Resumen: Este artículo tiene como finalidad analizar el lenguaje metafórico de Los cigarrales de Toledo destacando, además de su variedad, la presencia reiterada de campos semánticos económicos, jurídicos, médicos, funebres, etc. en contextos inesperados y a menudo relacionados con los mismos personajes. Se subraya la presencia de una intencionada atención descriptiva y de un frecuente uso de la enumeración, que —sumándose a metáforas, disemias, paronomasias, y a otras variadas figuras retóricas— enriquece el texto de pormenores y matices. Otro importante elemento, o sea la costumbre de cuantificar todo lo relatado, se afirma en cambio como un intencionado llamamiento a lo concreto y como una consabida compensación respecto al mundo de la ‘imagen’.
Palabras clave:Cigarrales de ToledoCigarrales de Toledo,metáforasmetáforas,enumeraciónenumeración,«numerismo»«numerismo».
Abstract: This paper analyses the metaphorical language of Cigarrales de Toledo, emphasizing its variety and the presence of saturated semantic fields (economic, legal, medical, funeral, etc.) in unexpected contexts and often associated to the same characters. It evidences an intentional descriptive attention and a frequent use of enumeration, which —adding to metaphors, bisemie, paronomasie, and other various rhetorical figures— enriches the text of details and nuances. Another important element is the repeated habit of quantify all that is told, that is a lure to concreteness and an intentional compensation to the world of images.
Keywords: Cigarrales de Toledo, Metaphors, Enumeration, «Numerismo».
Algo más sobre el lenguaje metafórico en Los cigarrales de Toledo
Style and metaphorical language in Los cigarrales de Toledo
Recepción: 24 Mayo 2016
Aprobación: 06 Junio 2016
El entrecruzarse de historias amorosas que, con su acostumbrado subseguirse de acuerdos, desacuerdos, ficciones y mentiras, caracteriza el enredo de los Cigarrales de Toledo (o mejor de las seis partes que Tirso llegó a escribir), establece de alguna manera un hilo de continuidad1 dentro de la obra del mercedario, confirmando el carácter ingenioso de sus protagonistas. Además, a pesar de que a lo largo de la obra se reiteren afirmaciones tópicas sobre la inconstancia de las mujeres, lo que llama la atención es precisamente lo contrario, o sea su honradez y firmeza: Lisida, abandonada imprevistamente por don Juan, no acepta a otros pretendientes2; Serafina prefiere elegir el convento o la muerte antes que casarse con un hombre a quien no ama, Irene rechaza las pretensiones insistentes de don García guardando fidelidad a su prometido (aunque acepte fingir y disfrazarse). En cambio los caballeros lucen más de una vez por su desconfianza, superficialidad y oportunismo; características presentes, por ejemplo, en personajes secundarios como Baltasar (que por sus simultáneos amores tiene tres juicios pendientes) o como el hermano de Serafina (que, después de haber huido de su casa para alcanzar a su enamorada, acaba por abandonarla y casarse con la mujer elegida por sus padres)3.
Sea como sea —feliz o infeliz, constante o inconstante— el amor se afirma para todos, y desde el comienzo, como el fondo, no solo de la acción sino también de los diálogos, donde puede encontrarse asociado también a contextos metafóricos desacostumbrados y reiterados. En el primer capítulo, por ejemplo, la «hermosa Serafina» que, no correspondida, ama a don García (enamorado de Irene y también no correspondido4) —para intentar persuadirle a que no se aleje de la ciudad— acude a un campo semántico económico-financiero5 y liga su condición de enamorada al predicado pagar y al sustantivo interés: «no es razón pague mi amor, no viéndote», «el servir sin interés es efecto de un alma noble, más que de la del que ama por la paga» (p. 116).
