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Misticismo, psiquiatría y mito: calas en cien años de teresianismo español (1861-1963)
Víctor García Ruiz
Víctor García Ruiz
Misticismo, psiquiatría y mito: calas en cien años de teresianismo español (1861-1963)
Mysticism, Psychiatry, and Myth: Surveying a Hundred Years of Theresianism in Spain (1861-1963)
Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 4, núm. 2, pp. 19-30, 2016
Instituto de Estudios Auriseculares
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Resumen: Este artículo recorre selectivamente el teresianismo en España entre 1861 y 1963, con el fin de mostrar cómo y por qué la santa de Ávila resulta atractiva a sectores no católicos e incluso puede representar valores contrarios a esa tradición. Dos casos, especialmente: Américo Castro subraya la necesidad de estudiar a santa Teresa desde el punto de vista estrictamente literario. En pleno franquismo, el novelista Ramón J. Sender propone una santa Teresa que comparte la Leyenda Negra.

Palabras clave:Santa TeresaSanta Teresa,Américo CastroAmérico Castro,Ramón J. SenderRamón J. Sender.

Abstract: This selective survey of the studies on Saint Theresa in Spain between 1861 and 1963 focuses on how and why this saint proved so acceptable to non-Catholic quarters, and could even portray values opposite to that tradition. Two main instances: Américo Castro makes it necessary to approach her writings strictly as literary texts. A rejoinder to Francoism by novelist Ramón J. Sender in 1963 makes saint Theresa a concealed opponent of king Philip II and the traditional Spain.

Keywords: Saint Theresa, Américo Castro, Ramón J. Sender.

Carátula del artículo

Misticismo, psiquiatría y mito: calas en cien años de teresianismo español (1861-1963)

Mysticism, Psychiatry, and Myth: Surveying a Hundred Years of Theresianism in Spain (1861-1963)

Víctor García Ruiz
Universidad de Navarra, España
Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 4, núm. 2, pp. 19-30, 2016
Instituto de Estudios Auriseculares

Recepción: 01 Diciembre 2015

Aprobación: 22 Diciembre 2015

Las presentes calas en el teresianismo proceden de la siguiente pregunta: ¿por qué santa Teresa, a diferencia por ejemplo de san Ignacio de Loyola, es una santa perfectamente aceptada, no solo en España sino también en Europa, por sectores ideológicos poco afines a la Iglesia católica? ¿Qué representa santa Teresa en la cultura española? No es en absoluto una santa ambigua, sino más bien una santa polifacética. Su empresa reformadora, su temprana fama de santidad, sus escritos místicos, su importante iconografía, su condición de Doctora de la Iglesia, hacen de ella un inequívoco referente para la cultura católica, en el más amplio sentido, religioso y secular, social, y político. Pero, a la vez, su estirpe judeo-conversa la convierte en víctima de la más negra intolerancia: como es bien sabido, su abuelo, el mercader de paños Juan Sánchez, fue públicamente penitenciado en Toledo en 1485, de donde tuvo que salir la familia para instalarse en Ávila, en busca de rehabilitación social —una busca exitosa, por cierto. La Inquisición, por su parte, jugó un papel notable en la vida de la santa, si no en forma de castigos, sí en forma de restricciones y amenazas por sus experiencias y escritos místicos. Y la autoridad de su experiencia de la fe se vio enfrentada a una fe limitada a la mera ortodoxia y las jerarquías. Estas circunstancias, más su condición de mujer, la asocian no solo a la idea de minoría sino a la de persona perseguida por «la intolerancia católica», algo muy bien visto desde las posturas liberales de los siglos XIX y XX. Además, Teresa de Jesús resultaba políticamente inofensiva, al igual que el legado de su Reforma carmelitana, cenobítico, espiritual y en absoluto polémico1. Las carmelitas descalzas son monjas, por decirlo así, que no ha provocado resentimientos, monjas con buena imagen pública. La temprana publicación de las cartas en 1657 equilibró la imagen de santa Teresa como la santa de la Transverberación y los arrobos aportando una imagen que se ha acabado imponiendo en el imaginario popular: la santa del sentido común y práctico, la que encuentra a Dios entre los cacharros, la santa de la firmeza de carácter, de la gracia y del bien decir. En suma, una santa muy popular y, además, castellana.

