DOSSIÊ
Recepción: 28 Agosto 2016
Aprobación: 10 Octubre 2016
Resumen: Este trabajo describe y analiza la obra La Ilíada (2000) de Teatro de los Andes que, retomando el texto homérico desde el contexto boliviano y latinoamericano, ofrece una interpretación crítica del pasado reciente de las dictaduras cívico-militares y el presente neoliberal de la región. Esa lectura es posible gracias al diseño de una compleja arquitectura discursiva, visual, lingüística –con apelación al quechua y español– y musical –combinando tradiciones vernáculas y europeas–, que reelabora numerosos y variados intertextos. Nutrido de los aportes de la crítica cultural latinoamericana y los estudios de la memoria, y considerando el marco socio-histórico en el que se inserta y con el que discute la obra, este ensayo reflexiona sobre las formas de representación del dolor y la violencia, y las prácticas de la resistencia y de duelo, a propósito de un espectáculo que se postula a sí mismo como la memoria de un pasado-presente traumático del cual es necesario aprender.
Palabras clave: Teatro de los Andes, memoria, violencia, resistencias, duelo.
Abstract: This paper describes and analyses Teatro de los Andes’ La Ilíada (2000). This play critically interprets the recent past of the civic-military dictatorships and the neoliberal present of Bolivia and Latin America by bringing Homer’s text into this context. This is possible thanks to a complex discursive, visual, linguistic – both Quechuan and Spanish – and musical architecture – local and European traditions –, which re-elaborates numerous and varied intertexts. Once this plays presents itself as the memory of a traumatic past-present from which we must learn, the present paper examines the forms of representation of mourning and violence, as well as the resistance and mourning practices. In order to do so, we found support in Latin American Cultural Criticism and Memory Studies, and consider the social and historical period the plays discusses.
Keywords: Teatro de los Andes, memory, violence, resistance, mourning.
INTRODUCCIÓN: 25 AÑOS DE UN TEATRO DEL HUMOR Y LA MEMORIA
El grupo Teatro de los Andes (TA) cumplió el pasado agosto veinticinco años: veinticinco años desde aquel 1991 en que el sueño de hacer y vivir del teatro en Bolivia echaba a andar. Desde hace más de dos décadas este proyecto colectivo pone en práctica un teatro que no disocia el humor de la memoria; la acción física de la expresión poética; la palabra de la metáfora visual: todo ello en pos de una reflexión cifrada en el presente y para el presente respecto de la Historia, la cultura y la posibilidad de encuentro humano en la diferencia. La experimentación formal, el cruce de tradiciones, la incorporación de herramientas de distintas disciplinas y medios expresivos, y el trabajo plástico sobre el espacio son paralelos a una preocupación política y ética en torno a los temas abordados que siempre se vinculan e incluso emergen –a manera de resonador sintomático– a partir de los problemas de su tiempo y su espacio.
Desde esa perspectiva, a lo largo de su trayectoria el grupo produjo más de veinte espectáculos diferentes. La obra colectiva de sala de la agrupación puede dividirse hasta 2009/10 –año en que César Brie deja TA y la dirección de las puestas– en dos fases: de la “memoria cultural” (1991-1998) y de la “memoria política” (1998-2010).1 Afín al imaginario y temperamento local, en la primera se observa un énfasis de indagación sobre la cultura popular andina y el tratamiento de tópicos y figuras históricas bolivianas, mientras se utilizan procedimientos paródicos y satíricos, y un tipo de humor grotesco para abordar la temática del poder y los diálogos interculturales. Allí se encuentran las farsas Colón (1992) y Ubú en Bolivia (1994); y la tragicomedia Las abarcas del tiempo (1995). En la segunda fase, la meditación sobre la violencia y la impunidad resultan centrales: con un registro trágico, aunque sin perder el humor, aquí se incluye el así llamado por su autor “tríptico de la política” constituido por La Ilíada (2000), En un sol amarillo (2004) y Otra vez Marcelo (2005). Odisea (2008), en tanto, reúne la preocupación por la Historia social –propia de la segunda fase–, en clave cultural, reflexionando sobre la identidad local –caracteres de la primera.2
Este trabajo se concentra en describir y analizar la primera de las obras del tríptico que, semejante al poema homérico, se centra en el tema de la ira desmedida que posee a los guerreros y sus atroces consecuencias, y se sitúa en el último de los diez años de la guerra entre aqueos y troyanos cuando la destrucción y aniquilamiento de la ciudad de Ilión y sus habitantes, y el exilio de sus mujeres en calidad de esclavas. Retomando el texto clásico desde el contexto boliviano y latinoamericano, la pieza visibiliza las pervivencias del horror y la violencia, y la persistencia de diversas formas de disenso y resiliencia, a fin de ofrecer una interpretación crítica del pasado reciente y el presente. Esta lectura es posible gracias al diseño de una heterogénea y compleja arquitectura discursiva, visual, lingüística –con apelación al quechua y español– y musical –combinando tradiciones vernáculas, latinoamericanas y europeas–, reelaborando numerosos y variados intertextos cultos y populares.
