Dosier
Recepción: 31 Julio 2018
Aprobación: 06 Diciembre 2018
DOI: https://doi.org/10.26439/contratexto2019.n031.3896
Resumen: El presente texto parte del hecho de asumir la vida humana, la vida social, como narración y autonarración. En este sentido, mirar la ciudad como un espacio de la narrativa social no resulta ocioso pues permite resignificar interdisciplinarmente su campo y figura desautomatizando los acercamientos normativos de los discursos institucionales. Desde el análisis del relato como forma de “representación”, se aborda la ciudad como multiescenario de distintas formas de violencia y exclusión social, plasmadas en un texto literario; Mapocho de Nona Fernández (2002), y en fragmentos de dos textos testimoniales: Hasta no verte Jesús mío de Elena Poniatowska (2013) y Me llamo Rigoberta Menchú y así me nacióla conciencia de Elizabeth Burgos (1997). En ellos se observa la enunciación, la estructura temporal, el enfoque orientador del relato, así como las formas de significación y de articulación discursiva que narran a tres ciudades (Santiago de Chile, Ciudad de México y Guatemala) en un momento histórico específico. El objetivo de este trabajo es develar la ciudad como narrativa de violencia y exclusión en el texto literario (novela), desde el recorrido fantasmal que indaga por su origen, pasado e identidad, en una ciudad que resulta extraña después del último periodo dictatorial, en los dos fragmentos testimoniales, desde la mirada de mujeres indígenas.
Palabras clave: ciudad, narrativa, testimonio, violencia, exclusión social.
Abstract: This paper begins from assuming human life, social life, as narration and self-narration. In that sense, observing the city as a space for social narrative is not an idle exercise, because it allows to resignify, on an interdisciplinary basis, its field and space by the defamiliarization of the regulatory approaches of institutional discourses. Through the analysis of narration as a way of “representation”, the city is addressed as a multistage with different forms of violence and social exclusion portrayed in a literary text such as Mapocho, written by Nona Fernández (2002), and fragments of two testimonial documents such as Elena Poniatowska’s Hasta no verte, Jesús mío (2013), and Elizabeth Burgos’s Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1997). These literary works show the statement, temporal structure and guiding approach of narrations, as well as the significance and discursive articulation that narrate stories of three cities (Santiago de Chile, Mexico City and Guatemala) at a specific moment of history. This work aims to present the city as a narrative of violence and exclusion in a literary work (novel), from a ghostly journey that inquires about its origin, past and identity, and as a place that seems to be alien after the last dictatorial period in two testimonial fragments through the eyes of indigenous women.
Keywords: city, narrative, testimony, violence, social exclusion.
Introducción
Somos palabra, somos homo loquax, somos una sociedad de individuos e interacciones que se construye en sus narraciones. La capacidad simbólica distingue al hombre sobre otro tipo de animales (Sartori, 1989), esta misma capacidad es la que permite significar todo aquello que se dice, que se nombra.
Narrar es presentar relatos de acciones secuencializadas con fines comunicativos. En tal sentido, el acto de narrar implica siempre un narrador/emisor y un narratario/receptor. Sobre ambos elementos del acto comunicativo/narrativo existen diversos enfoques; en este espacio es suficiente con aceptar que el narrador de un texto literario y testimonial no se debe confundir con el autor y que la figura del narratario no es la misma que la del lector empírico la cual se propone asumir por nosotros mismos, no como tales, sino como receptores universales a los cuales se apela.
Beristáin (2004) explica que:
En una narración se presentan principalmente los hechos relatados, es decir, las acciones realizadas por los protagonistas o personajes. En la narración, el discurso es el equivalente de las acciones. En ella pueden alternar, sin embargo, otras estrategias discursivas como la descripción, el diálogo, que puede contener narraciones y monólogos […]. (p. 352)
Esta breve definición permite entender el ejercicio y pertinencia de revisión sobre algunas formas de violencia y exclusión social encontradas en tres narrativas, la literaria y las testimoniales. Sobre ellas extenderemos nuestra mirada consciente de la mediación que hay a partir de las autoras empíricas de la narrativa textual, que en el caso de los dos testimonios, dan voz a mujeres históricas, fuentes de enunciación, cuya oralidad narrativizan a modo.