Sobre este telón de fondo, me propongo ahora examinar selectivamente el teresianismo entre 1861 y 1963. 1861 es la fecha de publicación del primer volumen de Escritos de santa Teresa en la Biblioteca de Autores Españoles (vol. 53). 1963 es la fecha de composición de las Tres novelas teresianas de Ramón J. Sender. Las presentes calas siguen un criterio básicamente cronológico, aunque —para compensar una excesiva heterogeneidad— he querido cubrir aspectos relacionados con el misticismo, la «clínica» psiquiátrica puesta en solfa por la visión filológica de Américo Castro, y el mito, reconstruido a su manera por Sender.

Todo indica que los dos volúmenes de Escritos de santa Teresa en la BAE estuvieron provocados por el tercer centenario del inicio de la Reforma Carmelitana en 1562. Todo indica también que la ola de misticismo que experimenta Ana Ozores procede de su encuentro, en el capítulo 19 de la segunda parte de La regenta, con precisamente «aquellas letras doradas [de la edición de la BAE]: Obras de santa Teresa. I» (p. 124).

El editor fue Vicente de la Fuente, catedrático de Disciplina eclesiástica de la Universidad de Madrid. En los interesantes «Preliminares» al primer volumen declara De la Fuente que su edición va destinada al literato, no al devoto, distinción clave cuando se trata de literatura mística y alrededores. De ahí su intención de hacer que Teresa de Jesús pase de la condición de «santa escritora» a «escritora santa» (p. V), una transición que la escuela filológica española del siglo XX llevará a término. Puesto a justificar la inclusión de la santa en una Biblioteca que nació con un claro fin institucional y nacionalizador, De la Fuente invoca no solo el concepto de «patria», sino sobre todo el de «nombradía», ya que si ella es el más célebre y popular de los escritores místicos lo es por «las calidades mismas de sus escritos» (p. V). Con la densidad tipográfica que, sin piedad para los ojos del lector, solía infligir don Manuel Rivadeneyra, De la Fuente pone en circulación conceptos que hemos de encontrar una y otra vez conforme pasen los decenios, como que Teresa habla el lenguaje de las mujeres, sin teologías, el lenguaje sencillo y al alcance de todos, el lenguaje familiar de la Castilla de la segunda mitad del siglo XVI, «no el más correcto y culto, pero sí el más puro y castizo» (p. VII), con «gracioso desaliño» (p. XII) y «escribiendo ella como hablaba» (p. XIII). Así pues, me parece importante destacar que el oscuro don Vicente de la Fuente marcó la línea de Teresa como escritora antes que como santa; justamente, la línea que dominará el mejor teresianismo no literario de los cien años que me dispongo a examinar2.

Entre este y el siguiente centenario teresiano3, el de 1915, apuntaré, en primer lugar, el ensayo de Unamuno «De mística y humanismo» (En torno al casticismo), de 1895, no directamente dedicado a santa Teresa pero sí muy influyente a la hora de establecer la idea de que la mística es un fenómeno español, y castellano por más señas. Azorín, gran catador de clásicos más o menos olvidados, remacha esa misma idea en El alma castellana (1900), al menos en dos artículos-ensayos-relatos de los que él acostumbraba: «El misticismo», donde considera «la intensa y sólida mística de España» como un «aspecto trascendentalísimo y fecundo del alma española» (p. 254); y «Los conventos», que arranca así: «Las almas más enérgicas, más grandes, más españolas de los siglos pasados están en los conventos […] Todo el genio de la raza está aquí». Y entre ellas, «¿[h]ay espíritu español más enérgico e indomable que el de la mujer de Ávila [santa Teresa]?» (p. 245). Apunta ya también algo importante: los místicos como maestros del idioma.

