EL GOLPE DE ESTADO DE 1968
Resumen: Se presenta un análisis histórico social del golpe de Estado militar del 11de Octubre de 1968 en Panamá, con el cual comienza a tomar forma el fenómeno político social denominado ‘torrijismo’, cuyas repercusiones se proyectan hasta el presente en la vida política panameña. El fenómeno es caracterizado como variante del nacionalismo burgués, tendencia general que alcanzó significativa y particularizada expresión en buena parte de las sociedades de la región latinoamericana entre 193030 y 1970. En términos metodológicos, el trabajo examina las interrelaciones entre factores de diverso nivel y orden, internos y externos, estructurales y subjetivos, en la producción combinada de un complejo proceso sociopolítico.
Palabras clave: Torrijismo, Estado, clases sociales, Panamá, golpe de Estado.
Discutir el problema de la génesis del golpe de estado, las condiciones de entorno que abren su posibilidad, los procesos que lo incuban y los factores que directamente lo preparan y precipitan, así como los intereses de grupo que expresa y los objetivos políticos a que responde; es decir, la causalidad plural que lo determina, exige, en primer lugar, ubicar la situación de la economía y la política internacionales que enmarca el período previo. En este sentido, parece útil destacar algunos rasgos de la etapa histórica abierta en 1943 y que, con sus diversos períodos y coyunturas, se extiende hasta finales de los 80 como un todo reconocible.
Economía y política mundiales
La situación de la segunda posguerra (tras 1945) se caracteriza fundamentalmente por dos grandes procesos: el ascenso global de las luchas sociales y el boom económico u onda larga de crecimiento capitalista.
Se trata de una etapa histórica caracterizada de conjunto por una profundización de las convulsiones sociales y políticas, las cuales se extienden y generalizan a las diversas regiones del mundo. Los sectores sociales subordinados y los pueblos de los países coloniales, como de las sociedades formalmente independientes pero económicamente subordinadas, se hacen presentes en el escenario político con demandas diversas, ejerciendo presión por sus más sentidas y legítimas aspiraciones. Las razones de ello son variadas: el espectacular triunfo sobre el nazi-fascismo, que se traduce en una ampliación de los márgenes de la acción colectiva y en la multiplicación de las luchas por el ensanchamiento o apertura del espacio democrático; el debilitamiento de los mecanismos de control del orden social imperante, fracturado por la bancarrota de las viejas potencias europeas; por otro lado, el surgimiento de nuevos estados obreros1 (economías-sociedades ‘post-capitalistas), en los cuales pasará a vivir un tercio de la humanidad, eleva a un nuevo nivel los términos del conflicto político-social fundamental, condicionando toda la vida social de la segunda parte del siglo.
Revoluciones políticas triunfantes evolucionarán hasta la expropiación de la burguesía en China, Yugoslavia y Albania. En el resto de Europa del Este, mediado por la ocupación soviética, pero también porque la derrota del hitlerismo y sus aliados locales prácticamente liquida físicamente, como clase social, a la burguesía de esos países, el conjunto de la situación europea incidirá en el surgimiento también allí de nuevos estados obreros, aunque burocráticamente deformados. Contar este proceso como un elemento de la alteración de las relaciones de fuerza en favor de los sectores subalternos, remite al sentido concreto de su percepción por las diversas fuerzas sociales y actores políticos presentes en la escena política del período.
En África, Asia y el Caribe, las luchas de liberación nacional se desarrollan progresivamente hasta la derrota total del colonialismo y la conquista de la independencia política. No obstante, la mayoría de las viejas metrópolis mantienen suficiente capacidad como para realizar con éxito la maniobra neocolonial. En las potencias capitalistas de occidente, la presencia de poderosos partidos comunistas en algunos de los gobiernos europeos de posguerra, no es otra cosa que el precio que deben pagar las burguesías metropolitanas de ambos lados del Atlántico a fin de contener, aunque fuera sólo lo justo para evitar lo peor, en el momento más crítico de toda la historia del capitalismo, al más experimentado y organizado proletariado del mundo.
En América Latina, como expresión deformada de la polarización sociopolítica internacional, el nacionalismo burgués y pequeño burgués se fortalece en todos lados, logrando alguna forma particular de manifestación, unas veces más populista, otras simplemente desarrollista. Desde el Vargas corporativista y el Perón admirador de Mussolini, hasta los herederos del Cardenismo, Arbenz, las experiencias frentepopulistas y nacionalistas en Chile, Kubistchek, Frondizi, etc.