En los tres textos la ciudad es parte integral del mundo narrado. Es un escenario producido por la acción y naturaleza sociohumanas en todas sus manifestaciones. Como mundo representado a través de la palabra escrita, la ciudad aparece en marcos de espacio y tiempo material e históricamente definidos.
El río como testigo y memoria que fluye
Mapocho (Fernández, 2002) es el título de la primera novela de Nona Fernández1. Mapocho es también, desde cientos de años antes de la aparición de la novela, el nombre del río que atraviesa la ciudad de Santiago, capital de Chile. La historia fundacional de Santiago de la Nueva Extremadura, nombre original de la ciudad, está intrincadamente ligada al fluido del mismo.
En la novela aparece un principio de extrañamiento (Beristáin, 2004): “Santiago cambió el rostro” (Fernández, 2002, p. 19) y continúa la narración:
Como una serpiente desprendiéndose del cuero usado, la ciudad se ha sacudido plazas, casonas, boticas y almacenes de barrio, cines de matiné, canchas de fútbol, quioscos, calles adoquinadas. Santiago removió sus costras y ahora ellas se van por los aires, vuelan en la memoria de la Rucia que, sentada en una cocinería frente al Mapocho, con el espinazo de un congrio mosqueado en su plato, trata de identificar en el mapa de la guía telefónica que le han prestado algo que le suene familiar, algo que le parezca conocido. (Fernández, 2002, p. 19)
La voz narrativa describe una panorámica metafórica entre la forma de la serpiente y la geografía del país en la que Santiago, la ciudad capital, es un personaje/escenario central. La descripción se asegura de conjurar espacios referentes que habitan la memoria del personaje, la Rucia, en contraste con el presente que la desorienta.
Más adelante se encuentra la figura icónica, extratextual, de la Purísima Concepción ubicada en el cerro de San Cristóbal, que cumple la función de referencialidad de espacio, tanto para el personaje mismo como para nosotros los lectores-receptores del texto narrativo.
Una de las frases más citadas del texto de Fernández, “El poto de la Virgen. Cada vez que te pierdas, Rucia, recuerda que vivimos mirando el poto de la Virgen” (2002, p. 28), relaciona más de un aspecto; primero, hace recordar otros mitos fundacionales, donde las imperturbables figuras virginales miran con serena complacencia las nacientes ciudades que crecen frente a ellas. En América Latina hay otros ejemplos, como la inmensa figura de danzarino gesto que identifica a la Inmaculada Concepción, ubicada en el cerro del Panecillo, que vigila imperturbable el sector norte de la ciudad de Quito, en Ecuador, dejando a sus espaldas un sur carente y empobrecido. En la Ciudad de México la Virgen de Guadalupe también está en su cerro, el Tepeyac, donde desde el siglo xvi cobijó el norte geográfico de la naciente urbe. El segundo aspecto va más allá de la coincidencia territorial; reitera que la mayoría de las desgracias se viven en la ciega espalda de la deidad. Una gran diferencia simbólica se manifiesta entre la posibilidad de vivir frente a la mirada (de la Virgen o del Estado) o frente al trasero más puro:
La Virgen del cerro disimula con maestría su ignorancia del castellano y mira a sus devotos con su sonrisa tranquila porque ésa es su misión. Ella es la imagen corporativa. La pinturita de la urbe, la primera dama dedicada a saludar desde el balcón, mientras otras vírgenes se hacen cargo de cosas más serias. (Fernández, 2002, pp. 32-33)
Del macroespacio citadino al microespacio del hogar no hay diferencias notables; el país, la ciudad, la casa, ella, el personaje, son una misma cosa. No solo cambió el espacio; “La casa se cae” (Fernández, 2002, p. 29) dice la voz narradora abriendo una riqueza metafórica en la oratio obliqua que va de lo nombrado a lo insinuado, de los adjetivos a la lucha social:
Mira los escalones rojos, ahora sucios y quebrados […]. Lo que no imaginó nunca fue encontrarla así, única entre tanta construcción nueva, a punto de ser aplastada, chata y pequeña, desbaratándose de a poco en el rincón más bajo y obscuro de ese barrio que ya no es el mismo. Una grieta la divide desde su base hasta el techo, una herida abierta como las que ella misma aún lleva después del accidente. (Fernández, 2002, p. 29)
Bajo la expresión escrita de cada palabra se despliega una flagrante alusión al espacio temporal de la historia chilena entre 1973 y 1989 que deja “un barrio muerto”, lleno de “silencio y brumas” (Fernández, 2002, p. 59), como el mismo espacio de la muerte. La ciudad representada en la novela Mapocho es un espacio acusatorio cuyos personajes deambulan anacrónicamente ante la negación injusta que les proscribe de la historia oficial.
