Resumen: Lejos de ser nueva, la estrecha relación entre minería metálica y acumulación por desposesión se remonta a los orígenes del sistema capitalista y la conquista europea del continente americano. Sin embargo, Argentina permaneció prácticamente ajena a esta situación hasta que las reformas neoliberales de la década de 1990, la estrategia neodesarrollista de comienzos de este siglo y la actual etapa de restauración conservadora convirtieron a la megaminería metalífera en una piedra angular del saqueo contemporáneo. Recurriendo a las categorías de análisis propuestas por la literatura, este artículo demuestra a través de una vasta miríada de ejemplos empíricos la íntima relación entre el boom metalífero argentino y el actual ciclo de acumulación por desposesión. Los resultados muestran que el modelo minero es responsable por distintos mecanismos de pillaje de bienes comunes, como privatización y acaparamiento de tierras, expulsión de campesinos y aborígenes, fin de regímenes de propiedad colectiva/estatal, extranjerización de recursos minerales e hídricos, nuevos cercamientos jurídico territoriales, fragmentación del tejido socioproductivo local, expropiación de activos del Estado, mercantilización de la naturaleza y despojo ecológico.
Palabras clave:Megaminería metalíferaMegaminería metalífera,Acumulación por desposesiónAcumulación por desposesión,Categorías de análisisCategorías de análisis,Ejemplos empíricosEjemplos empíricos,ArgentinaArgentina.
Abstract: The close relationship between metal mining and accumulation by dispossession is not new. On the contrary, it goes back to the origins of the capitalist system and the European conquest of the American continent. However, Argentina practically stayed oblivious to this situation until the neoliberal reforms of the 1990s, the neodevelop-mentalist strategy of the early part of this century, and the current phase of conservative res-toration, which made metal mining a cornerstone of the contemporary looting. By going back to the categories of analysis proposed by the literature, this paper demonstrates the intimate relationship between the argentinean metal mining’s boom and the current cycle of accumulation by dispossession through a vast myriad of empirical examples. The findings show that the mining pattern is responsible for different mechanisms of looting of the commons, such as land’s privatization and grabbing, expulsion of peasants and aborigines, the striking of certain collective and state ownership regimes, the foreignization of mineral and water resources, the new juridical and territorial enclosures, the fragmentation of the local socio-productive framework, the expropriation of State assets, the commodification of nature, and the ecological plundering.
Keywords: Metal megamining, Accumulation by dispossession, Categories of analysis, Empirical examples, Argentina.
Dossier Abierto
Minería metalífera y acumulación por desposesión en Argentina Categorías de análisis y ejemplos empíricos
Metalliferous mining and the accumulation as a process of deprivation in Argentina Analysis categories and empiric examples.
Recepción: 06 Julio 2017
Aprobación: 04 Septiembre 2017
La estrecha relación entre minería metálica y acumulación por desposesión no es nueva. Por el contrario, se remonta a los orígenes del sistema capitalista y la conquista europea del continente americano. Sin embargo, Argentina permaneció prácticamente ajena a esta situación hasta que las reformas neoliberales de la década de 1990, la estrategia neo-desarrollista de comienzos de este siglo y la actual etapa de restauración conservadora convirtieron a la megaminería metalífera en una piedra angular del saqueo contemporáneo. Recurriendo a las categorías de análisis propuestas por la literatura, el objetivo de este artículo consiste en demostrar la íntima relación existente entre el boom metalífero argentino y el actual ciclo de acumulación por desposesión, estudiando la vasta miríada de ejemplos empíricos que en tal sentido proporciona el desarrollo de este uso del territorio en nuestro país.
El artículo se estructura de la siguiente manera. En primer término, se presenta un escueto marco teórico metodológico que desarrolla los conceptos de uso del territorio, acumulación por desposesión y extractivismo, explicitando las categorías de análisis que se utilizarán a lo largo del trabajo. Seguidamente, se desarrolla una breve aproximación general a la mega-minería metalífera en Argentina, describiendo la situación, características y principales acto-res del sector, así como también las minas en operación en el país. La tercera sección analiza las singularidades del modelo minero metalífero argentino a la luz de la teoría de la acumulación por desposesión y las categorías analíticas propuestas por la bibliografía. Núcleo del trabajo, este apartado se compone de cuatro acápites:
la apropiación neocolonial imperial de recursos minerales, la privatización de la tierra y los nuevos cercamientos territoriales
la expropiación geográfica, asociada a la configuración de economías exportadoras de enclave desarticuladas del tejido sociopro-ductivo local y el mito del desarrollo;
la expropiación económica de activos estatales, derivada de la producción política de rentabilidad para las mineras transnacionales
el despojo ecológico concretado a partir de la gratuita enajenación y dilapidación del agua. Finalmente, se presentan las conclusiones del trabajo.
Siguiendo a Santos y Silveira (2001), el objeto de interés de la geografía no es el territorio en sí mismo, sino el territorio usado. Síntesis de la configuración material y la dinámica social, los usos del territorio desarrollados en cada período histórico revelan los distintos mecanismos a partir de los cuales el espacio geográfico aglutina las formas, las acciones, las normas, los agentes, las funciones, las estructuras y los procesos (Santos, 1996; Silveira, 1999) emergentes de un determinado modelo de acumulación. En la actualidad, gran parte de los usos hegemónicos del territorio de los países periféricos operan como formas de lo que Harvey (2004) denomina acumulación por desposesión.
El concepto de acumulación por desposesión se deriva de la noción marxista de acumulación primitiva u originaria (Marx, 1968), entendida como el acto histórico de despojo, violencia y pillaje que cinco siglos atrás instauró las relaciones sociales capitalistas a escala mundial y forjó el stock de capital necesario para la Revolución Industrial europea. Sin embargo, este proceso no puede ser reducido simplemente a la fase histórica que precedió a la reproducción ampliada (Composto, 2012). Como explica el propio Harvey (2004), el inconveniente de las hipótesis marxistas tradicionales es que relegan la acumulación basada en la depredación, el fraude y la violencia a una etapa original ya superada, cuando en rigor de verdad ese proceso es una fuerza importante y permanente en la geografía histórica de la acumulación del capital; de hecho, todas las características de la acumulación primitiva mencionadas por Marx han seguido poderosamente presentes en la geografía histórica del capitalismo hasta el día de hoy (116-117). En la misma línea, otros autores se refieren a este proceso en términos de contemporaneidad de la acumulación primitiva (Amin, 1975), permanencia y reproducción constante de la acumulación originaria (Bonefeld, 2001), acumulación originaria continua y nuevos cercamientos (De Angelis, 2001), acumulación por despojo (Gilly y Roux, 2009) y acumulación por usurpación (Patnaik, 2005). Independientemente del debate teórico neomarxista al respecto, la idea central del concepto es que las prácticas basadas en el despojo son tanto presupuestos genéticos fundacionales como mecanismos inherentes al sistema (Roux, 2007) que constantemente reeditan el pecado original del capitalismo.
Sin embargo, la propuesta de Harvey no se limita a dar cuenta de la continuidad de las mismas dinámicas expropiatorias del pasado, sino que incluye a dimensiones y definiciones del despojo mucho más amplias de las que Marx en su momento identificó. De ahí el consenso en incluir en el concepto de acumulación por desposesión a todas aquellas prácticas que impliquen profundizar la privatización y mercantilización de lo común (De Angelis, 2001), o bien jalen hacia la órbita del capital recursos y población hasta ese momento ajenas a la lógica del sistema (Tetreault, 2013). Esta suerte de constante y a la vez expansiva invasión legal y factual de los patrimonios de uso común y otros campos fronterizos a la matriz capitalista (Garibay Orozco, 2010) obedece a la constante necesidad del capital de disponer de un fondo exterior de activos (tierras “vacías”, nuevos mercados y fuentes de recursos), o bien, si éste no existe, crearlo de algún modo y apoderarse de él (Harvey, 2004) para alimentar la reproducción ampliada en el centro del sistema. A diferencia de la reproducción ampliada o acumulación por expansión, la cual se desarrolla dentro de los sectores plenamente capitalistas (Patnaik, 2005), aquí operan concomitantemente fuerzas extra económicas directas (De Angelis, 2001) sistemáticamente dirigidas a desplazar a las formas de producción precapitalistas, despojar de sus activos al Estado y profundizar y/o completar la expropiación de los bienes comunes restantes (Patnaik, 2005; Sacher, 2014).
Omnipresentes a lo largo de la historia del capitalismo, estas “soluciones” o “ajustes espaciotemporales” basados en el imperialismo se han agudizado durante el período contemporáneo -especialmente a partir de la instauración del régimen neoliberal a escala mundial-, a un punto tal que la desposesión se ha convertido en una forma dominante de acumulación con respecto a la reproducción ampliada” (Harvey, 2004:122). El resultado ha sido el saqueo de bienes comunes y el avasallamiento de derechos individuales, sociales y territoriales (Bellisario, 2003; Harvey, 2006), dos fenómenos activamente respaldados, legitimados y promovidos por el propio Estado vía su monopolio en la definición de legalidad y el ejercicio de la violencia. Los niveles extremos de impunidad y brutalidad con que dicho proceso ha sido llevado a cabo han conducido al surgimiento y expansión de luchas y movimientos insurgentes contra la acumulación por desposesión en todo el mundo (Harvey, 2004).
