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Reseña de Silke Jansen e Irene M. Weiss (ed.), «Fray Antonio de Montesino y su tiempo», Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2017, 261 pp., ISBN: 978-84-1692-203-1 (Iberoamericana) y 978-3-95487-553-5 (Vervuert)
Guillermo Serés
Guillermo Serés
Reseña de Silke Jansen e Irene M. Weiss (ed.), «Fray Antonio de Montesino y su tiempo», Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2017, 261 pp., ISBN: 978-84-1692-203-1 (Iberoamericana) y 978-3-95487-553-5 (Vervuert)
Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 5, núm. 2, pp. 609-615, 2017
Instituto de Estudios Auriseculares
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Reseña de Silke Jansen e Irene M. Weiss (ed.), «Fray Antonio de Montesino y su tiempo», Madrid/Frankfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2017, 261 pp., ISBN: 978-84-1692-203-1 (Iberoamericana) y 978-3-95487-553-5 (Vervuert)

Guillermo Serés
Universidad Autónoma de Barcelona, España
Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 5, núm. 2, pp. 609-615, 2017
Instituto de Estudios Auriseculares

Recepción: 23 Julio 2017

Aprobación: 30 Agosto 2017

Son unas actas de homenaje, recuerdo y reivindicación del gran dominico fray Antonio de Montesino, que denunció la catástrofe demográfica antillana de los primeros años del Descubrimiento, especialmente la de la etnia nativa taína, que vivía en La Española, Cuba y Puerto Rico, y de la que nos han llegado escasos restos arqueológicos, lingüísticos y culturales. Desde que arribó a La Española en 1510, junto con otros religiosos, se erigió fray Antonio en portavoz de las desgracias de los pobladores autóctonos, que se plasmó en dos célebres sermones de Adviento, de 21 y 28 de diciembre de 1511 (transcritos por el también dominico fray Bartolomé de las Casas en su Historia de las Indias, III, 4), en los que daba cuenta con vehemencia de la explotación a que eran sometidos los nativos por los encomenderos, apelaba a la idea cristiana de communitas y reclamaba la promulgación de una legislación que protegiera a los indios, para denunciar la «triste vida y aspérrimo cautiverio que la gente natural desta isla padecía». Aunque aquellos sermones supusieron la exclusión de los dominicos de la evangelización de las Antillas, a la corta fueron el origen de las Leyes de Burgos (1512), la primera legislación para la colonización y protección de los indios (lo especifican los artículos de Valdivia Giménez y Pelizaeus y en general), cuyo recorrido culminaría el citado padre Las Casas, vehemente promotor de las llamadas Leyes Nuevas (1542), que actualizaron y completaron las de treinta años atrás.

El libro se divide en cuatro secciones, bajo cuyos respectivos epígrafes se agrupan los once trabajos, redactados por profesores universitarios de varias áreas de conocimiento (literatura, historia, derecho, teología, antropología, lingüística, arte y folklore), frailes dominicos y documentalistas, a fin de dar una visión poco menos que exhaustiva de la labor de Montesino, su orden, sus antecedentes y su proyección. Se pidieron estas colaboraciones a los distintos autores en 2011, para conmemorar el quinto centenario de los sermones citados; de ello ha resultado un libro bien planificado y coordinado (aunque se reiteran algunos temas), donde se analizan los contextos lingüístico, cultural, teológico, político, geográfico, o antropológico, y su proyección en la posterior labor evangelizadora y colonizadora.