La bruma y la hediondez que la Rucia observa desde el tejado de su desbaratada casa/cuerpo/identidad cobran una proporción imperiosa en la alusión a una de las más terribles estrategias de intimidación y terrorismo de Estado llevadas a cabo mediante la apropiación ilegítima de los hijos de sus adversarios civiles:
Un sonido comienza a inundar la noche. Es el ruido de un carro. Ruedas de metal chocando contra el cemento, girando oxidadas, crujiendo y rebotando en las paredes […] Un hombre. Lleva la cabeza vendada con un trapo. Los zapatos rotos […]. ¿Podría ofrecer una Ave María por nosotros? […] Recíbame estas velas por favor […].
—¿Quiere que las ponga aquí arriba?
—Lo más cerca de la Virgen que se pueda […]
Observa cómo se toca la cabeza herida, cómo se ordena el abrigo, cómo vuelve a tomar su carro. Algo se mueve allí adentro. Es una mujer. Un cuerpo medio desnudo. Cubierto con sacos y diarios.
—Es mi señora, está durmiendo. Un bulto entre la mugre, una perra vieja y herida […]. ¿No ha visto a nadie con una guagua por aquí? […]
—Una niñita… No sé bien como es porque me la quitaron antes de que pudiera verla. (Fernández, 2002, pp. 61-62)
Y aparece la más dolorosa violencia expresiva del biopoder dictatorial:
La mujer se descubre los diarios y los sacos de arpillera para mostrarle algo. Una mancha roja aparece en su enagua. Su vientre queda al descubierto. Lo tiene abierto en una herida, sucio de sangre y tripas sueltas, hinchado de infección, con un cordón umbilical asomándose negro y seco, mustio, muerto.
—Yo lo tenía aquí, en mi guata, pero me lo sacaron. ¿Usted lo ha visto? (Fernández, 2002, p. 62)
La imagen de la acción y la pregunta literal se vuelven una deuda de humanidad. La increpación rebota del personaje textual al mundo extranarrativo, a la realidad, a la sociedad actual y los individuos que la construyen. ¿Los hemos visto? No vemos nada. Fausto, el personaje que escribe la historia oficial por encargo, está en su moderna torre de cristal erguida sobre el pasado borrado a fuerza de sangre y mentiras. “Un grupo de indios descabezados bajo los pies de la torre […]. Piden las palabras que él no se atrevió a escribir; reclaman un lugar en esos escritos firmados con su puño y letra” (Fernández, 2002, pp. 68-69) exigen ser parte de la historia. La ciudad-barrio que dejaron 16 años antidemocráticos es apenas una antesala del tártaro:
[…] lleno de quemados y suicidas, al borde de un río podrido de mierda, detrás del poto de una Virgen blanca que se hace la lesa y sólo mira lo que le conviene. El hoyo negro en el que han caído. La trampa de la que no escaparán. (Fernández, 2002, p. 76)
La Ciudad de México en el testimonio de Jesusa
Discurso testimonio (Prada, 2001), novela-testimonio (Barnet, 2006), socionovelas, etnotestimonios, textos híbridos, posliteratura (Beverley, 1995) son algunas de las variadas maneras de llamar a un conjunto de obras no reconocidas por los núcleos epistemológicos de las disciplinas que parecen darles origen. Son textos interdisciplinares. Ciertos enfoques literarios no los reconocen como literatura porque, aunque sus recursos estilísticos son literarios, el contenido no es ficcional, por el contrario, existen hechos externos, históricamente situados, a los que se alude de manera directa. La mirada ortodoxa de las ciencias sociales, por otro lado, desconoce también este tipo de obras porque la obtención de la información y, sobre todo el tratamiento de la misma, no se apega ni a la metodología tradicional ni al procesamiento formal de la información obtenida por las distintas técnicas que, en el caso del discurso testimonial, es la entrevista a profundidad. Por el contrario, dicho tratamiento se hace en el marco de la libertad del que elabora el texto como mediador entre la oralidad del testimoniante y la textualización para su publicación.
