Resumen: Varios escritores cubanos que publican su obra a partir de 1990 proponen una serie de ficciones y ensayos sobre las relaciones tensas y contradictorias que mantienen con el poder estatal. Se puede afirmar que lo que presentan es una lucha por el control o la administración de los lenguajes que configuran la realidad. En este trabajo propongo describir y analizar esta lucha a través de una serie de figuras o escenas que se encuentran en la revista Diáspora(s), en La fiesta vigilada de Antonio José Ponte y en El comunista manifiesto de Iván de la Nuez. La intención ulterior de este texto es contribuir mínimamente, y desde el estudio de la literatura cubana, a un estudio sobre el poder en la actualidad.
Palabras clave:PoderPoder,realidadrealidad,Diáspora(s)Diáspora(s),Antonio José PonteAntonio José Ponte,Iván de la NuezIván de la Nuez.
Abstract: Several Cuban writers who have been publishing their work since 1990 propose a series of fictions and essays about the tense and contradictory relations they maintain with state power. It can be affirmed that what they present is a dispute for the control or administration of the languages that shape reality. In this paper I will describe and analyze this dispute through a series of figures or scenes that are in the magazine Diaspora(s), in La fiesta vigilada, by Antonio José Ponte, and El comunista manifiesto, by Ivan de la Nuez. The ulterior intention of this text is to contribute minimally, and from the study of Cuban literature, to a study on power today.
Keywords: Power, reality, Diáspora(s), Antonio José Ponte, Iván de la Nuez.
Dossiê
La realidad administrada. Reflexiones sobre la gestión de los signos por medio de tres figuras cubanas: la revista Diáspora(s), Antonio José Pone e Iván de la Nuez
The administrated reality. Reflections on the signs management through three Cuban figures: the journal Diáspora(s), Antonio José Ponte and Iván de la Nuez

Recepción: 14 Marzo 2019
Aprobación: 12 Junio 2019
En “El abrigo del aire”, recogido en El libro perdido de los origenistas, Antonio José Ponte cuenta una anécdota reveladora. A fines de los años ’80 o principios de los’90 dos jóvenes que querían ser escritores lograron que Eliseo Diego los recibiera en su casa. El poeta habló durante largo rato hasta que cortó su monólogo para preguntarles qué leían. Para salir del paso, uno de ellos balbuceó el nombre de José Martí. Entonces, Eliseo Diego les contestó: “Yo les pregunto cuáles autores leen, no cuál aire respiran” (102).
Ponte expande la idea que se encuentra detrás de esta ironía. Martí, en efecto, deseaba la ubicuidad. Dueño de una vehemencia que lo acerca a las películas mudas, autodidacta voraz y por eso escritor didáctico, su obra y su figura “presuponían la cita en los carteles, la recitación matutina junto a la bandera, la obligación escolar de leerlo y el servicio a cuanta política cubana apareciera” (106).
En un libro célebre por muchas y justificadas razones, Boris Groys dice que Stalin compuso, controló y administró una obra total en la que vivió la población; en Enigmas y complots, Luc Boltanski habla de la realidad como el entramado que administran el Estado y los medios de comunicación. En “El abrigo de aire” Ponte hace lo mismo: revela, con Martí, que los cubanos viven en una realidad administrada.
Pero lo interesante de Ponte y varios escritores cubanos disidentes es que, al enfrentar al Estado cubano, muestran la forma más general en la que los poderes administran la realidad. Al decir esto no se me escapa que en Cuba existe una situación inexistente en otros países. En aquellos gobernados por una democracia liberal, la administración de la realidad no depende sólo del Estado, sino también (y en una medida creciente) delos medios de comunicación e Internet. Pero en su lucha microscópica los cubanos proporcionan modelos de análisis y muestran las formas en las que el poder totalizante es y fue socavado como paso previo para la construcción de nuevas tecnologías de la realidad.
En las páginas que siguen voy a abordar estos temas por medio de la revista Diáspora(s), La fiesta vigilada de Antonio José Ponte y El comunista manifiesto de Iván de la Nuez. Pero no voy a hacer una lectura detenida de cada uno de ellos, sino que me conformo con describir algunas “figuras” o escenas. Como dice Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, “figura” no debe entenderse en términos retóricos, sino en un sentido gimnástico o coreográfico: es el “gesto del cuerpo sorprendido en acción” o “lo que es posible inmovilizar del cuerpo tenso” (13). En mis descripciones hay, también, acción y cuerpos en lucha: alguien amenaza a otro con una silla, un paseante intenta robarse una nariz y otro, un deambulador global, mira los objetos soviéticos que se venden en los mercados de pulgas o de Internet. Estas figuras, como las de Barthes, son lugares (topos) dentro de una Tópica del poder. La única diferencia es que la Tópica amorosa se encuentra hasta cierto punto vacía. Situaciones como la espera o la frase “¡te amo!” no se refieren a una persona: son esquemas en los que el individuo se vuelve sujeto amoroso, y no al revés. Las figuras de las que hablo son, en cambio, bien concretas. De todos modos, pueden conformar una Tópica del poder. A eso apunto al final del trabajo.
