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Asnos en el paraíso: la influencia de la filosofía escéptica en la creación del mito del buen salvaje
Bernat Castany Prado; Bernat Castany Prado
Bernat Castany Prado; Bernat Castany Prado
Asnos en el paraíso: la influencia de la filosofía escéptica en la creación del mito del buen salvaje
Donkeys in Paradise: The Influence of Skeptical Philosophy in the Myth of the Noble Savage
Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 4, núm. 2, pp. 149-168, 2016
Instituto de Estudios Auriseculares
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Resumen: Este trabajo estudia la influencia de la filosofía escéptica en la formación del mito del buen salvaje. Tras analizar la importancia de dicha filosofía durante los siglos XVI a XVIII, se muestra de qué modo la impronta escéptica de autores como Erasmo y Montaigne (s. XVI), Bayle y La Mothe Le Vayer (s. XVII) o Diderot y Voltaire (s. XVIII) condicionó el modo en que Europa se enfrentó a la cuestión del indígena americano.

Palabras clave:Literatura colonialLiteratura colonial,crónicascrónicas,indígenasindígenas,escepticismoescepticismo,buen salvajebuen salvaje.

Abstract: This paper studies the influence of sceptic philosophy in the formation of the myth of the «good savage». The first part analizes the importance of scepticism in the XVIth, XVIIth and XVIIIth centuries. The second part shows how the sceptic stamp of authors as Erasmus and Montaigne (XVIth century), Bayle and La Mothe Le Vayer (XVIIth century) or Diderot and Voltaire (XVIIIth century) influenced in the way that Europe treated the matter of the American indigenous.

Keywords: Colonial Literature, Chronicles, Indigenous, Scepticism, Good Savage.

Carátula del artículo

Asnos en el paraíso: la influencia de la filosofía escéptica en la creación del mito del buen salvaje

Donkeys in Paradise: The Influence of Skeptical Philosophy in the Myth of the Noble Savage

Bernat Castany Prado
Universitat de Barcelona, España
Bernat Castany Prado
Universitat de Barcelona, España
Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 4, núm. 2, pp. 149-168, 2016
Instituto de Estudios Auriseculares

Recepción: 07 Noviembre 2015

Aprobación: 11 Diciembre 2015

Este trabajo forma parte de un conjunto de tres artículos que estudian la influencia de las filosofías helenísticas en la conformación del mito del «buen salvaje», en fechas posteriores al descubrimiento del Nuevo Mundo. Mientras los otros dos trabajos se ocupan de la filosofía epicúrea y la filosofía cínica, éste se centra en la influencia de la tradición escéptica1. En primer lugar se analiza la importancia de la filosofía escéptica durante los siglos XVI a XVIII, para, a continuación, mostrar de qué modo la impronta escéptica de autores como Erasmo y Montaigne (s. XVI), Bayle y La Mothe Le Vayer (s. XVII) o Diderot, Voltaire y Rousseau (s. XVIII) condicionaron el modo en que Europa se enfrentó a la cuestión del indígena americano.

Resulta verdaderamente extraño que apenas existan estudios sobre la influencia que las filosofías helenísticas, en general, y el escepticismo, en particular, pudieron ejercer en la formación del mito del buen salvaje. Al fin y al cabo, el naturalismo epicúreo, el hipernaturalismo cínico y el antiintelectualismo escéptico no sólo fueron motivos filosóficos centrales para los autores del renacimiento, el barroco y la ilustración, sino que, además, se prestan perfectamente a la idealización del indígena.

En mi opinión, este vacío teórico se debe a la demonización y la caricaturización que la filosofía platónica y los padres de la Iglesia realizaron de las filosofías cínica, epicúrea y escéptica (no así de la estoica y la neoplatónica), por considerarlas incompatibles con la doctrina cristiana. Una demonización que no pudieron revertir Lorenzo Valla y Erasmo, que intentaron fusionar el cristianismo y el epicureísmo, ni Montaigne, que trató de recuperar la epokhé (suspensión de juicio) del escepticismo pirrónico y la autarkheia (libertad), la anaideia (desvergüenza) y la parresía (franqueza) del cinismo. Lo cierto es que, a pesar de este «renacimiento» helenístico, todas estas filosofías fueron nuevamente demonizadas y marginadas tanto por la Contrarreforma como por el racionalismo y el cientificismo modernos. De un lado, aunque en un primer momento la Contrarreforma utilizó el escepticismo fideísta de Erasmo como caballo de batalla contra el protestantismo, los peligros de dicha apuesta no tardaron en hacerse evidentes, provocando la condena de dicha filosofía2: del otro lado, la modernidad, con sus sueños de conocimiento y progreso, se mostró totalmente contraria al naturalismo epicúreo, al primitivismo cínico y al relativismo escéptico3.

Aunque sea difícil estudiar por separado la influencia de las filosofías helenísticas en el Renacimiento, vamos a centrarnos, en las siguientes páginas, en el caso de la filosofía escéptica. Recordemos, en primer lugar, que, a semejanza de otras filosofías helenísticas, el escepticismo fue prácticamente olvidado durante la Edad Media, hasta su redescubrimiento, en los siglos XV y XVI. Con todo, la Edad Media guardó cierta memoria —aunque fuese una memoria crítica- del escepticismo clásico, en general, y académico, en particular, gracias al Contra académicos de san Agustín. Cabe añadir, sin embargo, que durante los siglos oscuros perduraron por lo menos otras tres formas de escepticismo: el escepticismo bíblico —veterotestamentario y neotestamentario—, la teología negativa o apofática y el nominalismo4.

En lo que respecta al escepticismo bíblico, es preciso tener en cuenta que el Antiguo Testamento insiste en numerosas ocasiones en la incapacidad cognoscitiva del ser humano para comprender a Dios, llegando a reducir el pecado de orgullo a un pecado cognoscitivo —«el árbol era deseable para alcanzar sabiduría, tomó de su fruto y comió»5; «¿Has visto alguna vez a un hombre que se crea sabio? Hay más esperanza para un idiota que para él»—6. También El libro de Job y el Eclesiastés deben ser considerados dos hitos en la historia del escepticismo religioso. El primero se cierra con una exhortación escéptica que llevará a Job a asumir su insignificancia cognoscitiva y a prometer no volver a discutir, «sin discernimiento, cosas superiores a mí, que no comprendo»7. El segundo, escrito en el siglo III a.C., verosímilmente influido por las filosofías helenísticas, en general, y por el escepticismo, en particular, resulta ser «un increíble estudio de la duda, tanto por su elaboración filosófica como por sus consejos acerca de cómo vivir en un mundo sin justicia divina, sin más allá y sin ningún tipo de significado general»8.

