Resumen: En las últimas décadas, han surgido dos tendencias que destacan las dimensiones relacionales y comunales de la salud. En este trabajo buscamos dar cuenta de la importancia de las redes sociales interpersonales en la promoción de la salud y el bienestar de las mujeres, así como en la prevención de la violencia. Esta investigación fue llevada a cabo en el departamento de Punilla, provincia de Córdoba, por tener una de las tasas más elevadas de violencia de género a nivel provincial. Por otra parte, podemos identificar la violencia contra las mujeres como un problema de salud que requiere intervenciones efectivas.
Palabras clave:ViolenciaViolencia,mujeresmujeres,redesredes,saludsalud,CórdobaCórdoba.
GÉNERO Y VIOLENCIA
LAS REDES SOCIALES INTERPERSONALES Y LA VIOLENCIA DE GÉNERO
Cuarenta años después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) definiera la salud como un estado de “completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” (OMS, 1946) la carta de Ottawa para la promoción de la salud estableció como requisitos primordiales no solo el bienestar, sino también la paz, el refugio, educación, alimentación, ingresos, un ecosistema estable, recursos sostenibles, justicia y equidad. En este sentido, para lograr el máximo potencial de salud las personas, necesitan una base en un entorno seguro con acceso a la información y a la educación que le posibiliten habilidades para la vida y oportunidades para tomar decisiones saludables (OMS, 1986).
De ambas definiciones no solo se desprende que la salud y el bienestar son relacionales, sino que tienen que ver con las relaciones sociales y con logros colectivos, es decir, desde esta perspectiva se entiende la salud en términos relacionales, involucrando a las familias, grupos, comunidades y sociedades. Por ambiente social seguimos la línea de Scott (2017) entendiendo por tal una multiplicidad de relaciones sociales y personales, entabladas con amigos, cónyuges y amantes. Todas estas personas con distintos roles están integradas en las redes sociales que involucran una variedad de vínculos con familiares, vecinos, compañeros de trabajo y conocidos, así como los lazos con aquellas personas que pueden no ser importantes, pero con quienes interactuamos de manera regular (Scott, 2017). Todos ellos, vecinos, compañeros de trabajo, profesionales, familiares, amigos y conocidos pueden afectar la salud de las mujeres a través de las formas en que pueden prevenir o tolerar la violencia de género, así como facilitar o impedir el acceso a la atención de salud y seguridad. Aquí es donde las relaciones sociales y personales cobran verdadera importancia porque son el primer eslabón donde la información, las habilidades y las opciones que promueven la salud podrían ser compartidas y modeladas.
La violencia contra las mujeres, o violencia de género, es una situación que parece estar generalizada y que socava el potencial positivo de las relaciones sociales y personales en tal medida que no se puede asumir que estos ambientes en donde se desarrolla sean promotoras de la salud. Por el contrario, la investigación de las últimas décadas ha compilado evidencia sobre la prevalencia de enfermedades físicas, sexuales y psicológicas en sus víctimas. La violencia en las relaciones íntimas y familiares, y la medida en que tal violencia pone en peligro la salud de las mujeres e interfiere con su bienestar físico, mental y social. (Campbell, 2002; Tjaden y Thoennes, 2006).
Luego de esta aclaración sobre los términos que vamos a emplear, ofreceremos una descripción general del alcance y las consecuencias que la violencia ejercida contra las mujeres significa para su salud. Por otro lado, discutiremos en qué medida las redes sociales o interpersonales pueden funcionar para intervenir y acabar con la violencia contra la mujer.
¿Qué entendemos por violencia contra la mujer? En este trabajo emplearemos indistintamente los términos violencia de género o violencia contra las mujeres para referirnos a la violencia que muchas mujeres experimentan por parte de sus parejas íntimas masculinas o miembros de la familia. Cabe aclarar que ponemos el foco en este tipo de violencia debido a la visibilidad y el alcance que desde hace unos años se presenta en nuestra sociedad, debido a la magnitud de sus consecuencias para la salud y porque en muchos casos estas situaciones parecen normalizarse bajo la normalidad de las relaciones heterosexuales (Wood, 2001; Pasos Gomez, 2014; López Angulo y otros, 2015).