Voy a empezar con una escena de oficina. En una de las entrevistas que recoge la edición facsimilar de Diáspora(s), Rolando Sánchez Mejías cuenta que, después de que saliera el primer número (1997), el Ministro de Cultura, Abel Prieto, lo citó para mantener una reunión. El tema a conversar era Diáspora(s), que salía sin sello ni autorización oficial, lo cual evidentemente lo preocupaba. Pero si lo reunió, no fue para informarle que la revista no podía salir más (¿cómo lo haría?), sino para ofrecerle reconocimiento, un sueldo y(no podía ser de otra forma) una oficina. Sánchez Mejías rechazó las tentaciones y le exigió una serie de reformas políticas que juzgaba necesarias. La discusión bordeó por momentos la violencia: Sánchez Mejías llegó a amenazarlo con tirarle una silla por la cabeza. Poco después, el escritor se fue del país.
No sabemos si la escena ocurrió tal cual o si Sánchez Mejías exagera, pero se trata de un relato que representa una situación verosímil entre el Estado y los escritores. Por otra parte, no fue la única vez que ambos se cruzaron. Un año antes habían mantenido una discusión pública en el diario El País de España. En “Carta abierta a los escritores cubanos”, publicada el 13 de febrero de 1996 (también recogida en la edición facsimilar de Diáspora(s)), Sánchez Mejías hizo una denuncia: el Estado puso trabas para impedir que los escritores invitados pudieran viajar a España para participar del encuentro La isla entera. Enseguida, sostiene en su texto que se trata de una muestra más de que en Cuba han desaparecido los intelectuales a causa de que el Estado anuló “el espacio institucional necesario para su existencia –sociedad civil, revistas y periódicos autónomos, libertad de opinión, ausencia de censura política, etcétera” (140). Una semana después, también en El País, Abel Prieto rechazó tales imputaciones alegando que el patrimonio cultural le pertenece al pueblo y está regido por un programa que promueve “oficialmente, por las instituciones oficiales de la revolución, el arte crítico, reflexivo, inquietante, el arte de la herejía y de la duda” (141).
Ambas discusiones (la privada y la pública) muestran en qué consiste la administración de la cultura. Debemos entender esa palabra en un sentido institucional y burocrático, pero manteniendo también el significado que se le da en el ámbito de la medicina, cuando el médico administra determinada dosis o determinada dieta. En su carta, Prieto muestra por partida doble en qué consiste. Sin decirlo directamente, reconoce que el Estado no tiene la capacidad de mantener una adhesión unánime de la población. Por eso, administrar es tanto dirigir las opiniones como aceptar ciertas críticas al Estado. Pero administrar también es crear oficinas, subdividir la burocracia a fin de integrar las voces dentro de una estructura. Como le reprocha Sánchez Mejías, esto constituye una invasión del Estado sobre la población, porque lleva la crítica a problemas secundarios sin tocar las bases principales. Parafraseando a Mao Tse Tung: la administración favorece la discusión de las contradicciones secundarias para dejar intacta la principal.
Si Sánchez Mejías rechaza esa articulación de la palabra al Estado, lo hace también poniendo en marcha una revista como Diáspora(s), que sale en fotocopias y circula sin reconocimiento oficial. Eso le permite publicar textos contra el totalitarismo. Resulta verdaderamente notable la fuerza que tienen muchos de esos trabajos. Pero lo más importante es que en ellos los escritores de Diáspora(s) tuvieron una conciencia aguda de que el lenguaje es la forma del poder. En un ensayo panfletario que se titula, precisamente, “El lenguaje y el poder” (número 6, marzo de 2001), Rogelio Saunders sostiene que esa conjunción se puede ver en un Estado totalitario como el cubano, porque allí el lenguaje es “el aire que se respira” (490). Ponte ya lo había visto en su texto sobre Martí. Para Saunders, esto significa que el totalitarismo lo rebalsa todo con cifras, nombres, cantos victoriosos y una literatura y poesía coloquiales, abiertas a todos, cuyo propósito esa planar los lenguajes y construir “cabezas comunes”. Para Saunders, el lenguaje es el poder: designa, define y, por lo tanto, controla la realidad.
Ahora bien, tanto el poder del totalitarismo como la crítica de Diáspora(s) se puede comprender a partir de la oficina que repuse al inicio. Como dice Saunders, el poder consiste en nombrar; Prieto lo traduce en términos materiales: el poder se encuentra en la construcción y la subdivisión de oficinas. De ahí que podamos decir que Diáspora(s) mantuvo una lucha contra la oficina estatal. Notemos que tanto oficina como oficial(Prieto repite y subraya esas palabras) son derivados de opificina. La palabra oficial sale de las oficinas, que son los talleres en los que la obra (op, opus) se hace (facere). Por eso Diáspora(s)surge de los espacios en los que se administra la palabra, pero sale como subversión, como palabra no reconocida, no sólo porque critica, sino porque Sánchez Mejías, y después Carlos Aguilera y Pedro Marqués de Armas, aprovechan alguna fotocopiadora oficial para imprimir los números y distribuirlos de mano en mano[1].