A este escepticismo veterotestamentario se añade un escepticismo propiamente cristiano, como el que revelan las bienaventuranzas —«Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos»—9; el pasaje en el que Pilatos responde con escepticismo burlón a las protestaciones dogmáticas de Cristo —«¿Qué es la verdad?»—10; la irónica crítica de san Pablo a la filosofía grecolatina —«Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación»—11; o el rechazo, también por parte del de Tarso, de toda pretensión cognoscitiva secular –«Si alguno cree que sabe algo, no ha aprendido todavía cómo lo debe saber»—12; No es extraño, pues, que procedan de la Biblia muchas de las citas escépticas que Michel de Montaigne, el más importante exponente del escepticismo moderno, y uno de los principales protagonistas en el proceso de formación del mito moderno del buen salvaje, mandó grabar en las vigas de su biblioteca.

De este escepticismo bíblico encontramos huellas en todos aquellos cronistas que idealizaron, de un modo u otro, al indígena. Colón será el primero en asociar a la «ignorancia» de los indígenas aspectos positivos: «ellos son tan sin engaño»13. Una ignorancia que evoca aquella en la que vivían Adán y Eva, que no conocían ni el trabajo, ni la guerra: «Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia»14. Más importante aún será su ignorancia teológica, que también vislumbró Colón. Una «santa ignorancia» que les habría mantenido apartados de las especulaciones dogmáticas, manteniéndolos en una ingenuidad bien predispuesta para la conversión: «yo vi y conozco que esta gente no tiene secta ninguna ni son idólatras, salvo muy mansos»15. De este modo, la ignorancia se convierte en una praeparatio evangelica, pues esa ignorancia es la razón por la cual Colón cree «que luego se tornarían cristianos»16.

Con un mayor conocimiento del escepticismo verterotestamentario (Génesis, Job, Proverbios, Eclesiastés) y del evangélico, donde se afirma, por ejemplo, que «el reino de los cielos» será de «los pobres en espíritu»17, muchos cronistas religiosos ahondarán en la idea de que la ignorancia de los indígenas es una ventaja, tanto para su felicidad terrenal, como para su salvación celestial. Así, cuando, en su Historia de los indios de la Nueva España, Motolinía afirme que los indios «cuasi no tienen estorbo que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles [tienen]»18, no sólo estará pensando en vicios como la avaricia, la molicie o la crueldad, sino también en la falta de simplicidad existencial y religiosa. No es extraño, pues, que los llame «simples» o «simplecitos»19, llevando a cabo lo que Mahn-Lot considera que es una franciscanización de los indios20, Según Phelan, esta defensa de la simplicidad, se remonta a los inicios mismos del franciscanismo, que, en su vertiente espiritual buscaba un regreso a la simplicidad y naturalidad —también cognoscitiva— del hombre21.

Más allá de la referencia a la bienaventuranza que ensalza la simplicidad de espíritu22 y a la pobreza o desapropiación franciscana —no sólo material, familiar o social, sino también cognoscitiva, puesto que el deseo de conocimientos o libros es visto como pecado de avaricia, cuando no como pecado de soberbia—, la exaltación que Motolinía, Mendieta y otros muchos misioneros de primera hora realizarán de la simplicidad de los indígenas, está conectada con cierto imaginario milenarista23. Como es sabido, los indígenas fueron asociados en algunos pasajes de inspiración milenarista con el genus angelicum, esa «nación o generación angélica» que, según la tradición joaquinita, había de sufrir los ataques del Anticristo durante la tercera y última etapa de la historia del mundo. Las características de estos hombres nuevos no eran sólo morales, sino también cognoscitivas, puesto que su simplicidad o ignorancia resultan ser el reverso del pecado de orgullo cognoscitivo que tanto Adán y Eva, como Job o el mismo demonio habían cometido.

Además del escepticismo bíblico y evangélico, existe una tercera vía por la cual el escepticismo perdurará durante la Edad Media24. Se trata de la teología negativa o apofática —cristiana, judía o musulmana—, que insistirá en la incognoscibilidad divina y en la necesidad de un acercamiento antiintelectualista, más experimental y poético que mental y lógico, a los misterios de la religión. Estrechamente conectada con la mística, fue un tipo de escepticismo aceptado por la Iglesia, por considerar que colaboraba en el descrédito de la razón y la subsiguiente exaltación de la fe. Pseudo-Dionisio llegará a elevar el escepticismo a la categoría de praeparatio evangelica, al considerar que la toma de conciencia de la incapacidad cognoscitiva de los hombres para conocer a Dios es el primer paso para unirse directamente a él25. La teología negativa cristiana culminará, en el siglo XV, en la obra Acerca de la docta ignorancia, de Nicolás de Cusa, donde se afirma que «uno será tanto más docto, cuanto se sepa a sí mismo más ignorante»26. Resulta, quizás, significativo que, justo antes de ocuparse de la cuestión de la teología negativa27, el cusano reflexione sobre las culturas paganas en un capítulo intitulado «Los gentiles nombraban a Dios de varias maneras con referencia a las creaturas»28. Tras realizar un repaso de las diversas concepciones de la divinidad que poseyeron los paganos, inspirándose fundamentalmente en Acerca de la naturaleza de los dioses de Cicerón, Nicolás de Cusa concluirá «estos tales adoraron a Dios en las creaturas», si bien «también erigieron la idolatría con razones»29. Resulta interesante que él autor exculpe a los paganos de haberse formado una idea poco ortodoxa de Dios, mas no de haber «razonado» sobre él, generando una doctrina, que, por el mero hecho de ser razonada, deja de ser una intuición ingenua, y, por lo tanto, inocente, para convertirse en una «idolatría» responsable. Tanto es así que ese «también» es ambiguo, pues tanto puede referirse a que además de adorar «a Dios en las creaturas», razonaron, como al hecho de que razonaron como también lo han hecho los cristianos. Lo que nos interesa de este pasaje, escrito un siglo y medio antes de que el descubrimiento de América tuviese lugar, es que la cultura europea poseía una tradición apofática, de corte escéptico, que iba a condicionar el modo en que Europa iba a enfrentarse a la noticia de nuevas culturas y religiones. Cabe decir que la teología apofática cobrará una gran importancia en el siglo XVI, como prueba el éxito del Tercer abecedario espiritual (1527), de Francisco de Osuna, donde se defiende el sistema del recogimiento y el desprecio de los sentidos y la razón, así como la negación del yo para buscar una recepción pura y directa de la voluntad divina, y que será una obra fundamental para grandes místicos como santa Teresa30 o san Juan31.