Toda la situación, sin embargo, estará atravesada por una contradicción decisiva: la considerable influencia sobre los movimiento sociales en la casi totalidad de los países del conservador aparato internacional de la burocracia stalinista. Capitalizando todo el enorme prestigio de la URSS tras la guerra, el Partido Comunista soviético fortalece y extiende su control sobre las luchas y organizaciones obreras y populares, esforzándose por colocarlas al servicio de sus intereses diplomáticos. Los conflictos y posterior ruptura con las direcciones china y yugoeslava, son una consecuencia, ejemplos por la negativa, de esta política.
De conjunto, es sobre esta base que surgen los acuerdos de Yalta y Postdam, donde la burocracia soviética y la gran burguesía norteamericana pactarán e impondrán un nuevo orden internacional, que regirá por los próximos cuarenta años, dividiendo al mundo en zonas de influencia y estableciendo entre los contratantes una funcional y mutuamente beneficiosa relación de socios conflictivos. Es a partir de este (incómodo, pero necesario) reaseguro, que las potencias capitalistas, con EEUU a la cabeza, emprenderán la reorganización del sistema monetario internacional y el restablecimiento de las redes del comercio mundial, puntos de apoyo básicos para la reconstrucción de las arruinadas economías europeo-occidental y japonesa. Esta raíz política general tiene, pues, la impresionante expansión económica de los países metropolitanos en los años 50 y 60.
En los países atrasados, las nuevas y favorables condiciones políticas internacionales permiten un incremento del nivel de exigencias asumido por las débiles y tímidas burguesías periféricas frente a las metrópolis. La identificación de intereses comunes da pie al surgimiento del «tercermundismo»2, expresión del intento de las burguesías de los países atrasados por encontrar una vía de desarrollo autónomo, capaz de remontar su rezago histórico. De igual forma, es en el contexto de la expansión económica general que la ideología desarrollista se despliega con particular optimismo en Latinoamérica, elaborada por Raúl Prebisch y el brillante equipo de investigadores reunidos en la CEPAL.
De esta manera, el nacional-populismo y el desarrollismo económico se nos revelan como expresiones de la combinación de la situación política internacional y las significativas modificaciones en curso en la estructura de la economía capitalista mundial.
Así llegamos a la década de 1960. Con fluctuaciones poco importantes, el auge económico metropolitano continúa. No obstante, paulatinamente van surgiendo los primeros síntomas importantes de la gran crisis que se abrirá hacia el final de la década. La agudización de las contradicciones en la economía mundial se expresará en dos aspectos diferenciados, pero íntimamente relacionados. En primer lugar, se hace presente el hundimiento del Sistema Monetario Internacional. Creado en Bretton Woods, en 1944, su función, entre otras, consistía en proveer de liquidez a los países y al sistema en su conjunto, de acuerdo con las necesidades del comercio internacional y en el marco del esfuerzo de reconstrucción. No obstante, siguiendo a Pedro Paz, «en la década de los 60 se acentúa el déficit de la balanza de pagos de Estados Unidos, disminuyen sus reservas de oro, comienzan a modificarse las paridades cambiarias de varios países desarrollados, surge la especulación con el precio del oro, etc.»3
Es decir, en el marco definido por el sistema monetario vigente, la recuperación de la Europa Occidental y el Japón se traduce en una pérdida de competitividad de la economía norteamericana. La cual, si bien mantiene su posición dominante de conjunto, apoyada sobre todo en su condición de baluarte político-militar indiscutible del bloque potencias capitalistas, así como de mayor mercado individual, ve desvanecerse su posición de preponderancia cual si absoluta en el mercado mundial, como consecuencia de las modificaciones operadas en los niveles de producción y productividad de las diversas metrópolis. Tal evolución llevará a la crisis del sistema monetario apoyado en el patrón oro-dólar, traduciéndose todo el proceso en la intensificación de la competencia entre las metrópolis capitalistas y en la desestabilización del orden económico y de las relaciones entre las potencias de la posguerra, con inevitables consecuencias políticas. Años después, esta situación, y las dificultades crecientes que entraña, llevará al surgimiento de nuevos mecanismos de control del sistema económico internacional (Grupo de los siete, etc.). En el ínter tanto, sin embargo, constituirá un factor disfuncional adicional en la escena política global.
