Resumen: A través del presente manuscrito se pretende un análisis de la política de defensa y seguridad democrática (de ahora en adelante PDSD) desde el año 2002 al 2010, estableciendo su origen, su contenido ideológico y la aplicación respecto al orden público y la convivencia pacífica, precisando la correlación existente y el grado de adecuación respecto de los elementos jurídicos-constitucionales del Estado social de derecho (de ahora en adelante ESD). Previo a la implementación, vigencia y continuidad de la PDSD y pese al beneplácito de un sector importante de la población colombiana, se suscitaron serias dudas con respecto a su carácter, configuración, eficacia y a los resultados obtenidos en materia de protección a los derechos humanos, generando todo un debate alrededor de las ejecuciones extrajudiciales, el desplazamiento forzado, la desaparición forzada, las torturas y las masacres, entre otros; todo lo cual nos conduce a interrogarnos sobre si la PDSD realmente corresponde al modelo de ESD establecido en la Constitución Política de 1991. Por otra parte, consideramos que la PDSD responde a un concepto restringido de seguridad acuñado en el marco de la lucha global contra el terrorismo, el cual no es más que una versión ampliada de la doctrina de seguridad nacional, lo cual está al margen de la noción de seguridad multidimensional que necesariamente debe desprenderse de la configuración del ESD en la Constitución Política de 1991. Sin embargo, el único concepto posible de estado de seguridad es la que se debe a los ciudadanos en materia de derechos y los riesgos que tras un concepto de seguridad diferente se escondan unas manifestaciones de poder contrarias a la democracia, tal y como se ha concluido. En consecuencia, este artículo pretende realizar un análisis introductorio sobre los principales aspectos de la PDSD y su relación con el ESD -dando por entendido que el pilar fundamental de este modelo de Estado lo constituyen la realización, vigencia y protección de los derechos fundamentales-que nos permita un acercamiento a lo que históricamente ha sido la violencia y las respuestas recurrentes de la autoridad pública, identificando los elementos comunes en materia de seguridad y orden público y el resultado de su aplicación. Para el logro de lo anterior se ha recurrido al método cualitativo realizando el análisis documental de diversos textos relacionados con la historia del país, el análisis de las políticas de seguridad, la violencia e informes, entre otros; así mismo, se ha tenido en cuenta el enfoque de gestión de los derechos como una manera de realizar el juicio sobre la base de su realización efectiva.
Palabras clave: políticapolítica,seguridadseguridad,derechos fundamentalesderechos fundamentales,autoritarismoautoritarismo,orden públicoorden público.
Abstract: Analysis of the Defense and Democratic Security Policy (from now on PDSD) during the year 2002 to 2010, establishing its origin, its ideological content and the application regarding public order and peaceful coexistence, specifying the existing correlation and the degree of adequacy with respect to the legal-constitutional elements of the Social Rule of Law (hereinafter ESD). Prior to the implementation, validity and continuity of the PDSD, despite the approval of a significant sector of the Colombian population, serious doubts were raised regarding its character, configuration, effectiveness, and the results obtained in terms of protection of human rights, generating a whole debate around the extrajudicial executions, the forced displacement, the forced disappearance, the tortures, the massacres, among others; all of which leads us to question whether the PDSD really corresponds to the ESD model established in the Political Constitution of 1991. On the other hand, we consider that the PDSD responds to a restricted concept of security coined within the framework of the global fight against terrorism, which is no more than an expanded version of the doctrine of national security, which is outside the notion of multidimensional security that must necessarily be derived from the configuration of the ESD in the Political Constitution of 1991. However, the only possible concept of security status is that which is due to citizens in terms of rights and risks that following a security concept different manifestations of power contrary to democracy are hidden, as has been concluded. Consequently, this article intends to carry out an introductory analysis on the main aspects of the PDSD, and its relationship with the ESD -assuming that the fundamental pillar of this model of State is the realization, validity and protection of fundamental rights-, that allows us an approach to what historically has been the violence and the recurrent responses of the public authority, identifying the common elements in matters of security and public order and the result of its application. To achieve this, the qualitative method has been used, making a documentary analysis of various texts related to the history of the country, the analysis of security policies, violence, reports, among others; likewise, the rights management approach has been taken into account as a way to make the judgment based on its effective realization.
Keywords: politics, security, fundamental rights, authoritarianism, public order.