Miguel Barnet, autor del célebre libro, también testimonial, Biografía de un cimarrón, publicado en Cuba (2006) dice:
[…] la novela-testimonio es un relato que va en movimiento y está a mitad de camino entre la historia, la filosofía, la sociología, la poesía. Toma prestado de todas estas corrientes pues lo que transmite realmente es una evocación y una fábula. ¿No tendrá esto que ver con el discurso contemporáneo de la postmodernidad? (p. 208)
La cita conviene a la idea del mismo autor: hacer hablar a un informante es semejante a hacer hablar a un personaje literario en el sentido de la puesta en cuestión sobre la veracidad de su enunciado. Se asiste así a un campo cada vez más abierto en las disputas sobre el conocimiento, su naturaleza, su producción, aplicación y legitimación. En tal marco, se sostiene la relevancia de los textos testimoniales como voces particulares de lo marginal mediadas por el intelectual que posee el código de la comunicación pretendidamente legítima y dominante. De tal suerte que dichas obras son también extrañas en su autoría, pues la enunciación proviene oralmente de la subalternidad (Beverley, 1995) mientras que la textualización la teje el hombre/mujer de letras que habita los espacios de academias y periódicos principalmente.
Las estrategias de la escritura en los textos que a continuación se abordan, acuden a los recursos literarios no con el fin de engañar sino de hacer más visible, posible, sensible, el mundo narrado en el testimonio de quien lo vivió.
Elena Poniatowska2 publicó en 1969 la primera edición de Hasta no verte Jesús mío (2003). La voz narrativa está en primera persona del singular como característica de todo testimonio. Es una voz que irrumpe sin más, directamente. Al leerle no se trata de poner en cuestionamiento, bajo el criterio de una supuesta verdad objetiva para dar credibilidad, las cosas dichas. Se trata de atender el orden discursivo, significativo, que permita comprender el todo estructural del mundo narrado por la parte, en este caso, Jesusa Palancares.
Jesusa es el nombre protector de la identidad de una mujer ya entrada en años que narra su vida y memorias a una narrataria tácita de la que apenas se adivina su presencia en frases muy citadas por la crítica, como la que cierra el texto: “Ahora ya no chingue. Váyase. Déjeme dormir” (Poniatowska, 2003, p. 316). Poniatowska no hace ninguna reivindicación de coautoría en el libro. Inicia la narración, de manera intencional, in media res. Al avanzar se sabe por la propia voz que Jesusa es una mujer nacida en los pueblos originarios del sur del país. Se sabe que ha vivido siempre en la pobreza, que se asume como “hombrada” porque le gustan las actividades físicas y las prerrogativas de los hombres con quienes interactúa. Se casa joven, como todas en su época, con un soldado que participa en la revolución. Esta relación la lleva a viajar por el país, del sur al norte y del norte, ya viuda, a la tierra oaxaqueña de su origen en el sur, sin embargo, se queda en el Distrito Federal (D. F.), hoy Ciudad de México, tenía 17 años y la violencia de la sociedad urbana le sale al paso: “El Defe es muy distinto al campo; se engenta uno, y todos están allí nomás para ponerle a uno un cuatro de vuelta y media” (Poniatowska, 2003, pp. 134-135). Jesusa había sido robada en el ferrocarril que la llevaba de regreso junto con otras compañeras soldaderas:
Cada una agarró para su tierra, pero como a mí me robaron en la estación de Buenavista, me quedé sola, abandonada aquí en México, rascándome con mis uñas. Parecía una guajolota a la que se le perdieron los guajolotitos, nomás estirando el pescuezo y volteando para todos lados. (Poniatowska, 2003, p. 133)
La primera impresión que se vuelve certeza para Jesusa es que la ciudad es de puros “bandidos”. Es saber común que los niveles de marginación y exclusión social son relativos a su contexto. Cuando se encarna más de una condición de vulnerabilidad y precariedad social, la exclusión se hace total: ser mujer, ser indígena, ser pobre. La ciudad, más que una oportunidad de estabilidad material y construcción equilibrada de una trayectoria de vida, se vuelve una bestia de miles de ojos, garras y estómagos, lista para aplastar las pequeñas figuras de cuerpos anónimos que “sin ser fantasmas” marginados de la historia oficial, como en Mapocho, también deambulan en la invisibilidad del mundo de las violencias y la exclusión de la justicia social:
