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La inspiración reformista deberá activarse contra amenazas concretas que enfrenta hoy nuestra universidad. Entrevista a Diego Tatián
Pablo Gasparini; Ana Cecilia Olmos; Adrián Pablo Fanjul
Pablo Gasparini; Ana Cecilia Olmos; Adrián Pablo Fanjul
La inspiración reformista deberá activarse contra amenazas concretas que enfrenta hoy nuestra universidad. Entrevista a Diego Tatián
Caracol, núm. 16, pp. 86-105, 2018
Universidade de São Paulo
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La inspiración reformista deberá activarse contra amenazas concretas que enfrenta hoy nuestra universidad. Entrevista a Diego Tatián

Pablo Gasparini
Ana Cecilia Olmos
Adrián Pablo Fanjul
Caracol, núm. 16, pp. 86-105, 2018
Universidade de São Paulo

Entrevistadores: ¿Cuál fue el significado histórico de la Reforma y su vigencia actual, en Argentina y América Latina?

Diego Tatián: Uno de los legados más vivos de la Reforma, y tal vez una de las ideas más actuales del “Manifiesto” es su latinoamericanismo. Escrita en 1918, la frase “estamos pisando una hora americana” era sólo una expresión de deseos de los redactores del “Manifiesto”. Más bien, el tiempo latinoamericano irrumpió de la manera más plena durante las experiencias populares, hoy en reflujo. La palabra “integración” que los Estados y las nuevas instituciones regionales propulsaron en los últimos años (Mercosur, Unasur, Alba, Celac…) designa el desarrollo de un conjunto de políticas públicas continentales que buscaban producir comunidad entre los países de la región. Para ser eficaz, además de medidas concretas esa integración requiere la expansión de un equivalente afectivo que tal vez pueda ser hallado en una vieja palabra de la tradición revolucionaria, la palabra “fraternidad”. A diferencia de la igualdad y la libertad – que son ideas –, la fraternidad es un afecto político que se extiende en el imaginario popular gracias a decisiones comunes concretas de los Estados latinoamericanos para adoptar finalmente un horizonte de emancipación cultural y social. El establecimiento de condiciones que vuelvan posible una fraternidad latinoamericana resulta decisivo, pues estaría condenada a la impotencia una política que no considere la dimensión afectiva de la vida humana – y de las comunidades humanas en particular. Estuvimos “viviendo una hora latinoamericana”, hasta que tomara curso la reciente restauración conservadora en muchos países (por vía mediático-eleccionaria en Argentina; por medio de un golpe institucional en Brasil). Hoy ingresamos, nuevamente, en un momento de contrarreforma. La resistencia académica, política y cultural invoca viejas tradiciones de lucha. La inspiración reformista (no su repetición conservadora) deberá activarse contra amenazas concretas que enfrenta hoy nuestra universidad – la más concreta de todas: la imposición del Plan Bologna (implantación de sistema de créditos, reducción de la formación de grados a favor de los posgrados pagos, trabajo en empresas, destitución de la autonomía por adecuar planes a las exigencias de las corporaciones multinacionales, etc.).

El compromiso con los derechos humanos y la denuncia de lo que hoy llamamos violencia institucional es también una de las vetas más actuales y menos exploradas de quienes protagonizaron la Reforma. Deodoro Roca, Enrique Barros, Saúl Taborda y otros dirigentes reformistas formaron parte de organizaciones que denunciaban la prisión política y el armado de causas contra luchadores sociales. Ejemplares en esa dirección son los escritos de Deodoro en defensa de los presos de Leones en 1921, o su defensa del escritor comunista boliviano Tristán Marof en 1935, entre otros. Asimismo, el Comité por los exiliados y presos políticos fundado por los reformistas en Córdoba lanzó en 1936 una campaña por los “presos sociales y políticos” de toda la Argentina. Un año más tarde se fundó desde Córdoba el Comité contra el racismo. La acción de los reformistas en los años 30 es el gran antecedente del movimiento actual de Derechos Humanos – vínculo que no ha sido adecuadamente establecido hasta ahora. Es decir, el significado histórico de la Reforma fue la creación de una reserva democrática amplia contra la dominación allí donde se manifiesta, dentro y fuera de la universidad.