Recordemos cómo, en el Diario del primer viaje, Colón justificará su creencia de que los indígenas «ligeramente se harían cristianos», basándose en que «ninguna secta tenían»32. De algún modo, Colón coincide con Nicolás de Cusa al considerar que una teología débil, más mágica y animista que dogmática y teológica, como la de los indígenas ha incurrido necesariamente en menos errores que la de los judíos y musulmanes, más ambiciosos y sistemáticos desde el punto de vista teológico. Por esta razón, tras notar, como vimos, que los indios «luego se tornarían cristianos», añadirá la comparación con los judíos y musulmanes, a los cuales, según afirma Colón, los Reyes Católicos debieron destruir, porque «no quisieron confesar el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo»33. Ciertamente, Colón no debió leer a Nicolás de Cusa, pero sí fue influido por el franciscanismo34, cuyo antiintelectualismo e idealización de las ignorantes clases populares e, incluso, de los animales, debió necesariamente operar a la hora de formarse este tipo de opiniones sobre los indígenas.

Por su parte, cuando el también franciscano Motolinía llame «idiotas» a los indígenas, en el Libro perdido —del que su Historia de los indios de la Nueva España es un resumen-, tal y como lo cita Zorita en su Relación de la Nueva España, significando que carecen de instrucción religiosa, no lo considerará un obstáculo, sino antes bien, una ventaja de cara a su conversión, sin contar que su postración los acerca, como vimos, al genus angelicum que ellos esperaban dirigir a la espera del Millenium: «simples, sin letras e idiotas, que es abominatam gentem ad servum dominorum [Isaías 49, 7], que gente jamás se vio en ninguna parte del mundo así abatida y maltratada, ultrajada y tan menospreciada como los indios»35.

No será hasta el Renacimiento que el escepticismo grecolatino será redescubierto, convirtiéndose en una de las corrientes filosóficas más influyentes —y negadas— de toda la modernidad. En primer lugar, Petrarca hallará, en 1345, un volumen de cartas inéditas de Cicerón, cuyo tono personal, conversacional, humorístico y misceláneo no tenía nada que ver con la idea grandilocuente y pomposa que de él solía tenerse. Resulta muy significativo que Ferrater Mora caracterice el humanismo como un ciceronismo, esto es, como «un estudio e imitación del estilo literario y de la forma de pensar de Cicerón»36, ya que esa «forma de pensar» era precisamente el escepticismo académico, esto es, una de las formas más radicales de escepticismo. Más importante, si cabe, será el redescubrimiento, en 1453, de los Esbozos pirrónicos o Hipotiposis pirrónicas, de Sexto Empírico (s. I-II d.C.), verdadera Biblia del escepticismo, que serán traducidos al latín por Henri Estienne, en 1562, y al francés por Gentian Hervet, en 1569. Dicha obra será la fuente, directa o indirecta, de los escritos de Erasmo, Michel de Montaigne, Francisco Sánchez, Pierre Bayle, Diderot o Voltaire37.

La recuperación del escepticismo helenístico se verá catalizada por toda una serie de revoluciones —el Descubrimiento del Nuevo Mundo, el copernicanismo o el cisma entre católicos y protestantes, entre otros— que harán temblar los cimientos de la cosmovisión dominante en Europa durante todo el milenio anterior. Según Popkins, la disputa teológica entre católicos y protestantes acerca del problema del criterio de interpretación de la Biblia, si bien fue, en un inicio, una cuestión fundamentalmente teológica, acabó extendiéndose al ámbito del conocimiento natural, dando lugar, a principios del siglo XVII, a una verdadera «crisis pirrónica»38. El protagonista del bando escéptico será Erasmo de Rotterdam —«príncipe de los humanistas» y «antibarbarus»—, quien dio la primera respuesta escéptico-contrarreformista al problema del criterio. Recordemos su libelo De libero arbitrio (1524), en el que se afirma que el tema del libre albedrío «es uno de los que contienen más laberintos», de modo que es preferible «seguir la actitud de los escépticos y suspender todo juicio» para pensar que, ya que no hay criterio para saber la verdad, lo mejor es seguir como estábamos y confiar en la Iglesia39. Erasmo repetirá este tipo de argumentos en muchas otras obras, como, por ejemplo, el Enchiridion (1503), el Elogio de la locura (1511), el Tratado de la oración (1524), algunos de sus Adagia (1500-1536) o el Hyperaspistes (1526-1527).

Una vez establecida la centralidad del escepticismo en el pensamiento de Erasmo, bastará recordar la enorme influencia que sus escritos ejercieron tanto en los misioneros que pasaron a América, como en muchos de los autores que se ocuparon de la cuestión indígena, para comprender la importancia del papel que la filosofía escéptica cumplió en la reformulación moderna del mito del buen salvaje. De un lado, la influencia del erasmismo en lo que Pedro Borges denominó «la conquista espiritual» de América fue tan importante que sorprende que las crónicas anteriores a la Contrarreforma —época en la que el erasmismo cayó en desgracia— no viesen una señal divina en el hecho de que Erasmo fuese ordenado sacerdote en 1492. Según Bataillon, «del erasmismo español se derivó hacia América una corriente animada por la esperanza de fundar con la gente nueva de tierras nuevamente descubiertas una renovada cristiandad»40. Por su parte, Ortega Carmona considera que el Hiperaspites diatribae «tuvo repercusión universal, sobre todo, en lo que atañe a la confrontación de sus ideas en el Descubrimiento y Conquista de América»41.

Especialmente importante será el antiintelectualismo de Erasmo, que se oponía a la escolástica aristotélica, cuya dogmática habría enfriado y dividido a la cristiandad, y que apostaba por una reducción al mínimo del núcleo doctrinal, corriendo a veces el peligro de verse reducido a una mera moral natural. Así, cuando Erasmo afirme en su Enquiridión que «más vale saber poco y amar a Jesucristo mucho, que mucho saber y amarle poco»42, le está preparando el camino a Bartolomé de Las Casas, cuyas obras serán fundamentales para la consolidación del mito del buen salvaje43, y que afirmará, en plena Controversia de Valladolid: «Mandemos a paseo en esto a Aristóteles, pues de Cristo, que es verdad eterna, tenemos el siguiente mandato: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22)44. Este rechazo de la sobreintelectualización de la fe sentará las bases de la exculpación de la ignorancia de los indígenas, pues los mostrará como seres libres del excedente cognoscitivo escolástico, que se consideraba faccioso y distorsionador, a la vez que como poseedores de la moral natural cristiana. Así, cuando afirmemos que en la contienda de Las Casas con Sepúlveda se da un choque entre el humanismo erasmista y el humanismo aristotélico45, debemos entender también que se está dando un choque entre el escepticismo humanístico y el dogmatismo escolástico.

