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EL ORDEN SOCIAL Y LA CONSTRUCCIÓN DE ESTADO COLOMBIANO1
Tareas, núm. 160, pp. 61-87, 2018
Centro de Estudios Latinoamericanos "Justo Arosemena"

NUESTRA AMÉRICA



Resumen: La pregunta fundamental que hace el autor en este ensayo es si se abrirá el orden social restringido en Colombia una vez negociado el fin del conflicto armado entre el gobierno y las FARC. Se interroga cuán sólido es el estado colombiano para derrotar los paramilitares, extender su control a toda la geografía nacional y transitar por una ruta de progreso social y prosperidad. El autor introduce los conceptos de capacidad estatal y de orden social para analizar si son relevantes para explicar el alcance de los cambios que pueden suscitarse en el país que deja atrás un largo conflicto interno.

Palabras clave: Colombia, Estado, insurrección, orden social, FARC.

2Cabe preguntarse cuán sólido es el Estado colombiano en la segunda década del siglo XXI, en términos económicos, políticos y de legitimidad como para que logre derrotar al crimen organizado y sus pretensiones de control territorial, extender su control a toda la geografía nacional, aumentar su capacidad fiscal y de redistribución, y pueda transitar por una ruta de progreso social y prosperidad. Para tratar de contestar ese gran interrogante, introduciremos los conceptos de capacidad estatal y de orden social para analizar si son relevantes para explicar el alcance de los cambios que pueden suscitarse en el país que deja atrás un largo conflicto interno.

En esta segunda entrega, la exposición aborda la capacidad administrativa del Estado colombiano en sus varios niveles y la calidad de su burocracia. Corresponde a la parte final de la tercera sección del artículo cuya publicación se inició en el número anterior.

Después nos detendremos en la cuestión agraria cuya falta de resolución ha sido uno de las causas del conflicto interno, tanto del período conocido como La Violencia, como del más reciente que se vio complementado y amplificado por el tráfico de drogas y su financiamiento de nuevos actores armados; recurriremos a analizar algunas interpretaciones del conflicto interno colombiano.

La cuarta sección ofrecerá algunas conclusiones sobre las fisuras en el régimen político y sobre la resistencia del orden. Se cierra con la bibliografía. Recomendamos a los lectores que no tuvieron la oportunidad de leer la primera parte de este artículo que lo hagan sin demora.

Capacidad administrativa

La capacidad que tiene el Estado de aprobar leyes, hacerlas realidad en el territorio y ejecutar sus políticas depende de su estructura burocrática y administrativa. La burocracia consiste en “el grupo de personas que son empleados del Estado, caracterizados por números, entrenamiento, mentalidad y condiciones económicas y sociales y la forma de organizar racionalmente estos recursos humanos para que puedan constituirse como una administración institucionalizada, una burocracia no será simplemente un grupo de personas que aplica cierto grado de profesionalismo a sus tareas pero una estructura en la cual estas personas están integradas: una forma de organización jerárquica que asegura el centro de todo el poder de decisión, sometiendo al resto de la organización para que opere como una cadena de comando, diseñada para implementar y aplicar las decisiones del centro” (Garavaglia, Pro Ruiz, 2010, 5).

La organización administrativa del Estado colombiano se ha ampliado y tornado cada vez más compleja en la medida en que se agrandó su tamaño y se amplió el espectro de funciones económicas, sociales, políticas y de seguridad. La Misión del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF), dirigida por Lauchlin Currie observó que la burocracia pública colombiana era demasiado pequeña y no contaba con capacitación alguna. A pesar de que había una fuerte centralización de funciones y mucho poder en el ejecutivo, no existían responsabilidades definidas ni trasparencia en la toma de decisiones. Consideraba que la planificación económica era prácticamente inexistente y que carecía incluso de información estadística y de analistas que pudieran interpretar los datos económicos, menos aún proponer políticas que contribuyeran a resolver los problemas del desarrollo. Algo que comenzaría a im-plementarse durante el primer gobierno del Frente Nacional, a partir de 1958. La misión sugirió que se creara “una oficina ejecutiva —a la cual se confió la Oficina de Presupuesto—, una Junta Nacional de Planificación, una Junta de Recursos y el Consejo de Asesores Económicos, todo esto con el propósito de darles mayor autoridad y control sobre las operaciones del Gobierno”. El centralismo había destruido las capacidades administrativas de los gobiernos locales y los había tornado en mendicantes. “El informe indicaba que la ineficiencia de los gobiernos municipales había obligado al Gobierno nacional a asumir la responsabilidad de muchos servicios que eran de carácter local, con lo cual había desaparecido la línea divisoria de responsabilidad entre la política departamental y la municipal. Esta tendencia a que las autoridades centrales asumieran tareas propias de los municipios aumentaba la rigidez y la complejidad de la recargada administración nacional” (Malagón, Pardo, 2009, 17).

Los únicos entes que cuentan con burocracias profesionales durante los años veinte y treinta son los del Banco de la Re pública, la Contraloría General de la Nación que se dotan de medios para hacer encuestas, publicar estadísticas y analizarlas. La Superintendencia Bancaria también debe cultivar funcionarios que entiendan de finanzas y puedan calcular riesgos. En términos de formación profesional, sólo hacia 1945 se había organizado el estudio de la economía en la Universidad Nacional pero dentro de la Facultad de Derecho y en 1948 comenzaba una facultad de economía adscrita al Gimnasio Moderno que sería absorbida por la Universidad de los Andes. Hacia 1953 se organiza el Departamento Nacional de Estadística y un consejo asesor de economía.