Algunas de las formas de despojo vigentes en la actualidad son seculares, dado que se remontan a la propia génesis del capitalismo. Tal es el caso de la mercantilización y privatización de la tierra, el desplazamiento de granjas familiares, la expulsión de campesinos y aborígenes, la apropiación colonial, neocolonial e imperial de bienes comunales, la eliminación de formas de producción y consumo pre-capitalistas, el auge del sistema financiero (crédito, usura, deuda nacional) y la persistencia de ciertas formas de esclavitud. Otras, si bien no son nuevas, han recrudecido luego de largos períodos de inactividad o latencia; tal es el caso de la oleada neoliberal de privatización y/o extranjerización del patrimonio público/nacional (industrias/empresas, servicios públicos, recursos naturales, etc.) desarrollada a escala mundial entre la década de 1980 y la actualidad (Harvey, 2004). A la supresión de los regímenes de propiedad colectiva, comunal y/o estatal se le añaden, finalmente, otros mecanismos endémicos del período histórico contemporáneo debido a su carácter novedoso, o bien debido a la creciente sensibilización social asociada a su agravamiento. Sobresalen la mercantilización de la naturaleza, el desmantelamiento de los marcos de protección laboral/ambiental, la biopiratería, el pillaje de recursos genéticos, los derechos de propiedad intelectual sobre plasma de semillas y la degradación del hábitat (Harvey, 2004) -es decir, la contaminación del aire, el agua y el suelo a gran escala-.
Dado que el fluido acceso a fuentes baratas y abundantes de materias primas es una condición sine qua non para asegurar la reproducción ampliada del capital en el centro del sistema, la relación entre acumulación por desposesión y usos extractivos del territorio en los países periféricos se ha vuelto cada vez más estrecha. Allí convergen la apropiación neocolonial de recursos, la mercantilización de la naturaleza y la degradación del patrimonio ambiental. Con cada vez mayor frecuencia, los llamados recursos naturales abandonan su condición originaria de bienes comunes para devenir mercancías que resultan objeto de una explotación intensiva y acelerada, luego experimentan un escaso o directamente nulo grado de procesamiento (industrialización) local, regional y/o nacional, y finalmente son exportadas para abastecer la industria y/o satisfacer el consumo de las élites de los países centrales (Seoane, 2013).
Como resultado, el modelo primario extractivo exportador opera en América Latina como una piedra angular o pieza clave del ciclo contemporáneo de acumulación por desposesión iniciado por el auge del neoliberalismo durante la década de 1990 y continuado por la estrategia neodesarrollista de comienzos del Siglo XXI. En el caso particular de la Argentina, el modelo actualmente aglutina a actividades tan diversas como el agronegocio (especialmente, la soja transgénica), la explotación de hidrocarburos, la forestoindustria, la pesca y el caso de estudio abordado en este trabajo: la megaminería metalífera.
Siguiendo a Gordon y Webber (2008), la desposesión es intrínseca a la industria minera, dado que sus inversiones no pueden ser implementadas sin que una comunidad sea despojada de su tierra, sus recursos naturales y sus medios de existencia. Así lo demuestra Sacher (2014) en su estudio comparativo acerca de la minería metalífera y la acumulación por desposesión en África y Sudamérica, donde el saldo de la actividad no ha sido otro que el acaparamiento masivo de tierras, recursos y territorios, nuevos cercamientos y destrucción ambiental. De hecho, la megaminería en tanto que modelo de acumulación supone la combinación y solapamiento de distintos dispositivos expropiatorios, como la expropiación geográfica -que desintegra el tejido socioproductivo de los espacios locales al convertirlos en enclaves exportadores técnica y políticamente subordinados a cadenas mundiales de valor verticalmente controladas por el capital transnacional concentrado-, la expropiación económica -donde las reformas político institucionales recomponen la tasa de ganancia empresarial y ocasionan una descomunal transferencia de recursos hacia los centros mundiales de poder- y la expropiación ecológica -vinculada a la apropiación diferencial y transferencia al exterior de bienes ecológicos y ser-vicios ambientales- (Machado Aráoz, 2010).
A la luz de los lineamientos propuestos por los autores citados, la hipótesis de trabajo sostiene que al menos ocho de los mecanismos de despojo identificados por Harvey (2004) -privatización de tierras, expulsión de campesinos y aborígenes, extranjerización de bienes comunes, eliminación de formas precapitalistas, fin de regímenes de pro-piedad colectiva, comunal y/o estatal, mercantilización de la naturaleza, desmantelamiento de marcos de protección laboral/ambiental y de-gradación ambiental- son inherentes a la mega-minería metalífera argentina. En los próximos apartados del artículo se abordará entonces la operatividad de la mega-minería metalífera como modalidad de acumulación por desposesión, no sin antes ensayar una breve aproximación general a la situación del sector en la Argentina contemporánea.
Obstando el indiscutible aporte efectuado por la minería colonial americana a la acumulación primitiva del capital (Marx, 1968; Mandel, 1969), el sector ha desempeñado un papel históricamente marginal en Argentina. Entre la época colonial y finales de la década de 1980 el desarrollo de la actividad permaneció circunscripto a pequeñas explotaciones intermitentes en la Puna, La Rioja, Mendoza, San Luis, San Juan y Chubut. Por envergadura y continuidad, las únicas excepciones fueron El Aguilar y Pirquitas -que entre mediados de la década de 1930 y 1990 convirtieron a Jujuy en la capital nacional de la minería- y Sierra Grande (Río Negro) -la mina de hierro más grande de Sudamérica y único proyecto metalífero surgido por iniciativa estatal-.
Todo cambió a partir de las reformas estructurales neoliberales impulsadas por el Consenso de Washington durante la década de 1990. Las políticas de privatización, desregulación, apertura importadora, liberalización financiera y apertura a la Inversión Extranjera Directa (IED) reprimarizaron la economía doméstica, fomentando un formidable auge de la minería metálica transnacional. Apuntalado internamente por la construcción de un andamiaje jurídico extremadamente favorable para la actividad, ese proceso fue acicateado por cinco factores externos:
la reducción de reservas y ley de los minera-les en los países centrales
la constante demanda de oro para joyería y reserva monetaria -destino del 74% y el 13% de la extracción mundial, respectivamente (MEyM, 2016a)-
las crecientes importaciones chinas de cobre, que representan el 49% del consumo mundial de ese mineral (COCHILCO, 2016)
a fiebre del litio, ligada a la producción de baterías recargables para teléfonos celulares, computadoras portátiles y automóviles eléctricos (Zícari, 2015)
la mayor rigurosidad de las legislaciones ambientales en los países de origen de las empresas (Gómez Lende, 2015a).
El boom de la megaminería metalífera ha sido transversal a ideologías y gobiernos. Gestado durante la década neoliberal, el modelo se consolidó y expandió durante la fase neodesarrollista de comienzos del Siglo XXI al compás del ciclo internacional de alza de los precios de las materias primas, para ser luego reconfirmado por la actual etapa de restauración conservadora.
Oriundos de Australia, Canadá, Estados Unidos, Suiza, Inglaterra, Sudáfrica, Chile, Perú y Japón, los flujos de IED minera crecieron meteórica y exponencialmente, pasando de 4 millones de dólares en 1992 a 2.350 millones en 2013. Sideral, este aumento implicó también un aumento de la participación relativa del sector en la IED global de la economía argentina del 0,02% al 15,6%, para actualmente estabilizarse en torno al 7% (MEyM, 2016a; Álvarez Huwiler, 2017). El número de proyectos pasó de 40 a 336 (SM, 2008), y el de empresas, de 7 a 157, con absoluta primacía (85%) del capital extranjero (MEyM, 2016a). Como resultado, en sólo dos décadas las exportaciones de metales aumentaron un 2.000%, alcanzando casi los 4.000 millones de dólares (SM, 2008; CAEM, 2015). Secundados por el molibdeno, el plomo, el zinc, el hierro y el litio, los principales minerales exportados en 2015 fueron oro (67,6%), cobre (13,8%) y plata (12,8%), el 83% de los cuales fue absorbido por Suiza (38%), Canadá (34%) y Alemania (11%) (MEyM, 2016a)1.
Sin perjuicio del espectacular crecimiento del sector, es importante señalar que Argentina no es un “país minero”, sino más bien un “país con minería”. Pese a contar con vastas riquezas minerales, Argentina representa una ínfima proporción de la extracción mundial de cobre (1%, 20º puesto), oro (2%, 13º posición) y plata (3%, 20º escalón) (MEyM, 2016a), sólo detentando una posición dominante en el caso del litio (3º lugar, con el 16% de la producción) (MEyM, 2017). Explicando el 6,1% de las exportaciones argentinas, la minería metalífera es el sexto complejo exportador del país, después de las oleaginosas, los cereales, la industria automotriz, la carne y el petróleo (MEyM, 2016a; MH-INDEC, 2017). Respecto del PBI, la participación del sector minero agregado (rocas de aplicación, hidrocarburos y metales) es despreciable (3,43%) (Teubal y Palmisano, 2015). Conviene recordar estas cifras ante la insistencia del discurso estatal y corporativo por instalar en el imaginario colectivo la falacia de que la actividad es vital para la economía argentina.
El Cuadro 1 muestra que durante las últimas dos décadas la megaminería metalífera se ha desarrollado a gran escala en cuatro provincias argentinas: Jujuy (minas El Aguilar, Pirquitas y Salar de Olaroz); Catamarca (Bajo La Alumbrera y Salar del Hombre Muerto); San Juan (Veladero, Gualcamayo y Casposo); y Santa Cruz (Cerro Vanguardia, San José-Huevos Verdes, Manantial Espejo, Martha, Lomada de Leiva y Cerro Negro), desplegando una presencia puntual o marginal en Neuquén (Andacollo) y Río Negro (Sierra Grande). Exceptuando este último caso -ligado a la extracción de hierro por parte de una firma estatal china-, en las demás minas operan empresas privadas transnacionales de origen canadiense, suizo, australiano, estadounidense, inglés, sudafricano y japonés cuyo principal objetivo es el oro, el cobre, la plata y el litio. El sector está fuertemente concentrado, registrándose casos donde una misma firma controla varias concesiones (Silver Standard Resources, Yamana Gold, Goldcorp, Glencore-Xtrata2).

