Resumen: Este artículo analiza dos vidas conventuales novohispanas, escritas por religiosos, que hacen de los documentos previos de sor María Antonia de la Madre de Dios y sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad material para su escritura, incorporando en sus relatos pasajes entrecomillados en primera persona. Se analizan las estrategias de reapropiación textual, así como los vínculos con la tradición literaria previa, especialmente a partir de las metáforas corporales. Se tiene también en cuenta el contexto de aparición de un pensamiento criollo y el modo en que se proyecta en los textos.
Palabras clave: Vidas conventuales, reapropiación textual, sor María de la Madre de Dios, sor Sebastina Josefa de la Santísima Trinidad.
Abstract: This article analyses two New Spanish convent lives written by monks which draw on previous documents by sor María Antonia de la Madre de Dios and sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad. This material is incorporated into the narratives as first-person accounts set off by quotation marks. The article examines the strategies of textual re-appropriation as well as the links to the previous literary tradition, with a special focus on body metaphors. It also discusses the context in which creole thought emerged and the ways in which it projects onto the texts.
Keywords: Conventual lives, Strategies of textual re-appropiation, sor María de la Madre de Dios, sor Sebastina Josefa de la Santísima Trinidad.
Sección indiana
«Los papeles que dejó escritos». Sobre las vidas de sor María Antonia de la Madre de Dios y sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad*
«The papers that she left written». On the Lives of Sor María Antonia de la Madre de Dios and Sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad
Recepción: 24/11/2021
Aprobación: 17/12/2021
«Los motivos que me han impelido, cándido lector, a coordinar los papeles que dejó escritos la V. Madre Antonia de la Madre de Dios»1. Fray José Jerónimo Sánchez de Castro, en la nota al lector que abre la Vida de sor Antonia de la Madre de Dios (1747), se presenta como el coordinador de los papeles de la monja. Dice que estos han: «sido todos ellos escritos por mandado de los muchos graves y doctos confesores y padres de su espíritu, que por todo el tiempo de su vida la gobernaron»2. Como el último de sus confesores es quien firma la Vida, pero insiste en su función de «coordinarla, no según el tiempo en que la V. Madre acaecieron los sucesos, sino según el orden de las virtudes»3. No obstante, lo que nos encontramos es un relato en tercera persona que «da voz» a la primera de sor Antonia a través del entrecomillado que aparece en distintos momentos del texto.
Un ejemplo semejante, pero con algunas diferencias, lo constituye la Vida admirable y penitente de la V. M. sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad de fray José Eugenio Valdés, publicada en 1765, en este caso por encargo del hermano de la religiosa, el padre predicador fray Miguel Maya, después de un proceso de investigación del autor: «Es lo que he hallado con mayor constelación, y con más verdad averiguado, después de haber puesto las diligencias racionales, que me parecieron más prudentes»4, que incluye la lectura de los «escritos que dejó la monja»5, las «cartas espirituales»6, que se insertan también en diversos pasajes del libro.
La escritura de vida, nacida del claustro durante el periodo virreinal, estrechamente relacionada con la hagiografía, conforma un conjunto textual prolijo y complejo, que guarda todavía muchos secretos. «Por ella misma», redactadas por el confesor o por otra hermana y compañera de la profesa, las vidas7 constituyen un género con varios subtipos que aportan matices diferentes. De esta forma, el yo/ ella sobre el que se montan sirve de hilván para un armazón en el que se reúnen numerosas tradiciones intertextuales y simbólicas.
Si aquellas escritas por las propias religiosas han recibido importantes estudios críticos8, que las rescatan como un eslabón en la historia de la autoría femenina, las signadas por clérigos se entrelazan con estas, pues comparten una misma herencia y, en algunos casos, surgen de la práctica de reapropiación, de la «labor de manos» de la que habló Margo Glantz, para componer un sutil palimpsesto: «las autobiografías o vidas escritas por monjas servían en ocasiones, como ya lo he dicho, sólo de materia prima, utilizada para elaborar sermones o relatos edificantes de altos dignatarios eclesiásticos»9. Entendemos que esta segunda variante cuenta aún con muchos aspectos por abordar.