También Vasco de Quiroga, oidor de la segunda Audiencia de México y, luego, obispo de Michoacán, situado por Silvio Zavala entre los humanistas españoles que vieron en el indio del Nuevo Mundo al «noble salvaje»46, recibió la influencia del antiintelectualismo escéptico de Erasmo. En su Información en derecho se afirma que los indígenas es «gente simplisísima», y, por consiguiente, «docilísimos y muy blandos, y hechos como de cera para cuanto de ellos se quiera hacer», lo cual le parece anunciar el regreso «de aquella primitiva Iglesia de nuestro conocido mundo del tiempo de los santos apóstoles»47. Tan o más importante será, para Vasco de Quiroga, la influencia de la Utopía de Tomás Moro, una obra en la que se ve la influencia de Luciano de Samósata, cuyo culto compartía con Erasmo, y que se caracteriza por un escepticismo radical, que sólo perdonará a la filosofía cínica.

También se vieron influidos por Erasmo y Tomás Moro gente como fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, cuya Doctrina breve (1547) está llena de alusiones al Enchiridion y a la Paraclesis de Erasmo48; fray Julián Garcés, primer obispo de Tlaxcala, quien escribirá al Papa una carta que ha sido considerada «el resumen de la filosofía humanista-cristiana que los dominicos pusieron en práctica en el Nuevo Mundo»49; y algunos franciscanos «de primera hora»50, como, por ejemplo, fray Andrés de Olmos51.

Por otra parte, el antiintelectualismo erasmista llegará a radicalizarse en una obra como el Elogio de la locura, en la que se revitaliza una corriente filosófica afín al escepticismo, conocida como misología. Dicho término fue acuñado por Platón para designar la desconfianza u odio hacia la razón y el estudio, por considerar que éstos no hacen ni mejores ni más felices a los hombres, sino que, antes bien, los apartan de una conducta sana y natural, al debilitarlos, complicarlos y angustiarlos. En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant explicará las razones de esta «misología» u «odio a la razón» en los siguientes términos:

...computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias -que al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento-, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir52.

Aunque esta corriente misológica, de corte más naturalista y secular, que religiosa, no influyese de forma radical en los primeros misioneros indianos, sí lo hizo en muchos otros autores como Montaigne, La Mothe Le Vayer, Cyrano de Bergerac, Diderot o Rousseau, que habrían de tener una importancia decisiva en el proceso de conceptualización del indígena americano en tanto que «buen salvaje»53.

En efecto, será Michel de Montaigne, cuya educación siguió al pie de la letra el Plan de estudios (1511) de Erasmo, quien radicalice y extienda el escepticismo por toda Europa con sus Ensayos (1580). Si bien todos sus ensayos están impregnados de un pirronismo radical, destaca especialmente la «Apología de Raimundo Sabunde» (II, xii), un largo texto que sirvió como síntesis literaria de los Esbozos pirrónicos, de Sexto Empírico (s. I-II d.C.), y que tuvo una enorme repercusión en lo que Paul Hazard (1941 [1935]) dio en llamar «crisis de la conciencia europea». En este texto, Montaigne expone, con gran despliegue de ejemplos, los diez tropos, topos, logoi o esquemas argumentales de Enesidemo contra la fiabilidad de los sentidos y los cinco tropos de Agripa contra la fiabilidad de la razón. Todo ello le lleva a optar por un antiintelectualismo radical, rayano en la misología: «Si se quiere un hombre sano, ordenado, firme y seguro, hemos de rodearle de tinieblas, de ociosidad y de torpeza»54. Es difícil exagerar la influencia de los Ensayos de Montaigne, en general, y de la «Apología de Raimundo Sabunde», en particular, en la filosofía y la literatura de los siglos XVI a XVIII55.

Con ensayos como «De los caníbales»56 y «De los carruajes»57. Montaigne ejercerá un innegable influjo escéptico en la conformación del mito del ‘buen salvaje’. Así, cuando en «De los caníbales» afirme que los indígenas «están aún muy cerca de la inocencia original»58. No se refiere únicamente a una cuestión moral, sino también cognoscitiva. En efecto, el hecho de que éstos conserven «vivas y vigorosas las auténticas cualidades y propiedades más útiles y naturales», mientras que los europeos las han «envilecido», adaptándolas «al placer de nuestro gusto corrompido»59. No sólo se refiere a la codicia, al lujo o al fanatismo, sino también a la erudición libresca, al dogmatismo religioso o al deseo de certeza en lo que respecta a la existencia, que ya había criticado en ensayos como «Del pedantismo» (I, xxiv), «De la vanidad de las palabras» (I, lI) o «De los libros» (II, X). De este modo, la «ingenuidad primitiva» de los indígenas es concebida como una ignorancia santa o virtuosa: «incluso [desconocen] las palabras que significan mentira, traición, disimulo, avaricia, envidia, detracción, perdón»60.

En «De los caníbales», Montaigne no sólo acusa la influencia de Bartolomé de Las Casas —en cuya Controversia de Valladolid ensayó argumentos muy arriesgados con el fin de exculpar, normalizándolo, el canibalismo de los indígenas—61, sino también la de Jean de Léry, cuya Historia de un viaje hecho a las tierras del Brasil (1578) posee un tono relativista y escéptico especialmente benévolo con los indígenas, resultado seguramente del hecho de que tuviese que refugiarse entre los Tupinambas para escapar de la crueldad de sus compatriotas católicos62. El mismo Michel de Montaigne hará referencia a estos hechos en el inicio de «De los caníbales»: «Tuve junto a mí durante largo tiempo a un hombre que había vivido diez o doce años en ese otro mundo descubierto en nuestro siglo, en el lugar donde Villegagnon tomó tierra y al que llamó Francia antártica»63. No es extraño, pues, que, en el epílogo de su novela Rojo Brasil (premio Goncourt, 2001), que ficcionaliza este episodio y está encabezada por la cita de Montaigne que acabamos de reproducir, Jean Christophe Rufin afirme que, «por vía de Montaigne, [la Historia de un viaje hecho a las tierras del Brasil] se halla en el origen de las ideas filosóficas sobre el buen salvaje y el estado natural»64. Precisamente, en el capítulo XIX de dicha obra, Jean de Léry cita la famosa oda de Etienne Jodelle, que se publicó como pórtico de las Singularitez de la France Antarctique (1557), de André Thévet. En dicha oda, de espíritu claramente misológico, se desprecia el mayor grado de racionalidad que se atribuyen a sí mismos los europeos:

Esos bárbaros para comportarse

no tienen tanta racionalidad como nosotros.