Nutrido de los aportes de la crítica cultural latinoamericana y los estudios de la memoria, y considerando el marco socio-histórico en el que se inserta y con el que discute la obra, este ensayo explora las formas de representación del dolor y de las prácticas de resistencia y de duelo, a propósito de un espectáculo que se postula a sí mismo como la memoria de un pasado-presente traumático del cual es necesario aprender advirtiendo sus vestigios humanos: sea bajo la forma del resto-cadáver, o bajo el obstinado gesto de la compasión.3
I. ¿POR QUÉ Y PARA QUÉ VOLVER A LA ILÍADA HOMÉRICA? ¿CÓMO HACER DE LA ESCENA UNA FORMA QUE RECUERDE?
Desde 1997, producto del estrecho diálogo entre praxis artística y contexto socio-histórico, tanto el tono y los temas de la revista editada por Brie “El Tonto del Pueblo” como las inquietudes creativas del grupo se volcaron hacia la reflexión sobre el terror de las dictaduras del Cono Sur y la crítica a la guerra, la corrupción y la impunidad del presente. Hacía ya diez años que el régimen neoliberal se había instalado en Bolivia, lo que se tradujo en la reducción del gasto estatal, la flexibilización monetaria y la liberalización del mercado redundando, entre otras consecuencias, en la pauperización brutal de la vida cotidiana de los mayoritarios sectores populares –urbanos y rurales– y masivas migraciones a países vecinos y Europa. En ese marco de precarización en las condiciones de vida, desde el retorno democrático el movimiento de defensa de los DD.HH. había acusado un progresivo y serio desgaste interno, haciendo muy difícil la articulación en la esfera pública de reclamos por verdad y justicia respecto del período de las últimas dictaduras cívico-militares –1971-1978 liderada por Hugo Bánzer; 1980-1981 liderada por Luis García Meza. En efecto, con un electorado atomizado y el sector minero desconcentrado y desmoralizado tras los despidos masivos, en 1997 el ex-represor Hugo Bánzer fue electo democráticamente como presidente de la Nación y continuó impulsando las recetas económicas dictadas por el FMI y, por supuesto, políticas de des-memoria respecto de un pasado reciente comprometedor para su imagen pública.
Pero no sólo la clave local conmovía al colectivo –“Algo está ocurriendo para que seamos tantos los que necesitamos recordar y razonar sobre el genocidio” (1997, 3) señalaba el editorial del número 2 de la Revista–: simultáneamente en el plano internacional, las guerras yugoslavas que se extendieron desde 1991 hasta 2001 alcanzan enorme impacto comunicacional con los enfrentamientos de Bosnia y Kosovo (1995-1999). Las imágenes de vulneración, tortura y destrucción de la vida personal y social se multiplican: parece no haber límite para la crueldad.
En esta dramática coyuntura y con una sensibilidad próxima a la problematización de la condición humana, la política y la Justicia, Brie se reencontró casualmente con el poema homérico y vio en él una clave extraordinaria para pronunciarse, para responder responsablemente a su tiempo y su espacio, convergiendo preocupaciones locales y globales: volver visible y audible la violencia de un pasado reciente “ausentado” de la agenda política boliviana contemporánea, explicitando las formas de su pervivencia; y alertar respecto del ejercicio brutal de la fuerza en el presente, condenando la abulia y la falta de solidaridad. Lejos de la apreciación de algunos críticos que vieron en la apelación a los relatos clásicos un procedimiento des-historizador en pro del reconocimiento transnacional, consideramos que la recuperación del poema homérico encuentra su motivación en la trágica actualidad de sus núcleos centrales tanto en la Bolivia –y Latinoamérica– de fines de los noventa –un país traspasado por la impunidad y vulnerado por la desigualdad y la corrupción–, como en un mundo cada vez más conectado por las nuevas tecnologías pero más perplejo ante la crueldad e indiferente frente al dolor de los demás.4 Así, en la obra que nos ocupa las temáticas de los cuerpos insepultos y su vejación, la compasión humana y el duelo, anudan tres tiempos poniendo de manifiesto sus semejanzas y resonancias. Dijo Brie al respecto:
El poema se cierra con la búsqueda por parte de Príamo del cadáver de su hijo, que Aquiles se llevó para vejarlo. En nuestro continente, donde las heridas abiertas hace treinta años no podrán cerrarse hasta que no se conozca el destino de los desaparecidos y secuestrados, La Ilíada, poema que narra una batalla ocurrida hace 3000 años, sigue siendo vigente
(Brie, 2000, 11).TA se inspira y retoma la potente síntesis de lírica, historia, mito y reflexión sobre lo humano que ya se encuentra en el poema Ilíada de Homero.5 Si éste recoge una larga tradición oral, tanto el texto como la puesta presentan una pluralidad de voces y discursos de diversa procedencia y prestigio que convergen produciendo una compleja lecto-escritura de la epopeya de carácter escénico, que problematiza y hace estallar una noción simplista de las prácticas de narración del pasado. Lo hace porque es allí donde se juega la transmisión de experiencias significativas y aprendizajes públicos y en público: es decir trabajos de la memoria (Jelín, 2002). El gesto de re-contar los mitos griegos desde una perspectiva actual lleva implícita la conciencia de ser un eslabón más en la larga cadena de narradores que han reinventado temas y tópicos clásicos, desde variantes locales y en diferentes tempos históricos, resonando con su aquí y ahora.
