Resumen: El presente artículo expone una reflexión filosófica acerca del respeto como fundamento de la obligación moral, del cual se desprenden los principios de consideración, responsabilidad y solidaridad, que deben ser reformulados en el marco del Antropoceno. En este, la negativa influencia humana sobre otros elementos de la naturaleza a una escala global amenazan las relaciones justas y solidarias con otras especies y con otros seres humanos. Por consiguiente, esto debe llevar a cuestionar y redefinir el concepto de obligación —fundamento de la moral— en el marco de las relaciones del ser humano con las diversas formas de vida existentes en el planeta, al igual que con el entorno inanimado. Para ello, se ha dividido el trabajo en tres ejes fundamentales: 1) la manera como el Antropoceno ha redefinido el objeto y fundamento de la obligación moral, a partir de un breve recuento sobre las formas en que se ha dado la relación ser humano-naturaleza; 2) la redefinición del respeto como fundamento de la moral, a la luz del Antropoceno; y 3) la consideración, responsabilidad y solidaridad en el Antropoceno, entendidas desde un concepto de obligación moral fundada en el respeto.
Palabras clave: Obligación moral, Antropoceno, respeto, responsabilidad.
Abstract: This article presents a philosophical reflection on the concept of respect as the foundation of moral obligation, from which the principles of consideration, responsibility and solidarity are derived, which must be reformulated in the context of the Anthropocene. In this, the negative human influence on other elements of nature on a global scale threatens fair and supportive relationships with other species and with other human beings. Consequently, this should lead to questioning and redefining the concept of obligation — foundation of morality — within the framework of human relations with the various forms of life existing on the planet, as well as with the inanimate environment. To this end, the work has been divided into three main lines of action: 1) The way in which the Anthropocene has redefined the object and basis of moral obligation, starting with a brief account of the ways in which the relationship between human beings and nature has taken place; 2) the redefinition of the concept of respect as the foundation of morality in light of the Anthropocene; y 3) consideration, responsibility and solidarity in the Anthropocene, understood from a concept of moral obligation founded on respect.
Keywords: Moral obligation, Anthropocene, respect, responsibility, responsibility.
Resumo: Este artigo apresenta uma reflexão filosófica sobre o respeito como a base da obrigação moral, da qual derivam os princípios de consideração, responsabilidade e solidariedade, que precisam ser reformulados no contexto do Antropoceno. No Antropoceno, a influência humana negativa sobre outros elementos da natureza em escala global ameaça as relações justas e solidárias com outras espécies e com outros seres humanos. Portanto, isso deve levar ao questionamento e à redefinição do conceito de obrigação — a base da moralidade — no contexto das relações humanas com as várias formas de vida no planeta, bem como com o ambiente inanimado. Para tanto, o trabalho foi dividido em três eixos fundamentais: 1) a forma como o Antropoceno redefini o objeto e o fundamento da obrigação moral, a partir de um breve relato das formas como se deu a relação entre os seres humanos e a natureza; 2) a redefinição do respeito como fundamento da moralidade, à luz do Antropoceno; e 3) a consideração, a responsabilidade e a solidariedade no Antropoceno, compreendidas a partir de um conceito de obrigação moral baseado no respeito.
Palavras-chave: Obrigação moral, Antropoceno, respeito, responsabilidade.
Artículos
Relaciones socionaturales, Antropoceno y obligación moral*
Socio-natural relations, Anthropocene, and moral obligation
Relações socionaturais, Antropoceno e obrigação moral
Recepção: 10 Março 2022
Aprovação: 30 Março 2022
En el mundo contemporáneo está en desenvolvimiento un fenómeno que todo lo cambia, el Antropoceno. Hasta hace apenas unas décadas, los pensadores fundaban sus reflexiones en el supuesto de que el ser humano tenía una pléyade de posibilidades de acción en un entorno natural y social de infinitas riquezas, listas para ser desarrolladas o explotadas. El problema fundamental, entonces, se centraba solo en las relaciones sociales, es decir, en las relaciones intersubjetivas (respeto, justicia, solidaridad, responsabilidad entre los seres humanos). De suerte que, cualquier consideración reflexiva sobre las relaciones de los sujetos con los otros seres, no eran tenidas en cuenta, ya que no operaban dentro de las dinámicas propuestas por las relaciones intersubjetivas, toda vez que eran tomadas como un escenario para alcanzar el pleno desenvolvimiento de los seres humanos, en tanto seres humanos.
Sin embargo, el fenómeno del Antropoceno revela que, en la actualidad, están en juego no solamente las relaciones justas y solidarias entre los seres humanos, sino también la supervivencia misma de las especies. Es decir, no solo la de anthropos, sino la de todas las especies vegetales y animales mismas, incluso la de los seres inanimados: Gaia se levanta como fuerza determinante de esas posibilidades.
Dicho de otra manera, hay un asunto nuevo: los límites de la atmósfera y la biósfera para soportar la contaminación y la destrucción ocasionadas por la actividad humana sobre el planeta Tierra, para sopesar y analizar el impacto negativo sobre este, de cara a un replanteamiento de las relaciones intersubjetivas, las cuales se abren a la inclusión de elementos que otrora estaban excluidos. Así, como señala Trischler (2017), con el advenimiento del Antropoceno se difuminan las fronteras de la dicotomía tradicional hombre-naturaleza o naturaleza-cultura, para darle paso a la redefinición de la relación medioambiente-sociedad, en un marco en el que esta relación toma como punto de partida que ambos extremos están inextricablemente entrelazados1.
De esta manera, a partir del Antropoceno, las condiciones de posibilidad de la política y la ética han cambiado de forma radical. El ser humano actual se enrumba hacia un “apocalipsis”, en un proceso que muchos catalogan ya de irreversible, de suerte que las condiciones de posibilidad de la ética han cambiado de manera drástica. Nos encontramos frente a un acontecimiento que genera un nuevo horizonte de desarrollo de la moral, el advenimiento de lo socionatural2.
Así las cosas, el concepto de obligación sobre el que hasta ahora se ha fundado la ética debe ser cuestionado y redefinido en la medida en que debe tomar en consideración, no solamente a los seres humanos en confrontación con otros seres humanos, sino también al ser “humano” entretejido en relaciones con todo lo existente en el planeta Tierra. En efecto, lo natural y lo humano deben ser entendidos como una unidad, lo socionatural, que supone redefinir el concepto de obligación moral, para que corresponda con las nuevas condiciones de la vida en la Tierra.
La hipótesis que aquí se postula es que la moral y su fundamento deben redefinirse a partir de un hecho fundamental: el Antropoceno ¿En qué sentido se comprende esta afirmación? En el sentido de una nueva comprensión del concepto de obligación. En este texto se tratará precisamente de dar las razones que justifican esta afirmación.