En segundo lugar, a nivel de las relaciones centro-periferia, se opera un importante «cambio en el modelo de la exportación de capital a largo plazo...el capital ya no se desplaza principalmente de los países metropolitanos a los subdesarrollados »4, ahora circula predominantemente entre los países metropolitanos. Esta situación acciona una gigantesca aspiradora de recursos de las semicolonias. El drenaje de recursos, o flujo neto de valor negativo de los países dependientes, no solo se mantiene sino que se agrava. Así, la masa de capitales que salen de América Latina tiende a duplicar los nuevos capitales de inversión directa efectivamente ingresados. La manifestación de este proceso en Panamá se verá más adelante.
Pero el proceso que verdaderamente sacude a los 60, es el nuevo ascenso de las luchas de los trabajadores y sectores sociales oprimidos de las distintas regiones del mundo, con la consecuente multiplicación de los puntos de conflicto. Desde la tumultuosa radicalización de la juventud de los países avanzados y la crucial lucha de la juventud y el pueblo norteamericanos contra la guerra de agresión en Vietnam; pasando por la notable combatividad del proletariado de la América del Sur, la lucha por la liquidación definitiva del colonialismo en África y por la autodeterminación de las nacionalidades oprimidas en Euskadi, Quebec, Irlanda del norte, etc.; además del endurecimiento de la lucha antiapartheid, el combate palestino contra el Estado sionista de Israel y la creciente desestabilización de todo el Medio Oriente; hasta el importante salto de la resistencia de los trabajadores y pueblos del este europeo contra los regímenes burocrático-totalitarios y la opresión soviética; entre muchas otras manifestaciones menos evidentes en la mayoría de los países de los diversos «mundos», así de abrumadora es la cadena de hechos que fundamentan la afirmación que encabeza el presente párrafo. En pocas palabras, se conjugan y potencian mutuamente en este período procesos de lucha anticapitalista, anticolonial y de revolución política antiburocrática.
En cuanto a América Latina, todo esto se refuerza con el triunfo de la Revolución Cubana y el surgimiento del primer estado obrero del continente5. La radicalización política de amplias camadas de la juventud y la reactivación de los diversos movimientos sociales, en su propio ‘patio trasero’, alcanza dimensiones preocupantes para el gobierno norteamericano.
En un contexto socioeconómico definido por las primeras manifestaciones de la llamada ‘crisis de agotamiento’ del modelo de acumulación y crecimiento basado en la sustitución de importaciones, por un lado, y por la profundización de la penetración y el control de las economías periféricas por los capitales metropolitanos (con las consecuencias del aumento de la dependencia y del drenaje de capitales ya mencionado), por otro, la inestabilidad política característica de la América Latina no podía más que agudizarse y extenderse. Se trata de una situación en la cual son las bases mismas del sistema social capitalista las que se ven amenazadas.
Evidentemente, la reacción norteamericana y de las élites sociales latinoamericanas no se hace esperar. Tras la catástrofe cubana, surge casi de inmediato toda una estrategia de contención: desde acciones socioeconómicas preventivas, como la Alianza para el Progreso y la promoción, o vigilante tolerancia, de las políticas de reformas económico-sociales orientadas a mejorar la distribución del ingreso y a moderar la desigualdad social -de las cuales la Democracia Cristiana chilena será el arquetipo; hasta el enfrentamiento político directo de las situaciones más deterioradas, mediante la represión interna, selectiva o generalizada (Brasil), o incluso recurriendo a la acción militar externa (Dominicana).
De modo que las condiciones del entorno internacional definen un escenario de agrietamiento del orden económico, de convulsiones sociales y de inestabilidad política. Incluso, de hondas modificaciones en el plano de la vida cultural (sensibilidades, valores, identidades, etc.). En una frase, de agudización de las contradicciones en el seno del complejo social global.
En este apartado, lo que nos ha interesado mostrar es justamente que los fenómenos político-sociales que marcan la región latinoamericana, y más concretamente los procesos experimentados al nivel del poder político, responden a una dinámica situacional condicionada por los rasgos principales del entorno político y económico macro. Esto es, que no son arbitrarios o gratuitos, sino productos inteligibles de factores de diverso orden. En concreto, el clima nacionalista burgués y la desestabilización de la vida política, son ocurrencias vinculadas con el momento histórico y no simples emergencias.
