Artículo de reflexión
Recepción: 19 Abril 2018
Aprobación: 15 Junio 2018
DOI: https://doi.org/10.15332/s1657-107X.2019.0001.11
Resumen: Cuando Jaume Balmes, al inicio de su Filosofía fundamental, presenta la autoconciencia como uno de los tres pilares que sostienen el edificio de la ciencia filosófica, realiza una crítica genial al célebre principio de Descartes «cogito ergo sum», poniendo de manifiesto que esta formulación, tantas veces elogiada por su extraordinaria claridad, contiene en realidad un gran número de equivocidades e imprecisiones. El propósito del presente artículo es el de vincular la noción balmesiana de conciencia con el concepto de tradición defendido por Josep Torras i Bages; enlace que solamente puede sostenerse en la medida que, en último término, la tradición es como la memoria o, dicho de otro modo, como la autoconciencia de un pueblo; la función que ejerce el yo en el sujeto personal es análoga a la que realiza la tradición en el sujeto colectivo.
Palabras clave: Jaume Balmes, Josep Torras i Bages, Tomás de Aquino, autoconciencia, tradición, espíritu nacional.
Abstract: When Jaume Balmes, at the beginning of his Fundamental Philosophy, presents self-consciousness as one of the three pillars that sustain the building of philosophical science, he makes a brilliant critique of Descartes' famous principle «cogito ergo sum». He states that this formulation, so often praised for its extraordinary clarity, contains a large number of misunderstandings and inaccuracies. The purpose of this article is to link the balmesian notion of consciousness with the concept of tradition defended by Josep Torras i Bages. Tradition is like the memory or, in other words, the self-consciousness of people; the function exercised by the self in the personal subject is analogous to the function carried out by tradition in the collective subject.
Keywords: Jaume Balmes, Josep Torras I Bages, Thomas Aquinas, self-consciousness, tradition, national spirit.
1. Las verdades reales y las verdades ideales
Las verdades, según la distinción introducida por Balmes, pueden pertenecer a dos órdenes: "Llamo verdades reales a los hechos, o lo que existe; llamo ideales el enlace necesario de las ideas" (Balmes, 1948, p. 482). Las primeras se expresan, o por lo menos pueden expresarse, mediante el verbo ser considerado substantivamente, en su apuntar a una realidad extrínseca a la mera representación intelectual poseída por el sujeto cognoscente; las segundas, en cambio, se manifiestan a través del mismo verbo, pero considerado copulativamente, en su significar una relación absolutamente necesaria entre el predicado y el sujeto, haciendo abstracción por completo de la existencia del uno y del otro. Por este motivo, "a las verdades reales corresponde el mundo real, el mundo de las existencias; a las ideales, el mundo lógico, el de la posibilidad" (Bal-mes, 1948, p. 482).
La confusión entre estos dos ámbitos de la verdad, que llevó Descartes a pasar inadvertidamente de un simple hecho de conciencia -la percepción de la propia existencia manifestada en el cogito-, a una simple verdad de tipo esencial o ideal -todo lo que piensa existe-, es correlativa a la interpretación, muchas veces repetida en los tratados escolásticos, según la cual el ente, el objeto de la Metafísica, debe considerarse «como un nombre [ut nomen]», y no «como un participio [ut participium]».
"En la palabra ente -afirma Cayetano comentando el De ente et essentia de Santo Tomás-, pueden considerarse dos aspectos: aquello por lo cual se coge el nombre de ente, o sea, el ser mismo [ipsum esse], por el cual la cosa es; y aquello a lo cual se impone el nombre de ente, o sea, aquello que es [id quod est]" (Cayetano, In De ente et essentia, c.IV, q.5)1. El ente está constituido por dos principios: el ser y la esencia. El primero es la actualidad y perfección de la cosa; pero como esta actualidad carece de toda limitación intrínseca y, considerada en su pureza, es mera perfección infinita, es imprescindible que, en el caso de las criaturas, sea limitada o determinada por una esencia diferente de ella. No es lo mismo el acto en virtud del cual una piedra es, que la cosa determinada que es, a saber, una piedra.