Esta cercanía no se produce sólo en la oficina, sino en lo que podemos comprender como los dobles de la oficina: los congresos de literatura programados por el Estado. Detengámonos, por ejemplo, en el Coloquio Internacional Cincuentenario de Orígenes, celebrado en 1994. En él se expuso la línea oficial y la articulación que Cintio Vitier construyó entre la revolución y la obra de José Lezama Lima. Lejos de estar afuera del congreso, Sánchez Mejías y Marqués de Armas participaron con ponencias que luego publicaron en el primer número de Diáspora(s). En esos trabajos aceptan la lectura oficial: la teleología insular apuntaba a la revolución de 1959. Por eso están en la oficina (en el congreso): reconocen y aceptan la lectura de Vitier. Pero si en la oficina de Prieto Sánchez Mejías rechaza la administración de la palabra, en el congreso impugnan el tiempo de Lezama y el de la revolución: “Aquello que para Lezama y para Vitier fue un corte o fulminación o consecuencia de la Historia -dice Sánchez Mejías-, fue para otros hombres el dolor de la historia en sus propios cuerpos” (192). Y con mayor énfasis: “Lo que para ellos fue la cifra alquímica de la Historia, fue para otros la marca secreta y a la vez impúdica de la violencia de la historia en sus cuerpos” (192).
En su ensayo, Marqués de Armas también acepta que 1959 conjugó las ansias de Lezama con la revolución. Y sintetiza su rechazo con una sentencia deleuzeana: “Rostridad, año cero. Habana, 1959” (194). Contra esa rostridad, Diáspora(s) plantea su lucha saboteando la palabra. De este modo, propone una fuga molecular respecto de la estructura paranoica del Estado. Y esto en términos también materiales: hace un desfalco al Estado, por medio de las hojas A4 que salen de alguna fotocopiadora oficial.
En Diáspora(s) el escritor protesta en las oficinas del Estado. En La fiesta vigilada Ponte identifica esa lucha con otra figura: la de los espías entre las ruinas. Críticas como Teresa Basile e Irina Garbatzky han trabajado ese tema demostrando la importancia de la Guerra Fría y el archivo soviético en ése y en otros libros de Ponte. En el marco de este trabajo podemos decir que la trama de espías está organizada también alrededor de la realidad y la lucha por la administración. Para verlo, creo necesaria una leve digresión.
¿Qué proponen las novelas de espías, como las que escriben John Le Carré y Graham Greene, dos de los autores que Ponte homenajea en La fiesta vigilada? En Enigmas y complots, Luc Boltanski responde a una pregunta como esa diciendo que ponen de manifiesto, de manera a veces directa y otra por medios indirectos, la lucha por la realidad. Para tomar una imagen de Bajo sospecha de Boris Groys, los servicios secretos son como esos personajes invisibles que, en un museo, ordenan los cuadros y esculturas y garantizan una correcta iluminación. En este sentido, los espías son los que se encargan de orquestar la realidad en la que vivimos. Hoy en día esto es más claro que en la Guerra Fría. Solemos olvidar que estamos inmersos en relatos elaborados por los medios de comunicación. Personalmente conocemos a muy pocas personas: nuestros familiares, amigos, algún vecino, mientras que al resto los conocemos a través de medios y las redes sociales. De ahí el poder que tiene la información secreta: con ella se puede extorsionar o amenazar, porque cualquier elemento oculto puede desviar los relatos. El poder consiste en administrar la información, es decir, en decidir qué se muestra y qué se mantiene en las sombras, bajo amenaza de sacarlo a la luz.
Aunque Ponte no lo explicita, en La fiesta vigilada no se conecta sólo con los novelistas clásicos del género, sino también con una tradición paralela, que se inicia con 1984. En esa serie los protagonistas ya no son agentes al servicio del Estado, como lo eran en John Le Carré y Graham Greene, sino individuos que se levantan contra el poder ominoso y la orquestación maquiavélica de la realidad. En esta serie, lo importante son los mecanismos con los que el poder logra ese propósito. Por supuesto, en 1984 el Estado convierte al individuo en un ser anónimo y pasivo a través de medios represivos, pero lo central no es la tortura o la persecución, sino el modo en el que interviene en el medio cultural. Por eso, su principal recurso no es la violencia directa, sino el control de la información y la construcción de una neolengua, intencionalmente empobrecida. La misma idea se encuentra en una película posterior como Alphaville. En el film de 1965 Jean-Luc Godard representa una sociedad en la que todos los ciudadanos deben consultar un diccionario, que el poder interviene sacando o poniendo palabras y significaciones. Al igual que Orwell, Godard deja de lado el argumento clásico del espionaje y se concentra en la lucha por ese lenguaje o red de lenguajes que llamamos realidad. En griego existe una palabra que permite sintetizar el tema: koiné, que significa “lengua común”. La realidad es una koiné, una lengua común, de modo que existen koinés socialistas, liberales, populistas, etc. El poder consiste en operar sobre la koiné por medio de los diccionarios, las gramáticas y los medios de comunicación.
