Resumen: Durante el gobierno de la Casa de Austria el juramento de lealtad al heredero fue un acontecimiento público revestido de un gran aparato escenográfico, como consecuencia de la implantación de la etiqueta borgoñona en la corte española y la configuración de un uso indumentario que actuó como promoción de la grandeza de la familia real. El presente estudio examina los trajes que vistieron los príncipes de Asturias en tan fastuosa solemnidad y sus magistrales artífices, dando así visibilidad a uno de los aspectos menos conocidos de la misma.
Palabras clave: Indumentaria infantil, Casa de Austria, príncipe de Asturias, etiqueta borgoñona, sastres del Siglo de Oro.
Abstract: During the reigns of the House of Austria, oaths of allegiance to the heir were public events featuring grandiose staging as a consequence of the introduction of Burgundian etiquette into the Spanish Court and the usage of apparel that served to uphold the royal family’s greatness. This study examines the outfits that the princes of Asturias wore at these lavish solemn events and their masterful couturiers, thus spotlighting one of the least known aspects of these ceremonies.
Keywords: Children’s clothing, House of Austria, Prince of Asturias, Burgundian etiquette, Golden Age tailors.
Artículos
El atuendo de los príncipes herederos en el juramento de lealtad de las Cortes de Castilla (siglos xvi y xvii)
The Attire of the Crown Princes at the Loyalty Oath of the Courts of Castile (16th and 17th centuries)
Recepción: 11/01/2022
Aprobación: 23/02/2022
Es bien sabido que la dignidad de príncipe de Asturias se remonta al año 1388, cuando Juan I de Trastámara quiso identificar a su primogénito, el infante don Enrique, como heredero de la Corona de Castilla1. En adición al nuevo título se concertó el matrimonio entre don Enrique —de tan solo 9 años—, y su prima Catalina de Lancaster Borgoña, reconociendo también a esta como Princesa de Asturias y, en consecuencia, solucionando el conflicto sucesorio entre ambas casas castellanas (Tratado de Bayona). La concesión regia tuvo el beneplácito de las Cortes celebradas en Briviesca, instaurándose un ceremonial improvisado, aunque con cierta solemnidad, en el que se confirió atención a los objetos suntuarios: «asiento en trono, manto púrpura, sombrero en la cabeza, vara de oro en la mano, ósculo de paz en la mejilla y proclamación como príncipe de Asturias»2. El atuendo dotó así de significado a la investidura hecha efectiva en la catedral de Palencia, recurriéndose a la imposición del chapeo y el manto real con el evidente propósito de sublimar a quien recibía el señorío asturiano y habría de gobernar los reinos de Castilla.
Con la entrada al gobierno de los Habsburgo el ritual se mantuvo ajustado a la primitiva fórmula medieval que exigía la reafirmación del heredero por la Asamblea castellana, a pesar de que la dignidad era adquirida desde el mismo momento del nacimiento. En 1528 el emperador Carlos V dispuso que su primogénito, el príncipe Felipe, fuese jurado en la madrileña iglesia de San Jerónimo «por ser la mayor de esta villa»3; lugar, que adquirió la prerrogativa de convertirse en escenario oficial del acto una vez que Madrid pasó a ser capital del reino en la primavera de 1561. Junto a este hecho, concurrió la implantación de la etiqueta borgoñona en la corte española que, como resultado, revistió el ritual de un gran aparato escenográfico. Las formalidades protocolarias que debían guardarse se fueron codificando a fuerza de repetirlas, hasta que en el último cuarto de la centuria quedaron perfectamente definidas: se embellecía el templo con soberbias alfombras y tapicerías de oro y seda, se retiraba la reja de la capilla mayor para colocar un tablado elevado hasta el crucero, y en el lado de la epístola, se armaba un suntuoso dosel de terciopelo y damasco carmesí para albergar a los monarcas y sus descendientes.
Aunque la ceremonia de juramento debe ser entendida como un todo indivisible y coherente en el contexto de una monarquía católica, esta transcurría en dos partes bien diferenciadas. La primera, estrictamente religiosa, correspondía a una solemne eucaristía, tras la cual, el cardenal o arzobispo oficiante —normalmente el de Toledo por ser considerado primado de España—, administraba el sacramento de confirmación al príncipe. La segunda, con carácter de Estado, se iniciaba sentando al heredero en el altar mayor —con arreglo a su edad en una silla de brocado o un carretón—, dando lugar a que el miembro más antiguo del Consejo de Castilla leyera la escritura de pleitesía. Acto seguido, los procuradores, títulos nobiliarios, prelados y oficiales de palacio mostraban su lealtad al futuro soberano en un besamanos ante la cruz y los Santos Evangelios.
La fijación del ceremonial culminó en 1651 con la elaboración de las Etiquetas Generales de Palacio, en las que se registró por escrito el proceder y la disposición en el templo tanto del acompañamiento como de todos los elementos visuales y litúrgicos que conformaban la escenificación. Este códice, conservado en el Archivo General de Palacio4, incluye una lustración glosada de la planta de San Jerónimo (fig. 1), donde podemos observar la organización establecida en el siglo anterior y aplicada en el juramento del príncipe Baltasar Carlos, último de su estirpe en línea varonil cuya dignidad fue verificada por las Cortes de Castilla.
Los numerosos estudios dedicados a este asunto han prestado escasa atención a la indumentaria de sus protagonistas, restando importancia al destacado papel que jugó el vestido en la promoción de la grandeza de la familia real, que en esta celebración adquirió un especial lucimiento por su particular excelencia y lujo simbólico de herencia borgoñona. Esta circunstancia justifica el presente trabajo en el que pretendemos exponer cuáles fueron las galas destinadas a ensalzar a los herederos de la Casa de Austria, qué tipo de textiles y aderezos se utilizaron y quiénes fueron sus habilidosos artífices; pues no en vano, la sastrería hispana se impuso en la Europa aurisecular como modelo a seguir por su compleja elaboración, refinada calidad y valor inigualable.
El 5 de febrero de 1528 el emperador Carlos V convocó urgentísimas Cortes desde Burgos para celebrarlas en Madrid, pues la ofensiva de Francisco I forzaba su partida hacia Italia5. En prevención a su posible fallecimiento era preciso jurar al heredero, asegurando con ello el orden sucesorio y la estabilidad de Castilla: quedaría así la reina Isabel como gobernadora hasta la mayoría de edad del príncipe Felipe6.
Los emperadores llegaron a Madrid el 7 de marzo y se instalaron confortablemente en el Alcázar Real para, el 19 de abril siguiente, celebrar el acto en el monasterio de la Orden Jerónima. Ambos hicieron su aparición ante las Cortes junto a doña Leonor —reina de Francia— y doña Guiomar de Melo, camarera mayor de la emperatriz, a quien le correspondió el honor de llevar al príncipe en sus brazos7; hecho que la convirtió en la máxima autoridad de la celebración desde el punto de vista de la etiqueta8. El acto dio comienzo con una misa solemne de pontifical oficiada por el arzobispo de Toledo, don Alonso de Fonseca —que también había bautizado al príncipe—, al final de la cual prestaron juramento los prelados, la nobleza y los procuradores, además de la reina Leonor en calidad de infanta de España.
Desafortunadamente las fuentes no especifican cómo era el vestido del tierno Felipe que, a la sazón, apenas contaba un año; si bien, es precisamente su edad la que nos revela el dato. Fue el día de Santiago de 1531, con motivo de la ordenación de tres religiosas en el convento abulense de Santa Ana, cuando la reina permitió a su hijo por primera vez que cambiara los sayos que utilizaban ambos sexos por el conjunto de cuera, jubón y calzas reservado a los varones9. Hasta entonces, el príncipe había sido vestido con este tipo de túnica de tradición medieval, cuyo uso, según queda testimoniado en los inventarios de palacio, perduró en los niños reales a lo largo de todo el Siglo de Oro10. Al respecto, sabemos que en 1498 para el recién nacido príncipe don Miguel —nieto de los Reyes Católicos—, se compró en Zaragoza «tela de holanda para unos say[i]tos y pañales»11, y también el príncipe Carlos12 y sus hermanas Isabel y Catalina fueron criados con estos vestidillos de sayo. Puede citarse, por ejemplo, que el 3 de diciembre de 1566 el guardajoyas de Isabel de Valois, Cristóbal de Oviedo, compró al mercader Baltasar Gómez «dos onzas y cuarta de [hilo de] seda blanco y azul para coser dos mantillas y dos habiticos de la infanta [doña Isabel]»13, y el 26 de febrero del año siguiente otras «tres onzas y cuarta de [hilo de] seda blanco y azul para unos habiticos azules»14. Pocos días después, se adquirieron randas de plata para aderezarlos15.