El diseño del espacio escénico denota esta doble intención de memoria y aprendizaje. La dimensión horizontal, por la que se despliega y transforma permanentemente la acción, es la forma escénica del ejercicio mnémico: un corredor de la memoria donde coinciden el pasado remoto, el reciente y el presente, y en el que lo local y lo universal se ponen en diálogo. Perpendicularmente, la dimensión vertical es una suerte de muro, primero desierto y luego cada vez más poblado por objetos y trazos, que se configurará como documento. instante de peligro vuelto imagen: como en la muralla de Troya, allí se darán cita las marcas de la guerra. En el final, esa pared vuelta mural será reminiscencia de la vida destruida, e interpelación al espectador: ¿del recuerdo doliente de estos objetos se desprende un aprendizaje responsable?
A través de este espectáculo el pasado reciente tuvo una original vía de irrupción en la vida pública: al construir semejanzas históricas y culturales entre el ayer y hoy, el trabajo mnémico que provoca la obra semeja una elipse que en su movimiento inscribe una serie de analogías insistiendo en la potencia ética y pedagógica de una memoria que, mirando el pasado y buscando darle sentido, aprende de él. Con el peso simbólico, afectivo y material de la muerte y la violencia sistemática de las dictaduras latinoamericanas; el socavamiento de una vida digna y respetada durante el régimen neoliberal de los noventa, y el estupor frente la guerra de Europa del este; la tracción del pasado al presente reconoce una serie de pérdidas irreparables, y desde allí aspira a contribuir a la diseminación de una sensibilidad y una conciencia lúcida y participativa ante los actuales desafíos relativos a los DD.HH. Justamente, lo hace a partir de instalar desde el plano simbólico una instancia de duelo como recurso político, es decir: “un proceso lento por el cual desarrollamos un punto de identificación con el sufrimiento mismo (…) [que] puede ser el punto de partida para una nueva forma de entendimiento si la preocupación narcisista de la melancolía puede estar orientada hacia una consideración de la vulnerabilidad de los otros” (Butler, 2006, 88).
Señaladas algunas claves de comprensión respecto del escenario histórico en el que se inserta el proceso de creación y estreno de la obra, los siguientes apartados se focalizan en el análisis de la representación y figuración de: el ejercicio de la fuerza, es decir el impacto de la violencia sobre los cuerpos y su concomitante cosificación; las solapadas formas de resistencia y resiliencia al horror; y el duelo como práctica subjetiva y social reparadora (posible o pospuesta según el caso).
II. TRAZAS DEL DOLOR
La exploración del ejercicio de la crueldad y los límites de lo humano en el uso de la fuerza tuvo como faro de orientación el trabajo de Simone Weil “La Ilíada o el poema de la fuerza”. Mucho más que un intertexto, ese ensayo proveyó las claves de relectura socio-histórica del poema: “El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de La Ilíada es la fuerza (…) Los que soñaron que la fuerza, gracias al progreso, pertenecía ya al pasado, pudieron ver en este poema un documento, los que saben discernir la fuerza, hoy como antes, en el centro de toda la historia humana, encuentran en él el más bello, el más puro de los espejos” (Weil, 1961, 13).6 En efecto, la pieza aspira a convertirse en un espejo-espéculo para mirar e internarse en aquellas zonas inquietantes que constituyen lo humano: una forma de memoria de la agresión y el dolor que pugna por un aprendizaje ético.
La Ilíada aborda el problema de la violencia deteniéndose, alternadamente, en la conversión de quien ejerce la fuerza en objeto sin identidad; la acción violenta propiamente dicha; y la transformación del Otro en cosa. Nótese al respecto la “guía” que ofreció el texto de Weil:
(…) el soldado vencedor es como una calamidad natural; poseído por la guerra, como el esclavo, aunque de distinta manera, se ha convertido en una cosa (…) Tal es la naturaleza de la fuerza (…) petrifica diferentemente, pero por igual, a las almas de los que la sufren y de los que la manejan (…) hombres (…) transformados, rebajados al nivel de la materia inerte que no es mas que pasividad, o al de las fuerzas ciegas que no es mas que impulso
(Weil, 1961, 33).Reducidos a lo esencial en carácter y número, los personajes masculinos detentan con exclusividad el uso/abuso de la fuerza: Aquiles y Agamenón, y en menor proporción Ulises, son la viva imagen de la codicia de riquezas y de poder, y la brutalidad.7 El dolor que inflingen y la inercia a la violencia a la que se entregan los ha despojado de sus señas humanas, y los cuadros que los tienen como protagonistas comparten una pregnante presencia visual de líquidos rojos en cuerpos, objetos y el murallón, que exuda “sangre” en sus extremos.8 Las acciones de los personajes son cometidas con plena conciencia y, como en Las troyanas de Jean Paul Sartre, se justifican con la impunidad que brinda una mueca civilizatoria. En la denuncia que realiza el personaje de Casandra respecto de la ferocidad de la guerra y la vejación del hombre por el hombre, se transluce la voz de Sartre que impugna la dominación colonial sobre Argelia:
Casandra: Agamenón furioso no perdona a nadie. Se sube a un avión, lanza a Little boy sobre Hiroshima, sobre Nagasaki, levanta pirámides con las calaveras frente a las ciudades que conquistó (…) envía soldados a Angola, a Mozambique. Tortura a los presos, levanta el Gulag, Auschwitz, la ESMA, La Perla (…) invade Chechenia (…) Agamenón, la fuerza, la furia (…) la bota en el rostro
(Brie, 2000, 39).