Entrevistadores: ¿Cómo diáloga la Reforma con otros acontecimientos de ampliación social de la universidad argentina, por ejemplo la gratuidad y el fin del examen de ingreso, resultado de las políticas peronistas de la década del cuarenta? ¿Cuál es su importancia cuando la Universidad pública se ve amenazada?

Diego Tatián: Durante los años 90, la Universidad pública argentina fue presa de un cambio cultural impulsado en el contexto de un desmantelamiento general de lo público, que buscaba convertirla en una institución meramente prestadora de servicios y subordinada a las demandas del mercado. El proyecto de Universidad de esa década – cuando se realizaron sucesivos recortes presupuestarios y una reducción de su autonomía – era el de una sumisión al financiamiento de los organismos internacionales de crédito, con una fuerte injerencia del sector privado en las políticas académicas y de estructura. La subsunción de la vida bajo el paradigma de la empresa fue, en los años noventa, la cobertura ideológica de un monumental desguace económico y cultural del Estado, y de la dilapidación, en pocos años, de una sabiduría institucional y un patrimonio colectivo obtenidos al cabo de muchas generaciones. En ese contexto se abrió paso lo que Marilena Chaui llamó el “discurso competente” – en el doble sentido de la palabra: competencia como delegación de las decisiones políticas en técnicos considerados “competentes” para la resolución de los asuntos comunes, y competencia como modo de representar el vínculo social, según el cual los individuos se conciben como competidores y la sociedad en general como una carrera en la que se trata de aventajar al resto. Sin embargo, los noventa fueron también años de resistencias en defensa de la educación pública, que permitieron evitar la completa imposición del paradigma neoliberal. Y, para esa resistencia, la inspiración reformista fue fundamental.

En 2003, tras la asunción de Néstor Kirchner como presidente, se produce un giro político que impacta fuertemente en la vida de las universidades; desde entonces el presupuesto de educación, ciencia y tecnología creció año tras año hasta llegar a ser el más alto de la historia: el 6% del PBI. Se crearon 19 nuevas universidades en regiones periféricas; se estableció la obligatoriedad de la escuela secundaria y se implementó una importante diversidad de programas de inclusión educativa. Esas transformaciones de los últimos años hasta diciembre de 2015 no fueron, por tanto, meramente administrativas y funcionales, sino culturales y basadas en la recuperación y articulación de dos tradiciones que marcaron dos ideas distintas de Universidad: la tradición reformista anticlerical que tuvo inicio en 1918 (cuyas ideas fundamentales son la autonomía, la participación estudiantil en los órganos de gobierno, la crítica del profesionalismo y la especialización, la enseñanza científica y laica…), y la universidad popular impulsada por el peronismo (que establece la gratuidad de los estudios universitarios en 1949), orientada a la capacitación técnica de trabajadores e hijos de trabajadores. Esas transformaciones estuvieron orientadas sobre todo por el desmontaje del prejuicio que opone calidad académica a inclusión social, y por la idea de que el reconocimiento del “derecho a la Universidad” de los ciudadanos (con programas concretos que extiendan ese derecho a los sectores populares) favorece el desarrollo científico y la producción del conocimiento. Frente a la actual embestida por convertir la educación pública en un mercado trasnacional subordinado a la Organización Mundial de Comercio, resulta imprescindible un diálogo entre esas dos tradiciones, que estuvieron en litigio durante el siglo XX: la tradición de las universidades obreras impulsadas por el peronismo y la tradición reformista.