En La fiesta vigilada, Ponte conecta con toda esta tradición: con las novelas clásicas, con las que siguen a 1984 e incluso con la reescritura ciborg que hacen películas como Total recall, de Paul Verhoven, y Matrix, de las hermanas Wachowski. En uno de los capítulos de la primera parte de su libro, no en vano titulado “Nuestro hombre en La Habana (remix)”, Ponte glosa el argumento de la novela de Graham Greene. Como se recordará, James Wormold es un inglés que vive en La Habana y tiene un negocio de aspiradoras. Un oficial británico lo contacta un día para convertirlo en agente secreto. Wormold acepta porque necesita dinero, pero no sabe bien qué hacer: intenta reclutar otros agentes, pero las personas se resisten o se burlan de él. Por eso empieza a mentir (dice haber reclutado a tal y a cual) y ese tren lo lleva a desarmar una aspiradora y dibujar las piezas a escala edilicia para presentarlas como la imagen que alguien registró mientras volaba en avión. En la central británica concluyen que se trata de un arma que el Estado o los rusos están construyendo en Cuba. Ponte se detiene en ese detalle, y subraya que en inglés aspiradora se dice “vacuum cleaner”, que quiere decir limpiadora por vacío, lo cual tiene sentido, porque una aspiradora absorbe el polvo gracias a que los ventiladores crean vacío en su interior. ¿Por qué es tan importante esta arma que no es un arma y que designa el vacío que la constituye? Ponte no lo dice, pero lo sugiere por medio de una técnica de montaje parecida a la del cine. Después de glosar la novela, recuerda que la cultura de la revolución se forjó sobre la hipótesis de conflicto con Estados Unidos. Ponte lo dice con firmeza: la “industria de la guerra vino a reemplazar a la industria del turismo” (66). Pero ese reemplazo se produjo en un momento puntual: en octubre de 1962, tras la crisis de los misiles. Ponte retoma la aspiradora de Ourman in Havana y la transforma en un dispositivo demoledor: como en la novela de Greene, los soviéticos estaban a punto de instalar un arma contra Estados Unidos, pero a último momento desistieron, dejando un hueco que, como la “vacuum cleaner”, absorbió lo que estaba a su alrededor. A partir de entonces, el Estado puso a Cuba a las puertas de una guerra que nunca ocurrió, pero que operó por otros medios, porque obligó a que los recursos se destinaran a los sistemas de defensa y control, abandonando a su suerte una ciudad que se fue arruinando hasta mostrarse, en la actualidad, como un sitio que sufrió un bombardeo real.
En películas como Matrix, el poder interviene en las redes neuronales; en La fiesta vigilada el Estado interviene en esas otras redes semióticas que le dan forma a la realidad. A lo largo del libro, Ponte propone varias figuras para pensar la tensión entre estas formas de intervenir lo público y las resistencias de los escritores. A principios de los años ’60, el gobierno intervino la cultura por medio de la prohibición de ciertas prácticas y la creación de otras nuevas con el propósito de crear nuevos sujetos, como lo dijo el Che Guevara en “El socialismo y el hombre nuevo”. La misma intervención se registra cuando colapsa el socialismo y el gobierno se ve obligado a reemplazar la cultura soviética por el pasado nacional.
En un capítulo cuenta los cambios con una breve historia de los bares de La Habana Vieja. Desde principios de los ’80, dice Ponte, los signos soviéticos se encontraban en decadencia. En el bar “Two brothers” se vendía un ron infame (el adjetivo es de Ponte), la música salía de una radio rusa que saturaba y dentro se agolpaban marineros soviéticos con mal olor. Tras la caída del muro de Berlín, el Estado borró esos signos y comenzó a recuperar el pasado republicano. Ponte reconstruye la operación con una anécdota: un día se encontraba en una librería soviética y oyó el choque de un auto contra lo que después se enteraría que era el busto del escritor Manuel de la Cruz. Cuando llegó a verlo, se le presentó el siguiente panorama:
Los pedazos de cabeza de Manuel de la Cruz permanecían dispersos mientras la policía se ocupaba del conductor culpable. Yo llevaba una maleta y tropecé con la nariz. La embestida del vehículo había conseguido rebanarla limpiamente y debía residir en ella el olfato de aquel viejo escritor, así que procuré guardármela.
Pero vino a impedirlo una curiosa. Avisó a la policía que ya había un ladrón robándose la estatua. Señaló a la maleta y tuve que devolver, sin mayores consecuencias, la nariz de Manuel de la Cruz.