Además, si con estas palabras la mujer equipara de manera sobrentendida ausencia y precio, el joven —afirmando la imposibilidad de mudar su gratitud en amor— propone equivalencias parecidas. Deber, deuda, deudor, acreedor, pagar, obligación, cargo son los vocablos que se utilizan para definir a los dos protagonistas, sus sentimientos y su situación, y sobre todo el respetuoso no-amor de don García y su rechazo de cualquier vínculo:
Pluguiera a Dios […] que al paso que conozco lo que te debo, pudiera pagártelo.Confiésome deudor tuyo. […] uno de los mayores sentimientos del deudor noble estener presente al acreedor a quien pagar no puede. Liberal, me sueltas esta deuda,pero con obligación terrible, pues es con cargo de quedarme… (p. 117).
Pero no basta. La «obligación»6 ligada a la «deuda» vuelve, inmediatamente después, en la intervención del común amigo don Juan de Salcedo que, prosiguiendo el diálogo con una diferente perspectiva (del nivel del amor, que implica a don García y a Serafina, pasa al de la amistad, en el que se ve implicado directamente), acentúa la oficialidad ‘judicial’ de la conversación. La deuda y la «obligación» ahora no son solo confesadas, sino que están atestiguadas: «siendo testigo de lo que mi amistad os debe», «será [testigo] también de la nueva obligación en que le habéis de poner, no ausentándoos» (p. 118). Y no puede pasar desapercibido el hecho de que estas dos afirmaciones ponen en marcha un interesante mecanismo de personificación figurada puesto que, en el juego de los papeles que ha ido implicando a los protagonistas (antes al deudor García y a la acreedora-Serafina, y luego al testigo-Juan), se suma, con un sobrentendido ‘desdoblamiento’, la «amistad»-deudora de Juan.
Además la personificación metonímica expresada aquí de forma indirecta se completa con otra más explícita. La mujer, ya no objeto de deuda y de obligación (con respecto a don García), sino sujeto de las mismas (con respecto a un don Juan que apoyó su ruego), es deudora, queda «con mayor obligación», y piensa «desadeudar[se]» poco más tarde: todo queda confirmado por sus brazos. Losbrazos femeninos se transforman, pues, en «fiadores» de la joven («quiero asegundarbrazos que salgan fiadores deste empeño», p. 119) y don Juan, no soloacepta y reitera esa singular equiparación7, sino que la completa con otros elementos:
Bueno es […] que paguéis deudas con prisiones, y que las que por cortés confesáishipotequéis en tan seguros abonos como vuestros brazos (p. 119).
Con estas nuevas referencias a las deudas amorosas de don García (con su consiguiente ‘condena’ a quedarse en Toledo) y a la hipoteca que vincula las paralelas deudas y confesiones de Serafina podríamos considerar cerrado este núcleo dialógico y el campo semántico que lo caracteriza. Pero curiosamente, aunque el subseguirse de las intervenciones se interrumpe para dejar espacio —con el ingreso de los tres personajes en una venta8— al largo relato de don García y a otras equivalencias metafóricas9, Tirso decide reanudarlo. De nuevo es Serafina (cuando el caballero le pasa la palabra para que termine la crónica de los antecedentes) quien vuelve a enlazar su sentimiento amoroso, o mejor sus «obligaciones», a un campo semántico financiero: «las obligaciones de mi amor en vuestra lengua perderán parte del valor que tienen, cercenando los merecimientos por disminuirlas la paga» (p. 137).
Y una vez más, los dos caballeros la seguirán en este juego de equivalencias: don García, para rechazar amablemente sus pretensiones («¡Ojalá que pudiera la voluntad hacer pleito de acreedores, que vos, como más antiguo, cobrárades primero!») y don Juan, para comentar la propuesta del amigo que lo implica como testigo:
[dijo don García] ganaréis un testigo en don Juan, en abono de vuestra deuda
–Como en las de Amor se permitieran fiadores (respondió él) de buena ganasaliera yo por don García. Pero no sé que hasta ahora las admitan sus tribunales(p. 138).
Desplazada de esta manera la atención sobre un personificado Amor-juez, Serafina abandona provisionalmente sus ingeniosas digresiones y —después de haberse referido también ella a Amor, hecho ahora «testigo» de su «fuego» amoroso (p. 138; paralelo metafórico del fuego real que abrasa la casa de Irene)— prosigue la parte de la historia que le corresponde con un estilo llano donde las equiparaciones metafóricas y mitológicas, más o menos articuladas, se vuelven esporádicas, tanto en la narración, como en la recreación de los diálogos en ella incluidas.
