Resumen: Durante la segunda mitad del siglo XIX,el aumento en la circulación de objetos ymanufacturas, muchos de ellos derivados de nuevos procesos productivos, contribuyó a visibilizar a los venenos como riesgos latentes del mundo material de la temprana modernidad. Este trabajo estudia el veneno encarnado en dichos objetos y pone su atenciónen el temor yla atracción que su presencia generó en la sociedad chilena urbana. En términos más específicos, el artículo revisa la presencia y las características del veneno en el contexto de la sociedad de consumo y los vínculos que este generó entre la justicia y la ciencia, a través de las instituciones judiciales y de la pericia toxicológica. Desde una perspectiva más amplia, este estudio se propone reflexionar en torno al estatuto de la cultura material, su cruce con el quehacer científicoy el papel de este último en su significación.
Palabras clave:venenoveneno,toxicologíatoxicología,justiciajusticia,modernidadmodernidad.
Abstract: During the second half of the 19th century, the increased circulation of goods and manufactures, mostof them derived from new productive processes, contributed to picture poison as a dormant risk of the material world in early modernity.This study explores poisonembedded in thosethings and focusses on the fear and attraction they inspired in Chilean urban society.Specifically, isreviewspoison and its main features in the context of consumer society, considering the connexionspoison contributed to establish between justice and science, through judicial institutions and toxicological expertise. From a broader perspective, this study aims to explore the status of materialculture, its relationship with scientific practice, and the role of latter one in its meanings.
Keywords: poison, toxicology, justice, modernity.
Dossie
Temor y fascinación. El veneno en la imaginación urbana. Chile, 1880-1920[1]
Fear and attraction.Poison in urban imagination. Chile, 1880-1920

Recepción: 31 Enero 2019
Aprobación: 24 Marzo 2019
El veneno, definido comúnmente como “toda sustancia que, introducida en el cuerpo humano, produce resultados mortales, o por lo menos muy peligrosos, ya por su actividad o ya por su cantidad”,constituyóun riesgo latentey en incremento en aquellos países que comoChile enfrentaban las nuevas dinámicas gestadas con el desarrollo de la industria y la urbanidad(Hidalgo, 1877, p. 321). Con unaidentidadfurtiva, tendió a esconderse en objetos específicos –medicinas, alimentos, bebidas, desinfectantes y pinturas, entre tantos otros–, alimentando una preocupación global porla calidad de la cultura material de la sociedad de consumo, y por la implementación de procesos que pudiesen asegurar y medirsu sanidad (Cranor, 2011; Barona-Vilar y Guillem-Llobat, 2015).
En Chile el veneno fue identificado como responsable de accidentes, enfermedades, crímenes y muertes.Encarnado en drogas destinadas a consumos regulados,en calmantes narcóticos que en dosis incorrectas se transformaban en peligrosas sustancias y en alimentoscontaminadosque comprometían la salud,irrumpió en el panorama urbano con nuevos bríos y sentidos.La circulación de una variedad de sustancias, capaces de transformarse, según dosis y cantidades, tiempos y condiciones de producción y consumo, en poderosos elementos tóxicos, puso en alerta a la población.
Este artículo estudia esta alerta y algunas soluciones desplegadas para su administración. Propone queel venenoalcanzó durante la segunda mitad del siglo XIX una gran popularidad, que potenció sus usos y significados en un contexto que, desde el sur del mundo y a través de la química y la toxicología, comenzaba a examinar la calidad deuna serie de objetos activados bajo el impulso de la modernidad.El peso relativo que mostraba la industria de alimentos, el crecimiento de las importaciones de bienes de consumo y el aumento en la disponibilidad de medicinasmanufacturadas habían comenzado a modificar sustantivamente el mercado nacional (Ortega, 1991; Carmagnani, 1998).La proliferación de cocinerías, baratillos, tenderos informales y almacenesnutrían a las más de 300 mil personas que poblaban Santiago a inicios del siglo XX (Palma, 2004), propiciando nuevos escenarios de consumo yfacilitando nuevos contextos tóxicos, entendidos como tramas cotidianas peligrosas, virulentas y perjudiciales, que justificaron la alerta respecto al veneno y generaron cuestionamientos específicos hacia ciertos productos posiblemente nocivos.
Expresado enuna variedad de elementos que le dieron albergue, el veneno se presentó comomoderno, como un elemento actual, asociado ala vida urbana, densa, sofisticada y a objetos manufacturados, seriados, novedosos o patentados, varios de dudosa calidad (Watson, 2004; Burney, 2012.Estos productosreflejanlas expectativas de un tiempo marcado por una atmósfera de cambio científico, en el cual la ciencia fue constantemente invocada y en el que el mundo material adquirió un protagonismo inusitado (Bud y Shiach, 2018; Trentmann, 2016). El estudio del veneno permite explorar parte de ese universo físico, el de las cosas de la modernidad, y al mismo tiempo su compleja entrada en la sociedad chilena.Identificar sus formas y características ayuda a profundizar en ciertos aspectosde la temprana cultura material moderna, así como indagar en sus usos permite explorar los aportes de la ciencia en su comprensión. Desde esta perspectiva, este trabajo aborda el veneno encarnado en objetos específicos, que contribuyeron a su significación y administración a través de un recurso científico: la práctica toxicológica. Para esto, la investigación revisa prensa periódica, revistas y magazines, revistas de sociedades e instituciones científicas como las publicaciones de la Sociedad de Farmacia y del Instituto de Higiene y alrededor de 350 expedientes judiciales de distintos tribunales del país asociados aenvenenamientos.
Siguiendo las ideas planteadas por Ian Burney para la sociedad victoriana, este artículo sugiere que en torno a los venenosconvergieron diferentes imaginarios –históricos, literarios, legales, científicos y afectivos– que los significaron, posicionaron y ubicaron en un determinado periodo como elementos centrales de la vida urbana (Burney, 2012).En esta dirección, se prestará atención a los imaginarios afectivos que rodearon al veneno, específicamente al temor y a la atracción, y que impulsaron su visibilización, identificación, administración y comprensión. El primero remite al miedo que generó en la población el carácter perjudicial de los numerosos objetos que el mercado ponía a disposición de la población y se puede leer en los modos de conjugación, comunicación, presentación y difusión del veneno.El segundo alude a la fascinación que provocó el desentrañamiento de la identidad o calidad de un determinado elemento entre la comunidad de científicos relacionados con la farmacia y la medicina legal, como resultado del manejo de saberes y métodos más especializados, y se expresa en las voluntades y acciones desplegadas. Entre ambos se arma un vínculo claro, que viene dado, como propone el estudio, por la visibilización y urgencia que el temor le dio al veneno, y el tiempo, la dedicación e importancia que la atracción le otorgócomo materia de análisis.