Empleo público del orden nacional
Fuentes: Uricochea, 1986; Corchuelo, Urrea, 1988; Delgado, 1998

La larga serie sobre empleo público (gráfica 1) ha sido difícil de empalmar por la gran dificultad que existe para contabilizar el empleo público, reflejo a su vez de la clientelización de la política y del desgreño administrativo que permiten que existan nóminas paralelas e invisibles, supernumerarios con contratos a término fijo y subcontrataciones a cargo de empresas privadas. La gráfica revela que se trata de una burocracia muy pequeña que no supera los 100.000 empleados hasta los años cincuenta de la que tanto se queja Lauchlin Currie en el informe del BIRF por su falta de profesionalismo y carencia de iniciativa. Ese número se duplica hacia 1967 pues el Frente Nacional amplia considerablemente los esfuerzos para extender la educación primaria y básica en el país. Sin embargo, la calidad de la administración continúa baja, pues la regla de paridad informa que los puestos se reparten entre los dos partidos. La mayor parte de los empleados entran por recomendaciones políticas de sus padrinos y cuentan, además, con gran estabilidad laboral, perpetuando las malas prácticas administrativas. El Frente Nacional también contaba con sectores que querían tecnificar la burocracia pública y para ello organizaron la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) en 1958, siguiendo el modelo de la elitista y rigurosa Ecole Nationale d’Administration francesa. Sin embargo, los egresados de la ESAP que no contaran con padrinos políticos no tenían acceso al empleo público y la propia entidad cayó presa del clientelismo con el paso del tiempo.

El despegue de la administración pública comienza durante el mandato de Carlos Lleras (1966-1970) que logra duplicar el número de funcionarios, buena parte de los cuales son profesionales capacitados que apoyan los centros de planificación de cada uno de los ministerios, se refuerza el Departamento de Planeación Nacional, al igual que el Ministerio de Hacienda. Aumentan las inversiones en carreteras, puertos y energía, pero también se da un incremento de los gastos sociales. Según José Antonio Ocampo entre 1945 y 1978 cambia la estructura del gasto público:

La expansión del sector público conllevó un cambio significativo en la composición del gasto, Todavía en 1945 la administración pública y la defensa nacional representaban el 49 por ciento de los gastos gubernamentales (excluido el servicio de la deuda). Para 1955 la proporción correspondiente se había reducido a 43 por ciento y siguió disminuyendo en los años posteriores hasta alcanzar un 28 por ciento en 1965 y un 13 por ciento en 1978. Ello permitió aumentar los gastos de desarrollo económico (infraestructura y servicios públicos) del 31 por ciento en 1945 al 37 por ciento en 1955, 46 ciento en 1965 y 55 por ciento en 1978. Los gastos sociales permanecieron constantes como proporción del gasto público total entre 1945 y 1955 (19 por ciento), pero a partir de entonces constituyeron unos de los rubros más dinámicos del gasto; llegaron a representar el 26 por ciento en 1965 y el 32 por ciento en 1978. (Ocampo, 2015, 274)

La administración Turbay aumentó considerablemente la inversión estatal y así mismo el número de empleados públicos. Aunque se hicieron intentos de ampliar la carrera administrativa y contratar a los nuevos funcionarios mediante con curso público, el Congreso siempre intervenía a favor de los nombrados sin competencia, promulgando leyes que incluían a estos en la carrera administrativa. La difícil situación macroeconómica que enfrentó la administración Betancur hizo necesario hacer ajustes draconianos en el gasto público pero el empleo público simplemente se estabiliza de 1985 en adelante. La burocracia colombiana en 1987 era bastante pequeña si se compara su peso en el empleo no agrícola: 13.2 por ciento contra 24.2 por ciento para los países de la OECD, 43.9 por ciento para los países avanzados y 27.4 por ciento para los países latinoamericanos. (González, 1998)

Como se dijo atrás, la constitución de 1991 fue un punto de inflexión para fortalecer el Estado no sólo en términos de justicia y seguridad sino también para ampliar las coberturas de servicios sociales y servicios públicos. La posibilidad de que las empresas de servicios domiciliarios pudieran ser de índole privada o mixta redujo la inversión pública, aunque se mantuvieron varias empresas en manos de las administraciones municipales. Las reformas laborales que permitieron la subcontratación de los trabajadores también se utilizaron por el gobierno, haciendo difícil calcular el número de empleados financiados por el presupuesto público. La descentralización aprobada por la constituyente forzó al gobierno central a aumentar las trasferencias hacia los departamentos y municipios, pero sólo los últimos lograron partidas significativas, al tiempo que fortalecían sus propios ingresos tributarios, dando lugar a una expansión y tecnificación de las burocracias de las principales ciudades del país. La política local sin embargo sigue siendo manejada por los caciques y sus clientelas, de tal modo que la rotación de las burocracias sigue siendo elevada con cada cambio de gobierno y su calidad bastante insatisfactoria.

Con el paso del tiempo y el creciente número de egresados de las universidades colombianas, se mejora la calificación de los empleados públicos. Si en 1984 sólo un 20 por ciento de los funcionarios contaba con educación universitaria completa, hacia 2005 el 50 por ciento es graduado de una universidad. En ese último año, según la Encuesta de Hogares del DANE, existían 1.097.583 empleados del gobierno. Para 2015, según el Departamento Administrativo de la Función pública, el número se había incrementado 1.166.517 empleados, de los cuales 502.190 eran del orden territorial. De todos estos, pocos habían sido contratados por concurso público entre los que se destacan el sector educativo y la Contraloría General de la Nación.

