro: el no-diálogo con Dios en dos poemas religiosos de Blas de Otero y Alfredo R. Placencia.
Impossibility and conflict: the non-dialogue with God in two religious’ poems of Blas de Otero and Alfredo R. Placencia.
Sincronía, núm. 79, pp. 235-260, 2021
Universidad de Guadalajara
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Resumen: En el presente artículo se hace una aproximación desde la Estilística y la Literatura comparada a poemas religiosos del poeta mexicano Alfredo R. Placencia (1875-1930) y del poeta español Blas de Otero (1916-1979). Por medio del análisis se identifica en sus obras la configuración de lo humano y lo divino y de la manera en que entran en diálogo.

Los poemas estudiados “La caña quebrada” (1924) y “Muerte en el mar” (1951) tienen como característica común su carácter apostrófico, es decir, que los versos están dirigidos a un interlocutor que, en todos los casos, será una imagen divina que sea por el silencio o por la ausencia, no responde a la interpelación del sujeto poético.

La interpretación de los poemas por medio de la Literatura comparada, luego del análisis estilístico, permite observar rasgos comunes con un tipo de poesía religiosa característica del entorno hispánico, al tiempo que de aspectos más universales propios de la producción poética religiosa de la primera mitad del siglo XX.

Palabras clave:Poesía religiosaPoesía religiosa,EstilísticaEstilística,Literatura comparadaLiteratura comparada,Alfredo RAlfredo R,PlacenciaPlacencia,Blas de OteroBlas de Otero.

Abstract: In this article, is made an approximation from the Stylistics and the Comparative Literature of religious poems of the Mexican poet Alfredo R. Placencia (1875-1930) and the Spanish poet Blas de Otero (1916-1979). Through analysis, it is identified in his works the configuration of the human and the divine being and the way they enter into dialogue.

The poems studied “La caña quebrada” (1924) and “Muerte en el mar” (1951) have as their common characteristic their apostrophic character, its means, that the verses are addressed to an interlocutor who, in all cases, will be an image divine, who by silence or absence, does not respond to the questioning of the poetic subject.

The interpretation of the poems through Comparative Literature, after the stylistic analysis, allows to observe common features with a type of religious poetry characteristic of the Hispanic environment, as well as more universal aspects of religious poetic production in the first-half 20th century.

Keywords: Religious poetry, Stilystics, Comparative Literature, Alfredo R, Placencia, Blas de Otero.

Carátula del artículo

Letras

La imposibilidad y el desencuentro: el no-diálogo con Dios en dos poemas religiosos de Blas de Otero y Alfredo R. Placencia.

Impossibility and conflict: the non-dialogue with God in two religious’ poems of Blas de Otero and Alfredo R. Placencia.

Enrique Casillas Padilla
Universidad Marista de Guadalajara, México
Sincronía, núm. 79, pp. 235-260, 2021
Universidad de Guadalajara

Recepción: 30 Julio 2020

Aprobación: 03 Noviembre 2020

Introducción

Las lenguas fueron, y son hasta hoy, el medio a través del cual el ser humano ha domesticado sus emociones, deseos y, en general, su pensamiento, de modo que la organización que éstas realizan de la naturaleza humana ha permitido lograr eso que se llama civilización; son, diciéndolo de manera metafórica, las “vestiduras invisibles que envuelven nuestro espíritu” y, obviamente, son “la materia prima de la literatura” (Sapir, 1954, pp. 250-251).

Y los orígenes de la lengua y de la literatura están estrechamente relacionados. Más allá de la especulación que surge de sugerir la precedencia de la oralidad a la escritura, si nos ceñimos a afirmaciones verificables a través de la conservación escrita de la palabra, de acuerdo con el historiógrafo de la escritura, A. C. Moorhaouse, esa escritura que surge en el mundo sumerio y, con mayor precisión, en los templos babilónicos, cuya riqueza y administración se asentaba en tablillas de arcilla (1961), es utilizada al tiempo para conservar los cantos sagrados; esto quiere decir que la literatura asiria y babilónica era principalmente religiosa, al surgir en el templo y para la adoración de los dioses (Moorhouse, 1961).

Esta literatura sagrada que comienza a escribirse, según el mismo Moorhouse, en el año 2000 a. C. fue la manera de fijar para la posteridad una amplia tradición oral precedente (1961), del mismo modo que sucedió con los cantos homéricos en Grecia, datados hacia el siglo VI a. C.; los Rig-Veda en la India cuyo origen se remonta hacia el 1400-1100 a C. y los Upanishad del siglo VI a. C.; los cantos egipcios a Atón, datados cerca del siglo XIV a. C.; los Salmos, del siglo VI a. C. y muchos más. Así, un yo-humano eleva vivas palabras hacia un tú, donde convergen dos realidades espirituales que surgen del contenido mismo de esas palabras (Ebner, 1995), y de ese modo, los himnos sagrados se convierten en puentes entre la materia (la palabra) y el espíritu (lo etéreo y eso que de espiritual e inmaterial tiene la palabra), entre el hombre que interpela y las fuerzas celestiales o los dioses.

El linaje poético-religioso, como ya hemos visto, rompe con las fronteras de los años y de los credos, y encontramos manifestaciones de ello en todas las civilizaciones y en todos los tiempos. Esas primeras expresiones fijadas por la escritura, serán las primeras de muchas otras que cantarán, desde todas las latitudes; así, encontramos los Teocuícatl o cantos divinos aztecas, los poemas místicos islámicos, como los del místico Rūmī y la Edda Mayor o poética de los pueblos nórdicos, como ejemplos.

La idea de los numinoso y lo suprahumano que surge en el neolítico (Hauser, 2009), y que daría origen a expresiones artísticas encaminadas a dialogar con aquello más allá de lo humano, más allá en poder y presencia, más allá en materialidad y tiempo, trasciende las épocas y civilizaciones y llega hasta Blas de Otero y Alfredo R. Placencia, quienes se unen a un linaje poético milenario que tiende sus orígenes a fechas imprecisas, si asumimos que el canto oral precede al escrito.