En noviembre de 1863, Vicente Bustillos, presidente de la recién creada Sociedad de Farmacia (1858), escribía al Intendente de Santiago informando sobre el envenenamiento de un grupo de alumnos de los Padres de los Corazones de Jesús y María. En una visita al establecimiento le tocó presenciar el repentino malestar sufrido por doce estudiantes, reconociendo la posible acción de una sustancia tóxica. No solo informó del evento, sino que identificó a las posibles culpables, unas guindas secas remojadas en agua que llevó consigo al retirarse del recintopara practicar los respectivos análisis. El estudio reveló que las frutas contenían zinc, “que atacado por el ácido de la fruta había formado con él una sal soluble” (Anales de la Sociedad de Farmacia [ASF], 1863,p. 223). La misiva no buscaba denunciar un delito, sino advertir lo preocupanteque resultaba ser la proliferación de vasijas de zinc para la guarda o preparación de alimentos entre la población santiaguina, al mismo tiempo que cumplir con una de las principales misiones que se había propuesto la recientemente creada Sociedad de Farmacia, auxiliar a la población a través del saber químico[2]. En este sentido, Bustillos recordaba en su carta los riesgos que traían asociados objetos nuevos o desconocidos. Hacía poco tiempo que los contenedores de zinc habían comenzado a preferirse en Santiagopor sobre la hoja de lata, “ignorando” el menoscabo que generaban en la salud“por lo fácil que es de ser atacado por varias sustancias y formar combinaciones que todas son venenosas” (ASF, 1863, p. 223).Sugirióprohibirlos en aquellos usos que afectaran la salud pública, como también aquellos contenedores de cobre sin estañar yde fierro galvanizado.La advertencia de Bustillos fue respaldada por su discípuloÁngel Vásquez, también profesor de la Universidad de Chile, quien explicaría que el zinc junto con ser venenoso en todas sus combinaciones era“uno de los metales más oxidables i atacables por los ácidos” y que por tanto no debía “ponerse en él materias grasas, frutas, u otras sustancias que destinadas al uso interno, puedan al combinarse con el zinc, ocasionar el envenenamiento” (ASF, 1863, p. 210-211). Esta preocupación se sumaba a la identificación de otros productos que comenzabana volverse sospechosos, como los dulces y pastelesque conla “imprudente” práctica de pintar los confites con sustancias como “el cardenillo” (acetato de cobre), “el amarillo del rei” (cromato de plomo) y “el minio o azarcón”(óxido de plomo)fueron reconocidos como tóxicos.
Este diagnóstico no era una sorpresa. La ciudad de Santiagomostraba los problemas descritos para otras capitales, resultado del crecimiento de su población y de los cambios en la industria, enel mercado y en las prácticas de consumo (Bertomeu-Sánchez y Guillem-Llobat, 2016). A la circulación de productosdeficientes, adulterados o mal rotulados, se añadía la existencia de una serie de sustancias potencialmente dañinas, de base orgánica e inorgánica. Entre los primeros se encontraban narcóticos como el opio y el cloroformo, alcaloides como la estricnina y la morfina, ácidos, alcohol y monóxido de carbono; mientras que entre los segundos figuraban el arsénico, el mercurio y los sulfatos. Esta presenciaimpulsó temores y alimentó un debate públicocentrado enlos riesgos de la vida urbana, que la presentócomo una vida peligrosa, que en ocasiones podía volverse tóxica, sea como resultado de una coyuntura o de un acto criminal deliberado.Los vinos y alcoholes adulterados, los medicamentos mal rotulados, falsificados o erróneamente despachados, los productos manufacturados con sustancias tóxicas, como los papeles o las telas arsenicadas, le dieron consistencia a estas preocupaciones, como dejan ver los registros de las instituciones que lidiaron con estos problemas[3].
Las preocupaciones frente a los riesgos de la vida urbana crecieroncomo respuestaal aumento en la disponibilidad de los venenos, sea a través del acceso a sustancias como el opio, la estricnina o el arsénico, o como resultado de una mayor cantidad de productos manufacturados que escondían un contenido tóxico. A esta presencia se sumaba una publicidad engañosa que, en un esfuerzo comercial evidente, intentaba respaldar la calidad de cientos de productos, asociándolos a premios y reconocimientos, patentes y marcas de fábrica oa nombres de médicos, en gran parte, sospechosos. Estas estrategias, tanto las ciertas como las tramposas, dan cuenta del interés de industriales y comerciantes por resguardar la apreciación de sus productos y revelan la preocupación respecto a su calidad(Bergot y Drien, 2017; Correa, 2018) en un contexto que acusaba los riesgos que traía la modernidad, a través de las secuelas que dejabael uso de objetos como aquelpeine de plomo destinado a teñir el pelo que provocó lamuerte de un maestro de idiomas por una encefalopatía saturnina o la ingesta deobleas teñidas con sustancias minerales de atractivos coloresque enfermaron seriamente a sus consumidores(ASF, 1864).
La inquietud respecto al veneno se intersectó con los desarrollos científicos y llevó a que algunos avances tecnológicos fuesen informados en la prensacon suspicacia. “Como nos envenena la electricidad”, titulaba un artículo sobre las posibles consecuencias perjudiciales de la luz eléctrica en el cuerpo, al mismo tiempo que abundaban las alusiones a intoxicaciones accidentales o premeditadas causadas por el óxido de carbono –o gas de alumbrado–(El Diario Ilustrado, 27/09/1907) y se informaba de los varios casos letales de intoxicación de niños con cromato de plomo ocurridos en Estados Unidos como resultado de la práctica de humedecer con la boca estampillas coloreadas (Las Últimas Noticias, [LUN], 10/08/1906).
Los industriales explicaron parte de estosproblemas en “la avidez del lucro” que afectaba al circuito comercial y advirtieron sobre sus consecuencias en“el comercio honrado” (Boletín de la Sociedad de Fomento Fabril, 03/1894, p. 73), mientras que los profesionales de la salud denunciaron como “los abusos de la especulación”, el mercantilismo y el “comercio indebido de la ciencia” provocaban graves problemas de salud pública, acechando a la población (ASF, 1889, p. 38). Las crónicas de prensa y los archivos judicialescomplementaron la informacióncon las historias relatadas por policías, jueces, vecinos y familiares, lasque informaron sobre los peligros de juguetes, medicinas, papeles murales, condimentos, lácteos, caramelos y carnes, y ubicaron los orígenes del problema en la descomposición o falsificación de los productos, en confusiones yerrores de comercialización o consumo, y en acciones delictivas premeditadas destinadas a atentar contra la vida de niños, adultos y,en algunos casos, contra lapropia (Fabregat, 2017; Belmar, 2018).