En Argentina, la Ley 26.485 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres define la violencia contra las mujeres como “toda conducta, acción u omisión que, de manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado, basada en una relación desigual de poder, afecte su vida, libertad, dignidad, integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial y su seguridad personal (Ley 26.485, 2009). Comprende también las perpetradas desde el Estado o por sus agentes. Dicha ley reconoce los siguientes tipos de violencia contra la mujer: física, psicológica, sexual, económica-patrimonial y simbólica.1
A nivel mundial, la violencia de género se extiende a lo largo de la vida de las mujeres, irrumpiendo antes del parto con abortos selectivos por sexo y maltrato durante el embarazo, continuando a través de la infancia mediante el acceso diferencial a los alimentos y a la atención médica, así como a través del abuso sexual. Durante la adolescencia continúa bajo la forma de violencia de pareja, sexo por coacción económica y prostitución forzada y, finalmente, en la edad adulta, aparece de la mano del compañero íntimo mediante la violación conyugal, maltrato a la dote, homicidio y acoso sexual (Senn, Carey y otros, 2013).
Empleamos el término red social para dar cuenta de las redes interactivas que se tejen con otras personas como ser amigos cercanos, padres o cónyuges, así como con otros compañeros íntimos (Scott, 2017). Además, los miembros de la red aquí son considerados como ‘terceros’ para enfatizar que son agentes activos, no pasivos, cuyo papel en las situaciones de violencia de género está influenciado por sus propias actitudes, creencias y cosmovisiones sobre el género, la violencia y las relaciones así como por sus propios temores por su seguridad, sus lealtades y la presión que puedan sentir para intervenir o ignorar los casos de violencia de género que pueden llegar a presenciar o tener conocimiento. Dentro de lo que llamamos red, sus miembros pueden dividirse en informales, para referirnos a los roles de amigos, parientes, vecinos, compañeros de trabajo y todos aquellos que no forman parte de los sistemas de apoyo institucionales, como la justicia penal, instituciones de apoyo a la mujer, sistemas de bienestar social, etc. que constituyen la parte formal de la red (Stubbs, 2002).
La violencia contra las mujeres en todas sus formas (doméstica, psicológica, física, moral, patrimonial, institucional, sexual, tráfico de mujeres) es un fenómeno que afecta a mujeres de diferentes clases sociales, étnicas, orígenes, regiones, estados civiles, etc. A escala mundial, Heise, Ellsberg y Gottemoeller (1999) hacen una revisión a nivel global acerca de la violencia de género que es actualizada por Jaén Cortés , Rivera Aragón y Amorin, entre otros (2015).
Para estos autores las formas más comunes de violencia están asociadas a las relaciones íntimas e incluyen la violencia física, el abuso, la violencia sexual y la violación por parte de un compañero masculino. Esta revisión se basó en distintas poblaciones de América Latina, América del Norte, África y Europa y los resultados arrojan que entre un 10 por ciento y un 50 por ciento de las mujeres entrevistadas indican haber sido dañadas física o sexualmente por una pareja íntima masculina en algún momento de sus vidas (Jaén Rivera Aragón y Amorin, 2015 ).2 Para la región que nos ocupa, un gran porcentaje de mujeres casadas o en pareja informaron haber sufrido alguna vez violencia física o sexual por parte de su esposo o compañero íntimo. En Bolivia, un 53 por ciento de las mujeres informa haber sufrido alguna vez violencia por parte de un compañero íntimo, en términos generales en América Latina, las encuestas dan cuenta que entre la cuarta parte y la mitad de las mujeres informaron haber sufrido alguna vez violencia por parte de un esposo/compañero. El maltrato emocional (insultos, humillaciones) y el control (intimidaciones, amenazas) por parte del compañero también son comportamientos generalizados en estos países. La prevalencia de maltrato emocional por parte de un compañero en los 12 últimos meses variaba entre un 13,7 por ciento de las mujeres en Honduras 2005/6 y un 32,3 por ciento en Bolivia 2008 (Bott, Guedes y otros, 2012). Asimismo, una gran proporción de mujeres informaron que su pareja actual o más reciente había recurrido a tres o más comportamientos controladores, como tratar de aislarla de su familia o amistades, insistir en saber en todo momento dónde estaba ella, o limitar su acceso al dinero. En todos los países, la mayor parte de las mujeres que habían vivido violencia física en los últimos 12 meses también informaron maltrato emocional, desde un 61,1 por ciento en Colombia 2005 hasta un 92,6 por ciento en El Salvador 2008. Estos resultados apoyan la evidencia de que el maltrato emocional y los comportamientos controladores a menudo acompañan la violencia física y son dimensiones importantes de la violencia por parte de un esposo/compañero (Bott, Guedes y otros, 2012).