¿Pero quién no ve que la gran cantidad que tenemos

no sirve más que para hacernos daño los unos a los otros?65

En este poema, la misología, que, además de la experiencia relativizadora que se vivió en la Francia Antártica, tiene seguramente un origen erasmista, aparece directamente conectada con la idealización del indígena en tanto que buen salvaje.

Por si esto no fuese suficiente, en la «Apología de Raimundo Sabunde», la misología escéptica se radicaliza hasta transformarse en teriofilia, que es el término que acuñó Boas para designar la actitud que considera que «las betias —como los salvajes— son más «naturales» que el hombre y, por lo tanto, son superiores a él»66, Existen, ciertamente, entonaciones cínicas y epicúreas de la teriofilia —aquéllas que idealizan su libertad o su capacidad para maximizar el placer y minimizar el displacer, respectivamente—, pero este tipo de pensamiento está muy estrechamente ligado con el escepticismo, puesto que una de sus líneas de fuerza es la afirmación de la superioridad de los modos cognoscitivos de los animales. Según la teriofilia, el ser guiados por los instintos, y no por la razón, es una ventaja, hasta el punto de que «la estupidez del bruto supera con gran ventaja todo cuanto puede nuestra divina inteligencia»67, Esta teriofilia escéptica —que, como dijimos, se complementa con su entonación cínica y epicúrea— dotó a Montaigne, y a sus seguidores, de una perspectiva privilegiada a la hora de enfrentarse a las culturas indígenas, e influyó, indudablemente, en la formación del mito del buen salvaje en la época moderna.

Los «nuevos pirrónicos», conocidos también como «libertinos eruditos», son considerados el eslabón entre el escepticismo humanista de Erasmo o Montaigne y el escepticismo ilustrado de Bayle o Voltaire68. Entre ellos destacan nombres como Pierre Charron, Gabriel Naudé, Guy Patin, François de La Mothe Le Vayer, Leonard Marandé o Pierre Gassendi. En obras como Diálogo sobre la divinidad, de La Mothe Le Vayer, no sólo se evidencia el impacto relativizador que el descubrimiento de los pueblos indígenas supuso para el pensamiento europeo, sino también de qué modo el escepticismo permitió aceptar o, incluso, idealizar modos cognoscitivos diferentes a los que dominaban en Europa. De este modo, se produjo una especie de círculo pirrónico en el que la relativización operada por la noticia de la existencia de esas culturas suponía una desacreditación del pensamiento europeo, que, a su vez, se sentía más abierto a contemplar sin menosprecio los modos cognoscitivos «salvajes», lo que aumentaba, a su vez, su efecto relativizador. No es extraño que La Mothe Le Vayer, tras «contemplar como en un gran océano el número inmenso y prodigioso de las religiones humanas»69, finalice su Diálogo sobre la divinidad con un refrán de mensaje claramente escéptico: «De las cosas más seguras, la más segura es dudar»70. Quizás no es del todo casual que dicho refrán esté escrito en español, en el original, pues la mayor parte de las noticias de nuevas culturas llegaban a Europa a través de obras escritas en español.

Pero el principal eslabón entre el escepticismo humanístico y la ilustración fue Pierre Bayle, cuyo Diccionario histórico y crítico (1695-1697) llegó a ser conocido como «el arsenal de la Ilustración». En él puede hallarse el artículo «Rorario»71, donde comenta el Quod animalia bruta ratione utantur melius Homine (1640), de Rorario, que inspiró, a su vez, la octava sátira de Boileau y, seguramente, «Los compañeros de Ulises», de La Fontaine, y en donde se defiende, en la más pura línea teoriofílica, la mayor sabiduría —no tanto racional como instintiva— de los animales72.

En todo caso, y a pesar de las dudas del mismo Popkins acerca de la importancia del escepticismo en la ilustración73, existe un consenso cada vez más amplio acerca de su importancia74. De un lado, el empirismo inglés, que no dejaba de ser una reformulación del escepticismo empírico clásico; del otro, la Enciclopedia de Diderot y d´Albembert, que seguía los pasos del Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle, no buscaba sólo acumular conocimientos, sino también provocar un choque relativista y escéptico, poniendo al alcance de todos la noticia de costumbres, doctrinas y pensamientos radicalmente diferentes a los que hasta ahora se habían considerado «normales», «racionales» o «naturales»75.

Lo mismo sucede con Voltaire, cuyo pensamiento es deudor del escepticismo de Montaigne76, tal y como prueba El filósofo ignorante (1766), donde ligará el escepticismo con la tolerancia —«es muy desonesto odiarse por unos silogismos»—77, o el Cándido (1759), que no es sólo una reducción al absurdo de la metafísica de Leibniz, sino también una burla de todo tipo de afirmación incontrastable. Especialmente interesante es la entrada «Ignorancia», de su Diccionario filosófico (1764), en la que un papagayo —un animal originario de África y América— afea a los hombres pretender saber lo que él no ha logrado comprender:

Átomos de un día, compañeros míos en la infinita pequeñez, nacidos como yo para sufrir y para ignorarlo todo: ¿es posible que haya entre vosotros algunos que sean bastante locos para querer saber todo eso que yo ignoro? No, no los hay; en el fondo de vuestro corazón comprendéis vuestra nada, como yo comprendo la mía; pero como sois soberbios, peleáis para que adopten los hombres vuestros vastos sistemas, y no pudiendo tiranizar nuestros cuerpos, pretendéis tiranizar nuestro espíritu78.

Con este tipo de textos, Voltaire se adscribe a la corriente misológica, cuyo apogeo es, de algún modo, la teriofilia. En este sentido, coincidimos con Pomeau, quien considera que uno de los objetivos fundamentales de la obra de Voltaire es «recordarle al hombre la verdad de su naturaleza: no tanto memento quia pulvis es, sino memento quia animal es»79.

En esta misma línea Voltaire escribió El ingenuo (1767), «en cuyo origen está el famoso mito del buen salvaje», si bien con limitaciones, ya que el protagonista sufrirá una «metamorfosis bien poco rousseauniana», pues «después de denunciar los contrasentidos de la mentalidad civilizada, termina por adaptarse a ella80. Este indígena de origen hurón, conocido como «el Ingenuo» por su franqueza —siempre dice «lo que pienso»— y su libertad —siempre hace «lo que quiero»—81, que nos recuerdan a la parresía y a la autarkheia cínicas, que tanto practicó Montaigne, tiene una ventaja respecto de los europeos: «en su niñez no le habían agobiado con las cosas inútiles y necias con que nos abruman a nosotros»82. Este estado de liberación ataráxica de las ficciones y superfluidades de la cultura es, precisamente, el objetivo último de la filosofía escéptica.