Si bien los envenenamientos no mostraron cifras elevadas, el veneno fue presentado como un peligro real y tremendo, estrechamente ligado, como en otras latitudes, a la modernidad,a su cultura material y a las dinámicas de producción, circulación, promoción y uso de sus objetos(Watson, 2004; Bertomeu, 2015). Su estadística fue baja, quizás debido a que su registro pasó desapercibido o se escondió en otras nomenclaturas, como homicidios, intentos de homicidios, maltratos, abortos e infanticidios. Las cifrasde fallecidos manejados por el Instituto de Higiene informaban en 1901 para la ciudad de Santiago17 casos de envenenamiento al año con consecuencia de muerte. Ordenados bajo la categoría de “afecciones producidas por causas exteriores” la nómina de afectados se mantuvo pareja, anotándose para 1910 un envenenamiento y 9 suicidios por envenenamiento. Quizás el índice más significativo fue el uso de veneno en la muerteautoprovocada, dado que el suicidio por envenenamiento superaba concreces al suicidio por asfixia, suspensión, sumersión y arma de fuego, entre otros(Boletín de Hijiene i Demografía,02/1903) Por otro lado, los análisis toxicológicos encargados por los juzgados allaboratorio del Instituto de Higiene (1892) entre 1898 y 1908 entregan nuevas pistas, ampliando el registro, al mostrarun promedio de 32 casos al año, cifra que consideraba también a quienes no habían resultado fallecidos (Dávila Boza, 1908).
El desarrollo de la prensa comercial, el aumento de los periódicos y la diversificación de sus materias contribuyeron a difundir un problema que se presentó en aumento. Si bien la estadística se mantuvo relativamente quieta, una vez que el veneno emergió en ella, este pareció ser omnipresente. Así, más allá de las cifras, el veneno tuvouna gran resonanciaen la sociedad chilena del cambio de siglo. Cómo describiríatempranamente el farmacéuticoÁngel Vásquez hacia 1863, el envenenamiento fue considerado una situación “terrible”, que producía “angustia” entre quienes rodeaban“al enfermo sin saber que hacerse en tan críticos momentos”. El manejo del temor apelaba alcontrol del veneno a través del conocimiento de los elementos peligrosos, de los síntomas tóxicos y de los antídotos, “a fin de que las personas se pongan a cubierto de tan temibles enemigos, i sepan a tiempo combatirlo” (ASF, 1863, 211). El veneno no era una anécdota, ni un hecho aislado, sino, por el contrario, un evento con titularidad que necesitaba ser conocido y, a través del saber, combatido.
La circulación de una nueva cultura material, articulada a las prácticas de sociabilidad urbana, actualizó al veneno. Si bien, cargaba con un pasado reconocibleasociado a prácticas criminales pretéritas, también correspondióa un elemento nuevo forjado de los avances de la química y de la industria. Varios de los venenos más utilizados a fines del siglo XIX recién habían comenzado a elaborarse y a comprenderse científicamente hacía menos de cien años. La estricnina había sido aislada en 1819, mientras la morfina lo había sido en 1805. Sususos medicinales ocomo raticidas,sus bajos precios y su disponibilidad comercial en boticas, droguerías y baratillos los ubicaron como materiales accesibles por la población, siendo adquirida, como dan cuenta los archivos judiciales, por hombres, mujeres, jóvenes y sirvientas sin mayor obstáculo.
Los venenos contribuyerona configurar nuevas prácticasde riesgo, que incidieron en la ejecución de envenenamientosamoldados a las motivaciones y circunstancias que enmarcarían los comportamientos delictivos. Cómo describiría Benjamín Vicuña Mackenna, tras su experiencia como Intendente de Santiago, el turbulento hacinamientoque hacia 1875 comenzaba a caracterizar a las “grandes ciudades” gestaba una nueva criminalidad que si bien heredaba e incrementaba delitos conocidos, como el hurto y la pendencia, también permitía y propiciaba “delitos especiales” (Vicuña Mackenna, 1875). Entre estos delitos podemos considerar que el venenose perfiló, como plantea Ian Burney,“en un mundo de anonimidad, decepción y cálculo”, como “una herramienta moderna muy apropiada”, como un arma liviana y económica, accesible y silenciosa, limpia en su ejecución y posible de maniobrar por distintos sujetos, ajustada a las nuevas condiciones de vida y a esa criminalidad especial anunciada por Vicuña Mackenna (Burney, 2012). Así, la vida citadina nacional no fue una excepción a esta tendencia, sino que, por el contrario, le dio espacio al venenoen tanto instrumento ajustado a su contexto, que pese a estar camuflado en una variedad de objetos de uso cotidiano, y a ocultar su carácter peligroso y mortal, adquirió para fines del XIX un protagonismo especial, enfatizado por el temor y la atracción que provocaba.
El veneno se materializó en productos específicos, que determinaron situaciones de riesgo, padecimientos, responsables y afectados y acciones para su control y domesticación, según las características materiales y culturales de su consumo. En bebidas y alimentos, el problema se iniciabacon su ingestión y con riesgos asociados a falsificaciones, adulteraciones y descomposiciones. Santiago Ahumada relataba en la prensa la desesperada situación vivida por su sirvienta Petronila quien, habiendo salido de paseo, bebió dos vasos de chicha, de “tan mala calidad de esta que en la noche la infeliz dejaba de existir víctima de dolores atroces y completamente envenenada” (LUN, 13/02/1906). La atribución de un caráctervenenoso a la bebida ingerida no se hizo esperar;“esta chicha, de pésima calidad, enteramente artificial, compuesta de ingredientes nocivos y no examinada por ningún inspector de consumos” habría causado la muerte de la sirvienta, indicaría Ahumada, sin mayores dudas (LUN, 13/02/1906). Los dulces, cuya calidad había sido criticada desde hacía años por los especialistas ypese al interés de higienistas y autoridades por regular el uso de colorantes, también cobrabansus víctimas, como aquellas dos familias que en 1904 resultaron intoxicadas con sales de cobre contenidas en una crema de leche con bizcochuelos adquiridos en el comercio, dejando a tres “en peligro de muerte” (LUN, 19/12/1904).
Además de la calidad de los productos consumidos, se informaba de almacenes y puntos de ventas que no garantizaban la higiene en el expendio de sus productos, como el almacén Do-Re-Mi-Fa, lugar al que “llegaban niños pobres, y mui a menudo, suplementeros, que pedían se les vendiera ‘picadillo’, que no es otra cosa que los despuntes y desperdicios de los moldes, que se arrojaban dentro de un cajón, en donde permanecían días de días” (LUN, 13/08/1906). También, las alternativas que surgían para comer fuera del hogar generaban nuevos riesgos, como aquel enfrentado por un hombre que enfermó gravemente tras consumir en el “club” que frecuentaba “varios guisos, una media perdiz cada uno, patitas de chancho y una bebida clery helado al vino blanco” (LUN, 30/03/1906).