En 1908 el hispanista francés Alfred Morel-Fatio publicó en el recién fundado Bulletin Hispanique un artículo sobre las lecturas de santa Teresa, a la que llama «une grande lieuse» (p. 18). Aunque nada dice acerca del efecto de las lecturas sobre la escritura teresiana, el acarreo de noticias nos informa de que estas fueron: la Biblia, ciertas vidas de santos y determinados místicos (desde Ludolfo de Sajonia a Fray Luis de Granada).

Entre 1911 y 1915 y en plena boga del teatro histórico poético, un catalán españolista y católico conservador como Eduardo Marquina estrena Pasos y trabajos de santa Teresa de Jesús, tres autos en verso titulados La alcaidesa de Pastrana, Las cartas de la monja y Muerte en Alba. Se trata de una aportación teresiana de carácter literario, en la que Marquina reincidirá en otras dos ocasiones, llevado de su constante devoción teresiana4. La primera fue en 1932, en plena Segunda República, con la obra Teresa de Jesús: estampas carmelitas, también en verso (estreno 25 nov. 1932. Tº Beatriz, compañía de Lola Membrives). La segunda en 1941, ya Marquina firme partidario de la nueva España católica y nacionalista, cuando compuso una antología de «dichos, sentencias, exhortaciones y consejos de la insigne Reformadora» (p. 1249), a la que puso por título Avisos y máximas de santa Teresa de Jesús.

Ya en el centenario de su nacimiento en 1915 y el de su beatificación en 1914, encontramos, por ejemplo, que desde su número 1 (1914) la Revista de Filología Española dedica un apartado a la Mística dentro de la sección de Bibliografía. Encontramos también que doña Blanca de los Ríos dio una conferencia en 1913 sobre «Mística y santa Teresa», y que se publicaron estudios como «Santa Teresa de Jesús, escritora» (1914), «El feminismo de santa Teresa», «El lenguaje de santa Teresa» (1915) o «Santa Teresa de Jesús ante la Psicología» (1916). En 1915 comienza la edición de las Obras completas a cargo del padre Silverio de Santa Teresa.

Al año siguiente, 1916, se publica una edición de Las moradas (reed. 1933 y 1968), significativa por el ámbito del que procede: el mundo de la filología académica, vinculado a la Institución Libre de Enseñanza, de orientación ideológica liberal. Teresa de Ávila ingresa en el ámbito de los estudios literarios de alto vuelo de la mano de Tomás Navarro Tomás, editor del volumen, que será el número 1 de una colección llamada, nada menos, Clásicos Castellanos. El estudio preliminar (pp. VIIXVIII) establece ideas que llegarán a ser tópicas o, más bien, constitutivas del mito teresiano: que tras la reforma de 1562 «prendió su espíritu en las gentes sencillas» (p. IX), que Teresa «pertenece propiamente al alma castellana» (p. IX), que fue escritora por obediencia, que es capaz de concertar el sentido práctico de Marta con el espiritual propio de María (p. XI), que está dotada de gran aptitud para el análisis sicológico (p. XII), que su estilo es ingenuo y sin artificio, y que esa plática familiar es capaz de declarar la mística más teológica (p. XIII).

Por esos mismos años, don José Ortega y Gasset, siempre tan interesado por los temas de su tiempo, hablaba acerca de la mística en la misma clave de la expresión y la inefabilidad: «los místicos han sido siempre en todo tiempo y lugar grandes artistas de la palabra, clásicos del idioma» y «no puede ser objeción contra el misticismo que su conocimiento sea indecible: un color tampoco puede decirse. Por esto lo arriesgado que es someter a peso y medida intelectual lo que el místico declara»5.

