Resumen: El castillo de Las moradas de santa Teresa ha despertado el interés de los estudiosos, que han intentado averiguar sus posibles fuentes, y también de algunos artistas, que han ofrecido diversas representaciones gráficas. Este artículo analiza el castillo místico de santa Teresa como laberinto, un símbolo con múltiples valores, sobre todo en la cultura occidental. Este edificio alegórico presenta algunas de las características más destacadas de los laberintos, en concreto de aquellos que solo tienen un camino: la importancia del centro, la dificultad para acceder a él y la transformación del caminante, en este caso el alma humana, hasta la consecución de su meta, la unión con Dios.
Palabras clave:MísticaMística,Santa Teresa de JesúsSanta Teresa de Jesús,Las moradas del castillo interiorLas moradas del castillo interior,laberintolaberinto.
Abstract: The castle of Las moradas, by santa Teresa, has attracted the attention of scholars, who have tried to guess its sources. Also some artists have been interested on it and have made graphical representations. This article analyses the mystical castle of santa Teresa as a labyrinth, a symbol with different meanings, specially in occidental culture. This allegorical building presents some of the most important characteristics of the labyrinths, specifically those ones with a only path: the significance of the centre, the difficulty of the access to it and the transformation of the walker —in this case, the human soul— until the achievement of his goal, the union with God.
Keywords: Mysticism, Santa Teresa de Jesús, Las moradas del castillo interior, Labyrinth.
El símbolo del laberinto en Las moradas del castillo interior, de santa Teresa de Jesús
The Symbol of the Labyrinth in Las moradas del castillo interior, by santa Teresa de Jesús
Recepción: 11 Enero 2016
Aprobación: 14 Marzo 2016
El castillo de Las moradas constituye uno de los espacios más misteriosos e interesantes de la literatura mística española1. Como es bien sabido, en este tratado santa Teresa explica los grados de oración necesarios para conseguir la unión con Dios. La autora se basa en una alegoría: el castillo con siete moradas en cuyo centro se encuentra Dios representa el alma; a su vez, el alma misma penetra en él y recorre las estancias hasta alcanzar en la última el matrimonio místico. La fortaleza que fundamenta el símil se describe con brevedad al comienzo de la obra: «es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante u muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, ansí como en el Cielo hay muchas moradas» (I, 1, pp. 211-212)2. Poco más adelante, se precisa: «Pues consideremos que este castillo tiene, como he dicho, muchas moradas: unas en lo alto, otras en bajo, otras a los lados, y en el centro y mitad de todas estas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (I, 1, p. 213). Las estancias del castillo se disponen no solo en pisos de diferentes alturas, sino también en círculos concéntricos:
No habéis de entender estas moradas una en pos de otra, como cosa enhilada, sino poné los ojos en el centro, que es la pieza u palacio adonde está el Rey, y considerad como un palmito, que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan: ansí acá, en rededor de esta pieza están muchas y encima lo mesmo (I, 2, p. 226).
Los estudiosos han intentado dilucidar las fuentes del castillo de siete estancias3. Con frecuencia se indica que la imagen procede del evangelio de san Juan, capítulo XIV, versículo 2: «En la casa de mi padre hay muchas moradas»4. Según fray Diego de Yepes, santa Teresa le había revelado que, cuando intentaba averiguar «qué motivo tomaría» para su tratado, Dios le mostró «un globo hermosísimo de cristal, a manera de castillo con siete moradas, y en la sétima, que estaba en el centro, al Rey de la gloria»5. La crítica, no obstante, se ha mostrado escéptica hacia esta supuesta visión6. Unamuno propuso que la ciudad amurallada de Ávila inspiró el edificio de Las moradas7, mientras Dicken consideró que el verdadero detonante del símbolo teresiano fue el castillo de la Mota en Medina del Campo8. Según Menéndez Pidal, en cambio, el referente puede localizarse en las numerosas fortificaciones de los libros de caballerías, que a la santa le gustaba leer en su juventud9. Por su parte, Etchegoyen reparó en que en Tercer abecedario espiritual, de fray Francisco de Osuna, obra conocida por santa Teresa, se compara ya el alma con un castillo10.