Las medicinas constituyeron unos de los productos más problemáticos.El crecimiento de la industria de medicamentos, el acceso a sustancias peligrosas y la proliferación de boticas que daban acceso a sustancias letales imprimieron en la medicina un halo sospechoso. Las recetas no comprendidas, las dosis exageradas, los tónicos mal preparados o los específicos adulterados, entre otras causas, enfermaron o causaron la muerte a niños y adultos, creando desconfianza(Correa, 2016). La disponibilidad de drogas peligrosas generó accidentes, como aquel vivido por Arturo Nayas quién habiendo llegado a su casa en completo estado de ebriedad, bebió una dosis de ácido fénico, pensando que era licor (LUN, 9/06/1904), o las varias veces que la prensa informó de mujeres que habían consumido por error un veneno activo.La existencia en el mercado de sustancias corrosivas y de alta toxicidad a bajos precios propició estas casualidades, pero también permitió su consumo deliberado o criminal con el objeto de atentar contra la vida propia o la de otros. Así sucedió con Rita Nuñez, Lidia Vidal y Rogelio Aguirre quienes intentaron suicidarse, en distintos momentos, con sublimado (LUN, 9/06/1904), ácido fénico (LUN, 7/03/1904) ocon píldoras de estricnina repartidas por la policía de la ciudad para controlar a los perros vagos (AJSF, Muerte de Rojelio Aguirre, 1900, C 783, E 11).
Si bien los envenenamientos accidentales alcanzaron gran visibilidad, los premeditados tuvieron una presencia mayor. Fueron cubiertos por la crónica periodística y abordados en los juzgados, ubicando a los seres cercanos o queridos comopotenciales asesinos, al hogar como un espacio conflictivo y al veneno como un arma certera. Historias como la de Clorinda Merino, una joven que estando “al servicio” de una familia, habría intentado envenenarla “poniendo en los alimentos […] una cantidad de vidrio en polvo” (LUN, 15/10/1906) recordaban el alcance del envenenamiento y contribuían al posicionamiento del veneno como un artefactocomún y accesible. Estos eventos se repitieron en la “crónica negra” de revistas como Sucesos, que ubicó a sirvientas y cocineras como posibles artífices de estos hechos, por su acceso a la intimidad doméstica. Uno de los casos informados por la revista fue el intento de envenenamiento realizado por la también sirvienta Petronila a Adela Contreras de Osella, que servía en su casa en calidad de ama de una niña de tres meses. Habiendo desatendido sus deberes, la señora Contreras de Osella “la reconvino seriamente” y Petronila sintiéndose “herida”, “sin que nadie la notara, sacó de un armario un frasco con aceite de crotón” y echó algunas gotas en su medicina. “Minutos más tarde la señora de Osella se sintió atacada de agudísimos dolores internos, náuseas, fatigas atroces, temerosa de un envenenamiento, hizo llamar al Dr. Arcaya, quién después de examinar el residuo de la bebida contenida en una cuchara, constató la presencia del aceite de crotón y la gravedad del caso” (Sucesos, 22/08/1903)
El temor al veneno activóuna serie de mecanismos destinados alimitar sus efectos.Esta trama se verificó en numerosos casos y consideró acciones concretas, como los esfuerzos de reconocimiento de un veneno, la identificación de los síntomas de envenenamiento, la administración de antídotos a envenenados y la aislación de objetos venenosos para su posterior análisis científico. Así se observa en la aplicación de un antídoto que neutralizó al veneno escondido en unos bizcochos consumidos por Sara Klein(LUN, 19/12/1904) o en la ocurrencia de ir al cuartel de policía, por parte de Arturo Nayas, para ser trasladadoluego al Hospital San Vicente de Paul, recuperándose del cuadro que le generó la ingestión equivocada de una dosis de ácido fénico pensando que era licor (LUN, 9/06/1904).
Estas reacciones revelan una sociedad enterada de los efectos de las intoxicaciones y de losrecursos necesarios para enfrentarlas, así tambiénuna sociedad interesada en comunicar estashistorias e informar respecto del veneno para intentar administrarlo. Los expertos abordaron estos temas en sus escritos académicos, de restringida circulación y escaso alcance. Para el lector común se publicaron manuales de medicina doméstica y se agregó información adicional en lasmismascrónicas de prensa, que presentaron los venenos conocidos, informaron desus terminologías,regulaciones y cuidados.Mostraron preocupación por estos nuevos peligros, identificando zonas de riesgo, como las boticas, las tabernas o las cocinerías, en tanto sitios de erroresterapéuticos,de adulteración de alcoholes y de envenenamiento por productos descompuestos, en línea con las consecuencias tóxicas de los recién descubiertos gérmenes y microbios. Enseñaronsobre su prognosis y sugirieron tratamientos familiares, presentaron algunos de sus signos más evidentes –náuseas, sequedad en la garganta, debilidad y parálisis–, distinguiendo entre aquellos venenos que derivaban de la “grasa rancia” o de alimentos que habían desarrollado un “principio tóxico” principalmente por no haber sido preparados “para una larga conservación”y aquellos venenos alcalinos –potasa, lejía, amoniaco, cal, entre otros–que se debían combatir con otros recursos, entre estos vinagre, sopa y un vaso de agua caliente cada cinco minutos, con zumo de limón o con leche agria (El libro de las familias, 1879).
En este escenario surgieron una serie de acciones estatales destinadas a domesticar la peligrosidad del veneno. Gran parte de esta preocupación se volcó a los alimentos y, particularmente, a las drogas y medicinas, como resultado de su escasa regulación, su mayor disponibilidad y su impacto. Como había advertido hacia 1863 Vicente Bustillos, las licencias en el expendio de medicinas generaban abusos que comprometían la salud pública llevando a que en tiendas y pulperías se vendieran, sin mayor restricción, sustancias peligrosas como arsénico, aceite de crotón, preparaciones mercuriales “i muchos otros artículos que necesariamente han de producir fatales efectos” (ASF, 1863, p. 149). A raíz de esto se formaron comisiones destinadas a inspeccionar los puntos de venta, compuestas por médicos y oficiales de policía, y regulaciones que buscaban restringir la comercialización de los venenos. Las Siete Partidas, parcialmente vigentes durante gran parte del XIX, habían criminalizado al “físico” o “especiero” que vendiese “hierbas o poncoñas” y que las comprara “con intención de matar a otro con ellas”, considerándolo merecedor de una muerte deshonrosa. Esta regulación llevó a que se sugiriera indicar la nómina “de los venenos más conocidos, cuya venta es prohibida”, actualizada a partir del Compendio de Toxicología general y especial (1846) de Pedro Mata (1811-1877) (Guía de los Encargados de la Policía Sanitaria, 1868, p. 183).
Para esos años, la Sociedad de Farmacia revisaba en sus fiscalizaciones que las farmacias tuvieran los venenos “bajo llave”, especialmente cuando quienes se encontraban a cargo de las boticas no contaban con “los conocimientos necesarios”. Como indicaban autoridades del área hacia 1860, muchos boticarios se aventuraban a realizar preparados, procediendo “empíricamente a la preparación de los medicamentos; cuando no se tiene alguna tintura de la nomenclatura química, i no se conoce, por ejemplo, la diferencia que hai entre un ioduro i un cianuro, entre un subcloruro i un cloruro, etc., entonces se está espuesto a cometer equívocos que ocasionen nada menos que la muerte”(ASF, 1864, 278-281).
