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Dramaturgia actual en español (Un proyecto de investigación)
José-Luis García Barrientos
José-Luis García Barrientos
Dramaturgia actual en español (Un proyecto de investigación)
Current dramaturgy in Spanish (A research project)
Revista Caracol, núm. 22, pp. 26-46, 2021
Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas da Universidade de São Paulo
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Resumen: El artículo caracteriza en su primera parte el proyecto de investigación “Análisis de la dramaturgia actual en español” (ADAE) dirigido por el autor en la última década y financiado por el Gobierno de España en su Plan Nacional de Investigación y Desarrollo. A partir de los resultados del mismo se traza, en la segunda parte, un panorama muy general de la dramaturgia actual en lengua española, que se centra en la ilusión de novedad del teatro posdramático y en el género de la autoficción teatral.

PALABRAS CLAVE: Dramaturgia actual en españolDramaturgia actual en español,ilusión de novedadilusión de novedad,teatro posdramáticoteatro posdramático,autoficción teatralautoficción teatral.

Abstract: In its first part, this article explains the research project “Análisis de la Dramaturgia Actual en Español” (ADAE), managed by the author on the last decade and financed by the Spanish Government in his ‘Plan Nacional de Investigación y Desarrollo’ (‘National Research and Development Plan’). From the results of the project, in the second part is traced a very broad outlook about the current dramaturgy in Spanish, that takes his focus on the delusion of newness about the Postdramatic Theater and the theatrical autofiction genre.

KEYWORDS: Current dramaturgy in Spanish, newness delusion, Postdramatic Theater, theatrical autofiction.

Carátula del artículo

DOSSIÊ

Dramaturgia actual en español (Un proyecto de investigación)

Current dramaturgy in Spanish (A research project)

José-Luis García Barrientos
UCM, Espanha
Revista Caracol, núm. 22, pp. 26-46, 2021
Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas da Universidade de São Paulo

Recepción: 14 Enero 2021

Aprobación: 09 Febrero 2021

Cuando los editores de este dosier me propusieron participar en él, creí entender que me solicitaban que, a partir de los resultados del proyecto de investigación que he dirigido en la última década (2009-2019) y en el que ellos han colaborado, intentara trazar un panorama, de inevitable sesgo teórico en mi caso, del teatro actual en lengua española. Intentando ser fiel al encargo, divido mi contribución en dos partes: la primera será una escueta noticia del mencionado proyecto de investigación sobre análisis de la dramaturgia actual en español; la segunda, un intento, ciertamente osado, de trazar un panorama del teatro contemporáneo en lengua española.

Hay que reconocer el problema central que plantean las dos tareas que me propongo abordar, amén de la amplitud inabarcable de ambas: el exceso de actualidad, el tener el objeto demasiado cerca, lo que obliga a asumir el riesgo de una mirada parcial y hasta sesgada. Esto me hace pensar en el George Steiner (1989) de Presencias reales cuando recuerda el cauto proceder de la filología tradicional al imponer la distancia mínima de un siglo entre cualquier estudio y su objeto. Pues, en efecto, será al cabo de cien años, si acaso, cuando empieza a hacerse alguna claridad en el panorama literario o teatral o cultural. ¿Qué espectador contemporáneo, aparte de ellos mismos, podía imaginar en los años treinta del siglo pasado en España que Valle-Inclán sería -era ya- el primer dramaturgo del siglo y García Lorca el segundo? Hoy, un siglo después, nosotros, espectadores de “otro” tiempo, sabemos con certeza que lo eran.

I

Paso, en primer lugar, a informar apenas de la tarea intelectual o profesional que me ocupa en los últimos años y de la que me siento más orgulloso: por su dimensión hispanoamericana y por el extraordinario grupo humano, muy amplio, que he conseguido involucrar en ella, de estudiosos y de dramaturgos. Viola la cautela filológica del siglo de distancia que acabamos de rememorar, pero que, lo queramos o no, ha pasado a la historia. Y lo hace pretendiendo compensar la falta de perspectiva con la agudeza de la mirada.