Estos indumentos, denominados indistintamente por los sastres reales como «habitillos», «sayitos» o «saquitos», eran utilizados desde el segundo o tercer mes de vida cuando se liberaban los brazos de las fajas de compresión16, y resultaban idóneos para los lactantes por la comodidad que confería su sencilla hechura trapezoidal, confeccionándose en géneros suaves de seda o algodón (holanda, cotonía, bocací, raso…), y guarnición de pasamanería, randas metálicas, o ribetes de su propia tela.
La emperatriz Isabel había ordenado a su sastre de cámara, Jorge Díaz —a quien trajo de Portugal en 152617—, que evitara los aderezos y telas de oro en los vestidos de sus hijos, a fin de educarlos diligentemente con cierta austeridad. Por regla general, la restricción de este lujoso metal también debía aplicarse en las vestiduras de los domingos, siendo la norma únicamente disculpada en aquellas ceremonias notables en las que era de obligado cumplimiento manifestar su estirpe —como era el caso del juramento del heredero—, e incluso, ella misma predicó con el ejemplo al circunscribir el oro y el carmesí a sus manifestaciones en majestad18. Con todo, sabemos que los pequeños Felipe y María competían en el número de vestidos de su guardarropa, pues así lo confirmaba la marquesa de Lombay, dama de doña Isabel, en una misiva dirigida al emperador:
Pasan su tiempo el príncipe y la infanta en envidias sobre cuál tiene más vestidos, aunque Su Majestad no se los quiere dar de tela de oro, siquiera para vestir los domingos […]. Ocaña, a xv de noviembre [de 1530]19
Varias son las fuentes iconográficas que ilustran los sayitos infantiles, ofreciéndonos un punto seguro de referencia para concretar el atuendo que vistió el príncipe Felipe en su juramento. Así, podemos observar esta prenda en el retrato familiar de Maximiliano II conservado en Viena (fig. 2), y también al propio don Felipe en la estampa en ípsilon pitagórica que Antonio de Honcala le dedicó en 1546, donde aparece representado en tres momentos de su infancia: recién nacido en la cuna, jugando con una matraca mientras hace volar un pajarillo, e instruyéndose en letras20 (fig. 3).
Es interesante señalar que durante la década de 1520 Margarita de Parma, hija natural del emperador, estaba siendo criada en Bruselas por Andrieu de Douvrin, copero de Fernando I, bajo la supervisión de su tía abuela Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos. Consta que en 1527 la Tesorería General de Borgoña asignó a la niña 449 libras «por mandato y orden del señor emperador» para los gastos de boca de esta y su nodriza, además de «una partida de tela de oro auténtico, sábanas de seda y lino, pieles pardas, martas, cabritillas y otras partidas para hacer ropa para su cuerpo y uso»21. Este hecho pone de manifiesto el trato desigual que existió entre la progenie de Isabel de Portugal, sujeta a ciertas limitaciones en el vestir, y las concesiones otorgadas a la pequeña Margarita; que más allá de constituir un beneficio compensatorio por su situación desfavorable, debe ser entendido como un paradigma de la opulencia de tradición borgoñona.
Cuando la emperatriz Isabel falleció en 1539 Jorge Díaz fue transferido a la Casa de sus hijas, las infantas María y Juana, ocupándose también del guardarropa infantil del príncipe Carlos que fue criado con ellas en Aranda de Duero22. A partir de 1550 el sastre designado para vestir al príncipe fue Antonio Díaz23, quien ocupó dicho cargo hasta la prematura muerte de este en 156824.
La jura de Carlos de Austria fue celebrada en la catedral de Toledo el 22 de febrero de 1560, por ser esta la ciudad que albergó la Corte entre 1559 y 1561 y, por tanto, el lugar donde habían de celebrarse las Cortes. Cabrera de Córdoba dio cuenta de que el traje que vistió el heredero en la ceremonia era «de tela de oro parda», e iba adornado con ricas bordaduras metálicas y «muchos botones de perlas y diamantes»25. Aunque la referencia es exigua en detalles, sabemos que tenía entonces 14 años, por lo que la alternativa indumentaria no pudo ser otra que un conjunto de calzas, jubón y coleto. Contamos además con el retrato que Felipe II mandó enviar a Viena con fines matrimoniales a través del embajador imperial Adam von Dietrichstein26 (fig. 4), de suerte que la imagen ceremonial del heredero ante las Cortes castellanas fue, sin duda, similar a la que nos ofrece este lienzo.
Más preciso es el historiador en lo que concierne al atuendo del soberano, del que especifica que el ropón era de terciopelo negro forrado en martas y botones de diamantes, y el vestido, a juego en tonalidad con el de su hijo, amarillo labrado con cordoncillos pardos y amarillos27. Dicha labor correspondió a Daniel de Villasinda (antiguo bordador de la emperatriz Isabel), quien junto con su yerno, Diego Rutiner, trabajaron al servicio de Felipe II y su primogénito28.
En la contaduría de la Casa del príncipe Carlos ha quedado registro de que el 16 de febrero de 1560 Villasinda y Rutiner bordaron en Toledo «cuarenta y ocho varas de tiras de unas cadenitas de oro y plata de canutillo»29, el cual fue suministrado por el tirador de oro Antonio Hernández, y que Antonio Díaz se ocupó de asentar dichas tiras sobre un vestido del príncipe30. Asimismo, figura que el 21 de febrero el cordonero Simón del Castillo entregó a Díaz una vara de cordón de oro y plata para las presillas de los botones de una cuera y un bohemio de tela de oro para servicio del príncipe31, y la costurera Juana de Mirabal entregó una camisa especialmente labrada con vainicas y puntas de cadeneta32. Atendiendo a la fecha y a la información aportada por Cabrera, estos indumentos parecen corresponder con los que el heredero lució el día de su jura.
El 14 de noviembre de 1570 Felipe II contrajo nupcias en el alcázar segoviano con su sobrina Ana de Austria, hija de su hermana María y el emperador Maximiliano II, su primo (fig. 2). Los cónyuges hicieron su entrada oficial en Madrid el 26 de noviembre33, emprendiéndose durante los meses subsiguientes la conformación y puesta en funcionamiento de la Casa de la nueva reina. La tarea no fue fácil, hasta el punto de que la asignación de sastre fue objeto de controversia en los despachos del rey, pues con razón, era uno de los puestos más reconocidos de entre los oficios de manos de la Real Cámara. En concreto, el enfrentamiento se produjo entre don Antonio de la Cueva, mayordomo mayor de la reina, y Margarita de Cardona, dama de confianza de la emperatriz María, que pertenecía a su círculo de cortesanos católicos predilectos y había sido nombrada por esta para organizar y adecuar el personal de asistencia de su hija.
Para entender la disputa debemos remontarnos al año 1565, cuando María de Austria —siempre interesada en controlar todo lo concerniente a su hijos—, confió al sastre Francisco de Herrera la tarea de vestir a los archiduques Rodolfo y Ernesto34. La decisión no debe resultar extraña si consideramos que el alfayate de la emperatriz era Marcos de Herrera, tío de Francisco35, por lo que debió ser esta una muestra de correspondencia hacia el artesano encargado de su apariencia. Cinco años más tarde, se dio por finalizado el periodo de instrucción de los archiduques en Madrid, al reclamar el emperador Maximiliano la presencia de Rodolfo en la Corte Imperial con ánimo de ungirlo rey de Hungría. De este modo, en enero de 1571 ambos hermanos pusieron rumbo a Viena, quedando Francisco de Herrera libre para asistir a la reina doña Ana.
Don Antonio de la Cueva, marqués de Ladrada, se mostró en completo desacuerdo con la directriz de Cardona que otorgaba a Herrera el puesto de sastre titular de la reina, postulándose a favor de René Geneli, tarasí de la finada Isabel de Valois que residía en la Corte al servicio de las infantas Isabel y Catalina. De la Cueva no dudó, incluso, en arremeter contra el protegido menestral en un escrito al rey, en el que de forma explícita dio cuenta de su manifiesta incompetencia en el corte de las hechuras femeninas:
Herrera no es buen sastre de mujer ni nunca hizo de vestir a mujeres si no es a la Dietristán y a sus hijas, y ansí todos los oficiales de las guardajoyas dicen que los más vestidos que ha hecho para la reina nuestra señora los ha errado y, demás de esto, aunque por la mayor parte hay pocos sastres que no hurten, lo que este hurta es muy sin moderación36.