3. El conflicto interno

Los orígenes del conflicto interno han sido arduamente debatidos en los documentos aportados por los 14 autores escogidos por las FARC y el gobierno para explicarlos. La orientación de izquierda señala que existe una cuestión agraria sin resolver, lo cual es cierto, pero es difícil de demostrar que haya dado origen a la insurgencia. En primer lugar porque la reforma agraria de los liberales en los años treinta y que fuera ahogada por la represión del gobierno conservador a partir de 1946 y con la guerra civil que le siguió en los cincuentas, no tiene continuidad en el tiempo. Si bien las FARC aducen que se originan en los grupos campesinos de autodefensa de la región del Tequendama, esto no basta para explicar un conflicto que pasó por muchas etapas y tuvo organizaciones distintas y que verdaderamente se recrudece cincuenta años más tarde. Uno de los autores escogido por las FARC llega a afirmar que el conflicto es causado por la intervención imperialista norteamericana, algo que es un poco forzado (Vega, 2015). Otro aduce que el conflicto resulta de una rebelión armada contra el régimen de acumulación capitalista en su fase neoliberal y de financiarización (Estrada, 2015). Lo cierto es que los autores más profesionales y de amplia experiencia en el estudio del conflicto colombiano se muestran de acuerdo en que originalmente pesó mucho en el conflicto la cuestión agraria, que las políticas liberales de reforma agraria y sindical de los años treinta del siglo XX desataron una enorme reacción conservadora que culminó en una guerra civil, 'La Violencia'.

La ley de reforma agraria de 1961 se justificaba para palear los graves problemas de desplazamiento y expropiaciones legados por La Violencia. Su alcance fue limitado, en la medida en que el gobierno conservador de Guillermo León Valencia (1962-1966) la mantuvo congelada y sólo se impulsó durante el cuatrienio de Carlos Lleras Restrepo logró movilizar a los campesinos para ocupar miles de hectáreas a todo lo largo y ancho del país.

La política de exterminio de 1948 a 1955 fue permitida por la debilidad del estado central que no pudo controlar a la policía, politizada a nivel local, y menos que los dirigentes locales organizaran grupos armados, provistos a veces por los partidos. Los chulavitas de los años cincuenta se transformaron en los grupos narco paramilitares de los años ochenta, que multiplicaron muchas veces su alcance y sevicia, respondiendo a los desafíos de la insurgencia que recurría al secuestro, los asesinatos y el abigeato. El libro de Sánchez Baute, Aléjanos del bien, reseñado con precisión por Malcom Deas (2015), presenta los motivos micropolíticos que desataron las Farc, al mando de Simón Trinidad en el Cesar, y que fueron respondidos por iniciativas de autodefensa al mando de Jorge Cuarenta, frente al abandono que sintieron por parte del gobierno en Bogotá.

El Estado no contaba con el monopolio de la fuerza en los territorios, permitiendo que grupos armados ilegales proliferaran en ellos, en especial a partir de la multiplicación del narcotráfico que aportó importantes recursos para financiar la manutención y el armamento tanto de los paramilitares como de la guerrilla. El conflicto ciertamente tiene un origen lejano en la guerra civil de los años cincuenta, que incubó el germen de las FARC; los otros grupos insurgentes fueron productos de oleadas políticas e ideológicas continentales, generadas por la ilusión que despertó la revolución cubana y se fortalecen tardíamente en los años noventa con los ingentes recursos provenientes del narcotráfico y en la siembra de coca en los territorios en manos de los grupos ilegales. La ausencia de Estado y la protección que ofrecieron las FARC y el ELN al negocio también fue socavando su legitimidad en las ciudades del país cuya población nunca pudo aceptar los delitos de lesa humanidad como el secuestro, la conscripción de niños, la sevicia que mostraban en muchas de sus acciones y en que incurrieron con tanta frecuencia, que degradaron además su propio espíritu.

En cierto momento, las FARC pudieron mantener 16.000 efectivos en armas sin contar las milicias que dormitaban dentro de la población campesina o urbana. Extendieron entonces un control territorial en que cobraban impuestos (vacunas), secuestraban y asesinaban a los que consideraban soplones o no atendían sus demandas. “Ante esta situación, los propietarios, los comerciantes y los narcotraficantes acudieron al atajo de construir una fuerza de seguridad con aportes voluntarios, fuerza que eventualmente se independizó de sus contribuyentes y a muchos de ellos les impuso vacunas, recurriendo también al secuestro y a la expropiación. Se trata de una situación en la que se constituyen verdaderos señores de la guerra que imponen arbitrariamente su ley sobre la población”. (Kalmanovitz, López Enciso, 2006, 377)

Los grupos paramilitares perpetraron el exterminio de muchos campesinos, masacres calculadas para vaciar los territorios y dejar sin posible apoyo al enemigo. El fuerte impulso con financiación y sicarios que recibieron de los grandes capos del narcotráfico fue un factor que agravó la sevicia con que operaban a todo lo ancho del territorio nacional, a veces en connivencia con la policía y el ejército. Según Francisco Gutiérrez, esta segunda ola de exterminio, que se inicia durante la administración Turbay Ayala y se torna en un baño de sangre bajo Belisario Betancur, fue mayor en número de muertes, desapariciones y desplazamiento forzoso que la que se vivió durante La Violencia, a pesar de que se dio durante una fase de democratización por arriba, como fue la de los años noventa con la apertura política y la nueva carta de 1991. (Gutiérrez, 2014, 162)

Según Jorge Giraldo el control territorial por los grupos ilegales de derecha ha recrudecido el conflicto y la corrupción.

La "para-política" ha constituido, ciertamente, en particular durante los mandatos de Álvaro Uribe, un proyecto de envergadura nacional: los analistas han hecho referencia en este sentido a un proceso de "captura del Estado". Aunque el aparato judicial ha logrado desmantelar algunas de sus expresiones nacionales más espectaculares, sigue siendo incapaz de hacerlo en el plano local, donde la corrupción y las amenazas se siguen presentando. La descentralización no ha hecho más que facilitar allí los medios de presión de los grupos ilegales sobre las administraciones. Las guerrillas intervienen en una escala más modesta, con el pretexto de controlar la gestión de los elegidos; los grupos paramilitares y las Bacrim operan de una manera más sistemática en la medida en que, fortalecidos por su acceso a las instituciones, pueden "oficializar" sus intervenciones, como ocurre en los institutos de seguridad social donde esta "nueva clase" ha asumido la dirección en los departamentos de la Costa Atlántica. (Giraldo, 2014)