Se trata del Proyecto de Investigación “Análisis de la dramaturgia actual en español” (ADAE), que dirijo y que ha formado parte del Plan Nacional de Investigación y Desarrollo del Gobierno de España durante tres trienios consecutivos: de 2009 a 2011, en que nos ocupamos del teatro de Cuba, México, Argentina y España; de 2012 a 2014, en el que investigamos las dramaturgias de Chile, Uruguay y Costa Rica; y el último, que se prorrogó un año más (2015-2019) y en el que abordamos los teatros de Colombia, Venezuela y Puerto Rico. Esperamos haber obtenido como resultado una base de datos significativa del campo de estudio: diez países y unos setenta dramaturgos y obras “procesados”. Sin abdicar de su modestia -al contrario, reivindicándola-, no existe, que yo sepa, nada igual en otras lenguas multinacionales (en inglés, en francés, en árabe, en portugués). Intentaré una breve descripción de sus características, presuntamente justificativas.

Creo que uno de los aspectos positivos de la globalización es que pone en evidencia la estrechez del modelo nacional -de raíz romántica, decimonónica- para el estudio de la literatura y el teatro. Por eso tomamos como campo de estudio del proyecto el del idioma común, desprovisto de cualquier connotación del paternalismo que afecta a veces al término “hispánico” y dotado hipotéticamente de algún grado de unidad o coherencia, frente a la mera yuxtaposición de producciones nacionales que a veces designa el marbete “hispanoamericano”.

Preferimos, pues, la denominación de literatura o teatro “en español”, a la vez más objetiva y más comprometida -por su apuesta por que la unidad lingüística y cultural tenga consecuencias significativas- para un campo en el que se integra la aportación nacional española en pie de igualdad, como una más, intentando superar así la dicotomía entre literatura hispanoamericana y española, de larga tradición en las universidades tanto de España como de América. Y en este caso, como en otros muchos, el hispanismo hispánico tiene mucho que aprender de los demás hispanismos, en los que la citada dicotomía se diluye con mucha más naturalidad, por motivos prácticos también, pero quizás no solo.

En el ámbito de la lengua española se ha producido desde la segunda mitad del siglo xx una eclosión de la narrativa y de la lírica, sobre todo en América, con figuras de primera importancia y proyección universal. No ha ocurrido lo mismo con el teatro, que resulta así el gran desconocido de este campo. Para paliar ese desequilibrio y porque creemos que merece mucha más atención que la muy escasa que ha recibido, nuestro proyecto centra su atención precisamente en el teatro.

Tampoco es lo más frecuente en los estudios literarios y teatrales el interés por la época más actual. Supone, pues, cierta novedad que nos ocupemos del teatro de las últimas décadas; aunque sin renunciar al rigor que suele acompañar a la elucidación del pasado. Como criterio que aplicar con la mayor flexibilidad, consideramos “actuales” a los dramaturgos nacidos en la década de los años sesenta o después. No pocos de entre ellos han alcanzado ya un notable grado de reconocimiento y una considerable presencia internacional, como por ejemplo Juan Mayorga en el caso de España, Rafael Spregelburd en Argentina, Fabio Rubiano en Colombia, Gustavo Ott en Venezuela, Sergio Blanco en Uruguay, Guillermo Calderón en Chile, etc.

En cuanto al modo de llevarlo a la práctica, en cada capítulo de la investigación seleccionamos alrededor de siete dramaturgos actuales para analizar a fondo una obra representativa de cada uno y trazar un perfil, a la fuerza provisional, de sus respectivas dramaturgias. Sobre la elección de los autores, damos por sentado que no estarán todos los que son, por lo reducido de la muestra; pero procuramos que sí sean todos los que están. Importa aclarar que la selección no se basa solo en el criterio de la calidad, sino que aspira también a ser lo más representativa posible en otros aspectos, como el geográfico por caso.