A lo anterior debe añadirse el abultado número de proyectos de oro, cobre, plata, litio y plomo actualmente en fase de exploración, prospección, factibilidad o construcción. Nuevamente sobresalen los casos de Santa Cruz (Don Nicolás, Cerro Moro, Cap Oeste, Tranquilo, La Josefina), San Juan (Pascua Lama, Vicuña, El Pachón, Los Azules), Catamarca (Agua Rica, Antofalla, Sal de Vida, Tres Quebradas, Bajo el Durazno) y Jujuy (Cauchari-Olaroz, Cauchari, Guayatoyoc, Cangrejillos, Salinas Grandes, Jama). Finalmente, se destacan provincias aún ajenas o marginalmente articuladas al modelo, como Salta (Lindero, Diablillos, Salar del Rincón, Arizaro, Salinas Grandes, Pocitos), La Rioja (Famatina), Mendoza (San Jorge, Don Sixto), Río Negro (Calcatreu, Fierro), Neuquén (El Infiernillo, Chenque II, Los Filos) y Chubut (Navidad).
No en vano la literatura marxista considera que la privatización y/o extranjerización de empresas, tierras y recursos despunta como una de las dinámicas expropiatorias seculares desarrollada ininterrumpidamente a lo largo de toda la historia del capitalismo. Punto básico de partida de la sociedad capitalista, los cercamientos -esto es, las expropiaciones directas y a menudo violentas o ilegítimas- de tierras comunales y otros medios de producción se han configurado en un episodio crucial para los orígenes del sistema y al que regularmente la senda de la acumulación retorna en aras de expandir la metamorfosis de los grupos subalternos pre-capitalistas en fuerza de trabajo asalariada (Midnight Notes Collective, 1990). Si a su vez esto se combina con la apropiación imperial neocolonial de recursos o fuentes de materias primas, el resultado es una modalidad de acumulación por desposesión por derecho propio que, en el caso que nos ocupa, encuentra en la enajenación de reservas mineras una de sus formas más típicas y representativas (Tetreault, 2013).
Los cercamientos territoriales son un rasgo fundacional -arquetípico, podríamos decir- de la minería metálica argentina. La normativa mine-ra establecida en 1813 y el Código de Minería dictado en 1887 (ambos de marcada impronta liberal) establecieron que, al ser el suelo un recurso accesorio a los depósitos minerales, la potestad sobre los yacimientos correspondía a sus descubridores y no a los propietarios de la tierra. Como resultado, entre finales del Siglo XIX y mediados de la década de 1930 las compañías mineras se adjudicaron impunemente amplias atribuciones y extensiones territoriales en la puna jujeña, tales como cambiar nombres de ríos, utilizar mojones ilegales, efectuar cateos “fantasmas”, controlar zonas aledañas a sus pedimentos, comprar y arrendar las tierras cercanas a las minas, instalar tranqueras y retenes para impedir el libre tránsito de personas no autorizadas e incluso cobrar derechos de paso a quienes permitían circular por sus dominios (González, 2013; Paz, 2014).
El correlato de estos cercamientos fue la expulsión y explotación de campesinos y aborígenes. Si las áreas codiciadas no estaban labradas y cer-cadas, no se reconocía derecho alguno de propiedad territorial a sus ocupantes, en tanto que los trámites de solicitud de concesión minera no estaban obligados a respetar espacios de pastoreo y vivienda. Estas modalidades de cercamiento territorial, al vulnerar derechos ancestrales vía la expropiación de áreas de residencia y la privatización de caminos que -antes de la llegada de la gran minería- eran de paso obligado para los pobladores de la zona, decantaron en la proletarización de campesinos e indígenas, convirtiéndolos en fuerza laboral para las minas (González, 2013; Paz, 2014).
Un siglo más tarde, la federalización de tierras y recursos dictada por la reforma constitucional de 1994 allanó aún más el camino para la privatización y extranjerización de tierras y recursos. Decretados por el nuevo Código de Minería, los cercamientos jurídicos actuales incluyen la ex-presa prohibición al Estado de intervenir en la actividad -salvo caso de asociación con inversores privados-, permisivos regímenes de concesión para las empresas y la consideración de la actividad como de carácter estratégico y utilidad pública, permitiendo por tanto la expropiación compulsiva de toda área (viviendas incluidas) ante el pedido de cateo de las empresas. Si bien el régimen establecido para la tierra y el subsuelo es de concesión y no de privatización propiamente dicha -preservando el dominio originario del Estado, quien percibe un canon en concepto de derechos de explotación de apenas 800 pesos mensuales (Zícari, 2015)-, en la práctica esto supone la expropiación absoluta de suelo y recursos minerales. La legislación vigente textualmente estipula que el derecho a explotar la mina es un auténtico derecho de propiedad exclusivo, perpetuo y transferible -es decir, permite la venta y leasing del activo-, lo cual llevado al plano teórico no significa otra cosa que enriquecimiento privado a expensas del Estado vía la expropiación de activos públicos (Patnaik, 2005) una de las formas de acumulación por desposesión típicas del período actual.
Como resultado, se solapan la enajenación de tierras públicas (y también privadas) y la apropiación neocolonial imperial a gran escala de los bienes comunes del patrimonio geológico para su posterior conversión en reservorios estratégicos des-tinados a la producción de commodities por parte del capital foráneo. Las concesiones mineras pueden alcanzar superficies nominales de hasta 200.000 hectáreas por propietario y por provincia, pero estas áreas pueden ser complementadas -so pretexto de seguridad y dinámica de la operación extractiva y necesidad de identificar nuevos re-servorios- por zonas adicionales exclusivas de hasta 400.000 hectáreas. Esto permitió, por ejemplo, a FMC Lithium adueñarse de 100.000 hectáreas de tierras fiscales cercanas a Salar del Hombre Muerto para especular con los pedimentos mineros allí solicitados (El Esquiú, 2012a), y a Pan American Silver acaparar más de 235.000 hectáreas sólo en la patagonia (Costantino, 2015). En todos los casos, los plazos de con-cesión otorgados a las empresas han sido generosamente amplios -tope legal máximo de 36 años-, superando generalmente los 25 años.
No obstante, es importante destacar que estas permisivas normas son sistemáticamente infringidas por algunas mineras transnacionales. Sobresalen en tal sentido los ejemplos de las canadienses Tenke Mining y Barrick Gold, la primera con casi un millón de hectáreas en concepto de prospección, exploración y explotación, y la segunda con 1.100.000 hectáreas sólo en el proyecto Veladero (Gómez Lende y Velázquez, 2008). Otro caso es el complejo minero de Sierra Grande, que fue cedido a la china Metallurgical Group Corporation por 99 años -o hasta que se agoten las reservas del yacimiento-.
Debido al hermetismo tanto oficial como corporativo, no se cuenta con datos actualizados confiables respecto de la superficie concesionada a empresas mineras en Argentina. No obstante, algunas fuentes estimaban que entre finales de la década de 1990 y comienzos de este siglo existían poco más de 187.000 km2 otorgados en concepto de prospección y exploración (De Moori, 1999; Machado Aráoz, 2009). Obviamente empequeñecidas por la avalancha de inversiones extranjeras desencadenada a partir de entonces, estas cifras -equivalentes al 6,7% del territorio argentino- significan que, ya en los albores del modelo, las mineras transnacionales habían logrado apropiarse de un área superior a la que una década más tarde sería ocupada por la soja en todo el país (18.343.429 hectáreas durante la campaña agrícola 2009/2010).
Independientemente del régimen de concesiones, la legislación vigente permite la transacción de yacimientos entre compañías mineras y la adquisición de tierras a particulares. De las inversiones extranjeras recibidas por Argentina para la compra de tierras durante los períodos 1992-2001 y 2002-2013, el 4,3% (27.000 hectáreas) y el 29,5% (433.469 hectáreas) correspondió a la minería. Justamente Canadá -nación de origen de la mayoría de las firmas mineras operando en el país- representó entre 2002 y 2013 el 25,4% de tales inversiones, acaparando 389.469 hectáreas durante el período global 1992-2013 (Costantino, 2015). Sin duda, ambos fenómenos -concesión y venta de áreas mineras- contribuyen al desarrollo de cuatro mecanismos clave del proceso de acumulación por desposesión: la privatización de bienes comunes; la mercantilización de la tierra; la extranjerización de recursos naturales; y el control imperial neocolonial de fuentes estratégicas de materias primas.
Los nuevos cercamientos territoriales asociados al boom minero han generado graves implicancias en términos no sólo de propiedad territorial, sino también de circulación y movilidad geográfica. Dado que las empresas están facultadas de establecer todas las limitaciones de dominio (servidumbres) que consideren convenientes, es frecuente el bloqueo de rutas y caminos provinciales, lo cual obliga a los antiguos pobladores de la zona a recorrer distancias adicionales para arribar a destino. Asimismo, los complejos mineros operan como enclaves milita-rizados de seguridad que anulan las normas del territorio y reprimen las regulaciones locales. Ni la soberanía nacional ni las leyes argentinas rigen, por ejemplo, en Bajo La Alumbrera y Veladero. La mina catamarqueña se halla rodeada por un sistema militarizado de seguridad en un perímetro de 10 kilómetros celosamente custodiado por guardias privados fuertemente armados, en tanto que Barrick Gold se apoderó del único ca-mino que une a San Juan con Chile; guardias privados y Gendarmería Nacional impiden el paso a pobladores y transeúntes, protegiendo para la minera los 150 Km. que distan entre Veladero y la frontera trasandina (Solanas, 2007; Gómez Lende y Velázquez, 2008).
Otro caso paradigmático es el de Jujuy. Después de adquirir Minera El Aguilar a Comsur, la suiza Glencore se negó a reconocer tanto los territorios ancestrales de los pueblos originarios como sus derechos a la posesión de la tierra y participar del manejo de los recursos naturales (Renaud, 2008). La compañía utiliza a Gendarmería Nacional como seguridad privada y controla el acceso a rutas y caminos públicos de la provincia, realizando controles migratorios en el municipio homónimo, determinando quiénes pueden in-gresar o no al poblado e imponiendo requisas a las que ni siquiera escapan las autoridades comunales (Enzetti, 2012). ¿Qué decir entonces de Mina Pirquitas, que es comparada por sus propios obreros con Alcatraz (González, 2013), la mundialmente famosa prisión norteamericana de alta seguridad?