Resumo: Através deste manuscrito uma análise da política de segurança e defesa democrática (doravante PDSD) destina-se ao longo de 2002 a 2010, estabelecendo a sua origem, o seu conteúdo ideológico e aplicação no que diz respeito à ordem pública e coexistência pacífica, especificando a correlação e o grau de adequação em relação à norma legal e constitucional de elementos lei (doravante ESD). Antes da implementação, a eficácia ea continuidade do DSDP, apesar da aprovação de um importante sector da população colombiana, sérias dúvidas sobre seu caráter, configuração, eficácia e resultados na proteção dos direitos humanos foram levantadas, gerando um debate inteiro sobre execuções extrajudiciais, deslocamento forçado, desaparecimento forçado, tortura, massacres, entre outros; tudo o que nos leva a questionar se o PDSD realmente corresponde ao modelo ESD estabelecida na Constituição de 1991. Por outro lado, acreditamos que o DSDP responde a um conceito de segurança restrito cunhado no contexto da luta global contra o terrorismo, que é apenas uma versão estendida da doutrina de segurança nacional, que está fora da noção de segurança multidimensional deve necessariamente descartar a configuração ESD na Constituição de 1991. no entanto, o único conceito possível de segurança do estado é ser cidadãos sobre os direitos e riscos após um conceito de segurança diferentes manifestações contrárias à democracia, como foi encontrado para se esconder. Consequentemente, este artigo tenta fazer uma análise introdutória dos principais aspectos do DSDP, e sua relação com o DSU - com o entendimento de que a pedra angular deste modelo de Estado constituem a realização, respeito e proteção dos direitos fundamentais, para permitir-nos uma abordagem para o que tem sido historicamente a violência recorrente e respostas de autoridade pública, identificando elementos comuns em segurança ea ordem pública eo resultado da sua aplicação. Para atingir o método qualitativo acima foram acostumado a fazer a análise documental de vários textos relacionados com a história do país, a análise de políticas de segurança, violência, relatórios, entre outros; Ele também levou em conta a abordagem de gerenciamento de direitos como uma forma de fazer o julgamento com base na sua efetiva realização.
Palavras-chave: política, segurança, direitos fundamentais, o autoritarismo, a ordem pública.
Artículos
La política de defensa y seguridad democrática en el Estado social de derecho*
The policy of defense and democratic security in the social state of law
A política de defesa e segurança democrática no estado social da lei
Recepción: 06 Mayo 2018
Aprobación: 15 Agosto 2018
De conformidad con Joya y Sánchez (2018),
[...] en el año 2010 se inicia el proyecto de la paz, con el advenimiento de Juan Manuel Santos Calderón como presidente de la República de Colombia, quien toma el riesgo de proponer nuevamente un diálogo con las insurgencias guerrilleras presentes en el país, después de múltiples fracasos en la historia colombiana. Es así como se da inicio al proceso de paz en Colombia con el grupo guerrillero de las Farc (p. 204).
En concordancia con lo dispuesto en líneas anteriores y en el marco de la Carta Política colombiana de 1991, el cambio de Estado de derecho al modelo de Estado social de derecho permitió formas pluralistas democráticas incluyentes (Palomares, 2017).
En el contexto de la realidad social colombiana permeada con la histórica violencia que la afecta desde la conformación de Colombia como República, tras una evolución prolongada del conflicto interno con nuevos actores de violencia como los paramilitares, el narcotráfico las guerrillas, hasta agentes del mismo Estado, y con nuevas metodologías, por supuesto más cruentas y despiadadas, con una reciente denominación genérica del mal por combatir "el terrorismo", derivado de la implementación de las políticas de seguridad a nivel mundial y potenciado tras los atentados del 11 de septiembre del año 2001, y posterior al fracaso de los diálogos de paz con las Farc, en el año 2002 el Gobierno de Álvaro Uribe empezó la implementación de una política de Estado denominada política de defensa y seguridad democrática (de ahora en adelante PDSD), como una estrategia en materia de seguridad tendiente a contrarrestar y superar el fenómeno. Para la época, existía un amplio consenso alrededor de la implementación de esta política, esto se puede corroborar por la continuidad en la línea de Gobierno: Uribe 2002-2010, el beneplácito general de los partidos políticos y una sensación generalizada de seguridad en la población (Molano, 2010). También se ha creído que la PDSD ha recuperado en términos generales al país y que su enfoque bajo el mandato del expresidente Uribe estaba ligado a la protección de los derechos de los civiles (García, 2014). Empero, existe otra parte de la sociedad civil que critica frontalmente la PDSD, que ha afirmado que el fruto de su implementación por el contrario ha sido la negación de los cimientos de la democracia por la vía de la violación de los derechos fundamentales (López, 2013).
Para el efecto, es importante resaltar que a pesar de que en la mayoría de los Estados latinoamericanos hay una concordancia jurídica en sus constituciones políticas al involucrar el derecho internacional de los DD. HH., es evidente que su aplicabilidad está sujeta a fuerzas endógenas y exógenas generadoras de una fuerte deslegitimación tanto en las democracias de la región como en sus instituciones. De ahí, la urgencia de lograr un fortalecimiento democrático dentro de un marco jurídico estable, protector y garante de los DD. HH., logrando consolidar unas mejores relaciones entre los vecinos (Sánchez y Calderón, 2017).
Teniendo en cuenta el anterior escenario, cabe plantearse el siguiente interrogante: ¿la política de defensa y seguridad democrática adoptada por el Gobierno colombiano entre los años 2002 y 2010, responde al concepto de Estado social de derecho establecido en la Constitución Política de 1991?