Aunque Santo Tomás, según la interpretación del eminente comentarista, reconozca que el ser y la esencia del ente son realmente diferentes, no acepta, sin embargo, la opinión de Avicena, por quien "el ente significa algo añadido a la esencia de la cosa y que no conviene a su concepto esencial" (Cayetano, In De ente et essentia, c.IV, q.5)2. De todos modos, resulta difícil identificar en qué difiere la opinión del Doctor Angélico de ésta, porque "él mismo sostiene que nada a parte de Dios no es ente por su esencia, sino por algo añadido a la esencia; y expresamente dice en Quodlibet. II (q.2, a.1) que el ente no es un predicado esencial, y a I Contra Gent. cap. 26, que el ente no cae dentro del concepto de la substancia, que es un género generalísimo" (Cayetano, In De ente et essentia, c.IV, q.5)3. que el ente puede cogerse de dos maneras, a saber, nominalmente y participialmente. El ente nominalmente considerado se predica quiditativamente e intrínsecamente de todas las cosas; así, cualquier cosa es ente en virtud de su esencia. En cambio, el ente participialmente considerado, en la medida que significa lo mismo que existente, no es predicado quidi-tativamente; desde esta perspectiva, nada a parte de Dios no es ente por su esencia" (Cayetano, In De ente et essentia, c.IV, q.5)4.
El ente en su acepción nominal significa aquello cuyo acto es el ser, pero prescindiendo del ejercicio actual del ser, haciendo abstracción de él, para quedarse con la pura naturaleza del objeto, con la pura forma; el ente en su acepción participial significa principalmente el ser y, sólo secundariamente, la esencia o sujeto que posee el ser (Gredt, 1937, § 616). Los partidarios de dar prioridad a la primera acepción consideran que "hablando con propiedad, el ente cogido nominalmente es el que se divide en diez predicamentos, el transcendens que se convierte con los otros conceptos trascendentales, cosa que no sucede con el ente cogido en su segundo sentido. Así pues, Avicena es reprensible en la medida que omitió esa distinción" (Cayetano, In De ente et essentia, c.IV, q.5)5.
Cayetano manifiesta su disconformidad con esta opinión: "A mí me parece, sin embargo, que debería hablarse de otro modo. Digo, pues, que el ente participialmente considerado es el que es trascendental, el que se divide en diez predicamentos" (Cayetano, In De ente et essentia, c.IV, q.5)6. Pero, esta posición, que conecta directamente con la doctrina originaria de Santo Tomás, fue oscurecida por el éxito de las Disputaciones Metafísicas de Suárez, obra que representó cuasi la única vía a través de la cual el pensamiento europeo de la época del racionalismo pudo acceder al patrimonio de la tradición escolástica.
En clara oposición con la interpretación de Cayetano, Francisco Suárez considera que el objeto formal de la Metafísica es el ente nominalmente significado. ¿Pero de qué modo comprende el jesuita español esta acepción del ente? "El ente, cogido como un nombre, significa aquello que tiene esencia real, prescindiendo de la existencia actual, sin excluirla ciertamente ni negarla, sino únicamente haciendo abstracción de ella precisivamente" (Suárez, Disputationes Metaphysicae, Disp. II, Sección IV, n.9)7.
El ente como nombre significa «id quodhabet essentiam realem». Pero si lo real, en este caso, no hace referencia a la existencia actual de la cosa, ¿de qué otro modo debemos interpretarlo? "Llamamos esencia real a aquella que en sí misma no incluye ninguna contradicción, ni es una mera ficción del entendimiento" (Suárez, Disputationes Metaphysicae, Disp. II, Sección IV, n.7)8. La realidad de la esencia no apunta a la posición existencial de ésta, sino sencillamente a su posibilidad interna, a su aptitud para existir.