El Reglamento de Botica (1886) representó uno de los esfuerzos más evidentes por cuidar la comercialización de las sustancias medicinales peligrosas[4]. Se determinó que solo en las boticas u oficinas de farmacia se podían despachar lassustancias indicadas en los cuadros A, B y C del reglamento y determinó la ejecución de su venta en “peso, forma i dosis medicinales”[5] (Puga Borne, 1896, p. 24). De estas, alrededor de 50 sustancias fueron consideradas peligrosas –como la estricnina, el cianuro, el cloral, el cloroformo y el ácido arsenioso– requiriendo receta médica para su venta (cuadro A), con la indicación sobre “el modo de administración, la persona i el uso a que se destina (Reglamento de Boticas, título II, art. 14, p. 328). Se estipularon además las dosis máximas de uso interno de alrededor de 85 medicamentos (cuadro B), las que no debían ser sobrepasadas, salvo a expresa solicitud médica[6]. Estos índices contrastaban con aquellos informados por la prensa sobre las dosis en circulación, como aquel percal rojo identificado en el sur del país, importado por una casa comercial de Valparaíso, en el que un ensayador encontró 1.6 gramos de arsénico metálico por m2 de tela, cantidad considerada “sumamente peligrosa” (Diario Oficial, 3/04/1883). Esta cifra equivalía a 160 centigramos, que, si bien no se ingerían, su contenido de arsénico era, al menos, 30 veces mayor al consumo diario permitido. Estas historias se hilvanaban con aquellas noticias internacionales, comunicadas por la prensa local, que habían advertido respecto a las muertes ocurridas en el viejo continente como resultado de la exposición continua al arsénico a través de la ropa y otros productos similares (Whorton, 2010).
Finalmente, el Reglamento de Botica determinó que las sustancias peligrosas (cuadro C) debían ser “guardadas con precaución en lugar separado y bajo llave” por su potencial riesgo. (Puga Borne, 1896,p. 28-31). Además en el caso de productos específicos como las pastas fosforadas o arsenicadas, el papel arsenicado y las otras preparaciones destinadas “a la destrucción de animales dañinos”, como también los ácidos minerales, el sulfato de cobre, el nitrato de plata, el cianuro de potasio y algunas sustancias venenosas específicas de ciertas industrias, solo se podían vender “a personas domiciliadas, conocidas del farmacéutico i con la condición de dejar en un libro especial, que se llevará en toda farmacia con el nombre de Rejistro de venenos certificado de haber comprado la sustancia e indicación del objeto que quiere darle” (Reglamento de Boticas, título II, art. 20, p. 329).Para fines del siglo XIX, los reglamentos se complementaron con nuevas instituciones, como la Comisión Visitadora de Boticas (1897), entidad fiscalizadora dependiente del Consejo Superior de Higiene Pública, que vigilaba la pureza de las drogas y medicinas, la exactitud de pesos y medidas, la presencia de farmacéuticos titulados para el despacho de recetas y el cumplimiento de las normativas establecidas por el reglamento de boticas, visitando anualmente los establecimientos del país. En su actuar encontró una serie de falencias en la implementación de las regulaciones y, como resultado, una serie de circunstancias facilitadoras del veneno (Fernández, 2013; Dusaillant, 2015).
En el ámbito de los alimentos también comenzó a expresarse una preocupación por su calidad, conforme se modificaba la industria y el mercado de alimentos. Las autoridades fueron señaladas como las encargadas de velar por la salubridad pública “cuidando de que no se defraude a los consumidores en la venta de bebidas i sustancias alimenticias deterioradas o nocivas a la salud” (Boletín de Hijiene i Demografía, 03/1898,p. 44) y de implementar controles destinados a velar por la calidad y toxicidad de los alimentos. Estas medidas se hacían urgentes, considerando, por ejemplo, que la adulteración de algunas sustancias alcanzaba “límites verdaderamente increíbles”, ratificados por los laboratorios del Instituto de Higiene cuyos análisis mostraron, por ejemplo, que para 1896 alrededor de un 80% de la leche vendida en la ciudad no cumplía “con las más elementales exigencias de la higiene” (Boletín de Hijiene i Demografía, 02/1898, p. 32).
En este escenario, la preocupación respecto a la peligrosidad de las drogas persistió, sumada a la proliferación de medicamentos manufacturados locales o importados de Europa y Estados Unidos. Estos últimos no solo no eliminaron el temor que generaban los preparados de boticas, sino que además activaron nuevas desconfianzas relacionadas con los propios problemas que manifestaban las medicinas industriales.
Los periódicos informaron en detalle sobre los problemas que gatillaba el veneno ydescribieron los efectos causados por su ingestión. Así también lo hicieron gran parte de los expedientes judiciales que describieron su consumo y sus consecuencias. Convulsiones, dolores de estómago, perturbaciones cardíacas, sudor frío, fenómenos cerebrales, miradas desesperadas ypérdida de concienciaentregaban indicios sobrelos feroces efectos de estas sustancias en el organismo y el temor que surgía entre los afectados al percatarsede su situación, particularmente en los envenenamientos accidentales o criminales. Los registros del venenoretrataron los gritos y dolores de los envenenados y lasospechaque rápidamente se revelaba en sus rostros al reconocer una situación que se tornaba evidente. Como señalaría ante el juez el hermano de Rosa Barros, una joven de 19 años envenenada con estricnina,las convulsiones y la rigidez muscular iniciadas tras consumir una oblea para el dolor de cabeza fueron acompañadas rápidamente por “una angustia tal” que solo se explicaba por el presentimiento de su “inmediata muerte” (AJS, Sumario por la muerte de la señorita Rosa Barros, 1909, C 945, E 7, f 6). Igualmente, la fatal ingestiónde una Cápsula de Vialpor parte de Mercedes Villanueva fue presentada por la prensa desde su angustia y la de sus cercanos. Mercedes había ingerido la capsula antes de ir a dormir, sintiendo de inmediato una sensación de quemadura en la garganta. Sus gritos se escucharon por todo el vecindario, leyéndose no solo desde el dolor físico, sino desde el miedo que generaba un posible cuadro tóxico, posibilidad probable en un barrio que hacía poco tiempo había enfrentado otro episodio similar cuando una mujer del pasaje tomó por equivocación yodo metálico (LUN, 31/07/1907).
La transformación de ciertos casos en historias de connotación y circulación pública avivó este sentir. La prensa informó de los casos que se abrían en los juzgados y en ocasiones de sus etapas.En este sentido, estossucesoscriminales siguieron el tono mostrado por eventos similares ocurridos en Europa y por un ideario proyectado porla medicina legal y la ciencia criminológica que impulsaba tímidamenteciertos modelos respecto al veneno, su uso criminal y su exploración judicial.Historias como el envenenamiento de Sara Bell, ocurrido en el Santiago de principios del XX, que implicó el fin de la vida de una joven en manos de su pareja, representaroncasos arquetípicos, ampliamente difundidos y fijados en la literatura. En la historia de Sara Bell se mostró al veneno como un recurso al servicio de crímenes intrincados, que se forjaban en desamores, pasiones, envidias, y que vinculaban a hombres y a mujeres, familiaresy conocidos. A través de él también, se gestaban y comunicaban nuevos tipos criminales, como el del envenenador o envenenadora, en función de sus habilidades, astucias y posibilidades, como enseñaba la criminología positivista(Lombroso, 1898).