Desde la época de la Conquista, atravesando por la Real Audiencia de Santafé de Bogotá que correspondía al Nuevo Reino de Granada desde 1550 hasta 1717, por el Virreinato de la Nueva Granada desde 1717 hasta 1819, por Las Provincias Unidas de la Nueva Granada desde 1811 hasta 1816, por la Gran Colombia desde 1819 hasta 1831, por la Nueva Granada desde 1832 hasta 1858, por la Confederación Granadina desde 1858 hasta 1863, por los Estados Unidos de Colombia desde 1863 hasta 1886, y lo que hoy conocemos como República de Colombia, se han presentado nueve guerras civiles e innumerables conflictos armados. Empezando por el rápido y sangriento proceso de despojo de los territorios indígenas -justificado en la evangelización, la cual se encontraba a cargo de los Reyes Católicos de España por concesión del papa-, luego tras la Independencia, el combate entre realistas y patriotas, posteriormente entre bolivarianos y santanderistas, más adelante entre centralistas y federalistas, para terminar en los conflictos entre conservadores y liberales. La exclusión, lo que ha generado la lucha por los recursos y la tierra, la esclavitud de los pueblos indígenas y afrodescendientes, la ambición desmedida de los conquistadores, la corrupción de los funcionarios públicos, la discriminación racial y el atraso económico, han sido problemas recurrentes que se han replicado a lo largo de la historia adoptando diferentes formas y se pueden identificar como la matriz origen del conflicto social colombiano. Uno de los factores históricos de más peso que ha alimentado el descontento en las masas de campesinos e indígenas ha sido el problema de la distribución de la tierra, la cual -teniendo como origen la encomienda entendida como el sistema primario de explotación1(Colmenares, 1982) y la colonización forzosa de tierras indígenas y baldías- se ha concentrado en un reducido número de familias privilegiadas descendientes de los antiguos conquistadores. Esto trajo aparejado que en Colombia se impulsara primordialmente la producción agrícola, la minería y el comercio, lo cual ha significado un bajo desarrollo económico, lo que unido a la corrupción y el nepotismo, hizo de los empleos en la administración del Virreinato de la Nueva Granada una fuente importante de ingresos. La respuesta habitual de la autoridad pública a los conflictos sociales ha sido la violencia y la represión. También ha sido frecuente que la autoridad pública no ostente el monopolio de las armas, y en consecuencia, grupos armados privados al mando de caudillos se encarguen de instaurar el "orden" en muchas zonas del territorio nacional.
Por otra parte, desde el Acta de Independencia de 1810, pasando por la disolución de la Gran Colombia en 1830 -tiempos en los cuales se desarrollaron los hechos más cruentos del proceso de liberación de la España colonial-, se encuentra la génesis del proceso de formación del Estado colombiano, signado por la lucha de las élites por el poder y la influencia de la Iglesia a través de la religión en una población con un alto grado de analfabetismo, con el fin de legitimar las acciones de los vencedores. En repetidas ocasiones la legitimidad del poder político se fundó en la guerra, lo cual representó una gran dificultad para la consolidación de la identidad nacional y una mala herencia que hace parte del ideario cultural de violencia que se ha transmitido a través de varias generaciones.
Para consolidar la paz y el orden público, se conformaron cuerpos de policía y ejércitos los cuales tuvieron una incipiente organización en los diferentes Estados soberanos. Su afianzamiento en un cuerpo único siempre representó una dificultad casi insuperable hasta la expedición de la Constitución Política de 1886 en el Gobierno de Rafael Núñez. Bajo la república unitaria la creación de una jurisdicción ordinaria a nivel nacional y un cuerpo administrativo del mismo orden también significó un avance en la estructura del Estado, pero los viejos conflictos sociales subyacentes nunca fueron resueltos y el "orden público" constantemente se ha venido implantando por la fuerza legítima o ilegítima, dependiendo del bando o desde la óptica desde la que se le mire. En el primer caso cuando el Estado dentro de los márgenes de racionalidad y proporcionalidad ha podido controlar la situación, y en el segundo caso cuando han sido los caudillos locales los cuales a través del control de las instituciones públicas o por medio de grupos privados armados han impuesto cierta clase de "paz social" ajustada a su conveniencia (Prieto, 2018).
En el siglo XX, a pesar de las críticas, Colombia tuvo un importante avance en la consolidación del poder del Estado a través de la propuesta de unificación centralizadora de Núñez en la Constitución del 86. También fue cierto que el autoritarismo derivado de ese Gobierno junto con el de sus sucesores-Mallarino, Caro y el Gobierno ejercido por Sanclemente-, fundándose en el famoso estado de sitio del artículo 121, tras años de censura de prensa y de impedir que las ideas liberales tuvieran eco en las altas esferas del Gobierno -a finales del siglo XIX había solo un representante liberal en el Congreso-, provocó que el conflicto entre liberales, conservadores y nacionalistas se agudizara, y luego de que las dificultades económicas que azotaron al país por la caída de los precios del café, la falta de acceso a los puestos públicos, la baja en los precios de los productos agrícolas de exportación, estallara la Guerra de los Mil Días, la cual tras un saldo de más de 100 000 muertos (Roca y Prieto, 2017) y la pérdida de Panamá, demostraría la constante fragilidad del poder del Estado, la futilidad de los gobernantes2, la creación de las primeras guerrillas liberales, el influjo de la potencia del norte en los asuntos domésticos, la concentración de la tierra a manos de los vencedores, y el enfrentamiento de intereses yuxtapuestos entre las oligarquías de comerciantes y terratenientes alrededor de cuatro ejes principales de conflicto: la relación entre el Estado y la Iglesia, el centralismo y el federalismo, el sistema de crédito público y privado, la apertura y el proteccionismo económico. Así, en ambos bandos políticos de liberales y conservadores existían élites de terratenientes y comerciantes, a los cuales comúnmente les convenía limitar el acceso a la tierra del campesinado y el ascenso de la clase de los artesanos, lo que en suma llevaría al pacto implícito entre las élites por el reparto del poder político, lo que a su vez prolongaría el viejo conflicto social.