De 1929 es el ensayo de Américo Castro «La mística y humana feminidad de santa Teresa». Son varias las ideas que deseo destacar. La primera es que don Américo —en su caso, el nombre prima sobre el apellido— comienza su ensayo con una oscura expresión de cuatro palabras: «Ni clínica ni empíreo» (p. 9), para decirnos que aunque haya numerosos estudios sobre la santa, todavía no contamos con «una interpretación puramente literaria», ya que todo es devoción o estudio de la histeria: «oscilamos entre los juicios trémulos de quienes convierten el teresianismo en beata y férvida plegaria, y los análisis clínicos de quienes resuelven en histeria y sensualidad los raptos y deliquios de Teresa de Ávila» (p. 15). Ni clínica ni empíreo: el teresianismo debe anclarse en la zona clara y humana del arte y la filología, en «las maneras de su arte» (32). Se diría que hemos avanzado poco desde los tiempos de la BAE.

La segunda de las ideas de Castro6 es que el misticismo resultaba en España un fenómeno del todo inédito hasta el siglo XVI. Procedente de París y Flandes, su nacimiento aquí, responde al espíritu individualista propio del Renacimiento, en versión española, que no es laica y humanista, sino religiosa. Don Américo expresa así su más original idea acerca de este tema: «por paradójico que a primera vista parezca, el fenómeno místico no puede explicarse sino como fruto de la inquietud individualista de la época renaciente» (p. 28).

A esta sigue una tercera idea sobre el arte de la intimidad: esta exaltación de lo individual derivó en España en una descripción directa y vivida de los procesos sensibles (p. 50), algo que no existía antes de Teresa de Jesús. Es decir, que el misticismo se adelantó a Proust y al romanticismo en su exploración de la vida de la conciencia; y pone don Américo el ejemplo de la Transverberación, relatado en el capítulo 29 de la Vida. Teresa tiene tal «maestría para intimar con la propia conciencia» (p. 53) que logra que otros se la declaren a ella, como el cura de Becedas o el Padre Gracián; por eso mismo, sabe que a Dios se va directamente en la oración, de tú a tú; por eso el desprecio teresiano de los formulismos sociales y su tendencia vulgarista en la escritura; por eso, el análisis sicológico de las monjas melancólicas. Siempre dentro de una experiencia mística no abstracta, como la de san Juan de la Cruz, sino sensible; de ahí el efecto humano, concreto y afirmativo que transmite (pp. 59-61).

En suma, y es la cuarta idea: la vía que don Américo señala entre el empíreo y la clínica consiste en que santa Teresa ha abierto a la literatura moderna la senda de la confidencia y la confesión, un estilo y un tema radicalmente nuevos en el siglo XVI; nada menos que el germen de la literatura del yo en la Francia del XVIII y en la Europa del XX. Pero lo más paradójico –sostiene Castro– es que esta rotunda novedad procede de un crudo anacronismo. España descubre la modernidad al negar la modernidad: descubre la intimidad por negarse al Renacimiento, por canalizar el sentimiento individualista —que sí es propio del Renacimiento— hacia un tema esencialmente no renacentista como es la vieja preocupación medieval por el alma y lo místico, en lugar de proyectarlo hacia el exterior, hacia la Ciencia y la Naturaleza, el gran «libro de Dios» (pp. 61-63) que exploran los científicos de otros países. Una involución arcaizante resulta enormemente moderna7.

En 19418, don Ramón Menéndez Pidal volvió a la cuestión de la lengua teresiana, dentro de su más amplia preocupación por el «problema lingüístico de España» (1968b, p. 84). Su estudio sobre «El estilo de santa Teresa» y la gran autoridad de su autor remacharon y reformularon nociones que no eran del todo nuevas, como ya sabemos: así la idea de la espontaneidad y lo que don Ramón llamó «estilo ermitaño», el habla simple y llana, grosera más que curiosa, a la que achaca la prosodia popularizante y «la improvisación llevada a grado extremo» (p. 124). Y en particular, Menéndez Pidal hizo notar la radical originalidad de su lenguaje, que imita muy poco a sus predecesores (1968a p. 136) y, en cambio, crea imágenes de intensa sencillez y naturalidad. Con errores, porque —esta es la clave— está comunicando una experiencia vivida y entendida9.