2. El áncora de la conciencia
El orden real o existencial queda reducido, desde el umbral mismo de la modernidad, al orden ideal o lógico; éste es, muy probablemente, el rasgo más característico del racionalismo: la sustitución del «ens» por la «ratio entis» o, dicho de otro modo, del «ens ut participium» por el «ens ut nomen». En este punto hemos de ubicar la penetrante crítica que Balmes realiza a Descartes, la de confundir verdades que son de puro sentimiento -como la presencia, a través de una «cognitio» no objetiva, de la actividad del sujeto pensante y, al mismo tiempo, en esta misma actividad, de la existencia individual y concreta del propio sujeto-, con una verdad de tipo esencial o científico -como la afirmación universal y necesaria «todo lo que piensa existe», a través de la cual pretendía fundar la experiencia particular y contingente del «Sum»:
Descartes, al consignar el hecho del pensamiento y de la existencia, pasaba, sin advertirlo, del orden real al orden ideal, forzado por su propósito de levantar el edificio científico. Yo pienso, decía. Si se hubiese limitado a esto, se habría reducido su filosofía a una simple intuición de su conciencia; pero quería hacer algo más, quería discurrir, y por necesidad echaba mano de una verdad ideal: Lo que piensa existe. Así refundaba el hecho individual, contingente, con la verdad universal y necesaria, y como había menester una regla para conducirse en adelante, la buscaba en la legitimidad de la evidencia de las ideas. Por donde se echa de ver cómo este filósofo, que con tanto afán buscaba la unidad, se encontraba desde luego con la triplicidad: un hecho, una verdad objetiva, un criterio. Un hecho, en la conciencia del yo; una verdad objetiva, en la relación necesaria del pensamiento con la existencia; un criterio, en la legitimidad de la evidencia de las ideas. (Balmes, 1948, pp. 482-3).
El «Sum», según el autor del Discurso del método, se comporta como el paradigma de toda «idea clara y distinta», porque proporciona al sujeto cognoscente la base de todo conocimiento objetivo (Aparicio & Os-tos, 2018). Pero, un mero hecho, objeta Balmes, sin el auxilio de alguna verdad esencial, es incapaz de conducirnos más allá de él, porque no contiene en su existir individual la razón de todas las otras cosas. Las verdades existenciales son indudables -es absolutamente cierto- pero también estériles.
El testimonio de la conciencia es seguro, irresistible, pero no tiene nada que ver con el de la evidencia: el primero tiene por objeto un hecho particular y contingente; el segundo, una verdad universal y necesaria. Que ahora mismo yo esté pensando es completamente cierto para mí; no obstante, este pensar mío no es una verdad necesaria, sino una de muy contingente, porque de la misma manera que hubo un tiempo en que no pensaba ni existía, ningún impedimento de orden lógico o ideal me priva de pensar que, ahora mismo, no pienso ni existo. Santo Tomás, situado en la misma línea que Balmes, distingue con una claridad admirable entre dos tipos de verdades:
Pensar que algo no existe puede entenderse de dos modos. De un primer modo, en la medida que estas dos cosas [algo y no-existente] puedan caer simultáneamente en la aprehensión; y así nada impide que alguien piense que no existe, del mismo modo que piensa que en algún momento no fue. Así, en cambio, no puede aprehenderse simultáneamente que algo es un todo y que es menor que una parte, porque una cosa excluye la otra. Pero del otro modo, puede entenderse [«algo no existe»] en el sentido que se preste asentimiento a esta aprehensión; y así nadie no puede pensar, con asentimiento, que no existe, pues en el mismo pensar algo, percibe que existe (Tomás de Aquino, De Veritate, q.10, a.12, ad 7)9.
El juicio en que se afirma la propia existencia no manifiesta una verdad objetiva, esto es, una necesidad inherente al contenido esencial de los conceptos -como sería el caso de la proposición «todo aquel que piensa existe»-; por este motivo, la negación de este juicio no violaría el principio de no contradicción, como nunca no lo hace la negación de una afirmación contingente.
Sin embargo, el acto con que pensamos cualquier cosa, aunque sea un juicio contingente, contiene una certeza tan firme que ninguna demostración no puede hacer que se tambalee: la certeza, de orden existencial, con que el yo pensante se percibe a sí mismo; o, dicho de otro modo, la experiencia perceptiva e inmediata con que el sujeto pensante se aprehende como existente en sus propias operaciones.