Ojos-Argos (p. 140), flores que Flora pule «con el peine sutil de los vientos mansos» delante de aguas-espejo (p. 141), un Amor que retrocede «sin dar de ojos, no teniéndolos» (y a quien «tropiezos de celos averiguados» atajan el camino, p. 149), un «mar del matrimonio» donde se anegan «vulgares murmuraciones (p. 151), etc. Análogamente pudieramos recordar a Marte y a Venus que don Juan evoca por sus «amorosos enredos»10, o los «conocimientos linces» y los «mujeriles Proteos» mencionados por don García (pp. 152-155). Se trata de citas que enriquecen el texto pero que no llegan —como observamos— a aquella saturación que caracteriza el encuentro de los tres protagonistas y de la que aparecen otras sueltas ecos en las páginas sucesivas, en las palabras de la joven y de los dos caballeros.
Es significativo, además, que el campo semántico financiero hasta aquí utilizado vuelva a abrirse, de vez en cuando, a una más amplia connotación judicial proponiendo elementos de variación e intensificación. Se suceden así Amor que empadroña «por pechera» la libertad de Serafina y que ejecuta al «deudor» don García, exigiéndole lo pedido (pp. 139 y 147); la joven que se declara «acreedora siempre y no pagada, / porque Amor sume gastos sin recibo» (p. 147); el caballero que insiste en su imposibilidad de corresponderla («Si el confesar la deuda pagar fuera, / […] ajustara a los gastos el recibo»; «vos acreedor, yo sin hacienda», pp. 148 y 149); y la mujer que, fingiendo ser su amada Irene, entabla con él un diálogo que juega una vez más con esos mismos elementos:
«no sé hasta agora que haya acreedores de mi voluntad»; «deudas que correnpor cuenta del agradecimiento, y no de la voluntad, cobre de vos que tenéis la mía,que con una sola partida no puede pagar el deudor dos libranzas de una mismacuantidad»; «Habréis escondido la vuestra, como hace quién teme ejecuciones, yalegaréis empeños fingidos»; «Reconoced vos […] cartas de pago que ha formadoel amor, y veréis cómo habéis cobrado adelantando tercios de la voluntad»; «[…]debiéndole la vida [a Serafina] la habréis pagado con igualdad»; «no hallando Serafinade qué cobrar, quedaré yo desobligado» (pp. 157-158).
En efecto, la insistida implicación de la pareja don García-Serafina en este campo semántico puede considerarse acabada sólo cuando el caballero, al darse cuenta de que sus bodas con Irene son imposibles y de que está a punto de perder a su obstinada enamorada, decide casarse con ella. Es entonces don Juan quien, recapitulando las ventajas que esta decisión conlleva, se refiere nuevamente a las muchas deudas que el amigo tiene para con la mujer:
«Ponderad la vida que le debéis», «cuán obligadas halláis todas vuestras potenciasy sentidos a la satisfación de tantas deudas» «tantas cartas de obligaciónen que os ha de ejecutar, […] cuando sea imposible el pagarlas», «no hay en voscosa que no esté adeudada» (p. 183),
Aunque estas variadas citas11 se asocian a los tres importantes personajes que protagonizan el comienzo de la novela, palabras como deudor, deuda, fiador, crédito, abono, obligación, pagar, cobrar, etc. vuelven en su acepción figurada, de forma más esporádica, incluso referidas a otros nombres y situaciones. A las tres mujeres seducidas por don Baltasar, por ejemplo, Tirso se refiere como a «tres diferen tes acreedoras de un solo matrimonio» (p. 180). Marco Antonio se confiesa «más deudor» a la canción que le permitió encontrar inesperadamente a don Juan12 (p. 324); la «montañesa desleal» afirma ser «deudora» del hermano por su destierro, y Leonardo promete «corresponder a deudas tan satisfactorias» (p. 389). Asimismo los invitados que han acudidos a los festejos organizados por don Juan permiten que el aire bese rostros femininos «tan avarientos» como forma de insólito agradecimiento («pagando recreos de la mañana», p. 275) y, poco más tarde, al «regalo» de la comida corresponden unas aclaraciones-recompensa («pagándoselo yo en contarle […]», p. 331). Dionisia otorga su perdón pensando en lo que ganó («en albricias de las mejoras que sacó mi crédito de sus [de Clemencia] persecuciones con mi esposo», p. 399); don Garcerán ofrece sus brazos «por fiadores de la obligación en que le había puesto el hermoso hallazgo» de don Dalmao (p. 330); la relación de los sucesos de este caballero, por todos admirada, aumenta la «voluntad, que por abono de don Juan [le] habían cobrado» (p. 423); y hasta el tiempo hace alarde de las edades de los caballeros, «en unos echando censos a la juventud de oro, y en otros cobrando réditos de vejez en plata»13(p. 218).