Debo centrarme ya en la última de mis calas. Una cala literaria, a diferencia de las anteriores: la novela de un exiliado y ex-anarquista, Ramón J. Sender, fechada en Nueva York en 1963. Tres novelas teresianas responde exactamente a su título porque consiste en tres relatos breves, «La puerta grande», «La princesa bisoja» y «En la misa de Fray Hernando», de entrada algo inconexos, pero con una unidad latente que voy a tratar de justificar. La base de tal unidad es, a mi juicio, la españolidad de Teresa de Jesús. Teresa como figura mítica de lo español, una preocupación muy esperable en un exiliado.

«La puerta grande» se centra en la vocación de Teresa y consiste en una ilustración biográfica, bastante libre, del episodio rural de Becedas, adonde fue Teresa para curar su enfermedad. Sender desarrolla la castísima relación de Teresa con el cura incrédulo, amancebado y hechizado, al que llama don Lope, al que convierte en autor de un auto sacramental latino, y que muere y es enterrado en la tumba que previamente se había abierto para Teresa, a la que Sender se permite poner a morir en Becedas. Un buen efecto de novelista, aunque los hechos no lo respalden.

La localización rural aporta una dimensión popular reforzada por dos elementos: la representación el día de Corpus del auto sacramental de don Lope —aunque se lo ponen en prosa romance, para irritación de su autor—; y la asistencia al festejo de don Quijote y su escudero Sancho. Con toques propios de una mojiganga, el auto desarrolla, con libertad y extensión, el episodio bíblico en que los habitantes de Sodoma reclaman a Lot que les entregue a su huésped. El objetivo es introducir el tema central de estas novelas teresianas: el de la Puerta grande y la Puerta estrecha. Lo hace Sender a través de los Cinco sentidos, cinco personajes del auto que representan el grosero sometimiento del espíritu a la carne. Un sometimiento a los sentidos del que Teresa y don Quijote quedan libres, aquella cuando toma la estrecha puerta de regreso a su convento de la Encarnación, y este cuando practica su orden de caballería (p. 97). Ya antes (pp. 94-95) el hidalgo había percibido en ella «el don de las quimeras» y «la luz de las almas llamadas [como él] a las altas empresas». Con esa vinculación, Sender busca contaminar a Teresa de la condición que don Quijote ostenta como gran mito español.

En el segundo relato, la santa se convierte casi en mera pantalla para que brille otro personaje, la novicia y princesa de Éboli, retratada como gran aficionada a la Puerta grande; esto es, prisionera de los sentidos, en particular de la lujuria, a la que Sender decide asociar el estrabismo que ella oculta con su famoso parche. Pero no es la lascivia el único defecto de este personaje vicioso al que se vincula expresamente con la Jezabel bíblica: no es menor su arrogancia con Dios —según ella, Dios no puede quitar a los hombres «lo bailado», esto es, sus placeres— y con los hombres, en particular con Teresa, a la que manipula, lo mismo que a sus carmelitas. No falta tampoco alguna chocarrería: «más quiero yo el trasero de Antonio Pérez que al rey entero» (p. 122), afirma la de Éboli.

El tema de la lujuria ofrece a Sender el vínculo con otro mito español por antonomasia: el de Don Juan, que se presenta por la noche, con Leporello, en el convento de Pastrana, poco antes de que las carmelitas lo abandonen, por la puerta estrecha, tema que se recupera ahora (p. 156). Es el segundo mito literario que le toca tratar a esta Teresa de Sender. Y ya se sabe que convivir con mitos es el camino para convertirse en uno de ellos.