Por eso, proponemos un diálogo entre dos ejemplos que practican este ejercicio de rescritura, las ya mencionadas Vida de sor Antonia de la Madre de Dios (1747) y Vida de sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad (1765). Estos nos permiten indagar en la importancia que tiene el género en estas fechas en el contexto novohispano, una de las grandes geografías del mundo conventual americano10, y en la «criollización»11 de algunos de sus rasgos.
Antonio Rubial explica cómo, entre 1620 y 1750 aproximadamente, se vivió en México una etapa de «religiosidad criolla», en la que la «Iglesia novohispana se veía a sí misma como una cristiandad elegida»12. Para demostrarlo, las narraciones de vidas de venerables, a las que pertenece nuestro corpus, proliferarían:
Las vidas de los venerables que nacieron o que actuaron en México se nos muestran como construcciones de una realidad social, como modelos de comportamiento, como testimonio de valores y de actitudes imperantes en este territorio durante los siglos xvii y xviii. Gracias a los comentarios del hagiógrafo podemos descubrir variados aspectos de la vida cotidiana, de los prejuicios, de las expectativas, de los sentimientos y, sobre todo, de la formación de conciencia de identidad local o nacional13.
Se trataría de un contexto donde la santidad adquiriría diversas fórmulas, el modelo de «la religiosa» será uno entre otros14. Desde aquí, analizaremos nuestro corpus, prestando atención a dos rasgos que nos permitirán explorar el programa ideológico-estético que lo sustenta: a) el juego de voces y de textos, que sirven para sostener su andamiaje y b) el valor simbólico del corazón y de los sueños, como motivos que cuentan con una larga andadura y que se nutren de diversas intertextualidades.
Sor Antonia de la Madre de Dios fue agustina recoleta, primero en el convento de Santa Mónica de Puebla de los Ángeles, y más tarde en el de Nuestra Señora de la Soledad en la ciudad de Antequera en el valle de Oaxaca. El último de sus confesores redacta la vida tras su fallecimiento, siguiendo el esquema convencional de esta tradición de escritura. Las dedicatorias que abren el volumen insisten en el arraigo de la venerable en una geografía concreta, que no es solo la de la ciudad de México o la de Puebla, grandes territorios de la religiosidad criolla, sino que se extiende a «provincias» como prueba de la enorme expansión de la santidad en tierras novohispanas: «El nuevo favor que hiciste con tu milagrosa aparición al patrio suelo de Antequera»15.
Desde la primera página, se recuerda, además, cómo Nueva España ha sido distinguida por el fervor religioso y cómo este se manifiesta con la entrega al convento de sus mujeres: «en la nobilísima Ciudad de Puebla de los Ángeles, fecunda tierra y ameno campo en donde han florecido tantas cándidas azucenas cuantas racionales plantas se han consagrado en las aras de la pureza»16. Tanto las apariciones milagrosas en tierras americanas y la emergencia de figuras de santidad, como la importancia del claustro, suman valor a la sociedad criolla «con impacto en la formación de conciencias de identidad local o nacional»17.
El libro, dividido en treinta y un capítulos, centra los once primeros en la episódica vital de la protagonista: nacimiento en el seno de una familia virtuosa y gracias divinas desde su primera infancia: «Dice esta prudente Virgen: lo que en este tiempo de los ocho años padecí solo Dios lo sabe, pero el modo con que ayudaba de la gracia vencí el tropel de tentaciones»18, aprendizaje milagroso de la lectura y de la escritura, temprana vocación religiosa que la lleva desde el colegio de Niñas hasta Santa Mónica y más tarde a ser fundadora y priora en Oaxaca19. A partir del capítulo doce, son las virtudes que esta encarna o su especial vínculo con la Virgen etc. los temas que pasan a ser el eje de la narración.