Para desarrollar esta idea, el texto se ha dividido en tres partes: 1) se mostrará cómo el Antropoceno supone la necesidad de modificar el objeto y el fundamento de la obligación moral, a partir de un breve recuento de las formas en las que ha tomado la relación ser humano-naturaleza, y la modificación que ha traído el Antropoceno a la concepción de dicha relación: 2) se hará una reflexión sobre cómo el Antropoceno obliga a repensar el respeto como fundamento de la moral; y 3) se tratarán tres principios de la moralidad (consideración, responsabilidad y solidaridad), redefinidos en el contexto del Antropoceno.
¿Qué es el Antropoceno?4 A grandes rasgos corresponde a una época geológica generada por la influencia del ser humano en el desarrollo del planeta Tierra; es decir, un periodo en el que la actividad humana, específicamente aquella direccionada al uso de recursos naturales, se ha profundizado, y que, según Smith y Zeder (2013) ha traído consecuencias, sobre todo negativas, para el medioambiente. Ahora bien, independientemente de si esta influencia ha sido benigna o desastrosa, no puede desconocerse que esto implica que, como lo señala Manuel Arias (2018), ya no se puede hablar de naturaleza intacta, pues esta ha llegado a su fin, y por ello,
[…] nos encontramos con cambios significativos en los sistemas naturales que han sido inducidos por la actividad social y ahora vienen a influir sobre dicha actividad (un juego de feedbacks en las dos direcciones ligadas a innumerables cadenas causales). Aunque podamos seguir distinguiendo lo social de lo natural, estudiarlos aisladamente carece de sentido. (p. 29)
Lo que existe son relaciones socionaturales, imbricación socionatural, no naturaleza virgen (hibridación socionatural)5. Precisamente, esta nueva realidad puede ser entendida mediante el concepto de Antropoceno, propuesto por el químico Paul Crutzen y el biólogo Eugene Stoermer, el cual refleja la influencia masiva que el ser humano tiene sobre los sistemas biofísicos globales. Esta ha tenido tal magnitud, que ha ocasionado un cambio en la actual época geológica de la Tierra —el holoceno—. Es necesario anotar que existen muchas críticas al concepto mismo de Antropoceno, desarrollado desde muchos horizontes de comprensión del problema medioambiental y su relación con las sociedades capitalistas contemporáneas. Algunos hablan precisamente de Capitaloceno para indicar la idea de que las condiciones en las que el ser humano se encuentra no son producto de un desarrollo “natural”, sino de una forma egoísta y destructiva de explotación de los recursos del planeta, ligados al modo de producción capitalista dominante en los últimos siglos. De igual manera, el concepto encubriría la responsabilidad puntual de naciones y grupos humanos, al generalizar la influencia destructiva de la especie humana sobre el planeta, desconociendo las víctimas y los agentes directos y culpables de este proceso.
También se le critica a la idea de Antropoceno el mantenimiento y exaltación de un poshumanismo que considera el desarrollo tecnológico y científico como la solución a los problemas generados por la explotación capitalista del planeta y el mantenimiento de una idea del “mainstream” cultural ingenuo, prevaleciente en el consumismo capitalista actual: la confianza en un progreso permanente. Para una crítica a la idea de Antropoceno ver, por ejemplo, Manemann (2014), Haraway (2016), Klein (2014) y Malm (2015).
Por lo anterior, Arias (2016) sostiene que
El cambio climático es el resultado más espectacular y emblemático de semejante desarrollo, pero está lejos de ser el único: añádanse la desaparición de la superficie virgen, la urbanización, la agricultura industrial, la infraestructura de transporte, las actividades mineras, la pérdida de biodiversidad, la modificación genética de los organismos, los avances tecnológicos, la creciente hibridación, la acidificación de los océanos. (pp. 796-797)
Ahora bien, ¿qué supone el Antropoceno, desde el punto de vista filosófico? Una transformación de los presupuestos mismos del pensar la relación entre el anthropos (ἄνθρωπος) y la naturaleza (Φύσις), incluso desde la comprensión de esta última. Ya no se trata de concebirla como Naturaleza en un sentido abstracto, sino desde la multiplicidad que ella implica, es decir, desde sus manifestaciones particulares —que incluyen desde animales hasta bacterias y seres inanimados—, ya que, de esta manera, se puede comprender que tal relación implica una compleja y densa red de interdependencias y relaciones mutuas, de la que el anthropos forma parte y no se toma a sí mismo como aislado o superior a la naturaleza (Arias, 2019).
En este sentido, lo primero que hay que decir es que, a partir del descubrimiento de América y las demás conquistas realizadas durante los siglos XV, XVI y XVII, las condiciones de existencia y las relaciones entre los humanos y la “naturaleza” se han entendido en los marcos de referencia de la idea europea de vida buena, cuya expansión se llevó a cabo mediante el despliegue de la fuerza del dominio del hombre sobre lo natural. Tal visión, que puede ser catalogada claramente como antropocéntrica, no solamente ha generado una disminución tremenda de la diversidad sociocultural y socionatural, sino que también ha creado las condiciones de vida que, precisamente, tienen al planeta Tierra al borde del colapso generalizado6. No puede negarse, sin embargo, que gran parte de la tradición europea también incluye elementos fundamentales de una visión integradora protectora del medioambiente (ligadas, por ejemplo, a una concepción, no utilitarista, de relación de amor y de cuidado).
Una breve historia del desarrollo de las relaciones socionaturales ligadas a la expansión del pensamiento occidental y la forma de vida europea podría exponerse, de manera sucinta, a través de la consideración de cinco momentos. Así, en un primer momento, el pensamiento europeo (griego antiguo) estaba volcado hacia el cosmos, concentrado en explicar los movimientos de los astros, absorto en la infinitud del universo, al mismo tiempo que buscaba descifrar, por medios racionales, los elementos constitutivos de la naturaleza y las fuerzas que componían y mantenían en equilibrio lo exterior y lo interior al anthropos. Esta cosmovisión la caracteriza Sloterdijk (2010) como metafísica:
[…] en la era metafísica el cuerpo de la Tierra no podía ni debía presentarse con mayor distinción de lo que permitía su situación en el cosmos. En el plan aristotélico-católico de esferas la Tierra poseía el estatus más humilde, más alejado del firmamento envolvente […] Por eso, en los viejos tiempos, pensar significaba siempre pensar también desde el cielo, como si con la ayuda de la lógica se liberara uno de la Tierra. En aquellos tiempos, un pensador es alguien que trasciende y mira hacia abajo, tal como lo ilustró Dante en su viaje al paraíso. (pp. 34-35)
En este primer momento, no existía la conciencia de la redondez y la finitud de la Tierra, y ser griego, romano o cristiano se constituía en el prototipo de ser humano.