El más interesante de los tres relatos me parece el último, «En la misa de Fray Hernando», no solo por su planteamiento narrativo, sino por su mayor densidad en cuanto a significación y alcance, que consisten nada menos que en hacer de Teresa de Jesús una conspiradora antifilipina, es decir, un elemento antagónico de la España tenebrosa que representan Felipe II, la Inquisición y sus corruptos cortesanos. Esto es, la Leyenda Negra en todo su esplendor. Santa Teresa sería, según Sender, la representante de otra España que pudo ser y no fue. La cosa se plantea así: fray Hernando celebra misa en el palacio real ante el rey Felipe y la corte. Asiste Teresa de Jesús. Sender recupera el modo narrativo de su relato breve Réquiem por un campesino español (1953-1960), y hace coincidir el tiempo del relato con el de la misa, para que desde ese presente narrativo se vayan recuperando elementos significativos del pasado. Entre otros como el relativo al manuscrito de la Vida, las torturas inquisitoriales o las intrigas de la Éboli, destaca el episodio del protestante rebelde Barón de Montigny, que se nos describe como un cruel asesinato de Estado ordenado directamente por el rey, al que fray Hernando fue obligado a asistir, por el propio rey, como único testigo secreto.

El sermón de fray Hernando es un duro alegato contra los poderosos y sirve para recuperar el que considero factor de unidad entre los tres relatos: el tema de la Puertas, la grande y la estrecha; en este caso, la ancha puerta de las pasiones de los nobles allí reunidos junto a Felipe II. Aunque no se le nombra, es fácil pensar en fray Bartolomé de las Casas, dominico como nuestro fray Hernando, defendiendo a los débiles frente a los poderosos.

Lo más virulento, sin embargo, está por llegar. Se trata de una extensa carta que el príncipe don Carlos dirige al Barón de Montigny para «decirles [a los de Flandes] que peleen por la verdad y por la libertad de estos reinos» (p. 204). La carta está en poder de fray Hernando, que la ha dado a conocer a Teresa. Sender aborda, pues, el tema del príncipe don Carlos, uno de los grandes elementos de la propaganda antiespañola. Se trata de una feroz diatriba en la que el heredero don Carlos acusa su padre de estar loco (p. 202), lo llama «anticristo negro» (p. 207) y vaticina que «después de él vendrán tres reyes más de su linaje, que pondrán a España a los pies de los caballos de sus enemigos […] Guerra y muerte, peste y pobreza, ruina y desolación espera a España y yo las veo ya llegar, y el culpable es mi padre, con quien comienza la catástrofe» (p. 205; la cursiva es mía). El príncipe remata su carta lanzando maldiciones sobre Felipe II, sobre «esta corte de lanudos que solo saben decir amén», sobre la nación española, sobre este pueblo «que solo se bate fuera de España y por fachenda» y, finalmente, «sobre la vida entera que me ha sido ajena» (pp. 206-207).

La ceremonia termina. Los cortesanos se inclinan ante el rey, «pero no ella [Teresa] ni sus monjitas que solo se inclinaban en la Iglesia ante el santísimo sacramento del altar» (p. 209). Así refuerza Sender la complicidad de Teresa con fray Hernando. Pero hay más: «Seguía la madre carmelita al rey con la mirada y repetía: “Pobre hombre. Es un alma perdida”» (p. 210). Un alma que se pierde por la Puerta grande.

A la altura de 1963 Sender abraza con bastante entusiasmo la Leyenda Negra, según la cual con el católico Felipe II comienza la catástrofe de España. Una España que, sin embargo, ha producido mitos literarios universales de signo contrario como don Quijote, Don Juan, o Lazarillo de Tormes, que tiene cierto papel en el tercer relato. Y que también ha producido disidentes que fueron capaces de entrar por la Puerta estrecha, como fray Hernando, y santa Teresa. Y quizá el propio Sender.

Cuya maniobra en estas novelas teresianas consiste, creo, en asociar a Teresa a una España de la libertad y de la verdad, una España que no existió. Una España que pudo nacer durante la Segunda República, una España por la que seguramente combatió Sender con las armas en los años 30, una España aún a la espera en 1963 porque lo impide la dictadura franquista, última encarnación de la Leyenda Negra10. Como buen mito, el de Teresa es flexible y hasta contradictorio. Por eso Sender puede hacer de la santa una figura asociada a una España de libertades y de razón.