Andrómaca: Hombres de Europa, despreciáis a África y Asia y nos llamáis bárbaros, creo, mas cuando vanagloria y codicia os lanzan sobre nosotros saqueáis, torturáis, asesináis ¿dónde están los bárbaros entonces? Y vosotros, los griegos, tan orgullosos de vuestra humanidad, ¿dónde estáis? Os lo digo: ni uno de nosotros hubiera osado hacer a una madre lo que hacéis conmigo con la tranquilidad de la buena conciencia. Bárbaros! Bárbaros!
(Sartre, 1966, 58).En la obra, el cuerpo humano se mancilla desde la palabra a través del insulto y los gritos; se lo degrada por medio de la danza que incluso se vale de líquidos y gestos que metaforizan la tortura (manchar el rostro y el cuerpo, expulsar y salivar “sangre”); y bajo el estatuto del cadáver-cosa, ya muerto, el cuerpo se profana y mutila, se lo expone como ejemplo pedagógico, signo de desgracia, maldición y vergüenza. La representación del asesinato de Licaón es elocuente al respecto: ataviado con su armadura de guerra, un casco del que sale una vistosa peluca roja y tocando el djeridú, Aquiles tortura y asesina a uno de los hijos de Príamo. Intencionalmente su semblante lo aleja de cualquier forma humana a fin de exponer su transformación monstruosa ya desde el vestido, como la voz (gritos y sonoridad amenazadora del instrumento). Simétricamente, el ejercicio de des-realización de la humanidad de la víctima está mediatizado por el uso combinado del color y el gesto, al golpear la cabellera empapada de tintura roja contra la muralla blanca. El actor ejecuta rápidos y repetidos movimientos –“latigazos de sangre”– cuyo sonido resulta abrumadoramente inquietante: la desfiguración del cuerpo de la víctima llega al punto en que ya no es reconocible en las marcas que deja su flagelación sobre la pared… es puro azote.
Si bien las batallas y las formas de asesinar presentes en el poema están condensadas, la obra no diluye su impacto: a través de una saturada excitación polisensorial por medio del canto, la danza y el color, los cuadros de enfrentamiento construyen una radical atmósfera violenta. El trabajo con danzas bolivianas, hindúes y argentinas sirvió como inspiración para su representación (danzas guerreras de la zona de Macha, baratha natyam, chacareras y malambos, entre otras);9 y en cada escena se estableció un contrapunto entre texto y acción (elocuencia/ potencia metafórica). Sin maniqueísmos ni espectacularidad, el tratamiento de la tortura y las diversas expresiones de “dar muerte” a un Otro, confrontan al espectador con un espejo de brutalidad y abuso que lo interroga.
Otra de las figuras con que se pone de manifiesto la idea de “fuerza-cosa” es la de los siervos de la escena o “perros”: una potencia siniestra que, aunque está presente a lo largo de la obra, adquiere momentos de relevancia específica.10 A nivel sonoro, la puesta se inicia con sus aullidos y ladridos salvajes dotando a la escena de presentación de un clima amenazante, de cacería, de peligro inminente. Luego adquieren una modulación distinta al presentarse visualmente a través de figuras completamente vestidas de negro que separan, mueven y retienen a los esposos Andrómaca y Héctor, impidiéndoles la continuidad del amor. Estas figuras carentes de estatuto de personaje son una forma de dar cuenta del impulso abstracto, la fuerza ciega sin rostro ni identidad que, deshumanizada, des-humaniza.
Por otra parte en la apelación y desmembramiento de muñecos artesanalmente confeccionados como desdoblamiento del cuerpo de los actores, la obra procura iconizar la violencia en tanto ejercicio de poder: la mediación metafórica hace visible la vejación y la condición residual de lo humano, marcando a su vez el límite de la representación/simbolización del exterminio. Como en la estética de Tadeusz Kantor, el muñeco en la escena es “un “órgano complementario del actor”, prolongaciones (…): nunca como sustitutos, sino como dobles perturbadores e ‘ilegales’” (Diéguez, 2007, 115). Siendo síntoma y profecía, esas “corporalidades fantasmáticas” (Diéguez, 2007) –fragmentadas o no–, son también un procedimiento visibilizador de esos sujetos dolientes, incómodos, que el relato dominante se encarga de soslayar, diluir o estereotipar: las víctimas. Vale como ejemplo la escena del asesinato de Dolón: la misma transcurre en penumbras, tan sólo iluminada por unos focos de luz de linternas en constante movimiento. Entre gritos y aullidos, Ulises y Agamenón golpean sin cesar a Dolón y terminan por decapitarlo superponiendo en el cuerpo del actor una cabeza de muñeco que, cual botín de guerra y recuerdo del horror, será colgada del murallón mientras continúa la burla verbal a la víctima.11
Sin embargo, La Ilíada no sólo confronta al espectador con la brutalidad de la que puede ser objeto o aquella que constituye –también– lo humano: “Cuando el arte hace visible los procesos de aniquilación que van deteriorando a las comunidades, extiende una advertencia. Ese señalamiento es también resistencia contra la indiferencia y apuesta por la transformación de la vida” (Diéguez, 2007, 151).12 En efecto, la obra se detiene igualmente en figuras y expresiones de resistencia y resiliencia: más que una forma monolítica y compacta, a través de una miríada de mujeres la pieza exhibe distintas estrategias de oposición al horror/violencia que van desde la simulación –Briseida– a la denuncia –Casandra–; y desde la animalización –Hécuba– a la rebeldía –Polixena–.