En el plano local, cada región o sociedad experimentará en grado mayor o menor y en formas particulares este incremento de las tensiones político-sociales. La expresión concreta de tales tendencias generales estará determinada por factores como la tradición y una configuración actual específica de factores objetivos y subjetivos, como el grado de integración social previamente alcanzado y la capacidad del sistema político en cuestión de asimilar, procesar y regular las diversas manifestaciones del conflicto. De modo que el resultado final será un producto de la relación entre tendencias desestabilizantes y mecanismos reguladores.
Los cursos posibles, en el plano de lo político, variarán desde una simple radicalización nacionalista, y hasta ‘izquierdizante’, del discurso y las prácticas políticas (nacionalismo y estatización económicos, no alineamiento diplomático, etc.), pero con preservación de los regímenes políticos electorales (‘democráticos’) más sólidos; hasta la llamada ‘militarización’ del Estado, salida de tinte muy a menudo ultra conservador e incluso intensamente represiva.
El caso panameño se ubica en algún punto intermedio. El presente artículo intenta justamente determinar y exponer las razones explicativas de esta experiencia particular, tanto en su participación en la generalidad, como en lo que presenta de original y específico. Dicho de otro modo, lo que se busca es mostrar cómo el proceso panameño, único e irrepetible, como todo proceso histórico, se encuentra condicionado por las tendencias más globales, procedimiento que permite definir la ‘legalidad’ del fenómeno, lo que por su vez es condición de posibilidad de una comprensión racional de la realidad. El fenómeno o caso como ‘momento del proceso’, su historización, es lo que permite hacer ‘ciencia de lo particular’
Dinámica de la economía dependiente panameña
Presionada por el colapso económico de la posguerra, la burguesía criolla promoverá con decisión una importante modificación en el modelo histórico de acumulación, impulsando el ingreso definitivo del país en el proceso de sustitución de importaciones, verificándose así un limitado proceso de industrialización, que traerá sin embargo significativas consecuencias para la estructura social, en tanto que mecanismo alternativo de acumulación y desarrollo6.
Proceso de reestructuración económica general, verificado en el conjunto de América Latina, más allá de toda particularidad, que respondió, principalmente, a importantes modificaciones operadas en la estructura del capital monopolista en las metrópolis. Tras la gran depresión de 1929, y en particular de la segunda guerra mundial, en palabras de Ernest Mandel: «el modelo de las industrias de exportación imperialistas cambió cada vez más hacia las industrias de máquinas, vehículos y bienes de equipo en general...»7. Aparece así una de las razones explicativas centrales del relativamente importante proceso de industrialización verificado en la América Latina de la segunda post-guerra: el interés de las burguesías metropolitanas en promover cierta expansión industrial en la periferia, a fin de posibilitar la constitución de un mercado receptor para los productos de sus nuevas industrias8. «En último análisis es esto, y ningún tipo de consideración política o filantrópica, lo que ha conducido a la raíz principal de toda la ideología ‘desarrollista’, fomentada en el ‘tercer mundo’ por las clases dirigentes de los países metropolitanos»9.
Evidentemente, a las tendencias de la economía mundial, dominada por las potencias capitalistas, debe corresponder un movimiento más o menos consciente de las clases poseedoras locales. El nacionalismo económico y la democracia política, aunque restringida y dosificada por los mecanismos de seguridad derivados del semicolonia Pacto de Defensa Hemisférica, aportan el clima ideológico requerido. El primero, postulando el industrialismo y la ampliación del mercado interno como vías para un presunto desarrollo económico nacional autónomo. El segundo, posibilitando el ascenso de la burguesía industrial y la modificación de las relaciones de fuerza al interior del bloque de clases poseedoras en el poder, así como el intento de integración política de las modernas capas medias.
Ambos factores caracterizan, en el caso panameño, el proceso político encabezado por el coronel J. A. Remón Cantera durante su período como Presidente de la República (1952- 1955), aunque muy mediados, ambos, por el carácter marcadamente conservador de ese gobierno y la intensa represión de las demandas de los sectores sociales subalternos.
Un nuevo marco legal más favorable será la expresión jurídica del interés de impulsar el desarrollo de las actividades productivas. Además, las relativamente importantes concesiones económicas arrancadas al gobierno norteamericano en el tratado de 1955, conocido como el ‘Remón- Eisenhower’, que introduce ciertas reformas en el estatuto canalero, potencian el proceso de conjunto al incrementar los beneficios obtenidos por el país de la operación de la vía de tránsito y ampliar el espacio de operaciones de la burguesía local.