Una perspectiva diferente ofreció Asín Palacios al establecer la similitud entre el castillo de Las moradas y una recopilación de cuentos y pensamientos religiosos de la mística islámica, los Nawādir, datados en el siglo XVI; el paralelismo podía deberse «a reminiscencia subconsciente de relatos orales»11. En la misma línea se sitúa López-Baralt, quien señala la impronta en santa Teresa de Abu-l-Hasan alNuri, místico de Bagdad que en el siglo IX escribió Moradas de los corazones12. Se han señalado aún otras posibles fuentes: el Castillo de amor, de Jorge Manrique, el tratado médico Remedio de cuerpos humanos y silva de experiencias, del doctor Luis Lobera de Ávila13, o L´idea del Theatro, de Giulio Camillo14.
Este breve estado de la cuestión revela hasta qué punto el castillo teresiano ha despertado el interés de la crítica. Por otra parte, varios artistas han tratado de representarlo. En 1677 fray Juan de Rojas y Ausa publicó Representaciones de la verdad… sobre las siete moradas de santa Teresa de Jesús… careadas con la noche obscura de… San Juan de la Cruz, que expone el libro teresiano y lo ilustra con dieciséis emblemas de autor anónimo. El primero de ellos presenta el castillo interior como una torre formada por siete mansiones superpuestas; en cada una hay una paloma, que simboliza el alma, la cual se aproxima al sol divino15. Un objetivo distinto, puramente ornamental, tiene el estuche donde se guarda el autógrafo de Las moradas en el convento de san José de las religiosas carmelitas descalzas de Sevilla16. Del castillo solo se representa la muralla –que recuerda a la de Ávila– y, en la parte superior de la caja, el diamante del que está construido. Más compleja es la imagen de frey Paschal of the Blessed Sacrament, quien se decanta por siete círculos concéntricos para simbolizar las moradas17. La última plasmación artística de la que se tiene noticia es la maqueta diseñada en 1981 por Gordon Wagner. En un panfleto salido a la luz el año siguiente se publicaron numerosas fotografías, dibujos y comentarios de esta construcción. Como en el grabado de la obra de fray Juan de Rojas, el castillo se ha convertido en una torre de siete pisos, aunque ahora son circulares18.
Ninguna de estas figuraciones parece aprehender con exactitud la arquitectura de la fortaleza mística teresiana. Como ha observado Swietlicki, «Admittedly, the creation of illustrations for any text is a problematic undertaking: an artist must attempt to transform the written word into a concrete image»19. También Márquez Villanueva repara en que el castillo de Las moradas es «un símil por completo intelectualizado, no previsto para su realización plástica» y detecta con perspicacia qué impide su plasmación artística: la superposición de las nociones de horizontalidad y verticalidad, pues no es posible «compaginar la imagen de una torre cilíndrica de cristal diamantino con la disposición concéntrica de las moradas en un corte sagital»20.
La complejidad de este edificio alegórico es evidente21. Santa Teresa insiste en la multiplicidad de habitaciones por las que puede transitar el alma, así como en su confusa distribución: «Déjela andar [al alma] por estas moradas [segundas] arriba y abajo y a los lados» (I, 2, p. 227); «no consideren pocas piezas, sino un millón» (I, 2, p. 229). El intrincado diseño garantiza que el camino del alma hasta el centro sea difícil e incierto. Por este motivo, se ha hablado de «labyrinthine quality of Teresa´s mystical path», «labyrinthine layers», «castle-labyrinth»22, y de «cierto aire laberíntico»23. Hasta ahora, solo tales alusiones sugieren la relación de Las moradas con este símbolo. Tal vez un análisis del castillo interior como laberinto permita comprender mejor su estructura y finalidad.