La prevalencia de violencia física o sexual por parte de un esposo o compañero alguna vez o en los últimos 12 meses fue significativamente mayor entre las mujeres de las zonas urbanas en comparación con las rurales, entre las mujeres divorciadas o separadas que entre las casadas, entre las mujeres actual o recientemente empleadas en comparación con las no empleadas y entre las mujeres de los niveles socioeconómicos más vulnerables que entre las de los niveles más altos. Después de haber controlado otros factores, los factores más fuertes y constantes asociados con la violencia por parte de un esposo/compañero resultaron ser los siguientes: estar separadas o divorciadas, haber tenido gran número de hijos nacidos vivos y tener antecedentes de un padre que golpeaba a la madre.
Las consecuencias de la violencia de género incluyen daños a corto y largo plazo en relación a la salud propia y de los hijos, sin tener en cuenta los gastos extras en relación a los cuidados y a las medidas legales que deben tomar las mujeres (Campbell, 2002; Martínez, García Linares, y Pico Alfonso, 2006). Entre las consecuencias más inmediatas para la salud física encontramos las lesiones tales como cortes, quemaduras, contusiones, dientes y huesos rotos, dolor agudo y crónico, lesiones musculares y daño a los ojos y oídos. Cuando el agresor es una persona de que comparte la intimidad de la mujer, el riesgo de las lesiones por agresión física parece incrementarse. A largo plazo, las consecuencias para la salud física se relacionan al estrés crónico generado por la violencia y el abuso e incluyen enfermedades neurológicas, cardiovasculares, gastrointestinales, musculares, del aparato urinario y reproductivo (Martínez, Herrera y otros, 2001;), así como trastornos de la alimentación, diarrea o estreñimiento, desmayos, dolores de cabeza frecuentes o severos, dificultad para orinar, problemas para dormir, falta de aliento y síntomas neurológicos (Montero, Caba y González, 2004). La violencia y la morbilidad pueden incluir patologías psicosomáticas relacionadas con el estrés, así como alteraciones a largo plazo en las funciones de los sistemas inmunológicos y endocrinos (Martínez, Herrera y otros, 2001). Los actos de violencia sexual tienen graves consecuencias para el sistema reproductivo de las mujeres, causándoles dolores, problemas menstruales, infecciones del tracto urinario, así como enfermedades de transmisión sexual, entre otras (Montero, Caba y González, 2004). Si bien la mayoría de estos hallazgos se refieren al impacto de la violencia sexual, el abuso psicológico solo puede tener consecuencias devastadoras, incluyendo depresión, trastorno por estrés postraumático, ansiedad y un aumento en los problemas de salud física (García Oramas y Matud Aznar, 2015). Además, la violencia sexual y física contra la mujer durante el embarazo afecta la salud del feto y del recién nacido no solo por el sufrimiento fetal y los cuidados prenatales especiales que requiere sino además por generar bebés con bajo peso al nacer, abortos involuntarios y mortinatos, entre otras cuestiones (García Oramas y Matud Aznar, 2015 y Martínez, 2001).
En muchos países industrializados el porcentaje de mujeres víctimas de violencia es alto, si bien varía según las edades y clases socioeconómicas. En Argentina la violencia hacia las mujeres de 21 a 40 años constituye una de las principales causas de muerte e invalidez. Durante el año 2017 se registraron 298 feminicidios, de los cuales el 90 por ciento fueron cometidos por un hombre del círculo más cercano de la víctima y el 65 por ciento de esos feminicidios ocurrieron en la vivienda de la mujer (Mumala, 2017). De acuerdo con el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe, luego de Honduras y El Salvador, Argentina es el tercer país en la región con más asesinatos de mujeres.