En Catamarca, la estadounidense FMC Lithium fue denunciada por instalar un vallado metálico perimetral que, emplazado en tierras fiscales provinciales, impedía el paso de alumnos escolares, campesinos y turistas por la única huella transitable existente entre la Escuela del Salar del Hombre Muerto, la villa de Antofagasta de la Sierra y la ruta provincial Nº 43 (El Ancasti, 2005). Otro caso aún más grave y paradigmático es el de Vis-Vis -pueblo lindante al contaminante dique de colas de Bajo La Alumbrera-, donde el trazado del mineraloducto de la empresa no sólo degradó aguas y destruyó fincas, sino que impidió el paso a sus pobladores, en su mayoría campesinos que hasta entonces vendían sus cabras en las localidades de Farallón Negro y Belén, y que ante el cercado perimetral de la propiedad minera debieron reorientar su producción a mercados menos rentables, como Andalgalá y Amanao. El éxodo demográfico no tardó en producirse, y en 2009 la escuela de Vis-Vis fue cerrada, quedando el acceso al pueblo bajo estricto control de la policía provincial y personal de la empresa (Mastrángelo, 2004; NALM, 2015).
Como regla general, en todos los casos convergen el cercenamiento de los derechos de libre transitabilidad por el territorio nacional garantizados por la Constitución Nacional, el uso de agentes privados que se arrogan atribuciones similares a las de las fuerzas públicas de seguridad, y la cooptación de estas últimas, las cuales pasan a operar exclusivamente en función de los intereses corporativos. Como resultado, las minas metalíferas argentinas se han convertido en áreas de alta densidad normativa (Silveira, 1997) donde lo que impera no son las regulaciones del Estado, sino las del mercado mundial.
Mención aparte requiere el Tratado de Integración Minera entre Chile y Argentina, que independizó por cuarenta años a la cordillera de los Andes de la jurisdicción administrativa de los respectivos gobiernos nacionales. Las cláusulas del tratado permiten a las empresas reducir costos usufructuando las economías de escala y las ventajas logísticas asociadas al aprovechamiento conjunto de los recursos hídricos, la fuerza laboral y la infraestructura disponible sin necesidad de trasbordo -empalmes ferroviarios y puertos- a ambos lados de la faja cordillerana3. En la práctica, esto no es más que un gigantesco cercamiento de 5.400 kilómetros de longitud que abarca la décima parte del territorio argentino y la tercera parte del chileno (Giraud y Ruz, 2009).
Como resultado, el Tratado de Integración Minera ha creado una suerte de “tercer país” gobernado por los intereses mineros y exento de controles aduaneros y fiscales. Por añadidura, ha implicado la privatización y extranjerización lisa y llana de la “fábrica de agua dulce” (Antonelli, 2010) de ambos países -esto es, las nacientes cordilleranas de los ríos-. Asimismo, ha puesto en riesgo tanto a innumerables formaciones glaciares y periglaciares -muchas de ellas aún no estudiadas o incluso identificadas- como a de-cenas de embalses, reservas y parques naturales -como la Reserva de Biosfera San Guillermo, donde Barrick Gold explota Veladero- (Gómez Lende y Velázquez, 2008). Dada la importancia estratégica del agua para la viabilidad de la mega-minería metalífera -especialmente en su modalidad a cielo abierto-, dicho tratado debe ser interpretado como un primer paso en el cercamiento y despojo de las reservas hídricas domésticas de las generaciones actuales y futuras.
Otros cercamientos territoriales, finalmente, representan una amenaza latente incluso para algunas poblaciones urbanas. Tal es el caso del denominado proyecto Pilciao 16, una concesión de 4.465 hectáreas otorgada en 2005 a la minera australiana BHP Billiton y que abarca casi todo el subsuelo de Andalgalá, la segunda ciudad más importante de la provincia de Catamarca (Aranda, 2010). Dado que el Código de Minería faculta a las empresas a exigir la venta forzosa de los terrenos que les sean necesarios y la actividad minera es (según el Estado) de “utilidad pública”, si esta inaudita iniciativa prosperara el resultado sería la expropiación masiva de viviendas, el pago de una mísera indemnización a sus habitantes y el desalojo de gran parte del casco urbano.
Considerados en su conjunto, los nuevos cercamientos territoriales asociados al avance de la minería metalífera en la Argentina re-presentan una invasión legal y factual de campos fronterizos o periféricos de la matriz capitalista, lo cual sugiere -parafraseando a Midnight Notes Collective (1990)- la continuidad de los mismos objetivos que cinco siglos atrás guiaron el desarrollo de prácticas similares: “limpiar la tierra” para “ponerla a trabajar” y de ese modo alimentar al mercado internacional de commodities; y poner fin al control comunal de los medios de subsistencia para bloquear la reproducción social de campesinos y otros grupos subalternos y así obligarlos a convertirse en fuerza laboral asalariada para el capital, o bien forzar su desplazamiento o movilidad geográfica para acentuar sus niveles de desorganización y vulnerabilidad.
Evidenciando la capacidad del capital de disponer sobre los territorios locales, los “nuevos cercamientos” analizados en el acápite anterior constituyen uno de los aspectos más significativos de la expropiación geográfica asociada al auge de la megaminería metalífera en la Argentina. Sin embargo, aún resta considerar otra importante dimensión del proceso: la articulación de los lugares a las cadenas mundiales de valor de las corporaciones transnacionales y la consiguiente (re)configuración del tejido socioproductivo regional en función de la dinámica globalizada del capital (Machado Aráoz, 2010). Con frecuencia, esto pergeña una matriz productivo-exportadora desequilibrada, excesivamente especializada -preñada de hipertelia, en términos de Silveira (1999)-, donde la uniformización productiva -o verticalización, parafraseando a Santos (1996)- del lugar suprime la diversidad eco-territorial y socio-cultural preexistente (Machado Aráoz, 2010) e impone en su reemplazo la racionalidad hegemónica de los enclaves exportadores,generalmente signada por la escasez o incluso la ausencia de encadenamientos productivos locales, regionales y nacionales.
El caso de la megaminería metalífera argentina corrobora empíricamente esa tesis. A comienzos de la década de 1990, casi un decenio antes de la llegada y/o expansión a gran escala del modelo, el 85,7% de las exportaciones jujeñas correspondía al sector frutihortícola y agroindustrial (poroto, azúcar, tabaco, cítricos, etc.). En Santa Cruz, la pesca, los hidrocarburos y la ganadería ovina representaban el 97,6% de su inserción en el mercado internacional, en tanto que en San Juan el complejo vitivinícola y la promocionada industria química explicaban el 81,6% de la canasta exportadora. En Catamarca, finalmente, las ramas frutihortícolas y el sector cerealero-oleaginoso daban cuenta del 91,6% del comercio exterior (CFI, 2002). Un cuarto de siglo después, la estructura exportadora de estas cuatro provincias muestra las huellas de una drástica metamorfosis: en Jujuy, el plomo, la plata, el estaño y el zinc representan entre el 46,5% y el 53,4% del comercio exterior provincial; en Santa Cruz, el oro y la plata significan entre el 51,6% y el 53,4% de las remesas al mercado mundial; en San Juan, la actividad acapara entre el 70,8% y el 74,2% de las exportaciones; y en Catamarca, el cobre, el oro, el litio y el molibdeno explican casi la totalidad (97,8%) del comercio exterior (MECON, 2013; CAC, 2016).
Si bien es cierto que previamente al boom minero la composición de las exportaciones provinciales ya era predominantemente primaria, vale la pena notar que su estructura era mu-cho más diversificada, dotada de una rica base agrícola y -a excepción de Santa Cruz- dominada por el desarrollo de cadenas productivas locales/regionales de incorporación de valor agregado. Esto contrasta respecto del relativamente reciente auge de la explotación minero-metalífera, donde el destino predominante (y a menudo único) de la extracción es el mercado mundial, sin generar eslabonamientos productivos internos ni incorporación de valor agregado más allá de la mera elaboración de barras doré (en el caso del oro y la plata) y la producción carbonatos, cloruros e hidróxidos (en el caso del litio). La única excepción es Minera El Aguilar, que además de exportar en bruto parte de los minerales extraídos, refina en Palpalá sus concentrados de plomo y zinc y los envía a fábricas chaqueñas de Puerto Vilelas y al polo metalúrgico santafesino -donde Glencore controla Sulfacid-.
Otro fenómeno que da aún más pábulo a la tesis que sostiene que las minas metalíferas argentinas operan como dispositivos expropiatorios de lo que Santos (1996) llama la vida de relaciones de los lugares atañe a la frágil o directamente inexistente articulación de la actividad respecto del tejido productivo regional, provincial y local. A modo de ejemplo, basta señalar que las concesionarias de Bajo La Alumbrera adquieren sólo el 4,5% de sus bienes y servicios en Catamarca (Veneranda, 2012) y que las operadoras de Manantial Espejo en Santa Cruz compran el 85% de sus insumos fuera de la provincia, relegando al comercio local a la función de abastecimiento a pequeña escala, o bien para satisfacer urgencias puntuales (OPI Santa Cruz, 2014; El Periódico Austral, 2014). Como resultado, los flujos socioproductivos endolocales acaban siendo desarticulados y destruidos por las “correas de transmisión” del capital (Machado Aráoz, 2010) a través de las cuales fluye la racionalidad globalizada y verticalizante del mercado mundial (Santos, 1996).