La evolución de la economía, el fortalecimiento de la producción en las ciudades y el debilitamiento de la pequeña producción agrícola produjo una importante migración hacia las urbes y por consiguiente el nacimiento de la clase obrera3 (Calle, 2014, p. 162). La naciente clase de los trabajadores se vio en cierta medida influenciada por la Revolución rusa de octubre de 1917, lo cual provocó múltiples huelgas que fueron reprimidas bajo la utilización constante del estado de sitio; al respecto el Gobierno de Ospina (1922-1926) sacó un decreto-ley que reglamentaba el derecho de huelga restringiéndolo ostensiblemente. En este contexto anti-laboralista salió a la luz pública el manifiesto nacionalista (por Silvio Villegas) que era una sátira en contra del movimiento obrero acusándolo de anarquista y haciendo un llamado contrarrevolucionario apelando al sentimiento religioso (Calle, 2014). Posteriormente con la Ley 69 de 1928 (denominada Ley Heroica) en el Gobierno de Abadía Méndez, se declaró ilegal el ejercicio de la huelga lo que convirtió a la actividad sindical en una actividad cuasi delictual. En este contexto fue en el que ocurrió la masacre de las Bananeras en 19284 (Revista Credencial Historia, 2005), la respuesta militar del Gobierno al conflicto social, como hemos venido afirmando en primera instancia, ha sido la represión.
Subyacente a lo anterior, entre los años 1930 a 1938 se desató en el país la guerra regional de carácter político religioso en los departamentos y provincias, donde se fue engendrando el odio fratricida entre conservadores y liberales, alimentado por el fervor religioso; tal fue el desenvolvimiento de las guerras intestinas en Boyacá, Santander y Cundinamarca. Estas confrontaciones partidistas por la lucha del poder político local y regional, bajo argumentos importados de la España de Franco y alimentados por la saña de los dirigentes conservadores -entre los cuales destacaba Laureano Gómez por su particular discurso visceral-, generaron una ideología reaccionaria profundamente belicista en contra del liberalismo, el que tras años de hegemonía conservadora ascendía al poder en el año de 1930 con Enrique Olaya Herrera, pero en condición minoritaria en el Congreso, no obstante aprovechar su posición desde el ejecutivo nombrando los cargos públicos y la policía adepta en todos los departamentos, incluyendo los que tenían fortines de conservadores, lo cual generaría una mayor resistencia y conflictividad en las regiones, situación que marca la época de La Violencia, la que parte desde el final de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría en 1945, hasta la firma del pacto de Benidorm y el nacimiento de las guerrillas comunistas en los años 60.
Tras la muerte de Gaitán, bajo el Gobierno de Ospina la violencia se profundizó en contra de los liberales, el cual amparado en el estado de sitio adoptaría toda una serie de medidas autoritarias que ahondarían las contradicciones partidistas. Lo mismo haría Laureano Gómez, hasta el golpe de Estado propiciado por Rojas Pinilla -en cuyo mandato se realizó una amnistía generalizada en favor de militares y guerrilleros-, luego de lo cual, la ideología reaccionaria habría quedado sellada con el establecimiento del Frente Nacional, el acuerdo bipartidista que dejó por fuera a todo tipo de expresión que no estuviera en los cánones del régimen y representó el fin de la guerra interpartidista pero la exclusión permanente de otro tipo de manifestaciones políticas. En este ámbito se fueron creando las primeras guerrillas comunistas que vieron en la URRS y la revolución cubana ejemplos a seguir para el reclamo de sus reivindicaciones sociales, puesto que, una vez más lo afirmamos aquí, el Estado continuamente ha respondido militarmente al conflicto social. Los problemas de la concentración de la tierra nunca han sido resueltos y las luchas laborales fueron reprimidas y estigmatizadas a todo nivel, luego la vía de las armas pareció ser la única salida.
Es así como en el marco de la Guerra Fría vino el establecimiento de las políticas de seguridad nacional, réplica de las estrategias implementadas por el Gobierno de los Estados Unidos basadas en la lucha anticomunista precisamente para evitar el entronizamiento del comunismo, lo cual implicaba el bloqueo de las clases trabajadoras en el acceso al poder. También como una medida para asegurar que el descontento social se mantuviera dentro de ciertos límites tolerables que no llegue a amenazar el statu quo establecido; de esta manera toda expresión de inconformidad colectiva que se manifieste en contra de las autoridades establecidas es catalogada como "enemigo interno" por lo que debe ser objeto de represión. Así las cosas, el "orden público" ha quedado principalmente en manos de los militares los cuales se han ocupado de garantizar la vigencia del bipartidismo y la eliminación de todo aquello que sea comunista.