III. POTENTES MURMULLOS DEL DISENSO
En una suerte de lectura a contrapelo que destaca los personajes menores del poema, en el espectáculo de TA las mujeres adquieren relevancia y espesor dramático: no sólo son representadas como cautivas, esclavas, viudas –víctimas sobre las que se ejerce la fuerza–; sino también como sujetos valientes que se oponen al poder dominante y son vehículos de la memoria compartida. Para ello la obra articula los perfiles doméstico-íntimo y público-político de la mujer: ellas personifican el amor conyugal, maternal, filial, fraternal; y transfiguran la experiencia de la militante, la presa-detenida, las madres, hermanas y esposas de desaparecidos. Este énfasis “femenino” permite advertir el reverso de trama de los cantos heroicos para denunciar el culto masculino al coraje y la muerte sobre el que descansa.
Weil vuelve a ser una referencia insoslayable para comprender la figuración de la mujer. Según la filósofa francesa, el esclavo pierde todo, incluso la vida interior, pero: “Cuando sufre o muere uno de aquellos que le han hecho perder todo, que han asolado su ciudad, que han asesinado a los suyos bajo sus ojos, entonces el esclavo llora. ¿Por qué? Sólo entonces le son permitidos los llantos. Hasta le son impuestos” (Weil, 1961, 18). Amparado en esta cita, Brie recuperó el testimonio de Graciela Daleo que, en tanto cautiva durante la última dictadura argentina, fingió muchas veces para expresar sus sentimientos y aparentó aceptación mientras internamente se resistía a la imposición ideológica dentro del campo. Briseida es el personaje que resume esta figura de “sumisión insumisa”, doliente pero táctica, astuta.13
Otra de las manifestaciones de disenso resistente y conservación de la dignidad en medio del horror, es la impugnación del carácter absurdo y desgarrador de la guerra, que tiene en Casandra su mayor portavoz.14 En ella la profecía no sólo es el ejercicio de la propia palabra, sino la iluminación de un horizonte compartido: justamente, es porque su discurso crítico exaspera, incomoda, desorganiza el estado de cosas naturalizado, que nadie elige creerle. La desconfianza y el aislamiento a los que se la condena adquieren forma visual con la imagen de un cuerpo lisiado, “impedido”: Casandra en muletas. Su celo por inspirar nuevas preguntas, el empeño reflexivo y la objeción al fanatismo belicista son la causa de su segregación y se advierten en cada una de sus intervenciones como cuando, hablándose a sí misma, parece dialogar con el espectador en estos términos: “¿Quién me devuelve la calma, la niñez? (…) ¿Quién vuelve a un hombre, un cuerpo inerte a puro tajo? (…) ¿Quién dialoga con un alma que se escapa por las heridas? (…) Yo testimonio un soplo, un desconsuelo, aquellos de los que hablo han muerto todos (…) No me devuelvan un futuro. Todo el porvenir nos ha pasado por encima” (Brie, 2000, 20).15
Si Casandra “es” el cuestionamiento incisivo y desenmascarador,16 Hécuba “es” la defensa instintiva de la Vida: antes del nacimiento –al negarse a dar muerte a su hijo Paris en quien se había vaticinado la caída de Troya–; durante la guerra –al preservar a su hijo Polidoro–, y en la sobrevida. Su relato es el que abre y cierra la obra, que podría ser entendida como una larguísima retrospección mnémica, el último gesto humano de la madre antes de convertirse en perra. Según Eurípides y luego Ovidio, la venganza contra un antiguo amigo por el asesinato de su hijo terminará por convertirla en fiera. Por su parte, Brie excluye la represalia y retiene la conversión animal causada por el dolor de su familia asesinada y la indignación frente a la impunidad de los vencedores:
Hécuba: Me llamo, me llaman, me llamaban Hécuba. Un tiempo fui feliz en tierra de Troya. Ahora, por tanto sufrir, me he vuelto perra (…) no hay palabra que nombre al triste padre o a la madre del hijo muerto. No hay modo de nombrar un tal dolor. Tal vez innatural, inútil, vano, eterno (Brie, 2000, 13).
Renuncio a mi forma (…) Me vuelvo perra con todas mis fuerzas. No respiro, jadeo, vuelvo al principio. Al puro instinto…
(Ídem, 43).La transformación de Hécuba se inserta en una constelación mayor de mutaciones deformantes por la violencia que venimos describiendo desde el comienzo de este ensayo. Pero incluso cuando la animalización puede excluirla del universo social para priorizar la potencia destructiva del impulso irracional, cabe preguntarse: ¿de qué orden “civilizado” se retira esta madre trocada en bestia? Nótese que en las tragedias en las que aparece la reina se reitera una acción dramática significativa: intenta erguirse, ponerse de pie frente al dolor, para luego dejarse atravesar por él y derrumbarse. Más allá de las obvias connotaciones trágicas por la acumulación de muertes de las que es testigo, vale pensar que en el gesto de no poder levantarse se trasluce la experiencia del arraigo, la gravitación al suelo patrio, justamente cuando éste es el equivalente de la propia familia. ¿No es la cuadrupedia una forma de resistencia, una extraña y desgarradora manera de estar cerca de la tierra, la familia y el pueblo que configura su identidad?