Por añadidura, el modelo minero actualmente en curso no sólo desarrolla un proceso de expropiación de la diversidad geográfica local al hiperespecializar la estructura productiva regional; también opera como productor de ámbitos monoculturales del capital (Machado Aráoz, 2010), las cuales colonizan las consciencias con el argumento de que la actividad es el único camino posible para alcanzar el “progreso”. De hecho, la mega-minería metalífera es promovida en Argentina como si de un insustituible pilar del desarrollo socioeconómico se tratara. Opera aquí lo que Santos (1996) denomina psicoesfera, entendida como la narrativa o fábula orientada a asegurar cierto consenso social respecto de la necesidad e inevitabilidad de la adopción de cierto modelo dominante de modernización (Silveira, 1999). Recurriendo a la persuasión, la manipulación y la operatividad simbólica (Silveira, 1999), ese discurso inocula en el imaginario colectivo la falacia de que los intereses egoístas de los agentes hegemónicos deberían ser asimilados e identificados con el bien común -generación de empleo directo e indirecto, elevados salarios, fortalecimiento del tejido productivo local/regional, enriquecimiento del erario público, fin de la pobreza-.
No obstante, la psicoesfera o narrativa (pro)minera no resiste el menor análisis. Contrariamente a la rimbombante retórica de la Secretaría de Minería, durante el segundo trimestre de 2015 el personal en mina registrado en todos los emprendimientos metalíferos del país -es decir, en fase de explotación, exploración y/o prospección- ascendía a tan sólo 9.072 trabajadores (INDEC, 2015). Equivalente al 0,13% del empleo privado nacional, esta cifra ni si-quiera iguala los guarismos augurados (10.000 puestos de trabajo directos) para el inicio de la explotación de Bajo La Alumbrera. Consideradas individualmente, durante las últimas décadas las minas metálicas argentinas en explotación han generado, en el mejor de los casos, 1.400 empleos directos (Bajo La Alumbrera y Cerro Negro), y en el peor, apenas 60 (Martha, antes de su cierre en 2012). Como resultado, su incidencia en el empleo departamental en 2010 oscilaba entre escasa y poco significativa, fluctuando entre el 0,22% (Antofagasta de la Sierra, Catamarca) y el 5,58% (Calingasta, San Juan) (INDEC, 2013)1.
Tal situación obedece tanto a la naturaleza capital-intensiva intrínseca a la actividad como al origen predominantemente extraprovincial de la fuerza laboral contratada, la cual generalmente proviene de Jujuy, Salta, Tucumán, Misiones, Formosa, Chile, Bolivia, Perú y, en el caso del personal jerárquico, Europa, Canadá, Estados Unidos, Australia y Japón. De hecho, sólo entre el 10% y el 15% de los asalariados de las minas del sur patagónico es santacruceño, violando así la legislación vigente, que obliga a que al menos el 70% de la plantilla laboral pertenezca a la provincia (Lagalle, 2010). Según distintas fuentes (Veneranda, 2012; Tapia, Quiroga y Sánchez, 2015; El Esquiú, 2012a), la proporción de catamarqueños trabajando en Bajo La Alumbrera y Salar del Hombre Muerto ascendería al 31% en el primer caso y oscilaría entre el 8% y apenas el 2% en el segundo. Esta situación es concomitante respecto de la persistencia de las elevadas tasas de desempleo locales, tal como lo revelan las altísimas tasas de desocupación reportadas para Jáchal (20%), Calingasta (35%) e Iglesia (60%) por las propias autoridades municipales (Parrilla, 2016). La coexistencia o solapamiento de ambos fenómenos (uso de fuerza laboral extrarregional y mantenimiento de un nutrido ejército de reserva local) sugiere -siguiendo los lineamientos teóricos propuestos por Midnight Notes Collective (1990) y Harvey (2004)- que las compañías mineras desarrollan una estrategia de cercamiento donde la primacía de obreros móviles e inmigrantes garantiza salarios bajos, desorganización sindical y vulnerabilidad ante el poder del capital y el Estado.
Lo anterior se torna evidente al analizar las remuneraciones del sector. Si bien es cierto que los salarios percibidos por el personal minero son los segundos más altos de la economía argentina (sólo superados por la actividad petrolera), la fuerza laboral capta una ínfima parte de la renta minera: durante el período 1998-2010 la masa salarial en Bajo La Alumbrera representó apenas el 1,7% del valor bruto de producción (Veneranda, 2012). ¿Qué decir entonces de Veladero, donde la plantilla laboral y las remuneraciones de los perforistas se situaban en 2012 un 40% y un 49% por debajo de los guarismos correspondientes a la mina catamarqueña (Lavaca, 2012)? Esto se combina a su vez con altos niveles de precarización laboral -subcontratación, calendarios laborales extenuantes, jornadas de trabajo con picos de hasta 12 horas diarias en El Aguilar y Sierra Grande, condiciones calamitosas de equipamiento y seguridad, etc.-. Dado que la megaminería metalífera fue en 2013 la rama de mayor productividad aparente de la economía argentina, con una contribución a la generación de riqueza que rebasaba el millón de pesos por asalariado (Infobae, 2014), tal situación sugiere una superexplotación laboral basada en el aumento de plusvalía logrado vía el incremento de la duración e intensidad de la jornada de trabajo y la concomitante reducción de la remuneración del obrero por debajo del costo de reproducción de su fuerza laboral (Marini, 1991).
Al igual que el oro, el pregonado enriquecimiento del erario público también brilla, pero en este caso por su ausencia. Situadas en el orden (como máximo) del 3% del valor de producción en boca de mina, las regalías no han representado una porción sustancial de los respectivos presupuestos provinciales ni puesto fin a la histórica dependencia de las provincias mineras respecto de las remesas del Estado nacional. Conforme se desprende del cruzamiento de datos emanados de distintas fuentes (La Alumbrera, 2017; CatamarcActual, 2014; El Tiempo de San Juan, 2014a, 2014b; La Opinión Austral, 2014; OPI Santa Cruz, 2013; Prensa Jujuy, 2014; CFI, 2017), las regalías percibidas por Catamarca, San Juan, Santa Cruz y Jujuy en 2014 representaron entre el 0,3% y el 1,42% del presupuesto provincial y entre el 2,7% y el 3,5% de los recursos recibidos por coparticipación federal. Para desmontar aún más el mito de la contribución de la minería al “desarrollo regional”, basta señalar que en 2013 el gobierno de Santa Cruz -la provincia con mayor cantidad de proyectos metalíferos actualmente en operación- debió solicitar asistencia financiera al Estado nacional para pagar aguinaldos de empleados públicos y llegó incluso al extremo de pedir a las mineras “aportes voluntarios mensuales” para el presupuesto de salud pública (NALM, 2014).
Menos aún puede establecerse correlación empírica alguna entre el fin de la pobreza estructural y el modelo minero. En 2010, y sobre un total de 24 jurisdicciones, San Juan era la décimo tercera provincia con mayor tasa de hogares con Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) del país. Peores aún eran los casos de Catamarca (11º puesto) y Jujuy (6º escalón). A pesar de su situación relativamente favorable respecto de este indicador, en Santa Cruz el número de hogares afectados por NBI aumentó un 28,5% entre 2001 y 2010 (DINREP, 2014). Periferia de la periferia, la mayoría de los departamentos mineros catamarqueños, sanjuaninos y jujeños rebasaban la media nacional e igualaban o superaban los de por sí altos promedios provinciales. Sobre un universo (en ambos casos) de 16 unidades espaciales de análisis, Antofagasta de la Sierra era el cuarto distrito catamarqueño con mayor tasa de pobreza estructural, secundado por Belén (5º) y Santa María (8º), en tanto que Humahuaca y Rinconada se erigían en el octavo y el cuarto departamento jujeño con mayor incidencia de NBI, respectivamente (DINREP, 2014).
Comparando esta situación a escala nacional, distritos como Iglesia (358º puesto), Belén (385º) y Antofagasta de la Sierra (387º) se situaban en el segundo peor quintil del conjunto compuesto por los 510 departamentos del territorio argentino. Asimismo, todas las localidades mineras exhiben importantes déficits en materia de infraestructura, equipamiento y servicios (agua, alcantarillado y cloacas, electricidad, gas natural, transporte, salud, etc.). Si bien esta realidad se halla muy por debajo de lo esperable para áreas que -según los promotores y defensores del modelo- han sido pródigas “beneficiarias” de sus “bondades”, el discurso y la praxis conjunta del capital y el Estado continúan desapropiando a las comunidades locales de su legítimo derecho a pensar y desarrollar caminos alternativos al modelo hegemónico.
Amin (1975) sostiene que las relaciones de transferencia de valor entre las formaciones subdesarrolladas de la periferia y las formaciones desarrolladas del centro del sistema capitalista constituyen la esencia del problema de la acumulación a escala mundial. Esto nos remite necesariamente a la cuestión de la expropiación económica, entendida como el saqueo y drenaje masivo de recursos financieros y valores de cambio desde las operaciones extractivas localizadas en los territorios periféricos hacia los centros mundiales de poder y riqueza. Aunque sea la dimensión más antigua y burda del colonialismo, este fenómeno constituye una de las dinámicas más importantes de la desposesión, operando de hecho como una función estructuralmente decisiva para la recomposición de los procesos de acumulación a escala global (Machado Aráoz, 2010). La expoliación de los minerales metalíferos de la periferia no sólo satisface las necesidades de consumo suntuario, preservación del valor del capital y abastecimiento de la industria tecnológica de punta de los países centrales; en el proceso también genera ganancias extraordinarias -cuasi rentas de privilegio (Notcheff, 1998), super beneficios o rentas diferenciales a escala mundial, bien podríamos decir- que son mayoritaria o totalmente apropiadas por las grandes corporaciones mineras transnacionales.