En este contexto, al lado del establecimiento de las políticas de seguridad se da el auge del paramilitarismo y el narcotráfico los cuales son fenómenos que responden a la dinámica del conflicto social caracterizado por la pobreza y la exclusión, es decir, el paramilitarismo como estrategia militar para combatir a los disidentes y como forma de defensa de los latifundistas y grandes empresarios a la acción de las guerrillas, y el narcotráfico como un medio de financiamiento de ambos bandos. Al respecto, es importante resaltar que el auge del paramilitarismo y sus devastadores efectos no hubiese sido posible sin la aquiescencia y silencio soterrado o remunerado o acobardado de la población, consecuencia de la afinidad o del miedo de buena parte de la sociedad civil, tales como unos cuantos policías, algunos militares, una porción de servidores públicos, de jueces, de legisladores, de pequeños, medianos y grandes comerciantes y empresarios, de ganaderos, es decir, de unos cuantos ciudadanos.
El papel del Estado al respecto en un principio ha sido el de promotor de los grupos armados cívico-militares, lo cual se ha verificado desde el mismo nacimiento de estos movimientos, teniendo en cuenta las recomendaciones producto de la visita a Colombia en el año de 1962 del general estadunidense Yarborough, el cual planteó la necesidad de su creación y apoyo por parte del Gobierno de los Estados Unidos5 (McClintock, 1992). Estas sugerencias se hicieron realidad a través de la expedición del Decreto 3398 de 1965, el cual en su artículo 25 autorizaba la participación de civiles en actividades para el restablecimiento de la normalidad, además de que en el artículo 33 parágrafo 3° permitía que a los civiles se les pudiera asignar armamento de uso privativo de las Fuerzas Militares, con lo cual quedarían sentadas las bases legales del paramilitarismo6. La estrategia paramilitar se complementó y replicó en vigencia del Gobierno de Turbay con la expedición del Estatuto Orgánico de la Defensa Nacional, pasando por el establecimiento de las Convivir7 en el año de 1994, aun habiendo perdido estas su sustrato legal tras el fallo de la Corte Constitucional de 1997 (Corte Constitucional C-572/97). Empero, el paramilitarismo se fortaleció y consolidó una vez más tras la conformación de las AUC en el año 2001 y hasta al proceso de desmovilización. No obstante, el fenómeno vuelve a resurgir bajo la denominación de las Bacrim, neoparamilitares, grupos armados organizados (GAO) y grupos delictivos organizados (GDO), los cuales han adoptado distintas denominaciones: Los Urabeños, el Clan Úsuga, el Clan del Golfo, Los Pelusos o Los Puntilleros8 (Chato, 2016).
En consecuencia, en materia de seguridad y orden público el Estado ha respondido con varias políticas y estrategias que en teoría están encaminadas a la superación de estos problemas, sin embargo, la tolerancia de buena parte de la sociedad y la permeabilidad de las instituciones hacia el paramilitarismo y el narcotráfico han hecho muy difícil su erradicación, también se ha hallado una evolución en las formas de actuar de estas organizaciones delictivas lo que ha complicado su control.
Bajo este panorama, la respuesta de las élites aglutinadas alrededor del poder público ha sido la creación de políticas de seguridad diseñadas esencialmente para el fortalecimiento y reorientación del poder militar, tales como el Plan Lazo -el cual implementó el concepto de seguridad interna-, el Plan Andes, la instauración del Estatuto de Seguridad, la Estrategia Nacional contra la Violencia, el Plan Antinarcóticos 1995-1997, el Plan Colombia, y la PDSD. Esta última representa la continuidad histórica de la Doctrina de Seguridad Nacional, la cual responde a un concepto restringido de seguridad, entendido como "fortalecimiento de la autoridad efectiva", de esta manera el elemento coercitivo del aparato estatal es el que adquiere mayor relevancia. Subsiste en la PDSD la defensa nacional, el Estado es percibido como una máquina de guerra la cual esencialmente se dirige hacia la eliminación de los brotes de inconformidad social, sin discriminar si se trata de focos de criminalidad que en realidad tengan por objetivo la desestabilización de la institucionalidad, porque su accionar se dirige también en contra del sindicalismo, del periodismo independiente, de los líderes comunales y sociales, de los defensores de derechos humanos, de las ONG, de los políticos de oposición y hasta de las altas esferas del poder judicial, lo cual viene a garantizar la hegemonía de las élites dominantes en el poder.
La PDSD es producto de la confluencia de poderes económicos, militares y políticos del orden nacional e internacional, con el fin de asegurar esencialmente unas condiciones de certidumbre que permitan el desarrollo tranquilo y pacífico de la inversión nacional y extranjera. Es decir, que la lucha internacional hegemónica en contra del terrorismo, profundizada después de los atentados del 11 de septiembre, nos llevó a una situación mundial abanderada por los Estados Unidos, tendiente a dar prioridad al establecimiento de políticas de seguridad las cuales dan un tratamiento militar a todo brote de inconformidad social que pueda poner en peligro el statu quo. La PDSD fue implementada unilateralmente como una iniciativa gubernamental con una visión eminentemente securitaria, basada en el fortalecimiento de la autoridad y la consecución del orden público como medida indispensable para la resolución de la mayoría de los problemas del país, lo cual está acorde con ese contexto internacional de lucha antiterrorista, por lo tanto, en su implantación no respondió a los componentes democráticos del Estado social de derecho debido en parte a que la sociedad civil fue excluida. No obstante, los civiles se hallaron vinculados al conflicto armado a través de la conformación de redes de cooperantes e informantes, aún con la utilización de menores de edad, lo cual implicó la violación del DIH (Semana, 2009).