La práctica letrada cobra especial significado. Si las escenas donde la protagonista escucha leer a su madre o lee para la familia hagiografías que han de promover el efecto imitativo, son comunes en el género: «oír alguna devota lección de las que leía su madre a la familia, que continuamente trataban de Dios, de sus santos o de las virtudes»20, el aprendizaje milagroso de la grafía es más excepcional, aunque se documentan algunos casos: «Aprendió a escribir sin más maestro que la muestra del Divino Amor […] sacando muy al vivo de lo íntimo de su corazón al blanco del papel»21.
El vínculo entre corazón y letra es otro motivo usual en las vidas, cuando una monja es retratada con la pluma. El órgano de los afectos es el promotor de esta; al tiempo que el depositario de un mensaje divino con poder performativo:
[…] tomó la pluma y, sin saber leer ni escribir, escribió una cláusula, que con toda claridad decía: Jueves en la noche, víspera del viernes de la Samaritana, lloré tiernamente el prendimiento de Jesús, en Jetsemaní […] imprimió desde aquí Su Majestad tal devoción en el cándido papel del corazón de esta fervorosa criatura22.
El corazón recibe y da un recado, que encuentra en el papel el vehículo de una mediación entre lo divino y lo humano: «Tanto regocijo le quedó en el alma con la sentencia de las palabras referidas, que después de haberlas asentado en el papel corrió la pluma escribiendo los siguientes afectos nacidos de la fervorosa gratitud con que le abrazaba el Amor Divino»23. Además, es el lugar de la clausula, del contrato legal, donde se rubrica un compromiso, una entrega indisoluble. Los papeles que se guardan en el pecho son siempre aquellos que han dado forma a un pacto que no puede ya romperse, más tarde volveremos sobre la importancia de la «mística del corazón»24.
Con la llegada de sor María Antonia al convento de Santa Mónica comienza el mandato de la escritura con el que los confesores dotan a las almas especiales. Este resulta motivo de indecisión y de zozobra: «Comenzó a temer de sí misma y a querer quemar lo que tenía escrito, pero en medio de esta fatiga oyó al Señor con eficacia al interior le decía: “Lo escrito está escrito”»25.
Las referencias a los cuadernos de la monja puntúan el relato: «dice en uno de sus cuadernos»26; pero ¿qué ocurre con esos cuadernos, esos papeles que «se coordinan»? La Vida de sor María Antonia da entrada a la primera persona, marcada con entrecomillados, introducida por un «dice, y refiere la de transcripción de «cartas»27, «cuadernos», «afectos»28. Se cede al yo el testimonio de las pasiones nacidas de la gracia (o de su ausencia): «El martirio, dice, que aquí padecí, solo el Señor lo sabe, por que ya me parecía que Dios me tenía olvidada, que sus auxilios me faltaban»29; así como la narración del «espiritual y parabólico sueño»30, temática que retomaremos en el apartado siguiente.
De este modo, la Vida se articula como un tejido con dos voces: la del narrador que se presenta como «coordinador», pero que se reapropia de «los papeles que dejó escritos», promoviendo un ejercicio de selección y recontextualización, y la de la profesa, que depende del primero para ser escuchada en pasajes que buscan el testimonio directo de la emoción desatada por la gracia.
Como indica Rubial, en este género no importa tanto la individualidad que es contada, sino el modo en que esta personifica modelos de comportamiento, a partir de una compleja composición textual que bebe de materiales diversos, de intertextos múltiples y de una imaginería de largo recorrido, muchas veces compartida con la pintura31.
Sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad fue clarisa de San Juan de la Penitencia en México. En la «Dedicatoria» que abre el volumen se menciona un problema muy poco frecuente en las vidas, la falta de financiación: «cerradas las puertas de los poderosos y ricos con injustas repulsas, se fueron abriendo de par en par las puertas y las manos de los pobres»32, que ocasiona el retraso en la impresión.