En su informe sobre el desarrollo, el Banco Mundial intentó estimar la carga general de salud de la violencia de género en términos de años saludables de vida perdidos debido a la violencia doméstica y a la violación sufrida por mujeres de 15– 44 años (Senn, Carey y otros, 2007). En todo el mundo, en cuanto a la salud, la violencia de género ejercida hacia las mujeres es comparable a la tuberculosis, el VIH, las enfermedades cardiovasculares y el cáncer, y aproximadamente tres veces más grande que el efecto de la guerra (Heise et al., 1994, Senn, Carey y otros, 2007). Además de estas conse-cuencias sobre la salud de las mujeres, muchos estudios han tratado de evaluar los costos sociales monetarios de la violencia contra las mujeres. En Estados Unidos, Kerr y McLean (2006) estimaron que la violencia contra las mujeres cuesta a los contribuyentes de la Columbia Británica 385 millones de dólares en costos para el sistema de salud, incluyendo salud mental, tratamiento por abuso de sustancias, costos de la justicia penal, policía, juzgados, y correcciones, costos de los servicios sociales, así como los costos para los empleadores.
La estimación no incluye gastos privados incurridos por las mujeres víctimas (por ejemplo, costos legales, vivienda, cuidado de niños, gastos del sector público para la atención de salud a largo plazo o en la educación y la pérdida de ingresos de los reclusos condenados por violencia contra las mujeres)3
El impacto de la violencia de género en comparación con otros delitos es significativo. Straus (2006) estimó los costos anuales de homicidio dentro de las familias en aproximadamente un cuarto del costo total del homicidio en EEUU. Miller et al. (2006) estimaron los gastos por violación en un monto similar a los costos de robo y aproximadamente 1 por ciento de los gastos de salud de EEUU. Cuando factores como el dolor, el sufrimiento y la pérdida de calidad de vida se incluyeron en la estimación, los costos de violación trepan al 28 por ciento del costo anual atribuible a los delitos personales y aproximadamente al 16 por ciento de los gastos de salud en EEUU (Miller et al. (2006).
Los profesionales de la salud se encuentran en una situación propensa a encontrarse con mujeres que han sido agredidas física o sexualmente. El 35 por ciento de las mujeres atendidas en salas de emergencia de hospitales corresponde a situaciones relacionadas a la violencia de género. En los hospitales y salas de atención del departamento de Punilla, el 21 por ciento de los procedimientos quirúrgicos de emergencias llevados a cabo en mujeres son el resultado de abusos y violencia perpetrada por parte de un marido o compañero íntimo. En este sentido podemos entender las investigaciones a nivel global que estudian la utilización de los sistemas de salud por parte de las mujeres maltratadas, que lo hacen 3 veces más que las mujeres que no sufren violencia (Campbell, 2002).
La presente investigación se llevó a cabo en el departamento de Punilla, provincia de Córdoba. El último censo poblacional de 2010 determinó un total de 178.401 viviendo en este departamento, que representaban el 5,06 por ciento del total provincial. El crecimiento poblacional del valle de Punilla ha sido exponencial durante las últimas décadas del siglo XX. El desarrollo del turismo interno posibilitó que millones de personas hayan conocido esta región y que algunos la eligieran para radicarse definitivamente: aproximadamente uno de cada cuatro residentes del departamento no es originario de Córdoba. Una de las principales características de Punilla es el crecimiento experimentado por el aglomerado urbano encabezado por Villa Carlos Paz, situado al sur del lago San Roque, especialmente desde la década de 1980. En efecto, el conjunto conformado por Villa Carlos Paz, San Antonio de Arredondo, Villa Río Icho Cruz, Mayu Sumaj, Cuesta Blanca y Tala Huasi se ha constituido, en el cuarto aglomerado urbano de la provincia de Córdoba.
En este escenario se realizaron encuestas y entrevistas a 17 mujeres que sufrieron violencia y se encontraban alojadas en distintos hogares de ayuda durante el transcurso de 2017. Estas personas fueron seleccionadas utilizando un diseño de muestra probabilística en tres etapas: En la primera etapa se seleccionaron los espacios en donde podíamos encontrar mujeres víctimas de violencia como hogares y albergues de apoyo y ayuda. Las segundas unidades correspondieron a los espacios destinados a la violencia contra las mujeres, como el consejo de la mujer o el destacamento de policía de la mujer. Las terceras unidades correspondieron con espacios relacionados a la salud, salas de guardia, hospitales y clínicas privadas. Los criterios de inclusión que determinaron el muestreo para este estudio fueron el informe de que las mujeres se encontraban en ese momento conviviendo con una pareja masculina o lo estuvieron durante los últimos 12 meses. Las encuestas, administradas en persona durante citas programadas previamente, se complementaron con distintas entrevistas también previamente acordadas.