A la carencia del monopolio de la fuerza en la sociedad y la proliferación de grupos de justicia privada, se agrega una presencia precaria, cuando no ausencia total, de un sistema de justicia que resuelva los conflictos entre las personas, las empresas y defienda los derechos de propiedad, tan vulnerados en campos y ciudades. Las falencias de la justicia no son nuevas: se derivan del legado hispánico que continuó después de la Independencia: “una férrea estructura de privilegios, poderes y distribución de bienes que las nuevas clases dirigentes no pudieron, o simplemente no quisieron, afectar”, combinadas con constituciones democráticas, resultantes de la modernización económica y política que Colombia ha vivido en un siglo de desarrollo capitalista. Hay una enorme distancia entre religión, moral y cultura, heredadas del pasado, y el derecho viviente, portador de la idea fundamental de la igualdad frente a la ley y de la protección universal de los derechos (García-Villegas, Espinoza, 2014, 26). Eso hace posible la existencia de un procurador ultra-católico que burla la separación de religión y Estado que establece la Constitución de 1991 y le permite hacer campaña en favor de los partidos de la extrema derecha.

En parte resultado del conflicto interno colombiano y del surgimiento del narcotráfico, existen actualmente 229 municipios donde habitan 6 millones de colombianos sometidos a un apartheid institucional: sufren de la opresión de actores armados ilegales o son víctimas de la corrupción y del clientelismo que despliegan poderes económicos sin límite, apoyados a veces por las fuerzas del orden, siempre huérfanos del amparo de las instituciones democráticas y del sistema judicial. Todos estos municipios presentan un bajo desempeño integral y de justicia. Se trata de un déficit de poder estatal que impide a esta población acceder a sus derechos y que la segrega por el sitio dónde viven, ya sea en las zonas de colonización, en los enclaves mineros y en las villas miseria de todas las ciudades del país.

Tampoco existen reglas justas que encausen la política. Según Jorge Guarín, “un análisis histórico del período 1957 – 2005 permite descifrar problemas estructurales que impiden el funcionamiento del esquema gobierno–oposición, problemas que trascienden la órbita normativa como se ha observado luego de la entrada en vigencia de la nueva constitución” (Guarín, 2006). Hay problemas que tienen que ver con el Consejo Nacional Electoral, dominado por los partidos mayoritarios que frecuentemente cometen fraude contra los partidos de la oposición o los más pequeños; la falta de seguridad para los partidos de oposición, evidenciados en forma elocuente con el práctico exterminio de la Unión Patriótica, partido que debía acompañar a las FARC en las negociaciones de paz de los años ochenta; en el funcionamiento del Congreso los partidos político mayoritarios dejan sin papel que jugar a las minorías; finalmente hay una evidente desprotección legal que nunca condena los delitos contra el libre ejercicio del voto o su compraventa. Las instituciones electorales son una “Registraduría Nacional con múltiples competencias y sin contrapesos en sus funciones; un Consejo Nacional Electoral con altos índices de corrupción, compuesto por magistrados elegidos por el Congreso - es decir, los partidos eligen a sus militantes y amigos para que los vigilen - y una Sección Quinta del Consejo de Estado sin capacidad de acción” (Fundación Paz y Conciliación, 2016).

La debilidad del Estado y las carencias institucionales de la política y de la justicia albergaron el conflicto que dio lugar a una reconcentración de la tierra y de la propiedad en elcampo que se manifiesta sobre todo en los años noventa. Antes de eso, hubo dos censos agropecuarios, uno en 1960 y otro en 1970, que mostraron que la propiedad rural estaba bastante concentrada con un Gini de 0.86. Según el IGAC, se observa “una tendencia a la desconcentración entre 1960-1984 y una reversión en la tendencia entre 1984-1996. También se confirma la tendencia de la concentración por regiones en especial, en el piedemonte llanero, el occidente y la costa Atlántica. Entre los factores de apropiación de la tierra en manos de grandes fortunas está el narcotráfico, la acumulación de rentas institucionales o de la valorización sin contar con un mecanismo de tributación sobre la propiedad que frenase la concentración, el despojo violento a pequeños y medianos propietarios por el control territorial de grupos alzados en armas, entre otros”. (IGAC, 2012, 67)

El coeficiente Gini descendió a 0.84 hacia 1988, correspondiendo quizás a las conmociones políticas que originó la Asociación de Usuarios Campesinos (ANUC) de 1968 en adelante, provocando con sus invasiones que grandes latifundios se dividieron o vendieron partes de sus predios. Entre 1970 y 1984 se observa entonces una descomposición de la gran propiedad y una consolidación de la mediana. Sin embargo, en medio de la contraofensiva terrateniente y paramilitar de los años noventa una medición arroja un Gini de 0.88 en 1996. Aunque el Censo Agropecuario de 2014 no ha sido publicado a la fecha y solo se cuenta con presentaciones sintéticas, el grado de concentración que hemos calculado es enorme: el Gini sin territorios étnicos arroja 0.95 y considerándolos sube a 0.97.2 Una posible explicación es el interés y acceso a los baldíos por grupos financiero-industriales nacionales y extranjeros para cultivos de biocombustibles, soya, maíz y sorgo.

Castaño plantea un Gini tradicional y se calcula un Gini de acuerdo con el avalúo de la tierra. En el primer caso es evidente el aumento de la concentración de la propiedad, pero en el segundo la concentración no aumenta, lo cual sugiere que las grandes propiedades en territorios alejados de los mercados o que no han sido civilizadas si aumentaron la concentración, como estrategia de engorde o los proyectos de gran agricultura comercial aludidos, esperando a que lleguen las vías de comunicación y el progreso que valoriza la propiedad rural. En las tierras dentro de la frontera agrícola no se presentan cambios notorios en la distribución de la propiedad. El censo de 2014, sin embargo, presenta una reducción en la participación de todos los rangos de propiedad entre menos de 5 a 500 hectáreas y aumento de las grandes propiedades, revirtiendo así la desconcentración ocurrida entre 1970 y 1985.