Estos son los dramaturgos estudiados en cada uno de los diez capítulos del proyecto, español: Ernesto Caballero, Juan Mayorga, Sergi Belbel, Angélica Liddell, Lluïsa Cunillé, Rodrigo García y Antonio Álamo; argentino: Ricardo Bartís, Daniel Veronese, Javier Daulte, Patricia Suárez, Rafael Spregelburd, Martín Giner y Federico León; uruguayo: Mariana Percovich, Marianella Morena, Roberto Suárez, Sergio Blanco, Santiago Sanguinetti y Gabriel Calderón; cubano: Amado del Pino, Ulises Rodríguez Febles, Nara Mansur, Lilian Susel Zaldívar, Norge Espinosa y Abel González Melo; mexicano: Ángel Norzagaray, David Olguín, Luis Mario Moncada, Jaime Chabaud, Flavio González Mello, LEGOM, Elena Guiochins y Edgar Chías; costarricense: Miguel Rojas, Melvin Méndez, Jorge Arroyo, Ana Istarú, Guillermo Arriaga y Ailyn Morera; colombiano: Carolina Vivas, Fabio Rubiano, Ana María Vallejo, William Guevara, Carlos Enrique Lozano, Eryk Leyton y Pedro Manuel Rozo; venezolano: Carlos Sánchez Delgado, Xiomara Moreno, Gustavo Ott, Elio Palencia, José Tomás Angola y José Miguel Vivas; puertorriqueño: José Luis Ramos Escobar, Roberto Ramos Perea, Adriana Pantoja, Aravind Enrique Adyanthaya, Jorge González y Sylvia Bofill; y chileno: Guillermo Calderón, Cristián Soto, Alejandro Moreno Jashés, Ana Harcha, Alexis Moreno, Luis Barrales y Manuela Infante. Ni que decir tiene que nuestro pequeño canon no debiera entenderse en cada caso como el cierre de nada, sino como la invitación a continuarlo y completarlo con el estudio de los dramaturgos que solo provisional y forzosamente quedaron fuera de él.

Otra regla del proyecto es la de compaginar análisis hechos desde dentro y desde fuera del país correspondiente, desde los puntos de vista, en cada caso, de quienes forman parte del contexto de producción de ese teatro y de quienes son ajenos a él. El objeto de estudio, la dramaturgia, no solo lo consiente, sino que lo aconseja.

Las características del proyecto han ahormado el grupo de investigación que lo asume: compacto en lo teórico y metodológico, como garantía de rigor y congruencia, y necesariamente internacional, como exigencia del objeto de estudio y de la perspectiva intercultural adoptada. Para cada capítulo contamos con la colaboración de analistas invitados que vienen a enriquecer y ampliar el grupo inicial. Esa voluntad de apertura permite a las aportaciones del proyecto soñar con ser preludio de otras que las completen y las mejoren. Ningún éxito podría igualarse a ese.

He reservado para el final la caracterísitica fundamental a mi juicio y la más original sin duda; que es, sin más, una necesidad. Me refiero a la inusual unidad de objeto, de método y de presupuestos teóricos desde la que se abordan los análisis: la “dramatología” o teoría del modo de representación teatral (García Barrientos, 2017a) y el consecuente método de análisis dramatológico (García Barrientos, 2017b), aplicados al estudio de la “dramaturgia” entendida como la práctica de tal modo de representación (García Barrientos, dir, 2009), considerado en paralelo y en contraste con el otro modo de la ficción, el narrativo (García Barrientos, 2017c).

Baste adelantar aquí, de forma general, que se trata de estudiar las obras de teatro precisamente en cuanto obras de teatro, y desde una orientación “poética” en el sentido aristotélico, o sea, que se centra en la estructura mimética o representativa, común al texto y a la representación. Por eso una de las señas de identidad de nuestros análisis debe ser la de separar lo menos posible estas dos manifestaciones de lo mismo, del “drama” tal como lo entendemos.

Y es que solo a partir de resultados homogéneos será posible procesar cada uno de los análisis particulares para integrarlos en el conjunto y abordar así las grandes cuestiones culturales que animan el proyecto; por ejemplo, si puede hablarse en rigor de una dramaturgia actual en español, descriptible y diferenciada, o se trata solo de la suma de diferentes dramaturgias locales; en definitiva, cómo se resuelve la tensión entre unidad lingüística y diferencias histórico-culturales; y, a partir de ahí, los aspectos genéticos o diacrónicos: influencias, evoluciones, formación del canon -en la que asumimos, por inevitable, intervenir-, etcétera.