Como yo no tenía protección cual ninguna, me salía a buscar trabajo, pero, así como subía las calles, así me regresaba […]. Nomás sabía hablar dentro de mí, quedito me hablaba yo y las ideas me daban vuelta dentro como pelotitas y me atolondraban. Pensaba en el pasado, en todos los huizaches que atravesé, en lo que iba a ser de mí, en que la vida me tenía apergollada […]. Subía y bajaba las calles rectas de Santa Ana hasta donde está la joyería de La Esmeralda en la esquina de Tacuba y de allí me regresaba otra vez hasta la calle de Santa Ana […]. No cruzaba a la acera de enfrente porque tenía miedo de perderme, y así iba yo, paso a paso, piense y piense puras tristezas. (Poniatowska, 2003, pp. 137-138)
La ciudad verbalizada que enuncia la Jesusa narradora, la Jesusa oral, encuentra la complicidad de un código con su narrataria directa, la autora empírica y letrada del texto, quien parece entenderlo muy bien. Sin embargo, sobre la mediación, tiempo después de la publicación del libro, Poniatowska habló sobre su hechura. Explicó el tratamiento del abundante material de las entrevistas con licencias literarias, principalmente, lo que permitió entender el quehacer que la coautoría entre la voz marginal y la transcripción y ordenamiento letrado pueden dar. En este punto cabe considerar el dilema que se teje al respecto y con relación a las distintas representaciones narrativas de la ciudad en los textos testimoniales citados.
El nuevo proyecto de Beverley consistente en elaborar una crítica al academicismo humanista que pretendiendo representar al otro, a través de la creación literaria y la crítica literaria, ha caído en la trampa de crear subalternos en su mismo proceder. El subalterno queda siempre ignorado por parte del letrado, y hablar por el subalterno es una manera también de acallarlo, de anular su voz. Es en esta línea que Beverley ante la pregunta de Spivak, ¿puede hablar el subalterno?, asume la negativa, al igual que ésta, en la respuesta misma. Pues el subalterno, como tal, no puede hablar, no tiene un discurso autorizado, carece de los medios de expresión “oficial” y, por ende, de ser escuchado. (Chakravorty, 2003)
La oralidad narrativizada de un sujeto marginal no deja de sorprender, de interesar al lector por un mundo visto desde su posición, pero, sin perder el optimismo, tampoco se puede afirmar que la voz de la escritura sea la misma que la de su enunciación oral.
El orden del mundo está sostenido por la institucionalización de sus instancias, grupos y campos de privilegios materiales y simbólicos. En este orden, abordar la mirada de la ciudad desde la supuesta voz de un ser habitualmente anónimo, tomado por el azar de las circunstancias que favorecen el encuentro con un portavoz autorizado, puede ser fuertemente cuestionado. Aun así, por tratarse de una textualización y narrativas híbridas, entre las técnicas de recolección de información propias de la entrevista y el ejercicio de la ficcionalización que rearma los sinsentidos, las repeticiones, los espacios vacíos, se hace visible y comprensible lo que a una gran parte de los ciudadanos nos es ajeno.
Guatemala, capital de violencia y exclusión en el testimonio de Rigoberta Menchú
Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia es la obra de Elizabeth Burgos3 (2003) publicada en una especie de coautoría que parte de un conjunto de largas entrevistas que hace a Rigoberta Menchú, en París, Francia, en el momento de la huida de su natal Guatemala.
Burgos construye una narración testimonial a partir de la experiencia de vida de la joven mujer indígena de la etnia quiché que había enfrentado la violencia de un país racista y la persecución de un gobierno autoritario en el espacio histórico conocido hoy como la Guerra Civil de Guatemala (1960-1996). La voz del testimonio es de protagonista y testigo.