Sin olvidar, por supuesto, los articulados comentarios con los que Lisida agradece a la «Bellísima Peregrina» su evidente amabilidad, o con los que Roberto alude a la crueldad de don Juan para con sus padres (que envejecieron por el dolor), a su propia decisión de darle noticias del joven, y a la gratitud que expresaría al amigo si renunciara a su elegido destierro:
Adelantado pagáis […] la posada que […] os ofrecen obligaciones de mi esposo,de que […] no será razón admita interés de alabanzas, siendo él y yo vuestros deudores.Cobrad réditos hipotecados en la voluntad que de serviros tenemos (p. 271).
les había pagado […] en plata decrépita las deudas de su amor», «él estaba […]determinado de no pagar con silencio ingrato las obligaciones que a sus padrestenía», «partiendo juntos a Castilla acabaría de reconocerse adeudado de su amistad,y sin esperanza de poder desempeñarse (p. 423).
O también podemos citar la figurada descripción de la desesperación de doña Serafina por las bodas que se le imponen y que, equiparadas jurídicamente con una «definitiva sentencia», ocasionan sus lágrimas: los ojos «en notificándola [la sentencia]el entendimiento a la voluntad, no fue posible que dejasen de pagar todos eltributo al pesar» (p. 174).
Naturalmente estas reiteradas referencias son sólo un ejemplo, entre los muchos, de aquel mecanismo de transfiguración figurada que Tirso utiliza amplia y reiteradamente en su novela para describir sentimientos y acciones. Basta recordar los sustantivos y predicados bélicos con los que don García justifica su súbito enamoramiento de Irene: las negras pestañas de la mujer («sino alabardas, sutiles flechas») «defendían la entrada a importunos deseos» (p. 128) mientras el joven, habiendo encontrando en su propia casa a un «enemigo» (o mejor a su «dormida vencedora») «tan apercibido de armas», no puede resistir14 a «tan repentinos asaltos […] suficientes a derribar una alma no prevenida» (p. 129).
De la misma manera, Serafina (que se enamoró inmediatamente del caballero al mirarle herido y sin fuerzas: el paralelismo es evidente), en la carta en versos que le dirige, se refiere a su sentimiento amoroso y a los celos que el no estar correspondida le provoca con imágenes parecidas15:
¡Quién creyera que hicieran los despojos / de un cuerpo casi muerto, don García,/ tal ruina en el alma por los ojos!16 / A sangre y fuego, en fin, la batería / escalaspone y al asalto llama, / cautiva resistencias, celos cría (p. 146).
Pero este no es el único contexto que Tirso utiliza para expresar el conflicto de la mujer, que lucha entre amor, temor, celos. El ya recordado juego ‘ojos’ / ‘dar de ojos’, fundado en la personificación de Amor ciego, da comienzo por ejemplo a una serie de personificaciones que, remitiendo a diferentes maneras de andar (tropezar, atropellar, andar a tiento), ofrecen una descripción más exhaustiva de sus sucesivos estados de animo:
«cuando retrocedió Amor sin dar de ojos, no teniéndolos, y atajándole el caminotropiezos de celos averiguados», «Tomó el mío [dolor] corrida atrás para acometercon más ímpetu, y fue de modo que atropelló con los apoyos della [salud], sustento ysueño. […] como no tenía con quien comunicar mis desvelos, andaban a tiento en micasa sin hacer en mí más efecto que atormentarme puertas dentro del alma» (p. 149).