Meses después, puede que un año más tarde, el busto volvió a descansar sobre su pedestal. Llevaba incrustada la nariz, aunque en conjunto perdiera buena parte de su gallardía.
Restauraban también los edificios de la esquina. El hotel reabría bajo su nombre de siempre, el restaurante húngaro pasaba a convertirse en tratoria, el cine en empresa comercial. Todo traducido a dólares. Y alrededor de la estatua habían colocado cadenas para disuadir el paso (95).
El recorrido espacial es también temporal: Ponte escucha el choque en una librería soviética y cuando recorre las calles descubre una ciudad nueva. Con este movimiento sugiere que el Estado no elimina la lengua comunista con disimulo, sin estridencia, aprovechando el choque de un auto, un disparo en un bar, cosas así, que obligan a bajar las cortinas. El socialismo hace mutis por el foro, como un actor viejo y cansado.
Ponte simboliza el proceso con “Two brothers”. Alguien mata a otro de un tiro, lo que obliga a una clausura temporal. Con la persiana cerrada, los propietarios lo reciclan. Cuando lo reinauguran cobran en dólares y ya no queda rastro de la cultura soviética: ha sido reemplazada por un retrato de García Lorca y algunas fotos de marines norteamericanos que se tomaron su copa antes de la revolución. En un momento Ponte compara La Habana con Troya, esa ciudad que son muchas ciudades, apiladas las unas sobre las otras. En los años ’90 el Estado hunde La Habana socialista y desempolva algunos signos de La Habana de los años ’50: restaura las lenguas o parte de las lenguas que poco antes había abandonado con desdén. La operación tiene un propósito, que Ponte simboliza con la reconstrucción del busto de Manuel de la Cruz: reconstruir una cara, es decir, reconstruir una identidad nacional.
En todas estas descripciones y narraciones, Ponte se coloca como un espía que le planta una batalla al Estado. Pero no encarna un espía clásico. No se roba un documento ni tampoco descubre un arsenal escondido: se roba una nariz, la nariz de Manuel de la Cruz. Eso lo convierte en uno de los creadores de una nueva narrativa de espías: se levanta contra el control de la memoria histórica y la intervención del Estado, se levanta contra la articulación hegemónica de los signos, se levanta contra la apropiación de monumentos y ruinas. De este modo, transforma la trama de espías en un ejercicio de la crítica, entendiendo ese concepto con Michel Foucault (1995):la crítica es no querer ser gobernado de cierto modo. La crítica es una resistencia al poder: comienza con los humanistas, que exigen leer la Biblia sin el control eclesiástico, y llega a Ponte, que se lleva una nariz para entorpecer la identidad nacional que administra el Estado.
La figura de La fiesta vigilada es ese robo. Ponte muestra que su texto es una lucha por la interpretación. Para robarle, o en este caso para romperle, la nariz al Estado.
Tanto los escritores de Diáspora(s) como Ponte se levantan contra el lenguaje estandarizado del poder. Luchan contra la lengua coloquial (recordemos a Saunders) o contra la trama monumental. En ambos casos la crítica es un acto de sabotaje que desgrana o fragmenta la realidad. Ponte se roba una nariz, de la misma manera que Diáspora(s) invade la lengua y la pone en fuga a partir de lo que Idalia Morejón Arnaiz denomina poesía de “post vanguardia” (2013, 21)[2]. En ambos casos, el propósito es devolver a la materia (a los edificios, a las palabras) su desprolija e inefable singularidad. En este sentido, toman los significantes articulados por el poder para mostrar cómo se derrumba ese edificio o cómo queda un poco monstruoso tras la restauración. ¿Es posible el camino inverso? ¿Es posible asignarle un poder igual de crítico a la transformación de las ruinas en mercancías? La pregunta nos lleva a la tercera obra y a la tercera figura de la que nos vamos a ocupar: el socialismo colocado en una vidriera, tema central de El comunista manifiesto de Iván de la Nuez.
En ese libro, de la Nuez abandona el espacio cubano y formula una pregunta más general: ¿qué pasa en el mundo después de la muerte del socialismo? De este modo, el libro entra en diálogo con varios ensayistas y pensadores actuales. Para el Jacques Derrida de Espectros de Marx, uno delos interlocutores de Iván de la Nuez, el derrumbe del socialismo no tuvo consecuencias sólo para los países que vivieron bajo aquel sistema, sino también para los que se mantuvieron en sociedades de tipo liberal. Derrida no se refiere directamente a consecuencias como la destrucción de los estados de bienestar o el triunfo del neoliberalismo (aunque alude a ellas), sino que, empleando una expresión de Hamlet, sostiene de manera más general que la muerte del socialismo sacó al tiempo de sus goznes. Efectivamente, ese acontecimiento destruyó la estructura teleológica de la modernidad. Por eso, la pregunta es cómo pensar y cómo pensarse en la temporalidad pos-comunista. La respuesta está en Marx, pero en tanto ha vuelto como un espectro, un espectro que pulsa, como la sombra del padre de Hamlet, es decir, que impulsa una crítica y una visión de la historia y la sociedad nueva en tanto en él desaparece la teleología.