Nuestros poetas, quienes tienen por lengua común el castellano, se unen, junto a la tradición universal, a una vasta tradición poética en español que, desde sus orígenes, ha tenido expresiones religiosas sobresalientes que siguen siendo leídas y referidas hasta nuestros días. Tal es el caso de los escritos en el siglo XIII por el monje Gonzalo de Berceo (1190-1270); los himnos a Cristo y la Virgen María incluidos en Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita, escritos a mediados del siglo XIV. Esto fue continuado por una amplia producción poética religiosa que se enmarcó en un ambiente teologizado, por decirlo de alguna manera, que bien es retratado en Historia de la mística de la edad de oro en España y América, donde su autor nos ofrece una detallada lista de mil doscientas “obras espirituales” aparecidas entre 1485 y 1750 originalmente en castellano o traducidas, entre las que destacan obras de San Buenaventura, San Bernardo, San Gregorio Magno, San Ignacio de Loyola, entre otros santos, de Tomás de Kempis, Girolamo Savoranola, fray Luis de Granada y muchos más; entre los textos citados, destacan obras poéticas como las de San Juan de la Cruz, fray Miguel de Guevara, Fray Luis de León y Santa Teresa de Ávila, Francisco de Quevedo, Lope de Vega y Luis de Góngora (Andrés, 1994).

El castellano es una lengua que entró en la edad moderna bajo unas circunstancias político-religiosas que favorecieron la producción de una literatura estrechamente vinculada con dios y con la religión. Mientras la condición humana, los problemas sociales y la literatura fantástica y filosófica se estaban germinando en Francia, Italia, Alemania, Rusia, Estados Unidos e Inglaterra, a finales del siglo XVIII y el principio del siglo XIX en España e Hispanoamérica se escribían cuadros de costumbres y poemas en que la figura central de la religión y Dios eran recurrentes, ¿por qué? porque si la reforma protestante en Alemania, Suiza, los Países Bajos e Inglaterra y la Ilustración en Francia, gestada ya desde el Renacimiento en Italia, cambiaba los ojos del hombre desde Dios hacia sí mismo y sus preocupaciones, en el caso de España y sus colonias, la contrarreforma católica se resistió y siguió con los ojos puestos en la trascendencia más allá de la muerte, en la vivencia de una religiosidad acendrada, ritual y poco racional, en una fe temerosa de sí misma.

Herederos de esta historia, y pese a la distancia que las corrientes más destacadas de la poesía de finales del siglo XIX y principios del XX guardaron en relación con los temas de lo religioso, tanto el poeta bilbaíno como el bardo jalostotitlense produjeron una poesía de carácter religiosa debido, por un lado, a la conservación escolar de este tipo de poesía, que les llegó ora en un colegio jesuita ora en un seminario, respectivamente; y por otro lado, debido a los intereses particulares de los poetas.

Método
Ruta metodológica

El acercamiento al corpus poético se hizo con base epistémica y metodológica en la Estilística y los estudios de Literatura comparada.

Los estudios estilísticos, son estudios fundamentados en el análisis lingüístico y estructural (tropológico o retórico). Y es Leo Spitzer, uno de los tres pilares de la estilística alemana, quien sugiere en la presentación de su libro de ensayos Lingüística e Historia de la Literatura (1968) cómo es que las herramientas de la lingüística entran en contacto con los del estudio de la literatura en su obra, una obra de signatura estilística; afirma que la iluminación que procede del descubrimiento del origen de una palabra sucede también cuando se comprende el sentido de un poema a través de la “suma total de cada una de sus palabras y sonidos”, de las partes unidas en un todo (p. 15). Con ello nos presenta uno de los elementos fundamentales del método estilístico: la fragmentación del todo literario en sus partes para analizarlas y así, del conjunto de partes, encontrar el sentido pleno de la obra.

Para el acercamiento analítico de la obra de ambos poetas comencé con el estudio estilístico de cada uno de los poemas, siempre introducido por alguna referencia que he considerado pertinente para la lectura del texto y posteriormente realicé una interpretación de los datos derivados del análisis formal ―ya sea acerca la intertextualidad en el poema o de la aparición de recurrencias estilísticas de forma o de sentido.

Hechos los análisis, al final del conjunto de los correspondientes a la obra de cada uno de los autores, se procedió a realizar algunas conclusiones parciales en las que se sintetizan los resultados derivados del análisis individual, que son las que se presentan en este artículo.

Por otra parte, la Literatura comparada es una de las disciplinas que, según Yves Chevrel, surgen al reconocer la importancia del proceso intelectual de la comparación para el progreso del conocimiento (2009). En el caso particular del método comparatista para la literatura, los analistas “se enfrentan voluntariamente a obras venidas de prácticas y de culturas “otras”: lo extranjero es su piedra de toque”[1] (Chevrel, 2009, p. 5). De este modo la comparación permite entender la particularidad de una literatura nacional o de un género, pero también construir una literatura universal razonada en cuanto a sus semejanzas y diferencias; literatura que abona a la construcción de un “humanismo (verdaderamente) universal” (p. 15)

En este sentido es que he utilizado las herramientas de la Literatura comparada: con el fin de enfrentar las particularidades y semejanzas entre la obra de ambos poetas; para ello partí con el análisis estilístico de los poemas de cada autor, pues, como sugiere Manfred Schmelling en su libro Teoría y praxis de la literatura comparada (1984), el estudio comparatista está influido por las disciplinas científicas relacionadas con determinadas literaturas, en este caso la poesía. De ese modo, la Literatura comparada, entendida por M. F. Guyard en 1951 como “la historia de las relaciones literarias internacionales” (Backès, 1994, p. 4) parte, de entrada, del análisis previamente hecho con base en un método que le sea propio al tipo de literatura, ya sea la narratología, la semiótica, la hermenéutica, la sociocrítica o, como aquí, la estilística.

Es relevante aquí destacar que el estudio del tema es uno de los objetivos centrales de la literatura comparada: el tema como asunto que posee distintos tratamientos a lo largo de la historia de la literatura; el tema como elemento estructurador de la obra; el tema que no es contenido escritural, sino motivo que ordena esa escritura; el tema, que en la poesía implica forma y contenido y que así conduce al encuentro con las relaciones intertextuales y al sentido intratextual (Guillén, 2005).

Así, luego del análisis estilístico, se procede al encuentro entre la obra de Placencia y de Otero mediante el estudio comparativo, dividido en dos partes: coincidencias formales y tematología. De ese modo se ordenan los resultados analíticos e interpretativos para, en la conclusión, discutirlos.

Obras analizadas

Las obras seleccionadas, obras poéticas religiosas, tienen como cualidad común su carácter apostrófico, es decir, que los versos están dirigidos a un interlocutor que, en todos los casos, será una imagen divina que, ora por el silencio ora por la ausencia, no responde a la interpelación del sujeto poético.