La particular combinación de factores externos e internos permiten, a comienzos de los años 50, la apertura de un largo período, 20 años, de elevadas tasas de crecimiento económico, así como un notable fortalecimiento del sector industrial. Algunas cifras, bastante conocidas, pueden ilustrar lo anterior: en la década de 1960 el crecimiento general de la economía alcanza el 8.1 por ciento anual. En el mismo período, la media del crecimiento industrial es de 11.7 por ciento. En cuanto a su peso relativo, el sector pasa de 9.5 por ciento en 1955 a 11.8 por ciento en 1960 y 15.8 por ciento en 1970.10
Paralelamente, se promueve también la modernización capitalista del campo y la economía agraria. Se establecen importantes complejos agroindustriales y se expande la superficie dedicada a la explotación ganadera en 293,500 hectáreas durante la década de 196011, se modernizan rubros como la caña de azúcar, el arroz y se expanden otros, como la silvicultura, etc. Finalmente, se incrementa la concentración de la propiedad de la tierra, desestimulándose el latifundio ocioso12.
Todo ese proceso de acelerado crecimiento, sin embargo, no consigue asegurar la estabilidad del conjunto del sistema social. Por el contrario, como todo proceso de desarrollo capitalista, no puede sino generar nuevas contradicciones, las cuales, en las condiciones distorsionadoras del sistema semicolonial-dependiente13, adquieren con relativa facilidad carácter explosivo.
En primer lugar, la parcial modernización capitalista del agro, progresiva desde el decisivo punto de vista del desarrollo técnico y de la capacidad productiva total del sistema, genera, por un lado, una colosal expropiación y concentración de la propiedad. Pero la liberación creciente de fuerza de trabajo rural no puede ser del todo absorbida por la proletarización del trabajo en el campo. Se transforma, entonces, en la inagotable fuente de la corriente migratoria hacia la periferia suburbana y marginal de una ciudad que tampoco puede asimilarla económica y socialmente en su conjunto14. Dicho de otro modo, la expansión industrial, con ser importante, no consigue acompañar el ritmo de la descomposición inducida de la estructura agraria tradicional.
Las consecuencias son múltiples y verdaderamente trágicas, y no solo económicamente, sino sobre todo por la desorganización abrupta y traumática de comunidades rurales o indígenas tradicionales y de las formas de adaptación asociadas al complejo cultural correspondiente.
Por otro lado, la racionalización capitalista, es decir, el ataque a los pequeños propietarios campesinos y su expropiación, provoca un salto de la conflictividad social. Al respecto, M. Gandásegui afirma: «La resistencia campesina fue tenaz... Las comunidades campesinas se organizaron en muchos lugares en Ligas Campesinas para enfrentarse al capital... Las protestas y marchas de hambre se convirtieron en gritos cotidianos en el agro panameño15. En última instancia, el asesinato del sacerdote Héctor Gallegos, en 1971, se da en el marco de este enfrentamiento social, desde siempre muy violento por los métodos de guerra civil empleados por los terratenientes y grandes ganaderos en contra de los pequeños campesinos.
En cuanto a la industria, además de la mencionada incapacidad para absorber el contingente de trabajadores emigrados, su rasgo fundamental es su carácter dependiente. La diversificación del aparato productivo en la posguerra, iniciado por capitales nacionales (1945-50), es rápidamente copado por intereses extranjeros, particularmente norteamericanos16. Para ello, estos capitales se moverán rápidamente del sector primario hacia el fabril, pasando de una participación de 34.9 por ciento y 6.6 por ciento, respectivamente, en 1960, a 20.8 por ciento y 47,7 por ciento, en 1974. Como afirma Simeón González, «El sector industrial se con stituy e así en un nuevo e importante punto de dependencia»17.
Industrialización dependiente quiere decir, en el período al que nos estamos refiriendo, limitada integración en el conjunto de la estructura productiva local, muy a menudo constitución de unidades de producción exclusiva o principalmente orientadas a suplir una demanda modelada a partir de un patrón de consumo externamente inducido, esto es, artificial o suntuario, lo cual entraña su baja efectividad como factor multiplicador18 ; nivel tecnológico comparativamente alto, lo que significa baja generación de nuevos puestos de trabajo; escaso aporte tributario y, en general, ausencia de control sobre el destino de los beneficios; y un largo etcétera.