Superando a naciones tradicionalmente mineras como Australia, Canadá, Estados Unidos, Inglaterra y Sudáfrica, a comienzos del siglo XXI Argentina detentaba la tasa anual de retorno a la inversión más alta del mundo para el sector (16%), sólo igualada por Chile (Gómez Lende y Velázquez, 2008). En 2006, el costo nacional para la extracción de oro oscilaba entre 120 y 170 dólares por onza, frente a una media internacional de 650 dólares (GIDHS, 2009). Cerro Vanguardia es la mina más low cost de las 21 operaciones que Anglogold-Ashanti posee en el mundo (Basualdo y Manzanelli, 2011). Durante el quinquenio 2005-2009 -lapso en el cual ese indicador fue de “apenas” el 10% para la cúpula empresarial argentina y las minas canadienses de Xtrata-, las operadoras de Bajo La Alumbrera y Veladero obtuvieron tasas de ganancia del 47,5% y el 70,5%, respectivamente (Basualdo, 2013). Y antes de su cierre en 2012, la mina santacruceña Martha re-portó a la canadiense Coeur D’Alene utilidades del 60,07% anual (OPI Santa Cruz, 2010). ¿De qué manera las mineras transnacionales han logrado obtener esas fabulosas ganancias? La respuesta es tan sencilla como cruda: a través de la mercantilización y usurpación (legal e ilegal) de recursos públicos, un despojo que -por omisión y acción, respectivamente- ha sido permitido y alentado desde el propio Estado.
Operando como creadoras de territorio, las normas producen y transforman el orden socio-espacial (Silveira, 2000) diferenciando a los lugares de acuerdo a su productividad espacial, esto es, a su capacidad de ofrecer rentabilidad a las inversiones gracias a ciertas condiciones técnicas (equipamientos, infraestructura, accesibilidad) y organizacionales (leyes, impuestos, etc.) (Santos, 1996). Orientadas a satisfacer las exigencias de un mandar hegemónico global (Silveira, 2000), esas normas se plasman en reformas institucionales que operan recomponiendo la tasa de ganancia empresarial a través de la producción política de rentabilidad (Machado Aráoz, 2010).
La legislación minera actualmente vigente en Argentina reúne, de principio a fin, todas las dimensiones político económicas del saqueo jurídicamente legitimado. Auxiliado por dos créditos del Banco Mundial -(PASMA I y II)-, el gobierno nacional diseñó durante la década de 1990 un andamiaje jurídico extremadamente favorable para el desarrollo y expansión de la actividad. El paquete de reformas normativo-institucionales resultantes decantó en la Ley de Inversiones Mineras, la Ley de Reordenamiento Minero, el Acuerdo Federal Minero y la reformulación del Código de Minería, que complementaron al previamente citado Tratado de Integración Minera con Chile. La nueva legislación desde entonces contempla un inaudito espectro de ventajas fiscales, arancelarias, tributarias, comerciales, financieras, políticas y territoriales, tales como estabilidad fiscal por 30 años, desgravación de las importaciones de insumos y bienes de capital (arancel 0%), reembolso del Impuesto al Valor Agregado (IVA), doble deducción de costos de exploración, eliminación de gravámenes y tasas municipales, y exención del Impuesto al Cheque, a los Sellos, a los Combustibles y a la Ganancia Mínima Presunta.
Con el fin del Régimen de Convertibilidad en 2002, la megaminería fue beneficiada por la reducción de costos de producción ocasionada por la devaluación, sin la retención de parte del excedente así creado (Nacif, 2014). Recién en 2007 el gobierno nacional intentó cobrar al sector derechos de exportación, pero las mineras extranjeras resistieron la medida, en algunos casos pagando bajo protesto y en otros interponiendo medidas cautelares que argüían que esa política violaba la estabilidad fiscal de sus inversiones. Posteriormente el Estado ofreció nuevas ventajas, tales como los permisos para exportar y remitir utilidades al exterior sin pagar impuestos y utilizar cuentas off shore como base para activos financieros y plazas de depósito para divisas, la exención del IVA y el Impuesto a Créditos y Débitos Bancarios, la deducción del Impuesto a las Ganancias, el financiamiento del Programa de Gestión Ambiental Minera y, desde 2016, la definitiva eliminación de las retenciones a las exportaciones. El incondicional apoyo al sector es una indiscutible política de Estado, tal como lo demuestra la creación de la Organización Federal de Estados Mineros (OFEMI), que aglutina a Jujuy, Salta, Catamarca, San Juan, Mendoza, Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz.
Si bien indudablemente todo lo anterior ha decantado en la transferencia de una gigantesca e incalculable masa de recursos millonarios desde el erario público hacia las arcas de las mineras transnacionales2, esto refleja sólo una parte del saqueo, aquella que se produce por omisión -es decir, en virtud de la voluntaria renuncia del Estado a percibir ingresos por conceptos que sí son aplicados a la inmensa mayoría de las actividades económicas del país-. Pero a lo anterior deben añadirse también expropiaciones económicas desarrolladas debido a la acción tanto del Estado (legales) como de las empresas (ilegales).
No por casualidad, un fenómeno a subrayar es la construcción de lo que Silveira (1999) denomina una neoburocracia híbrida, formada por sistemas de acciones públicas y de mercado, aquí concretada por el impulso a la asociación de las mineras extranjeras con firmas públicas provinciales e instituciones públicas nacionales. Sobresalen los casos de Catamarca -Yacimientos Mineros Agua del Dionisio (YMAD), Catamarca Energética y Minera Sociedad del Estado (CEyMSE)-, Tucumán -Universidad Nacional de Tucumán (UNT)-, San Juan Instituto Provincial de Exploraciones y Explotaciones Mineras (IPEEM)-, Neuquén -Cormine-, Santa Cruz -Fomicruz- y Jujuy -JEMSE (Jujuy Energía y Minería)-, provincias donde los entes estatales mencionados generalmente se incorporan a las explotaciones metalíferas a partir de un aporte accionario minoritario y una magra participación en las ganancias. Completando el avanzado proceso de cooptación del Estado por parte del capital, estas iniciativas indudablemente refuerzan el ya amplio respaldo jurídico y moral del aparato político a la acumulación por desposesión, dado que convierten al gobierno provincial en un socio de las mineras extranjeras y permiten a éstas disponer libremente de los recursos técnico-económicos y humanos de aquél.
Numerosos mecanismos instrumentados desde el poder político han generado ingentes beneficios económicos para las mineras extranjeras. Ejemplo de ello son las megainfraestructuras insaladas al servicio de los flujos de exportación, verdaderas correas geográficas de transmisión de valor desde la periferia al centro del sistema (Machado Aráoz, 2010). De Jujuy a Santa Cruz, las millonarias inversiones en capital fijo requeridas para la puesta en explotación de los yacimientos son externalizadas al Estado, quien asume la responsabilidad por mejorar caminos y puentes, ceder tierras fiscales, expropiar tierras privadas, realizar obras de adaptación de la red hídrica, energética y vial y garantizar un ilimitado abastecimiento de gas y electricidad -tendido de líneas de alta tensión (500 KV), ampliación del tendido de gasoductos troncales, relocalización de usinas térmicas, tendido de electroductos aéreos en alta tensión y entrega de energía a precios subsidiados exentos de eventuales indexaciones y modificaciones del cuadro tarifario-. Esto configura otro episodio de acumulación por usurpación, una dinámica expropiatoria donde una vasta masa de activos públicos y recursos estatales pasa a ser objeto de usufructo privado al ser destinada (siempre so pretexto de “efecto-derrame”) exclusivamente a favorecer el enriquecimiento empresarial, en vez de ser utilizada para resolver necesidades colectivas acuciantes.
Otro caso es el de los reintegros a las exportaciones por puertos patagónicos al sur del río Colorado. Creados en 1984, reducidos a partir de 1995, reestablecidos en 2015 y eliminados dos años después, estos reembolsos ascendían al 8% en San Antonio Este y Puerto Madryn, al 9% en Comodoro Rivadavia, al 11% en Puerto Deseado y San Julián y al 12% en Río Gallegos y Punta Quilla. Para las mineras, dichos reintegros representaron ingresos por 174 millones de dólares en 2015 y 148 millones en 2016 (MEyM, 2016b). A lo anterior deben añadirse los reembolsos por régimen general que, desde 1993 hasta la fecha, han sido otorgados a las mineras transnacionales con operaciones en Catamarca, Jujuy y Salta, y que -según el caso- oscilan entre el 2,5% y el 10,5% del valor de venta. Para sólo citar un ejemplo, basta señalar que esta política implicó que en 2006 las operadoras de Bajo La Alumbrera se apropiaran de un caudal de recursos públicos superior al monto que ese mismo año debieron erogar en concepto de regalías y salarios (Solanas, 2007).
Corroborando que la acumulación por desposesión es un proceso activamente respaldado y fomentado por el Estado (Harvey, 2004), los subsidios otorgados a las mineras extranjeras real-mente acaban externalizando al Estado los costos de producción privados. Este proceso se agudiza aún más, si cabe, en épocas de crisis, cuando las multimillonarias ganancias corporativas rutinariamente subsidiadas por el aparato político en tiempos de bonanza son engrosadas por la estrategia empresarial de descargar en el Estado los costos de la coyuntura. Ejemplo de ello ha sido la caída del precio internacional del oro en 2015, que en San Juan condujo al quiebre de la cadena de pagos con proveedores y contratistas y al atraso en el pago de salarios, lo cual impulsó a las compañías mineras con operaciones en la provincia a solicitar al gobierno sanjuanino la sus-pensión de sus aportes al Fideicomiso Minero e incluso sugerir que los fondos acumulados por tal concepto deberían ser prestados a las empresas.
Otros casos han ido más allá de la mera “sugerencia” de mercantilizar recursos públicos en beneficio de las corporaciones extranjeras para convertirse en auténticas prácticas extorsivas. En Neuquén, la firma Andacollo Gold -perteneciente en ese momento a inversores chilenos y canadienses- recibió subvenciones del gobierno provincial a partir de 2001 para continuar operando y no proseguir con su política de despidos (Clarín, 2014). Sin embargo, en 2015 la empresa abandonó la mina y el gobierno provincial debió invertir más de 35 millones de pesos en abonar salarios adeudados, incorporar obreros cesantes a la planta de Cormine y mantener instalaciones y equipamiento (El Inversor Energético, 2016). Ante la caída del precio del hierro en 2016, Minera Sierra Grande despidió a un centenar de obreros y amenazó con reducir la plantilla remanente a la mitad sino recibía apoyo económico estatal. Para evitar nuevos despidos, el gobierno provincial le otorgó a un subsidio de 46 millones de pesos, suspendiendo el cobro de tasas, impuestos, guías, cánones y regalías, y pagando servicios (energía eléctrica, agua), insumos (combustible) y cargas laborales (aportes patronales, seguros por accidentes de trabajo, transporte de personal, seguros patrimoniales) de la firma. Meses después, empero, la empresa se desprendió del 80% de su personal (Maradona, 2017).