Asimismo un análogo juego —entre acepción literal y metafórica— define la molestiade don Alejo que, al hablar con Irene y desconociendo su verdadera identidad,«buscaba atajos a sus rodeos para desasirse de su conversación», intentando librarsede los «lazos» de un discurso-«laberinto» (p. 159).
Tampoco la medicina falta de los ámbitos a los que Tirso acude para construir sus metáforas: don Juan afirma estar, con otros dos caballeros, en el «Hospital del amor» (p. 120); Serafina, ‘enferma’17, equipara la ausencia con un médico y el olvido con unas recetas (p. 116), y más tarde —dolida por la indiferencia de don García y auto-engañándose «con la salud imaginada en la cura»— considera los «desengaños, por contrayerba de amor, a los celos» (p. 149; incluso Clemencia, disimulando «celos envueltos en descuidos», prevendrá «contrayerbas» para el veneno de los celos, p. 383). Y si en estos casos el equivalente figurado está sugerido por una tópica enfermedad de amor, menos común es la equiparación del juego de los naipes a un «tabardillo de las haciendas» (p. 122) y la de las olas del mar en tempesta (ya personificado18) a unos «jarabes […] poco menos amargos» que se tragan, siendo las olas «recetadas por onzas, sino por quintales de diluvios de agua de [la] peligrosa botica» de la muerte (p. 357).
Además, volviendo a la no correspondencia amorosa que aflige a Serafina, podemos observar que su enfermedad metafórica remite varias veces a la asociación amor-muerte, puesto que a su situación de infeliz enamorada corresponden el estar «cargada de luto», el sufrir «melancolías de luto» o, más directamente, su «reciente luto»19 (pp. 145, 152 y 157). De la misma manera —prosiguiendo e intensificando las equiparaciones fúnebres20— la joven (angustiada porque su hermano la obliga a unas bodas no elegidas) parece desear que el coche con el que se aleja de su casa se convierta «en ataud y ella en sepultura»21 (p. 175); así como más tarde don Artal, «medio muerto» de amor, yacerá en una «cama, ya casi túmulo» (p. 306).
Para don García, encambio, son las cejas de Irene (sinécdoque de la mujer y de su actitud) las que le pronosticanel «trágico fin de [sus] amores», ya que —aquí Tirso realiza una conmutatiopositivo/negativo entre forma y color— «siendo iris de sus dos cielos»-ojos, por ser «tan negras», expresan «luto», antes que «clemencia»22 (p. 128). Y tópicamente incluso las connotaciones cronológicas acuden a parecidas transfiguraciones figuradas, neutralizadas de vez en cuando por el sumarse de los opuestos morir/nacer, como en la descripción de la tormenta que llega al anochecer (cuando «se enlutaba el cielo, por la muerte de su mayor planeta») y las nubes, estando «preñadas», «parían temerosos relámpagos» «formando, en vez de dolores, truenos» (imagen esta que varía poco después en el atípico sintagna «los bostezos de las nubes»23, pp. 325-326).
Metáforas y frases metafóricas se subsiguen de manera diversificada por contenido y amplitud24, siendo completadas por juegos verbales25 y disemias26, y por paronomasias, explícitas y sobrentendidas: valgan como ejemplos, entre las primeras, «cuartos» (dinero) y «cuartillos» de vino (p. 119); «soplos» del aire y «soplillo» femenino (p. 153), «venteros» y «vendedores» (que tiene un eco en la doble acepción de «ventas»: literal y referida a la traición de Judas, p. 290); o, entre las segundas, [luna]-«lunares», que se completa y refuerza con la personificación de una noche que tiene «apacible cara» (p. 278), etc. Sin olvidar, entre las muchas personificaciones presentes, la de los celos, que propone la variación cromática de un tópico («ni dejaron los celos de salir disfrazados a las mejillas [de Lisida]; pues, siendo ellos azules, esta vez se aparecieron encarnados», p. 270); o la atrevida variatio sangrelágrimas, que aparece en el relato del súbito enamoramiento de Serafina27: «una herida que [don García] tenía debajo del pecho izquierdo, de que salía infinita sangre, y parecía mortal […] trasladando aquel golpe desde su pecho a mi alma, vertí sangre del corazón por los ojos, en tanta copia como él por la herida» (p. 142).