En ese sentido cabe presumir que nuestros resultados serán tan modestos como útiles; modestos por su carácter ancilar y útiles porque solo sobre datos homogéneos cabe hacer, con fundamento, comparaciones o especulaciones del tipo que sea y hasta el trazado mismo de un retrato-robot de la dramaturgia reciente en el ámbito hispánico, que es la primera fase de nuestra ambición.

Semejante modo de proceder, que sería exagerado considerar “científico”, nos libra al menos del subjetivismo radical que tanto satisface el ego de la crítica y que puede producir resultados más creativos o brillantes (a veces), pero a costa de ser intransitivos, inmanejables por otros, inintegrables en una visión de conjunto. Nuestra vocación es, en cambio, más de servicio que de lucimiento.

No me parece que tenga que explicar a estas alturas por qué la mencionada unidad de objeto, método y teoría es, sin más, una necesidad; en este caso desde luego, pero quizás también en todos los demás, al menos en los que se pretenda ir más allá del mero acarreo de materiales o la simple aportación acumulativa de datos inconexos. Bastará comprobarla en lo que se refiere al proyecto que acabo de presentar sucintamente.

Lo que nos proponemos estudiar en él no es algo tan amplio e impreciso como el teatro (temas, formas, condiciones, etc.) que se escribe y se representa hoy en español, sino un concepto mucho más estricto y exacto dentro de aquel: lo que llamamos “dramaturgia”. Y ese concepto solo puede encontrar un sentido preciso en el marco de una teoría del teatro y el drama con la que sea coherente, y solo podrá analizarse de acuerdo con un método que tiene que basarse a su vez en dicha teoría y ser, en consecuencia, congruente con ella; teoría que se perfila así como la llave que todo lo abre o la base que lo sustenta todo.

Quienes sientan alguna curiosidad por otros detalles del proyecto, pueden consultar su página web (www.dramatologia.com), amén de los diez libros que se han publicado como resultados específicos del mismo (García Barrientos [dir.], 2011, 2015, 2016, 2017a, 2017b, 2018a, 2018b, 2019a, 2019b, 2020).

II

Para la tarea que me propongo en segundo lugar, la de trazar un panorama del teatro actual, nada menos, lo cierto es que incluso mis años de espectador consciente no son nada y que la presbicia de la mirada cultural apenas si distingue algo desde tan cerca. Sin renunciar al propósito, no me queda otra opción que acogerme a lo que el propio Steiner (1989) considera en Presencias reales el espíritu de nuestro tiempo, que es el del periodismo. Con la desenvoltura propia de este, y quedando avisados los lectores, sí que me atrevo a adelantar una mirada propia (una teoría) parcial e interesada del asunto. Nada más que esto, y en muy buena medida basándome en los resultados del proyecto de investigación apenas esbozado.

Para mitigar un poco el subjetivismo más o menos periodístico de mi visión, he pedido algunas opiniones al respecto. He aquí la de Sergio Blanco, dramaturgo uruguayo al que me referiré luego, en términos literales:

Creo que los grandes cambios que ha habido en estos últimos años son: la agudización de la metateatralidad, la aparición de las nuevas tecnologías a disposición, no de la fábula (la historia), sino de la estructuración del relato; un re-cuestionamiento casi diría que obsesivo de lo real; el desmoronamiento de los grandes relatos de emancipación, algo que en el pensamiento latinoamericano siempre estuvo muy presente, y que creo que se dio con especial intensidad a partir del 2005 y las decepciones provocadas por las izquierdas que por fin llegaron al poder y se mostraron tan ineficientes como las derechas. A este fin de los relatos de emancipación heroicos y el desplazamiento hacia los micro relatos me gusta denominarlo “el cambio del foco de atención del diluvio a la lágrima”. (2018c, n.p.).