En un segundo momento, el pensamiento europeo, con el Renacimiento y la revolución científica, se vuelve hacia sí mismo, para buscar, desde su más profunda preocupación por su esencia, la capacidad creadora, transformadora e inspiradora (homo sum humani nihil a me allienum puto, de Terencio). Este desarrollo de las fuerzas creadoras lo llevará a imaginar y a crear artefactos como la imprenta, la brújula, el telescopio, la pólvora, las armas sofisticadas, el tornillo aéreo y el planeador de Leonardo da Vinci, el reloj, etc., que revolucionarían las relaciones sociales y harían posible la extensión de su idea de ser humano a todo el mundo. Conquista, colonización, imperialismo, guerra, saqueo e imposición de una única forma de comprender el mundo, la realidad y la vida, serán el paradigma de desarrollo de las fuerzas humanas y naturales, y crearán las condiciones materiales de un crecimiento económico y una relación socionatural centrada en el consumo y en la explotación, sin miramientos, ni límites, de los recursos naturales. En este sentido, Sloterdijk señala la importancia del mappamundo como representación de la conquista del mundo (lo exterior) por Europa (lo interior):
En su época de dominio, el globo terráqueo no solo se convierte en el instrumento rector de la nueva localización homogeneizadora; no sólo se convierte en el instrumento imprescindible de la cosmovisión, en manos de todos los que en el Viejo Mundo y en sus dependencias llegaron al poder y al conocimiento. Protocoliza o consigna, además gracias a continuas y progresivas enmiendas de las imágenes de los mapas, la permanente ofensiva de los descubrimientos, conquistas, colonizaciones y denominaciones, con los que los europeos en avance marítimo y terrestre establecen en el exterior universal. (2010, p. 46)
En este momento, la Tierra y sus habitantes no europeos son vistos como gigantescos tesoros por conquistar, colonizar y explotar de forma ilimitada, sin consideraciones morales de ningún tipo. El modelo de ser humano que se generaliza y se condensa en la tradición es el de un individuo arriesgado, aventurero y sin miramientos con el sufrimiento del otro (el pirata). Su fin es la riqueza, el oro, la expansión territorial y el usufructo absoluto de los recursos naturales y humanos que encuentra a su paso arrollador.
En un tercer momento, con el iluminismo y el advenimiento de la Modernidad, el pensamiento europeo se propone —a través del ejercicio mismo de la razón (de la ciencia, la técnica, la democracia y la educación moral)— crear las condiciones del progreso, que permitan romper con los prejuicios, la dominación y la pobreza (al interior de Europa). Serán los años del Siglo de las Luces, de la Revolución Francesa y de las ideas liberales que tratarán de crear nuevas relaciones sociales, pero que, sin embargo, estarán constituidas y desarrolladas dentro del marco de la misma idea única de relación socionatural de dominación antropocéntrica y eurocéntrica.
De lo que se trataba, era de crear condiciones de igualdad, libertad y justicia entre los seres humanos (en la medida, además, en que ser humano significaba hombre blanco europeo, masculino y mayor de edad), dentro del mismo esquema de relación socionatural de explotación, sin límite de las fuerzas y los elementos naturales, y de los seres humanos barbarizados del resto del mundo. Se intensifica la Revolución Industrial, se descubren nuevos elementos, nuevas energías y formas de relación social, que dispararán y ampliarán el control y dominio sobre la naturaleza, y posibilitarán el dominio social y cultural de las poblaciones mundiales en el marco de una única y hegemónica idea de relación de explotación antropocéntrica del elemento natural. En palabras de Sloterdijk,
[…] con la irrupción de la gran industria en el siglo XVIII sonó la hora de acabar con la “explotación del ser humano por el ser humano” y, en su lugar, de introducir la explotación metódica de la Tierra por el ser humano. (2010, p. 267)
Por su parte, en un cuarto momento, el ser humano (ya no solo el europeo) se hace consciente de su inmensa capacidad destructiva, en la medida en que, precisamente, el conocimiento y la tecnología le permiten desatar las energías naturales, humanas y sociales, para dominar todos los espacios naturales y sociales existentes, acumular impensable riqueza (concentrada en unas pocas manos) y crear o fortalecer viejos y nuevos prejuicios religiosos, políticos, filosóficos, racistas (colonialismo), que generarán, a su vez, discriminación, exclusión y profunda destrucción de las condiciones mismas de la vida en el planeta. De nuevo, el modelo de anthropos europeo, ya esparcido por todo el mundo, generará guerras (I y II Guerras Mundiales, guerras por mantener el control colonial sobre África y Asia, Guerra Fría, guerra armamentista, etc., etc.). Al mismo tiempo, y entrecruzado con este desenvolvimiento de fuerzas destructivas, se desarrollan dos ideas fundadas en el utilitarismo y el economicismo radical: la idea de que la felicidad del ser humano está en su capacidad de consumo, y la idea de que el éxito social de una comunidad política está en el logro de un crecimiento económico permanente y constante.
De esta manera, se fueron creando las condiciones para una tormenta que vendría a constituir el asunto de nuestra época, a saber, el surgimiento de Gaia como fuerza actante que todo lo cambia, y que envuelve a todos sus cohabitantes — humanos y no humanos— en el mismo destino y en la misma preocupación: la supervivencia de las especies. Efectivamente, hasta hace tan solo unas décadas se pensaba que el tiempo del ser humano en la Tierra podía expandirse indefinidamente, y que las soluciones a los problemas podrían darse de manera lenta y progresiva. Algunos pensaron, incluso, en el fin de la historia; es decir, en un eterno progreso de la idea de libertad, justicia y acuerdo mutuo, bajo la hegemonía del pensamiento antropocéntrico expandido desde Europa a todo el planeta Tierra. El concepto de libertad se comprende ahora, esencialmente, como “[…] derecho a movilidad sin límite y a derroche festivo de energía” (Sloterdijk (2010, p. 272). Y la justicia y el acuerdo mutuo se supeditan al derecho- obligación del consumismo y la sobreabundancia:
La disposición colectiva a un consumo mayor podría acceder en pocas generaciones al rango de una premisa del sistema: la frivolidad de las masas es el agente psicosemántico del consumismo. En su florecimiento puede apreciarse cómo la despreocupación consigue la posición de lo fundamental. En lugar de la prohibición del derroche se ha instaurado la prohibición a la frugalidad: esto se expresa en las llamadas continuas al fomento de la demanda interior […] Si hubiera, pues, que nombrar el eje en torno al cual gira la transvaloración de todos los valores en la desarrollada civilización del confort, solo la remisión al principio sobreabundancia podría dar una respuesta. (Sloterdijk, 2010, p. 276)
Finalmente, en un quinto momento, es la misma razón humana (expresada en el desarrollo científico-tecnológico en todas las áreas del conocimiento, en el arte y otras diversas formas de saber) la que va a develar, de manera cada vez más clara y determinada, que la vida humana y la de la mayoría de otras especies en el planeta está en serio peligro —que cada año se extinguen gran cantidad de especies en todo el planeta, hasta el punto de que se habla de una sexta gran extinción de especies—. De esta manera, la razón humana ha vuelto a poner al ser humano como punto de referencia del destino del planeta Tierra, pero esta vez no como en el Renacimiento, pues ya no se puede hablar de que soy ser humano y nada de lo que es humano me es indiferente, sino de que soy ser humano y nada de lo que hace referencia al planeta Tierra me es indiferente.