La transformación social, el combate político por la igualdad, es la principal inspiración reformista por recuperar. Deodoro, que siempre escribió desde un desprecio profundo hacia la clase dominante – a la que pertenecía –, reconoció en los años 30 (años de “infamia”, de contrarreforma) el fracaso de la Reforma, su derrota: “No habrá reforma universitaria sin una previa reforma social”. De alguna manera esa frase – escrita en 1936- permite mitigar anacrónicamente el desencuentro de la cultura reformista y el peronismo. Más aún, existe un “obrerismo” en los orígenes de la Reforma que ha sido escasamente estudiado ¿Cuándo es que la Reforma pierde a los trabajadores? En lo que podríamos llamar la “prehistoria de la Reforma”, fueron creadas tres instituciones fundamentales por quienes serían los principales protagonistas de la revuelta del 18, que buscaron una confluencia con el mundo obrero: la Asociación Córdoba Libre (1916); la Universidad Popular (1917), y la Asociación de Cultura Popular “Ariel” (1918) – que buscaba promover la cultura de la clase trabajadora a través de conferencias, debates, publicaciones, y encuentro entre intelectuales y trabajadores.

En 1917-1918 se producían grandes movilizaciones obreras en demanda de una disminución del horario de trabajo, del aumento del salario y de la implementación del sábado inglés. En esas concentraciones participaban los estudiantes, que muchas veces terminaban presos. Los más combativos eran los obreros tranviarios, los ferroviarios (agrupados en el sindicato La Fraternidad), los trabajadores del calzado, los molineros (en particular los trabajadores de los molinos Letizia) y los empleados municipales (que en 1917 hicieron renunciar al intendente Henoch Aguiar). Los principales referentes de la Federación Obrera de Córdoba – Pablo B. López, Pedro Magallanes, Domingo Ovejero, Miguel Contreras… – tenían vínculos estrechos con los jóvenes reformistas. En 1918 hubo varios mítines comunes de la Federación Obrera y la Federación Universitaria (que se había creado el 15 de mayo). A su vez, en la toma del Rectorado de comienzos de septiembre de 1918 – por la demora en la intervención que exigían a Yrigoyen – los estudiantes recibieron un contundente apoyo obrero, que no solo era verbal. En un mitin de la Federación Obrera en septiembre de 1918, Deodoro Roca fue el principal orador. Ese mismo mes hubo una gran concentración obrero-estudiantil en la esquina de Vélez Sársfield y 27 de abril que terminó en un violento enfrentamiento con la policía y el encarcelamiento de Horacio Valdez y Enrique Barros. Historias cruzadas: los estudiantes apoyaban huelgas obreras; los obreros apoyaron la Reforma universitaria, y esa alianza tenía su reflejo en publicaciones socialistas y anarquistas como La vanguardia; La Protesta, y también en la Gaceta Universitaria.

Recuperar el “obrerismo” originario de la Reforma significaría, en mi opinión, crear las condiciones para una tercera gran confluencia – la segunda se produjo en los 60 – entre obreros y estudiantes, entre el mundo del trabajo y la universidad, para hacer de la reforma social y el derecho a la universidad dos aspectos de un anhelo único.

Entrevistadores: Un término que en las últimas décadas circula en el medio universitario con orientaciones argumentativas muy variables es “innovación”. ¿Cómo lo ves a la luz de los actuales modelos hegemónicos de universidad?

Diego Tatián: Frente al progresismo reaccionario que disputa el sentido del estatuto universitario acusando de “conservadores” a quienes resisten la conversión de la Universidad en una empresa de servicios (y la consiguiente terciarización de la gestión universitaria), la interlocución con la historia, la anamnesia y la anacronía pueden esconder un insospechado contenido emancipatorio. En ese aspecto, una universidad democrática mantiene una importante dimensión conservacionista, que permite articular una lucidez crítica de contenidos antiguos y nuevos, contra el paradigma de una eficiencia definida en términos del mercado, que se busca hacer prosperar y naturalizar como modelo de las rutinas investigadoras y docentes, en cuanto pura prestación de servicios definida por la demanda estricta – de consumidores, de empresas, de mega-emprendimientos extractivos.

Sin duda, una dimensión fundamental del acontecimiento reformista concierne a una crítica del lenguaje y a una deconstrucción de las palabras que capturan el sentido común: emprendedorismo, competencia, incentivo, excelencia, y también innovación, que en lenguaje neoliberal significa perpetuación ampliada y multiplicación de lo existente sin que ninguna irrupción imprevista de sentido emancipatorio sea posible.