La certeza intelectual del «cogito» -y en esto consiste el nervio de la crítica de Balmes- no es captada como una «verdad ideal» o «científica»; no nos adherimos a ella porque antes nos hayamos librado a un profundo estudio sobre la naturaleza de la substancia pensante y sobre aquello que le conviene como tal; sino sencillamente porque en el acto intencional de pensar alguna cosa nos «sentimos» existir.
No es posible fundamentar la filosofía, concluye el filósofo de Vic, sobre un hecho de conciencia, porque éste, a pesar de su perfecta indudabilidad, no permite acceder al mundo de las «verdades de razón», a saber, del conocimiento esencial, posible: "La conciencia es un áncora, no un faro; basta para evitar el naufragio de la inteligencia, no para indicarle el derrotero. En los asaltos de la duda universal, ahí está la conciencia que no deja perecer; pero si le pedís que os dirija, os presenta hechos particulares, nada más" (Balmes, 1948, p.483).
3. No hay «intuición intelectual» del yo
Yo pienso, yo siento, yo soy libre: en estos actos se manifiesta el yo; es importante remarcar que, según Balmes, la conciencia existencial de yo no es todavía, por sí misma, el propio conocimiento intelectual del yo; gracias a la íntima experiencia de nuestro existir sabemos que somos, pero desconocemos enteramente qué es lo que somos. "El yo, pues, no es visto por sí propio intuitivamente; no se ofrece a sus mismos ojos sino mediatamente, esto es, por sus propios actos; es decir, que en cuanto a ser conocido se halla en un caso semejante al de los seres externos, que lo son por los efectos que nos causan" (Balmes, 1948, p.484).
Algunos autores han llamado «intuición intelectual» al conocimiento perceptivo y existencial del alma activa. Recordemos, a modo de ejemplo, que Fichte llama así a la íntima presencia del yo, que consiste en un conocimiento inmediato pero no sensible del Acto, es decir, del principio absolutamente incondicional de todo el conocimiento humano (Fichte, Zweite Einleitung in die Wissenschaftslehre, § 6); esta interpretación, sin embargo, difiere de la kantiana en la medida que, por el autor de la Crítica de la razón pura, la «intuición intelectual» del yo implica un conocimiento de la propia naturaleza: "Si en la representación "yo soy", que acompaña todos mis juicios y actos del entendimiento, pudiera unir a la conciencia intelectual de mi existencia una simultánea determinación de mi existencia a través de una intuición intelectual, entonces no sería necesario que ésta tuviera conciencia de algo exterior a mí" (KrV B XL)10.
Balmes, igual que el filósofo de Königsberg, niega que el yo se ofrezca intuitivamente al espíritu como un objeto determinado; la certeza del propio existir es percibida inmediatamente, la naturaleza del alma, en cambio, sólo puede llegar a conocerse mediatamente, a partir del testimonio de sus actos. Pero, los actos del alma -yo pienso, yo imagino, yo actúo libremente, yo siento- son hechos particulares subministrados por la experiencia y, por consiguiente, no son susceptibles de ninguna combinación si no poseen, por lo menos condicionalmente, algún tipo de necesidad.
Para que podamos hablar propiamente de conocimiento objetivo, ya sea sobre uno mismo o sobre cualquier otra cosa, es necesario que se añada algo a la autopercepción del sujeto que actúa: "La ciencia del individuo A es cierto que no existiría si el individuo A no existiese; pero esta ciencia que necesita del yo individual no es la ciencia propiamente dicha, sino el conjunto de actos individuales con que el individuo percibe la ciencia. Mas lo percibido no es esto; lo percibido es común a todas las inteligencias; no necesita de este o aquel individuo; el fondo de verdades que constituyen la ciencia no ha nacido de aquel conjunto de actos individuales, hechos contingentes que se pierden cual gotas imperceptibles en el océano de las inteligencias" (Balmes, 1948, p. 484).