Lo cierto es que El ingenuo fue escrito en un contexto de fuerte fanatismo83. Y fue concebido como «un medio propagandístico en defensa de la moralidad natural de Voltaire, basada esencialmente en la piedad y la justicia»84. En su Tratado de la tolerancia, publicado significativamente el mismo año que El ingenuo, Voltaire volverá a insistir en la conexión entre una moral natural, caracterizada en parte como una ignorancia virtuosa, y la tolerancia: «No hacen falta un gran arte y una elocuencia rebuscada para demostrar que los cristianos deben tolerarse los unos a los otros»85.

Otro autor fundamental en la formación moderna del mito del buen salvaje fue Denis Diderot, quien no sólo escribió una obra fundamental para la revitalización de dicho mito en el nuevo paraíso de las islas del Pacífico, como fue su «Suplemento al Viaje de Bougainville» (1772), sino que también sugirió a Rousseau su tesis antiprogresista y naturalista.

Como Voltaire, a pesar de su compromiso con el proyecto ilustrado, Diderot se nos aparece como un pensador de raigambre escéptica. Prueba de ello serían sus Pensamientos filosóficos (1746), donde se muestra plenamente consciente de los límites del conocimiento humano —«debe exigírseme que busque la verdad, pero no que la encuentre»—86 y de la función propedéutica del escepticismo —«el escepticismo es, por tanto, el primer paso hacia la verdad»—87.

Otra obra de Diderot claramente escéptica es La promenade du sceptique (1747), una alegoría filosófica en la que se habla «de los errores del espíritu humano, de la incertidumbre de nuestros conocimientos, de la frivolidad de los sistemas de la física y de la vanidad de las especulaciones sublimes de la metafísica», y que culmina con un elogio del «Que sais-je?» de Montaigne88. Del mismo modo finaliza su Lettre sur les aveugles à l’usage de ceux qui voient (1749), donde tras tratar un tema tradicional entre los escépticos como es la diferencia entre los modos perceptivos humanos (o animales), el autor se acoge al pirronismo montaigneano: «Ay, señora, cuando se ha pesado los conocimientos humanos en la balanza de Montaigne, no se está lejos de adoptar su divisa. Pues, ¿qué sabemos realmente?»89.

Pero Diderot no limita su escepticismo al ámbito de la epistemología, sino que, mediante su particular entonación de la misología, pretende evitar que la confusión no nos «saque de la naturaleza» con «frivolidades», para ocuparse de «cosas más importantes», que, según él, pueden resumirse en: «durmamos y digiramos»90.

En esta exaltación de una vida natural y relajada —estrechamente relacionada con la hedoné epicúrea y la ataraxia escéptica— hallamos de nuevo una vía de idealización del indígena. Tal será el caso de su célebre relato intitulado «El suplemento al viaje de Bougainville» (1772), en el que se presenta en términos positivos la ignorancia de los tahitianos respecto de las convenciones propias de los pueblos civilizados. Así, Orú, el tahitiano que quiso conocer Europa, «no paraba de suspirar por volver a su país», ya que no es capaz de comprender la cultura europa, por estar llena de complicaciones superfluas: «¡La vida salvaje es tan sencilla, y nuestras sociedades son unas máquinas tan complicadas!»91. Esa incomprensión esconde una auténtica sabiduría, ya que indica que este indígena no está estropeado con ideas y conocimientos innecesarios. De algún modo, «el no entender es indicio de su pureza y sabiduría: “No entiende nada de nuestras costumbres, de nuestras leyes, donde sólo ve obstáculos disimulados de cien formas diversas”»92. Por esta razón, el anciano tahitiano que dirigirá una diatriba contra los franceses, identifica la pérdida de los tahitianos con la adquisición de los conocimientos europeos: «Un día los conoceréis mejor. […] Un día os encontraréis a su servicio, e igual de corrompidos, viles y desgraciados que ellos»93. La ignorancia entendida como un tipo de ingenuidad es equiparada a la felicidad. Le dice a Bougainville: «somos inocentes, somos dichosos»94. De este modo, se articula el naturalismo epicúreo y cínico con el antiintelectualismo escéptico:

No queremos cambiar lo que tú llamas nuestra ignorancia por vuestras inútiles luces. Poseemos todo lo bueno y necesario. ¿Somos dignos de desprecio por no haber sabido inventarnos necesidades superfluas? Cuando tenemos hambre, tenemos de qué comer; cuando tenemos frío, tenemos con qué vestirnos95.

A lo largo de todo el cuento, se identifica el estado de felicidad natural de los tahitianos con la falta de conocimientos: «No conocíamos más que una enfermedad, aquella a la que están condenados hombres, animales y plantas, la vejez; y tú nos has traído otra». «La idea del crimen y el peligro de la enfermedad ha penetrado contigo entre nosotros». «No sé qué es esa cosa que llamas religión, pero no puedo sino pensar mal de ella, puesto que te impide disfrutar de un placer tan inocente»96.

Existe, ciertamente, un elemento misológico en la idea de que el estudio y la investigación generan o refuerzan «necesidades artificiales» y «virtudes quiméricas», restándole al hombre civilizado tranquilidad y salud, cuando basta una sabia ignorancia natural para ser, como lo son los tahitianos, «sanos y robustos»97:

¿Quieres saber en todo momento y en todo lugar qué es bueno y qué es malo? Guíate por la naturaleza de las cosas y las acciones; fíate de las relaciones con tu semejante; de la influencia de tu conducta en tu utilidad particular y el bien general98.

Centrémonos, para acabar, en la figura de Rousseau, una de las figuras más importantes en la reformulación moderna del mito del buen salvaje. Nuevamente, Rousseau se nos aparece como un filósofo estrechamente conectado con el escepticismo. Recuérdese, al respecto, su conexión con el pirronismo de Montaigne99, Hume100 o Diderot101; su relación con la literatura clandestina pirrónica102; así como la misología en la que funda su crítica del mito de la civilización y del progreso. En una carta dirigida a Voltaire el 10 de septiembre de 1755, Rousseau presentará el conocimiento como un obstáculo en la vía hacia la felicidad:

El gusto por las letras y por las artes nace en un pueblo de un vicio interior que él mismo aumenta […] En lo que a mí toca, si hubiera seguido mi primera vocación y no hubiera leído ni escrito, indudablemente habría sido más feliz103.