No sucede tanto que el motivo de la confrontación sea el problema de la tierra sino más bien al contrario: la confrontación propicia la enorme concentración de la propiedad rural. Para Daniel Pecaut, “las reglamentaciones legales fueron violadas constantemente; las influencias políticas contribuyeron a ello pero también el uso de la fuerza para expulsar a las diversas categorías de trabajadores rurales. La concentración de las tierras ha sido siempre particularmente fuerte, bajo la forma, en particular, de vastos dominios de ganadería extensiva, y el fenómeno se ha mantenido hasta ahora: … el conflicto armado ha permitido a los grupos paramilitares y a sus aliados apoderarse de millones de hectáreas, lo que ha llevado la concentración al paroxismo”.

Los resultados del censo agropecuario de 2014 no son comparables con los de 1960 y 1970 por la diferencia en los universos censados, pero insinúan que en efecto avanzó la concentración en el campo colombiano. El último censó abarcó 103 millones de hectáreas, buena parte de esta en bosques, mientras que el de 1960 midió 27 millones y el de 1970 30 millones de hectáreas. En términos de superficie, las explotaciones mayores de 500 mil hectáreas (O.4 por ciento de las unidades de producción) apropian 83 millones de hectáreas. En el otro extremo, las unidades menores de 5 hectáreas (75 por ciento de las unidades de producción) ocuparon sólo 4.5 por ciento del área (4.9 millones de has).

El hato bovino en 1976 era aproximadamente de 20 millones de cabezas (Kalmanovitz, 1978), mientras que en 2014 es de 21.5 millones. Se ha mantenido prácticamente estancado, reflejo del conflicto interno en el que los ganaderos pusieron una alta cuota de secuestrados, debieron pagar vacunas y vieron sus hatos reducidos o consumidos por los grupos ilegales, pero también de los incentivos de poseer excesos de tierra que esconden la riqueza del fisco pues no se les cobra ni impuestos prediales, a la renta o a la riqueza; sus propiedades se valorizan con el desarrollo económico y la construcción de infraestructura, a la cual ni siquiera aportan contribuciones por valorización o sea se enriquecen sin tener que hacer nada, que es la pura esencia del rentismo. El mismo censo informa de una superficie en pastos de 34.4 millones de hectáreas, lo que daría una hectárea y media por cabeza. La producción pecuaria se ha modernizado pero no gracias a la ganadería vacuna. Esta ocupa el 80 por ciento de la superficie disponible, y se observan algunas mejoras en el cruce de razas, en la producción de carne de mejor calidad (Angus, Brangus y búfalo) y en la productividad lechera (donde hay muchos pequeños productores). Por contraste, se ha dado un avance sustancial en la avicultura y porcicultura que se han industrializado, se han diversificado y han logrado abaratar considerablemente la proteína de consumo popular.

Dada la enorme concentración de la tierra que se dio entre 1960 y 2014, no es de extrañar que la distribución del ingreso se tornara en una de las más desiguales del mundo. De manera paradójica, las consecuencias no intencionadas de la lucha guerrillera fue precipitar una mayor concentración de la propiedad y del ingreso. Según Eduardo Lora, “la principal razón (del deterioro en la distribución) es el desplazamiento forzado que han sufrido 5,3 millones de personas como resultado de los ataques e intimidaciones de las Farc, el ELN y los paramilitares a la población civil, lo que ha hecho de Colombia el país con el mayor número de desplazados en el mundo”. Ellos representan casi la mitad de la población rural que tenía el país cuando se inició la contraofensiva paramilitar, hace 25 años. Sigue Lora diciendo que “la pérdida de población en los sitios de conflicto ha reducido la producción y los ingresos para los trabajadores que se quedaron, que en su mayoría son pobres,... (mientras los que llegaron a las ciudades) perdieron gran parte de sus activos e ingresos. Su pérdida fue equivalente a 37 por ciento de su capacidad de gasto permanente. Y los que ya eran pobres perdieron un alarmante 72 por ciento …los desplazados no logran recuperar estas pérdidas, incluso después de muchos años de estar en las ciudades. Y como la gran mayoría no puede o no quiere regresar a sus lugares de origen, esto implica un deterioro permanente en la distribución del ingreso”. Esto se deduce del estudio de Ana María Ibañez y sus colegas de la Universidad de los Andes.

El desplazamiento es forzoso, que no voluntario, como lo insinúa un ideólogo de la extrema derecha colombiana, para tapar con las manos la ferocidad del conflicto interno. No son migrantes que tomaron una decisión de buscar mejores horizontes económicos en las cabeceras municipales sino familias que huyeron de la amenaza de violencia que ejercían los grupos armados para desalojar sus territorios: las masacres, los asesinatos selectivos, la violación de las mujeres, el reclutamiento forzoso de niños, el secuestro y las minas antipersona. El fenómeno ha afectado al 90 por ciento de los municipios del país.

Se calcula que durante La Violencia de los años cincuenta fueron desplazadas unos dos millones de personas, contra los casi seis millones que ha expulsado a la fecha el conflicto actual. En términos productivos, se abandonaron unos 700 mil predios que se labraban intensivamente, contra unos 400.000 durante La Violencia. Como resultado del desplazamiento forzoso, en lugar de cultivos quedaron rastrojos en algunos casos, mientras que, en otros, las tierras fueron consolidadas por nuevos propietarios que venían detrás de los paramilitares o por los comandantes guerrilleros, siendo utilizadas como potreros; se perpetra así una pérdida de productividad considerable. Esta puede ser una de las explicaciones del estancamiento que vive la agricultura del país en las dos últimas décadas. Los únicos cultivos que han prosperado gracias a una política pública de subsidios elevados y escondidos son los biocombustibles: el etanol que se debe mezclar en un 10 por ciento a la gasolina y el aceite de palma en un 5 por ciento al diésel. La palma africana se ha sembrado extensamente en los territorios donde más se presentó conflicto con la insurgencia y que culminó en eventual dominio paramilitar: el Magdalena Medio, el Cesar y la Guajira, los llanos orientales, Chocó y la costa nariñense.