Rigoberta sale clandestinamente de Guatemala, luchando por preservar su propia vida y, con ayuda extranjera, termina pasando un par de semanas en París con Elizabeth Burgos, quien atinadamente recupera de manera intencional la oralidad, en “castellano”, de su joven visitante. A diferencia de Poniatowska, al principio del texto Burgos aclara que decidió transcribir íntegras las palabras de Rigoberta con la intención de respetar “[…] la ingenuidad con la que se expresa alguien que acaba de aprender un idioma que no es el suyo. Porque además el aprendizaje del español es una de las dimensiones del problema que enfrentan los indígenas en nuestro continente” (Burgos, 2003, p. 7).
Lo que explica que en ocasiones sea posible notar un uso desviado en los tiempos verbales de la voz testimonial.
Es así como se presenta una primera tensión o acercamiento al problema con respecto de los pueblos originarios y su integración en las sociedades occidentales, urbanas, y la marginación a la que se enfrentan a partir de la comunicación dentro de un código lingüístico dominante que les es ajeno e impuesto. Los pueblos originarios terminan por “castellanizarse” con el riesgo, el miedo interno y latente, de perder su identidad originaria antes que los “castellanos” hablen la lengua originaria.
La voz de Rigoberta, organizada textualmente por Burgos, inicia con un acercamiento a su pasado e historia. Aprendió a trabajar a una edad muy temprana en las peores condiciones y vivió en un entorno de pobreza, marginación y exclusión social respecto al Estado. Es decir, con hambre y sin acceso a bienes y servicios materiales por parte de la sociedad en la que su etnia quiché se encuentra inserta. El hecho de ser una mujer indígena significó además constantes abusos y violencia contra ella y su comunidad.
Rigoberta está consciente, y así lo remarca, de que su voz es la voz de su pueblo, que su vida representa la vida de cualquier otro de su pueblo y que lo que vive le puede suceder a cualquier otro ser en su misma condición. La narrativa textual de Burgos abarca el testimonio oral sobre la historia, las costumbres, la cultura y las desgracias del momento histórico del que Rigoberta tiene mayor consciencia viva, de la década de 1970 a la de 1990 en Guatemala.
Narra, entre otros temas ya señalados, acerca de los viajes que realizó con su padre a la capital de Guatemala, así como sus experiencias y vivencias respecto al maltrato y la humillación por parte de los “ladinos”, como ella los nombra en su testimonio, hacia su padre y a las personas de su comunidad, quienes eran, y parecen serlo aún en toda Latinoamérica, concebidas socialmente como inferiores y a su vez merecedoras de menosprecio y ninguneo:
Mi papá estuvo yendo por veintidós años a las oficinas de Transformación Agraria, que le dicen […]. Y allí los citan para que vayan a presentarse. Y la gente que no llega a presentarse le ponen un castigo, multa. Eso es lo que me explicaba mi papá, que había una cárcel para los pobres […]. Y mi papá decía, estos señores no te dejan entrar si no los saludas y si no les respetas. Cuando entramos allí, no hagas bulla, no hables, decía mi papá. Entramos ahí y cuando veo a mi papá, se quitó el sombrero y casi medio se hincó delante del señor y que tenía una mesa bastante grande y que estaba escribiendo a máquina. (Burgos, 2003, pp. 52-53)
El cuadro descrito de Rigoberta con su padre en la capital guatemalteca y en una oficina institucional, espacio de poder político y económico, igual que otros, ha sido y es aún, escenario de múltiples formas de exclusión hacia las comunidades indígenas y rurales. Prejuicios e interacciones que van orillando sistemáticamente a los hombres y mujeres de los pueblos originarios a vivir en la clandestinidad de lo negado e invisibilizado, en el rechazo y el abuso.
Asumiendo lo señalado anteriormente acerca de entender que el espacio dentro de un relato, o de cualquier discurso, conforma un territorio importante dentro de la narración por su carácter no solamente estético y descriptivo sino espacial y temporal (Pimentel, 1998); las ciudades narradas se convierten en un cúmulo de efectos de sentido que permiten generar en el lector exterior del texto (nosotros) una “imagen” de los escenarios donde las acciones e interacciones de los personajes los pueblan y los objetos los amueblan.