Ignoro a ciencia cierta por qué Sender se interesó por Teresa de Jesús a comienzos de los años 60 hasta el punto de dedicarle una novela. Algo pudo tener que ver el aniversario de la reforma carmelita en 1962; aunque, francamente, no veo a Sender preocupado por semejante efeméride. Sí pudieron influir, en cambio, las noticias llegadas desde España sobre el viaje, entre agosto del 62 y agosto del 63, del brazo-reliquia de santa Teresa por toda España desde Alba de Tormes a todas las ciudades y pueblos con conventos carmelitas, y vuelta a Alba. Se trataba, según Di Febo (p. 117), del último y espectacular caso de reposición de un acto de culto de inspiración barroca en la España de Franco, con motivo del IV centenario de la Reforma. Frente a esta exhibición de nacional-catolicismo y de neobarroco, en cambio, sí se me ocurre que pudo Sender sentir ganas de replicar. Y replicar con una versión de Teresa de Ávila que contradecía radicalmente la imagen de santa Teresa como la «santa de la raza», una imagen que se consolidó en los años veinte y que el franquismo acogió y difundió gustoso. Esta tradición nacionalista asociada a Teresa de Jesús nació a comienzos del XVII, en torno, por un lado, a los procesos de beatificación y canonización, y a la lucha por el fallido co-patronazgo de España, por otro11. Ambos procesos hicieron de ella lo que no era: una cristiana vieja y miembro de la nobleza. El modelo de la santa «moderna» frente a la santidad medievalizante del apóstol Santiago, se mantuvo intacto hasta el siglo XX. En 1915 fue nombrada Patrona del Cuerpo de Intendencia, con lo cual la santa adquiría una asociación militar, importante desde el punto de vista de lo patriótico. Este nombramiento tuvo que ver, sin duda, con el fervor en torno al concepto de Hispanidad procedente del aniversario doceañista de 1912, y el establecimiento, desde 1917, del 12 de octubre como Fiesta del Pilar y de la Raza. En ese contexto se trabajó por atribuir simbólicamente a santa Teresa «una función hispanizadora unificadora»12, respecto a las naciones de Hispanoamérica, mediante el vínculo de la lengua y la religión. Pero será en 1922, centenario de su canonización, cuando se fije el concepto de santa Teresa como Santa de la Raza, remachado en 1930 por el monumental libro de Gabriel de Jesús, La Santa de la Raza: vida gráfica de santa Teresa de Jesús. El código simbólico de la santa incluye los siguientes valores hispánicos, según Di Febo (p. 92): España es un país predilecto de Dios, que tiene su centro espiritual en Ávila, corazón de Castilla, y tierra de Teresa, la cual es cifra de las esencias raciales expresadas en la defensa contra la herejía —ese sería el auténtico sentido de las fundaciones teresianas— y en la cristianización de América. El padre Silverio de santa Teresa publicó en 1939 un libro cuyo título, Santa Teresa, síntesis suprema de la Raza, insiste en la idea.

Poco antes, en 1937, ocurrió un hecho que, en plena Guerra Civil, se consideró providencial: el hallazgo del relicario con la mano izquierda de santa Teresa, robado del convento carmelita de Ronda y que estaba en poder de un militar republicano.

El rescate, que se consideró milagroso, contribuyó al relanzamiento del culto teresiano, con Franco a la cabeza ya que, dada su acendrada devoción a la santa más española, la reliquia le fue cedida al dictador y en la capilla del palacio del Pardo estuvo desde 1939 hasta 197613. No es de extrañar que con semejante «aval» de santa Teresa a la Cruzada por Dios y por España que así se interpretó el episodio del relicario— el Movimiento Nacional hiciera de ella un modelo de ejemplaridad, en especial para las mujeres; en unión, eso sí, con Isabel la Católica, el otro modelo del feminismo cristiano-español. Desde 1937 santa Teresa fue la patrona de la Sección Femenina de Falange. Por su parte, la Residencia de Señoritas, incautada a la ILE, se convierte en Colegio Mayor Santa Teresa, dirigido por la falangista y antigua residente Matilde Marquina14. Hasta los años 60 en España poco va a cambiar de este conglomerado de franquismo y barroco en el que Teresa de Ávila aglutina determinados conceptos de Iglesia, patria y mujer vinculados a su condición de reformadora, y a su supuesta condición de cristiana vieja e hidalga.