La mística, que se expresa siempre en un discurso peculiar: metafórico, simbólico y preferentemente erótico (De Santiago, 1998) ―que claramente se puede llamar poético― sugiere el tránsito por una serie de pasos que van de una autoconcepción y autorrepresentación de sujeto frágil y susceptible a las tentaciones para, conscientemente, irse librando de ellas (ascética) a través de la meditación en la divinidad y su grandeza (contemplación), de tal modo que purificada y libre, el alma mística pueda unirse o fundirse en la divinidad que contempla (unión) (De Santiago, 1998) es así que se transita por las diferentes etapas de la mística: purgativa, iluminativa y unitiva (De Santiago, 1998; Ramos, 2003).

Hecha esta definición de lo que no es poesía religiosa, a fin de evitar posibles confusiones, ya que no es mi objetivo analizar la poesía mística o lo que de la poesía le permita constituirse como mística, sino, en un sentido más amplio, la poesía religiosa. De este modo es poesía religiosa tanto “Oración por Marilyn Monroe” de Ernesto Cardenal que un Salmo bíblico, lo es un poema místico de Rūmī como lo es “Los heraldos negros” de César Vallejo, lo es el Cántico espiritual de Juan de la Cruz como “Me encanta Dios” de Jaime Sabines.

Todos lo son aun cuando utilizan los motivos religiosos para negar lo religioso o con ironía (Cervantes-Ortiz, 2004); así pues, la poesía religiosa lo es en tanto que el lenguaje poético tome por tema los objetos propios de la religión como las figuras de las realidades espirituales o de los eventos propios del fenómeno religioso.

Los criterios unificados para la elección de ambos poetas, son los siguientes:

Se eligieron poemas que se adhirieran a los parámetros de definición de la poesía religiosa que se presentan en este apartado. De entre el amplio espectro de posibilidades que ofrece el concepto de poesía religiosa que se ha elegido, se optó por poemas de carácter apostrófico, cuyo interlocutor constituido fuera una figura etérea, que aquí será la figura de dios en todos los casos y no otra. Los dos poemas elegidos fueron seleccionados, además de por su naturaleza apostrófica, en que se dirige la palabra a una segunda persona, por la intensidad de las exclamaciones proferidas al interlocutor divino, rayanas en la imprecación y la execración. A diferencia de los tres criterios anteriores, generales, también se consideraron razones particulares para la selección de los poemas: Importar lista

En el caso de Alfredo R. Placencia, se hizo la selección sobre sus poemarios publicados en vida, estos son: Ciego Dios, El paso del dolor y Del cuartel y del claustro, todos de 1924. Para Blas de Otero, el criterio fue elegir un poema de entre los libros que constituyen la etapa de su producción poética centrada en temas de carácter religioso, intimista y existencial, expuesta en: Ángel fieramente humano (1950), Redoble de conciencia (1951) y Ancia (1999). Importar lista

Los poemas seleccionados son pues, los siguientes: “La caña quebrada” de Alfredo R. Placencia y “Muerte en el mar” de Blas de Otero.

Resultados
Lo religioso en la literatura del siglo XX

El siglo XX encontró al mundo envuelto en los efectos de las revoluciones culturales, políticas, económicas y sociales que surgieron del pensamiento del siglo XVIII, desarrolladas conceptualmente en el siglo XIX y que tuvieron sus manifestaciones sociales más importantes en la primera mitad del siglo XX: la reestructura político-económica europea generadora de las guerras mundiales, por un lado y, por otro la Revolución Rusa, la Guerra Civil China y, por supuesto, la Guerra Civil Española y la Revolución Mexicana. Esta misma época vio morir imperios como el austrohúngaro, vio nacer a los países socialistas y vio surgir movimientos filosóficos como el existencialismo.

Algunos de estos fenómenos intelectuales y sociales serán fundamentales en la realidad objetiva de Alfredo R. Placencia y de Blas de Otero; el primero reflejará en sus versos la circunstancia social generada por la Revolución Mexicana y el segundo se verá atravesado por la Revolución Rusa y el socialismo, la filosofía existencialista y, principalmente, por la Guerra Civil Española, que padecerá en carne propia.

Este panorama histórico, social y cultural habrá de generar una realidad hostil para la literatura religiosa, como afirma Cervantes-Ortiz en su antología de poesía religiosa del siglo XX; para él, a los poetas modernos les parece impensable abordar los temas de lo religioso, derivado del miedo a volver a convertir a la poesía y al arte en voceros de la iglesia (Cervantes-Ortiz, 2004), sobretodo luego del siglo XIX romántico, positivo y ateo (Ramos, 2003).

Para Charles Moeller, el siglo XX es uno de esos períodos en que los hombres notan con mayor claridad la “aparente ausencia de Dios en el mundo” (1981, p. 23), todo ello considera que es causado por:

Millones de víctimas que sufren: dos hombres de cada tres no tienen bastante para vivir. La justicia se convierte en siniestra caricatura, puesto que consigue transformar en autómatas, que repiten una lección, a aquellos a quienes arrastra ante sí. Hasta los niños sueñan con la guerra. La vida crece sin cesar. Y estamos ensordecidos en propagandas. Ya se ha dicho: vivimos la hora veinticinco, la hora en que ni un Mesías podría salvarnos (1981, p. 23).

Es ese panorama desolador el que arrastra consigo un silencio que asfixia y que deriva en el sufrimiento de los hombres. Ese silencio pesa terriblemente sobre los hombres (Moeller, 1981) y podrá verificarse en los poemas que leemos de ambos poetas.

El silencio divino que aquí presenta, provocó en el siglo XX distintas respuestas que orientaron la producción literaria. La primera de ellas es la más simple indiferencia a lo divino, tal es el caso de obras esteticistas como mucha de la producción modernista; la resistencia o la confrontación que busca abrirse paso entre ese silencio para encontrar lo divino, que es como sucede en Placencia; la desilusión y el desencanto como en Blas de Otero o esa suerte de proselitismo literario ateo que busca enarbolar la muerte o inexistencia de lo divino dada su inverificabilidad, como apunta la obra de Sartre.

Sin embargo, la literatura religiosa no se desdibujó completamente del panorama literario, como lo verifican estos poetas y, además, la amplia tradición de crear certámenes poéticos vinculados a festividades religiosas sostuvo con una gran vitalidad la poesía religiosa (Herrera, 2013).