El conocimiento científico, considerado en sentido estricto, no puede proceder de un hecho de conciencia: "lo individual no sirve para lo universal, ni lo contingente para lo necesario" (Balmes, 1948, p. 484). Más bien parece que sea el acto reflejo -que consiste en el conocimiento de un conocimiento, de un sentimiento o bien de cualquier otro fenómeno interior- quien haya de presuponer un acto anterior directo. Pero, como que este acto directo no tiene por objeto el yo -ya hemos dicho antes que no hay «intuición intelectual» del yo- toda pretensión de fundar el conocimiento objetivo sobre la autoconciencia queda invalidada desde el inicio. El yo no es el principio fundamental de toda ciencia humana sino una condición necesaria, a pesar de que no pueda presentarse a la inteligencia como un objeto directo de conocimiento.
«Estas consideraciones -sigue observando Balmes- derriban por su cimiento el sistema de Fichte y de cuantos toman el yo humano por punto de partida en la carrera de las ciencias. El yo en sí mismo no se nos presenta; lo que conocemos de él lo sabemos por sus actos; y en esto participa de una calidad de los demás objetos, que no nos ofrecen inmediatamente su esencia, sino lo que de ella emana, por la actividad con que obran sobre nosotros (Balmes, 1948, p. 485)».
4. Un doble conocimiento del alma
Nuestra mente no se entiende a sí misma en la percepción inmediata de su propio existir, sino que, para elevarse al conocimiento de su naturaleza, necesita razonar, discurrir, guiada por aquellas verdades objetivas y universales que son la ley de nuestro entendimiento, como por ejemplo, las ideas generales de ente, de causa, de efecto, de principio, de unidad; el enlace entre la íntima percepción de nuestros actos individuales y estas verdades esenciales permite justificar el tránsito de un conocimiento experimental a otro de científico.
¿Qué sabemos de nuestro espíritu? Que es simple. Y esto ¿cómo lo sabemos? Porque piensa, y lo compuesto, lo múltiplo, no puede pensar. He aquí cómo conocemos el yo. La conciencia nos manifiesta su actividad pensadora; ésta es la materia suministrada por el hecho; pero luego viene el principio, la verdad objetiva, iluminando el hecho, mostrando la repugnancia entre el pensamiento y la composición, el enlace necesario entre la simplicidad y la conciencia. (Balmes, 1948, p. 485).
Este raciocinio no debe restringirse al yo individual que lo aplica, sino que también debe extenderse a cualquier substancia que piense. La verdad sobre el alma, al no consistir en un hecho contingente y singular, como su íntima presencia, no depende de este o de aquel individuo que razona y, por este motivo, es susceptible de ser universalmente aceptada. ¿Pero de dónde surge la universalidad y la necesidad de estos principios que permiten al hombre elevarse por encima del conocimiento fáctico? Resultará iluminador, a la hora de abordar esta problemática, examinar la distinción que introduce San Agustín en relación al conocimiento que el hombre posee de su alma:
Cuando un hombre me habla de su propia mente y me dice que entiende o que no entiende esto o aquello, y que quiere o que no quiere esto o aquello, lo creo; pero cuando dice la verdad, de manera específica o genérica sobre la mente humana, reconozco y apruebo. Es evidente, pues, que una cosa es ver en uno mismo lo que otro puede creer bajo la palabra del que habla, aunque no lo vea; pero que otra cosa es ver [intueri] en la misma verdad aquello que otro puede ver. (Agustín de Hipona, De Trinitate, IX, 6, 9)11
Lo que un hombre dice sobre su alma individual -si entiende o no entiende esto o aquello, si quiere o no quiere esto o aquello- puede ser «creído» por otro; en cambio, cuando expresa la verdad sobre la esencia genérica y específica del alma, cualquiera que escuche podrá ver «en las razones eternas [sempiternis rationibus] (Agustín de Hipona, De Trinitate, IX, 6, 9)» la verdad de lo que se está afirmando. ¿Y esto cómo es posible? Dejemos responder al mismo Balmes, que en esta cuestión está profundamente influido por el pensamiento agustiniano: "Nuestro entendimiento, aunque limitado, participa de la luz infinita; esa luz no es la que existe en el mismo Dios, es una semejanza comunicada a un ser criado a imagen del mismo Dios" (Balmes, 1948, p. 495). Los principios objetivos que el alma necesita para trascender la esterilidad del yo y elevarse hasta el conocimiento universal de ésta son, en palabras de Santo Tomás, un "sello de la luz divina en nosotros" (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.84, a.5, in c12.