Este se divide en dos libros. El primero de diecisiete capítulos está centrado en el acontecer vital de la protagonista, desde su nacimiento, pasando por las tempranas huellas de su virtud futura: la ausencia de llanto en su niñez y su templanza precoz, la renuncia a cualquier tipo de gala etc. Se rememora su esforzado periplo para lograr ser monja, pasando por el colegio de Belén, el convento del Corpus Christi33, hasta su llegada definitiva a San Juan de la Penitencia. El segundo, con treinta capítulos, describe su noviciado, su profesión y se desliza progresivamente hacia la relación de su compromiso con las virtudes, con la penitencia y la mortificación, así como hacia el relato de las visiones y gracias místicas que la acompañarán a lo largo de su vida. Concluye con su muerte rodeada de un aura de santidad.
En la «Introducción» se asocia, de nuevo, la Vida de sor Sebastiana con el contexto de «santificación» del Nuevo Mundo: «No quiso que careciese más tiempo de las místicas luces de su Evangelio este Nuevo Mundo, dilatado imperio americano»34. Asimismo, es México el destinatario privilegiado de este acontecer: «brillando las virtudes aun en los rincones, tanto que puede contarse por una de las grandezas de México». Los nutridos conventos mexicanos son «índice de mística fecundidad»35. El proceso de «criollización» recorre el libro, tal y como apuntábamos en el caso anterior.
Desde las líneas iniciales el narrador se dibuja como un «investigador» o historiador, que da forma al relato a través de un ejercicio de documentación, donde la «escritura por mandato» nacida de la firma de sor Sebastiana es la principal fuente documental:
R. P. Fr. Miguel Lozano, de quien hacemos en esta Vida repetidas memorias, porque este ejemplarísimo varón fue el que por medio de los escritos, que con formal precepto de obediencia escribió y dejó la Venerable sor Sebastiana, nos administró los principales materiales para la formación de esta historia36.
Como en el libro anterior, las comillas sirven para dar entrada a la palabra de la monja, citando ahora sus cartas: «Eso mismo dice a su confesor en una carta que le escribió»37. Los momentos de gracia mística, de tentación y zozobra espiritual son aquellos donde la transcripción se vuelve necesaria: «no quiero yo amancillar con mi tibieza lo que con dulces y fervientes palabras expresa ella misma dándole razón a su confesor, cuando le intimó este que se la diese»38.
Además, la escritura es sentida por la religiosa como una condena, siguiendo la tópica, que produce numerosas «contradicciones», como reza el título del capítulo X del primer libro: «Escribe la V. María Sebastiana de la Santísima Trinidad las cosas de su Espíritu por mandato de sus confesores, venciendo las contradicciones que para hacerlo se oponían»39. Sor Sebastiana es retratada como paradigma de máxima humildad y de renuncia completa al ego. El acto de tomar la pluma se muestra como la forma más extrema de mortificación:
Primero hubiera elegido las apreturas de la prensa y los tormentos del tórculo que el papel y la tinta para referir lo que pasaba en su espíritu, porque era inexplicable el dolor que le atravesaba, al considerar que su misma pluma había de sacar a lo exterior aquello que aun le costaba mucho decir a sus confesores40.
Por eso dice no entender el propósito de la tarea que se le asigna, que solo cumple por obediencia: «mi propio entendimiento no me da razones a el propósito de lo que se necesita, pero cumplo con hacer estos borrones»41. Además, son muchas las dificultades con las que se va encontrando cuando se enfrenta al blanco de la página, y que contribuyen a incentivar el proceso de mortificación: «Otras veces se iban parando las moscas en el papel», «Otras veces le desaparecía el tintero»42.