Resulta especialmente importante, al respecto, «La profesión de fe del Vicario Saboyano», una especie de ensayo interpolado en su Emilio, donde el que fuera llamado por Kant «nuevo Diógenes» sienta las bases filosóficas de su proyecto educativo104, y que contiene numerosas afirmaciones misológicas, de clara raigambre escéptica:

Consulté a los filósofos, examiné sus libros, estudié sus distintas opiniones, y los encontré arrogantes, afirmativos y dogmáticos hasta en su pretendido escepticismo; no ignoraban nada, no probaban nada, y se burlaban los unos de los otros; este punto común a todos me pareció el único en que todos tienen razón. […] Me di cuenta de que la insuficiencia del espíritu humano es la primera causa de esta prodigiosa diversidad de sentimientos y que el orgullo es la segunda. No tenemos la medida de esta máquina inmensa, no podemos calcular sus relaciones; no conocemos ni sus primeras leyes, ni su causa final; nos ignoramos a nosotros mismos; no conocemos ni nuestra naturaleza ni nuestro principio activo; apenas sabemos si el hombre es un ser simple o compuesto; misterios impenetrables nos acosan por todas partes, pues ellos son superiores a la región sensible; creemos tener inteligencia para penetrarlos y sólo tenemos imaginación105.

Tras esta crítica a las desmedidas pretensiones cognoscitivas del hombre «civilizado», el Vicario Saboyano se adscribe a un proyecto hondamente escéptico, que Kant tratará de llevar a cabo en su Crítica a la razón pura, y que consiste en una autolimitación de la actividad cognoscitiva:

El primer fruto que obtuve de estas reflexiones fue aprender a marcar un límite a mis investigaciones sobre lo que me interesaba de una forma inmediata, a vivir con sosiego en una profunda ignorancia de todo lo demás y a no inquietarme hasta la duda, sino por las cosas que me importaba saber106.

La influencia de Rousseau en la formación o reformulación cuasi-romántica del mito del «buen salvaje» es de sobras conocida. Ciertamente, en el buen salvaje «van a ser plasmadas todas aquellas virtudes sociales que son el contrapunto de la sociedad civilizada»107. Pero lo que aquí más nos interesa es ver que también en Rousseau el mito del buen salvaje está relacionado con el escepticismo, por cuanto las pretensiones cognoscitivas son vistas como un verdadero atentado contra el estado natural: «Si se nos ha destinado a ser sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, puesto que el hombre que medita es un animal depravado»108.

CONCLUSIÓN

El objetivo de este trabajo no era investigar de manera exhaustiva la influencia de la filosofía escéptica en aquellos autores y escritos que contribuyeron de forma decisiva a la idealización de los indígenas americanos en tanto que ‘buenos salvajes’, sino, simplemente, proponer una nueva vía de estudio. Soy consciente de que hace falta un estudio empírico más detallado de los textos, si bien creo haber dado argumentos suficientes para justificar la pertinencia de este esfuerzo: básicamente, la importancia del escepticismo en la cultura humanística e ilustrada, en general, así como en la mayoría de los autores que ejercieron un papel importante en la reformulación moderna del mito del buen salvaje —Erasmo, Las Casas, Montaigne, Voltaire, Diderot y Rousseau—.