Así las cosas, no se trata del ser humano como especie separada totalmente (por su voluntad y racionalidad) de un mundo natural objetivado, externo a su esencia (cogitans), sino de un único planeta que contiene en sí la diversidad de todo lo existente. Aquí está incluido el ser humano como parte de esa totalidad de la cual no puede ya desvincularse, pues su ser se juega por completo en el devenir de una misma sustancia socionatural.
De esta manera, el asunto relativo a la pregunta por el ser del anthropos (ἄνθρωπος) no se puede responder sin considerar la totalidad de lo existente en el planeta Tierra, pues lo que está en juego son las condiciones mismas de su existencia, pensadas no desde el cogito, del yo pensante cartesiano, ni del Ich kantiano que tiene que poder acompañar todas las representaciones del entendimiento, sino de lo radicalmente substancial (οὐσία), desde el ser mismo (Dasein, estar ahí).
Se trata, en efecto, del planeta Tierra, tomado como un único conjunto multidiverso de sustancias que están interconectadas, entretejidas, entrelazadas, trenzadas, y de las que el anthropos no puede ya ser un ente distanciado o diferenciado. Nuestra esencia humana tiene que comprenderse como sincréticamente unida a todo lo biótico y abiótico que compone nuestro planeta Tierra, y su destino se juega, precisamente, en medio de estas redes de sentido socionatural.
De aquí que la ciencia tampoco pone ya al ser humano en la cúspide de un orden natural, entendido como su medioambiente. Por ello, el anthropos no es tan solo el administrador-director, entendido como steward.manager-CEO) de un planeta que, como una empresa, puede ser guiado, de acuerdo con una planificación racional, hacia un éxito en el que las ganancias se pueden multiplicar ad infinitum. Lovelock (2007) lo expresa de la siguiente manera:
El concepto humanista de desarrollo sostenible y el concepto cristiano de administradores de la Tierra están viciados por una hubris inconsciente. Carecemos tanto de los conocimientos como de la capacidad para ello. No estamos mejor cualificados para ser los administradores o promotores de la Tierra de lo que las cabras lo están para ser jardineros […] Deseo vivamente que las religiones y los humanistas seculares […] reconozcan que los derechos y necesidades humanas no son lo único que importa; los que tengan fe deberán asumir que la Tierra forma parte de la creación divina y enfadarse contra quienes la profanan. (p. 200)
En la actualidad, la ciencia muestra claramente cómo el planeta Tierra tiene unos límites que han sido sobrepasados por el ser humano. Esos límites tienen que ver precisamente con la ousia (sustancia) de los seres vivos y del funcionamiento de los sistemas bióticos y abiótico que hacen posible la simbiosis (σύνβίωσις). Esta debe ser entendida en términos de la totalidad de la compleja interacción biológica, o relación estrecha y persistente no solo entre organismos de diferentes especies, sino de los tejidos naturales vivos y no vivos que conforman las condiciones de posibilidad de la vida en la Tierra. Cuando se extingue una especie, se extingue con ella una parte misma de la vida en el planeta, y esta extinción es irreversible. Se trata de la compleja interrelación e interconexión de existencias en un frágil sistema que, si bien es resiliente en cuanto a ciertas condiciones bióticas, no permite resucitar lo muerto, entendido, no en términos individuales, sino de especie. Esta realidad la expresa, de manera muy clara, J. Lovelock, en su libro La venganza de la tierra (2007), en el cual señala, refiriéndose a la moral de las grandes religiones, que
Los fundadores de las grandes religiones del judaísmo, cristianismo, islamismo, hinduismo y budismo vivieron en tiempos en que éramos muchos menos y teníamos formas de vida que no suponían una carga para la Tierra. Aquellos hombres santos no podían imaginar el estado del planeta mil años después y, por lo tanto, como no podía ser de otra manera, se centraron en los asuntos humanos. Hacían falta reglas y consejos para que los individuos, las familias y las tribus se portasen bien. La familia humana estaba creciendo en el mundo natural de Gaia y, como niños, dimos nuestro hogar por supuesto y nunca cuestionamos su existencia […] Ahora debemos enfrentarnos a las consecuencias de haber contaminado nuestro hogar planetario […]. (pp. 199- 200)
De igual manera, la ciencia ha mostrado también un aspecto temporal que cambia la forma de comprender la necesidad de la acción. Hasta ahora, en efecto, las ciencias sociales y humanas habían planteado una interpretación crítica de las sociedades contemporáneas, como sociedades en las que las decisiones personales y, sobre todo, empresariales y estatales tienen efectos cuyas externalidades deben asumir, en muchas ocasiones, otros seres humanos, diferentes a quienes han tomado una determinada decisión, y en todo caso la sociedad como un todo. Esta lectura es todavía vigente e importante, en cuanto muestra cómo la producción capitalista afecta el entorno en el que se realiza, y supone unas consecuencias que, de forma injusta, son asumidas de manera colectiva.
En la actualidad, sin embargo, debido al cambio climático y al acelerado deterioro de las condiciones medioambientales, se debe agregar un elemento más al del riesgo, un elemento temporal: la emergencia-urgencia. Como bien lo señalan los ambientalistas, la Tierra está en una situación que se asemeja a aquella en la cual la casa donde se vive está en llamas. Hay que apagar el fuego, de manera urgente.
Hay que movilizar todos los recursos en el menor tiempo posible para controlar el fuego, pues, de lo contrario, lo único que tendremos serán cenizas y una Tierra, literalmente, arrasada.
Esto quiere decir que no hay tiempo y que las acciones deben realizarse de manera inmediata y de forma, en algunos casos, radical. El fuego arde y con cada momento que pasa toma más fuerza y será cada vez más difícil controlarlo y, prácticamente, imposible apagarlo. No se trata tan solo de un riesgo que surge cuando un actor específico actúa, porque no hacer nada no es una opción. Se trata de la necesidad de actuar pronto, antes de que sea demasiado tarde. Para expresarlo en palabras de Sloterdijk (2016), “[…] la indiferencia de la naturaleza hacia la actividad humana era una ilusión que correspondía a la era de la ignorancia” (p. 29)7.
Así las cosas, y dado el diagnóstico que proporciona la ciencia, la conclusión que salta a la vista es que el anthropos está obligado moralmente a actuar, pero esta obligación no es la de los tiempos de la filosofía práctica tradicional, sino diferente. En efecto, hasta ahora, la obligación moral estaba entendida en el marco de una plétora de posibilidades dentro de un mundo natural, infinito de riquezas para ser explotadas. De lo que se trataba, entonces, era de regular la vida y el conflicto entre los seres humanos, sin tener en cuenta el medioambiente como límite de la libertad. Si bien los modernos, con el descubrimiento de la redondez del planeta Tierra, son conscientes de su finitud, no tienen aún conciencia de su progresivo deterioro, dado por la acción del hombre sobre su superficie. En palabras de Sloterdijk, “de repente, nos vemos obligados a aceptar la Idea aparentemente contranatural de que debido a la acción humana la esfera terrestre en su conjunto se ha convertido en un gran interior”8(2016, p. 29).