El Rey Prudente conocía bien el talento del experimentado Geneli y comprendía las quejas del marqués37, si bien era prioritario que el asunto no afectara a la relación cordial con su hermana, por lo que la salomónica decisión regia fue otorgar plaza de asiento a ambos menestrales. Herrera mantuvo así el cargo de sastre de la soberana, y Geneli, de las infantas; aunque la totalidad de las cuentas se englobaron en la misma Casa.
El 31 de mayo de 1573, con la servidumbre de la reina perfectamente consolidada, se celebró en San Jerónimo el juramento del príncipe Fernando. La reina salió del Alcázar Real a las ocho de la mañana acompañada de la marquesa de Berlanga, su camarera mayor, y los archiduques Alberto y Wenceslao, sus hermanos. Estos llevaban trajes encarnados y tudescos de raso pardo al estilo alemán38, y la reina, vestida por Herrera, con una saya de lama blanca de plata ribeteada con tres fajas de labor de bastoncillos de oro, al modo de la galera representada en el lienzo del Prado (fig. 5). Completaban su atuendo un jubón de raso blanco bordado con el mismo material metálico, y un tocado aderezado con rubíes y diamantes39.
El rey, que se había instalado en San Jerónimo el día anterior, salió a recibirlos a la puerta del monasterio engalanado con jubón y calzas de seda blanca y ropilla de raso negro con botonadura de oro, procediendo entonces a entrar en la iglesia. Poco después de las diez, la familia real tomó asiento dentro de la cortina y don Diego de Covarrubias, obispo de Segovia —que también había sido oficiante de los desposorios de los monarcas— dio comienzo a la solemne misa de pontifical con la ausencia de doña Juana de Austria, que se encontraba indispuesta40. Tampoco el príncipe de Asturias permaneció en el dosel real durante la eucaristía, pues además de su escasa edad (no había cumplido el año y medio), aún se encontraba recuperándose de unas tercianas41, de manera que estuvo custodiado en los aposentos anexos hasta el momento del juramento. Al término de la misa fueron a buscar al heredero, siendo porteado hasta el altar mayor por don Francisco de Aragón, duque de Segorbe, flanqueado por los archiduques Alberto y Wenceslao. Acto seguido, el duque lo sentó en un carretón de plata —símbolo de su categoría, que se había fabricado ex profeso42—, dando lugar al llamamiento de los presentes al estrado para rendirle pleito homenaje, aunque durante el transcurso del fatigoso acto el príncipe comenzó a inquietarse, por lo que la marquesa de Berlanga lo cogió en brazos quedándose dormido43.
El príncipe iba ataviado por Francisco de Herrera en sintonía con su madre con un baquerillo largo de raso blanco guarnecido con cenefas labradas de canutillo de oro, plata y perlas, y sus mangas colgantes «a la turquesca»44 (fig. 6). Por su parte, Geneli optó por vestir a las infantas Isabel y Catalina con sayas de seda morada guarnecidas con terciopelo y bordaduras de canutillo de oro y plata, además de sendos jubones de raso blanco labrado. Ambas fueron dispensadas de jurar a su hermano por razones de edad, de manera que presenciaron la ceremonia desde una ventana que daba al oratorio45. Concluido el acto, se retiraron los reyes y acompañantes a sus aposentos y, al día siguiente, llevaron al príncipe al monasterio de las Descalzas.
Dos actos solemnes acontecieron en la capilla del Alcázar Real a comienzos de 1580: el bautismo de la infanta María el 21 de febrero, y el juramento del príncipe Diego Félix el 1 de marzo, puesto que el título de heredero al trono había quedado vacante tras el fallecimiento de su hermano Fernando en 1578. A pesar de que la costumbre dictaba que el primero de ellos tuviese lugar en la iglesia de San Gil y el segundo en San Jerónimo, debía guardarse luto por el fallecimiento de Enrique I de Portugal, y la reina Ana aún se encontraba convaleciente por el alumbramiento de la infanta, de modo que se decidió no salir fuera de palacio en ambas celebraciones46.
A finales de enero Francisco de Herrera dio comienzo a los trajes que la reina y el príncipe habían de lucir en el bautismo de la pequeña María, al tiempo que René Geneli hacía lo propio con las sayas de las infantas Isabel y Catalina. Todos estos indumentos fueron elaborados con sedas negras como signo de duelo, con la salvedad del párvulo Diego a quien sus 4 años de edad le eximieron de tal obligación, optándose por el uso de tonos vivos tanto en las prendas como en los accesorios y adornos47. El color formaba parte consustancial de la infancia en la España aurisecular, de modo que Herrera confeccionó un baquero de raso amarillo guarnecido con pasamanos de plata y docena y media de alamares, coordinado con una montera y un juboncillo del mismo género. El sastre cobró por esta labor el montante de 272 reales48; los mismos que también debió percibir por el vestido de idénticas características que observamos en el retrato de Liechtenstein (fig. 7).
Los textiles que integraron el alegre atuendo se compraron el 20 de enero al mercader Baltasar Gómez —proveedor de la Casa de la reina—, y fueron llevados hasta palacio por el guardajoyas Cristóbal de Oviedo y su ayudante Pedro Díaz de Ochoa. En suma, los diferentes cortes ascendieron a 300 reales, a razón de ocho varas de raso amarillo de Florencia para el jubón, el baquero y la montera (7.514 maravedís); siete varas y media de tafetán amarillo de Granada para forrar las prendas (1.912 maravedís); tres onzas de hilo de seda para coserlas (480 maravedís); dos varas de listón y media de anjeo para refuerzo de los dobladillos49 (87 maravedís), y una sesma de terciopelo amarillo para la pretina (204 maravedís)50.
La aflicción por el óbito del rey-cardenal motivó que algunos preceptos de la etiqueta se suspendieran en esta celebración sacramental; por ejemplo, no se construyó el tradicional pasadizo por el que desfilaba la comitiva, accediéndose a la capilla real a través de la sala grande del alcázar. En cambio, sí fue embellecido el recinto sagrado con fastuosas tapicerías de oro y plata y el habitual tablado cubierto de alfombras sobre el que se asentaba la pila bautismal51.
Una semana más tarde, las concesiones al ornato estuvieron igualmente presentes en la ceremonia de juramento, instalándose las mencionadas colgaduras textiles y la cortina de brocado en el lado de la epístola, con sus correspondientes sitiales de terciopelo carmesí y una sillita tallada y tapizada expresamente para el heredero52; aunque esta vez, hubieron diferencias notables en la indumentaria de la familia real. La reina solo guardó luto liviano portando una saya de terciopelo negro aderezada con exquisitas puntas de oro53, mientras que las infantas Isabel y Catalina interrumpieron las vestiduras de duelo con sayas de raso blanco aderezadas con cenefas almenadas de oro, que fueron puestas a disposición de Geneli por el cordonero real Pedro de Prado54.
Los relatos contemporáneos detallan que el traje del príncipe de Asturias era de raso encarnado, bordado «a la redonda» y las calzas acuchilladas55. Así lo ratificaba Alonso Sánchez Coello al describir un retrato conmemorativo que se envió a los Países Bajos por mandato regio: «vestido de raso encarnado bordado calzas y cuera, que es con [el] que juraron a Su Alteza»56. Sin embargo, las cuentas de pago a Francisco de Herrera nos informan que se realizaron dos conjuntos para la ocasión. El primero de ellos, correspondiente al día del juramento, estaba compuesto por una cuera de raso carmesí con bordaduras de plata y un bohemio del mismo género, cuyo ruedo iba aderezado con dos cenefas sobre pestañas de terciopelo (fig. 8). El segundo, destinado al día de la víspera, lo integraba una coleto y capote de raso blanco guarnecido con suntuosas randas importadas de Italia. Ambos capotes fueron forrados con velillo de plata de Milán, abonándose al sastre 653 reales por la totalidad de las hechuras:
Hice para la jura de Su Alteza un jubón de tela de oro y plata estofado y con sus trencillas de oro y plata, de hechura 26 reales y medio; de los ojales de este jubón 2 reales. Más hice un coleto de ámbar [o raso brillante57] blanco, aforrado de tafetán y acuchillado, guarnecido con unas randas de oro y plata de Italia todo lleno, con los picadillos y brahones guarnecidos, de hechura 44 reales. Más hice un capotillo de tela de plata aprensada, guarnecido con sus randas de oro como el coleto y aforrado en tela de plata, de hechura 110 reales. Más hice otro capote de raso encarnado prensado y guarnecido con dos bordaduras de plata sobre [pestañas de] terciopelo carmesí, las mangas todas llenas y aforrado todo en tela de plata aprensada. Hízose en una noche, de hechura 132 reales. Más aderecé un coleto de raso encarnado bordado, y sale hecho con faldillas bordadas de otro coleto, de hechura 66 reales; de los ojales de este coleto medio real58.