De acuerdo a lo anterior, la PDSD responde al desarrollismo militar del Estado para enfrentar al narcotráfico y las guerrillas dejando de lado a la sociedad civil para su configuración, puesto que la visión restringida de la seguridad ha venido ganando terreno y se ha optado por las soluciones que priorizan el uso de la fuerza para la superación del conflicto armado; consecuentemente, se ha considerado a la seguridad como si fuera un derecho fundamental, el cual tiende a subordinar a todos los demás derechos fundamentales, supervalorando el orden público y el Estado, los cuales pasan de ser un medio a un fin en sí mismo considerado. Contrario sensu, la seguridad en el Estado social de derecho debe ser una vía para la consecución y protección de los demás derechos fundamentales de las personas, diferente a la seguridad impuesta por la PDSD, la cual subordina la consecución de los fines esenciales del Estado social de derecho al logro de la estabilidad del orden público obtenida primordialmente a través del uso de la fuerza con el consecuente sacrificio de los demás derechos fundamentales. En concordancia con lo dispuesto en líneas anteriores, y de conformidad con Sánchez (2018):
La tensión entre neoliberalismo y derechos humanos en América Latina ha servido como caldo de cultivos de nuevas categorías de análisis como el concepto de Estado constitucional regulador, que surge en un contexto de desarrollo económico volcado en la producción de materias primas y la consolidación constitucional de un discurso de los derechos (p. 95).
La profundización del modelo presidencialista aumentó la capacidad disuasiva del poder ejecutivo a límites insospechados, el cual vino a ejercer una "autoridad efectiva" a través de la injerencia indebida en las demás ramas del poder público mediante la instrumentalización de la justicia, el manejo del Congreso, el debilitamiento de los organismos de control disciplinario y fiscal a nivel local, la manipulación ilegal de los organismos de seguridad (DAS), el manejo de la prensa, el hostigamiento a las organizaciones defensoras de derechos humanos, movimientos sociales de izquierda, de sindicatos, de indígenas y partidos políticos de oposición, generando la implantación de un régimen bonapartista formalmente democrático pero sustancialmente autoritario, el cual se encuentra apoyado incondicionalmente en las Fuerzas Armadas. La utilización del estado de conmoción interior fue recurrente como se ha visto a lo largo de la historia institucional de Colombia, se ha permanecido por largo tiempo en estados de excepción, en consecuencia la PDSD utilizó el Decreto 2002 de 2002 dictado bajo la vigencia del Decreto 1837 de 2002 (declaratorio del estado de conmoción interior), para otorgar facultades a las Fuerzas Militares en ciertas zonas del territorio nacional en donde la justicia quedó instrumentalizada, lo que implicó la detención arbitraria de algunos grupos de personas sin discriminar si se trataba de civiles o combatientes, por medio de la utilización de montajes judiciales en contra de defensores de derechos humanos, lo cual desembocó en actuaciones violatorias de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario así como en el desconocimiento de los principios constitucionales del debido proceso.
Todo lo anterior nos indica que en la práctica la PDSD, dado el carácter extremadamente presidencialista del Ejecutivo, degeneró en un régimen autoritario con apariencia de formalidad, tomando el control de sectores estratégicos de las otras ramas del poder público violando el principio de separación de poderes inherente a la construcción del Estado social de derecho.
Desde el punto de vista del diseño institucional, con la PDSD vino el fortalecimiento de la fuerza pública con el fin de desplegar la fuerza del Estado principalmente hacia el control del territorio y la desarticulación de las bases de apoyo de las guerrillas, lo cual desembocó en el debilitamiento político e instrumentalización de la justicia y en la violación sistemática de los derechos humanos. Ejemplo de ello fue el intento del Estatuto Antiterrorista por darle facultades judiciales a las Fuerzas Militares. Ahora bien, pese a que se destinó una ingente cantidad de recursos al sector justicia, esta se vio subutilizada a favor del accionar de las Fuerzas Armadas; para citar un caso, los operativos conjuntos con los que militares irrumpían en una determinada zona apresando un grupo de personas previamente seleccionadas, con base en meros testimonios de informantes, las cuales luego eran puestas a órdenes de la Fiscalía General de la Nación, la que debía realizar el procedimiento de legalización de captura en un tiempo récord y proponer la respectiva imputación con la correspondiente medida de aseguramiento, todo lo anterior resultando en detenciones masivas y arbitrarias que poco o ningún impacto tuvieron en la desarticulación de los grupos armados ilegales9 (Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo, 2003, p. 113).
El Estado social de derecho funda su legitimidad en la protección del hombre, la PDSD funda su legitimidad en la protección de ciertos intereses que los hace ver ante la sociedad como prioritarios. Formalmente, el principal objetivo de la PDSD es la protección del ciudadano y de la democracia por parte del Estado a través del fortalecimiento de la autoridad, para lo cual considera como esencial el control del territorio. En este sentido el problema del paramilitarismo, las guerrillas, el narcotráfico y el terrorismo, en teoría, se reduce a un histórico e inveterado "vacío de autoridad", cuando lo que realmente ha venido sucediendo es que los problemas generadores del conflicto han sido la exclusión social, la concentración de la tierra, el monopolio del poder político y por consiguiente del poder económico, la corrupción de los funcionarios públicos y el abandono de la presencia del Estado, pero no solamente entendido al número de efectivos de la fuerza pública en determinadas zonas del territorio, sino a la falta de garantías para el disfrute de los derechos fundamentales, lo cual se traduce en carencias en términos de asistencia social, salud, educación, vivienda, seguridad alimentaria, infraestructura y acceso a la justicia, entre otras circunstancias; luego no se puede reducir el problema multidimensional de la violencia a una cuestión meramente de inseguridad entendida como aumento de la criminalidad y desestabilización generalizada del orden público, vía acciones terroristas y desconocimiento de la legitimidad del Estado y sus instituciones.