En el primer epígrafe, Encuentros desiguales: los taíno y la encomienda, figuran dos trabajos que reivindican la cultura, la política, el folklore y la lengua de los taínos, su contacto con la española y los enriquecedores resultados del contacto e hibridación. En el suyo («Changes in the Lives of the Taíno circa 1511», pp. 15-29) Lynne A.Guitar describe la agricultura, alimentación, manufactura, arte o religión taínas, a través de testimonio de fray Ramón Pané, que comparó el cielo cristiano con el «called cemís who lived in Koaibay, the Taíno equivalent of heaven» (p. 21), una religión y cultura dualista, pues «like sun and the moon, the Taíno had two equally necessary leaders: kacikes and behikes» (p. 22). Muchas de estas creencias escatológicas fueron desplazadas por los encomenderos, que, sin embargo, «not prohibit the Taíno’s areítos or ballgames», seguramente por considerarlos inofensivos o inocuos, mientras que las supersticiones religiosas las creyeron «inspired by demons» (p. 23). Con todo, «the principal area in which Taíno lifestyles had desintegred by 1511 was their political system» (p. 24), basado en el kacikago, de poder piramidal, donde cada cacique gobernaba su yukayeke (entre 5.000 y 10.000 habitantes). Concluye que el sistema de la encomienda que reemplazó al primigenio no resultó, pues «by the time of Montesino’s sermons in late 1511, the Spaniards in the Caribbean were becoming more possesive, more didactical, less willing to negociate with and defer ti the Taíno kacikes. […] The Spanish chroniclers, however, mistook the Taíno’s political desintegration and drastic numerical decline for extinction. The Repartimiento Census of 1514 listed fewer than 26.000 remaining Taíno on Hispaniola» (p. 26). Los taínos, en fin, no recuperaron sus costumbres, creencias y valores, pero aún se encuentran pruebas de su supervivencia en las Antillas Mayores.

En el segundo trabajo («El español y el taíno en contacto: aspectos sociolingüísticos de la encomienda», pp. 31-51), Silke Jansen (una de las promotoras y editoras del libro) señala que de las tres etnias que, a principios del siglo XVI, había en La Española con sus respectivas lenguas, la más importante era el taíno, con una «lengua amerindia de la rama arahuaca, que se estableció en el siglo XVI en el Norte de las Antillas, entre Bahamas y Puerto Rico, particularmente en las Antillas Mayores: La Española, Cuba y Jamaica» (p. 31); una lengua que desapareció «por la catástrofe demográfica y por los procesos de asimilación cultural biológica y lingüística», pero que coexistió varias décadas con el español, «al que enriqueció con algunos préstamos, por ejemplo los vocablos maíz, yuca, batata, hamaca, cocuyo, manatí, maní, ají, etc.» (p. 32). En el artículo analiza el contacto hispano-indígena, su convivencia, las barreras idiomáticas, que Colón intentó paliar con la formación, en España, de intérpretes nativos para luego devolverlos a América, ya formados. Analiza en primer lugar la figura del indio ladino, la más representativa «del proceso de asimilación lingüística y cultural» (p. 34); luego describe las vías o métodos de aprendizaje o adquisición del español: «adquisición bilingüe en uniones biculturales» y «bilingüismos en el sistema de encomienda». Y viceversa: el conocimiento del taíno por parte de los españoles, «la interacción lingüística directa con los taíno» (p. 45), como atestigua el encomendero Antonio de Villasante, logrando, así, una original síntesis lingüística, pues la mayoría de hablantes bilingües adquiría la lengua de manera informal o autodidacta. Con todo el bilingüismo «no era infrecuente ni en uno ni en otro lado», aunque los traductores «eran reclutados sobre todo entre los españoles», porque, concluye, se considerarían más fiables que los indios, lo que no impidió que «los indios ladinos hayan servido de traductores» (p. 49).