Material suplementario
REFERENCIAS
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Notas
Notas
1. Dichos artículos son «Cerdos en el paraíso: La influencia de la filosofía epicúrea en la construcción del mito del buen salvaje» (2013) y «Perros en el paraíso: La influencia de la filosofía cínica en la construcción del mito del buen salvaje» (2015).
2. Popkins, 1997.
3. Toulmin, 2001.
4. Puede hallarse más información sobre el significado e historia de estas corrientes escépticas en Castany Prado, 2012, pp. 33-78.
5. Génesis 3, 6.
6. Proverbios 26, 12.
7. Job 42, 3.
8. Michael Hecht, 2003, p. 74.
9. Mateo 5, 3.
10. Juan 18, 38.
11. 1 Corintios 1, 21.
12. 1 Corintios 8, 1.
13. Colón, «Carta a Luis de Santángel», 1493, en Serna, 2000, p. 120.
14. Colón, Diario del primer viaje, jueves 11 de octubre de 1492.
15. Diario del primer viaje, jueves 11 de octubre de 1492., lunes 12 de noviembre de 1492.
16. Diario del primer viaje, jueves 11 de octubre de 1492., martes 6 de noviembre de 1492.
17. Mateo 5, 3.
18. Motolinía, Historia de los indios de la Nueva España, I, XIV, p. 184.
19. Motolinía, Historia de los indios de la Nueva España, II, IV, p. 121 y II, IX, p. 142.
20. Mahn-Lot, 1972, pp. 327-328.
21. Phelan, 1972, p. 100.
22. Mateo 5, 3.
23. Véase Phelan, 1972 y Serna y Castany, 2014, pp. 48-50 y 71-79.
24. El escepticismo también perdurará en la época medieval en el seno de la tradición nominalista, en la que destacan figuras como Roscelino de Compiègne (s. XI), Pedro Abelardo (s. XI-XII), Duns Scoto (s. XII-XIII), Guillermo de Ockham (s. XIII-XIV), o Nicolas d’Autrecourt (s. XIV). Todos ellos cuestionaron la capacidad de la razón y el lenguaje para describir la realidad, llegando a acercarse a las posiciones fideístas de Gerardus Carmelita, Jean Rodington o Jacques d’Eltville, de espíritu claramente escéptico.
25. «Cuando la mente ha desnudado su idea de Dios de los modos humanos de pensamiento y de conceptos inadecuados a la Divinidad, entra en la “Oscuridad del No saber”, en la cual renuncia a toda aprehensión del entendimiento y se entrega a lo que es totalmente intangible e invisible, esto es, a “Aquel que es totalmente incognoscible”» (cit. en Copleston, 1971, t. II, p. 100).
26. Cusa, Acerca de la santa ignorancia, I, II, vol. 1, p. 41.
27. Cusa, Acerca de la santa ignorancia, I, XXVI, vol. 1, pp. 121-125.
28. Cusa, Acerca de la santa ignorancia, I, XXV, vol. 1, pp. 117-121.
29. Cusa, Acerca de la santa ignorancia, I, XXV, vol. 1, p. 121.
30. Mujica, 2001, pp. 741-748.
31. Castany Prado, 2007, pp. 19-30.
32. Colón, Diario del primer viaje, jueves 11 de octubre de 1492.
33. Colón, Diario del primer viaje, martes 6 de noviembre, de 1492.
34. Milhou, 1983.
35. Motolinía, Historia de los indios de la Nueva España, p. 471, n. 11.
36. Ferrater Mora, 1994, t. II, p. 1701.
37. Popkins, 1983, p. 15.
38. Popkins, 1983, p. 22.
39. Cit. en Popkins, 1983, p. 27.
40. Bataillon, 1966, pp. 807-831.
41. Ortega Carmona, 1992, p. 92.
42. Cit. en Bataillon, 1966, p. 197.
43. Fernández Herrero, 1989, pp. 145-150.
44. Ginés de Sepúlveda y Casas, 1975, p. 32.
45. Ortega Carmona, 1992, p. 98.
46. Zavala, 1955, p. 9.
47. Quiroga, Información en derecho, pp. 170-171.
48. Martín Hernández, 1992, pp. 47-50 y 1985, pp. 56-63. Por su parte, José Almoina (1935 y 1951) y Pedro Enríquez Ureña (1935) también sostienen la importancia del erasmismo en Zumárraga, mientras que Carreño (1948) y Adeva (1990) lo niegan. Por su parte Maravall considera que no hay pruebas del erasmismo de autores como Las Casas, Motolinía, Mendieta o Torquemada, aunque acepta que tenían una sensibilidad humanística (1982: 83).
49. Martín Hernández, 1992, p. 66. La carta en castellano puede consultarse en Lobato, 1988: la carta: pp. 785-792; la bula Sublimis Deus, pp. 794-795.
50. Véase Duch, 1992, p. 212; Green, 1969, p. 78; Liss, 1986, pp. 164-165; Lafaye, 1984, pp. 156-160.
51. Broda, 1975, pp. 130-131.
52. Kant, , Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. I, p. 10.
53. Recordemos que Erasmo y Moro no sólo les inocularon el escepticismo, sino también, como vimos en los otros artículos a los que nos referíamos al comienzo del presente, el cinismo y el epicureísmo.
54. Montaigne, Ensayos, II, XII, p. 412.
55. Pensando en la influencia que Montaigne habría de ejercer en Shakespeare, Molière y Cervantes, Borges llegará a afirmar que «la multiplicación de su linaje por toda Europa, sería reescribir la historia de la literatura» (2003, p. 38)
56. Montaigne, Ensayos, I, XXXI, pp. 263-278.
57. Montaigne, Ensayos, III, VI, pp. 132-154.
58. Montaigne, Ensayos, I, XXXI, p. 268.
59. Montaigne, Ensayos, I, XXXI, p. 268.
60. Montaigne, Ensayos, I, XXXI, p. 269.
61. Todorov, 2005, pp. 196-200.
62. Lestringant, 2004. Otras crónicas que tratan las guerras de religión en la Francia Antártica y las relaciones de los franceses con los indígenas de la región son Les singularitez de la France Antartique (1557) de André Thevet, o Nus, féroeces et anthropophages (1557) de Hans Staden.
63. Montaigne, Ensayos, I, XXXI, vol. 1, p. 263.
64. Rufin, 2001, p. 548: «Par le détour de Montaigne, elle se trouve à l’origine des idées philosophiques sur le bon sauvage et l’état de nature». La traducción es nuestra.
65. «Ces barbares pour se conduire / n´ont pas tant que nous de raison. / Mais qui ne voit que la foison / n’en sert que pour nous entrenuire». La traducción es nuestra.
66. Boas, 1966, p. 1. Sobre la teriofilia en Montaigne, véase también Boas, 1966, pp. 3-29.
67. Montaigne, Ensayos, II, XII, p. 147.
68. Popkins, 1983, p. 145.
69. La Mothe Le Vayer, Diálogo sobre la divinidad, p. 93.
70. La Mothe Le Vayer, Diálogo sobre la divinidad, p. 134.
71. Bayle, Diccionario histórico y crítico, vol. IV, pp. 76-87.
72. Boas, 1966, pp. 37-39 y Des Chenes, 2006, cap. X.
73. Popkins, 1997, pp. 1-16.
74. Véase al respecto el reciente libro editado por Sébastien y Smith, intitulado Scepticism in the Eighteenth Century (2013), así como las obras de Leddy y Lifschitz (eds.), 2009 y Blom, 2012, p. 265.
75. Blom, 2007, pp. 203-205.
76. González Fernández, 1989, pp. 79-91.
77. Voltaire, El filósofo ignorante, § XXIX, pp. 67-68.
78. Voltaire, Diccionario filosófico, vol. III, p. 28.
79. Pomeau, 1960, p. 88.
80. Pujol, 1982, p. XIX.
81. Voltaire, «El ingenuo», p. 247.
82. Voltaire, «El ingenuo», p. 254.
83. Mason, 1985, pp. 109-128.
84. Mason, 1985, p. 127.
85. Voltaire, «El ingenuo», p. 133
86. Diderot, Pensamientos filosóficos, § 29, p. 70.
87. Diderot, Pensamientos filosóficos, § 31, p. 71.
88. Diderot, La promenade du sceptique, pp. 315-316 y 356.
89. Diderot, La promenade du sceptique, p. 96. «Hélas! Madame, quand on a mis les connaissances humaines dans la balance de Montaigne, on n’est pas éloigné de prendre sa devise. Car, que savonsnous?». La traducción es nuestra.
90. Diderot, «Pyrrhonienne ou sceptique philosophie», Encyclopédie, t. II, p. 289.
91. Diderot, «Suplemento al Viaje de Bougainville», p. 166.
92. Diderot, «Suplemento al Viaje de Bougainville», p. 166.
93. Diderot, «Suplemento al Viaje de Bougainville», p. 167.
94. Diderot, «Suplemento al Viaje de Bougainville», p. 168.
95. Diderot, «Suplemento al Viaje de Bougainville», p. 169
96. Diderot, «Suplemento al Viaje de Bougainville», pp. 170, 171 y 172.
97. Diderot, «Suplemento al Viaje de Bougainville», p. 170.
98. Diderot, «Suplemento al Viaje de Bougainville», p. 175.
99. Nadeau, 2009.
100. Olaso, 1981.
101. Blom, 2012, pp. 19-21 y 166-169.
102. Charles, 2008, pp. 286-289.
103. Rousseau, «Carta a Voltaire del 10 de septiembre de 1755», pp. 277-278.
104. Nadeau, 2006, pp. 29-40 y Olaso, 1988, pp. 43-57.
105. Rousseau, Emilio, lib. IV, p. 24.
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107. González Alcantud, 1987.
108. Rousseau, 1977, pp. 59-160.
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