No debe resultar extraño que, aun siendo una celebración extraordinaria, el coleto carmesí fuese confeccionado con género reutilizado, pues esta fue una práctica muy habitual entre los Habsburgo; inicialmente llevada a cabo por Isabel de Portugal59, pero repetida sistemáticamente por sus sucesoras en el trono. Una vez que las prendas habían cumplido su función o se habían quedado pequeñas por el natural crecimiento de los infantes, se le extraían las fornituras o sedas más ricas para su aprovechamiento y, asimismo, los monarcas cedían determinadas vestiduras de calidad a su progenie, que eran convenientemente adaptadas a sus dimensiones. Por ejemplo, en noviembre de 1592, cuando el príncipe Felipe III se dirigía a Tarazona para ser jurado por las Cortes de Navarra y Aragón, el peletero Adrián Millor «aderezó y recosió un bohemio de martas de Su Majestad [Felipe II] que se dio al príncipe nuestro señor y se puso como suyo»60.
La labrandera Petronila de Contreras fue la encargada de coser «dos camisas de cadeneta aderezadas con encaje y puntas muy lindas, para cuando jurasen por príncipe a Su Alteza»61, una para cada uno de los conjuntos. Cabe entonces preguntarnos quién hizo las calzas acuchilladas, ya que Herrera no las menciona. La respuesta la hallamos en el Archivo de Palacio: los gregüescos no eran confeccionados por los alfayates de cámara o las costureras, sino por los calceteros, cuya labor también incluía la realización de zaragüelles, manguillas y medias de punto. Una orden de pago al calcetero real Juan de Escobedo da noticia de ambos pares de gregüescos:
En primero del mes de marzo [de 1580] hice para el príncipe [Diego Félix] nuestro señor unas calzas de unas randas con sus pestañas al canto, aforradas en raso, de la hechura tres ducados. Este día hice al príncipe nuestro señor unas calzas bordadas encarnadas, de la hechura dos ducados y medio62.
Así pues, las calzas con pestañas y randas hicieron juego con el conjunto blanco de la víspera, mientras que las bordadas de plata, con el traje encarnado del juramento.
Al margen del coleto reciclado, los tejidos necesarios para el vestido carmesí procedían de las existencias custodiadas en el guardajoyas de la reina, incluida la tela de oro y plata con la que se fabricó el jubón; si bien, fue preciso comprar a Baltasar Gómez una vara de holanda para forrarlo, dos tercias de brin para entretelarlo, cuatro onzas de algodón para acolcharlo y media onza de hilo para coserlo63, además de media vara de terciopelo negro para la gorra que se entregó al sombrerero Pedro de Prado. Por el contrario, los paños del traje blanco fueron adquiridos en su totalidad de la sedería de Gómez; entre otros, el raso florentino que se usó como tejido principal y el velo milanés de plata con el que se forró el bohemio64. El guarnicionero Miguel Juárez fue el encargado de fabricar los dos talabartes, y el artesano de armas Gregorio Ruiz las dos vainas de la espada, que había sido heredada por el príncipe Diego de su hermano Fernando65.
La reina Ana falleció en 1580 dejando viudo a Felipe II por cuarta vez, si bien, Francisco de Herrera continuó desempeñando su cargo al servicio de los infantes Diego, Felipe y María. Desgraciadamente, unas viruelas acabaron prematuramente con lo vida del primero en 1582, e idéntica suerte corrió pocos meses más tarde la pequeña María. Tales desdichas no fueron las únicas que acontecieron en palacio durante estos años, pues Herrera también enfermó en septiembre de 1583, y aunque fue suplido provisionalmente por el alfayate segundo Bartolomé González, finalmente falleció a primeros de noviembre66. Desde entonces, y durante el resto de su gobierno, el monarca compartió su sastre de cámara, Jaime Rodríguez67, con el único hijo varón que le quedaba: el príncipe don Felipe.
Como consecuencia de estos hechos fue preciso convocar nuevas Cortes para jurar al heredero, fijándose la ceremonia el 15 de octubre de 1584 para el 11 de noviembre siguiente68. Para la solemne ocasión Rodríguez confeccionó al rey un vestido negro compuesto de ropilla de gorgorán, calzas de terciopelo y capote de raja aderezado con cordoncillos sobre pestañas de raso, al que acompañaron una gorra alta de terciopelo y el Toisón «grande» de Oro69. Asimismo, para el príncipe don Felipe cosió un coleto de raso amarillo de Florencia bordado con hilos de plata en labor de «pecho de azor»70, y un bohemio de la misma guarnición forrado con lama de idéntico metal71. Completaban el atuendo el collar del Toisón que le fue impuesto con ceremonias reales en Aranjuez el 1 de mayo de 1583, botas blancas, espada dorada con vaina de terciopelo amarillo, y gorra negra aderezada con un cintillo de perlas, del que nacían péndolas blancas y amarillas que fueron suministradas por el plumajero Pedro de Torres72 (fig. 9).
La autoría de este atavío fue compartida con el calcetero Lesmes de Ayala, el espadero Gregorio Ruiz y el sombrerero Pedro de Prado. El primero, fue artífice de los cañones plateados y los gregüescos ribeteados, el segundo, de la vaina de la espada, y Prado, ejecutor de la gorra. Los textiles para su realización se compraron, una vez más, al mercader Baltasar Gómez, a razón de siete varas de raso amarillo para el coleto y el bohemio, y otras tres, para las calzas73. No fue este, sin embargo, el único vestido que los susodichos artesanos confeccionaron al heredero, ya que, como ocurrió con el príncipe Diego, también se elaboró un segundo traje blanco para la víspera del juramento, que fue lucido en el protocolario traslado desde el Alcázar Real hasta San Jerónimo74. Jaime Rodríguez nos da las indicaciones exactas de cómo era cada uno de los dos vestidos utilizados en el acontecimiento:
Hice en fin del dicho [octubre de 1584 para la víspera de la jura del príncipe Felipe] otro bohemio y saltambarca de raso blanco emprensado, guarnecido el bohemio con dos caracoles75 de oro, y por guardas de cada uno dos majadericos, y la ropilla de la misma guarnición, cuerpo y mangas todo lleno de largos y aforrado el bohemio en velo verde de plata emprensado; de la hechura de este vestido, ocho ducados […]. Más hice en 10 de noviembre para [la jura de] Su Alteza otro bohemio de raso amarillo y una cuera, todo bordado; el bohemio con dos fajas bordadas y aforrado en velo de plata y la cuera emprensada y forrada en bayeta y tafetán; de la hechura [de] todo este vestido, siete ducados; de los ojales de esta cuera, dos reales76.
También se adquirieron de la sedería de Gómez 47 varas de raso amarillo de Florencia para que René Geneli cortase las sayas a las infantas Isabel y Catalina, que fueron labradas por el prestigioso bordador Lucas de Burgos con exuberante recamado de oro, plata y perlas y guarnición de cenefas florales de ajenuz que ribeteaban los ruedos, las bocamangas y los centros delanteros. Geneli percibió por la hechura de ambos vestidos 421 reales77, y Burgos, otros 374078.
La Hispanic Society de Nueva York conserva entre sus fondos una tabla de gran valor testimonial que ilustra el momento previo al juramento (fig. 10), donde curiosamente, las infantas aparecen representadas conforme al atuendo que lucieron el mismo día de la ceremonia —con sus sayas amarillas y diademas de orfebrería79—, mientras que el monarca y su primogénito lo hacen en correspondencia a las vestiduras que llevaron en la jornada precedente80.
El príncipe Felipe IV fue jurado como heredero al trono el 13 de enero de 1608, a la edad de dos años y 9 meses. La misa fue presidida por el cardenal y arzobispo de Toledo, Bernardo de Sandoval y Rojas —sobrino del duque Lerma—, quien también había oficiado su bautismo en la iglesia de San Pablo de Valladolid el 29 de mayo de 160581. Para el protocolario acto se siguió el patrón indumentario preexistente en la jura del príncipe don Fernando, de tal manera que toda la familia real lució vestiduras blancas. Felipe III encomendó a su alfayate Lorenzo Rodríguez Varela (hijo y sucesor de Jaime Rodríguez), un traje albar aderezado con bordaduras de plata y un bohemio púrpura forrado con lobo cerval (lince)82, y la reina hizo lo propio con su sastre Francisco de Soria, a quien también le correspondió la tarea de vestir al heredero y a las infantas Ana y María.