En este sentido, por ejemplo, la moral kantiana se fundaba en la coacción interna, producto de la voluntad libre. La libertad, como factum, como condición de posibilidad de la moralidad y la razón, como legisladora universal que pone la regla, depende de una “buena voluntad”, es decir, de la voluntad que dice “sí, quiero la norma, quiero cumplirla por puro respeto a ella, de forma a priori, incondicionada, autónoma, libre”. De esta manera, la obligación no tenía un componente a posteriori, producto de la experiencia posible; era solo producto racional del principio: puedo, entonces debo.
Ahora bien, en el Antropoceno se hace necesario pensar la libertad desde la experiencia misma. Esto es, desde la experiencia científica, la realidad fáctica, el factum de un planeta en llamas como fuente de un nuevo fundamento de la acción. El puedo, entonces debo adquiere un nuevo sentido, pues lo que está en juego en la realidad obliga de una manera material radical. No se trata entonces de una metafísica racional, sino de la necesidad de una praxis fundada en la inducción, en las relaciones causa y efecto, y en las categorías del conocimiento científico, de la biología y la química.
Por ello, la obligación moral adquiere un nuevo sentido: uno existencial físico, material. No se trata solamente de la vida buena, sino de la vida como especie entretejida con otras especies y formas de ser en el mundo. Se ha invertido la prioridad aristotélica. En Aristóteles, precisamente, el ser humano no estaba en el mundo solamente para vivir, sino para vivir bien. En el Antropoceno, el hombre debe partir del hecho de las condiciones mínimas de su existencia material (vivir en cuanto sobrevivir como especie) para, desde este hecho científico objetivo, comprender las condiciones de lo que significa vivir bien. Cambia el eje mismo de la reflexión moral o, mejor, cambian las condiciones de posibilidad de la moral misma. La pregunta es, entonces: ¿cuáles son los principios morales que hacen posible nuestra supervivencia como especie? Pregunta que implica, como se ha expuesto, la supervivencia de todas las demás especies, a las cuales el anthropos tiene simbióticamente trenzado su destino.
Así las cosas, el ser humano está condenado a ser libre, solo en el marco de las condiciones de existencia en el Antropoceno. Y, en esta era de la historia planetaria, está obligado a actuar de una determinada manera, si es que obviamente no quiere destruir sus propias condiciones de supervivencia. Antropos debe actuar, o tiene la obligación de actuar, no porque con ello logre una vida “buena”, sino porque logra sobrevivir a la muerte como especie. Esta muerte ya no solamente debe anticiparse, como en Heidegger, para abrir el horizonte de una vida auténtica, sino que tiene que anticiparse como una muerte científicamente proyectable y objetivamente sobreviniente, en el caso de que se decida a no actuar de manera éticamente coherente.
Se trata, en últimas, de la construcción, o producción de un ethos fundado en un pragmatismo existencial material, esto es, desde un trasfondo o plano de supervivencia. Se trata de la escasez por infertilidad del suelo o desaparición del agua, de la contaminación del aire, de la esterilidad de la biósfera (por muerte masiva de peces, destrucción de la productividad de los suelos, muerte de las abejas, etc.), del surgimiento de nuevas enfermedades, del calentamiento global y, con ello, de la elevación del nivel del mar, de las nuevas caóticas condiciones meteorológicas, etc.
En este nuevo contexto interpretativo, el hecho real que impone el Antropoceno requiere de una respuesta inmediata, urgente. Esto significa la capacidad de responder a las nuevas condiciones de posibilidad de la moral misma.
A través de la historia de la filosofía ha existido un debate sobre el fundamento de la moral, que ha girado sobre diferentes ejes: la vida buena, como en Aristóteles; el sentimiento (el amor en la ética cristiana, la compasión en Schoppenhauer, la simpatía en A. Smith o la empatía y compasión en M. Nussbaum); y la razón (sea la instrumental como en el utilitarismo, o el respeto en la ética kantiana)9. Ahora bien, tanto la vida buena, como los sentimientos (amor, compasión, simpatía, empatía) y la utilidad parten de supuestos sobre lo que es bueno. De ahí desarrollan un corolario de virtudes y actitudes que cada uno de los sujetos debe tener de forma individual, para hacer efectiva la bondad en la comunidad.
Por ejemplo, es bueno amar, porque el amor hace libres, porque el amor es un mandato divino, porque el amor hace que se desarrolle lo más elevado y preciado de sí frente a las demás personas y frente al mundo. El amor, además, abre las puertas al buen samaritano, a la piedad, a la convivencia, a la compasión, a la comunidad, a la consideración, a la hermandad, etc. Sin embargo, el amor es una pasión gratuita e individual que no puede ser exigida. O se ama o no se ama. El amor no corresponde necesariamente con el merecimiento ni con las obligaciones sociales. Lo mismo sucede con la compasión o la empatía, en la medida en que, como afirma Serrano (1996), “el carácter moral de la acción proviene de la decisión de asumir esa compasión como móvil de las acciones y no otro de los múltiples sentimientos que constituyen el arbitrio” (p. 251).
Por su parte, el utilitarista señala que lo que se debe lograr en una comunidad es el bienestar de todos o de la mayoría y, por lo tanto, el individuo está obligado a realizar lo útil, porque bueno es aquello que contribuye a la felicidad y al bien- estar individual y colectivo. Se trata, entonces, de aplicar todas las capacidades de cada uno de los miembros de la comunidad en el logro de las condiciones del desarrollo económico, social y cultural. Cada individuo tiene la obligación de ser responsable de sí mismo y de los demás, en la búsqueda de la mejor manera de contribuir al desarrollo personal y social, teniendo la utilidad y el éxito personal y colectivo como criterio de elección.
En el utilitarismo, sin embargo, nadie debe nada a nadie, todos son cooperantes interesados en su propio beneficio. Así las cosas, ni los sentimientos ni la utilidad implican la obligación moral de actuar de una determinada manera, pues parten de supuestos individuales que se proyectan socialmente, pero que no pueden expresarse en leyes o normas válidas erga omnes, como “no matarás”, “colaborarás con los demás”, etc. En este sentido, el utilitarismo es radicalmente amoral, puesto que, si para lograr la felicidad individual o el bienestar social, el utilitarista comete una infracción, por ejemplo, a los derechos inalienables de las personas o a los derechos ambientales, por el mandato de maximizar la utilidad, tendría cómo justificar la realización de la acción en aras del bien de la mayoría, o de sí mismo. Además, para un utilitarista, el bien puede tener muchas realizaciones, pues a la pregunta sobre qué es el bien, responde: la utilidad; y a la pregunta sobre qué es lo útil, responde: un sentimiento impreciso de bienestar individual y colectivo.
Por el contrario, la moral debe poderse expresar en un mandato, esto es, en una obligación de hacer o no hacer, y debe poderse expresar, a su vez, en una norma erga omnes, y, por lo tanto, contener una pretensión de validez universal. La norma expresa, entonces, una exigencia mutua, que cada agente puede poder hacer a todos los demás y viceversa; es decir, que todos los demás pueden hacer al agente. Ahora bien, solo hay una obligación que cumple con ese requisito de universalidad de la exigencia: el respeto.