Otro de los temas a tratar en este espacio es el de los terceros y las redes sociales, que se constituyen en una fuente potencial tanto de protección como de victimización. Esto es así debido a que los miembros de la red pueden asumir roles muy diversos y antagónicos, es decir pueden asumir un papel de aliados del perpetrador de la violencia o aliados de las víctimas. También pueden asumir un rol de neutralidad, este ‘no hacer nada’ a menudo puede funcionar como un factor de apoyo a quien comente el delito de violencia. Esto es así, en parte debido a la propia concepción sobre la dinámica de violencia. En general, suelen estar en disputa las nociones de agresor y de violencia.
Según los datos relevados, la mayoría de los perpetradores son parejas actuales o ex parejas íntimas u otros miembros de redes personales de mujeres. Considerando que gran parte de la victimización de las mujeres ocurre en el contexto de las relaciones íntimas o su disolución, y que es particularmente grave en este contexto, Tjaden y Thoennes (2000) y Senn, Carey y otros (2007), concluyeron que las estrategias para prevenir la violencia contra las mujeres deben centrarse en cómo pueden «protegerse a sí mismas de las parejas íntimas». Uno se enfrenta así a una paradoja, pues supuestamente las parejas, el compañero íntimo es aquel con el que se supone que una mujer confía, está segura. Entonces, ¿cómo tener la guardia en algo con estas personas con las que se supone que deberían tener la guardia baja? Este dilema incluso se extiende más allá de las parejas íntimas a las relaciones familiares de las mujeres. Entre las mujeres entrevistadas, el 68 por ciento de ellas sufrieron violencia por parte de un miembro de su familia.
Scott (2017) señala que los miembros de las redes sociales pueden influir en las relaciones íntimas tomando partido y jugando el papel de aliados. El apoyo de los aliados, que generalmente provienen de redes de amigos cercanos y familiares, no puede darse por sentado. Esto es así, como mencionamos anteriormente, a causa de las distintas concepciones sobre violencia y agresor. El apoyo o la interferencia pueden surgir de los mismos individuos o de la misma red, ya sea de amigos o parientes inmediatos (Jaén Cortés, Rivera Aragón, 2015) o familiares lejanos del círculo íntimo según sea la concepción que tengan sobre el agresor y sobre la situación de violencia denunciada por la mujer (Scott, 2017).
Mencionamos anteriormente que estos miembros de la red pueden convertirse en aliados directos de los perpetradores de la violencia de género, en especial por cualquiera que apoye o ignore la violencia ejercida contra su mujer. DeKeseredy, 2011, Schwartz & DeKeseredy, 2009, dan cuenta que los grupos de pares masculinos que apoyan la violencia contra las mujeres contribuyen a una ideología de dominación masculina en las relaciones íntimas que legitima y alienta el abuso de los miembros del grupo de sus parejas femeninas. Consistente con este modelo abusivo de pares masculinos, Gass (2011) señala que los hombres que recibieron el apoyo de su grupo de amigos en relación al abuso de sus mujeres, consideran la violencia justificada y eran más propensos a ser físicamente violentos con su pareja femenina. La influencia de tales grupos misóginos parece particularmente fuerte en los hombres con poco respeto por el bienestar de los demás (Gass, 2011).