4. Hacia el fin del conflicto

La pregunta fundamental que nos hacemos para concluir este ensayo es si el final del conflicto dará lugar a una del orden social colombiano. Es difícil imaginar que el largo proceso de concentración de la tierra que hemos descrito pueda dar marcha atrás. La reparación de las víctimas y los procesos de restitución de tierras marchan lentamente, las instituciones encargadas no se han consolidado y los nuevos propietarios recurren a la violencia contra los que desafíen sus derechos de propiedad adquiridos espuriamente.

Las políticas públicas han contribuido al deterioro productivo del sector, al apoyar sectores rentistas y reducir la competencia que recae sobre el mismo, mediante aranceles mayores al 80 por ciento para la importación de muchos alimentos de la canasta popular. Los recursos públicos se han concentrado en la agricultura empresarial y en terratenientes tradicionales, como el notorio de Agro Ingreso Seguro que destinó recursos a terratenientes tradicionales que obviamente fueron desperdiciados. En los paros agrarios de 2014, las concesiones fueron subsidios directos a los productores y muy poco en materia de bienes públicos como investigación y asistencia técnica, distritos de riesgo y drenajes y mercadeo eficiente que requieren de mucho tiempo para construirse y darse al servicio. La política agraria ha servido para legalizar muchas tierras arrebatadas a sus dueños, por la combinación de las instituciones del Ministerio de Agricultura capturadas por el paramilitarismo durante la época Uribe y por notarías, incluyendo su superintendencia, que traicionaron la fe pública.

Existe un gran rezago en el desarrollo de la infraestructura básica rural (vías, obras de riego, servicios públicos domiciliarios, asistencia técnica y crédito). Las obras de infraestructura priorizan la gran agricultura protegida (arroz, azúcar, palma). La contratación de las obras públicas ha sido capturada por los que financian las campañas de los políticos, por eso tampoco se ha avanzado en la construcción de las carreteras nacionales. Aún si se construyeran grandes autopistas nacionales como es el programa bandera de la administración Santos, es notorio el atraso en vías terciarias, cruciales para la economía campesina, pero también la escasez de distritos de riesgo y drenajes, la poca asistencia técnica que reciben los campesinos (90 por ciento de ellos no cuenta con ella) y su poca mecanización (el 85 por ciento no se apoya en maquinaria para sus labores), según el Censo Agropecuario de 2014.

Se han desmantelado los diversos mecanismos de apoyo directo a los pobladores rurales que existieron antes como el Desarrollo Rural Integrado de los años setenta o el Plan Nacional de Rehabilitación de la siguiente década.

El conflicto armado como tal le ha costado a los contribuyentes 2 por ciento del PIB cada año en gasto de seguridad específicamente focalizado en combatir la insurgencia, que no han sido aportados precisamente por los más beneficiados por el debilitamiento de la insurgencia. En efecto, los terratenientes del país siguen pagando impuestos prediales exiguos y no parecen estar sujetos ni al impuesto a la renta ni al de la riqueza. Sesenta por ciento de los predios rurales no cuentan con escrituras de propiedad y un título registrado.

El gobierno se ha comprometido a elaborar un nuevo catastro que les puede aportar a los municipios importantes recursos para financiar vías terciarias, acueductos, otras infraestructuras, educación y salud. De acuerdo con un estudio prospectivo sobre el catastro en 2014, el impuesto predial unificado recaudó un total de $4.5 billones, de los cuales Bogotá cobró un tercio y junto con Medellín y Cali la mitad. La subvaluación de los predios rurales es notoria: están entre el 10 y el 30 por ciento de sus valores comerciales. Si los 4.2 millones de explotaciones rurales pagaran prediales sobre el 80 por ciento de su valor comercial, el recaudo sería del orden de $6 billones (1 por ciento del PIB), cifra respetable que le podría dar un impulso importante al desarrollo rural. Quizás más grave es la reticencia de los municipios de cobrar las contribuciones por valorización que generan las grandes obras públicas que cambian el uso del suelo y que se quedan en los bolsillos de los propietarios privados o de los políticos y funcionarios que conocen de antemano el cambio de uso e invierten en su compra.

El resultado es que bajos impuestos prediales y la renuencia a capturar la plusvalía que generan las obras públicas impiden que se construyan carreteras terciarias, se financie la investigación básica, se presten asistencia técnica y protecciones fitosanitarias, se hagan distritos de riego y de drenaje, acueductos y que se mantengan precarias coberturas de educación. La falta de infraestructura a su vez da lugar al estancamiento de largo plazo del sector agropecuario.

El conflicto ha magnificado los problemas económicos del sector rural:

Las agresiones a la población y la violencia causan destrucción de activos e infraestructura, incremento de los costos de transacción y deterioro del capital humano. Los hogares residentes en regiones de conflicto están sometidos a la quema de cultivos, robo de activos productivos, despojo de tierras y destrucción de infraestructura para transportar los productos … La muerte de personas, el reclutamiento y el desplazamiento forzoso disminuyen la disponibilidad de mano de obra (Arias, Ibáñez, 2014, 62).

Según las mismas autoras, muchas regiones están vedadas a la inversión productiva y los campesinos de las zonas inseguras invierten en actividades de rendimiento inmediato y no acometen actividades de mayor rentabilidad que requieren períodos de maduración más largos.

Es prácticamente imposible hacer un cálculo de cuanto ganará la economía en caso de que se supere el conflicto armado en Colombia, algo que instituciones como Planeación Nacional han forzado mediante comparaciones con países que han superado sus conflictos para dar resultados exagerados del crecimiento que resultará de la paz. Lo que es indudable es que el conflicto colombiano ha sido costoso: entre 1985 y 2013, de acuerdo con el Grupo de Memoria Histórica, unas 170,000 personas murieron, se perpetraron 2,000 masacres por grupos ilegales y más de 8 millones de hectáreas fueron apropiadas ilegalmente, mientras que 4 millones de personas fueron desplazadas hacia ciudades y municipios, donde permanecen encerradas en círculos viciosos de miseria.