Ese será el siglo XX, un siglo de “gran vacío espiritual” (Herrera, 2013, pp. 52-53) producido por la vorágine histórica y cultural; en la circunstancia social de nuestros poetas, las tensiones entre lo religioso y lo civil dada la postura de la Segunda República en España y de la postura del gobierno mexicano emanado de la Constitución de 1917 y heredero del liberalismo de la Reforma. Sin embargo, esa primera mitad del siglo XX, hija del ateísmo metodológico y pragmático del siglo XIX, será el espacio propicio para una peculiar literatura en que, en mayor o menor medida, los temas religiosos seguirán conservando su presencia milenaria e, incluso, en muchas ocasiones, su protagonismo.

Un protagonismo variopinto que va desde la inocente y profunda intimidad hasta el violento rechazo, desde la creencia firme hasta la inquietante duda; esta naturaleza poliédrica tiene en uno de sus rostros las obras poéticas de Alfredo Placencia y Blas de Otero, quienes sucumben al miedo, a la desolación y al doloroso rechazo y con ello a la imposibilidad y el desencuentro.

Los poemas. Síntesis del análisis estilístico

En poemas como “La caña quebrada” y “Muerte en el mar” del padre Placencia y de Blas de Otero respectivamente, nos encontramos ante la fragilidad del puente y su sugerida ruptura.



Ni cenizas, ni nada… Solamente el recuerdo del hogar que apagó. Nada más ha dejado la justicia implacable del azote de Dios. Una caña tan sólo me quedaba en mi huerto, y le grité al Señor: “No me rompas mi caña, ya cascada, de suyo, por el tiempo y el sol.”

Fuente: (Fragmento de “La caña quebrada” en El paso del dolor, 1924)



Si caídos al mar, nos agarrasen de los pies y estirasen, tercas, de ellos unas manos no humanas, como aquellos pulpos viscosos que a la piel se asen… Ah, si morir lo mismo fuese: echasen nuestros cuerpos a Dios, desnudos, bellos, y sus manos, horribles, nuestros cuellos hiñesen sin piedad, y nos ahogasen…

Fuente: (Fragmento de “Muerte en el mar” en Redoble de conciencia, 1951)

El silencio como única respuesta, la violencia divina, la construcción del yo-poético y la construcción del tú-divino, todo desemboca en un gran último tema catalizador de lo anterior: la imposibilidad del encuentro.

La ruptura con lo divino, o al menos con la idea tradicional de lo divino, se produce cuando el yo-poético se enfrenta con el tú-divino en medio de la violencia y el silencio, lo que lleva al desencanto y, justamente, a la ruptura. La discusión establecida en estos poemas apostróficos tiene dos destinatarios: el primero es precisamente el tú-divino al que el sujeto poético interpela sin encontrar respuesta, el otro es el discurso tradicional y ortodoxo sobre lo divino, en el que no se encuentra coherencia.

Sobre “La caña quebrada”, comencemos citando a Rudolf Otto, quien en el apartado “Los aspectos de lo numinoso” de su libro Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios (1980) cita un concepto del filósofo y teólogo protestante alemán Friedrich Schleiermacher (1768-1834), el cual es traducido como sentimiento de “absoluta dependencia” (p. 17) y en él concentra una definición de dependencia religiosa, distinta a cualquier otro tipo de dependencias, con las que, sin embargo, guarda relación, en donde el ser humano percibe su pequeñez y “se hunde y anega en su propia nada y desaparece ante aquel que está sobre todas las criaturas” (p. 18); la voz poética de “La caña quebrada” responde a este concepto, pues reconoce la facultad rectora que tiene sobre todo lo existente ese repetidamente llamado Señor. Sin embargo, reconocer ese “sentimiento de criatura” (p. 18), como Otto también lo llama, no implicará en el poema la ausencia de protesta ante las acciones de la voluntad absoluta de lo divino, asumida, pero no asentida del todo.

Así pues, el poema es, en el mismo tono de otros más de Alfredo R. Placencia, un canto de dolor que reconoce en la divinidad el atributo de la omnipotencia, pero que no por ello acepta lo derivado de dicha atribución.

“La caña quebrada” es, de acuerdo a lo definido por Rafael Lapesa, un conjunto de seis sextinas (2008, p. 92) anómalas, debido a que no poseen rima y además no son de versos endecasílabos, por lo que más bien podría corresponder a lo definido por María Moliner como “sextilla” (2006, p. 1078); sin embargo, insisto en que son anómalas debido a que son versos de arte menor, pero no de rima aconsonantada como Moliner afirma. Debido a la ausencia de la rima, el ritmo se logra mediante la aliteración, como encontramos en los siguientes casos: “Ni cenizas, ni nada…” (e. 1 v. 1), “No me rompas mi caña” (e. 2 v. 4), “con el alma en los ojos” (e. 3 v. 5), “se entretenga soñando” (e. 5 v. 5). El poema adquiere cadencia con la repetición de consonantes cercanas.

La figura de lo divino se construye mediante un entramado de metáforas que gira en torno a la imagen de lo lumínico y lo cálido y que da consistencia al poema. En la estrofa número tres, nos encontramos con los versos “Una candela única/ humeaba indecisa/ entre apagarse y no” (vv. 1-3) donde un tejido metafórico que se completa con la estrofa dos, con la imagen de una caña, metáfora de un frágil asidero; ambas imágenes, construyen un sentido universal de pérdida desde la miseria, de la desolación de quedarse sin lo poco que se tiene a manos de la inclemente acción divina que, como las irracionales fuerzas de la naturaleza ―primitivas divinidades―, azota, como tormenta o volcán, sin miramientos, destruyendo todo a su paso.

La definición de lo divino, de ese modo, disuelve toda caracterización cristiana, la desmiente, para prefigurar otra imagen, mucho más primitiva.

Es por medio de la apóstrofe, como figura retórica, con que se dirige expresamente la voz poética a un receptor (esa divinidad primitiva) que se encuentra constituido dentro del sistema textual y con quien se entabla un diálogo (Beristáin, 2006); la apóstrofe está presente en el poema y es el mecanismo retórico mediante el cual la voz poética deja de hablar de lo divino y su intervención en la muerte, para hablar con lo divino mediante expresiones de mucho ímpetu, como el ruego o el grito. Con intensidad descendente entre la primera y segunda apóstrofe, se constituirá la primera de ellas cuando en la segunda estrofa el poeta hace una acotación en el verso tres para dar pie a los últimos tres versos de la sextilla, dirá: “y le grité al Señor”. El grito como medio de dirigirse a lo divino, recurrente en la poesía de Alfredo R. Placencia, es aquí el canal donde se condensa la desesperación y el ansia de frenar el natural fluir de las cosas, a las cuales se les dota a priori de esa “absoluta dependencia” de Schleiermacher o “sentimiento de criatura” de Rudolf Otto, con lo que se entiende que esa justicia implacable de la que se habla al principio es irrefrenable, es el destino infranqueable de todo.