Metáforas, disemias, paronomasias, y una variada gama de figuras retóricas (oxímoron, hiperbaton, perífrasis28, etc.) constituyen, pues —en una equilibrada alternancia entre lo tópico y lo ingenioso29— el tejido estilístico de esta novela que, aunque ad mitiendo partes (incluso amplias) caracterizadas por un tono llano y coloquial, tiene como principal objetivo demostrar la habilidad de su autor en utilizar elementos cultos sin disminuir la comprensión del texto. En efecto, todo elemento retórico, y toda cita de nombres o personajes ilustres30, parece obedecer —más allá de las convenciones del género— a un prevalente intento de exhaustividad, y hasta (por lo menos en parte) de aclaración31. A estos dos objetivos parece remitir incluso la compleja estructura sintáctica de la prosa de Tirso, con sus numerosos incisos y paréntesis32, y con sus descripciones casi siempre minuciosas, donde hasta pormenores aparentemente innecesarios abundan33; y también el frecuente uso de la enumeración que se extiende de la mera sucesión de palabras (sustantivos, adjetivos, o predicados que sean)34, a la de sintagmas35, o a una más articulada estructura paralelístico-paratáctica36.
Pero hay más. Esa atención constante al pormenor y al matiz —que ya observamos en otra sede37— se completa con otro importante elemento, o sea con la exactitud numérica. En efecto, Tirso suele evitar cuantificaciones genéricas prefiriendo fijar con precisión el hic et nunc del enredo de su novela, y/o de las diferentes historias que lo componen. Así, cuando se trata de informar al lector sobre la localización temporal de la acción38 solo algunas veces encontramos connotaciones como «Algunos días antes» (p. 138); «volviendo atrás algunas horas» (p. 185), o ligeramente aproximadas como «tres o cuatro [horas]» (p. 121), «en cerca de tres años» (p. 185), «cerca de tres horas» (p. 223), etc., mientras que predomina la información puntual.
Leemos, por ejemplo, que don García empieza a prepararse para ir a misa al haber oído «las once al reloj» (p. 135), y que vuelve a salir cuando «Dieron las doce» (p. 164); que la enfermedad del «esposo intruso» de Lisida y de un desconocido tejedor (respectivamente «un dolor de costado» y el «mal de orina») se los llevó «en cuatro días» (pp. 180 y 279); que el plazo establecido para las bodas fue «de ocho días» o mejor que, «medido con [los] deseos» de los jóvenes, «no fue de ocho días, sino de infinitos años»39(p. 233); que caballero y dama gastan «dos horas y más en rodeos» (p. 326); que el banquete organizado para los novios «duró tres horas» (p. 428), y así podríamos seguir40.
Y aunque en algunos casos, estas precisaciones corresponden a las exigencias de la trama, o de algún episodio, en cambio en otros no parecen indispensables. Si, pues, para la escansión cronológica de las historias relatadas, puede resultar útil saber que el «navío de aviso» para don Alejo llega «por la mitad de mayo» (p. 134), que Lisida —puesto que quiere esperar la vuelta de don Juan— «hasta que los seis [años] se cumplan tiene hecho voto de no casarse» (p. 180), o que la estancia de los jóvenes en los Cigarrales durará «cuarenta días» (p. 212), no es imprescindible estar informados de que el plazo que Irene había pasado «en llorosas soledades» después de la salida de don Alejo fue «desde veinte de mayo hasta veinte y cuatro del mes de junio» (p. 135); o de que Serafina, estando en el Cigarral, donde solía ir a menudo «por dos o tres días», se quedó allí sola —como ella misma relata— posiblemente «el décimo» día después de que había oído cantar a don García (p. 141) o finalmente de que el viaje de los personajes hacia Anversa empezó «a las nueve de la mañana» ya que «por ser fin de invierno no permitió el frío fuesen más madrugadores» (p. 410).