En tercer lugar, los 60 registran el despunte de una tendencia que solo se expresará en toda su plenitud tras el golpe: el incremento y creciente influencia del sector bancario-financiero, en su casi totalidad también controlado por capitales norteamericanos. En la década de 1970, este proceso impulsará, a través de las políticas del nuevo gobierno, la reorientación del conjunto de la economía de vuelta al sector servicios, esta vez de carácter financiero. Tal redefinición de la inserción en el mercado internacional, refuerza el carácter transitista tradicional de la economía del país, así como, por supuesto, la dependencia y su vulnerabilidad respecto de las tendencias e intereses predominantes en ese mercado mundial. A pesar de las ilusiones y mistificaciones, debidas a la incomprensión teórica o a una voluntad distorsionadora, esto es lo verdaderamente perdurable del ‘proceso torrijista’: la ‘modernización’ no significa desarrollo económico autónomo sino adecuación a las nuevas formas que adopta el capital internacional.
Durante los años 60, la incipiente pero vigorosa tendencia, se expresa como agudo conflicto entre ‘industrialistas’ e intereses financieros. Los primeros, por otro lado, confrontados con los visibles síntomas de agotamiento del modelo vigente, debido a la reducción de las oportunidades de sustitución eficiente, y representando cada vez menos, por tanto, los intereses de la gran burguesía criolla. Los otros, a camino de alcanzar una posición hegemónica entre las diversas fracciones de las clases poseedoras en tanto que su proyecto significa la apertura de nuevas y, sobre todo, superiores fuentes de acumulación.
Finalmente, si el sólo aparentemente paradójico resultado general de 20 años de crecimiento industrial, a comienzos de los 70, ha sido el reforzamiento de la dependencia, una de sus expresiones económicas más claras será el drenaje de capitales hacia el exterior. En los años 60, la inversión externa directa será de 247.5 millones de dólares, mientras sus remesas al exterior, por concepto de utilidades e intereses, ascienden a 179.0 millones -una recuperación del 72 por ciento en diez años, lo cual habla de una alta rentabilidad- en una relación crecientemente favorable al capital extranjero19.
Relaciones entre las clases
Se puede considerar al período abierto con la segunda posguerra, durante la década de 1950, como aquel en que se completa la organización económica y social del país, o proceso de acumulación capitalista originaria. Tal como lo expone Nahuel Moreno: «El marxismo ha definido como acumulación primitiva capitalista el lapso utilizado (por una sociedad), en un momento histórico determinado, para acumular los capitales, la maquinaria, la mano de obra y los métodos de trabajo necesarios para comenzar la revolución técnica y productiva que supone el capitalismo»20.
Es pues en el período mencionado que, mediante la generalización de las relaciones mercantiles, de producción y cambio, el país se transforma en una sociedad esencialmente capitalista; dependiente y semicolonial, pero ya capitalista por su forma de organización social interna. Las formas correspondientes al modo capitalista de organizar la vida económica y social, anteriormente circunscritas principalmente a los ‘enclaves’ económicos establecidos para atender las necesidades del mercado internacional (vía de tránsito, bananeras, etc.), aparte de las correspondientes a la pequeña élite local, penetran ahora al país todo, integrándolo sobre una nueva base.
Simultáneamente, esto significa también que, como consecuencia directa, terminan de surgir todas las clases sociales que caracterizan una formación socioeconómica dominada por la producción para el mercado, sobre la base del trabajo asalariado. A las clases poseedoras tradicionales, terratenientes y burguesía comercial, se agregan ahora nuevas fracciones burguesas, industrial y agraria. Se consolida también un pequeño proletariado industrial, urbano y rural, y, más importante políticamente, un amplio sector de modernas capas medias urbanas (funcionarios públicos, estudiantes universitarios, docentes, técnicos y profesionales libres diversos).
En el interior del bloque de clases dominantes, el proceso se expresa como alteración de las relaciones de fuerza y de distribución de los beneficios entre las fracciones componentes. Desplazamiento y pérdida de influencia, aunque no eliminación, de la decadente clase de propietarios territoriales tradicionales, herencia de la sociedad señorial-colonial; emergencia de sectores modernos ligados a la producción, particularmente industrial, pero también agroindustrial, agropecuarios y comercial (en parte reconversión del sector tradicional, en parte emigrantes ); y, sobre todo, reconfiguración de las relaciones económicas y políticas con el capital metropolitano, en tanto que eje o detentor de la hegemonía en el seno de la alianza de clases dominantes.