Luego de ese apostrófico grito vendrá un segundo llamado a lo divino, ahora, nuevamente acotado, “fui y le rogué al Señor” (e. 3 v. 6): “No la apagues, espera” (e. 4 v. 1) será el medio por el cual se suplicará para que, así como cuando se grita para que la caña no sea quebrada, tampoco el “Señor” apague la candela.

Así, serán dos las apóstrofes, dos los momentos en que la voz poética habla frontalmente con la divinidad, ante ambos clamores no sólo habrá silencio como respuesta, sino que vendrá la muerte como soplo y como rompimiento para llevárselo todo y esa será la causa de un “excelso dolor” (e. 5 v. 3).

Respecto de “Muerte en el mar” vale referir que el poeta griego Simónides de Ceos (556-468 a. C) afirmó lo siguiente, según cita Plutarco en “¿Fueron los atenienses más ilustres en guerra o en sabiduría?” que aparece en Obras morales y de costumbres: “la pintura [es] poesía silenciosa y la poesía pintura parlante” (1989, p. 296). Y es en ese tenor que nos encontramos, de entrada, con “Muerte en el mar” del bilbaíno Blas de Otero, quien nos ofrece un poema de naturaleza casi pictográfica, plástica, en que se teje una suerte de comunicación directa entre lo visual y lo verbal para, de ese modo, como dijera Simónides, conseguir que la poesía sea una pintura parlante, y así lograr que el resultado del poema no sean sólo emociones y sentimientos; que no sean sólo evocación de abstracciones trascendentales, sino que los lectores nos encontremos con la imperiosa necesidad de construir el mundo que, a través de palabras, el poema sugiere y no sólo eso, sino que urge a construir con formas y volumen y casi hasta con olores y sensaciones.

Este poema, un soneto endecasílabo de rima consonante, es pues una suma de imágenes que se tejen para dotarse de sentido unas a otras; en el poema hallamos una imagen marítima y gris que constituye el referente plástico de un hecho universal e infranqueable: la muerte. De ese modo, como veremos adelante, la muerte y el mar profundo e infinito se convierten en dos imágenes sinónimas que surcan cada verso y que lo enmarcan a modo de ambientación escénica.

“Muerte en el mar”, contiene en sus dos primeras estrofas, un par de imágenes que se construyen en el conjunto de los cuatro versos, respectivamente. La imagen, definida como la figura retórica consistente en la recreación de una sensación ―visual, olfativa, del gusto, auditiva o táctil― en este caso es una imagen visual, pues su valor semántico dibuja el retrato de hombres que, cayendo al mar, son asidos de los pies por unas manos viscosas como de pulpos. Así, la naturaleza casi pictográfica de la primera estrofa sirve como exordio escenográfico, en que se teje la ambientación oceánica del poema con una paleta gris y trágica, como de aquellas pinturas románticas del siglo XIX: “Si caídos al mar, nos agarrasen/ de los pies y estirasen, tercas, de ellos/ unas manos no humanas, como aquellos/ pulpos viscosos que a la piel se asen…”

En la estrofa siguiente nos encontramos con una imagen que posee relación “anafórica” (Beristáin, 2006, p. 40) y “multívoca” (p. 497) con la primera, es decir: la segunda estrofa se relaciona con la primera cuando dice “Ah, si morir lo mismo fuese” (e. 2 v. 1), pues cuando usa la frase pronominal “lo mismo” busca sugerir que la imagen de la segunda estrofa es equivalente a la de la primera y, de ese modo, los contenidos conceptuales sugeridos por ambas imágenes poéticas equivalen también, de tal manera que morir podría ser lo mismo que caer al mar y ser asidos por viscosas manos o lo mismo que lanzar los cuerpos a Dios para que sus manos horribles ciñan el cuello de los hombres. Así, la relación anafórica y multívoca de esta estrofa con la primera constituye una isotopía marítima de la muerte en que equivalen pender de un asidero inhumano en el mar y pender de las “horribles”[2] manos divinas en la inmensidad; y logra también la síntesis de Dios con el pulpo ―realidades no-humanas y repugnantes ambas, por relación semántica. Dios y el pulpo, representación de lo otro en relación con el hombre, se convierten en agentes de la muerte en la inmensidad oscura y silenciosa del mar y de la escatología ignota. Aquí aparece Dios como bestia inmisericorde de manos tercas (e. 1 v. 2) y horribles (e. 2 v. 3) que se encajan, se hiñen, sin piedad en los cuellos de la humanidad hasta ahogarlos (e. 2 vv. 3-4).

En estas dos imágenes poéticas encontramos una exclamación que presta su voz para convertirse en grito colectivo en nombre de la humanidad, es una voz profética que se alza en nombre de todos los hombres, dice: “Ah, si morir lo mismo fuese: echasen nuestros cuerpos[3] a Dios” (e. 2 vv. 1-2) y con ese plural morfológico condensa a todos sus congéneres, quienes, como el sujeto poético, tienen el mismo destino, el único destino común: morir; pero es una muerte cruel, una muerte que es símbolo de contradicción entre la tradición religiosa que asume la trascendencia escatológica y una fenomenología que no confirma el dicho y, de ese modo, morir es ser asfixiados por un discurso de lo trascendente que consume en su inverificabilidad, que hunde inmisericorde en la muerte que no trasciende la muerte (e. 3 v. 1), es decir, en la nada.

Para la poesía de Blas de Otero que encontramos en Ángel fieramente humano (1950), en Redoble de conciencia (1951) y en Ancia (1999), la idea de Dios, es una tortuosa obsesión que lo lleva a lanzar atronadores versos como los que leemos en “Muerte en el mar”. Esto mismo lo confirma Antonio Gil de Zúñiga en su tesis doctoral El Dios de Blas de Otero. Religión y filosofía en clave poética (2010), donde leemos: “[Dios] es el eje vertebrador de su primera poética” (p. 12-13), pero lo hace, como el mismo autor afirma, “desde la soledad metafísica del ser humano, desde la propia soledad y sufrimiento y desde el sufrimiento del otro, materializado en las tragedias inmediatas vividas por el poeta” (p. 13). Y así nos encontramos con uno de los rasgos fundamentales de “Muerte en el mar”: la voz poética no entabla la comunicación con lo divino a título personal, sino que como aquél Moisés que oraba por su pueblo o aquél Abraham que interpelaba a Yavé por la salvación de Sodoma y Gomorra, así el sujeto poético, mediante el nosotros gramatical, presta su voz a los hombres que viven como él, las tragedias derivadas de vivir sin la esperanza de la trascendencia en un mundo que tampoco presenta asideros para afianzarse; la voz poética es la voz del profeta que habla a título de multitudes y la hace propia, una voz colectiva que se eleva y se lanza sobre un Dios cuya ausencia anonada y que responde con “la apatía trágica de un Dios que calla” (de Zúñiga y Muñoz, 2010, p. 14).