Iván de la Nuez comparte estas observaciones, pero, en comparación con su ensayo, las ideas de Derrida parecen demasiado abstractas. Para Derrida la pregunta es ¿qué hacer ahora?, incluso ¿qué hacer con Marx?, pero siempre es una pregunta por el pensamiento y la temporalidad. Iván de la Nuez se ocupa, en cambio, de cosas más concretas: como indica en el título de su libro, el problema es cómo se manifiesta el comunismo, y la respuesta es clara: por medio de mercancías.
Cerca del Groys de Obra de arte total Stalin, Iván de la Nuez sostiene que los grandes hechos se producen primero como tragedia, luego como farsa, para finalmente retornar como estética (o mercancía). Si Ponte se ocupa de la lucha de los espías por la interpretación y Diáspora(s) de lo que sucede dentro de la oficina gubernamental, Iván de la Nuez se concentra en el ingreso de las figuras de Marx y el Che al mercado global. En su ensayo muestra el carácter polifacético de este ingreso: Marx vuelve como best-seller en la feria del libro, reaparece en blogs y cursos digitales, retorna en íconos vendibles, paródicos, serios e irónicos, se materializa en una tarjeta de crédito (es la imagen elegida por un banco alemán) o en proyectos artísticos como Marx ®. Y lo que sucede con Marx sucede con el Che y el resto de la iconología socialista. Bajo el impulso del Eastern (la pasión por los países del Este) el capitalismo loteó la koiné socialista convirtiendo sus piezas en objetos de colección: uniformes, armas, fotos, banderas, escudos, íconos, e incluso la forma de los íconos, el alfabeto cirílico, las microhistorias, las anécdotas, las aventuras, las biografías. Todo es apasionante; por eso todo se puede vender.
No obstante, Iván de la Nuez demuestra que las ruinas del socialismo producen mercancías ambivalentes: por un lado, esos objetos nos recuerdan las promesas del socialismo y el diseño de toda una forma de pensar la política, mientras que, por el otro, son readymades que señalan con la misma contundencia el triunfo del capital. O, para decirlo de otro modo, son signos que apuntan al futuro (la sociedad sin clases), pero en tanto ese futuro se ha convertido en pasado. Por eso son los objetos por excelencia de la posmodernidad: más que el derrumbe del socialismo, lo que señalan es la muerte de la estructura utópica o mesiánica que le daba sustento a la modernidad. Iván de la Nuez piensa esta ambivalencia por medio de La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot. Situado en el mercado, ofrecido a un precio, el objeto socialista señala lo que Blanchot dice en ese ensayo: la comunidad, como lugar de reunión verdadera de los hombres y las mujeres, como espacio común, sin mediaciones económicas, en donde se borran las clases y las distinciones, se ha vuelto inconfesable, es decir, imposible como tal.
A partir de esto, Iván de la Nuez potencia las contradicciones de la mercancía del socialismo y la da una vuelta de tuerca a estas reflexiones. Si el ícono muestra la crisis del socialismo, también contiene una crítica al capitalismo, porque la transformación estética del socialismo trajo al mercado “algo que era inalienable de su código genético: un severo desencuentro con la propiedad” (120). Escribe Iván de la Nuez:
Lo que resulta verdaderamente comunista no son las estatuas hieráticas, ni ese lenguaje pétreo que el estalinismo solía conjugar desde el futuro perfecto. Lo que descoloca a la actual sociedad neoliberal que lapidó al comunismo -pero que se permite coleccionarlo como fetiche vintage- es que estos abalorios consiguen trastocar conceptos sagrados que el antiguo capitalismo manual -y el actual capitalismo de manual- llegaron a considerar eternos. Y que todo este revival ofrezca claves para que esa imperceptible e inconfesable comunidad blanchotiana comience a operar en código abierto, bajo ese software libre atribuido en exclusiva a la era digital, pero que es un valor intrínseco de la cultura desde sus mismos orígenes (120-121).