En aquello que tiene que ver con el conocimiento del alma humana, Jaume Balmes distingue nítidamente las operaciones intelectuales de los hechos de simple experiencia interna; lo puramente subjetivo de lo puramente objetivo; la evidencia de la conciencia; lo conocido esencialmente de lo experimentado existencialmente: "Que hay en mí un ser que piensa, esto no lo sé por evidencia, sino por conciencia. Que lo que piensa existe, esto no lo sé por conciencia, sino por evidencia. En ambos casos hay certeza absoluta, irresistible; pero en el primero versa sobre un hecho particular, contingente; en el segundo, sobre una verdad universal y necesaria" (Balmes, 1948, p. 510). Aquí quedan perfectamente fijados y delimitados los caracteres de la conciencia y de la evidencia. La primera tiene por objeto lo individual y contingente; la segunda, lo universal y necesario. La primera es contemplada en el hacerse presente del alma a sí misma cuando actúa; la segunda, en la semejanza de la «Verdad inviolable» impresa en nuestra mente (Tomás de Aquino, De Veritate, q.10, a.8, in c).
5. La inefabilidad del yo
No debe confundirse lo expresado por la proposición «yo pienso» con la misma proposición; el fondo y la forma, declara Jaime Balmes, son aquí cosas muy diferentes: aquello es un hecho simplicísimo; ésta, una combinación lógica integrado por elementos heterogéneos.
El hecho de conciencia, considerado en sí mismo, prescinde de relaciones, no es nada más que él mismo, no conduce a nada más que a sí mismo; es la presencia del acto o de la impresión, o más bien es el acto mismo, la impresión misma, que están presentes al espíritu. Nada de combinación de ideas, nada de análisis de conceptos; cuando se llega a esto último, se sale del terreno de la conciencia pura, y se entra en las regiones objetivas de la actividad intelectual. (Balmes, 1948, p.521).
El lenguaje está naturalmente ordenado a expresar los productos de la actividad intelectual, a saber, los conceptos manifestativos de las cosas entendidas, los llamados verbos interiores. Según afirma el Angélico, el verbo exterior -la palabra pronunciada, el «verbum vocis»- significa el verbo interior o, expresado diferente, la concepción de la cosa entendida que se forma en el interior del entendimiento cuando éste está entendiendo algo (Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.27, a.1, in c).
Balmes recoge esta doctrina escolástica para advertir sobre la imposibilidad de expresar lingüísticamente, a modo de objeto, la íntima percepción de la propia existencia: "desde el momento en que hablamos expresamos algo más que la conciencia pura; el verbo externo indica el interno, producto de la actividad intelectual, concepto de ella, que envuelve ya un sujeto y un objeto" (Balmes, 1948, p. 521).
Si nuestro lenguaje está constitutivamente destinado a manifestar «palabras interiores», y éstas ya contienen una polaridad, una partición, de aquí se desprende que resulta absolutamente inadecuado para revelar la simplicísima unidad de la pura autoconciencia. El yo es condición indispensable para el conocimiento intelectual y, consiguientemente, para el lenguaje: no es posible pensar ni decir nada sin percibirse al mismo tiempo como existente. Sin embargo, el yo puro no deja objetivarse ni por el conocimiento ni por el lenguaje, rehúye al uno y al otro en la medida que no es un objeto, una verdad esencial integrada por diversos elementos combinados según las reglas de la lógica, sino un simple hecho de conciencia.