La segunda sección, que responde al epígrafe En defensa de los indígenas: el sermón de Montesino, es la más extensa y nuclear, pues los cinco trabajos allí incluidos documentan, ilustran e interpretan la labor indigenista del protagonista del libro, sus antecedentes y contextos moral, legal e ideológico. Así Karl Kohut («Pedro Mártir de Anglería: ¿precursor de Montesino?», pp. 55-69), retrotrae las primeras «denuncias de las violencias españolas» (p. 55) a determinados escritos, de 1501, de Pedro Mártir de Anglería, concretamente el capítulo cuarto de la Primera década, donde «describe minuciosamente el creciente conflicto entre los isleños y los invasores […], profundizado y radicalizado por la brutalidad de ciertos españoles» (pp. 59-60). También recuerda el testimonio de una huelga de hambre, de 1495, durante el segundo viaje de Colón, que contrastan con la descripción grandilocuente de la idílica belleza de La Española y cuyo «mérito consiste en el hecho de que las [noticias] difundiera entre las cortes europeas, y más tarde, gracias a las versiones impresas, entre un público más amplio» (p. 62) y en varios idiomas. Analiza asimismo, aunque «ex contrario», si se pueden rastrear huellas del sermón de Montesino en las Décadas posteriores de Mártir, la tercera (1514-1515) y la cuarta (1519). La respuesta es negativa; como mucho, menciona las Leyes de Burgos de 1512, para indicar que no han surtido efecto. En el último capítulo de la Cuarta década insiste en la situación de La Española, analiza las causas del descenso de su población y denuncia de nuevo las nefastas consecuencias de su colonización: sólo en el trabajo de las minas han mejorado los indios su condición de vida, porque han sido sustituidos por esclavos negros. Concluye apuntando que la escasa difusión de las denuncias de Mártir se debe a que están «dispersas en un texto que relata y describe los más diversos aspectos de las tierras recién descubiertas» y pasa, muchas veces, «sin transición a descripciones entusiastas de las bellezas de la isla» (p. 67). Por otra parte, al ser «un defensor incondicional de las conquistas que engrandecen el imperio español», también se diluyen aquellas denuncias, que, a pesar de todo, fueron «las semillas de una actitud que llevará más tarde a las discusiones sobre la legitimidad de la conquista de América» (ibid.) y trasladará al púlpito fray Antonio.

El artículo de Bernat Hernández («Un sermón dominico en La Española de 1511 y sus contextos medievales y atlánticos», pp. 71-97) es la perla del volumen, porque analiza el sermón desde la perspectiva colectiva y su proyección en Las Casas, que fue, precisamente, «quien nos suministró una versión de las palabras pronunciadas por el fraile dominico desde el púlpito» (p. 72). Este eje dominico lo interpreta «desde un triple perspectiva genética: como parte de la atmósfera ideológica que acompañó la expansión religiosa y política occidental; en el marco de la tradición intelectual de la Orden de Predicadores y desde su inclusión en el esquema intelectual de la obra de Bartolomé de las Casas» (p. 73), especialmente en lo tocante «a la amenaza de la destrucción de los nuevos mundos, que se hace presente en el tema del agostamiento demográfico indígena descrito en el sermón» aunque, «en contraposición a la destrucción, la expansión también comportó la ampliación de la ecúmene cristiana» (p. 77), una ampliación que supuso la «mundialización del cristianismo» (p. 78). Porque el sermón el dominico presenta tres propuestas para la evangelización, dominio (con su sentido latino) y gobierno, inextricables, porque aquélla formaba parte de un proyecto político, y viceversa. A continuación lo contextualiza desde la perspectiva atlántica, al compararlo con las Canarias (incluye dos ilustradores apéndices documentales sobre las islas, de Antonio de Viana y José de Viera y Clavijo) y frente al expansionismo otomano, y desde la de los dominicos, que buscaban «un espacio de predicación propio» (p. 86), caracterizado por la imposibilidad de predicar el Evangelio en el régimen de desigualdad e injusticia amparado en las encomiendas. La prédica iba más allá de la coyuntura históricolegal de la encomienda, tendrá una miras utopistas de raíz bíblica: «la proclamación de la justicia de Dios, la confirmación del pacto de Dios con el pueblo elegido, enjuiciando a los que se vuelven contra las leyes divinas» (p. 90), o sea, los encomenderos, de aquellos tiempos o los futuros, de América o de cualquier otra latitud, de ambas orillas del Océano. Por eso, precisamente, las palabras de Montesino fueron suscritas y reescritas por Las Casas, «e insertadas en su trayectoria intelectual» (p. 90), que acabó teniendo un carácter ecuménico merced a su enorme difusión posterior