De igual modo, la experiencia mística o la tentación afectan al ánimo que permite (o no) continuar esta encomienda: «ha pasado tiempo que no he podido tomar la pluma por el pesado golpe que vino sobre mi corazón»43. Esta tiene origen sobrenatural: «La omnipotente mano gobernaba sus dedos»44. Por eso se retoma, una y otra vez, pese a las dificultades.
Como en el caso anteriormente analizado, el juego de voces puntúa la historia, gracias a la inserción de retazos en primera persona de las «cartas espirituales». El narrador de la Vida resignifica las epístolas al desplazarlas a un nuevo contexto, donde ese supuesto deseo de «tacharse», que dice sentir sor Sebastiana, es, precisamente, el que lleva a recuperar al personaje, desmenuzando sus escritos, enmarcándolos dentro de una historia que busca su engrandecimiento.
La relación entre biógrafo, religiosa y juego textual da lugar a un complejo proceso de auto-representación/representación, de autorías entrelazadas:
La hagiografía de Valdés quizá sea el texto que mejor uso hace de la (auto) representación como estrategia retórica y discursiva. En su afán de representar a sor Sebastiana como perfecta candidata para la santidad, el autor tiene tres objetivos concretos: la glorificación de la vida de su protagonista, la exaltación de México como cuna de venerables y la suya propia como promotor de santos. La triada que empezó sor Sebastiana entre ella, sus cartas y Dios, se convierte solo en uno de los ángulos de la nueva que con su texto ha formulado Valdés en donde él se sitúa como el tercer ángulo de esta nueva trinidad hagiográfica: sor Sebastiana, él y Dios. En otras palabras, el hagiógrafo se inserta en la historia de sor Sebastiana como personaje esencial de la trama45.
El relato ejemplarizante, tanto en el caso de sor María Antonia de la Madre de Dios, como en el de sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad, busca consolidar un modelo de virtud, con fines performativos, que responda al contexto de «religiosidad criolla» del que habla Rubial, donde la extensa geografía novohispana de la conventualidad testimonia la presencia de la gracia en estas tierras. En el seno de este, relator y protagonista, tercera y primera persona se suplementan. El confesor transforma «los papeles que dejó escritos» al recomponerlos sobre una falsilla hagiográfica que promueve la santificación de la figura que se dibuja, pero, al dar entrada a los mismos, a través de la transcripción de retazos, compone un archivo escritural y afectivo de un yo que refuerza con su aparición el mensaje ideológico-político que busca el texto46. De los símbolos que lo sostienen hablaremos a continuación.
Las vidas conventuales, en cualquiera de sus variantes, son historias donde los emblemas y las alegorías corporales tienen gran presencia47. La herencia de la hagiografía, el contexto barroco donde se ubica el grueso de su producción, la Imitatio Christi como hilván o el legado de una genealogía de santidad con su propia iconografía constituyen algunas de las razones de esta: «Fue nuestra V. Virgen visitada, consolada y favorecida de su madre Santa Mónica, Santa Gertrudis, Santa Rosalía y de muchas otras santas vírgenes y con especialidad de Santa Teresa y de Santa Clara»48. Sangre, leche y lágrimas aparecen, en algunos casos, como metáforas de lenguaje (escritura): «aquellas sus extraordinarias lágrimas»49 o con multitud de significados asociados. La mortificación forma parte de la escenografía de los textos:
Con este ánimo comenzó con tal extremada penitencia a hacer tal carnicería en su tierno y virginal cuerpo, amarrándole ásperos y punzantes cilicios y dándole tantos y tan crueles azotes que se juntaban con un casi continuo ayuno, que si no hubiera sido esforzada con sobrenaturales fuerzas, hubiera acabado en breve tiempo con su natural vida50.
Desde aquí, el rastreo de algunos de estos tópicos hace posible ir desgranando diferentes niveles de lectura, ayuda a descifrar significados y a identificar su entramado intertextual; al tiempo que permite determinar vínculos y fricciones entre el juego de voces que proponen y la tradición a la que pertenecen. Para nuestro análisis nos centraremos en dos de estos símbolos: el corazón y el sueño (o la pesadilla).