Durante años esta versión nacionalista y barroca del teresianismo fue predominante en España; pero no única. Hemos visto el caso de Américo Castro, el de don Ramón Menéndez Pidal, y algunos otros. Podemos añadir el caso de la francochilena Marcelle Auclair, que escribió su biografía en Francia, entre 1948 y 1950. Y podemos añadir también a Ramón J. Sender, el cual —manipulación por manipulación— se empeñó en hacer que Teresa de Ávila dejara de ser la santa de la Raza para ser la santa de la Leyenda Negra.

Material suplementario
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Morel-Fatio, Alfred, «Les lectures de sainte Thérèse», Bulletin Hispanique, 10, 1908, pp. 17-67.
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Unamuno, Miguel de, «De mística y humanismo», en En torno al casticismo, Ensayos, I, Madrid, Aguilar, 1942, pp. 83-105.
Notas
Notas
1. A diferencia, por ejemplo, de los jesuitas, varones combativos, que han dejado huellas profundas en la juventud masculina de los últimos dos siglos. Sender afirma: «Ninguno de los intereses de la monja estaban ligados a los negocios de la tierra, fuera de las empresas (angélicas) de sus fundaciones» (1967, p. 195).
2. En realidad, esta línea podría remontarse fácilmente a la «Carta-Dedicatoria» que Fray Luis de León antepuso a su edición, la primera, de las Obras de Santa Teresa (Salamanca, Imprenta de Guillermo Foquel, 1588). Allí defiende una especie de inspiración divina de los escritos teresianos y alaba «la forma del decir», pura y fácil, y su «elegancia desafeitada que deleita en extremo» (1923, p. 1352).
3. Del tercer centenario de la muerte de la santa en 1881 menciono el Manual del peregrino para visitar la patria, sepulcro y parajes donde fundó la Santa, obra de casi 500 páginas, debida al mismo benemérito Vicente de la Fuente. El cual, aunque no he logrado comprobarlo, parece que editó unas Obras de santa Teresa (6 vols.) ese mismo año de 1881.
4. «[D]esde mi adolescencia creo que no he dejado de estar en contacto espiritual [con Teresa de Jesús], salvo lagunas de las que nunca me arrepentiré bastante» (Obras completas, p. 1352; cito por Huerta Calvo/Peral Vega, 2003, pp. 2293).
5. Cito por Santullano, 1957, p. 12a, que no indica más fuente que «una de sus admirables conferencias».
6. Castro, 1929.
7. Ni don Marcelino Menéndez Pelayo ni su antólogo Pedro Sainz Rodríguez parecen prestar mayor atención a santa Teresa. Siendo así que aquel dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española a la poesía mística en España (Sainz Rodríguez, 1956, pp. 139-201).
8. Su ensayo «El estilo de santa Teresa» apareció parcialmente en la revista Escorial (octubre 1941).
9. Fuera ya del arco temporal que me he marcado en estas páginas, García de la Concha (1978) ha profundizado en esta línea y estas cuestiones de raíz menendezpidaliana con una detallada orientación formalista. Para revisiones más actuales sobre el lenguaje teresiano ver Marcos, (2001) y como acercamiento global, Barrientos (2002).
10. Una España aún con censura, que debía aprobar la publicación de sus Tres novelas teresianas en 1967.
11. Por curioso que resulte, son los doceañistas de Cádiz los que, por fin, hacen a Teresa de Jesús copatrona de España junto al apóstol Santiago (Di Febo, 1988, p. 83).
12. Di Febo, 1988, p. 85
13. Más detalles en Di Febo, 1988, pp. 63-71.
14. En 1945 Matilde impidió que la anterior directora, doña María de Maeztu, recuperara su puesto al frente de la residencia, como ella pretendía. El incidente llevó a María de Maeztu de nuevo al exilio, ahora de un signo distinto al de 1936 (ver García Ruiz, 2010, p. 179).
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