La saya de la soberana fue elaborada con diecinueve varas de lama blanca de plata y hojuela importada de Milán, y otras diez varas de raso blanco de Florencia en las que Juan de Burgos bordó la cenefas ornamentales, las manguillas estrechas y la delantera del jubón83. El cuello, la pechera y los perfiles del sayuelo fueron guarnecidos con exquisitas martas cibelinas por el pellejero Adrián Millor84, añadiéndose a la imagen mayestática de doña Margarita refinadas cadenas de diamantes y una gorra por tocado85.
Para el baquero del príncipe se utilizó el mismo género con el que se confeccionó la saya de la reina, ribeteándose con puntillas de plata, caracolillos y bordaduras de aljófar86 (fig. 11). Los registros contables de palacio puntualizan que para la hechura fueron necesarias seis varas y media de tejido, cincuenta de caracolillos y otras cien varas de puntillas de plata, además de otros materiales complementarios como tafetán blanco para forrarlo, ruan para entretelarlo e hilo de seda para coserlo, que ascendieron a 872 reales87; una cantidad nada desdeñable si consideramos que los honorarios de Soria por un baquero infantil eran de 150 reales, lo que nos da una idea de la opulencia de los componentes textiles.
Idénticos elementos utilizó el sastre para vestir a las infantas Ana y María. El consumo de la saya de doña Ana fue de ocho varas de tela milanesa de plata, tres de raso blanco florentino para bordar las cenefas y otras diez de puntillas de plata que, en adición a otras fornituras, sumaron 821 reales88. Igualmente, para el baquerillo de la infanta María se invirtieron cinco varas de tela de plata, sesenta y dos de caracolillos y ciento veinticuatro de puntillas, que sumaron, junto con el hilo y los forros, 768 reales89.
Estos indumentos infantiles que la reina encargó de forma coordinada a Soria, deben ser encuadrados dentro de la tradición de vestir a su progenie con géneros albos en los acontecimientos solemnes, pues más allá de la connotación de inocencia o pureza que tiene esta tonalidad, afirma Covarrubias que «la vestidura blanca significa regocijo y fiesta», y añade que «entre todos [los colores], es el más alegre»90. De hecho, sabemos que la soberana bautizó sistemáticamente a cada uno de sus hijos con mantillo blanco91, y asimismo, pueden citarse otras celebraciones que aunque carecen de carácter oficial son significativas. Por ejemplo, en el verano de 1603, Soria cosió a la infanta Ana «un baquero de rasillo blanco labrado»92, que fue el que llevó en los desposorios del duque de Saldaña, quedando con ello exenta del luto por el fallecimiento de la emperatriz María y de su hermana menor, la infanta María93. De igual modo, en agosto de 1607, con ocasión de la festividad de San Lorenzo en El Escorial, el sastre hizo a los infantes Ana y Felipe sendos baqueros de tafetán blanco abrochados «con cuatro docenas y media de alamares»94; e incluso, fallecida la reina, la tradición continuó, como así lo certifican los vestidos de tabí blanco que en julio de 1612 llevaron los infantes en la recepción palaciega del embajador Du Maine, que había sido enviado desde la corte parisina para la firma de las capitulaciones matrimoniales de la infanta Ana con Luis XIII de Francia95 (fig. 12).
Es preciso señalar que, de la misma forma que las infantas Isabel y Catalina condujeron a su hermano Felipe hasta la iglesia por mediación de las mangas colgantes (fig. 10), el príncipe Felipe IV también fue guiado a través de tales elementos textiles por el duque de Lerma96, que además, por ser su padrino de confirmación, ostentó el honor de acompañarlo hasta el altar mayor para que le fuese administrado dicho sacramento97. Sobre este momento de la ceremonia Cabrera de Córdoba relata que cuando el arzobispo de Toledo procedió a colocar la venda de lienzo en la frente del párvulo con ánimo de evitar que algunas gotas del sagrado crisma fluyesen sobre su rostro, este temió que lo querían sangrar y, asustado, comenzó a llorar. Fue preciso tomar un breve receso hasta que se sosegara, y proseguir entonces con el acto de juramento98.
Reiteradamente se ha comentado que el retrato del príncipe Baltasar Carlos que Velázquez pintó tras su primera estancia en Italia conmemoraba la ceremonia de juramento celebrada en San Jerónimo el 7 de marzo de 1632 (fig. 13). Brown y Elliot, defensores de esta teoría, cuestionaron la inscripción fragmentaria que el lienzo presenta en el lateral derecho, hacia la mitad de la cortina, que reza: «AETATIS AN…/MENS 4», argumentando que tras la palabra interrumpida AN[NUS] faltaba el número 2, con el que se obtendría la edad exacta de dos años y cuatro meses que el príncipe contaba cuando se llevó a cabo la solemnidad99. Para reforzar su razonamiento, ambos historiadores se apoyaron en la particularidad de que el niño se mostraba con majestuoso hábito de capitán general100 acorde a la narración de León Pinelo, quien precisaba que entró a la iglesia acompañado de sus tíos paternos:
Luego [iban] los infantes Carlos y Fernando llevando en medio al príncipe por la mangas del baquero, ceñida espada y daga con guarnición de oro y diamantes, sombrero negro y plumas de nácar, inmediatos al rey nuestro señor101.
Por su parte, López-Rey, aunque no desestimó de forma expresa la interpretación de Brown y Elliot, se mostró partidario de considerar más certera la hipótesis de que el lienzo conservado en Londres podría conmemorar la ceremonia (fig. 14), aduciendo que en esta efigie el vestido del heredero parecía ajustarse más a la explicación del citado cronista vallisoletano102. Sin embargo, en modo alguno pueden parecernos correctas estas interpretaciones, ya que no se contemplaron otras fuentes diferentes del relato de Pinelo, quien precisamente, en sus célebres Anales de Madrid, dio cuenta de la existencia de dos relaciones impresas con las cuales se publicitó el acto: una realizada por Juan Gómez de Mora, arquitecto y trazador de las obras reales, y otra, por Antonio Hurtado de Mendoza, secretario de Felipe IV103.
Al revisar ambos documentos comprobamos que Gómez de Mora, además de señalar la información ya conocida por Pinelo, especifica que el baquero que vistió el príncipe en su jura era «muy galano, de felpa carmesí, guarnecido y bordado de puntas de oro», e iba provisto de espada y daga esmaltadas y chambergo negro aderezado «con broche de diamantes y plumas de nácar»104. La versión escrita por Mendoza, prácticamente idéntica a la de Mora, detalla que el baquero «era de felpa carmesí, guarnecido y bordado de puntas de oro, con atención a que la gala fuese más ligera que rica, porque no molestase con el peso y embarazo a Su Alteza»; y añade, que llevaba «ceñida espada y daga, la guarnición de oro y diamantes, y con ellos un hermoso cintillo [o tahalí105] y [pasador de] rosa106 con el mismo cuidado de que fuese pulido y leve, sombrero negro y plumas de nácar»107.
Nada más elocuente que estas líneas para entender que ninguna de las mencionadas pinturas de Velázquez pudo conmemorar la jura de Baltasar Carlos, pues además de que los dos vestidos difieren en color, el representado en el lienzo de Boston ni siquiera presenta mangas bobas. Como anteriormente hemos expuesto, este tipo de mangas constituían el componente indumentario utilizado para que el padrino condujese al heredero desde el Cuarto Real hasta la iglesia, y asimismo, desde la cortina hasta el altar mayor para ungirlo con el aceite bendito; que en este caso, dicha honra fue otorgada por el rey a su hermano Carlos (quien también había sido padrino de bautismo del príncipe en 1629108), asistido del infante don Fernando:
Dejando el cardenal [Antonio Zapata] la casulla, tomó capa, mitra y silla en la peana del altar, adonde los infantes Carlos y Fernando, por las mangas del baquero, llevaron al príncipe y se le dio la confirmación109.
No obstante, debe puntualizarse que la hipótesis de Brown y Elliot sobre el cuadro de Boston no es en absoluto desatinada, si consideramos que en los inventarios de palacio figura la confección de dos vestidos verdes al príncipe en la fecha que nos ocupa. El primero de ellos se hizo en mayo de 1631 con tafetán de Valencia y aderezo de puntas de oro110, y el segundo, en marzo de 1632 con terciopelo de Italia e igualmente guarnecido con puntas de plata y oro111. Si observamos el traje que viste el heredero en el lienzo, comprobaremos que el género representado por Velázquez se ajusta perfectamente a la segunda opción descrita, coincidiendo así con la propuesta de datación de ambos historiadores, por lo que, tal vez, la pintura fue realizada en los días inmediatamente posteriores a la jura112; si bien, renunciamos por el momento a esclarecer este punto hasta que no encontremos pistas mas seguras.