En este sentido, Remón Cantera (1952-55) tratará de jugar con los factores de la nueva situación internacional al acompañar el resurgir nacionalista burgués latinoamericano, demandando del gobierno norteamericano una mayor participación de las clases poseedoras locales en los beneficios generados por la vía acuática. Al mismo tiempo, sin embargo, se alineará incondicionalmente con el agresivo proceso de culminación de la semicolonización norteamericana de la América Latina, en el contexto de la decadencia y retirada de la vieja Inglaterra y de los llamados acuerdos de seguridad hemisférica conjunta, del período de la guerra fría. Por otro lado, la variante criolla de macartismo, despojada de las veleidades y rituales ‘democráticos’ de la metrópoli, constituye la contraparte interna de esa política general.
De conjunto, los años 50 van a estar marcados por estos dos rasgos: la intensa y ruidosa promoción de la ideología desarrollista, sobre la base de la expansión de la producción nacional, presentada como requisito previo para el fortalecimiento y ampliación de los márgenes de la democracia política, de un lado, y la represión generalizada del movimiento obrero y popular y la izquierda política, del otro. Sin embrago, toda la situación, las tensiones generadas por el nuevo modelo de desarrollo económico, las modificaciones operadas en la estructura de clase, junto a procesos socioculturales de tipo general -creciente carácter urbano del país, generalización del sistema educativo e incremento del nivel cultural de la población, relativa integración de la población afroantillana a la vida sociopolítica- en el marco de la situación internacional ya descrita, incrementa la presión sobre la estructura político-institucional vigente.
La percepción por parte de las clases dominantes de la imposibilidad de promover la apertura del sistema político hacia los estratos sociales emergentes sin que esto colocase en inminente riesgo la estabilidad de un orden sociocultural informal pero rígidamente estratificado, esto es, el estado de cosas denominado ‘oligárquico’, determina el bloqueo parcial de la participación política, sobre todo de las modernas capas medias, en el período marcadas por la relativa radicalización de su sector más activo, estudiantes y profesionales urbanos. Se trata de una situación que marcará la vida política panameña durante los años 50 y 60, introduciendo una disfuncionalidad creciente en el sistema político. Su consecuencia será o la neutralización e incluso cooptación circunstancial, o sea, nunca lograda del todo, de estos elementos y grupos vinculados a tales sectores medios, o el estímulo para una mayor radicalización, en el proceso de profundización de las tendencias contestatarias.
Como quiera que sea, el fenómeno de exclusión política relativa de amplios sectores sociales emergentes, inevitablemente induce la acumulación de frustraciones derivadas de la sensación de ser colocado en un estado de ciudadanía incompleta -uno de cuyos efectos más significativos es el entrabamiento de los procesos de movilidad social, fundamento básico por su vez en la cuestión de la construcción de sentido de comunidad; así como actitudes de no compromiso con la institucionalidad vigente y, por tanto, un curso de deslegitimación progresiva de la misma en sectores cada vez más numerosos de la población. La combinación de crecimiento económico y expansión de sectores medios, de expectativas y aspiraciones crecientes, con un sistema político acentuadamente elitista, tiende a acumular tensiones. Movimiento económico-social expansivo y represamiento político21.
De modo que la no disposición de las élites políticas para impulsar la apertura del sistema, promoviendo tanto su capacidad integradora como su función de representación y agregación de intereses, por definición variados e incluso contrapuestos, revela un marcado carácter conservador, de tipo no positivo en tanto que por su tendencia al inmovilismo conspira contra la estabilidad dinámica del conjunto del orden social. El acuerdo interelitario en torno al sistema político excluyente, lejos de procesar los conflictos, operando en el nivel de su regulación, acumula tensiones que tarde o temprano se tornarán explosivas.
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Notas
-Entre 1960 y 1969, el sector de la industria manufacturera se constituyó en el de más rápido crecimiento de toda la economía, con una tasa de incremento del 11.7 por ciento. Comparado con el 6.1 por ciento del sector primario (excluida la minería), 8.0 por ciento del comercio mayorista y minorista y 10.4 por ciento de los servicios financieros.
- En un período de quince años (1955-1970), su peso en el producto interno casi se duplica, de 9.5 por ciento a 16 por ciento.