El tercer artículo, de Raymundo González («Ego vox clamantis in deserto: la estructura de un silencio y la novedad dominicana en La Española, 1511», pp. 99-119) estudia los porqués del despoblamiento indígena por las tres causas conocidas: «a) el contacto de los indígenas con nuevas enfermedades […], b) los trabajos forzados a que fueron sometidos […], c) las guerras para afianzar la conquista española de los nuevos territorios, que provocaron su desbandada […] con el consiguiente desabrigo y hambruna de los pueblos; d) la desaparición repentina de su organización social y cultural, que los llevó, en ocasiones, a comportamientos suicidas» (p. 101). Únase a todo ello la implantación del régimen jurídico del repartimientos mediante encomiendas, ya a partir de 1502, por el gobernador Nicolás de Ovando, que supuso la servidumbre indígena. Las novedades legales, y morales, aportadas por los dominicos a partir de 1510 supusieron «una nueva conciencia cristiana de la libertad que formaba parte del espíritu de renovación más amplio en el contexto religioso europeo» (p. 108); lo contrasta con un documentado estudio del padre Vicente Rubio sobre fray Pedro de Córdoba, que, junto con otros dominicos, lucharon «contra la opresión de los indígenas […] y la ideología de ‘la codicia’ que se extendía en las Indias» (p. 111). Glosa a continuación las citadas Leyes de Burgos (1512) para analizar el «nudo de silencio» que implicaba la encomienda de indios y la prédica de fray Antonio y su principal efecto: «escandalizar a las autoridades y a los encomenderos, quienes no pensaron sino en expulsar a los dominicos de la isla» (p. 113). Pero ya se había roto «la estructura del silencio» (p. 114), ya habían denunciado la sujeción al dominio de los españoles. A pesar de las advertencias, los dominicos no se retractaron e impulsaron las citadas leyes, para devolver al cristianismo «su antiguo papel de religión de los oprimidos», al decir del dominicano Pedro Henríquez Ureña.

La colaboración de Ramón Valdivia Giménez («El ‘sermón de Montesino’: origen de las Leyes de Burgos de 1512», pp. 121-145) incide especialmente en que la consecuencia inmediata del sermón de Adviento de 1511 fue «negar la absolución sacramental a aquellos encomenderos que no pusieran en práctica la restitución de lo robado a los indios», que a la postre fue el «origen y vertebración del primer código laboral de las Indias» (p. 121). Analiza las circunstancias concretas del sermón, que respondía, fundamentalmente, a corregir el triunfo de «la opción económica sobre la misional», que consideraba al indio «como un ser subhumano, o mejor, con una humanidad mermada» (p. 123). El sermón, así, pretendía devolver la condición humana a los indios, porque Montesino «hace despertar el primer gran debate sobre qué y quién es el hombre en el siglo XVI» (p. 127). Como en el artículo anterior, se refiere a la intervención de fray Pedro de Córdoba y a las leyes de Valladolid, 1513, que, a pesar de que mantuvieron el sistema de la encomienda, «anticipan ya una serie de normas protectoras que no formularían hasta muy entrada la modernidad» (p. 142).