Para la voracidad de las mineras transnacionales, no basta con que la política pública legitime (por acción y omisión) el enriquecimiento a expensas del Estado, la acumulación privada vía la expropiación de recursos públicos y la socialización del riesgo empresario. Al contrario, la política corporativa también recurre a mecanismos ilegales de despojo. Así lo demuestra la evasión y fraude fiscal por más de 40.000 millones de dólares concretada por Minera La Alumbrera -que tributa sólo por el cobre, el oro y el molibdeno, pero cuyos barros metalíferos contienen más de 60 minerales valiosos3 (Solanas, 2007; NALM, 2010). Las operadoras de la mina son además investigadas por la justifica federal de Rosario por presunto tráfico y exportación ilegal de oro, uranio y torio, liberación de controles aduaneros y pago irregular de gravámenes mínimos por la venta de cobre (GIDHS, 2009). Otro ejemplo es el dudoso y controvertido naufragio en 2009 del buque pesquero chileno Polar Mist, que transportaba oro y plata de Cerro Vanguardia y Manantial Espejo desde la terminal santacruceña de Punta Quilla hacia el puerto trasandino de Punta Arenas para su eventual reexportación a refinerías suizas. En este caso, las mineras santacruceñas infringían las leyes argentinas de circulación marítima y declaraban al fisco volúmenes -2,9 toneladas- y valores de exportación -1,9 millones de dólares- situados muy por debajo de los guarismos reales -11,9 toneladas y 20 millones de dólares- (OPI Santa Cruz, 2009).
En resumidas cuentas, queda claro que el auge de la megaminería metalífera en la Argentina y la envidiable e inaudita rentabilidad de las empresas del sector no serían en absoluto posibles sin la mediación de mecanismos de expropiación económica desarrollados a expensas del patrimonio de todos los argentinos. Independientemente de si se trata de la sangría de minerales, de reformas institucionales basadas en exenciones, subsidios y reintegros, de obras públicas de infraestructura, de la socialización del “riesgo” empresario o del impune recurso corporativo a prácticas jurídicamente ilícitas, lo cierto es que todos esos mecanismos suponen relaciones de transferencia de gigantescas masas de valor hacia los centros mundiales de poder y riqueza. Así, la producción política de rentabilidad para el modelo minero generada por el neoliberalismo y perpetuada por el neodesarrollismo supone un nuevo paso respecto de la profundización de la mercantilización y privatización de lo común y la concomitante perpetuación de las relaciones de sujeción neocoloniales.
Siguiendo a Harvey (2004), la mercantilización de la naturaleza en todas sus formas ha provocado la merma de los bienes hasta ahora comunes del entorno global (tierra, agua, aire, etc.), así como también un creciente y alarmante deterioro del hábitat o patrimonio ambiental. La dimensión ecológica de la acumulación por desposesión asociada al extractivismo minero es, por un lado, el aspecto geopolíticamente más relevante -y paradójicamente el menos divulgado- del saqueo contemporáneo, y por el otro, su consecuencia más grave, dado que literalmente supone el despojo de los bienes y servicios comunes de la naturaleza que nos hacen cuerpos (Machado Aráoz, 2010). Sin perjuicio de otras igualmente graves dinámicas expropiatorias del patrimonio ambiental asociadas a la minería metálica argentina, esta sección del trabajo se centra exclusivamente en la problemática de la desposesión del agua.
La naturaleza hidro-intensiva de la actividad es bien conocida, al igual que su papel en la privatización y dilapidación a gran escala de recursos hídricos en zonas áridas. El agua es un insumo estratégico omnipresente en los procesos de la minería metálica a gran escala, independientemente de la modalidad de extracción utilizada. No obstante, en el caso de la minería a cielo abierto (open pit) la disponibilidad de recursos hídricos cobra aún más relevancia que en la minería subterránea debido a las relativamente bajas leyes del cobre, el oro y la plata, su alto nivel de diseminación y la necesidad de lixiviar y concentrar los metales por amalgama química, utilizando cianuro de sodio o mercurio combinados con sales de plomo y zinc, antimonio, cal y hierro. En el caso del litio la situación es similar, dado que se perfora la superficie del salar para bombear la salmuera y enviarla a grandes piletas donde se recurre al uso de energía solar para acelerar la evaporación del agua y concentrar el sedimento mediante agentes químicos. Además de drenar ingentes volúmenes de agua, este procedimiento requiere condiciones climáticas de extrema aridez que proporcionen una alta tasa de evaporación, lo cual agrava la situación4. Como resultado, la mega-minería metalífera genera una importantísima huella hídrica, que para el caso argentino ha sido estimada en 187.000 litros por tonelada de cobre, 222.000 litros por tonelada de litio, y entre 1.000 (Cerro Negro) y 50.000 litros (Bajo La Alumbrera) por onza troy5 de oro (Gómez Lende, 2015b).
Con el cobre, el oro, la plata y el litio, miles de millones de litros de agua migran al exterior bajo la forma de la denominada agua virtual (Allan, 2002), entendida como la sangría -vía comercio internacional- de los recursos hídricos utilizados como insumo para la producción de determinados bienes. La “exportación” de ese agua virtual representa en sí misma una estrategia imperialista, dado que permite tanto a los países importadores de metales como las naciones de origen de las compañías mineras externalizar costos ambientales y obtener un significativo ahorro de agua dentro de sus propias fronteras, colocando vastas reservas de agua dulce bajo el control del capital y desarrollando un desmesurado (y a menudo gratuito) consumo hídrico en la periferia del sistema.
Obviando tanto el hermetismo oficial y corporativo al respecto como el frecuente subregistro o subdeclaración de los volúmenes reales -en ambos casos naturalmente derivados de la ausencia de caudalímetros en las instalaciones mineras-, las estimaciones independientes del consumo hídrico de las principales minas metalíferas en operación en Argentina no dejan dudas sobre la gravedad de la cuestión. El caso más extremo es Bajo La Alumbrera, donde se utilizan 95 millones de litros diarios, en tanto que la demanda hídrica de Gualcamayo y Manantial Espejo se estima en el orden de los 9,3 y 8,6 millones de litros/día, respectivamente (Gómez Lende, 2015b; OCMAL, 2015). El volumen de agua consumido diariamente por El Aguilar y Salar del Hombre Muerto superaría en ambos casos los 7 millones de litros (El Libertario Jujuy, 2011; Prensa Jujuy, 2014; El Esquiú, 2012b). Otros casos a considerar son Cerro Vanguardia, con 3,6 millones de litros diarios, y Pirquitas, con 2,7 millones (OPI Santa Cruz, 2011; El Libertario Jujuy, 2011; Prensa Jujuy, 2014).
Mención aparte requiere el controvertido y polémico proyecto Veladero, cuyo permiso provincial de extracción de agua es de 110 litros por segundo (9,5 millones de litros diarios), y de los cuales la mina operada por Barrick Gold consumiría un promedio de 57 litros por segundo (4,9 millones de litros diarios), de acuerdo al Departamento de Hidráulica de San Juan (San Juan, 2013). Sin embargo, estimaciones no oficiales ponen en tela de juicio las cifras anteriores señalando que Veladero demandaría no menos de 80 millones de litros de agua por día (Rodríguez Pardo, 2009; Iezzi, 2011). Dada la ausencia de caudalímetros, lo cierto es que -según el mundialmente famoso perito minero Robert Moran- la información oficial no es confiable y nadie -excepto Barrick Gold- sabe cuánta agua se utiliza realmente en Veladero (Infobae, 2016).
Para alcanzar estos siderales guarismos, las compañías mineras recurren a diversas estrategias de acaparamiento del recurso hídrico, tales como la expoliación de los acuíferos subterráneos (Bajo La Alumbrera, Salar del Hombre Muerto), la destrucción de glaciares (Veladero, Pascua Lama), el desvío de nacientes, vertientes, arroyos y ríos para formar lagunas (El Aguilar, Andacollo) y la construcción de acueductos (Bajo La Alumbrera, Sierra Grande, Cerro Negro). Estas prácticas predatorias han ocasionado graves impactos sobre los niveles de disponibilidad, regularidad y calidad del recurso, a saber: la distorsión y destrucción de cuencas; secado de ríos y arroyos; agotamiento y/o contaminación del agua de los surtidores; disminución sustancial del caudal de agua para riego; escasez del vital recurso incluso en épocas de nevadas o deshielo -cuando teóricamente debería abundar-; traslado diario de millares de personas para abastecerse del vital elemento; problemas recurrentes de abastecimiento rural y urbano de agua potable; mortandad masiva de ganado; y pérdida de cultivos (Villalobo, 2007; Gómez Lende y Velázquez, 2008; Montenegro, 2009; Velázquez, 2009; Svampa, Solá Álvarez y Bottaro, 2009; GIDHS, 2009; NALM, 2012; Salizzi, 2014; Paz, 2014; Gómez Lende, 2015b).
Lejos de siquiera restringir el desmesurado consumo hídrico de la actividad, las “soluciones” ofrecidas por las políticas públicas y corporativas para paliar la situación han consistido en declarar la emergencia hídrica en todo el territorio provincial (San Juan), racionalizar el servicio de abastecimiento de agua potable -llegando incluso al extremo de implementar cortes programados en el suministro hídrico de hasta una semana de duración- (Jujuy, San Juan), distribuir camiones de agua entre los habitantes afectados (Catamarca, Neuquén), multiplicar la cantidad de medidores entre los usuarios agrícolas y residenciales y duplicar a estos últimos el valor del canon que tributan por el uso del recurso para evitar el “despilfarro” (San Juan) (Gómez Lende y Velázquez, 2008; Montenegro, 2009; Velázquez, 2009; Svampa, Solá Álvarez y Bottaro, 2009; NALM, 2013; Paz, 2014). Este orden de prioridades que privilegia a pocos actores -una producción limitada de racionalidad- y relega a un segundo plano a todo el resto -una producción amplia de escasez- (Santos, 1996) corrobora la tesis de Machado Aráoz (2010) de que el agua consumida por las transnacionales mineras en sus procesos extractivos inexorablemente implica vedar, negar y excluir -expropiar, en suma- a las poblaciones locales de las dosis necesarias del vital recurso que los convierten en cuerpos-sujetos.