Bajo la vigencia de la PDSD el derecho de libertad de expresión se vio seriamente afectado, puesto que el Gobierno intentó en todo momento desacreditar la labor de la prensa libre, las ONG y la oposición política, a las cuales en varias ocasiones acusaba de ser auxiliadores de la guerrilla, con lo cual quedaban automáticamente clasificados como objetivo militar por parte de los grupos paramilitares, quienes tenían una total afinidad con los objetivos y políticas del Gobierno de Uribe. Prueba de lo anterior es que en el período 2002-2006 fueron asesinadas 11 084 personas por motivos políticos, de los que aproximadamente 74.5 % se le endilgan al Estado así: 12.1 % se le atribuyen directamente y 62.34 % (3887 víctimas) por aquiescencia o con el apoyo de los grupos paramilitares, otro tanto de 25.5 % (1588 víctimas) se le atribuyen a las guerrillas; por otro lado, la detención arbitraria de civiles durante el mismo período afectó a 6912 personas (García y Paredes, 2006, p. 165).
Por otro lado, los organismos de seguridad del Estado -Grupo G3- fueron utilizados para el boicoteo, intimidación, perturbación psicológica y desacreditación de los disidentes políticos10.
La PDSD resulta en una réplica mejorada de la política de seguridad nacional, en la cual el Estado, la guerra, el poder y los ambivalentes intereses nacionales están por encima de los derechos fundamentales, los cuales van perdiendo gradualmente su fuerza vinculante, ya que la respuesta de los organismos de seguridad del Estado al fenómeno de la insurgencia se ha concretado a través de medidas violatorias de los derechos fundamentales, que además han asegurado que las víctimas queden imposibilitadas para utilizar el sistema de protección de estos derechos, con lo cual la impunidad ha sido ante todo una certeza. Verbigracia son los casos de los falsos positivos o las ejecuciones extrajudiciales11-12-13 (Cárdenas y Villa, 2013) (ODHDH, 2013), la desaparición forzada14 (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2014), el desplazamiento forzado15-16-17 (Codhes, 2011a) (Codhes, 2011b) (Codhes, 2010) (Corte Constitucional, T-025/2004), o el de los seguimientos ilegales del DAS18 (Sanjuan et al., 2009); prácticas que dejan a las víctimas en un estado de indefensión generalizado, agravado y profundizado por la estigmatización, al ser consideradas per se, miembros comunistas de las guerrillas y por lo tanto auxiliadores del terrorismo y una amenaza a la seguridad y el orden público, lo cual las hace merecedoras de este "castigo". Ante este panorama los defensores de derechos humanos, que han sido objeto de persecución tanto por parte de miembros de los organismos de seguridad del Estado como por paramilitares, no pueden realizar de manera frontal y libre su actividad de defensa de las víctimas.
Por otra parte, el sistema de incentivos al interior de las Fuerzas Militares se aplicó sin que existiera un eficiente sistema de control, lo que en parte hubiera podido evitar que se suscitaran estas violaciones sistemáticas.
A las Fuerzas Armadas se le dio toda la atención posible con ingentes recursos para su ensanchamiento y modernización. Durante el Gobierno de Uribe subió por encima del 5.1, y al 5.7 en el 2008 para finalizar con el 5.2 del PIB en el 2010 (DNP, 2009), además de la creación de los impuestos de seguridad democrática y el impuesto de guerra que duró hasta el año 2014. Sin embargo, las medidas adoptadas no lograron contener el que buena parte del sector estuviera permeado por el paramilitarismo y el narcotráfico, o sea que este crecimiento a todo nivel de las Fuerzas Armadas no conllevó a la creación de un control lo suficientemente efectivo para prevenir este lamentable fenómeno. Por otra parte, el Gobierno procuró la supresión y fusión de los ministerios del Interior y de Justicia, de Salud y Trabajo y los de Comercio y Desarrollo, entre otras entidades, lo cual no contribuyó de manera decisiva a los objetivos de superación del conflicto armado; antes bien, la fusión del Ministerio de Justicia implicó relegar este poder a la interlocución del Ministerio del Interior ante el alto Gobierno, lo que le restó protagonismo a la rama judicial y dejó un sinsabor generalizado en la magistratura, la cual había perdido su contacto directo con el poder ejecutivo. Mientras tanto, los principales problemas sobre los cuales giró el debate internacional en materia de derechos humanos fueron el desplazamiento forzado, los falsos positivos, la reincidencia de los grupos neoparamilitares (Bacrim) y las interceptaciones ilegales realizadas por los organismos de seguridad del Estado.