El establecimiento del respeto, como fundamento de la moral, puede ilustrarse mediante el siguiente ejemplo: si un profesor entra a un salón de clase, no puede exigir que lo amen, no puede decir “exijo de ustedes empatía o compasión”, porque estos sentimientos son, en muchos de los casos (cuando no en la mayoría), producto de emociones inconscientes no relacionadas con el valor de los otros. Dios ama al hombre, por ejemplo, según la versión cristiana, por pura voluntad gratuita (gracia), aun siendo este último un ser absolutamente insignificante, traidor y mezquino. El utilitarista tampoco puede exigir nada, pues no puede, ni siquiera, exigir de los demás que lo traten de tal manera que maximicen la utilidad de su presencia. Por ello, la única exigencia que el profesor puede hacer a los estudiantes, y los estudiantes al profesor, es el trato con respeto. Esto implica el trato con consideración; es decir, que se tengan en cuenta las necesidades de cada ser humano, que cada uno se ponga en el lugar del otro y desarrolle, de la mejor manera, la función para la cual está ahí, entre otras. El respeto es, entonces, exigible como obligación moral y es fundamento de la acción moral.
La formulación del respeto como fundamento de la obligación moral se expresa de forma clara en la tradición filosófica kantiana. Se trata del imperativo práctico, que reza de la siguiente manera: “obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio” (Kant, 1996, p. 189; Kant, 1956, p. 61, BA 67). La posibilidad de actuar de forma moralmente correcta supone, en Kant, dos cosas: aceptar la libertad (el factum de la razón) como condición de posibilidad de la moralidad misma (si no lo fuéramos, actuaríamos por necesidad o por absoluta arbitrariedad), y postular el respeto por la dignidad, como el fundamento de la obligación moral.
Establecido lo anterior, dado el factum del cual se ha tratado ampliamente el respeto como fundamento de la obligación moral necesita ser redefinido. El Antropoceno debe postularse como marco de referencia ineludible de la obligación moral. Se trata del respeto a las demás especies, a la totalidad de las condiciones bióticas y abióticas que constituyen la condición de posibilidad de la vida en el planeta Tierra. Pasa por asignarle derechos inalienables a seres vivos y no vivos (ríos, parques naturales, océanos, páramos, especies de animales y plantas, etc.), que no pueden sacrificarse en aras de lograr un mayor crecimiento de la economía o un mayor bienestar social.
De esta manera, el mandato kantiano de no instrumentalizar a ningún ser humano debe redefinirse de tal forma que signifique no instrumentalizar al planeta Tierra, sus especies y recursos para satisfacer intereses individuales o colectivos. De este mandato de no instrumentalización se desprende la posibilidad de criticar toda forma de utilitarismo, que trata lo existente en la Tierra como un recurso disponible para lograr objetivos de crecimiento o bienestar económico, público o privado. Precisamente, a la pregunta sobre qué tiene dignidad, responde Kant: aquello que no tiene precio, o sea, aquello que tiene un valor implícito que no puede venderse ni comprarse, que es innegociable en el mercado.
Obviamente, aquí podría objetarse que los recursos naturales y artificialmente construidos mediante la aplicación técnica del saber humano, las plantas y algunos animales, tienen precio, esto es, pueden ser propiedad de alguien; sin embargo, la idea es que esa comercialización y uso se haga de tal manera que tenga en cuenta la dignidad de la naturaleza, en el sentido de comprenderla como una unidad simbiótica con el ser humano. Su utilización, entonces, se debe hacer con el respeto debido a una dignidad que debe conservarse y tratarse con cuidado y sensatez.
En este sentido, nada es solo un objeto de consumo, todo tiene una sacralidad natural que debe ser conservada, mantenida y, finalmente, recuperada. Debe entenderse la última parte del imperativo práctico, que señala que la dignidad debe ser respetada siempre como fin en sí misma, nunca mera . solamente como medio. Así, por ejemplo, la fuerza de trabajo se puede comprar o vender, y algunas entidades socionaturales pueden comercializarse, pero eso no hace que pierdan su dignidad intrínseca, su valor sagrado.
Ahora bien, al concretizar o especificar el fundamento moral de respeto, se infieren tres principios de la ética en el Antropoceno: consideración, responsabilidad y solidaridad.
La consideración con el planeta, como principio moral, hace referencia a un cambio en la forma de concebir las relaciones del ser humano con el resto de lo que compone la Tierra, en la medida en que se supera la dualidad misma (ser humano-naturaleza), y se entiende el todo como un conjunto de relaciones socionaturales en las que el ser humano hace parte de una totalidad dinámica y viva. Este cambio de concepción puede ser pensado en el sentido de tres filósofos contemporáneos que, si bien parten de diferentes tradiciones y premisas filosóficas y científicas, coinciden en la necesidad de entender el espacio terrícola como una unidad en la que todos los seres, humanos y no humanos, deben ser considerados como pares, cohabitantes y agentes necesarios para el mantenimiento de las condiciones de existencia de los circuitos de la vida.
J. Lovelock (1985), con su hipótesis Gaia, comprende la Tierra como una unidad compleja viviente. Según él, esta unidad “comprende el suelo, los océanos, la atmósfera y la biosfera terrestre” y su conjunto “constituye un sistema cibernético autoajustado por realimentación que se encarga de mantener en el planeta un entorno física y químicamente óptimo para la vida” (p. 15). Parte de esta unidad está compuesta por los seres humanos, quienes “nos guste o no y con independencia de lo que podamos hacer al sistema total, continuaremos incluidos (aunque ignorándolo) en el proceso regulador de Gaia” (p. 102).
Según Sloterdijk (2016), el concepto de Antropoceno
[…] contiene la minima moralia espontánea de la era actual: implica la preocupación por la cohabitación de los ciudadanos terrícolas tanto en su forma humana como no humana. Exige el trabajo conjunto en la red de los circuitos de vida simples y de alto nivel, en los que los actores del mundo actual generan su existencia (Dasein) en el modo de co-inmunidad. (p. 43)
En este sentido, la consideración en el marco del Antropoceno supone tratar a todos los no humanos que habitan el planeta Tierra como colaboradores en una red de la vida y por la vida, y como actores e interlocutores válidos en la búsqueda de alternativas a la gran crisis o catástrofe que se avecina, si no se cambia de forma radical el rumbo de saqueo generalizado y acelerado de los recursos.
Por otro lado, para D. Haraway, las generaciones presentes y futuras deben crear vínculos con todas las criaturas existentes en la Tierra, así como aprender a vivir, sufrir y morir con ellas. Estamos todos juntos en un destino común y, por lo tanto, debemos cohabitar de forma entrelazada, en una simbiosis de elementos bióticos y abióticos que nos enreda en producciones, fundiciones, mezclas y semejanzas de indisoluble y permanente consistencia. En su libro, Staying with the Trouble.