Otra de las figuraciones femeninas que manifiestan el disenso a la violencia está encarnada por la “rebelde” Polixena, cuyo ejercicio de libertad y soberanía sobre su propia vida/muerte sirve de enlace entre el pasado remoto, el reciente y el presente latinoamericano. Confluyendo dos intertextos disímiles –la tragedia de Eurípides (registro poético) y las cartas del periodista Rodolfo Walsh “Carta a Vicki” y “Carta a mis amigos” (registro documental)–, Polixena y Victoria Walsh se superponen y establecen un juego de semejanzas analógicas y resonancias.17 Retomando lo planteado por María Moreno (2004) destaquemos que, lejos de la idealización naif y a contrapelo del machismo presente en el sentido común de los setenta y también dentro de las organizaciones de izquierda, en las cartas mencionadas Walsh-padre configura una imagen compleja de la militante política que deja traslucir una confianza muy peculiar en el saber de las mujeres: aliento que Brie recupera y continúa a la hora de construir dramáticamente el personaje. En efecto, es la conservación hasta las últimas consecuencias de la propia dignidad, la coherencia entre palabra, pensamiento y acción aquello que se subraya en la figura de Victoria-Polixena, y en ella(s) va el recuerdo de muchas militantes y luchadoras sociales. Véase la semejanza de caracteres:
Polixena: déjame morir antes que apelar a ruegos vergonzosos, indignos de mí (…) que una vida sin honra es la mayor de las desdichas
(Eurípides, 1966, 213).
De buen grado muero (…) siendo libre quiero morir como libre (…)
(Ídem, 217).
Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida (…) Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros (…) Sabía que en una guerra de esas características, el pecado no era hablar sino caer (…) ‘Ustedes no nos matan, dijo, nosotros elegimos morir’. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron (…)
(Walsh, 1994, 189-191).Como hemos visto, en los personajes femeninos convergen el sentido de la pérdida –cautiverio, esclavitud, segregación, desarraigo, orfandad– y la resistencia valiente, aunque en absoluta soledad, frente a una situación intolerablemente dolorosa. Esta firmeza sin degradación se expresa también en la práctica del duelo en tanto afirmación de lo afectivo –el amor, la compasión, el cuidado de la vida humana hasta la sepultura–, como parte de la experiencia de lo político. La próxima y última sección explora la figuración de esta expresión socio-simbólica de contestación y resiliencia a la violencia.
IV. DUELO: EL AFECTO POLÍTICO
La representación del duelo como práctica subjetiva, social e histórica, y también como disposición afectiva para procesar una pérdida, es otro de los nodos que permitió a TA trazar analogías entre el ayer y el hoy: “Me di cuenta de esa preocupación constante que hay en el poema de Homero por el destino de los cuerpos (…) los militares rompieron con algo atávico en el ser humano, el cuidado del muerto querido y su identificación. En este poema, quizás por su tremenda violencia, hallé preguntas y mandatos sobre el cuerpo (…) Dame sepultura” (Brie en Foix, 2013, 204). En efecto, el tratamiento escénico del tema del derecho afectivo y político del duelo se desarrolla a través de distintos puntos de vista/voces que van desde las Ceres –entes transtemporales asociadas al destino– y las viudas; pasando por la víctima insepulta, hasta la figura de los padres.
Las Ceres aparecen hacia el final del primer acto para reponer verbalmente las maneras en que los guerreros fueron encontrando la muerte, mientras escénicamente estos retroceden de forma maquínica hasta el murallón blanco y se desploman. Ellas son las encargadas de enlazar aquellas muertes con las de quienes cayeron durante los golpes militares latinoamericanos. Mientras suena un fragmento del “Cuarteto para el Fin de los Tiempos” de Olivier Messiaen,18 estas mujeres se acercan entre sí y comparten fotografías de tres desaparecidos bolivianos:
Cer 2: A Marcelo Quiroga le dispararon también. Lo reconocieron en las escaleras. Traspasaron las balas el tierno cuerpo.
Cer 3: Dieron en Carlos Flores, que estaba detrás. Cayeron ambos. Los llevaron heridos hasta la sede del Estado Mayor.
Coro: Los insultaron, vejaron, torturaron hasta que los alcanzó la fría muerte. Y el destino implacable.
Cer 1: Los cuerpos… aún los parientes buscan. Sus cuerpos para el duelo.
Cer 2: Sin sepulcro yacen, en algún lugar.
Cer 3: De ellos quedan el nombre y la memoria pero no la tumba
(Brie, 2000, 27).Aquí es transparente la referencia a las históricas Madres de Plaza de Mayo (Argentina) en su búsqueda por Memoria, Verdad y Justicia, denunciando el accionar del terrorismo de Estado y utilizando para sus rondas de reclamo las fotografías de sus hijos desaparecidos. De un modo semejante, las viudas –entre quienes sobresale Briseida– expresan la impotencia frente al exterminio y el desconcierto desesperante por no poder identificar a sus familiares:
Briseida: (…) Todos buscaban a sus muertos. Difícil era reconocerlos (…) Y así iban dividiendo a los muertos, este es tuyo.