Quizás haya cierto apresuramiento en estas reflexiones. Sabemos que la discusión sobre la propiedad intelectual está preparada por el desarrollo de la lingüística estructuralista y la explosión que ésta provocó en las ciencias humanas. El texto más famoso es “La muerte del autor” de Roland Barthes, pero está claro que ese texto es la consecuencia teórica de la tesis, ya planteada por Jacques Lacan y Claude Levi-Strauss, de que el hombre es un efecto del lenguaje. Pero tomando estas advertencias, el planteo de Iván de la Nuez sigue teniendo la misma fuerza porque permite decir de una manera más clara que la mercancía socialista terminó de desplegar, llevando a la práctica, una transformación en las tecnologías que administran los signos y por lo tanto la realidad. El comunista manifiesto sintetiza esto por medio de la observación de que el Partido Comunista (PC) se derrumbó en el mismo momento en que apareció la computadora persona, la pc. ¿No se advierte el cambio en los sistemas de gestión de la información que se encuentra en ese reemplazo? El Partido Comunista funciona como una metonimia de la modernidad clásica. Hasta el derrumbe del Muro de Berlín, el Partido, y lo mismo podemos decir de la Raza, la Nación o el Estado, organizaban los signos a su alrededor y estructuraban una sintaxis precisa gracias a que esas instituciones y referencias comunitarias se proponían como los representantes de una verdad histórica o una sustancia que no se podía cuestionar. Así como las palabras salían del alma de las personas, los lenguajes procedían de esos tótems de la modernidad. Si la caída del PC se produce en el momento en que se inventa la pc, esto significa que triunfa una nueva gestión de la información, que abandona la lógica totémica para plantearse rizomática bajo el impulso de Internet. Por eso el poder cautivante de la mercancía socialista: al desacoplarse del PC se vuelve un objeto repetible, parodiable, capaz de producirse en serie, de modo que recuerda el pasado, pero al mismo tiempo es un readymade que designa el triunfo de las tecnologías que gestionan los signos en la actualidad.
Las tres figuras a las que hice referencia se pueden desplegar en una cronología: la escena entre Sánchez Mejías y Prieto es de alrededor de 1997, el libro de Ponte es de 2007 y el de Iván de la Nuez de 2013. Esto permite presentar esas escenas en una secuencia para analizar los cambios globales que se produjeron en la forma de administrar la realidad. Concentrémonos, para verlo, en los objetos: una silla, una nariz y un conjunto específico de mercancías. Una silla (la silla de Sánchez Mejías) es un objeto de oficina. Está a punto de convertirse en un arma, pero no se resignifica de esa manera y permanece como mobiliario oficial. Ponte da un paso adelante: encuentra una nariz separada del cuerpo, lo que sugiere que el socialismo se está fragmentando, pero la administración estatal todavía es potente (moldea la mente de los transeúntes, que lo censuran), de modo que, separable, no puede ser separada. Por último, las mercancías de las que se ocupa Iván de la Nuez son léxicas que pasaron de la subordinación socialista a la yuxtaposición del mercado. Esta progresión muestra cómo se fue transformando el poder. Si miramos el capitalismo global, como hace Iván de la Nuez, se pasa de una centralización estatal de los signos a una descentralización en la que el ideal se disemina en la mercancía.
Pero ésta no es la única manera de mirar las cosas. También se puede ver que en cada escena se enfrentan ideas distintas de cómo organizar los signos. Por eso las tres figuras pueden comprenderse dentro de una Tópica del poder. En definitiva, la pelea en la oficina, el sabotaje a un monumento y la compra de una mercancía son micro escenas en las que se dirime el poder. Y hay que agregar lo siguiente: en las escenas cubanas, o por lo menos en aquellas de las que me ocupé, se ve el nacimiento, no cronológico, sino tópico, del poder semiótico actual.
Detengámonos, para verlo, en la fotocopiadora de Diáspora(s). Parece un detalle superfluo, pero no lo es: se trata de la máquina que hizo posible la existencia de la revista. Esto muestra que en cierto estado tecnológico la censura se revela muy limitada. En este sentido, la fotocopiadora (y las computadoras) exponen el nacimiento de otra forma de administrar la realidad.
En Suturas, Daniel Link analiza la novedad que significó la fotocopiadora por medio de una anécdota. Un día llegó al instituto donde trabajaba y descubrió que habían convertido su escritorio en el lugar donde apoyar ese aparato. No oculta que se sintió dolido (¿cómo no?), pero con el tiempo descubrió que su “modo de leer equivalía, equivale, en la economía del Instituto, al modo de leer de una fotocopiadora” (56). Parece una salida ingeniosa (lo es), pero Link le da una justificación interesante. Una fotocopiadora se ocupa de repetir, como Pierre Menard repite El Quijote, Andy Warhol sus largas e inmóviles escenas de cine e Irineo Funes cada una de las cosas que recuerda. Por eso, ¿qué es un artista después de Borges y Warhol? “Deixis pura”, contesta Link. “El sentido, desplazado indefinidamente a lo largo de una serie, desaparece. Bloques de texto, animales vivos, palabras sueltas, rosas, fotos de periódico, cajas de jabón en polvo, moléculas de sustancia viva: el arte es lo que señala”, y más aún, “el arte es un laboratorio perceptivo que dice he ahí lo que se ve, lo que se escucha” (subrayado de Link). Por eso en Borges todos los libros son copias o transcripciones. “Escribir, lo que se llama escribir (por ejemplo en Flaubert), no se escribe: o se copia o se muestra lo que se encontró, hipótesis minimalista” (69).
¿Por qué la fotocopiadora, como máquina de repetición, representa una nueva forma de administrar los signos? Porque rompe con la metafísica del origen y la destinación, lo que significa que fulmina la lógica mesiánica de la modernidad. Y de manera más concreta porque, como demuestra Diáspora(s), las fotocopiadoras reducen de tal modo los requerimientos técnicos para hacer circular la información que enloquecen la forma estatal y centralizada de administrarla realidad. Como si la lógica arborescente le dejara paso a la forma deleuzeana en la que las redes semióticas fluyen de un lado a otro sin fuente original[3].