La conmoción dramática que afecta a la universidad pública en su carácter democrático debido a los requerimientos del capitalismo en la llamada “sociedad de la información”, no puede ser enfrentada con la adopción de posturas puramente defensivas o de resistencia; antes bien requiere una reinvención y una reapropiación de sí misma en sintonía con su mejor legado. En su estudio La universidad en el siglo XXI, Boaventura de Sousa Santos propone una globalización contrahegemónica de la Universidad como bien público autogobernado, un internacionalismo afirmativo y alternativo a la actual lógica supranacional del capitalismo que procura inscribir a la educación en el circuito del consumo a distancia, como cualquier mercancía. Ese internacionalismo debería ser capaz de “recuperar el papel de la Universidad pública en la definición y resolución colectiva de problemas sociales”, conforme un programa institucional que prevé un privilegio de la extensión, la “investigación-acción”, la “ecología de saberes”, la implementación de talleres de ciencia, etc.

Los embates por transfigurar la universidad pública en una universidad privada – que fueron fortísimos en los años noventa y continúan merced a una incesante presión tanto interna como externa –, no deberían, a mi entender, motivar por parte de quienes de una manera o de otra se hallan comprometidos con la persistencia de la universidad como bien público, posiciones puramente defensivas o resentidas, sino afirmativas y creativas, sin abandonar la interrogación – sin duda interminable y de escaso valor de mercado – acerca de palabras como emancipación, libertad, justicia, igualdad o felicidad; sin perder tampoco de vista la importancia que el cogobierno universitario reviste para irrigar la cultura democrática del país al que la universidad pública pertenece – en cuanto ha sido y sigue siendo un ámbito de formación política y no sólo académica de grandes dirigentes democráticos, tanto como un laboratorio de producción de ciudadanía sin la cual la sociedad civil sería políticamente más pobre y seguramente más autoritaria.

Entrevistadores: ¿Cuál es la vigencia del “Manifiesto Liminar” 100 años después de haber sido redactado?

Diego Tatián: La prosa del “Manifiesto Liminar” hace un hueco en el lenguaje de una ciudad que no había cambiado mucho desde la precisa página del Facundo en la que Sarmiento no oculta su pavor por esa ciudad que es una catacumba de lenguas muertas. Por ello, las primeras líneas del “Manifiesto” se apresuran a dar por consumado el acto, que consta de dos momentos – cuya dificultad es sin duda mayor en el segundo que en el primero –: haber roto “la última cadena”, y haberse decidido a “llamar a las cosas por su nombre”. Como si por fin hubiera sucedido algo: una emancipación histórico-política – romper con “la antigua dominación monástica y monárquica”, a la vez que “borrar para siempre el recuerdo de los contrarrevolucionarios de mayo” –, pero sobre todo una liberación del lenguaje que parecía por siglos postergada. Las palabras de las que el texto se vale para llamar “por su nombre” al estado de cosas universitario que acaba de ser destituido (“mediocridad”, “ignorancia”, “insensibilidad”, “burocracia”, “rutina”, “anacronía”, “sumisión”…), enseguida dejan paso a otras que procuran nombrar positivamente lo que aún no tiene nombre, el acontecimiento del que ese texto de intervención dirigido a “los hombres libres de Sudamérica” es el registro inmediato, casi simultáneo. En este sentido, resulta llamativa la recurrencia de la palabra “espíritu” en los escritos reformistas (“fuerzas espirituales” es la expresión del “Manifiesto”, en obvia sintonía con las “fuerzas morales” de Ingenieros) – así como también de la palabra “vida” y la palabra “amor”, seguramente reveladoras de la influencia que el bergsonismo ejercía en la cultura argentina de aquellos años.