Making Kin in the Chthulucene (2016), se expresa esa necesidad de desarrollo conjunto desde el inicio mismo, y se mantiene durante todas las variadas narraciones que componen el texto:
We —all of us on Terra— live in disturbing times, mixed-up times, troubling and turbid times. The task is to become capable, with each other in all of our bumptious kinds, of response […] The task is to make kin in lines of inventive connection as a practice of learning to live and die well with each other in a thick present […] staying with the trouble requires learning to be truly present, not as a vanishing pivot between awful or edenic pasts and apocalyptic or salvific futures, but as mortal critters entwined in myriad unfinished configurations of places, times, matters, meanings. (p. 1)
Haraway propone desarrollar formas sympoiéticas (sympoietic), tentaculares de existencia. Se trata de superar la idea de autopoiesis y de comprender la Tierra como un sistema que se produce colectivamente, sin espacios autodefinidos limitados temporalmente, sino abiertos a variados y múltiples desarrollos o desenvolvimientos. Consiste, entonces, en considerar la Tierra como un sistema, en el cual las creaturas se relacionan con las otras, desarrollan vínculos tentaculares, se entrelazan, entrecruzan, funden y entretejen. De esta manera, construyen mundos, nichos de vida y supervivencia abiertos, en los cuales todos se cuidan, protegen y avanzan de forma conjunta: “The earth of the ongoing Chthulucene is sympoietic, not autopietic […] The Chthulucene does not close in on itself; it does not round off; its contact zones are ubiquitous and continuously spin out loopy tendrils” (p. 33).
Así, a través de la lectura y comprensión de estos tres modelos se hace evidente la necesidad de superar la dualidad sociedad(cultura)-naturaleza (βίος), que permita comprender el rol del ser humano como parte de un todo, sumergido en relaciones con los demás seres que cohabitan el planeta, y que actúan y agencian conjuntamente la realidad de la existencia en la Tierra. Se requiere, entonces, considerar a los demás seres como copartícipes, como socios de circuitos de vida, necesarios para la continuidad de todas las especies. Las nuevas fundamentaciones de la moral deben superar, de esta manera, la referencia a la subjetividad o intersubjetividad, para abrirse a nuevos caminos u horizontes de comprensión de la acción humana, en un entrelazamiento con todos los seres del planeta (simpoiesis) y en una valoración de las cosas y los seres vivos como actantes con dignidad. En este sentido, por mucho que algunos tengan precio, están “cargados” positivamente con algo sagrado, que obliga a tratarlos con consideración y cuidado (sorgfältig).
Por su parte, el principio de responsabilidad ética supone, en el contexto del Antropoceno, una conducta racional, en la cual se tengan en cuenta —en el cálculo de los efectos que las acciones individuales y colectivas tienen— el mantenimiento y la promoción de las condiciones que hacen posible la vida. La responsabilidad debe convertirse, entonces, en exigencia fundamental en las sociedades democráticas. Así afirma, por ejemplo, Lipovetsky (2000), quien sostiene que las democracias actuales tienen una tarea crucial en aras de garantizar su porvenir: “[…] hacer retroceder el individualismo irresponsable [‘autosuficiente, sin regla, desorganizador’], redefinir las condiciones políticas, sociales, empresariales, escolares, capaces de hacer progresar el individualismo responsable [‘organizador’]” (pp. 16, 192).
Esto quiere decir que se debe promover una “inteligencia ética”, entendida como capacidad de ser moderados, de encontrar una justa medida, un equilibrio entre la realización de los intereses individuales, sin caer en los malignos callejones sin salida a los que conduce el “dejar hacer”. (p. 18). Es importante aprender a traspasar las fronteras del propio cascarón individualista y transformar la realidad social existente y, por lo tanto, aprender a generar la capacidad para concebir y proyectar nuevas formas de relaciones socionaturales.
En este marco de comprensión de la responsabilidad puede ser entendida, por ejemplo, la contraposición de dos modelos de desarrollo social, propuesta por Marta Nussbaum, en su libro Sin fines de lucro (2010): el del crecimiento económico y el del desarrollo humano. El primer modelo es caracterizado como aquel para el que lo importante es el crecimiento económico, sin tener en consideración el problema de la distribución de la riqueza, ni plantear como necesaria su redistribución y la búsqueda de la igualdad social material. Tampoco se toman en consideración temas sociales cruciales, como las condiciones necesarias para garantizar una verdadera estabilidad democrática, ni para establecer relaciones justas entre las diferentes etnias, grupos humanos y de identidad de género, ni para lograr mejorar, sustancialmente, indicadores en ámbitos como la salud, la educación o la calidad de la democracia y la participación política (Nussbaum, 2010). Este modelo no cuestiona la moral individualista irresponsable y competitiva del statu quo, ni pone en tela de juicio los presupuestos ideológicos de la moral obtusa del utilitarismo sin límites, que supone una sociedad dividida en clases y dominada por el frío cálculo de ganancias.
Por otro lado, el segundo modelo es comprendido como “el paradigma del desarrollo humano”. Esta forma de ver el desarrollo social se centra en las “capacidades” con las que cada persona debería contar en la vida, lo cual incluye la garantía de los derechos humanos y la promoción de la paz y el medioambiente. Ahora bien, aunque este concepto de desarrollo humano, planteado por Nussbaum, se mantiene en el marco de las relaciones entre los seres humanos, puede ser repensado como un desarrollo de las potencialidades del planeta, en cuyo proceso el ser humano desempeña un papel fundamental, pero no único, ya que debe asumir la responsabilidad de garantizar las condiciones de vida, en general, y de la buena vida, en particular, no solo de la especie humana, sino de todas las especies en el marco del Antropoceno.
De esta manera, redefiniendo el concepto de obligación moral, en el sentido de la responsabilidad, puede concluirse que el planeta no debe ser instrumentalizado para lograr fines de crecimiento económico y de enriquecimiento de una minoría individualista. Así las cosas, cada uno de los seres humanos debería comprometerse con el mantenimiento de las condiciones socionaturales en la Tierra, con el fin de no traspasar los límites de la utilización “racional” posible de los recursos que todavía quedan a disposición; y de crear, juntamente con las demás especies nuevas, condiciones de cohabitación y existencia conjunta (rol tecnología-creatividad).