Comoquiera que fuese, lo cierto es que Pedro de la Cruz, escribano de cámara de Isabel de Borbón, nos ofrece una prolija descripción del fastuoso atavío que el príncipe de Asturias lució el día de su jura, tras cuyo análisis, y con el auxilio de las magníficas referencias pictóricas de Velázquez, hemos podido efectuar una recreación aproximada del mismo (fig. 15). Cuenta el escribano que el traje fue elaborado por los prestigiosos artesanos de la Casa de la reina, Mateo Aguado (sastre) y Jerónimo de Negrilla «el Viejo» (bordador)113, y estaba compuesto de baquero, con sus dos pares de mangas, justas y colgantes, y manteo de raso carmesí; género que fue suministrado por el mercader Antonio de Quirós114 a juego con la saya de la reina Isabel de Borbón115. El bordado del baquero presentaba un diseño gayado de 32 franjas florales de anchura decreciente desde las faldillas, para el que se emplearon veinte onzas de hojuelas, canutillo y lentejuelas de plata y oro (575 gramos) y doce onzas y quince adarmes de hilo de oro de Milán (371,8 gramos). El manteo, exornado con el mismo motivo que el baquero, tenía 21 gayas radiales de siete doceavos de vara cada una (48 cm), de manera que la labor —también decreciente en anchura—, cubría toda la superficie del faldellín en un total de catorce onzas y catorce adarmes de material (427,5 gramos). Cada gaya se articulaba en torno a un vástago central del que nacían roleos de hilos entorchados de oro y ramos de olivo, creando un efecto preponderante del ornato propio del gusto estético del Barroco. El ruedo de ambas piezas estaba ribeteado con lentejuelas y un vastaguillo entorchado de oro, y el tahalí, igualmente labrado, repetía el material de hojuelas y lentejuelas en conformidad con el vestido. El bordado del conjunto ascendió a un montante de 8926 reales; a razón de 4660 reales por las 53 gayas florales, 4166 por el ribeteado de ambas piezas y 100 por el adorno del tahalí:
En 6 de marzo de mil y seiscientos y treinta y dos se pesó raso carmesí para bordar un baquero para el príncipe nuestro señor para el día de la jura, y el tafetán sobre el que se asentó para bordarlo, y pesó antes de bordar, con sus mangas de casaca y mangas justas, diez y ocho onzas, y después de bordado todo cuajado de gayas anchas en disminución con oro de Milán, hojuelas y lentejuelas y canutillo, las cuales gayas iban bordadas en esta forma: en medio un vastaguillo formado con tres hilos de oro de Milán, vertiendo a uno y otro lado muchas hojas y flores y hojas de oliva, todo formado con los tres hilos de oro de Milán, y luego henchido de hojuela de plata y galanteado con garabatos de torzales de oro y lentejuelas de plata y ataduras de filete escarchado de oro; pesó cincuenta onzas y quince adarmes, que tasado lo que pesó antes de bordar queda líquido treinta y dos onzas y quince adarmes; las veinte de hojuela y canutillo y lentejuelas, y las doce y quince adarmes de oro de Milán. Tuvo treinta y dos gayas de a media vara cada una de largo, que vale cada una de hechura a ochenta reales, monta 2560 reales, tasada cada gaya a cinco ducados. Tuvo el dicho baquero treinta y seis varas y media de guarnición entreancha del mismo vastaguillo que las gayas, excepto que por su guarnición llevaba por el canto largos de lentejuelas, que vale cada vara de guarnición de hechura a cien reales, monta 3650 reales, tasada cada vara a seis ducados. Más bordó para el dicho baquero una vara de picadillo que vale de hechura veinte reales, tasada en diez y seis reales.
Este día se pesó el raso carmesí para bordar para el príncipe nuestro señor y para con el baquero, y el tafetán sobre el que se asentó para bordarlo, un manteo, y pesó antes de bordar seis onzas y cuatro adarmes, y después de bordarlo todo gayado como las gayas del baquero, exceto que por ser las gayas de siete doceavos de alto, eran por la parte de abajo más anchas, pero el bordado del propio dibujo y labor que las del baquero y con los mismos recados de oro hilado, hojuelas y lentejuelas y canutillo, y por las delanteras y ruedo de la misma guarnición que el baquero sin exceder en cosa ninguna, pesó veinte y una onzas y dos adarmes, que bajado lo que pesó antes de bordar queda líquido catorce onzas y catorce adarmes, las nueve onzas y catorce adarmes de hojuela, lentejuela y canutillo, y las cinco onzas de oro de Milán. Tuvo el dicho manteo veinte y una gayas de siete doceavos de largo cada una, que valen de hechura cada gaya a cien reales, monta 2100 reales, tasada cada gaya a sesenta reales. Tuvo el dicho manteo cuatro varas y sesma de guarnición, que vale cada vara de hechura a cien reales, monta 416 reales, tasada cada vara a seis ducados.
Este día se pesó raso carmesí para bordar para con el dicho vestido un tahalí, y pesó antes de bordar seis adarmes y después de bordado con oro de Milán, hojuela, lentejuela y canutillo en conformidad del vestido, pesó una onza y seis adarmes, que bajado el peso de antes de bordar queda líquido una onza, mitad de hojuela y mitad de oro. Vale el dicho tahalí de hechura cien reales, tasado en ochenta reales116.
De esta pormenorizada descripción se desprenden varias conclusiones. En primer lugar, nos permite comprender que las «puntas de oro» referidas por Gómez de Mora y Hurtado de Mendoza eran hojuelas, es decir, láminas metálicas muy finas cuya principal ventaja frente a los bordados realizados con hilo es que conferían un peso menor, evidenciando así el especial miramiento que se tuvo a la corta edad del príncipe; en palabras del propio Mendoza: «porque no molestase con el peso y embarazo a Su Alteza»117. En segundo lugar, al desvelar que la longitud del manteo era de 48 cm, podemos precisar que la estatura de su pequeño portador era próxima a los 92 cm118. Finalmente, queda manifiesto que el traje estuvo sujeto a una simbología concreta, en la que además de las connotaciones de poder presentes en el raso carmesí119, la profusa decoración de ramos de olivo (insignia de la victoria desde la Antigüedad y atributo iconográfico de Hispania120), confirió al joven príncipe una imagen triunfal, que de forma explícita subrayaba la continuidad dinástica.
Al hilo de esta apreciación, no debe resultar extraño que en el guardarropa de los Austrias se utilizaran bordaduras y textiles que contenían signos de reconocimiento inmediato, pues, por el contrario, fue una práctica frecuente que tuvo la finalidad de potenciar su imagen majestuosa y especialmente se hizo ostensible en los vestidos de las soberanas. Puede citarse, por ejemplo, la representación de blasones en los brocados de la reina Margarita, como son el lema «Plus Ultra», los escudos de armas de Castilla y León y el águila bicéfala del Sacro Imperio Germánico, y que observamos en la saya que lució el día de sus desposorios121 (fig. 16); o en el caso de Isabel de Borbón, la flor de lis y el anagrama «ISB» de su nombre enmarcados en cuadrículas onduladas de hilos de oro (fig. 17).
Es particularmente interesante el hecho de que la misma fórmula indumentaria de significado triunfalista utilizada en la jura del príncipe Baltasar Carlos se repitiese en la primavera de 1644, cuando Felipe IV encargó a su bordador Gonzalo Callejón122 un albornoz militar rojo de exuberante labrado de guirnaldas —conforme al color de la divisa textil de los altos rangos del ejército hispano, y por tanto, distintivo nacional123—, con el cual, pasó revista a las tropas durante la campaña de recuperación de Lérida finalmente lograda (fig. 18). Lógicamente, este acto debe ser interpretado como un recurso propagandístico con el que mantener la moral alta del ejército enviado al frente catalán y suscitar la esperanza de victoria, pues así lo corroboraba Pellicer en uno de sus Avisos históricos al declarar que los vítores de las tropas fueron grandes y «desde el rey don Felipe II, su abuelo, no se había visto otro día semejante ni rey español en campaña»124. Por consiguiente, puede afirmarse que el uso del color patrio en el atuendo del monarca tuvo la finalidad de acentuar su condición de máxima autoridad en un periodo de inquietud política que demandaba alimentar el fervor nacionalista. La prueba de que además del consabido negro, también el color carmesí se vinculó a la monarquía española aparece perfectamente reflejada en el retrato en miniatura que Clouet realizó a Felipe II tras contraer matrimonio con Isabel de Valois (fig. 19), y que lejos de ser una efigie fantasiosa en el indumento, tenemos la certeza de que el Rey Prudente utilizó con frecuencia vestiduras escarlata en la primera década de su reinado125. Por ejemplo, en 1563 se compraron al mercader Francisco Briones «dos varas y cinco sesmas de tafetán carmesí entredoble para entretelas a un jubón de raso carmesí pespunt[e]ado para Su Majestad», y en junio de 1564 otras «dos varas y dos tercias de tafetán carmesí para entretelas de otro jubón de raso carmesí […], [además de] tres varas de terciopelo [de] dos pelos carmesí de Granada para unas calzas a Su Majestad». Asimismo, el 4 de mayo de 1566 el cordonero Baltasar del Castillo «hizo catorce varas de pasamanos de labores anchos de seda carmesí para una ropa de damasco carmesí para Su Majestad»126.