No se trata, pues, tanto de revelar una deposición como de encontrar los términos capaces de referir una invención: “democracia universitaria”, “futura república universitaria” son algunos de los nombres empleados para designar eso que, aunque no se sabe muy bien qué es, acaba de ser producido por “actos de violencia como ejercicio de puras ideas”. Pero ese “sagrado derecho a la insurrección” que en 1918 se activa una vez más contra un “régimen administrativo”, contra un “método docente” y contra un “concepto de autoridad”, parece inmediatamente experimentar una excedencia que busca su propia comunicación, su expansión en el espacio y su transmisión en el tiempo. Se vive como una “revolución de las conciencias” que se abisma más allá de ellas hacia lo inexperiementado, en todas direcciones: reforma social, revolución cultural, fraternidad continental. Rareza innominada que, con prosa casi exhausta, la última línea del Manifiesto llama “la obra de la libertad”.

Cien años después de su escritura, además de una prosa que no ha perdido su vibrante potencia original, revela que acaso sea ese uno de los más inadvertidos legados de la Reforma: mostrar la carnadura ideológica de las palabras naturalizadas en la manera de hablar dominante que amenaza invadirlo todo; resistir la imposición de una “lengua única” que pretende hacerse pasar por obvia; inventar nuevas maneras de hablar capaces de precipitar otra vez “la obra de la libertad”, y también preservar de su extinción burocrática el anhelo de cambiar la vida y comprender el mundo.

Entrevistadores: ¿Cuál es el significado histórico, teórico y político de la autonomía universitaria?

Diego Tatián: En La vida de los estudiantes – un breve texto que escribió en su juventud – Benjamin consideraba a la filosofía, a la conversación socrática en su anhelo de universalidad, como antídoto de todo profesionalismo; como “aliento y protección de la comunidad filosófica… no mediante cuestiones propias de una filosofía profesionalizada y científicamente limitada, sino mediante las cuestiones metafísicas de Platón y Spinoza, de Nietzsche y los románticos”. Exactamente lo que Deodoro Roca, máximo exponente de la Reforma Universitaria que tuvo lugar en Córdoba en 1918, llamaba “espíritu filosófico”, según él “muerto y amortajado en las universidades y en todos los institutos oficiales de cultura”. El cultivo de la ciencia acotado a la especialidad aparece aquí como capitulación no sólo de la filosofía sino de toda inteligencia colectiva y de un intelecto general capaz de afrontar los problemas universales de la cultura. En ruptura con la herencia kantiana tanto como con la hegeliana, el protagonismo adjudicado aquí a una filosofía renuente a volverse disciplina es lo que permite a los saberes universitarios la interlocución con ideas de otro origen: “En su función creadora – escribía Benjamin –, el estudiante viene a ser como un gran transformador encargado de utilizar un aparato filosófico para traducir a un lenguaje científico las ideas nuevas previamente surgidas en el terreno del arte y de la vida social”. La filosofía como interés en la no-filosofía, la universidad como atención por la vida no universitaria y por experiencias que tienen lugar al margen de su ámbito rompe tanto con la “autonomía” científica como con la “heteronomía” profesionalista (y también, por anticipación, con lo que Heidegger va a llamar en 1933 Selbstbehauptungder Universität), en favor de una “heterogeneidad” irreductible a cualquier idea de “ciencia politizada”; ni simplemente autónoma, ni heterónoma, heterogénea resulta aquí una universidad sensible a una pluralidad intelectual, estética y social de la que toma sus objetos, y por la que se deja afectar.

Así comprendida, la heterogeneidad universitaria reconoce una responsabilidad que no se reduce al hecho de asumir una pertenencia institucional, estatal, nacional (aunque esto también deba volverse asunto a pensar, más allá del infantilismo político que concibe el tránsito por la universidad pública como un puro e ininterrumpido reclamo); antes bien esa responsabilidad se ejerce como resistencia a la imposición de una lengua única, o mejor aún: acto de invención en la lengua y el saber (imaginación de saberes “improductivos”; producción científica inapropiable por el capital…) que permite sustraer el estudio, el producto del estudio, la forma de vida dedicada al estudio, de la “ciencia politizada” en cualquiera de sus variedades: la que es capaz de acuñar el Estado nacional, tanto como las que ponen en circulación los grandes centros de financiamiento y los organismos internacionales de crédito como si se tratara de una pura neutralidad – o incluso la “ciencia politizada” en su acepción asistencialista.