Según un balance de La silla vacía, los beneficios del fin del conflicto son inconmensurables, en especial para las regiones más atrasadas del país y donde hay menor presencia del Estado. Colombia es hoy el segundo país con más minas sembradas en el mundo, de las cuales han resultado 13,000 víctimas, lo que impide la explotación agropecuaria y minera de parte del territorio y expone a la población que ha optado por permanecer al riesgo de desmembramiento. El reclutamiento de jóvenes le ha extraído la savia a las economías campesinas de regiones ya de por sí muy pobres y ha propiciado la emigración de otros jóvenes y mayores que huyen de la guerra o no encuentran oportunidades de vida en tan deterioradas condiciones de seguridad y carencia de oportunidades económicas. Las FARC han secuestrado 22,000 personas, lo que les ha costado la baja estima que le guarda la población y el odio profundo de las capas sociales que más lo han padecido.

La derogación de la “ley” 002 con la que se justificaba la extorsión so pena de la libertad y vida de sus víctimas, hará posible que vuelvan al campo capitales que huyeron de su tributación despótica. Los bombardeos con cilindros y la respuesta del Ejército han propiciado la ruina de muchas poblaciones pequeñas. La usurpación de tierras por paramilitares y guerrilla (38 por ciento del total) ha desplazado buena parte de su población, permaneciendo en ellas sólo personas mayores.

El narcotráfico ha aumentado la tasa de homicidios en todas las regiones donde tiene presencia y es un generador de subdesarrollo. El negocio es tan rentable que posiblemente surjan Farcrim una vez sellada la paz, de la misma forma como surgieron grupos delincuenciales, llamados Bacrim, una vez se desmovilizó el comando político de los paramilitares durante la era Uribe.

El ataque a la infraestructura ha sido costoso, no sólo por las pérdidas directas incurridas (4 millones de barriles de petróleo vertidos en 30 años, más los daños a la actividad económica por las voladuras de las torres de energía), sino por la extensa contaminación de las fuentes de agua de la población y del ganado. Las vacunas son pesadas cargas para los negocios que van desde el comercio y el transporte hasta las empresas agropecuarias. Esa tributación informal debilita los negocios pero no construye nada con los recursos porque obviamente los destina a la guerra. El amedrentamiento de las comunidades ha frenado su desarrollo en paz (Bermúdez, Arenas, 2015). Todos estos daños a la población, al territorio y a la economía se han disminuido durante la negociación entre gobierno y FARC y posiblemente se reduzca aún más una vez desmovilizada la guerrilla.

El Instituto para la economía y la paz (Institute for Economics & Peace, 2014) calcula que el costo de contener la violencia en Colombia equivalía a cerca de 11 por ciento del PIB en 2014. La mitad eran gastos en seguridad del gobierno y de losagentes privados y la otra mitad tiene que ver con el aumento de los homicidios y el crimen violento, las muertes directas que ocasiona el conflicto, los gastos en cárceles, el costo para la propiedad pública y privada y costos asociados a la pérdida de seguridad interna.

Lo cierto es que se mejorarán las condiciones de vida de la población más afectada y cercana a los teatros de la guerra, se profundizará el desarrollo en regiones hoy vedadas a la inversión en pequeña y gran escala, se dará alguna devolución de propiedades usurpadas a unas 5 millones de personas, aunque sus actuales propietarios están dispuestos a resistir por medios políticos y también violentos contra los reclamadores de tierras o los dirigentes de movimientos sociales.

Colombia ha vivido polarizada durante muchos años a causa del conflicto interno. Esto le ha permitido a las fracciones políticas más conservadoras y radicales hacerse al control del Estado, tal como sucedió con el conservatismo liderado por Laureano Gómez desde ls década de 1940 y se repitió con Álvaro Uribe durante sus 8 años de gobierno.

El sistema político colombiano es el último que queda en el continente donde todavía guardan un peso desproporcionado las viejas oligarquías. Ha sido difícil el desarrollo de partidos de izquierda o de inclinación social demócrata, mientras que el bipartidismo se atomizó en multitud de grupos que continúan alimentándose del clientelismo. El fin del conflicto puede servir precisamente para debilitar a las fuerzas de derecha que entorpecen el desarrollo económico y que han limitado la democracia en el país, aunque tomará tiempo y empeño limitar las prácticas malsanas de un sistema político basado en las clientelas y en la compra de votos. El aumento de la competencia política puede servir para fortalecer el voto de opinión e informado en las decisiones electorales y podría disminuir en algo el clientelismo y la corrupción.

En condiciones de paz será fundamental restablecer el imperio de la ley en las zonas de conflicto, algo que no existe plenamente ni en las zonas urbanas del país, y asegurar derechos de propiedad vulnerados para que los hogares vuelvan a invertir en proyectos de largo plazo —más si son financiados formalmente— y puedan aumentar su riqueza. Si se reducen las fuentes ilegales de ingresos, el crecimiento económico de los territorios puede incluso caer. Los efectos asociados con el debilitamiento de la guerrilla han producido ya un aumento de la inversión extranjera en petróleo y minería.

Por fin, el Estado colombiano está hoy cerca de asumir el monopolio de los medios de violencia, pero continuará siendo desafiado por el crimen organizado y por frentes de las guerrillas que no acatarán el resultado de las negociaciones. Eso impedirá que los recursos destinados a seguridad puedan reducirse culminada la negociación con la insurgencia, pero eventualmente uno de los bonos de la paz será precisamente el de asignar una mayor parte del presupuesto nacional al gasto social y al financiamiento del desarrollo.