- Si a inicios de los años 60 el sector manufacturero ocupa el cuarto lugar entre las actividades económicas, ya para finales de la década se situa en el segundo, tras el rubro agropecuario, alcanzando el primer lugar en 1974. -En cuanto a las modificaciones en la distribución de la P.E.A., para 1960, el 50 por ciento de los ocupados se encuentran en el sector primario de la economía, mientras que en 1976, el sector sólo da cabida al 29.8 por ciento. Un tal resultado se debe en gran medida, aunque no absolutamente, al hecho de que mientras la variación anual en este sector alcanzaba un escaso 0.4 por ciento, en el sector industrial la tasa de incremento anual de la P.E.A. se situaba en un notable 15.4 por ciento. (Contraloría General de la República. 1980a, 1980b, 1981). A fin de apreciar la curva de evolución en su conjunto, convendría apuntar que en los años noventa el peso del sector industrial en la economía había retornado a los niveles anteriores a la década de los sesenta.
Entretanto, la noción de ‘dependencia’ remite -al menos en sus más elaboradas exposiciones (Baran, Frank, Amin, Emmanuel, etc.)- a una relación que es básicamente de tipo económico-política, o, con más precisión, a una relación en el seno del sistema económico global entre las sub-unidades concurrentes, es decir, entre los diversos estados-sociedades y sus diferenciales niveles de desarrollo económico-social. Esto se manifiesta en el hecho de que, como corriente explicativa del proceso del ‘subdesarrollo’, los ‘dependentistas’ coloquen el énfasis en el peso condicionante de las fuerzas sociales externas, localizando la causa principal del mismo en unas relaciones de intercambio productoras y reproductoras de la desigualdad. Aunque, desde un punto de vista marxista, el tratamiento del desarrollo desigual del capitalismo en la fase imperialista no puede restringirse a las relaciones en el intercambio, esto es, en el plano de la circulación internacional del capital, el hecho es que, en una opinión bastante bien establecida , la noción puede ser fruc tíferamente incorporada al análisis desde que se la deduzca y forme parte del estudio de la formación social en sus relaciones con el sistema-mundo.
De lo anterior se desprende que en el plano de lo histórico-concreto es posible, y de hecho ocurrió repetidas veces en el presente siglo, encontrar casos de países que alcanzaron una condición que, dentro de ciertos límites, puede denominarse de independencia política real, esto es, que lograron al menos debilitar o incluso romper temporalmente los vínculos semicolomiales, pero que del punto de vista estrictamente económico-social continuaron siendo dependientes. Es el caso ya mencionado de la Argentina del primer Perón, de Egipto bajo Nasser, la India de Nehru, etc. De modo que, aunque sutil, la distinción semicolonial / dependiente nos parece analíticamente útil.
Si bien Gorostiaga en el texto se refiere a la reducción del mercado efectivo y la alta propensión a importar de la economía panameña como consecuencias de unas ‘pautas de consumo extranjerizante y artificiales’, el hecho es que estas pautas acaban incidiendo y contribuyendo a modelar toda una serie de otros diversos fenómenos socioeconómicos y culturales.
Culminación del proceso de organización económicosocial significa pues el surgimiento de un sistema productivo con niveles mínimos de integración funcional: unidades de producción centradas en un mercado interno capaz de sustentarlas, incremento del nivel de autoabastecimiento, diferenciación y complejización del tejido social, predominio de la economía monetaria y de las relaciones salariales, etc. En palabras de A. Cueva: «el proceso de acumulación originaria es al mismo tiempo un proceso de creación del mercado interno», (op. cit., p.88). Y en seguida agrega que un factor distorsionador lo constituyen las ‘situaciones de enclave’, que hizo que «buena parte de nuestro mercado interior no era más que una prolongación del mercado metropolitano», (p. 89). El enclave genera un mercado propio, relativamente aislado de la economía de mercado local (debido, entre otras razones a los conocidos ‘comisariatos’). El resultado concreto es la mediatización del proceso de creación de un verdadero mercado nacional. Si esto es así, el caso panameño resulta ejemplar, ya que hasta mediados de siglo se puede seguir hablando en lo fundamental de una economía de enclaves y de los subsidiarios prestadores de servicios a ella asociados.
Manduley opina que apenas en la segunda década del presente siglo se pueden observar «un conjunto de medidas que apunta al desarrollo de un mercado interno e, incluso, intentos de crear una economía de reemplazo a la canalera» (Manduley, 1978, pág. 65).