6. La idea filosófica del «yo»
Una vez aclarado que la expresión «yo pienso», entendida como una verdad existencial, rehúye cualquier intento de fijación lingüística, Balmes se dispone a analizarla como una proposición rigorosamente lógica -con sujeto, cópula y predicado- bajo la forma «yo soy pensante». Veamos como lo hace: "El sujeto de la proposición es el yo, es decir, que nos hallamos ya con la idea de un ser, sujeto de actos e impresiones, posesor de una actividad significada en el predicado; ese yo, pues, se nos ofrece como algo muy superior al orden de la conciencia pura, es nada menos que la idea de substancia" (Balmes, 1948, p. 521)13.
La idea de «yo» implica la de sujeto de las variaciones que en él se realizan, a saber, la de substancia: el yo permanece como substrato respecto la pluralidad y la diversidad de fenómenos que lo afectan; esos fenómenos, considerados en aquello que tienen de común, el hecho de estar presentes en el espíritu, son significados por la palabra «pensante». Al mismo tiempo, el concepto objetivo de «yo» también incluye la idea de algo que permanece siendo uno e idéntico a pesar de la multiplicidad de impresiones de la cual es sujeto; la unidad experimental de la conciencia lleva Balmes a inferir -articulando un hecho de conciencia con verdades de tipo esencial- la unidad del ser que la experimenta.
Por todo esto resulta evidente que el yo, considerado como una noción filosófica, contiene algunas ideas -las de substancia y de unidad- que pertenecen al orden puramente intelectual: "Tenemos, pues, que en una expresión tan simple están envueltas las ideas de unidad y de su relación a la pluralidad, de substancia, y de su relación a los accidentes; es decir, que la idea del yo, bien que expresiva de una unidad simplicísima, es compuesta bajo el aspecto lógico, encerrando varias cosas del orden ideal, y que no se hallan en la conciencia pura" (Balmes, 1948, p. 521).
7. «Conciencia» y «espíritu nacional»
Hemos dicho que, si consideramos el yo como un hecho de conciencia, no podremos decir de él absolutamente nada; solamente podremos experimentarlo en una íntima percepción; si lo tomamos, en cambio, como un concepto esencial, sí que podremos distinguir en él los caracteres de unidad y de substancialidad. Con el «espíritu nacional» sucede algo semejante; de entrada porque también hace referencia a un «elemento impalpable»: no consiste en una realidad objetivable, reducible al horizonte de la esencia; no dice lo que un pueblo es, sino que apunta a la dimensión existencial del mismo, a su percibirse existiendo, a su permanecer siendo uno e idéntico a pesar de las contingencias del devenir histórico; no señala la naturaleza de una colectividad, sino aquello por lo cual la comunidad se sostiene en el «existir»; no se trata, en definitiva, de un «ens nomen», de una «verdad ideal», sino de un «ens participium» o, más exactamente, de una «verdad existencial»14. Examinemos cómo Josep Torras i Bages se pronuncia alrededor de este asunto:
Todo el mundo habla del espíritu nacional; pues en la conciencia de todo el mundo está que, dentro del conjunto de instituciones que forman la nación, hay un elemento vivificador que une entre sí las partes, como vínculo de unidad que determina la naturaleza específica del ser. Así, por ejemplo, la nación A, aunque tuviera las mismas instituciones externas que la nación B, podría ser distinta en virtud de un elemento impalpable, que no radica en uno de los miembros del cuerpo nacional, sino en todos ellos y en el conjunto que forman. Este hecho debe admitirlo incluso el positivista más contumaz, que no quiere creer nada más que lo que le entra por la niña de los ojos corporales; despreciar la existencia del espíritu nacional es despreciar la nación, es destruir la historia, la literatura y la filosofía de un pueblo, e incluso su legislación (Torras i Bages, 1948, p. 9)15.