En el Antropoceno, el ser humano debe, como afirma Haraway (2016)10, en conjunción con los demás seres de la naturaleza, desarrollar la “response-ability”. Esto es, la capacidad de responder a los retos de vivir y morir en compañía e interrelación con todos los demás seres del planeta:
In passion and action, detachment and attachment, this is what I call cultivating response-ability; that is also collective knowing and doing, an ecology of practices. Whether we asked for it or not, the pattern is in our hands. The answer to the trust of the held-out hand: think we must. (p. 34)
Finalmente, el principio de solidaridad refiere al hecho de que el mantenimiento de las condiciones de vida en el planeta en el marco del Antropoceno supone preocuparse y ocuparse de los demás seres (reconocerlos), de tal manera que se sientan como propios los destinos de las especies existentes, y se considere el deterioro de las condiciones de vida en el planeta Tierra como un asunto que amerita hacer sacrificios, reconvertir el propio interés en interés de todos y aportar de manera creativa a la resolución de los problemas socionaturales que se afrontarán en esta nueva etapa de evolución planetaria. Precisamente, la solidaridad en la era del Antropoceno supone realizar acciones dirigidas a resolver los problemas del planeta, en la medida en que se es consciente que está en un estado de emergencia-urgencia. Todos los seres humanos deben contribuir a apagar el incendio que destruye las posibilidades de la vida, pues saben que no existe otro lugar a dónde ir.
En este sentido, no se trata solo de dar cuenta de las consecuencias de las acciones propias y colectivas, sino también de tener la capacidad de ser parte de una praxis colectiva de cuidado, en un contexto planetario de deterioro de las condiciones de vida. El principio de solidaridad, como parte del punto de vista ético, supone hacer realidad el respeto por los derechos. Esto implica, a su vez, no solamente un aspecto negativo (no hacer nada que dañe al medioambiente y a los demás seres vivos), sino también, y sobre todo, un aspecto positivo, sentirse obligado a hacer que se den realmente las condiciones materiales y formales de posibilidad de ese respeto.
Por lo tanto, se debe actuar en consecuencia y comprometerse activamente con la protección del planeta, de tal manera que se mantengan las condiciones de posibilidad de la vida. Así, por ejemplo, el derecho al libre desarrollo de la personalidad y el derecho a no ser discriminado por motivos de raza, credo, sexo, etc., suponen actuar de forma tal que se haga posible su eficacia material (mediante la participación política, la iniciativa propia, la asociación con otros, etc.).
Igual argumento puede darse, por ejemplo, a propósito del derecho a gozar de un ambiente sano, el cual implica y conlleva el compromiso de cada uno de los ciudadanos —que, además, deben entenderse como ciudadanos del planeta Tierra—. No se trata solamente de elegir a representantes que contemplen en su programa de gobierno la defensa y promoción del desarrollo sostenible, sino de aportar, bien sea llevando una forma de vida no depredadora de los recursos naturales o, en general, con acciones tendientes a lograr el mantenimiento del equilibrio ambiental. Justamente, uno de los asuntos más importantes que deben considerarse en la política medioambiental tiene que ver con el hecho de que sus problemas son globales y, por ello, las respuestas al deterioro de las condiciones de vida en el planeta no pueden ser solo locales, regionales o nacionales. Esta “globalidad” requiere la colaboración de todos los actores y agentes del planeta.
Por último, para actuar eficientemente sobre las causas económicas, sociales, culturales y políticas del deterioro del medioambiente se requiere la superación de formas egoístas, cínicas y obscenas de vivir con los demás seres vivos y no vivos. Por ello, la solidaridad supone nuevas formas jurídicas y sociales de convivencia que den cuenta de la necesidad de liberar mayores recursos para la protección y el mejoramiento del medioambiente. La miseria, la exclusión social, la sobreexplotación de recursos y el deterioro medioambiental van de la mano. Por tal motivo, se deben buscar niveles apropiados de justicia e igualdad social internacional. Esto implica abrir canales de participación y de cooperación entre los países con mayores desventajas económicas y los que tienen más recursos disponibles. No se trata, de hecho, de crear nuevas barreras entre los países y dentro de las sociedades nacionales; se trata de encontrar nuevos caminos de cooperación y de fortalecer los ya existentes, para que todos los seres humanos — la especie llamada a buscar salidas a la crisis ambiental en la que se encuentra el planeta Tierra— puedan hacer valer su especificidad genérica (voluntad, conocimiento, fuerza transformadora y constructora de artefactos) y construir, conjuntamente, con todas las demás especies y con la Tierra, en general, nuevas formas de vida en común.
El Antropoceno es un concepto científico y, a su vez, ético-político, mediante el cual se trae a la luz el hecho de que el ser humano ha infligido graves daños a los circuitos de la vida en la Tierra, que repercuten sobre el mismo ser humano y todas las demás especies que cohabitan el planeta, a modo de un bucle de retroacción. Esto pone en eminente riesgo el futuro de los equilibrios necesarios para la vida.
Esta realidad salta a la consciencia como un apocalipsis metodológico, mediante el cual se hace presente la idea del fin del mundo, redondo, limitado, único, creado por la cultura y las sociedades humanas. Para evitar este advenimiento catastrófico, con posibilidades medidas por el conocimiento científico, se hace necesaria una nueva forma de estar en el mundo. Se necesita una nueva política (nueva fuerza constituyente) y una nueva moral que corresponda a los retos de la actual situación planetaria. De igual modo, se requieres nuevos pueblos capaces de relacionarse de forma simpoiética, híbrida, mestiza, entrelazada o entretejida con los demás seres, objetos y construcciones científico-tecnológicas (cyborg) de la socionaturaleza.
Como respuesta a estos nuevos acontecimientos y contextos de existencia, el concepto de obligación que ha predominado en la filosofía moral debe ser transformado, en la medida en que el recurso a la intersubjetividad y al respeto por los otros seres humanos no aprehende las nuevas formas de vivir humano-no humanas (socionaturales) necesarias para vivir y morir en un mundo por siempre cambiado, hecho otro por el actuar humano. De ahí que, entonces, la reflexión moral deba dar un viraje ineludible, para de esta manera incorporar la manera como el ser humano se relaciona y deba relacionarse con el mundo natural (Arias, 2019).
El respeto como fundamento de lo moral debe ser redefinido, entonces, en términos de cooperación y convivencia en un contexto de hibridación simpoiética con lo no humano. Se trata de una superación del humanismo, no en el sentido de superar lo humano, sino de cambiar su substancia, de tal manera que, como un ser tentacular, poroso, múltiple y multidiverso, pueda vivir de otra manera y tenga consideración, responsabilidad y solidaridad con todos los demás seres con los cuales se interrelaciona y se hibrida.
El proceso antropocénico lleva en su seno, parafraseando a Latour (2017), un mandato, una obligación: la que tiene el ser humano de “rematerializar” su pertenencia al mundo, de regresar a la Tierra. Su efecto, como el de Gaia,
[…] es el único medio de hacer temblar nuevamente de incertidumbre a los Modernos sobre lo que son, así como sobre la época en que viven y el suelo sobre el que se encuentran, exigiendo de ellos que por fin tomen en serio el presente. (p. 245)
Finalmente, entonces, los seres humanos estamos obligados a redefinir el respeto como fundamento de la obligación moral. Esto con el propósito de abrir las alas a otras formas de existencia en un proceso de simpoiesis permanente, en el que la consideración, la responsabilidad y la solidaridad se realizan en nuevas maneras híbridas de existencia. Ya no se trata de una ética para los seres humanos solamente, sino también para híbridos conscientes de sus nuevas formas, siempre cambiantes de ser en el mundo.