En la segunda parte del poema, Dios es llamado “Amor inmortal” (e. 3 v. 3), luego “Luz huidiza” (e. 4 v. 1), y “Agua y Sed de los humanos” (e. 4 v. 3),[4]. Y así, las tres circunlocuciones, representaciones perifrásticas del término “Dios”, contienen atribuciones a lo divino; y hablan, por un lado, de la trascendencia a la muerte de su naturaleza y, por otro, de la inasibilidad de esa misma naturaleza, que se escapa de la posibilidad de encuentro con el hombre.

Otro de los tropos que encontramos dentro del poema es el de la paradoja, la primera se encuentra en el verso “Salva ¡Oh Yavé! mi muerte de la muerte”, en que el absurdo de clamar que la muerte se salve de sí misma exige una lectura más profunda para descubrir su propia lógica, lo cual evidencia que son dos muertes distintas las referidas aquí: por un lado la muerte física, es decir, el término de la vida y, por otro lado, la muerte como la finitud de todo en lo material o como la imposibilidad de trascendencia escatológica; así, la plegaria para salvar a la muerte de la muerte resulta, más allá de la paradoja, en un clamor que duda y que, sin embargo, se aferra a la posibilidad de que esa “Luz huidiza” exista y confirme la esperanza de vivir más allá del fin de todo lo material. Por otra parte, en la frase “Agua y Sed de los humanos” (e. 4 v. 3), que se refiere nuevamente a Dios, conjuga, paradójicamente, lo que para la voz poética es lo divino: solaz y frescura al tiempo que desierto y ausencia, esto es, la posibilidad de lo cantado por el discurso religioso con la imposibilidad anulada por el discurso existencial que signaba entonces el poeta, y que más que la opción por uno u otro discurso, es el enfrentamiento entre ambos el que apuntala al poema.

Análisis comparativo

Blas de Otero y Alfredo R. Placencia vieron salir a la luz sus obras en panoramas similares en cuanto a la situación social que se vivía en sus países: el primero padeció los efectos de la Guerra Civil Española y el segundo las revoluciones agraria, constitucionalista y religiosa mexicanas. Estos fenómenos sociales se reflejaron en sus poemas de forma evidente. En el caso de Blas de Otero, la censura provocó que el poeta optara por el uso de términos que sirvieran de velo para otros de tal forma que los filtros censores le permitieran publicar sus obras, como sucede con el término “asembrinas”,[5] aparecido en el poema “Ecce homo”, por otro lado, encontramos también la creación de poemas donde la imagen de una patria aterida por los horrores de la guerra posee un valor protagónico, como algunos que aparecen en Que trata de España (1964); en Placencia, la realidad social, de íntimos efectos personales, se tradujo en un poemario completo: Del cuartel y del claustro (1924a) y muchos poemas eminentemente sociales de La oración de la Patria (1959).

El estudio comparativo, puede comenzar con las cuestiones de carácter formal, es decir, con los tipos de versificación que son comunes a ambos poetas o que, en su caso, son la marca de diferencia y, según sugiere Jean-Louis Backès (1994), deben buscarse, en caso de que haya coincidencias, las condiciones que han hecho posible esas coincidencias métricas. En las obras que nos ocupan, que ambos autores participen de la misma lengua para su producción poética, el español, se suma al hecho de que hayan escrito, según apuntan sus biografías y se verifica en sus poemas, con base en la formación académica propia de la educación católica, que les ofreció en común la lectura de los poetas del Siglo de Oro, los románticos españoles y los místicos como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila y, además, la enseñanza de una poética normativa clásica, centrada en los estrictos modos de la métrica, versificación y rima.

Alfredo R. Placencia, quien habría concluido su obra antes de la publicación del primer libro de Blas de Otero (Cuatro poemas, de 1941), coincide en el uso de las formas con Blas de Otero debido a que, como ya se ha dicho, tuvo una formación preceptiva de la literatura similar a la del bilbaíno. Ambos poetas recurrirán, pues, a esquemas de versificación con una amplia tradición y uso en español: Alfredo R. Placencia escribe “La caña quebrada” con la estructura de una sextina y Blas de Otero habrá de escribir “Muerte en el mar” bajo los límites que marca el soneto.

Otra característica formal que debe subrayarse es que, en los poemas de sendos autores, aparecen encabalgamientos, con lo que, en todos los casos, se altera el ritmo propio que señalan los modelos de versificación. Señal importante, ésta, de progresiva liberación de los límites de la preceptiva clásica por parte de los autores; lo que luego sería más evidente en poemas de otros libros posteriores de Blas de Otero, como Que trata de España (1964) o en poemas de Redoble de Conciencia (1958); en Placencia, del mismo modo, el poema ve modificado el ritmo propio del modelo de versificación a través del encabalgamiento, lo cual da pie al rompimiento con la versificación clásica, como vemos en otros poemas de los mismos libros, como “Mi Cristo de cobre”, que sabía de memoria Borges (Gutiérrez, 2011), aparecido en El Libro de Dios (1924b), o en obras del libro póstumo La franca inmensidad (1959), donde aparece el poema “Una ventaja”, escrito en verso libre y que, según Hugo Gutiérrez Vega, Rafael Alberti definía como uno de los poemas más directos y sangrientos por él escuchados (2011).

De este modo, una de las coincidencias más importantes radica en que los poemas, fueron creados bajo los criterios de la versificación clásica en lengua española; pero también, los dos ven afectados los límites métricos por medio de encabalgamientos que llevan más allá del verso las unidades sentido que de suyo deben constituir esos versos.