En efecto, no son pocos los testimonios que acreditan la adscripción del color rojo a la monarquía hispana, pero quizá, el más elocuente lo ofrece Cabrera de Córdoba al relatar la visita del barón de Vaucelas al Alcázar Real para formalizar la doble alianza matrimonial entre la infanta Ana con Luis XIII de Francia y su hermana Isabel con el príncipe Felipe IV. En la recepción, celebrada el 25 marzo de 1612, el príncipe Felipe y la infanta Ana vistieron trajes de color blanco, apuntando el cronista al respecto que el embajador español tendría que rendir la misma pleitesía en París a Luis XIII y a la princesa Isabel, «los cuales habían de estar vestidos de encarnado, trocándose los colores de entre ambas Coronas»127.
La confluencia del escarlata y la guarnición de ramos de olivo en el baquero de Baltasar Carlos sugiere que también pudo haber una finalidad profiláctica. Es bien conocida la convicción de que el rojo, por ser el color de la sangre, procuraba salud a los infantes, razón por la cual llevaron dijes de coral, bien en ramitas o en sus diversas formas de talla. La atribución mágica a este color ya existió en el periodo medieval, de manera que se cubría a los recién nacidos descendientes de reyes con mantillas carmesí128. Existen testimonios gráficos que avalan la prolongación de esta práctica hasta la Europa del «seiscientos» (fig. 20), y está documentado que los neonatos Habsburgo llevaron tales mantillas129. Asimismo, no hay que olvidar que el ramo de olivo es un atributo pasionario que alude a la entrada en Jerusalén, la oración en el huerto y la resurrección victoriosa de Cristo, de modo que pudo haberse recurrido a la representación de este elemento ornamental con una intención protectora o apotropaica, pues sabemos que la fecha de la jura se retrasó dos semanas por la indisposición del príncipe130, además de que algunos de los trabajos de Negrilla fueron utilizados con esta finalidad, como fueron los escapularios que se vestían sobre los baqueros y habitillos131.
En agosto de 1633 el baquero de la jura del príncipe fue transformado por orden de la reina en un vestido para la imagen titular del convento de Nuestra Señora de las Virtudes, ubicado en la localidad salmantina de Paradinas de San Juan. Para acometer la modificación, Negrilla aprovechó la forma semicircular del faldellín que convirtió en un manto, añadiendo raso al cavado de cintura y completando el bordado de gayas en esta zona, mientras que del resto del baquero se obtuvieron la delantera de la saya y las mangas de punta. Así lo especifica Pedro de la Cruz quien menciona, además, que el comisionado fue el jesuita Juan de Piña132:
El dicho día 14 de agosto de [1]633, se hizo limosna al convento de Nuestra Señora de las Virtudes del vestido carmesí bordado que es el que el príncipe nuestro señor tuvo puesto el día de la jura, y se dio al padre fray Juan de Piña para que lo llevase al dicho convento para la dicha imagen y que se pusiese de forma que pudiese servir; y [se] pesó el manto de raso carmesí con veinte y una gayas y guarnición toda alrededor, y pesó antes de bordar veinte y una onzas justas, y después de bordado el dicho manto todo lo que faltaba bordado con oro, canutillo y lentejuelas, pesó treinta y seis onzas, que bajado lo que pesó antes de bordar queda líquido quince onzas, las diez de oro de Milán peso de Castilla y las cinco de canutillo y lentejuelas. Tuvo de guarnición con las gayas que se añadieron veinte y dos varas, vale cada vara de hechura a diez y seis reales, montan 352 reales, tasada la vara a doce reales.
Pesó la delantera de la saya y las mangas de punta […] antes de bordar treinta onzas y cuatro adarmes, y después de bordado conforme a lo que estaba hecho con oro y canutillo y lentejuelas, pesó cuarenta y ocho onzas y diez adarmes, que bajado lo que pesó antes de bordar queda líquido diez y ocho onzas y seis adarmes; las doce onzas de oro de Milán peso de Castilla y las seis [onzas] y seis adarmes de canutillo y lentejuelas. Tuvo la delantera de la basquiña y las mangas de punta con las guarniciones nuevas que se hicieron y lo que se añadió, once varas de guarnición. Vale cada vara de hechura a diez y seis reales, monta 176 reales, tasada la vara a doce reales»133.
El hecho de que la reina encomendara a Juan de Piña la tarea de llevar la dádiva hasta el convento trinitario de las Virtudes viene a refrendar la estrecha relación que existió entre los monarcas y la Compañía de Jesús, de la que sabemos que se hicieron otras donaciones textiles ex profeso por mediación del citado fraile. Consta que en diciembre de 1632, Negrilla bordó con hilo de oro y perlas sobre raso azul un manto para una imagen de la Compañía, cuyo coste ascendió a doscientos ochenta reales134. Los jesuitas devolvieron estas atenciones en forma de regalos al príncipe Baltasar Carlos en las frecuentes visitas que la familia real realizaba al Colegio Imperial, donde disfrutaban de la representación de comedias tras las que eran invitados a merendar135.
La contribución de Isabel de Borbón a enriquecer el patrimonio textil de las imágenes marianas no solo se llevó a efecto para los trinitarios o los jesuitas, sino que en los años sucesivos la soberana realizó diversas limosnas a diferentes iglesias y conventos castellanos como evidente signo de veneración. De este modo, en 1634 el sastre Mateo Aguado «hizo para una imagen de Nuestra Señora de los Remedios [de la iglesia de San Juan Bautista] de Ocaña, una saya entera […] con sus pasamanos de oro y plata»136; y en marzo de ese mismo año, coincidiendo con el segundo aniversario de la jura del príncipe, Negrilla acometió la tarea de bordar un vestido de tabí blanco con rosas de oro para la Virgen de Guadalupe, que presidía el retablo mayor de San Jerónimo el Real. Se abonaron a este artesano 520 reales por el labrado del manto y la basquiña137, a los que se sumaron otros 88 reales por la confección de estas piezas por parte de Aguado138.
Llegado este punto, resulta preciso exponer algunas averiguaciones sobre el convento de las Virtudes que contribuyen a la intelección de las circunstancias que justificaron la transformación del baquero del príncipe en un manto mariano. El cenobio fue fundado en 1463 por el obispo de Salamanca, don Gonzalo de Vivero, y en él se veneraba una imagen de la Virgen del mismo nombre a la que el beato Simón de Rojas (1552-1624) ofreció su primera misa como presbítero el 28 de octubre de 1577, puesto que a dicha advocación debía el portento de haberle curado su tartamudez juvenil. Rojas, que había sido consultor espiritual de Felipe III y Margarita de Austria, devino confesor de Isabel de Borbón en 1621, desempeñando este cargo hasta su muerte tres años más tarde.
La iglesia del convento se remodeló a principios del siglo xvii a costa de los bienes legados en testamento por Juan de Zúñiga y Flores —obispo de Cartagena y miembro del Consejo Real fallecido en 1602—, siendo proyectadas las nuevas trazas por el arquitecto vallisoletano Pedro de Mazuecos139 (fig. 21). El retablo de la capilla mayor, los colaterales y el sepulcro del obispo se encargaron al prestigioso ensamblador Antonio González Ramiro el 14 de julio de 1627140, estableciéndose su entrega en un periodo de tres años, y seis, para el sepulcro141; de modo que la ofrenda devocional de la reina en agosto de 1633 se destinó a engalanar la imagen de la milagrosa Virgen —ya en su nuevo retablo—, que había curado la anomalía en el habla de su devoto confesor, y con ella, se solicitaba a la Divina Majestad que preservara la salud del príncipe142. Además, no era la primera vez que Isabel de Borbón ofrendaba un vestido a esta misma Virgen, pues en 1628 ordenó a su sastre, Francisco de Soria143, que cosiera un manteo de espolino azul de oro y plata144, probablemente, requiriéndole el ansiado heredero que tardaba en llegar tras varios partos infructuosos.