Ya hemos avanzado cómo la Vida de sor Antonia de la Madre de Dios presenta al corazón como el motor de la existencia, pero también de la escritura, hace de la mística en torno a este órgano uno de sus ejes. Como variante de esta imagen conecta cuerpo y libro:
Ya no gustaba de otra doctrina ni apetecía de otra enseñanza sino de la que Su Majestad le leía en la cátedra de la Cruz, por el descuadernado libro de su Santísimo Cuerpo, porque estas cláusulas sentidas eran las que más impresión hacían en el blanco de su amoroso pecho51.
La bellísima metáfora «el descuadernado libro de su Santísimo Cuerpo»52 nos recuerda que estamos en el contexto de la religión del Verbo Encarnado. La historia de esta religiosa, contada por el narrador o por los entrecomillados de la propia profesa, se nutre de una imaginería que promueve la Imitatio Christi. La monja no solo la reproduce como ejercicio imitativo, sino que los «ojos del alma» la proveen de visiones místicas donde el Señor crucificado se manifiesta:
Venerando con actos interiores de compasiva religión a un Señor crucificado que allí estaba colocado, vio con los ojos del alma que, desclavando sus santísimos brazos, la estrechó amorosamente entre ellos, bañándola y enriqueciéndola con el tesoro infinito de su preciosísima sangre. Al verla estrechada en aquellos heridos y amorosísimos brazos y con el alma anegada en aquellos copiosísimos raudales, que manaban de las perennes fuentes de sus manos y el costado, exclamó con humilde abatimiento hasta el polvo de su nada53.
La sangre de Cristo la envuelve, la anega, o se le da a beber en diversos episodios a lo largo de la Vida. Es líquido sanador, metáfora de gracia y sabiduría. Asimismo, se vincula con otros dos tópicos de gran riqueza iconográfica: las llagas de Cristo y el intercambio de corazones:
Vio que de aquellas hermosísimas fuentes de sus cinco llagas salían copiosísimas corrientes de sangre que bañaban a su alma, sintiendo al mismo tiempo en la boca tal suavidad, que no parecía sino que estaba gustando la suavidad de aquella preciosísima sangre54.
El culto a las llagas cuenta con una dilatada historia, que acaba desplazándose hacia la imagen del corazón, que, poco a poco, ocupa el lugar de la quinta llaga55. Estas alegorizan el sufrimiento que Jesucristo entrega por los hombres. En esta escena sor María Antonia bebe la sangre que de ellas brota. Si el Santísimo Cuerpo es un libro, esta es su tinta. Cuando la monja la ingiere adquiere especial conocimiento, se convierte en legataria de un mensaje que traslada a sus propios escritos y que, a su vez, acaba potenciado por la redacción-transformación de fray José Jerónimo Sánchez.
En otras ocasiones, el corazón resulta herido y esa «llaga» se metamorfosea en enseña de la unión mística.
Lo vio al cabo de tres horas en su alma, en forma de un hermosísimo Niño, y que al reclinar su Santísima Cabeza sobre su corazón se abrió de tal manera, que tuvo puerta franca el Divino Niño para entrar y entrañarle hasta lo más íntimo del corazón, sintiendo al mismo tiempo una herida tan dulce, y una pasión tan amorosa, que se le derretía el alma de contenta […] le quedó el corazón tan sensible y adolorido que el cabo de 43 años no podía ponerse la mano en el pecho, si no era con sumo cuidado56.
Ángela Araya llama la atención sobre el complejo emblema que se incluye en la Vida y que condensa la rica imaginería en torno a este motivo:
En la siguiente imagen, la madre sor Antonia de la Madre de Dios traduce también esa experiencia a un emblema con muchas similitudes con los realizados por Santa Rosa, en las que nuevamente la solución iconográfica la proporciona el corazón.