Viuda: Este es mío (…)
Briseida: Y así quemaron esta tristeza en la mañana en una parva como para espantar a los siglos (…)
Coro: Yo perdí un amado. Yo perdí un hermano… amado (…)
Coro: Y cuándo empezó lo que ahora sucede. Y cómo y quién tiene la culpa
(Brie, 2000, 27-28)Si la obra puede funcionar como una retrospección mnémica de Hécuba respecto de la guerra y destrucción de Troya: ¿quién desencadena su “recuerdo” y para qué? Pues el más pequeño de sus hijos, Polidoro, que por seguridad ha pasado la última década junto a un amigo de la familia y nada sabe sobre su tierra natal ni los desastres de la contienda. Habiendo sido asesinado y abandonado su cuerpo a las aguas, el niño pide conocer su propia historia y ruega por su sepultura, solicita el reconocimiento social y afectivo que lo haga reingresar al entramado compartido: de ahí que Polidoro remita a los detenidos desaparecidos arrojados al mar durante las últimas dictaduras. En la versión de Eurípides y Ovidio, luego de que su cuerpo fuera lanzado a las aguas, Hécuba lo recupera y lo reconoce: el mar se lo devuelve y puede ofrecerle sepultura. La Ilíada de TA parte de ese encuentro amoroso y compasivo entre el espectro del niño y su madre en un lugar liminal, alquímico: no es la ciudad de Troya sino su ruina; no es el Hades, pero está habitado por fuerzas extrañas –los perros– y una mujer está a punto de renunciar a su forma humana. En ese territorio se reúnen madre e hijo y de su diálogo emerge la obra.
El cuerpo entero de Polidoro aparece débilmente alumbrado en el extremo del corredor cerca del murallón, y adquiere una fuerte pregnancia emotiva gracias al canto de un poema andino muy antiguo y sumamente conocido en Bolivia perteneciente al indígena Juan Wallparrimachi.19 Interpretado en quechua y en español, los versos dan cuenta del dolor de un hijo inerme:
Polidoro: ¿Ima phuyun jaqay phuyu,
yanayasqaj wasaykamun?
¿Qué nube es aquella nube
que obscurecida se aproxima?
Mamaypaj waqayninchari
paraman tukuspa jamun.
Será el llanto de mi madre
convertido en lluvia viene.
(…)
Descansa mi madre mía.
Te lo pido de rodillas20
Mientras el niño ofrece un relato sobre su periplo personal, la iluminación se contrae hasta dejar apenas un débil foco de luz lateral que semeja, por su forma horizontal, la superficie del mar iluminada por la luna, sobre la que el personaje parece flotar. El agua, como para los detenidos arrojados al mar o el río, será el vago sitio de su sepultura, condenando a los vivos a la imposibilidad del proceso de duelo, y a los muertos, en palabras de Jacques Derrida (1984), al asedio. Por sus reverberancias respecto de los desaparecidos, Polidoro pone de manifiesto de forma conmovedora la necesidad y el derecho afectivo, cultural y político de recibir una tumba digna, respetar y cuidar el cuerpo al momento de las exequias; y especularmente, funciona como la faz inconclusa de los rituales de despedida con que sí contará su hermano Héctor.
La repetida frase del poema “Por un hijo que muere no hay recompensa” condensa el drama de los padres/madre de La Ilíada: Hécuba, Walsh y Príamo. Sólo este último consigue despedir a uno de sus hijos con ritos fúnebres y honrarlo públicamente, a diferencia de Hécuba, que se convierte en fiera, y Walsh quien, compartiendo la lucha con su hija, termina muerto.21 En el cuadro “El rescate de Héctor” se produce un desdoblamiento del hijo avasallado por la violencia y el personaje es encarnado simultáneamente por muñeco y actor. La escena muestra primero la liturgia del cuidado del cuerpo: el asesino Aquiles replica los gestos del padre, y si Príamo lava el rostro y el cuerpo del aqueo, éste hace lo propio con el muñeco que personifica al hijo; cuando el primero se quita el poncho, el segundo viste al muñeco con él. El segundo momento clave de la escena es la restitución del cadáver de Héctor: entonces ambos varones se unen en un lamento donde cada cual llora la pérdida del ser amado, hijo y amigo respectivamente. La disposición de los personajes en idéntica posición, Príamo recogiendo al hijo y Aquiles recogiendo al muñeco –que ahora remite a Patroclo–, insiste en la idea de que la guerra sólo cosecha muerte a un lado y otro de los contendientes, un espejo de pérdidas, de devastación, dentro del macro espejo-espéculo de la violencia que es la obra en sí.22
La escena-proceso de duelo continúa con el viaje de Príamo y su hijo rumbo a Troya. A lo largo del corredor el padre carga de diversas maneras con él –duplicado nuevamente en muñeco y actor–, y casi llegando al final del itinerario se coloca por delante del paso de Héctor que avanza hacia la pira fúnebre –expresando el curso inexorable de la muerte ––, luego reteniendo su andar –como si fuera posible suspender el destino del joven–, para finalmente colgarse del actor, que termina por retirarlo del espacio escénico:
Príamo: Vamos a quemarte hijo. Te volverás viento. Podrás descansar. Pero yo, hijo mío, no conozco el reposo. Si duermo te sueño, si despierto te pienso. Hazme descansar, Héctor, te lo ruego, caminar sin verte, dormir sin soñarte (…) Vamos, Héctor el camino es largo, volvamos a casa. Todos te esperan (…) Apura, hijo, lleguemos. (…) No, no!, quisiera cambiar. Que Zeus me conceda partir en tu lugar, quedar insepulto, cuerpo para buitres y tú renacer. Hijo, demasiado vivo, demasiado vivo estás dentro de mí