La noción de autonomía debe resignificarse. Autonomía no es ausencia, ni desafección, ni indiferencia, ni immunitas. Contra la acepción más puramente liberal del término, disputarlo como una autonomía “para”, activa, comprometida, heterogénea, sensible (a la cuestión democrática, a la cuestión de los derechos…), es decir, no indiferente a los dramas sociales en medio de los cuales la universidad está inscrita. La “autonomía heterogénea” abre la cuestión de la relación entre la Universidad y la no-Universidad, de la contigüidad entre el conocimiento y la vida. ¿Qué significaría hoy atreverse a plantear intempestivamente la pregunta por una contigüidad posible del conocimiento y la vida? Aunque resulte paradójico, es esta la gran pregunta de la autonomía (y la herencia de la reflexión benjaminiana de la Universidad; también la herencia de la tradición reformista de Córdoba, que concebía la universidad pública como la posibilidad de comenzar el mundo nuevamente, una y otra vez, e imaginar vínculos sociales alternativos que pudieran impactar en la sociedad).

Honrar la historia cargada de significados que el concepto de autonomía aloja es reinventarlo, de ningún modo una transpolación sin mediaciones de acepciones acuñadas en contextos que eran otros. Es esta en mi opinión la tarea que todas las generaciones universitarias deberán reemprender: equidistancia de su abandono y la repetición que la vuelve slogan. Como palabra inagotable que el tiempo carga de sentido (otro tanto ocurre con “democracia” o “república”), “autonomía” es una vieja palabra que encierra muchas cosas nuevas, y un anacronismo crítico frente al “progresismo reaccionario” que arrasa con toda la memoria de las cosas. Comprendida en su vitalidad fundamental, autonomía mantiene abierta la pregunta por la actualidad y también por la inactualidad. No una autonomía sin mundo. Una autonomía con mundo que sea capaz de abrir la experiencia – lo no sabido, lo inesperado, lo nuevo, lo imprevisto que obliga a un trabajo ininterrumpido del concepto para su reapropiación.

En el siglo XXI, la autonomía universitaria debe serlo principalmente del mercado; de la presión de las corporaciones económicas que operan para la mercantilización del saber, para la conversión del conocimiento en mercancía: autonomía para establecer un modo de producción del conocimiento no subordinado al mercado.

La mercantilización del saber implicaría una “desinstitucionalización” de la universidad y su conversión en una organización “operacional” (según una eficaz definición de Marilena Chaui), que se define por las ideas de eficacia, gestión, planeamiento, previsión, excelencia, control, éxito... Una institución, por el contrario, aspira a la universalidad, al sentido y no solo a la positividad de las cosas, a la emancipación y la crítica – también de sí misma. Hoy autonomía significa principalmente resistencia a la heteronomía del mercado y a su conversión empresarial que vulnera en lo más hondo el horizonte emancipatorio contenido en la experiencia reformista. Una resistencia contra el “avance de la insignificancia” en la Universidad – que se pretende disfrazar con la palabra “excelencia”.

La autonomía de la universidad latinoamericana lo es en primer lugar de los criterios de evaluación del conocimiento y la investigación impuestos desde los grandes centros de articulación financieros; autonomía de un cuantitativismo autorreferencial que no considera la dimensión social y la dimensión emancipatoria esenciales a la universidad moderna originaria, y latinoamericana tras la Reforma. Autonomía de la embestida meritocrática, emprendedorista y monolingüe (en sentido profundo). Bajo ese espíritu, la idea de “universidad abierta” genera una ruptura en la propia historia de la universidad – cuya función había sido la de “formación de élites” políticas, económicas, culturales. Es decir, una ruptura con su función reducida a la formación de la clase dirigente y a la reproducción ideológica de la hegemonía de valores que la perpetúan, a favor de concebirla como un espacio incluyente de reconocimiento de derechos. La tarea de una autonomía a la altura de los tiempos sería pensar la universidad como “invención democrática” y no como apartheid ni como privilegio oligárquico. A distancia de una idea de autonomía funcional a la autopreservación del privilegio que sustenta la formación de una casta académica, determinar una idea de autonomía orientada por derechos.