Desafortunadamente el apoyo partidario a los perpetradores no se limita a las redes de hombres violentos. Las entrevistas realizadas a las mujeres dan cuenta que los aliados de los perpetradores provienen, en numerosas ocasiones, de los parientes cercanos de las víctimas. Quizás este apoyo no es un respaldo directo de la violencia ejercida, sino que toma la forma de desacreditar la severidad de tal violencia, de no considerar la situación como un caso de violencia y de culpar a la víctima y desacreditar la agresión del perpetrador. De las 17 mujeres entrevistadas de 21 a 40 años, solo 2 mencionaron haber recibido respuestas de apoyo de miembros de su familia (el padre en un caso y la hermana en el otro). Las respuestas más comunes indicaron el apoyo de hecho al marido o pareja maltratador. Una mujer que había estado casada durante tres años, fue apuñalada por su marido borracho. En pánico, ella huyó a la casa de su padre, quien le dijo que no debía recurrir a él en medio de lo que él definió como su problema. Otra mujer, embarazada, trató de dejar a su marido que le había roto el brazo tres veces y había tratado de estrangularla. Según contó la mujer, para su madre, independientemente del intento de homicidio, era más importante que la hija se quedara con su marido y no destruyera su familia. Finalmente, la madre aceptó que la hija y su nieto recién nacido vivieran con ella después que el marido los expulsó de la casa porque “el chico llora a cada rato”.
A pesar del potencial para el apoyo del perpetrador, los miembros de la red pueden funcionar como aliados efectivos de las víctimas. De esta investigación se desprende que las mujeres se acercan más a familiares y amigos (miembros de redes de apoyo informal) aproximadamente tres veces más que a los sistemas formales como la secretaría de la mujer o la policía.
En este sentido, Klein (2004) señala que, en las situaciones de violencia de género, un tercio de las mujeres dependen del apoyo de amigos informales y redes de parentesco cuando dejan o abandonaban a sus parejas violentas. Esto es así debido a que los miembros de la red proporcionaron apoyo emocional y material, incluyendo refugio, transporte, dinero y cuidado de niños.
Hay situaciones en las que se brinda un amplio apoyo a la víctima, una de las mujeres entrevistadas contó que sus hermanos viajaron 400 km para ayudarla a escapar de su pareja. Aun así, no es poco casual que este apoyo ofrecido se entremezcle con críticas. Una de las entrevistadas señaló que su madre y su hermana más grande la rescataron de una relación violenta pero después de que la primera crisis y el caso del primer momento pasó, la hermana la culpó por haberse casado con un hombre violento en primer lugar.
Si bien es una contención importantísima, la red social puede convertirse en una espada de dos filos y los lazos sociales débiles y fuertes pueden formar la base para muchos de los aliados o enemigos que tiene la gente cuando las cosas se complican.
Podemos ver, con la función y los roles que cumplen los miembros de las redes sociales informales, que la violencia de género se nutre de muchas interacciones no solo de la que se da entre la persona que inflige daño y la víctima. Vale preguntarnos qué utilidad pueden tener, además, las redes para prevenir o disuadir la violencia contra las mujeres.
Creemos que, a largo plazo, estas redes de parientes y amigos, de compañeros de trabajo o vecinos que se sitúen en apoyo a las víctimas de la violencia pueden ser un recurso importante para garantizar la seguridad de las mujeres y sus hijos. Por otro lado, si pensamos en aquellos que se convierten en aliados de los perpetradores de la violencia, creemos que la red puede poner en peligro a las mujeres en el sentido que puede favorecer o contribuir a la continuación de la violencia de género. Si no se puede confiar en todos los terceros de las redes informales para pedir ayuda, porque ya no resultan efectivos para disuadir al marido violento o ayudar a la víctima a escapar, es ahí donde las mujeres recurren a los sistemas formales de apoyo. El éxito de las mujeres en relación a sus estrategias de búsqueda de ayuda dependerá de la efectividad de los terceros a los que se acercan por ayuda. Para hacer más efectivas las estrategias de búsqueda de ayuda de las mujeres, las redes sociales necesitan aumentar el número de aliados de las víctimas y disminuir la influencia de las creencias e ideologías que debilitan los lazos entre aliados potenciales y víctimas.