(Brie, 2000, 42).La obra concluye con la escena “Los funerales de Héctor”: tras el canto coral de lamentación ya oído cuando la entrega del cuerpo, casi a la manera de flashes testimoniales separados por apagones de luz, se vuelve sobre el derrotero de los sobrevivientes troyanos. Mientras Casandra narra una síntesis de la guerra, un siervo va despojándola de los signos materiales que hubo visto y presagiado y que, vueltos objeto, son dispuestos en diferentes lugares del murallón –un torso mutilado, espadas, varillas de lucha, armaduras–. Por su parte, entre aullidos de perros, Hécuba exclama:
Hécuba: No perdí nada, renuncio a todo. ¿Mis hijos ya no están? Yo los rechazo. No parí a nadie, no crié a nadie. Nadie quemó Troya, nadie vivió aquí, no hubo torres ni mar golpeando las murallas. Renuncio a la memoria. Lo que contamos volverá a existir. No existen el nunca más, ni el para siempre. Los carniceros aprenden del grito de sus víctimas. Las víctimas no aprenden. Hasta el último instante no saben que son víctimas. No se aprende de lo que no se reconoce (…)
(Brie, 2013, 62).23Este testimonio pone de manifiesto no sólo el negacionismo, la invisibilización del drama de los masacrados y las políticas del olvido, sino que hace explícita la trágica repetición del horror y la represión, la imperiosa necesidad de reconocer para aprender: justamente, el tipo de trabajo de memoria que busca vehiculizar TA. Que inmediatamente después de ese testimonio Príamo describa el funeral de Héctor y destaque el rol de los cantores no es inconsecuente: las prácticas de reunión, ese trabajo de hacer memoria del pasado y el presente a través de la belleza y la poesía –una de las funciones de los aedos griegos–, están en plena sintonía con la concepción que TA tiene sobre el sentido social y político del teatro.
MEMORIAS (PO)ÉTICAS
Sin duda La Ilíada fue un espectáculo de enorme relevancia tanto para la escena latinoamericana, como para el propio conjunto. Su solidez dramatúrgica y actoral, elaboración plástica y conceptual, fue resultado de la sinergia de un colectivo de trabajo que por más de un año se comprometió con un complejo –y muchas veces doloroso– proceso de investigación y creación, consolidando una poética visual que ya había dado muestras de su potencia y riqueza estética en Las abarcas del tiempo (1995). Con este espectáculo se inauguró una nueva fase de producción en el grupo, volcando sus interrogaciones sobre las formas de la barbarie humana y la injusticia; su impacto en los sujetos y colectivos sociales; y las estrategias de resistencia y disenso que fisuran el orden simbólico y discursivo dominante. Además, La Ilíada fue la obra que mayor prestigio de público y crítica recibió y la proyección en el escenario internacional de TA creció exponencialmente; mientras que el diálogo con la platea local adquirió nuevos matices provocadores y conmovedores. “La gente terminaba de pie… el público en vez de gritar Bravo!, decía Gracias!”, señaló Brie;24 mientras que la actriz María Teresa Dal Pero recordó cómo los mismos espectadores que al salir de la función ovacionaban estremecidos, minutos después se referían a los indígenas como “indios de mierda”, contradicción que le resultaba espeluznante.25 Y también fue, como dijo Brie, “el canto del cisne” del conjunto.26 Luego de giras internacionales y nacionales, varios jóvenes que se habían incorporado al grupo hacia 1998 decidieron distanciarse y comenzar proyectos personales: TA había entrado en una crisis que duraría varios años y que respondía, entre otros factores, a un creciente desgaste en los vínculos interpersonales y la emergencia de nuevas aspiraciones en sus miembros.27
En el marco del vigesimoquinto aniversario de la fundación de TA hemos vuelto sobre el trabajo de memoria que La Ilíada aún nos propone. La fuerza de este espectáculo radicó en su capacidad para afectar, perturbar, sacudir la propia posición –ya como actor, ya como espectador– no sólo frente al dolor del Otro, sino también frente al cuidado de la Vida-en-común en el aquí y ahora, y así ofrecer pistas para la activación de una ética humanitaria responsable, situada. En la obra, el pasado reciente sirvió de cuña para abrir, perforar el orden/tiempo cotidiano y habilitar una zona de experiencia donde era posible repensar el ayer, aprender del dolor y de la compasión, y cuestionar el presente subrayando la urgencia por construir un orden de convivencia más respetuoso, solidario y justo.
Tras los últimos flashes testimoniales y en la quietud final del espacio vacío, La Ilíada como espejo-espéculo de la propia imagen y el propio tempo histórico, como visión profética de la ruina del pasado en el presente, abandona al espectador. Tan sólo resta un canto ritual emitido fuera de escena y el murallón habitado por objetos de muerte, forma física de la interrogación: ¿hemos recordado? ¿Nos hemos re-conocido en el ejercicio de la fuerza y en su padecimiento? ¿Puede el teatro funcionar como escenario social de construcción de nuevos sentidos sobre la Historia, activar y agitar otras memorias? ¿En cuánto contribuye, desde el plano de lo simbólico, a la tramitación del dolor traumático causado por el terrorismo de Estado o la guerra? ¿Es posible que la escena y su carga poética sea “como el hacha para el lago congelado que llevamos dentro de nosotros” (Kafka en Huyssen, 2000, 163)? ¿Es la compasión nuestra contestación frente a la vulneración violenta de la Vida; o más aún, la forma en que adquiere expresión la conciencia, sensible y política, de nuestra semejanza con el Otro?
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Notas
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