Como se sabe, el laberinto es un elemento constructivo y artístico con una importancia destacada para la cultura occidental. En Europa su historia se inicia con el mito de Teseo y el Minotauro, representado en algunos mosaicos romanos24. De estos proceden, muy probablemente, los laberintos de los pavimentos de las iglesias cristianas25. El más antiguo conocido se encuentra en la basílica de san Reparato en Chlef —antes Orléansville (Algeria)—, datada en siglo IV26. También se diseñaron laberintos en los suelos de iglesias y catedrales construidas en la Edad Media en Italia y Francia, como los de santa Maria in Trastevere, en Roma, la catedral de Chartres y la catedral de Amiens. Una de las finalidades que se atribuyen a estos pavimentos es recordar al cristiano la dificultad de su camino hasta el encuentro con Dios27. También se les asocia la función protectora de mantener alejados a los malos espíritus, que algunos historiadores adjudican ya a los pavimentos romanos28. Incluso se ha afirmado que permitían realizar una fingida peregrinación hacia Jerusalén, representada por el centro, a aquellos que debido a enfermedad o pobreza no podían emprender el viaje real29.
El laberinto posee, por tanto, importantes valores simbólicos en el arte cristiano. En Las moradas, varios aspectos permiten relacionar el castillo interior con este tipo de imágenes. Conviene aclarar que la relación se establece aquí con los llamados «laberintos unicursales», aquellos en los que solo hay un camino, aunque con numerosas vueltas hasta el centro, mientras que en los «multicursales» a veces el caminante debe decantarse entre varias vías30. Pues bien, el centro es la parte más importante de los unicursales: «en él está la justificación y la consumación, el sentido y la causa, la lógica profunda del signo»31. En el tratado místico de santa Teresa, en el centro se encuentra Dios, y de ahí emana la luz y el agua que llegan a las demás moradas (VII, 2, pp. 438-439). Acceder al centro del laberinto es siempre complicado; como indica Chiari:
Parcourir les entrelacs de bout en bout n´est jamais facile: à un moment donné, l´expérience finit par provoquer un sentiment de peine. Il s´agit donc d´une épreuve qui fait momentanément, ou définitivement, sortir le sujet de son état normal. Pénétrer les circonvolutions, c´est aussi subir une métamorphose32.
Santa Teresa enfatiza que pocas almas llegan a la séptima estancia: «Mas anque acá [en las moradas segundas] tenga muchos [vasallos] el rey de la tierra, no entran todos hasta su cámara» (III, 1, p. 254); a medida que se avanza hacia el interior del castillo, son menos las almas que prosiguen su camino: se insiste en el sufrimiento del alma en su peregrinar: «¡Oh, válame Dios, y qué son los trabajos interiores y esteriores que padece hasta que entra en la sétima morada!» (VI, 1, p. 335); exclama santa Teresa: «¡Oh, válame Dios, Señor, cómo apretáis a vuestros amadores, mas todo es poco para lo que les dáis después!» (VI, 11, p. 421). El camino resulta, por tanto, una prueba para quien lo emprende, que sufre y se transforma en su progreso hacia el centro33.
Las «sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo» (I, 1, pp. 216-217) —los vicios y pasiones mundanas— penetran en las primeras moradas, pero ya en las cuartas «pocas veces entran las cosas ponzoñosas» (IV, 1, p. 270) y, en las quintas, «no hay tanto lugar para entrar las cosas emponzoñosas, unas lagartijillas sí, que, como son agudas, por doquiera se meten» (V, 1, p. 303). Ya se ha indicado que uno de los valores que podían presentar los laberintos de las iglesias era la protección frente a los malos espíritus. Pero no por ello ha de descuidarse el alma en ningún momento, porque el demonio «debe tener en cada una [de las piezas] muchas legiones de demonios para combatir que [las almas] no pasen de unas a otras» (II, 1, p. 239). El alma siempre está en peligro de regresar a las primeras moradas; avisa santa Teresa: «no dejará de ir creciendo si no torna atrás ya a hacer ofensas de Dios, porque entonces todo se pierde, por subida que esté un alma en la cumbre» (IV, 3, p. 294). Otra peculiaridad del edificio teresiano permite relacionarlo con el símbolo del laberinto: el misterio y la incertidumbre con que se mueve el caminante34. La autora se refiere a las «moradas secretas del castillo» (I, 2, p. 231), a los «secretos caminos» (IV, 3, p. 291) y avisa de que «Su Majestad os dará por otros caminos lo que os quita por este, por lo que Su Majestad sabe, que son muy ocultos sus secretos» (III, 2, p. 265)35.