El último artículo de esta sección, de Ludolf Polizaeus («’¿Con qué derecho y con qué justicia...?’ El impacto de los sermones de Montesino en el desarrollo del sistema jurídico en las Indias en la primera mitad del siglo XVI», pp. 147-166), parte de la pregunta de Las Casas que figura en el título, estudia la legislación castellana que se trasplantó parcialmente a América y el ideario de Montesino que recoge Las Casas. Frente a la pervivencia «de la reciprocidad del sistema feudal, pero reducida a la nueva situación» (p. 153), que defienden los consejeros del Emperador, Montesino defiende la capacidad peninsular de crear ciudades con sus derechos y prerrogativas, acogiéndose a los cambios legales que se estaban dando en Castilla, porque «el Nuevo Mundo tenía que ser donde pudiera tener lugar el derecho natural, donde además pudiera ejercer el control la ciudad con sus fueros y no la nobleza» (p. 154). A diferencia de los anteriores, señala el sistema legal de la residencia, implantado a partir de la segunda mitad del siglo XVI, y al amparo de las Leyes Nuevas, supuso un control coercitivo de los encomenderos. En este sentido, el sermón de Montesino, por otra parte, está en la línea y «es comparable a otros dados en Castilla en aquellos años y que estaban dirigidos contra el elemento noble y su creciente poder» (p. 160). Apostilla que la magnificación o «idealización» de Montesino ha ensombrecido aquellos esfuerzos legales, también en Castilla, para poner freno a los desmanes de algunos representantes de la nobleza.

La tercera sección de las actas, El legado de la colonia: más allá de Montesino, se centra en la proyección de la figura de Montesino y en el fundamento cultural taíno que asimiló en aquellos años. Jesús María Serna Moreno («El aporte cultural indígena en el Caribe insular hispano», pp. 169-190) enumera los logros del pueblo taíno: el primer aporte fue el agrícola, pues “la agricultura taína se hallaba entre las más productivas del mundo» (p. 171) y señala cultivos como yuca, batata, maní, yahutía y otros que se expandieron por todo el mundo. En el plano de las manufacturas, indica que la hamaca, las edificaciones llamadas bohíos, que siguieron adoptando los europeos; el sistema urbanístico centrado en la plaza; o las canoas. La pervivencia de algunos vocablos, alrededor de trescientos, de origen taíno: «cacique, hamaca, guayaba, maguey, sabana, tiburón, huracán, canoa, maíz, caoba, carey, etc.» (p. 173). Dedica un apartado al música: el merengue, por ejemplo, baile nacional dominicano, con «indiscutible carácter de música afrocubana» (p. 176), o la bachata. Por no entrar en la espiritualidad sincrética, también afroantillana como el vudú dominicano, o la medicina tradicional, que suele ir asociada al chamanismo. También señala que la literatura indigenista es muy rica y cita a los principales autores que han reelaborado leyendas populares. Con todo, afirma que por la endogamia se configuró un «nuevo ethnos nacional, que ya no es ni el ethnos ni la cultura del indígena, del español o del africano vistos por separado, sino la síntesis y expresión de los tres en un ente nuevo representado por la dominicanidad» (p. 183), que seguramente hubiera complacido a Montesino.

La aportación de la otra editora del libro Irene M. Weiss («Fray Montesino revisitado en También la lluvia, de Icíar Bollaín», pp. 191-209) se refiere a la pervivencia actual de Montesino y sus reivindicaciones, que ilustra con la película de Bollaín, que recrea, mediante cinco historias «en abyme», la interrelación de los conquistadores con los indígenas, para releer «el pasado a la luz de los sucesos presentes» (p. 203). En una de sus historias (como «subtexto histórico que, releído, ilumina el presente»), la relación entre Montesino y Las Casas, personalizada en los miembros del equipo (en uno de los planos: el metafilmico) y en un conflicto local de los indígenas, dinamizado por el motivo central del ansia de dinero, «la ininterrumpida búsqueda de oro» (p. 196). Juan, el actor que encarna a Montesino, recita el famoso sermón: «Mirad a los indios a los ojos, ¿acaso no son hombres? ¿No tienen almas racionales?». Las respuestas que se inducen del visionado de la película son de «un paternalismo no demasiado alejado de la actitud de los padres dominicos a principios del siglo XVI» (p. 205). Con todo, la obra de Bollaín ofrece paralelos actuales de aquellas situación y polémica, concretados en un líder indígena actual, «quien actualiza los antiguos reclamos poniendo el acento en el abuso que significa que quieran quedarse ‘también con la lluvia’: ni siquiera a esas aguas tendrían derecho los habitantes pobres de Bolivia» (p. 207), que es donde se sitúa traslaticiamente la acción.