Según una acepción afirmativa de su significado, “autonomía” no es siempre ni necesariamente “distancia del Estado” ni “resistencia al Estado” (sí debe serlo cuando éste es instrumento y vehículo de los embates con los que los poderes heterónomos del mercado buscan someterla a la ley de la mercancía). No se trata de conservar una actitud defensiva respecto del Estado sean cuales fueran sus políticas públicas en relación a la universidad – ni debe ser soslayado el carácter “nacional” de las universidades públicas, y los compromisos que ello implica.

El de la resistencia era el modo de ejercer la autonomía en la Argentina de los años 90 – y vuelve a cobrar sentido hoy para resguardar la cultura pública de las intrusiones gobernamentales que procuran su desguace neoliberal. Pero se resignifica cuando un Estado – como es el caso de las experiencias populares vividas durante tres lustros en América Latina – impulsa políticas públicas concretas que favorecen esa apertura, reclama un ejercicio diferente de la autonomía, no defensivo sino activo (lo que no significa apologético), que piense el Estado en lugar de meramente distanciarse de él. Articularse a políticas de derechos (en plural) que solo el estado puede garantizar. A diferencia del derecho de los individuos (derechos que precisamente ningún poder público puede lesionar, derechos contra el estado), una nueva generación de derechos colectivos (a la vivienda, al trabajo, a la salud, a la universidad) únicamente pueden ser garantizados por el Estado. Una democracia ejercida en términos de derechos (en tanto “estado de derechos”, en plural) compone los individuales y los colectivos sin sacrificarlos ni contraponerlos.

Así las cosas, cuando el Estado es efecto de una experiencia popular, el concepto de autonomía experimenta un desplazamiento de la universidad como resistencia a la universidad como construcción de lo común y punto de irrupción de derechos que solo el Estado puede garantizar. Desplazamiento de la universidad como objeto económico a la universidad como sujeto político capaz de comprender y elevar a concepto un proceso social en curso, que la excede.

Entrevistadores: ¿Cómo pensar hoy el vínculo entre universidad y compromiso?

Diego Tatián: La tarea de la Universidad no es apologética, ni una deliberada politización de la ciencia, ni (para retomar una distinción clásica) la conversión de la ciencia en ideología. Este recaudo no cancela el problema del compromiso: lo vuelve más complejo y desconfía por simplista de la perspectiva que presenta compromiso y autonomía como términos antagónicos (o que resuelve el asunto con la escisión: “comprometido como ciudadano”/“neutro como científico”).

La inscripción de la universidad en un proyecto popular y continental – hoy en retroceso – implicaría un desplazamiento: desde la Universidad como pura resistencia a la Universidad como fuerza productiva de ideas y de prácticas que se integra a algo que la excede – sin por ello sucumbir a ninguna heteronomía ni convertirse en instrumento. Sin embargo, la Universidad no deja nunca de ser un lugar de resistencia y de crítica: en este caso, al “desmonte” de saberes y de lenguajes y a la desvinculación entre la producción del conocimiento y la posibilidad de concebir un sentido del conocimiento. Este conflicto entre conocimiento y sentido no se corresponde con las divisiones de las ciencias (p. e. ciencias naturales/ ciencias sociales; ciencias exactas/humanidades, etc.), sino que es interior a cada Facultad – y tal vez interior a cada investigador, a cada científico, a cada docente que transmite ideas y saberes. Plantear la cuestión del sentido del conocimiento – del sentido del conocimiento que hacemos-, es el comienzo de una ruptura. La ruptura con la esencia de la sociedad de mercado, según la cual el único destino y el único sentido de las cosas (y de las ideas) es ser vendidas y compradas – ser mercancías. Como decíamos antes, esta ruptura nos conduce – y conduce a la ciencia y el conocimiento que hacemos y transmitimos – a antiguas palabras que acompañan la aventura humana, con una cierta intensidad mayor en algunos momentos, y que insisten en retornar a la conversación pública sin nunca desaparecer. Esas palabras – impronunciables en una Universidad puramente mercantilista, autoconcebida como prestación de servicios y de “insumos” – son por ejemplo: igualdad, justicia, libertad, emancipación, felicidad. En esta última quisiera detenerme un momento.