La capital para Rigoberta y su comunidad representa, igual que para Jesusa y otras muchas Rigobertas y Jesusas anónimas en las calles de numerosas capitales latinoamericanas, un espacio excluyente y marginal en muchos sentidos, sobre todo desde la perspectiva de comunicación e integración sociocultural.
En su testimonio ella dice que llega a los 13 años a trabajar como sirvienta a la casa de unos señores ricos, como los nombra; no solamente por la necesidad de ganar dinero sino por el interés de aprender (tema constante a lo largo de su testimonio, de salir de su comunidad en búsqueda de conocimiento y oportunidades formativas siempre con el afán de ayudar a su familia):
Mi papá tenía una gran desconfianza de las escuelas, de todo eso. Entonces me ponía como ejemplo de que muchos de nuestros primos han sabido leer y escribir, pero no han sido útil para la comunidad. Tratan de apartarse y de sentirse diferentes cuando saben leer y escribir. Todo eso me explicaba mi papá. Yo decía, no, “yo quiero, yo quiero aprender” y seguía y seguía. […] Mi hermana se fue y yo me quedé todavía unos días con mis papás y yo pensaba: ¿cómo estará mi hermana? Al mes mi papá fue a buscar a mi hermana y me dijo cuando regresó: “Tu hermana está bien pero, sin embargo, está sufriendo mucho”. […]. Entonces yo decía que no importa que la traten mal, pero si ella puede aprender el castellano, puede leer […]. Eran mis ambiciones. (Burgos, 2003, pp. 115-116)
La ciudad equivale a lo desconocido, lo inmenso y lo perverso. Estando ella sola sin conocer nada ni a nadie prefería quedarse en la casa de los señores en donde trabajaba, soportando el maltrato y la violencia psicológica y física que sufría por parte de la señora y los hijos que abusaban de su voluntad. Ella habla de esa conformidad y de cómo las mujeres indígenas trabajando en la capital viven en las peores condiciones sociales y económicas sin justicia alguna:
Pero los días sábados, decía, salgan de aquí, no quiero ver montones de sirvientas aquí. Esa es la transformación que sufren los indígenas en la capital. Los sábados, nos dejaban salir por las tardes, pero era un poco para adaptar a sus sirvientas a la prostitución, pues, nos mandaban y nosotras teníamos que encontrar donde ir a dormir. Se podía salir el sábado y regresar el domingo. Entonces, la muchacha, gracias a Dios, era una gente muy clara. Ella me decía, yo tengo unas amigas aquí, vámonos con ellas. Me iba con ella, pero si estuviera yo solita, no tendría dónde quedarme, en la calle porque tampoco podía hablar para decirle a la señora que no me echara y tampoco tenía conocimiento de la capital. (Burgos, 2003, p. 120)
No son la marginación y la exclusión los únicos problemas que tienen los habitantes indígenas al enfrentarse a una sociedad racista y urbanizada; se suma la total ausencia de humanidad y empatía. Se trata de indiferencia por su estatus de persona; el convertirlos socialmente, desconociendo su dignidad humana, en subalternos que no pertenecen a las sociedades “colonizadas”. Existía y se mantiene vigente la idea de superioridad de una clase social, con características físicas definidas, sobre otras. En concreto, dentro del testimonio, de los ricos y blancos con su séquito de pertenencias materiales, como las mascotas, sobre el menosprecio al indígena moreno(a) y pobre:
La primera noche, me recuerdo que no sabía qué hacer. Así es cuando yo sentí lo que mi hermana había sentido. […] La comida que me dieron era un poquito de fríjol con unas tortillas bien tiesas. Tenían un perro en la casa. Un perro bien gordo, bien lindo, blanco. Cuando vi que la sirvienta sacó la comida del perro. Iban pedazos de carne, arroz, cosas así que comieron los señores. Y a mí me dieron un poquito de fríjol y unas tortillas tiesas. A mí eso me dolía mucho, mucho, que el perro había comido muy bien y que yo no merecía la comida que mereció el perro. […] Pero, me sentía muy marginada. Menos que el animal que existía en casa. (Burgos, 2003, p. 118)
Además de la violencia de clase, Menchú también toca el tema de la pobreza y el hambre que pasaban su familia y su pueblo, asunto que se repite una vez estando en la capital, viviendo con los señores. La comida pasa de ser un derecho humano para cubrir la necesidad básica de supervivencia a un manipulado tipo de privilegio con que los ricos no solo reproducen la fuerza física del trabajo, sino que simbólicamente coloca a su personal “empleado” en una escala social inferior al animal/mascota.