Santa Teresa explica con detalle los pasos que se siguen hasta llegar al centro: «la puerta para entrar en este castillo es la oración» (I, 1, p. 217); para ingresar en las segundas moradas, el alma debe «dar de mano a las cosas y negocios no necesarios» (I, 2, p. 230); en las moradas cuartas, explica cómo es la «oración de recogimiento» (IV, 3, pp. 287-297), mientras que en las quintas se practica la «oración de unión» (V, 2-4, pp. 309-331). Sin embargo, la posibilidad de seguir hacia el interior no depende del alma sino de Dios, pues es Él quien la lleva de una morada a otra y permite finalmente el matrimonio espiritual: «verán cómo Su Majestad le lleva de unas moradas a otras» (II, 1, p. 244). En el epílogo insiste: «Verdad es que no en todas las moradas podréis entrar por vuestras fuerzas, anque os parezca las tenéis grandes, si no os mete el mesmo Señor del castillo» (p. 461). Para ello el alma ha de abandonar sus sentidos —que, en la alegoría, equivalen a la gente del castillo— y potencias —los alcaides, mayordomos y maestresalas (I, 2, p. 223)—:
Su Majestad nos ha de meter y entrar Él en el centro de nuestra alma, y para mostrar sus maravillas mejor no quiere que tengamos en esta más parte de la voluntad, que del todo se le ha rendido, ni que se le abra la puerta de las potencias y sentidos, que todos están dormidos, sino entrar en el centro del alma sin ninguna (V, 1, p. 308).
Aún se puede afinar más la relación del edificio místico teresiano con este símbolo: el laberinto llamado «clásico», cuyo origen se encuentra en las monedas de Cnosos de los siglos IV-II a.C., está formado también por siete pasillos concéntricos36. Este tipo de laberinto, que pervivió con variantes durante siglos37, se vincula con la concepción pre copernicana del universo, que, como es sabido, situaba a la tierra en el centro y a los demás astros girando en órbitas circulares a su alrededor38. Santa Teresa parece revelar en Las moradas el vínculo entre tal teoría y su castillo alegórico: «en metiendo el Señor a el alma en esta morada suya, que es el centro de la mesma alma, ansí como dicen que el cielo impíreo adonde está Nuestro Señor no se mueve como los demás, ansí parece no hay los movimientos en esta alma» (VII, 2, p. 440). Aunque no reproduce fielmente el modelo pre copernicano, la autora recoge la idea de que una parte del universo es fija mientras que el resto se mueve. No es necesario explicar, por otra parte, el valor simbólico del número siete; basta recordar su importancia en La subida al monte Carmelo, de san Juan de la Cruz39.
Santa Teresa emplea una vez la palabra «laberinto» en Las moradas, aunque no para referirse al intrincado camino que debe recorrer el alma sino a la decoración de los jardines que hay en el interior del castillo: «Aunque no se trata de más de siete moradas, en cada una de estas hay muchas: en lo bajo y alto y a los lados, con lindos jardines, y fuentes, y laborintios, y cosas tan deleitosas, que desearéis deshaceros en alabanzas del gran Dios» (Epílogo, pp. 461-462)40. Este tipo de laberintos alcanzaron gran popularidad a partir del siglo XVI como ornamentación de los vergeles. Por ejemplo, Carlos V mandó levantar uno en el Alcázar de Sevilla, en el jardín de la Cruz. En esta época, estos artificiosos caminos carecían ya del valor religioso y espiritual que los había caracterizado en las centurias anteriores41. Se habían convertido en un «símbolo de estatus. No todo el mundo puede permitirse un gran jardín en el cual hay un laberinto»42. La autora los equipara a las fuentes y otras «cosas tan deleitosas», es decir, su función es embellecer las estancias del castillo interior. Aquí se ha tratado de mostrar cómo la arquitectura alegórica de santa Teresa se relaciona con la imagen del laberinto. La multiplicidad y complejidad de los espacios, la importancia del centro, la alusión a los «caminos secretos» y las dificultades que ha de sobrellevar el alma en el recorrido permiten considerar este castillo interior como laberinto, símbolo con profusión de significados en la cultura cristiana.