Una de las más indeterminadas y esquivas de la lengua castellana, la palabra felicidad no es indiferente al saber (a menos que lo consideremos como una pura serialidad sin sentido real en los grandes problemas de la vida humana), ni es indiferente a la política (a menos que la consideremos como un mal necesario cuyo único propósito es defender los intereses del individuo). Como la pienso, si hay alguna deriva aún por explorar y posible de esta palabra es como felicidad pública, colectiva, común, a partir de una experiencia de transformación. Una plenitud común – que no equivale a la “felicidad obligatoria” de las retóricas totalitarias, ni a una disolución de la dimensión trágica inherente a la vida humana, ni a un optimismo banal que ciega de lo real: deportaciones, exterminios, producción sistemática de sufrimiento en cárceles, hospitales, manicomios... La interrogación por la felicidad o por la plenitud común tal vez nunca cierra – porque el universo social no cierra nunca, siempre alguien pierde, siempre alguien queda fuera –, pero no por ello, me parece, debemos desatenderla u olvidarla, y de hecho se trata de una pregunta que recomienza con cada generación.

En esta línea, la universidad se abre a la composición política y cultural con sujetos políticos y movimientos sociales cuyas prácticas y saberes no tienen una extracción académica, para formar con ellos heterogeneidades complejas como ejercicio de una capacidad de afectar y ser afectado. Dicho esto, junto con esto, quisiera señalar una dimensión que llamaría de politicidad mediata de la universidad, en la que insistía Hannah Arendt. La ciencia, la filosofía y ciertas instituciones públicas tienen una gran importancia para la política, precisamente por ser de algún modo también exteriores a ella. En ciertas instituciones públicas instauradas y mantenidas por los poderes, contrariamente a lo que sucede en la esfera política, la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más elevado del discurso y del empeño. Entre ellas las instituciones judiciales y las universidades – ambas en teoría irreductibles al poder social y político, que sin embargo las mantiene. Con ello, el campo político reconoce que paradójicamente precisa de instituciones exteriores a la inmediata lucha por el poder, cuyo sentido es la construcción de una “imparcialidad” (que no es equivalente a una neutralidad).

De manera que no sólo es posible indicar una utilidad social de las universidades (la investigación en las ciencias sin duda ha redundado en beneficios para la gente y para los estados que la financian), también hay una dimensión política, sobre todo de las humanidades, las ciencias sociales y la filosofía, que además de desentrañar el presente e intervenir en lo real, conservan, protegen e interpretan las verdades (de hecho y de razón) y los documentos humanos que las transmiten. Esta importante función política se ejerce desde fuera del campo político propiamente dicho.

Entrevistadores: ¿Qué hay en juego en la conmemoración del centenario reformista?

Diego Tatián: La transmisión es siempre asunto de máxima importancia. La transmisión vacía de un hecho revolucionario puede ser más perjudicial que su olvido. Una transmisión es vacía, en mi opinión, cuando no inspira ya nuevas emancipaciones. Recuperar un espíritu y dejarse inspirar y afectar por un acontecimiento histórico por el que nos sentimos conmovidos es siempre una praxis, nunca una pasividad meramente evocativa sin consecuencias para la vida. Requiere mucho trabajo y una gran autoexigencia, individual y colectiva. Lo que hay en juego en el aniversario de 2018 es el sentido mismo del acontecimiento reformista. Si su deriva será emancipatoria o conformista; solo protocolar o militante; si va a experimentar su dilución en la retórica de un tecnocratismo reaccionario, excelentista y eficientista, o seremos capaces de alojar su potencia en el campo popular y poner otra vez en contigüidad el conocimiento y la vida. En mi opinión, es una cuestión abierta y la mayor amenaza que acecha a la memoria reformista.

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Diego Tatián es ex decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, fue director de la editorial de esa universidad, donde actualmente enseña filosofía política.
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