La implementación de la política de defensa y seguridad democrática (PDSD) no supera la ausencia de una política social más firme19(Banco Mundial, 2010), lo que hubiera hecho que en Colombia se dieran las condiciones necesarias para erradicar las causas de la violencia, o sea, la PDSD trajo aparejado el desmonte gradual de los recursos que en un principio deberían estar destinados a la atención de la niñez, los desplazados, las negritudes, las minorías étnicas e indígenas, en fin, para la salud, educación y vivienda de los más desfavorecidos20(Calderón, Botero, Bolaños y Martínez, 2011, p. 2820), puesto que lo prioritario fue el aumento escalonado del pie de fuerza, de los equipos e infraestructura militar, precisamente para sofocar las manifestaciones de un viejo e inveterado conflicto social que se ha replicado y transformado por décadas. Como quedó demostrado en este trabajo, durante la vigencia de la PDSD los niveles de insatisfacción de los DECS fueron altísimos21-22-23-24 (Chaves, Heredia, Angel y Listado, 2010) (Humanos, P. C. D. D., y Desarrollo, D. C. Y., 2010) (Uribe et al., 2010) (Cepal citado por Humanos P. C. D. D., y Desarrollo, D. C. Y., 2010), lo cual, demuestra la orientación general del Gobierno en relación con los recursos y prioridades en el manejo de las políticas públicas, puesto que la PDSD corresponde a un concepto de seguridad reducido a la defensa del territorio y de la gran propiedad privada, lo cual dista con los objetivos finalistas del Estado social de derecho en Colombia. En este sentido, la PDSD respondió a favor del modelo económico neoliberal caracterizado por el pensamiento hegemónico en favor del libre mercado a través de la suscripción de los TLC, medidas de flexibilización laboral, el debilitamiento del sindicalismo25 (Humanos, P. C. D. D., y Desarrollo, D. C. Y. 2010, p. 3), privatizaciones, y la menor inversión en los derechos económicos, sociales y culturales, buscando ante todo la maximización de las ganancias del gran capital privado nacional y transnacional logrando la consolidación y expansión del modelo, en contraste con la pauperización de la mayoría de la población y el desmejoramiento de los bienes públicos de los colombianos26 (Humanos, P. C. D. D., y Desarrollo, D. C. Y., 2010, p. 3). Por otro lado, el Gobierno de Uribe respondió de manera asertiva a las recomendaciones del alto empresariado colombiano.
En el Estado social de derecho existe la facultad y el deber de intervención y regulación de la sociedad para contrarrestar los efectos contracíclicos del mercado, pero bajo la vigencia de la PDSD, siguiendo la fórmula neoliberal del consenso de Washington, se profundizó la liberación de la economía y, no obstante, aumentó el control sobre la población civil a través del acrecentamiento de las fuerzas de seguridad.
El desconocimiento de los derechos fundamentales a la vida, la libertad, la igualdad, a la paz, a las prestaciones sociales de vivienda, salud y educación, por parte de la PDSD, constituye una afectación al ámbito sustancial de la democracia y por lo tanto devela su carácter antidemocrático. En consecuencia, la PDSD corresponde a un modelo distinto del Estado social de derecho y por el contrario se adecúa a un Estado antidemocrático y autoritario, al elevar los valores del orden, la autoridad y la seguridad, por encima del principio de la dignidad humana, así como también por desconocer los principios de separación de poderes, pluralismo, igualdad real y efectiva y neutralidad ideológica.
La PDSD representa la continuidad de la doctrina de seguridad nacional, responde a un concepto restringido de seguridad entendido como fortalecimiento de la autoridad efectiva, el elemento coercitivo del aparato estatal es el que adquiere mayor relevancia. Subsiste en la PDSD la defensa nacional, el Estado es percibido como una máquina de guerra.
La PDSD es producto de la confluencia de poderes económicos, militares y políticos del orden nacional e internacional, con el fin de asegurar esencialmente unas condiciones de orden que permitan el desarrollo tranquilo y pacífico de la gran inversión nacional y extranjera.
El Estado social derecho funda su legitimidad en la protección del hombre, la PDSD funda su legitimidad en la protección de ciertos intereses haciéndolos ver ante la sociedad como prioritarios y generales.
La PDSD resulta una reducción de la política de seguridad nacional; el Estado, la guerra, el poder y los objetivos nacionales están por encima de los derechos fundamentales.
La PDSD corresponde a una visión monista, beligerante y homogénea, la cual mediante la indefinición del concepto terrorista provocó el trato como terroristas a todo aquel que disintiera de las posiciones oficiales, y al diluir la frontera entre civiles e integrantes de grupos armados, nos condujo a la paranoia del enemigo interno produciendo la polarización y militarización de la sociedad civil.
La PDSD no logró superar las causas de la violencia que van más allá de un simple vacío de autoridad, por el contrario, durante su vigencia significó el recrudecimiento de las violaciones de los derechos fundamentales. El desconocimiento de los derechos fundamentales por parte de la PDSD constituye una afectación al ámbito sustancial de la democracia y por lo tanto devela su carácter antidemocrático.
La PDSD corresponde a un modelo distinto del Estado social de derecho. Se adecúa más bien a un Estado antidemocrático, autoritario y totalitario, al elevar los valores de orden, autoridad y seguridad por encima de los principios de dignidad humana y derechos fundamentales. También por destruir los principios de separación de poderes, pluralismo, igualdad real y efectiva y neutralidad ideológica.