Falta preguntarse si cambiará la economía política: el sistema clientelista, la compra de votos, la corrupción en la contratación pública, la captura de los presupuestos por los grupos de poder, la combinación entre grupos violentos y partidos políticos.

La transición hacia los órdenes sociales de acceso abierto pudo tomar 50 años en los casos de países como Inglaterra o Francia, según North y su equipo (p. 27). Hay una simbiosis entre desarrollo capitalista y democracia pues el uno requiere de mayor competencia económica que a su vez se puede traducir en mayor competencia política que produzca mayor inclusión de la población que podrá forma organizaciones que la beneficien. La transición comienza dentro de los grupos dirigentes de la sociedad que aceptan como necesario tratarse de manera igualitaria, en la medida en que las asignaciones impersonales de recursos basadas en mayor competencia benefician a todos y contienen la violencia (North, Wallis, Weinsgat, 2007, 25). La ampliación de los derechos a toda la población puede surgir de las luchas sociales o por las guerras que obligan a la movilización de recursos económicos y humanos y en las que las elites optan por hacer concesiones en vez de recurrir a la violencia. Lo importante es que se desarrollen organizaciones políticas competitivas y articuladas por medio de una ampliación del sufragio y una reducción de la corrupción electoral. El acceso abierto a derechos universales debe surgir de cambios en el sistema legal para que opere de manera imparcial, algo que en Colombia está muy lejos de ocurrir.

Tenemos que insistir, para concluir que el orden social de acceso restringido no cambia fácilmente. La economía política del clientelismo, la corrupción electoral, los vicios de la contratación pública, la combinación de grupos violentos y partidos políticos, la baja tributación de los segmentos más ricos de la población y la captura de los presupuestos no van a desaparecer porque se firmen unos acuerdos en La Habana.

Hasta hoy, el orden social asigna los recursos políticos y económicos de manera bastante excluyente y lo hace peor en el campo. La violencia se ha vuelto una avenida de distribución y redistribución de recursos valiosos y su reducción puede cambiar su asignación a favor de los grupos subordinados. Este orden social es menos restringido en las ciudades donde hay más competencia política, tiene mayor peso el voto ilustrado o de opinión y hay un mayor desarrollo económico, mercados más profundos e impersonales, pero todavía le falta mucho a la sociedad colombiana para ser un orden social de acceso abierto.

Sin embargo, el fin del conflicto sí puede marcar una diferencia frente a la situación actual: se reducirá la polarización propiciada por la violencia y se debilitarán las posiciones de derecha dentro del espectro político. La reducción del poder político paramilitar y del narcotráfico significa que se utilizará menos la violencia por parte de estos grupos en los conflictos sociales y políticos. El ejército volverá a sus cuarteles y a defender las fronteras, mientras que la policía se centrará en asegurar la seguridad ciudadana y junto con el sistema judicial deberán encausar la protesta social para que no explote violentamente. Por lo tanto, habrá necesidad de alcanzar más consensos y se ganará una mayor libertad para organizar movilizaciones sociales. Habrá participación de grupos nuevos en la política que pueden alcanzar reformas en materia política, tributaria y de gasto público que contribuyan a reducir la desigualdad tan grande que ha alcanzado la sociedad colombiana y a seguir construyendo Estado. Para que esto ocurra deben darse reformas profundas al sistema electoral y de representación política, como la financiación de las campañas que debe ser pública3 y propiciar que los políticos sean responsables ante sus electores que ni siquiera saben quiénes son, según John Sudarky.4 Además del uso legítimo de la fuerza en todo el territorio nacional, debe haber presencia de instituciones especiales, tanto de la fiscalía como de juzgados ad hoc que impartan justicia y defiendan a los ciudadanos, desplazando a los poderes ilegales que asumen estas funciones. La justicia debe ser despolitizada y fortalecida para que haga presencia de manera eficiente por doquier, incluyendo las barriadas pobres de todas las ciudades del país. Será más difícil acordar consensos con la extrema derecha que con las Farc y aún con el Eln, mientras esta no acepte devolver el botín de guerra que acumularon y reconozca a los nuevos actores políticos, contra los cuales amenazan con generar nuevos procesos de violencia.

El beneficio del final del conflicto no es tanto económico, aunque se sentirá en las regiones de frontera, en las regiones mineras o petroleras, en la altillanura y propiciará un desarrollo económico más equilibrado e integral. Más importante será la reducción del sufrimiento y del miedo de millones de colombianos humildes, pero en verdad de todas las clases sociales que han sido expropiadas y atropelladas por los grupos ilegales. Todavía falta que mucha población del país adquiera ciudadanía de un Estado que no los ha tenido en cuenta hasta el momento.

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Notas

1 Agradezco los comentarios de Jorge Armando Rodríguez, Edwin López Rivera, Enrique López Enciso que me ayudaron a mejorar el texto.
2 La razón es que buena parte del territorio titulado consiste de tierras yermas en los casos de Cauca y Nariño y de tierras selváticas para el Chocó y además quedan a nombre de los resguardos indígenas o de las comunidades afrodescendientes.
3 La Fundación Paz & Reconciliación propone crear un Poder Electoral Colombiano que se compondrá de una serie de instituciones electorales, las cuales se crearán luego de suprimir el Consejo Nacional Electoral, y modificar sustancialmente el papel de la Registraduría. Este nuevo poder del Estado será independiente del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial y su labor principal será facilitar, organizar y sancionar sobre los procesos electorales. Igualmente, combatir el fraude electoral, supervisar la conformación de partidos políticos y la inscripción de candidatos, y podrá castigar, sancionar y multar a los partidos, personas y organizaciones que infrinjan el código
4 La idea de los distritos electorales es dividir el país en regiones y que los congresistas que tengan la mayor votación en cada zona tengan que rendir cuentas a sus habitantes y responder a sus inquietudes. http:// www.johnsudarsky.com/

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[Artículo corregido ,, 5] https://www.redalyc.org/jatsRepo//5350/535055632001/index.html



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