Ambos poetas fueron asiduos en el uso del discurso coloquial, de cuyas fuentes bebieron para la creación de su obra. En Placencia es recurrente encontrar localismos y términos propios del discurso popular mexicano, como leemos en el poema “El primer signo” de El Libro de Dios (1924b): “La del volantinero hija pobre y pequeña/ […] La traicionó una espada, repasando una suerte,/ y está descolorida intensamente, y sueña” (Placencia, 2011, p. 185); aquí la figura y el término “volantinero”, tradicionales en la vida mexicana de principios de siglo, aparece como imagen en este poema hagiográfico que trata de un milagro mariano. En Blas de Otero, el discurso popular aparece mediante frases hechas o sintagmas fijos, que toma para hacerlos parte de sus poemas, como vemos en “Ecce homo” de Ancia, donde leemos: “Grima me da vivir, pasar el rato” (de Otero, 2013, p. 276); la frase “pasar el rato” es una de esas expresiones que toma del registro coloquial para imprimirle esa voz colectiva a sus poemas.

Por otra parte, el discurso religioso, por su naturaleza evocadora de realidades propias de otros mundos o dimensiones o de aspectos sobrenaturales y espirituales, que carecen de propiedades materiales, tiene la necesidad de utilizar herramientas retóricas que le faciliten la adecuación a realidades terrenas de aquello inmaterial o ultraterreno que necesariamente convoca; es por ello que de forma constante recurre a la prosopopeya, mediante la cual se dotará de características humanas a lo divino. Si bien la evocación de realidades etéreas precisa de la prosopopeya, esa evocación, que las más de las veces implica diálogo con entidades espirituales con las que busca ligarse o vincularse, exige que éste se encuentre entretejido con expresiones propias de la apóstrofe. Así, la apóstrofe, como invocación, imploración o deprecación y, hasta, como execración e imprecación, aparecerá en los poemas religiosos que nos ocupan; ambos textos son atravesados por la figura de la apóstrofe, que será el mecanismo retórico que los convierte en discursos directamente proferidos a la divinidad.

La exclamación, esa manifestación expresiva de las emociones, servirá a las voces poéticas para elevar la intensidad de sus invocaciones hacia lo divino, como sucede normalmente en el discurso religioso; en “La caña quebrada” (e. 2 vv. 4-6), de Placencia, y en “Muerte en el mar” (e. 3 v. 1) de Blas de Otero, la exclamación aparece como medio por el cual se suplica a dios, se invoca su nombre o hasta se le grita; así, esta figura retórica, que eleva la fuerza de las palabras, aparece en momentos en los que los sujetos poéticos, presas de desesperación por recibir respuesta de su ausente escucha, pretenden esto con mayor vehemencia.

Humanizaciones, apóstrofes y exclamaciones, comunes en el discurso de lo religioso, aparecen en los poemas de ambos autores, emparentándolos no sólo entre sí, sino también con un extenso linaje de escritores que a lo largo de los siglos han hecho uso de estas figuras para referir lo divino o dirigirle su propia voz.

Por otro lado, en relación con las coincidencias temáticas, en el ya citado libro de Claudio Guillén sobre Literatura comparada, el teórico y analista español enumera los cinco grupos de temas que en 1973 había propuesto Siegbert Prawer en sus Comparative Literary Studies; de acuerdo con Prawer los grupos son: fenómenos naturales, condiciones fundamentales de la existencia humana o problemas perennes de la conducta, motivos recurrentes de la cultura y el folclore, situaciones recurrentes, tipos sociales y los personajes derivados de la mitología y la literatura (2005). En las obras de Blas de otero y Alfredo R. Placencia es posible distinguir cinco temas comunes, con base en la taxonomía de Prawer, citada por Guillén. Los nombres dados a cada uno de los temas, si bien no han sido tomados de un glosario de tematología, o una taxonomía temática o tópica específica, son claros en sí mismos:

El silencio como única respuesta (del grupo de situaciones recurrentes). La violencia divina (del grupo de personajes derivados de la mitología y la literatura). La concepción del yo-poético (del grupo de tipos sociales). La construcción del tú-divino (del grupo de personajes derivados de la mitología y la literatura). La ruptura y la imposibilidad del encuentro (del grupo de condiciones fundamentales de la existencia humana). Importar lista

Los dos poetas hablan de y con dios, en el marco de una realidad cultural atormentada por la guerra y el sinsentido, donde el clamor desesperado hacia lo divino se convierte en un medio que reitera la impronta del silencio, pues la contradicción entre la idea tradicional de la naturaleza divina, amorosa y todopoderosa, y la realidad cruel que no tiene límites ni es objeto de misericordia es traducida en la poesía como silencio divino: un tema que recorre los poemas y que los marca con una señal que confirma las tesis kantianas, citadas por Cervantes-Ortiz (2004), sobre la imposibilidad de llegar a Dios o verificar su existencia por los medios racionales o, con mayor precisión, a través de conceptos, debido a que es una entidad suprarracional; primero, se verifica que no se puede comprobar lo divino pues no actúa ni oye ni responde y, por otro lado, al exhibir la incongruencia entre dos discursos: el de lo religioso cristiano que apela a la oración como vehículo de diálogo y el de la realidad objetiva en que la respuesta simplemente no sucede.

Discusión y conclusiones
I.

La poesía religiosa del español Blas de Otero (1916-1979) y del mexicano Alfredo R. Placencia (1875-1930), objeto del presente trabajo, son una representación cultural de una de las muchas situaciones espirituales del siglo XX: situación sostenida a través de la confrontación, el rechazo y hasta la negación de lo divino; es una poesía de elevada tensión, basada en el vacío y el desamparo. Una tensión sostenida bajo el esquema de la imposibilidad y el desencuentro, como se verifica a través del análisis de cada poema y de los dos en su conjunto.

Además de la construcción de un yo-poético que sufre, que es víctima de sus dudas y del inmutable mutismo divino, también se configura un hombre que reta, que no está conforme con la ausencia ni con la violencia. Placencia, igual que sucede en el poema de Blas de Otero, teje una relación con lo divino, no ya a través de la verticalidad y la veneración, sino a través de la confrontación, aunque en el poema del mexicano sea de forma más discreta y contenida.

De ese modo, la ruptura se convierte en el vehículo para evidenciar y subrayar la imposibilidad del diálogo y menos del encuentro, pues, si por un lado el interlocutor no responde a las voces que le llaman y, por otro, cuando responde no lo hace con palabras, sino con violencia, el encuentro, el hecho de coincidir, se aleja de toda posibilidad.