La omnipresencia del veneno lo llevó a posicionarse como causa posible en muertes inciertas y malestares, generando nuevas necesidades respecto a sutratamiento judicial, particularmente en lo relacionado con la pericia. Así sucedió con Sara Bell, cuyo fallecimiento en 1896, registrado inicialmente como un ataque al corazón, derivó en un intrincado proceso judicial activado con la carta de un vecino que acusó una “muerte sospechosa”. El carácter misterioso del deceso de una mujer “completamente sana” y los gritos de auxilio proferidos que hicieron pensar, como indicaría la prensa, en ¿otro crimen misterioso? vinculado a un posible envenenamiento,solo se transformaron en una posibilidad real una vez que se activó la pericia, y los peritos encontraron veneno en el sitio del suceso.
La historiografía internacional ha abordado las nuevas acciones destinadas a administrar el uso del veneno y, con ellas, las preocupaciones que contribuyeron a su control (Bertomeu-Sánchez y Guillem-Llobat, 2016). La comprensión del envenenamiento como un peligro asociado a las relaciones sociales que surgían en contextos de mayor civilización, como las grandes ciudades y los enclaves industriales,vinculado a la circulación de nuevos productos, atado a las acciones de figuras criminales especiales, como la del envenenador o envenenadora, contribuyeron a delinear un imaginario que visibilizó al veneno desde la preocupación que este generó, pero también desde la atracción que concitó(Whorton, 2010 y Burney, 2012).
Como señala Ian Burney, el carácter “invisible e impalpable” del veneno activó la imaginación frente a un delito considerado “especial”, surgido de un acto de violencia que no involucraba un contacto directo entre el ejecutor y su víctima, empujando un abordaje diferenciado (Burney, 2012, p. 5). Si bien se lo consideró como un crimen silencioso, posible de pasar desapercibido, el envenenamiento dejó marcas en el cuerpo de la víctima y en el sitio del suceso posibles de ser identificadas, que hicieron del veneno una materia visible y palpable.Sin embargo, la identificación de estos trazosrequirió nuevos conocimientos, metodologías, artefactos, espacios y actores; requirió, en suma, de nuevos procesos científicos capaces de hacer de esas marcas, registros legibles, comprensibles y comunicables.
El envenenamiento tuvo en tribunales un tratamiento diferenciado, siendo definido en el Código Penal (1874) como un acto en el que se agravaba la responsabilidad criminal, en coherencia con legislaciones internacionales que consignaron una especificidad a este crimen. Fue considerado un hecho grave, con o sin destino fatal. Su estatuto se vinculó con las llamadas “muertes diferentes”, consideradas como muertes “inesperadas, repentinas”, algunas violentas, que tuvieron una mayor circulación en el debate público de la sociedad de la temprana modernidad (Gayol y Kessler, 2015). Se presentó como rumor, surgido de quienes cuestionaron las causas de muerte esgrimidas por médicos o testigos, o por las dudas que persistían frente a muertes sigilosas, imprevistas y difíciles de determinar.
El interés por registrar el envenenamiento como un evento criminal diferenciado quedó manifestado en el artículo 494 del Código Penal, que planteó que este debía ser informado “de forma oportuna” por el facultativo que lo notara (Puga Borne, 1896). En gran parte de los casos, el envenenamiento constituyó una sospecha que se nutría de un contexto que favorecía su judicialización. El caso de Rosa Barrosilustra este proceso de significación, en el que el encuentro de un boticario, una sirvienta y unas obleas de aspirina, sumado a signos de postración y temor, fueron suficientes para suponer que las convulsiones sufridas por la joven y su posterior muerte, se debieron a un cuadro de envenenamiento que debía ser investigado (AJS, Sumario por la muerte de la señorita Rosa Barros, 1909, C 945, E 7). Así también, la prensa informó rutinariamente de eventos sospechosos, aludiendo directa o veladamente a la presencia del veneno. En efecto, en tribunales los demandantes no tuvieron reparos en nombrar el veneno y mostrar aquellos elementos que hacían posible su participación.
Estasospecha fue respaldada por la medicina legal. “Hai que pensar siempre también en la posibilidad de una intoxicación”, instruía el médico Federico Puga Borne en su manual de medicina legal, aconsejando además una exploración detenida, apoyada en la ciencia,“porque ciertos venenos pueden matar sin dejar sobre los distintos órganos señales materiales de su acción”.En su texto, uno de los principales referentesde la medicina legal del fin de siglo insistía en la necesidad de “llamar la atención de la justicia sobre este punto i reclamar un análisis químico cada vez que las circunstancias en que se ha producido la muerte dejan lugar a una sospecha de envenenamiento” (Puga Borne, 1896, p. 325). Si bien, como se presentó anteriormente, ya existían regulaciones que normaban los envenenamientos, en la práctica la necesidad de investigar una muerte y considerar la posible responsabilidad de un veneno en ella, activónuevos tipos de investigaciones y contribuyó a la demanda por nuevas saberes en la justicia, al convocar a hombresversados en farmacia y química para colaborar en la comprensión de estas historias.
Los agentes periciales cambiaron en el tiempo, conforme se fueron produciendo ajustes disciplinares e institucionales en el área de la farmacia y la química. Para mediados del siglo XIX, la justicia tendió a llamar a boticarios y farmacéuticos vinculados a la Universidad de Chile o la Sociedad de Farmacia, quienes se hicieron cargo de analizar los productos sospechosos y determinar su carácter venenoso en los escasos y precarios laboratorios existentes. Para fines del siglo XIX la demanda se orientó hacia los toxicólogos o ensayadores que se desempeñaban en los principales espacios de análisis del país, comandados por el Instituto de Higiene (1892) y su laboratorio de toxicología, quienescomenzaron a ser considerados como los especialistas más pertinentes para estas tareas, adquiriendo protagonismo en la comprensión y caracterización de sustancias tóxicas a través de nuevas técnicas de identificación (Correa, 2017).Para inicios del siglo XX, estos expertos contaban ya con cierto reconocimiento, siendo presentadoscomo actores protagónicos en las historias criminales que la crónica periodística entregaba a la población, lo que les permitió cimentar sus credenciales y consignar el aporte científico que realizaban a su ciudad, como dan cuenta algunas entrevistas realizadaspor reporteros ávidos de novedades.
El veneno gatilló un interés particular en los especialistas. Con el desarrollo de la química y de la medicina legal, se entendía que el veneno ya no solo correspondía a una materia abordable por boticarios y farmacéuticos, sino a un elemento cuya opacidad requería del saber de toxicólogos. En esta presencia, los expertos sacaron dividendos, dentro de un contexto que reforzó su condición de especialistas y valoró sus metodologías de interpretación, apoyados en la nueva institucionalidad higiénica que se levantaba en el país tras la creación del Instituto de Higiene en 1892.