Distintos estudios antropológicos y sociológicos han identificado numerosos factores relacionados con las bajas tasas de violencia de género, incluida la independencia económica de las mujeres y movilidad, derecho al divorcio, grupos de trabajo femeninos y creencias culturales que rechazan la violencia y apoyan las relaciones igualitarias entre las mujeres y los hombres (Stanley y Devaney, 2017; Stromquist, 2014; Campbell, 2002; entre otros). Aunque tales conclusiones pueden ser difíciles de traducir en cambios en las prácticas sociales en los países industrializados, hay ejemplos prometedores para aprovechar el potencial de las redes sociales para enfrentar la violencia de género y así promover la salud de la mujer. No olvidemos que fue recién en la década de los 90 cuando los defensores de las mujeres víctimas de violencia a nivel mundial comenzaron a organizar distintos espacios para la mujer: policía, tribunales, hospitales buscando una respuesta comunitaria coordinada a la violencia contra las mujeres. Si bien los esfuerzos de respuesta comunitaria coordinada se centran principalmente en mejorar la utilidad de las respuestas de los sistemas formales, tales como el sistema de justicia penal, los proveedores de salud, protección infantil, servicios, y oficinas de vivienda y bienestar, creemos que puede comenzar a coordinarse un trabajo sobre las respuestas informales de las redes sociales de las víctimas de la violencia. En este caso las redes informales pueden prevenir la violencia en los barrios, en los lugares de trabajo, así como en las escuelas y espacios de educación superior, buscando limitar y poner un fin a la complicidad de los perpetradores, así como para desarrollar estrategias que alienten a los hombres a cuestionar públicamente las formas misóginas de masculinidad y hablar en contra de la violencia de género.4
La finalidad de este tipo de proyectos orientados a la acción compartida, es cambiar la responsabilidad de la intervención en relación a la violencia de género, buscando esfuerzos colectivos, comunales y alejados de los enfoques que o bien culpan a la víctima o se centran en los perpetradores sin tener en cuenta los contextos sociales y relacionales de cada uno. Desde una perspectiva comunitaria la violencia contra la mujer no es solo el problema de la mujer ni solo una cuestión de castigar al perpetrador, sino más bien una cuestión que concierne al colectivo social, a las relaciones sociales y personales en las que la víctima y el agresor están insertos. Esta perspectiva toma en cuenta que cada relación entre dos personas está condicionada por sus relaciones separadas y mutuas con otros (Scott, 2017).
En relación a los aliados potenciales de las mujeres víctimas de violencia, los terceros que integran las redes sociales interpersonales pueden cumplir roles bien diferenciados. Por un lado, pueden ser fuente importante de validación y apoyo emocional y material. Según nuestras entrevistas hemos podido encontrar que el 70 por ciento de las mujeres que fueron atacadas por un hombre conocido buscaron la ayuda de familiares y amigos. En principio esto nos dice que se sentían más cómodas buscando apoyo dentro de sus lazos sociales, incluidos amigos, líderes espirituales o miembros de la familia que buscando apoyo entre los miembros de las redes formales como policías, médicos, etc. Por otro lado, y según las propias ideas sobre la dinámica de la violencia, los miembros de las redes sociales, pueden actuar como emisores de críticas y no apoyar a las víctimas. Sin embargo, vale aclarar que es importante no prejuzgar si algunos sectores de red o relaciones son fuentes de apoyo más importantes que otras, en particular con respecto a las diferencias culturales en las formas en que se organizan las comunidades y se perciben los terceros.
Podemos observar que las respuestas de los miembros de las redes informales varían según su adecuación y el tipo de apoyo. Echar la culpa a las víctimas es común ya que los terceros pueden no entender la dinámica de las relaciones abusivas o pueden incluso exasperarse con el tiempo si consideran que no se hace el esfuerzo necesario para superarlo. De la misma manera, pueden ser reacios a hablar de la violencia y desaprender las formas en que se ha normalizado la violencia de género y trivializado en el lenguaje cotidiano (West, 2001; Bott, 2012; García Oramas y Matud Aznar, 2015) o que puedan temer por su propia seguridad o ser reacios a inmiscuirse en la vida privada de otras personas, buscando posicionarse como neutrales. En muchos casos, algunos miembros de las redes sociales se suscriben a determinados ideales de familia que implican mantener relaciones y familias juntas a cualquier costo y cuando suceden situaciones de violencia, suelen responsabilizar a las mujeres como las encargadas de mantener unidas a las familias a cualquier precio.
En síntesis, lo que podemos observar es que, si bien las redes sociales pueden actuar de distinta manera, convirtiéndose en un apoyo para las víctimas de violencia o, por otro lado, en un obstáculo para la prevención de la violencia de género, lo que podemos observar en esta investigación es que la presión moral y cultural para mantener unida a la familia y hacer que las relaciones funcionen es lo que determina el rol de los miembros de las redes interpersonales.