El «espíritu nacional», también llamado «tradición» por el tomista catalán, no consiste en esta o aquella institución externa, en esta o aquella obra literaria o filosófica, ni tampoco en esta o aquella ley; es el «elemento vivificador» que une entre sí las diversas partes que integran una nación, sin confundirse jamás con ninguna de ellas. Del mismo modo que, si por un imposible, hubiera una criatura racional sin conciencia de su existir, nadie podría hacer que experimentara su existencia mediante un detallado análisis filosófico del concepto universal de «yo»; igualmente, nadie podría «sentirse» vivir en una tradición -por muchos tratados de antropología que haya leído-, a menos que ya viva en ella. La vida que anima a las diversas manifestaciones eternas de un pueblo, es decir, su íntima conciencia o, digámoslo de otro modo, la tradición en su dimensión existencial, sólo la experimentarán aquellos individuos que estén vivificados por un mismo «espíritu nacional».
8. «Conciencia» y «tradición»: entre la unidad y la multiplicidad
La unidad experimental del yo, afirma el autor de Filosofía fundamental, es sentida en medio de la pluralidad de fenómenos que afectan al espíritu; esta unidad, cuando abandonamos el orden existencial para situarnos al científico, es atribuida al yo a modo de substancia, a saber, a modo de sujeto de una multiplicidad de accidentes que lo modifican.
Si la actividad intelectual se concentra para buscar su primer apoyo, se encuentra, no con el yo puro, sino con sus actos; es decir, con su pensamiento. Este último es, por consiguiente, el objeto primitivo de la actividad intelectual reflexiva; éste es su primer elemento de combinación, su primer dato para la resolución del problema. Fijando la vista en este elemento descubre una unidad en medio de la pluralidad, descubre un ser que continúa él mismo en medio del flujo y reflujo de los fenómenos de la conciencia: esta identidad se la atestigua de una manera irresistible la conciencia misma. (Balmes, 1948, p. 522).
A pesar de que la «tradición» sea caracterizada como un «elemento vivificador que une entre sí las partes» de un pueblo, esta unidad nunca es percibida en su pureza, sino en su continuo modificarse. Sin pensamiento -y tanto Descartes como Balmes entienden por pensamiento una noción universal comprensiva de todos los fenómenos que afectan a la mente- no podríamos experimentar la relación de lo uno con lo múltiple que es constitutiva de nuestra conciencia; sin movimiento, sin transmisión, sin cambios, los miembros de un pueblo tampoco podrían percibir cómo éste sigue siendo esto que era a pesar de las innovaciones exigidas en cada momento histórico. Así lo manifiesta el obispo Torras:
Tradición y estancamiento son dos términos antitéticos incluso en su significación gramatical; porque la palabra tradición, y por consiguiente, el concepto que expresa, incluye la idea de movimiento, de curso, de transmisión, opuesto, como resulta evidente, a la significación de quietud del segundo término; en el caudal de la tradición trabajan todas las generaciones, incluso todos los hombres, modificándose continuamente y siendo siempre el mismo. No es la tradición una cosa arcaica, una reliquia de los tiempos antiguos, sino que tiene perpetuamente una belleza perfecta. (Torras i Bages, 1948, p. 66)16.
Ni el «yo» ni la «tradición» pueden surgir de un solo acto, porque son una unidad que es sujeto de una pluralidad; es propio de ellos, como muy acertadamente señala Torras i Bages, modificarse continuamente y seguir siendo siempre lo mismo. Son una identidad que, debido a la finitud del animal racional, sólo puede manifestarse en la diversidad. Para llegar a la idea objetiva de «yo» y de «tradición» -que incluye las notas esenciales de unidad y de substancia- conviene presuponer la unidad de la conciencia, tanto de la individual como de la colectiva; pero esta unidad, como hemos visto, solamente es percibida por el conocimiento existencial. El punto de partida de la investigación sobre la naturaleza del alma se encuentra en la íntima percepción por la cual el sujeto se aprehende en su existir y en su persistir en la existencia. El estudio sobre la tradición, de modo análogo, tampoco puede partir de un conocimiento «lógico» o «esencial»; parte de una vivencia íntima, personal, que no se comunica a través del lenguaje, sino que "se mama con la leche materna" (Bofill, 1974, p. 109).
Referencias bibliográficas
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Notas