Tanto en Catamarca como en Jujuy y Salta, el boom de la minería del litio amenaza con agravar la situación, no sólo debido a la explotación de Salar del Hombre Muerto y Salar de Olaroz, sino también a la avalancha de inversiones orientadas a la exploración y prospección de ese mineral. Al bombear volúmenes masivos de reservorios subterráneas, estas actividades generan importantes descensos del nivel de base de las cuencas y contribuyen tanto al secado de lagunas, ríos, arroyos, vertientes, ciénagas, humedales y ojos de agua que alimentan los salares como a la contaminación de acuíferos profundos de agua dulce por surgencias de baja salinidad, lo cual afecta negativamente a las economías de subsistencia de comunidades aborígenes y campesinas y arruina la sal extraída por las cooperativas salineras (Aguilar y Zeller, 2012). Dado que la actividad pastoril y hortícola es un componente esencial de la supervivencia de estos grupos sociales y la venta o trueque de sal en los mercados regionales es tanto un complemento de estas economías de subsistencia como una práctica inherente a la cultura e identidad andinas (REDAJ, 2011), la minería del litio opera en términos teóricos como un mecanismo de acumulación por desposesión -un nuevo cercamiento- que ataca directamente la reproducción de los agentes subalternos al erosionar y destruir sus bases y condiciones materiales e inmateriales de existencia.
Párrafo aparte requiere finalmente la casi absoluta gratuidad con la que el recurso hídrico es apropiado y utilizado por las mineras transnacionales. En Catamarca, hasta 2010 el valor del metro cúbico de agua fue de 1 centavo de peso, elevándose al año siguiente a 90 centavos. Simplemente se trata de meros valores a título nominal, puesto que las operadoras de Bajo La Alumbrera nada pagan por su ingente consumo hídrico (Solanas, 2007), en tanto que FMC Lithium jamás abonó el canon del agua, adeudando al gobierno catamarqueño casi 2 millones de pesos por tal concepto (El Esquiú, 2012b). En Río Negro, y a pesar de adeudar 5 millones de pesos por tal concepto, Minera Sierra Grande fue primero beneficiada por la reducción de la tarifa -de 3,24 pesos a 1,77 pesos por metro cúbico- (InfoMine, 2010; Diario Río Negro, 2012), y luego por la exención del pago del canon dispuesta por el gobierno provincial.
En San Juan, el gobierno provincial le cobra a Barrick Gold unos 50 centavos de peso por metro cúbico, esto es, diez veces menos de lo que paga un usuario residencial en la Capital Federal (NALM, 2016). Peor aún es el caso de Jujuy, donde durante más de setenta años (1936-2010) los distintos propietarios de El Aguilar se hallaron exentos de pagar por el uso del recurso. Cuando finalmente el gobierno provincial decidió imponer a las mineras un canon, El Aguilar pasó a pagar entre 10.800 y 23.000 pesos anuales, y Pirquitas, apenas 12.000 pesos al año (El Libertario Jujuy, 2011; Prensa Jujuy, 2014), cifras irrisorias equivalentes a menos de 1 centavo por metro cúbico6. Queda claro entonces que la mega-minería metalífera opera como una forma de acumulación por desposesión ligada al literal y gratuito saqueo del agua.
Obstando su análisis individualizado como categoría socioecológica del despojo, la relación entre agua y modelo minero subsume y condensa, combina y superpone múltiples dinámicas expropiatorias: de la apropiación imperial neocolonial de un recurso estratégico no renovable y su drenaje al exterior a la producción de nuevos cercamientos socioterritoriales donde las prácticas corporativas de acaparamiento y dilapidación restringen el libre acceso y disponibilidad del vital elemento; desde la articulación de las reservas hídricas domésticas a las cadenas verticales de valor de las corporaciones transnacionales hasta la destrucción del tejido socioproductivo local/regional para dejar paso a la dinámica globalizada del capital; y del prácticamente gratuito despojo del agua permitido por reformas institucionales a la destrucción a gran escala de uno de los bienes comunes terrestres más preciados, estos procesos configuran una forma integral de acumulación por desposesión por derecho propio. Representando un paso más en el secular proceso de alienación de las comunidades locales respecto de sus patrimonios y derechos más elementales, este esquema parece exigir el fin de la reproducción ya no sólo social, sino biológico-ontológica, de los grupos subalternos (campesinos, aborígenes, población en general) para alimentar el funcionamiento y expansión de la maquinaria capitalista y garantizar a las grandes potencias la continuidad de sus patrones de consumo dependientes del acceso a bajo costo a las reservas de recursos naturales y materias primas de la periferia.
Pieza clave del modelo primario-extractivo actualmente vigente en el país, la megaminería metalífera opera de principio a fin como un uso del territorio esencialmente basado en la acumulación por desposesión o, lo que es igual, en el pillaje a gran escala de bienes comunes. Así lo demuestra la evidencia empírica proporcionada por el caso argentino, una vez filtrada, ordenada e interpretada a través del tamiz de las categorías analíticas a tal fin escogidas.
La privatización de tierras y la extranjerización de recursos estratégicos producen nuevos cercamientos jurídico territoriales orientados a poner fin a los regímenes de propiedad colectiva y/o estatal y expulsar a campesinos, aborígenes y población en general. Paralelamente, otras dinámicas expropiatorias eminentemente geográficas desintegran los espacios locales al convertirlos en economías exportadoras de enclave articuladas al mercado mundial pero disociadas del tejido socio-productivo regional. Solapándose a lo anterior, el extenso y genuflexo andamiaje de reformas políticas impuesto por el Estado nacional, secundado por los gobiernos provinciales, y reforzado por las acciones ilegales de las mineras transnacionales, genera una expropiación económica de activos públicos complementada y agravada por el despojo ecológico a gran escala de recursos hídricos y servicios ambientales. Es importante destacar que, más allá de su individualización para los fines del análisis, todas estas dimensiones configuran un todo coherente e interconectado, donde a menudo referirse a una de ellas implica referirse a todas las demás y viceversa, de tal suerte que las dimensiones territorial, económica, laboral, política y ambiental del saqueo quedan imbricadas en un continuum de prácticas solapadas regidas por una misma racionalidad.
Al que igual que sus correlatos pretéritos surgidos cinco siglos atrás, los cercamientos contemporáneos asociados al boom minero metalífero argentino redundan en la destrucción interna y externa de los derechos tradicionales a la subsistencia” (Midnight Notes Collective, 1990, s/p). Todo ello redunda, claro está, en una progresiva eliminación de formas de producción precapitalistas, a la vez que genera inmensos perjuicios a otros grupos sociales subalternos. Parafraseando a Santos y Silveira (2001), indiscutiblemente la megaminería metalífera opera en Argentina como un uso del territorio que es sólo racional para los agentes hegemónicos beneficiados por ese modelo de organización espacial, y absolutamente disfuncional para la inmensa mayoría de la sociedad.
Aunque la magnitud del saqueo aquí abordado sea más que considerable, este trabajo en modo alguno ha logrado agotar el nutrido abanico de dimensiones analítico-empíricas de la desposesión asociada al modelo. Nada se ha dicho, por ejemplo, acerca de las desposesiones simbólicas, epistémicas, culturales y políticas (Sacher, 2014), ni de la degradación y contaminación ambiental. Res-pecto de esta última problemática, tan vasto ha sido (y continúa siendo) el acervo de perjuicios y prácticas destructivas del entorno generadas por las mineras extranjeras en Argentina durante los últimos veinte años7, que realizar un abordaje exhaustivo de esta última cuestión hubiese exigido una investigación aparte por derecho propio. Aún así, vale la pena mencionar que la catástrofe ambiental de Bajo La Alumbrera abarca cinco provincias (Montenegro, 2009), que la extracción metalífera es una de las fuentes de los altísimos niveles de cromo y plomo detectados en aguas costeras del litoral marítimo argentino (IDESA, 2011) y que -previamente al monumental derrame de cianuro reportado en 2016- la explotación de Veladero ya había degradado las cuencas hídricas sanjuaninas con metales pesados, grasas y aceites y reducción de pH en niveles que, en determinados casos, rebasaban hasta 150 veces las cifras permitidas por las leyes argentinas (Bianchini, 2011).
Queda pendiente, finalmente, el análisis de la relación entre mega-minería metalífera y desposesión del derecho a la salud de la población. La monolítica y sinonímica cofradía formada por los promotores/defensores/beneficiarios de la actividad niega con vehemencia todo nexo causal o correlación entre los sistemas extractivos implementados y la aparición de patologías graves -otrora infrecuentes- en las comunidades locales cercanas a las minas. Sin embargo, las cada vez más reiteradas denuncias de la población en ese sentido nos recuerdan que un rasgo del período contemporáneo es la fractura radical entre la racionalidad social de la percepción de los riesgos y la racionalidad “científica pura objetiva” de “expertos” y tecnócratas que se ponen al servicio del capital para legitimar las raciones duraderas de envenenamiento colectivo normalizado (Beck, 1998) impuestas por el modelo. Ofreciendo nuevas pistas heurísticas para el abordaje de la problemática minera en Argentina, la gravedad de esta cuestión requiere abrir nuevas líneas de investigación que, a través de un trabajo académico serio y riguroso, esclarezcan la situación y rebatan la típica tendencia de las ciencias técnicas corporativizadas a desacreditar la percepción de la población sobre sus propios riesgos ambientales y sanitarios.