Los tribunales se presentaron como escenarios útiles para mostrar el potencial de los peritos en el control y administración de los productos tóxicos. Fueron llamados a participar en cientos de casos, como respuesta al requerimiento legal y al reconocimiento de su habilidad y destreza, pese a los numerosos problemas que acompañaban a su tarea, relacionados con el incumplimiento por parte de los tribunales de las condiciones que requería la pericia para su óptimo desarrollo, particularmente en el manejo de las muestras y en los tiempos de sus envíos.Esta participación pericial seguía la experiencia mostrada por expertos internacionales como Pedro Mata (1811-1877) en España, a propósito de sonados juicios criminales ocurridos en esas latitudes como “la causa María Bonamot”, Alfred Swaine Taylor (1806-1880) en Inglaterra en el juicio de William Palmer o Mateu Orfila (1787-1853) en Francia en el “affaire Lafarge” entre otros, los que compartieronla atracción por el veneno y sus complejidades, y la importancia dada a la justicia, en la promoción de la química y en el reconocimiento desu autoridad científica (Cuenca, 2017; Burney, 2006 y 1999).
En Chile, varios casos de envenenamiento se vincularon con hechos escandalosos y de difícil definición, como la muerte de Sara Bell en el Santiago de 1896 (Undurraga, 2018; Cornejo, 2019). En el sumario del caso, la tesis inicial sobre la existencia de una enfermedad natural se quebró conforme se encontraban nuevas pistas en el cuerpo de Sara y en los espacios habitados por ella. El informe médico legal practicado tras la exhumación de su cuerpo confirmó “qué se había cometido un crimen” (El Pueblo, 30/12/1896). Su cuerpo revelaba una posible asfixia por sofocación o una intoxicación por venenos, quizás arsénico, estricnina, digital o cianuro. Si bien no se encontraron inicialmente signos de veneno en su cuerpo, el arsénico identificado en un trozo de alfombra se perfiló como la huella más certera de un envenenamiento.
El experto contribuyó en la definición del veneno, estableciendo no solo su presencia, sino su escala, su calidad, su acción y sus consecuencias. A través de su conocimiento, intentóordenar el escenario de los venenos, nutriéndose del desarrollode la química, la farmacia y, con mayor énfasis hacia fines del siglo XIX, la medicina legal –que englobaba a la toxicología–.La tarea no era simple, considerando que la frontera entre venenos y medicinas era en varios casos extremadamente difusa, y que la sola presencia de indicios tóxicos no respaldaba la teoría de un envenenamiento. El arsénico,identificadopor Puga Borne como el veneno más frecuente en Chile[7], era a su vez una medicina consumidaen controladas dosis y un elemento presenteen una serie de objetos, como telas y papeles murales. Si bien los primeros tenían un destino terapéutico, siendo la mayor de las veces inofensivos, otros se transformaban en terribles venenosque envenenaban gradual y sigilosamente a la población. En estas posibilidades de apreciación, los tribunales se mostraron como sitios privilegiados para mostrar las habilidades y conocimientos específicos de los toxicólogos, frente a las dificultades que proponía el veneno.
En los expedientes judiciales por envenenamientoel veneno aparece de distintos modos: como huella, pista, posibilidad, engaño, y como hallazgo científico destinado a aportar en el desenvolvimiento de la verdad judicial. Como hallazgo asomaen una serie de objetos y sustanciascatalogados como sospechosos que fueron llevados a tribunales con el objeto de identificar su posible condición venenosa. Pasteles, restos de licor, polvos, pastas y pastillas, entre otros, fueron trasladados a los juzgados del país, usualmente en manos de policías, con el objeto de inspeccionarlos y contribuir a un proceso judicial en curso, bajo protocolos en construcción que desde la medicina legal intentaban instruir respecto de los procedimientos usados para garantizar resultados confiables e impedir la contaminación de las muestras (Correa, 2017).Así, las pastillas a las que José Marchant atribuyó su malestar fueron llevadas ante el juez, en la demanda contra su mujer Irene Cristi por intento de envenenamiento en Santiago en 1873, al igual que el “frasco de medicina” exhibido en el sumario de muerte de Adela Castro en Iquique en 1900, como pistas de la presencia escondida del veneno, para ser dirigidas a los especialistas, siendo en muchos casos reconvenidas, por las dificultades que su materialidad (y su manejo) suponían para el análisis.La mayoría de las veces, estos productos o sus remanentesfueron enviados al juzgado acompañadospor restos orgánicos, que actuaban como puente para confirmar su uso o consumo y su posible responsabilidad en los hechos. Así, por ejemplo, el pisco ofrecido por María Luisa González a su marido, Jorje Pierret, el que aparentemente le provocó un cuadro de envenenamiento, desapareció tras su consumo. En su reemplazo, la policía remitió dos frascos “con vómitos” que se pensaba contenían estricnina (AJS, Envenenamiento, 1893, C 1110, E 4).Del mismo modo, en la investigación que acompañó la muerte de Sara Bell, se enviaron al Instituto de Higiene cuatro frascos con vísceras para practicar en ellas el análisis químico legal correspondiente–corazón, pulmón y bazo, órganos genitales e hígado, estómago e intestinos y la masa cerebral– como base para indagar el posible uso de cloroformo, estricnina o arsénico (AJS, Homicidio, 1896, C 1, E 1, f. 288).
Estos objetos tiñeron las páginas de la prensa, siendo mencionados en muchas oportunidades como referentes materiales del veneno, y como fuente principal de la investigación y el análisis. La sospecha respecto a la composición de alimentos y bebidas, medicinas y tónicos y las interpretaciones que ofrecían sus muestras o sus rastros supuso desafíosque, pese al respaldo científico y a la participación de expertos, encontrarondificultades asociadas al estatuto de la toxicología, como disciplina en formalización que aún no instalaba los procesos necesarios para garantizar un análisis confiable. También encontró problemas en la apreciación realizada por los propios peritos, quienesaún constituían un grupo en formación e instalación. En el caso mencionado, que involucró el consumo de pisco posiblemente envenenado, “los vómitos” de Pierret fueron analizados por el médico de ciudad, Eduardo Donoso, posiblemente como consecuencia que en mayo de 1893 los servicios toxicológicos del recién creado Instituto de Higiene estaban recién conformándose y no abarcaban la totalidad de los casos de venenos judicializados en el país. El perito nombró los “polvos blancos” suministrados por María Luisa a su marido como estricnina, tras un análisis químico que además generó un nuevo objeto, un disco de vidrio opaco que tenía adherido una sustancia de color blanco que dejó en la secretaría del tribunal (AJS, Envenenamiento, 1893, C 1110, E 4).