En el emblema de sor Antonia, el abrazo de unión es reemplazado por un corazón que está sostenido por la mano de Dios, tocado por ella. Abrasado y abrazado57.
En este, el dibujo es «abrazado» por la letra impresa, que condensa, en torno al corazón, con abigarramiento, las principales metáforas que lo apelan.
Asimismo, la Vida de sor María Antonia de la Madre de Dios es particularmente prolija en parábolas, que transmiten un mensaje místico a través de las pequeñas cosas. El alma es comparada con un «vaso calado y lleno de defectos en que el agua se filtra y que para que esté lleno hay que llenarlo muchas veces en la fuente»58, la comunidad religiosa con una cítara59, cuyas cuerdas han de tocar con afinación conjunta. La propia religiosa cuenta estos sueños llenos de mensajes en los pasajes en primera persona que se insertan en el texto:
Entendí, dice, que los granos, que el Señor encerraba en su mano eran las religiosas que habían profesado en este convento de Santa Mónica, y que el haberlos desparramado y caído algunos en distantes tierras era porque habían de salir de aquí a fundar a otras partes y que en la fundación que habían de hacer darían copioso fruto60.
La cotidianeidad se trueca en revelación, cualquier objeto es susceptible de contener una señal, cuyo sentido solo se descifra del todo cuando el cuerpo duerme. Aquí la Vida se aproxima a Primero sueño de sor Juana, solo que ahora el conocimiento no brota de las grandes disciplinas del saber, sino de la simpleza de lo común.
De igual forma, la Vida de sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad retoma la simbólica del corazón —«Estos sensibles efectos produce el incendio fogoso que arde en los corazones»61— en varios pasajes, incluida la estampa de este órgano atravesado por una saeta divina:
Dios tiraba abrasadas saetas tan tiernas a mi corazón, que muchas veces salían a los ojos, que me deshacía interiormente con tanta fuerza, que reventaba dentro del pecho y se necesitaba de respirar más de lo común, y no podía sosegar según los dolorosos toques y llamamientos, que no faltaban para no descuidarme62.
Son estos momentos de «saetas tan tiernas» los que llevan a la voz narradora a ceder el texto a la primera persona. En ellos, a veces, se entrelaza visión infernal y gracia salvadora:
Y vi interiormente como una laguna, que de las aguas salían unas manos muy feas y negras, que me hubieran cogido porque yo estaba muy pegada a la orilla. En este tiempo vi a mi Señor puesto en la Cruz y con mucho amor bajó un brazo y abrazó mi alma, que estaba en el lado del corazón63.
Asunción Lavrin explica cómo, en medio de la zozobra y la angustia espiritual, aparece la figura redentora de Cristo que, «como en otras religiosas de su tiempo, se expresa como un abrazarse a la cruz para experimentar el dolor de Cristo en un gesto que simboliza, más que contemplación cristocéntrica, un revivir cotidiano de la Pasión»64, un elemento común en ambas Vidas.
Sin embargo, si la de sor Antonia era notablemente prolija en esa parábola de las pequeñas cosas, que se declara a través de la visión o el sueño, la de sor Sebastiana reúne una imaginería de lo infernal, también de largo recorrido65, que emerge en las pesadillas. El siguiente pasaje recuerda a las pinturas de bocas del infierno66:
Se veía cerca de la misma cueva, como inmediata a entrar en ella: viendo multitud innumerable de demonios, tan estrechamente juntos y apretados unos con otros entre sí, que parecía que todos formaban un solo cuerpo. De rato en rato sacaban unos las abominables cabezas, otros las manos y otros los pies feísimos […]. Y aunque todos estos tormentos de visiones la afligían en gran manera, no la llegaban a herir tan vivamente el corazón como cuando le representaban cosas torpes y deshonestas67.