La cuarta sección,Voces de dominicos, es muy explícita y un tanto hagiográfica, porque son dos miembros de la orden quienes juzgan la labor del padre Antón. Luisa Campos Villalón, O. P. («Montesino: portavoz de una comunidad defensora de la vida», pp. 213-230) se refiere explícitamente a «la obra misionera de Pedro de Córdoba, de Montesino y de la primera comunidad dominica en América» (p. 213) y se remonta al contexto histórico español de la Reconquista, describe sumariamente la vida de los indígenas caribeños a la llegada de los conquistadores a Haití o Quispeya, analiza sumariamente las costumbres e historia de sus primitivos habitantes: el régimen de los cinco cacicazgos y «su senado formado por los jefes de los clanes llamados nitaínos» (p. 216), y otros aspectos de su religión y cultura, que el lector ya ha podido conocer por el artículo de Guitar. En el resto glosa la «cruel persecución de los indígenas por parte de los conquistadores», la «valiente resistencia de los indígenas», la «compasión e indignación de Pedro de Córdoba, Montesino y su comunidad ante la situación», especialmente merced a las informaciones de Juan Garcés (citadas por Las Casas, Historia de las Indias, III, 3), que detalla las maldades de los encomenderos. Finalmente resume la «respuesta profética al drama de los indígenas», desde tres perspectivas: la de los cristianos, la de los indígenas y la evangélica, pues «Pedro, Montesino y sus hermanos dominicos reconocieron en los indígenas a los pobres de Jesucristo» (p. 227); lo corona con unas palabras de Las Casas, que llevó a sus hermanos dominicos a «’juntar el derecho con el hecho».

La aportación de Mario A. Rodríguez León, O. P. («Fray Antón de Montesino y los frailes dominicos en Santo Domingo, Puerto Rico y Cuba: una voz profética en El Caribe», pp. 231-253), por su parte, rememora las semblanzas de los frailes que acompañaron a Montesino, a continuación analiza el sermón o prédica, «la enérgica denuncia» que «no solo tuvo un profundo impacto en la sociedad colonial que comenzaba a establecerse en las Antillas, sino que también llegó con vibrante voz de protesta a España» (p. 240), por lo que fueron amonestados los dominicos. Analiza los viajes de Montesino a la corte, su vuelta a América, la redacción de la Informatio jurídica in Indorum defensionem, el «segundo establecimiento de frailes dominicos en Cuba, que se realizó en Bayamo […] en 1513» (p. 246). También refiere sus viajes «con otros veinte frailes a Venezuela en 1529» (p. 247) y sus posteriores actividades evangelizadoras hasta su muerte en Venezuela, en 1540. Concluye señalando la pervivencia del espíritu de fray Antón entre los dominicos actuales, entre los que se cuenta el autor, puertorriqueño, que solicita, como remate del congreso que «se abra el proceso de beatificación del gran predicador y mártir de la fe cristiana, así como también de la noble egregia figura de fray Pedro de Córdoba» (p. 250).

Es un buen libro, muy útil y oportuno, al que, si tuviese que poner alguna pega, diría que apenas se roza la disputa con la otra gran orden evangelizadora, los franciscanos, ni al no menos grande de esta orden fray Toribio de Benavente, «Motolinía», que polemizó con Las Casas y los dominicos sobre el método y alcance de la evangelización. Son los dos grandes modelos que, en uno u otro sentido, va a heredar la otra gran orden que llegó más tarde, la Compañía de Jesús.

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