En este estado de cosas, los objetos fueron fundamentales.Sus recorridos del tribunal al laboratorio y del laboratorio al tribunal dan cuenta del uso de la ciencia y de sus necesidades. El primer trayecto respondió a la necesidad de identificar y calificar el veneno a través del análisis. El segundo camino respondió a la necesidad de mostrarel hallazgo e instruir al juez de los resultados.Así como el supuesto veneno se desplazó al juzgado, escondido en una gama de productos, para serdeconstruido, analizado e identificado en el laboratorio, regresó a tribunales para ser exhibido como evidencia y como recurso persuasivo de los resultados del estudio toxicológico. Si bien con el paso del tiempo el ingreso de los toxicólogos coincidió con un mayor reconocimiento de su condición de expertos en el manejo del veneno, su estado embrionario como grupo profesional y la defectuosidad e insuficiencia de las muestras enviadas para análisis, las demoras, los problemas que mostraban los envases que las trasladaban –sucios y abiertos–, entre varios otros problemas,restaron certeza y credibilidad a su trabajo. Este estado de cosas impulsó el desarrollo de estrategias específicas destinadas a validar su trabajo frente a los jueces y a la sociedad en generala travésdel manejo científicodeciertos objetos (Ghiglioto, 1901).
En este sentido, los supuestos venenos presentadosinicialmente enlos juzgadosregresaron a los estrados para ser desplegados no solo como prueba, sinocomo elementos de convencimiento y comunicación de la importancia del análisis y de sus resultados. Estos habían sido transformados sustantivamente a través de la experiencia del análisis, tanto por su exposición a una serie de procesos químicos, como por la adquisición de nuevos significados asociados a su carácter tóxico. Su regreso daba cuenta que latoxicología, su lenguaje y sus metodologías resultaban difíciles de aprehender y comprender.Reservadas aunos pocos, resultaba fundamental que sus resultados se comunicaran al juez no solo a través de un informe escrito, sino por medio de la exhibición delveneno, aislado o en un determinado elemento.
El caso del arsénico es ilustrativo. Casi incoloro e insípido, resultaba una sustancia adecuada para ser mezcladacon alimentos sólidos o líquidos sin afectarlos mayormente, pudiendo ser consumido, absorbido e inhaladoen cantidades grandes o pequeñas, en una sola ocasión o en forma sucesiva. Su consumo generaba huellas en el cuerpo, como aquellas lesiones típicas del cuadro tóxico–estómago inflamado y manchado con placas redondeadas de rojo violáceo–que permitían a los médicosvislumbrarla presencia de arsénico. Estas pistas, entre otras, tendieron a respaldar la sospecha y la necesidad de acudir allaboratorio, con el objeto de corroborar o descartar un posible envenenamiento. Así, al estudio de las lesiones cadavéricas le seguía la investigación química del veneno, la que se enfocaba enla materia orgánica o en los objetos donde el veneno hubiese circulado o permanecido. Nuevas tecnologías, desarrolladas durante el siglo XIX, como el método de Marsh, ofrecieron la posibilidad de verificar científicamente dicha presencia (con controversias), al aislar el arsénico en estado metálico diseminado en el cuerpo de los envenenados y entregar una prueba material de su presencia. Acompañados de un despliegue discursivo en el que abundaron referencias a autoridades europeas del área de la química como Mata Fontanet, Tardieu, Casper, Leprince, Brouardel y Hoffmann,los venenos comenzaron a aparecer, de distintas formas, como signos del ejercicio de análisis que se ponía en práctica para colaborar en las verdades defendidas por los expertos. En este sentido, el análisis constituyóun acto integrado a las llamadas “tecnologías de verdad” que comenzaron a aplicarseen tribunales(y a desactivarse también) en el nuevo siglo, en Chile y en otras latitudes (Jennifer Mnookin, 1998; Simon Cole, 2001; Tal Golan 2004). Estas ayudaron a determinar la existencia o no existencia de un veneno, por medio de metodologías, aparatos, presupuestos que permitían dar con lo veraz, y en base a esa información, sumada a otros recursos, contribuir en la construcción de dictámenes judiciales.En el caso de Sara Bell, el examen químico legal realizado a los trozos de alfombra proveniente de una pieza de la casa en la que vivía la joven complementó las experiencias de análisis anteriores, las que fueron incapaces de encontrar restos de venenos, supuestamente volátiles, en los frascos con vísceras enviados al Instituto de Higiene. La alfombra, en cambio, enfrentada al aparato de Marsh, mostró que el trozo número 972 contenía arsénico, constituyéndose como la evidencia factual de la presencia del veneno en el sumario judicial (Puga Borne, 1896, p.781).
El veneno y su estudio permiten vincular la historia de las ciencias, de la sociedad de consumo y del imaginario afectivo que acompañó a su cultura material. La proliferación de nuevos objetos, de distintos orígenes y condiciones, así como las diferencias en su acceso y administración, no dejaron indiferente a la población. El miedo abonó y proyectó el debate sobre las condiciones de seguridad de los objetos que propiciaba la modernidad, le dio tribuna, circulación y urgencia. La identificación de un potencial venenoso en varios de estos objetos despertó el recelo, pero a la vez la atracción por conocer sus atributos y responsabilidades en eventos que involucraron la muerte efectiva o frustrada de hombres y mujeres de distintas edades. En este escrito me interesaba mostrar la existencia de un imaginario que acompañó la presencia urbana del veneno y que,apoyada en la circulación de objetos tóxicos o posiblemente tóxicos y en los sentires que estos generaron, promovió un determinado uso y administración.
El temor, nutrido de la sospecha, visibilizó el veneno, pero al mismo tiempo levantó la necesidad de la investigación. Empujó la judicialización de aquellas muertes sospechosas, le dio urgencia a eventos aparentemente oscurose invitó a la ciencia a hacerse parte del tratamiento del caso, con el respaldo que comenzaba a acumular como resultadodel desarrollo de la medicina legal y de nuevos procesos forenses. En este contexto, el veneno también atrajo a aquellos ensayadores, químicos, farmacéuticos y, hacia fines del siglo XIX, toxicólogos que, oficiando de peritos, vieron en el análisis de estos objetos una instancia de exhibición de su saber, poniendo en práctica, dentro de la vitrina que ofrecían las historias de venenos, el estado de avance de su ciencia.Así, tanto la prensa como la justicia entregaron a los expertos una exposición particular. Pese a las dificultades que supuso el análisis de los venenos, su formalización en el proceso pericial y su institucionalización bajo la toxicología y el Instituto de Higiene respaldaron gradualmente su condición de especialistas. La preocupación existente respecto al potencial tóxico de los objetos de la modernidad proyectó la imagen de los expertos como personajes claves de la comprensión de los envenenamientos, contribuyendo a la construcción de una confianza pública en la idoneidad de estos profesionales y de sus tecnologías de análisis para el estudio de la calidad y la sanidad de la cultura material de la ciudad.
Como ha sido sugerido por la historiografía,el estudio de los objetos no busca revelar arquetipos e ideales, sino, por el contrario, mostrar la fragmentación y diversidad que reúne una cultura(Grassby, 2005). Los venenos, los objetos que los acogieron, su deconstrucción material en el análisis y la configuración de nuevos objetos para oficiar de muestras apelan a la diversidad que congregó el veneno y a los distintos significados asociados a la cultura material de la temprana modernidad, a través de sus distintas definiciones y de sus condiciones de acción.