El «Voto raro que hizo la Venerable Madre», como lo consigna el autor en el margen de la página: «Reputarse por la criatura más vil del mundo»68, se convierte en el eje del texto, en el punto de encuentro de la vida y de las cartas. Se trata de otra forma de borrado de ese ego obligado a reflejarse en la escritura por mandato, y reforzado por el relato de fray José Eugenio Valdés. La pesadilla impide el cumplimiento de ese voto. Por esto, en este ejemplo la mortificación sí ocupa un plano destacado69:
Hacía disciplina común que eran todos los días diferentes de abrojos, otras de ortigas, otras de acero y varas de membrillo y de sangre con pomas de vidrio, esta duraba una hora y más; los cilicios todos los días y un entero de ayate; los ayunos todos los días, diferentes yerbas amargas, y cocidas, de pan u agua, de semita y agua, y de no comer hasta hacer colación a la noche y de una vianda70.
Esta forma parte de un proceso de aniquilación buscado, que se enfrenta a infinitas trabas, especialmente al mandato de la letra. Los pasajes de penitencia son muy comunes en la tradición de santidad femenina, hay diversas muestras a lo largo del libro, pero lo que más interesa aquí es esa «contradicción» en la que ha quedado atrapado un yo, que se dice obligado a escribir (otra forma de auto-castigo) y, por tanto, a dejar una huella que impide su anhelada desaparición, cuando cumplir con este mandato es la única forma de contribuir a esta. Mientras, ese mismo yo es reapropiado y rescrito por el relator de la vida, reproduciendo la misma paradoja.
En ambos libros, tanto en los pasajes en tercera persona, como en aquellos entrecomillados donde aparece la voz de la religiosa, el cuerpo es un «descuadernado libro», punto de encuentro de herencias simbólicas y de metáforas desde las que armar una historia de virtud femenina que merezca ser escrita, donde la mística del corazón actúa como hilván. La profesa se mira (o es mirada por el confesor/ narrador) en el espejo de la Pasión y del modelo virginal de María, así como en las reinterpretaciones que les ha legado una genealogía hagiográfica particular, en cada caso, para, desde aquí, construir su propio programa, centrada en el Sueño parabólico y en el «extraño voto», que es lastrado por la pesadilla.
Sor Antonia y sor Sebastiana escriben por mandato, la escritura es sentida, según la tópica del género, como una pesada carga, pero, a su vez, resultado de la gracia. Sus biógrafos no solo las retratan con la pluma en la mano, sino que les «dan voz» al insertar fragmentos de sus textos entrecomillados en el relato, especialmente en aquellos momentos, donde el afecto, nacido del encuentro místico o de la tentación, conmueve al lector al ser contado en primera persona. Para ello, ambas vidas recurren a una iconografía de motivos corporales, donde se destaca la mística del corazón, cuyo rastreo nos aporta destacadas claves para leer las continuidades y rupturas con la herencia a la que pertenecen.
Asimismo, la Vida de sor Antonia de la Madre de Dios hace del «sueño parabólico» y de la mística de las pequeñas cosas uno de sus rasgos más singulares, la Vida de sor Sebastiana de la Santísima Trinidad recurre a la imaginería infernal y, ante todo, al voto de transformarse en la última y la más vil de las criaturas para singularizarse, hiperbolizando, desde aquí, la fricción entre este y el mandato de la letra. Muchos de sus símbolos proceden de una estética barroca que seguía vigente, porque: «Criollos, mestizos e indios encontraron en el Barroco un lenguaje plástico en el que se podía definir la cultura que estaba naciendo y que era, como él, inasible, contradictoria y plural»71.
Las vidas de sor Antonia de la Madre de Dios y de sor Sebastiana Josefa de la Santísima Trinidad ejemplifican la vigencia que tuvo el género en la sociedad novohispana de principios de siglos xviii, en un momento donde el pensamiento criollo buscaba fórmulas de expresión. Las narraciones ejemplares, que promovían modelos de actuación, pero que también testimoniaban la presencia divina en tierras americanas se convirtieron en partícipes de su difusión.