La lucha que encarnan los poemas enfrentan no al hombre y a Dios solamente, sino también a dos discursos acerca de lo divino; son dos realidades culturales objetivas las que entran en conflicto en los poemas: por un lado los atributos que la ortodoxia cristiana designa, como infalibles, para la imagen de Dios y, por otro lado, una realidad vista con ojos críticos que pone en tela de juicio ese primer discurso generando uno nuevo, el de la duda, el de la irreverencia y la confrontación, donde esa inefabilidad vertical queda anulada por la horizontalidad que grita, confronta y cuestiona.

Esa nueva forma de hablar con y de Dios es consecuencia de dos sistemas que los textos presentan: el del silencio y el de la violencia divinos, y de aquí, la imposibilidad y el desencuentro.

II.

Las figuras retóricas propias del discurso religioso aparecen de manera protagónica en el corpus analizado: recurren a la prosopopeya, mediante la cual se dota de características humanas a lo divino, que es una realidad etérea en la tradición religiosa que tanto Blas de Otero como Alfredo R. Placencia signan, el cristianismo; la exclamación, esa manifestación expresiva de las emociones, servirá a las voces poéticas para elevar la intensidad de sus invocaciones hacia lo divino, como sucede normalmente en el discurso religioso y, finalmente, todos los textos son atravesados por la figura de la apóstrofe, que será el mecanismo retórico que los convierte en alocuciones directamente proferidas a la divinidad.

El uso del lenguaje cotidiano, ya sea registros léxicos populares, localismos o sintagmas fijos, los convierte no sólo en poetas que beben del lenguaje cotidiano, sino que permite que sus poemas sean una voz que se asume profética o colectiva que habla, como lo evidencia el sentido de sus obras, dando voz no a un yo-individual, sino a un ser colectivo: la humanidad.

III.

La construcción del tú divino se teje a través de la confrontación de los discursos del amor paternal que se opone al silencio, el hombro fuerte que sostiene se convierte en mano que destroza y la caridad se vuelve flagelo inmisericorde; el dios no es ya una figura todopoderosa a la cual rendir culto y ante quién humillarse, sino que se estructura un esquema horizontal en que el hombre puede llamar a dios de tú a tú sin limitaciones discursivas ni formas atávicas en torno al diálogo con lo divino.

Y aunque no hay una imagen unificada de lo divino, el silencio si será un denominador común, un silencio que se acentúa debido a la característica del dios, como interlocutor silente o ausente en el marco de las apóstrofes líricas que tanto el soneto de Blas de Otero, como la sextina de Placencia constituyen.

Dios se convierte, tras su silencio y su sordera, en un interlocutor ausente que lleva al diálogo a los lindes del monólogo, al hablar con alguien que no existe o, que, de existir, no atiende a las plegarias. Son textos que manifiestan la ruptura del hombre con lo divino, del yo con el tú, hay silencio y hay violencia, binomio que, conjugado, resulta, justamente, en la imposibilidad y el desencuentro.

Ante la imposibilidad del diálogo, provocada por el silencio y por la ausencia, la centralidad que toma la configuración de un sí-mismo en los poemas de ambos es evidente, los sujetos poéticos se van perfilando a través de los discursos que emiten en relación con lo divino y también a través de la definición directa que de sí hacen. De ese modo, el tema de la concepción de sí mismo se despliega en todos los poemas y se convierte en lo que Luján Atienza denominaría como “anclaje referencial” (2007, p. 41) y “eje de sentido que recorre todo el poema” (p. 44). El yo-poético no se encuentra con dios y entonces se concentra en definirse; en el poema de Blas de Otero, como en el de Placencia, dios no es el objeto central de las obras, sino que lo es el hombre. Así pues, nos encontramos con una poesía religiosa humanista que busca definir al hombre, aunque una figura del hombre distinto en ambos casos: Blas de Otero nos ofrece la imagen de un hombre-yo poético más violento y retador, un yo en soledad metafísica que reniega de la misma; mientras que en el poema de Placencia encontramos un yo aferrado a creer, pero lleno de dudas, un yo que tiene una esperanza no basada en certezas sino en deseos, un yo que busca ser vencido, pero más que a él mismo, busca que la incertidumbre sea vencida por parte del dios. Finalmente, es importante destacar la figura que atraviesa la obra de los dos autores, y es la síntesis metafórica del perfil del yo-poético: la imagen del limosnero, pordiosero o mendigo.

Ambas obras pasan de la imposibilidad del encuentro con el tú hacia la autodefinición del yo, aunque tienen diferencias importantes: el soneto de Blas de Otero refleja un yo poético más social que el de Placencia; el poema del vasco presenta una voz más profética mientras que el de Placencia posee una voz más intimista, más de yo-tú y no de nosotros-tú.

Los poemas religiosos a los cuales aquí se ha hecho un acercamiento analítico e interpretativo mediante la Estilística y la Literatura comparada son, en síntesis: obras literarias a través de las cuales se hilvana la idea de la imposibilidad del diálogo con lo trascendente-escatológico a causa de la violencia, el silencio o la inexistencia. Todo por medio de las formas retóricas ya referidas, entre muchas más, y mediante el uso de voces culturales bebidas de la realidad y que se han enfrentado en el seno de los versos.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
[1] “Ils se heurtent volontairement à des œuvres venues de pratiques et de cultures ‘autres’: l'étranger est leur pierre de touche.” Traducción del autor.
[2] Que causan horror.
[3] Negritas mías.
[4] La representación de lo divino en la figura del agua recuerda al Salmo 42, cuando en el versículo segundo leemos “Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios”. Sin embargo, se opone a la cita bíblica, también canónica en la representación acuática de lo divino, donde Jesús, en el pozo de Jacob, se encuentra con una samaritana a la que le dice: “el que beba el agua que yo le dé, no tendrá sed jamás” (Juan 4: 13). Mientras que en la frase evangélica lo divino es agua que quita la sed eternamente, en “Muerte en el mar” el Dios es un agua que se derrama infinitamente y que no puede ser tomada, un agua apetitosa, eternamente fuera del alcance de los hombres, al modo del agua y la fruta, cuya presencia inalcanzable torturan eternamente a Tántalo.
[5] Sobre el adjetivo «asembrinas» Julio Neira afirma en “Ecdótica de textos poéticos contemporáneos” que, derivado de la censura franquista, Blas de Otero se ve obligado a cambiar el término «asesinas» por el que vemos en la edición de “Ecce homo” que aparece en Ancia de 1958; dicha acción será recurrente en otros de sus poemas (Neira, 2006).
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