Además, una parecida atención numérica caracteriza la localización espacial. Sabemos así que «tres o cuatro leguas de allí», o sea de la venta donde se han parado los jóvenes viajeros, «había lugar razonable» y que «desde él estaba Barcelona doce o trece [leguas]» (p. 293); que Marco Antonio, después de haber herido a Ascanio, huye «hasta la Quinta de un amigo, nueve millas de allí» (p. 314); que el padre y el hermano de Dionisia la alcanzan cuando ella había andado «como cuatro o cinco leguas» (p. 333)41; o que, de manera más puntual, en el Castillo de la pretensión de Amor, descrito en el Cigarral segundo, había una calle «que se dividía en tres» y que se podía subir a un montecillo «por tres gradas» (p. 241); etc.
Tampoco objetos y animales se escapan de una catalogación numérica: debajo del sitial preparado para la celebración de las bodas hay «tres sillas de brocado» (p. 186); durante los festejos salen a cantar «seis» personas, y exactamente «cuatro músicos y dos mujeres» (p. 218); a Marco Antonio le obsequian con «unpapel […], media docena de camisas de holanda […] y una de lienzos de narices» (p.321); análogamente «seis forzados, seis soldados» saltan en un batel al que siguen«ocho galeotas berberiscas y cuatro saetías» (p. 360); y —sumándose referenciasdiferentes en un mismo contexto— nos encontramos con «doce o más aldeas»que, después de haber hecho «cuatro o seis profundas y engañosas hoyas», cercanhombres y mujeres «por dos o tres leguas» y con los serranos que «en tres hoyas»cogen «siete lobos, un oso, dos venados y ocho jabalíes, que […] traían sobre seiso siete mulas y rocines» (pp. 327-28); o con otra frase que, poco después y demanera parecida, reúne datos numéricos variados: «de allí a tres días […]. Dióme unvestido […], un caballo y un mozo […] di fin a la jornada, que sólo era de siete leguas entrando a las diez de la noche […] saliendo de las dos casas colaterales hasta seiso siete personas» (p. 335).
También los celos quedan sometidos a este tipo de valoración puesto que —con un juego paronomástico— se consideran «ceros» que, multiplicándose en la «cuenta» de amor, son objeto de un singular cómputo matemático: «cuantos más se le juntan, crece más su número, y tantos pueden ser, que a una pequeña unidad de amor añadan infinidad sin suma» (p. 149). Y no hay que extrañarse si, con este ejemplo, volvemos a pasar del nivel de la descripción objetiva al nivel figurado-metafórico siendo la alternancia fidelidad / transfiguración una característica constante en Los cigarrales de Toledo. Es más. Precisamente pensando en este alternarse de lenguaje llano y culto, la atención a detalles y matices y la insistencia en enumerar y fijar numéricamente ambientación, enredo y personajes con una exhactitud casi obsesiva adquieren un significado peculiar.
Respecto al amplio y complementario mundo de la ‘imagen’ (que hemos ido comentando por exempla) ese, igualmente constante, esmero en la objetividad descriptiva correspondería en suma a un opuesto llamamiento a lo concreto, a una forma de consabida y elegida compensación. Como escritor-dramaturgo siempre atento a su público42, Tirso no se limita pues a otorgar visibilidad matérica a lo metafórico-emblemático43 (haciendo desfilar, delante de asombrados y satisfechos espectadores / lectores44, una suceción de ingeniosos barcos-peces/dragones o haciendo ‘actuar’ a sus personajes en la ficción de calles, jardines y castillos alegóricos45), sino que se preocupa también de que su novela, a pesar de los artificios retóricos que la enriquecen y ennoblecen, destaque por aquella «claridad y lisura, imitadora de la Naturaleza» tan alabada por don Melchor en el capítulo preliminar (p. 198), y de que su lectura provoque —como en don Juan de Salcedo al escuchar las estrofas que Marco Antonio canta en el Cigarral tercero— hasta agradecimiento «por lo culto y claro della» (p. 300).