En el Archivo Nacional se conserva la firma de escritura del retablo, permitiéndonos conocer que la congregación trinitaria y los testamentarios de don Juan de Zúñiga145 exigieron al maestro carpintero que la talla de la Virgen debía ubicarse sobre el tabernáculo del Santísimo Sacramento, por lo que se construiría una escalera trasera para acceder fácilmente a ella y efectuar sus cambios indumentarios:
Es condición que por debajo de la custodia ha de haber una puerta para entrar a una escalera que se ha de hacer por [la] parte de detrás del retablo para subir y bajar los padres para vestir la imagen de Nuestra Señora, y que la caja de [la] parte de atrás adonde está Nuestra Señora se ha de abrir con sus bisagras y cerradura para sacar y meter la imagen146.
El convento fue desocupado con la desamortización de Mendizábal147, aunque la imagen de la Virgen fue reubicada debajo del relieve de la transfiguración de Cristo que preside el retablo mayor de la iglesia de El Salvador de Rágama (fig. 22). No sabemos a ciencia cierta si esta talla fue la misma que se veneró en el Siglo de Oro, pero lo cierto es que, a pesar de ser de bulto de redondo, se la vistió. De hecho, su patrimonio textil se conservó hasta hace poco más de cuatro décadas, siendo entonces, cuando un sacerdote maniático que regentaba la parroquia de Rágama menospreció su valor, y en un acto falto de juicio, lo quemó; negándonos con ello la oportunidad de conocer si entre esos indumentos se encontraba el manto carmesí donado por Isabel de Borbón. Probablemente, este fue el mismo párroco que, hacia 1980, tomó la nefasta decisión de repintar la imagen con acrílico, desapareciendo para siempre su policromía original148.
Algunos autores han señalado erróneamente que Felipe Próspero fue jurado como heredero al trono en 1660, confundiendo la convocación de las Cortes con la ceremonia de ratificación de estas. La realidad es que a este príncipe no se le juró, por lo que resulta preciso exponer las circunstancias que lo impidieron.
El 8 de mayo de 1660, cuando Felipe IV iba de camino al acto de entrega de la infanta María Teresa como futura esposa de Luis XIV de Francia, las Cortes fueron convocadas por Real Cédula en Tolosa para el 15 de junio siguiente. El motivo del llamamiento era jurar al príncipe Felipe Próspero «según y por la forma que los príncipes primogénitos herederos se suele y acostumbra jurar»149, pero la junta fue prorrogada hasta el 6 de septiembre por instancia de los procuradores. En la apertura de la sesión se leyó la proposición real que contó con la aprobación de la Asamblea castellana, si bien, las dificultades hacendísticas —arrastradas principalmente por la guerra de los Treinta Años y de los Segadores— demandaban contención económica, de manera que la pretensión del monarca se fue dilatando. En enero de 1661 los representantes de las ciudades de Castilla denunciaron hallarse «cortos de medios» para hacer frente a la celebración150, y el precario estado de salud del príncipe se fue agravando, hasta que, el 1 de noviembre falleció prematuramente impidiendo que el juramento llegase a verificarse.
Tampoco Carlos II llegó a ser ratificado como príncipe de Asturias, pues a pesar de que en mayo de 1663 el reino contempló jurarlo, el presidente de las Cortes y de Castilla, García de Haro, consideró que aún era temprano por ser «de poca edad»151. Las Cortes se disolvieron el 11 de octubre de 1664 sin llevar a efecto el acto, aunque la necesidad de asegurar la sucesión motivó que el 15 octubre de 1665 fuesen nuevamente convocadas para tal fin. El procedimiento fue finalmente suspendido como consecuencia del óbito de Felipe IV, aduciéndose en la Real Cédula de anulación que, dadas las circunstancias, ya era innecesario jurarle como heredero, siendo exaltado al trono cuando aún no había cumplido los 4 años.
Gaspar Jiménez fue el mercader encargado de suministrar a Mateo Aguado, sastre de Mariana de Austria y del rey durante su minoridad152, «seis varas y media de tafetán doble negro de Valencia»153 para la confección del vestido que el pequeño monarca llevó el 8 de octubre de 1665 —día de su proclamación—, cuando asistido de su aya, la marquesa viuda de los Vélez, se asomó al balcón principal del Alcázar Real para ser vitoreado por la concurrencia mientras el duque de Sanlúcar enarbolaba el pendón de Castilla154.
A pesar de que la costumbre habsbúrgica dispensaba del luctuoso negro a los menores de edad, la reina hizo partícipe a su hijo de tal obligación, de manera que durante los meses posteriores a su proclamación lo vistió con felpa azabache de Flandes para manifestar el duelo155. Es preciso aclarar que ante el fallecimiento de alguno de los progenitores tal costumbre eximía a los párvulos del uso de atuendos negros, pero no del luto, de manera que eran vestidos con hábitos pardos como muestra de austeridad y pérdida. Este hecho se observa por ejemplo en los hijos de Felipe III y Margarita de Austria, cuando fallecida la reina en 1611 sus tres hijos mayores vistieron de negro durante 9 meses156, mientras que los cuatro más pequeños lo hicieron de pardo157, por ser este un color más moderado y adecuado a sus escasos años de vida.
La rigurosa imposición cromática al pequeño rey Carlos no solo es confirmada por los inventarios textiles de palacio, sino también por el retrato que Martínez del Mazo realizó a la reina como regente, donde el monarca aparece en segundo plano junto a su aya, Engracia Álvarez de Toledo —que lo sujeta por los andadores de la ropilla—, y la hija de esta, Teresa Fajardo, quien en su oficio de menina le ofrece un búcaro158 (fig. 23).
Pero quizá, en lo concerniente a la indumentaria del nuevo soberano, el aspecto más significativo es que, vencido el reglamentario periodo de luto, las vestiduras negras permanecieron en su guardarropa infantil, pues la inestabilidad político-institucional hizo necesaria la utilización del traje nacional con fines propagandísticos. Los registros contables del Archivo de Palacio son muy explícitos. A lo largo del año 1664, cuando el párvulo aún era príncipe, se le confeccionaron 15 vestidos, y todos ellos fueron de colores alegres: 9 blancos, 3 rojos, 2 celestes y 1 verde159. En cambio, durante el año 1667 se le hicieron un total de 17 trajes, y aunque parte de ellos presentaban vistosos textiles importados de la incipiente capital francesa de la moda, 4 siguieron el oscuro canon habsbúrgico160. La artimaña era evidente: había que mostrar al joven monarca con el significante vestido «a la española», rememorando con ello la imagen de sus predecesores que habían sido capaces de dirigir con firmeza el destino de la nación. La condición mayestática del rey niño fue subrayada con los iura regalía que de forma indefectible acompañaron sus efigies: cetro, corona, esfera y un majestuoso manto carmesí con las armas de Castilla y León (figs. 24-25); unos atributos absolutamente extraños en la tradición retratística de la Casa de Austria161 pero efectivos para construir la imagen oficial de un monarca infantil.
Durante el gobierno de la Casa de Austria el juramento al príncipe de Asturias constituyó un espectáculo político revestido de gran solemnidad, esplendor y fastuosidad, en el que se prestó gran atención al atavío y el adorno de todos los miembros de la familia real. De forma específica sus jóvenes protagonistas fueron vestidos en sintonía con el traje de la reina, optándose por un sofisticado baquero hasta los tres años y el hábito de galán una vez que habían cumplido los cuatro. Esta particularidad indumentaria atendió, además, a un código cromático de significación implícita bien conocido por sus contemporáneos: carmesí y oro mayestáticos (príncipes Carlos, Diego, Felipe III y Baltasar Carlos) y blanco de pureza y regocijo (príncipes Fernando y Felipe IV).
El uso de sedas ostentosas y aderezos de oro, plata y aljófar pone de manifiesto la magnificencia efectista de herencia borgoñona que se hizo desbordante con los nuevos enfoques iconográficos del Barroco. Tales planteamientos ofrecieron cuidadosas bordaduras con motivos simbólicos que, intencionadamente buscados, enaltecieron la imagen del heredero, y por tanto, la continuidad dinástica. La riqueza de los indumentos infantiles fue tal que, incluso, una vez que cumplieron su función, se reutilizaron como vestiduras tributadas a la Divina Majestad con el propósito de preservar la salud del príncipe de Asturias; esperanza de la monarquía española. Muy diferente fue el caso de Carlos II, cuyas luctuosas vestiduras de proclamación presagiaron el final de una dinastía.
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