Desde la mirada del género las mujeres indígenas son también cosificadas sexualmente según el relato testimonial. No es únicamente la prostitución dentro de los espacios públicos sino el concebirlas como objetos de placer y uso sexual dentro del espacio doméstico de las familias ricas que tienen en sus hogares empleadas que provienen de comunidades rurales. El concebir a la mujer indígena o rural y pobre como una pertenencia, como un objeto de escaso valor al que ni siquiera es necesario pagarle porque no se le comprende como conciudadano sino como una ocasión de hacer “caridad”, o bien como un objeto que proporciona estatus ya que el testimonio deja ver cómo las mismas personas que las emplean alardean de “poseerlas”:
Pronto me di cuenta que la señora rechazaba a esta muchacha porque no quería ser amante de sus hijos. Después me contó la muchacha. “Esta vieja quiere que yo entrene a sus hijos, decía. Porque ella dice que los hijos tienen que aprender a hacer el acto sexual y si no lo aprenden cuando son niños, les va a costar cuando sean grandes. Entonces ella me puso el contrato que me iba a pagar un poco más si yo entreno a todos sus hijos”. (Burgos, 2003, p. 121)
El discurso testimonio de Rigoberta, igual que el de Jesusa Palancares, es una denuncia de la vulnerabilidad de cada uno de los integrantes de los pueblos originarios al enfrentarse a los espacios urbanos en los que se materializa la histórica y constante hegemonía sociopolítica, de carácter económico, por parte del Estado, para apartarlos de sus orígenes, costumbres y cosmovisiones. La vida y obra de Menchú narrada oralmente a Burgos y textualizada por esta última es la evidencia de una lucha permanente por más que visibilización: por la conformación de una imagen dignificada de las comunidades indígenas, por el reconocimiento y aprecio de su relevancia histórica y cultural y su lugar primigenio dentro de las sociedades latinoamericanas.
Cierre
Las ciudades narradas, las ciudades oralizadas, las ciudades textualizadas y las experiencias relatadas por sus personajes no son menos reales y profundas que las maquetas prospectivas de los arquitectos, que los proyectos de desarrollo urbano y políticas de bienestar social, que indicadores o índices demográficos y económicos.
La Rucia deambulante en busca de su pasado, su origen, su historia negada, su patria cambiada de donde fue arrancada junto con todos sus derechos a vivir segura y plenamente en ella.
Jesusa indígena, pobre, violentada por las condiciones sociales de vida, por las masculinidades dominantes y, finalmente, por una inmensa ciudad que la escupe de sus espacios una y otra vez.
Rigoberta pobre, indígena, crecida entre la violencia civil interna del Estado contra su pueblo; testigo de atrocidades, huérfana por crímenes de lesa humanidad.
Las ciudades develadas por la mirada del personaje literario, la Rucia, y las de cada una de las mujeres testimoniantes de los textos abordados, invitan a pensar que los discursos formales sobre el desarrollo urbano, la ciudad y los espacios públicos deben atender, por un bien común, los distintos perfiles sociales e igualdad de derechos de sus habitantes.
Más allá de la planificación de áreas especializadas en consumo masivo, las redes para una urbanización inteligente, las zonas habitacionales cerradas, las plazas comerciales, las calles controladas y vigiladas por sistemas de cámaras, los espacios para el ciclismo integrado se deben considerar de manera justa e integral el conjunto de acciones e interacciones humanas que se realizan en sus espacios físicos e inmaterialmente significativos.
Pensemos ciudades para la integración y el acceso equitativo, para la memoria colectiva e incluyente, para animar el reconocimiento de la heterogeneidad humana y el derecho a la voz, a la presencia digna y al caminar seguro de todos sus habitantes pasados, presentes y futuros.
Referencias
Barnet, M. (2006). Biografía de un cimarrón. La Habana: Letras Cubanas.
Beristáin. E. (2004). Diccionario de retórica y poética. México: Porrúa.
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Notas
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