Dispositivos similares operan en La fiesta vigilada . El comunista manifiesto. En el primero, Ponte compara su trabajo con el de un DJ cuando remixa una vieja canción. Por eso titula la primera parte de su libro “Nuestro hombre en La Habana (remix)”. Se trata de una palabra ingeniosa, pero fundamentada. Ponte no escribe sino que reescribe. Y al hacerlo transforma lo que está en juego. Porque cuando glosa el argumento de Graham Greene, lo convierte en una lucha contra la administración estatal de la realidad. Por otra parte, Nuestro hombre en La Habana muestra que detrás de la sociedad que se funda después de la crisis de los misiles de 1962 no hay nada. El origen es una repetición: no conecta con nada originario, sino con un vacío. De ahí en más, la burocracia amontona papeles, fotocopias de fotocopias, sin original. Lo mismo vale para El comunista manifiesto: Iván de la Nuez muestra que la mercancía comunista se forma cuando se despega el significante (o el objeto) del discurso que le daba sentido. El libro expone, como el de Ponte y Diáspora(s), las condiciones de posibilidad dela nueva tecnología del poder: cómo se produce el tránsito entre el control estatal y la autonomía rizomática de los signos.
Podemos decir, entonces, que las tres figuras constituyen una tópica: son los lugares en los que se resquebraja la historia en tanto muestran que una forma de administrar los signos le está dejando su lugar a la otra. Ahora bien, en este marco los libros de Ponte e Iván de la Nuez trazan dos direcciones. En Ponte, la repetición del género de espías significa establecer una posición crítica contra un gobierno determinado. La fiesta vigilada mantiene el gesto heroico que dice “no quiero ser gobernado de este modo”. Ese gesto también asoma en El comunista manifiesto, pero detrás de un clima de asfixia y encierro. Aunque celebra el derrumbe del Muro y el consecuente reemplazo del PC por la pc, de la Nuez descubre que esos acontecimientos también significaron el fin de la política en manos de la administración mediática de la vida.
El argumento se puede extender porque parte de un diagnóstico extendido. En La humanidad aumentada. La administración digital del mundo (un libro que podría leerse después de El comunista manifiesto), Eric Sadin sostiene algo similar. En los años ’50, las computadoras empezaron a controlar tareas administrativas en los bancos debido a que superaban a los humanos en cuanto al cálculo y la fiabilidad. Con Internet, el control digital creció de manera exponencial: para Sadin, hoy en día opera sobre lo que deseamos, escuchamos, vemos, compramos, votamos, pensamos y sentimos.
Desde 200, las películas de ciencia ficción anuncian que las computadoras tomarán por completo el control de la población. En esos films, la inteligencia artificial gobierna a las personas e incluso en muchos casos concluye que es necesario destruirlas (como el homo sapiens al hombre de Neanderthal). No tenemos razón para desdeñar esas ficciones. Puede que anuncien el porvenir, pero lo fundamental es que son metáforas hiperbólicas de la forma en la que se gestiona actualmente la realidad. Por una parte, revelan que la inteligencia artificial es una red de captura del ser humano, y por la otra desplazan e incluso hacen desaparecer al Estado: en esos films (¿en la actualidad?) los que administran la realidad son empresas privadas o sistemas de recolección, control y gestión de datos completamente automatizados.
Aunque es ajeno a esta estridencia futurista, El comunista manifiesto dice algo parecido sobre la actualidad: han desaparecido la política y la democracia de nuestras sociedades. En un momento del ensayo, Iván de la Nuez habla de los indignados, cuyas protestas sacudieron a España hace algunos años. En Barcelona, dice, las autoridades terminaron con ellas por medio de una modificación en el medio ambiente. El gobierno convirtió la plaza central en una pista de hielo. En paralelo, la revista Times puso a los indignados como personajes del año. Si por un lado tuvieron que irse de la plaza porque ésta fue congelada, por el otro los medios los congelaron, convirtiéndolos en mercancía.
Y esto nos lleva a una conclusión y a un interrogante final. Primero, la conclusión: aunque los escritores de los que me he ocupado hablan de un tipo de sociedad que en casi todo el mundo ha desaparecido, la lucha que entablan muestra el nacimiento del poder actual. Por eso el estudio de los cubanos disidentes podría tomarse como uno de los grandes aportes a una Tópica general del poder en la actualidad. Y esto conecta con el interrogante con el que quisiera concluir este trabajo. En el medio semiótico en el que nos encontramos, dominado por la gestión de los signos por parte de entidades públicas y privadas a través de sistemas computacionales, ¿existe la posibilidad de plantear una posición libertaria como la de Ponte? La pregunta excede este trabajo, y tal vez, por el momento, no tenga respuesta.