Si algún denominador común encuentro en el desbordante panorama del que intento dar cuenta de manera incompleta y quizás caprichosa es el de la “ilusión de novedad” que atraviesa el periodo y que viene él mismo de muy atrás, de las vanguardias históricas (valga el oxímoron) de principios del siglo XX, como poco. Y desde la teoría, que es mi observatorio, resulta más difícil sucumbir a ella, o sea, no advertir su carácter ilusorio, que desde el periodismo y hasta (paradójicamente) desde la historia.

Pensemos que el último marbete que ha etiquetado un tipo de teatro presuntamente nuevo es todavía el de “posdramático” (verdadero cajón de sastre, quizás por eso útil) y que el libro de Lehmann que lo acuñó es de 1999 y se refería a las dos o tres últimas décadas del siglo XX. Pues bien, todavía hoy la simplificación más operativa a la hora de abordar el panorama teatral es seguramente la oposición entre el dramático y el teatro “posdramático”; cuyas características resume así Miguel Carrera Garrido:

la percepción del espectáculo como un proceso efímero y autónomo, desligado de un texto previo; la impugnación de conceptos como intriga o lógica narrativa; el destierro de la actividad representacional, a favor de la presentación de corte performativo; la ritualización de la escena, con la consiguiente participación ceremonial del público; el parentesco con la danza, las artes plásticas y el videoarte; el desmontaje rizomático de toda noción de jerarquía; la indistinción entre lo real y lo ficticio; aspectos, todos ellos, que engendrarían un nuevo lenguaje, una nueva ética y nuevas ideas sobre la construcción del universo teatral, lejos de la mímesis y sus aledaños. (Carrera Garrido, 2016, 200-201).

En definitiva, se trata en lo esencial de la oposición entre un teatro que sigue fiel al principio de representación con el desdoblamiento del actor en personaje o de la realidad en ficción, frente a otro que pretende reducir ese desdoblamiento a solo el plano real, ser “presentación” y no representación, fricción y no ficción. El alemán Heiner Müller es el modelo por excelencia de los “dramaturgos” del segundo tipo. Pero auténticos renovadores de la dramaturgia como Beckett, Pinter, Handke, Koltès, Mamet o Cormann creo que hacen un teatro dramático (valga la redundancia) de forma predominante, si no exclusiva. Lo mismo que Juan Mayorga o Sergi Belbel en España, que Rafael Spregelburd o Javier Daulte en Argentina, que Sergio Blanco o Santiago Sanguinetti en Uruguay, etc.

Resulta obvio que, por más que se empeñe Lehmann, no todo lo nuevo en teatro es posdramático; ni tampoco solo lo nuevo: muchas de sus supuestas manifestaciones, si no todas, son continuación de (o vuelta a) las vanguardias históricas o el teatro sin más. Pienso en la narración escénica, por ejemplo, que no está después sino antes del drama y en su origen. Así que, si nunca es exacto llamarlo posdramático, sí lo sería en muchos casos, paradójicamente, llamarlo “predramático”. Lo que resulta de todo esto en la actualidad es quizás una tipología relativamente nueva de los textos de teatro que permite oponer una amplia y variada mayoría de textos que son más o menos dramáticos, o sea, teatrales, a una más homogénea minoría de textos que seguramente no lo son y se presentan como “posdramáticos”. Calculo que, en el ámbito de nuestra lengua, los primeros alcanzan el ochenta por ciento como poco y los segundos el veinte por ciento como mucho. Pero dista mucho de estar claro -mejor dicho, es una falacia- que lo viejo y lo nuevo coincidan, así, automática y respectivamente, con uno y otro tipo de texto (y de teatro). ¿Es Beckett más tradicional, más viejo que Müller?

Que alguien me explique por qué es más “nuevo” Rodrigo García que Juan Mayorga o Angélica Liddell que Lluïsa Cunillé en España, o Rogelio Orizondo que Abel González Melo en Cuba. Lo que parece evidente es que los textos de Liddell, García y Orizondo (o sea, los posdramáticos) son más “literarios” que los de Cunillé, Mayorga y González Melo (digamos los dramáticos). Quiero decir que, a fuerza de no querer los primeros ser “dramáticos”, no les queda otra posibilidad que ser poéticos, narrativos, ensayísticos, incluso didácticos o autobiográficos, o sea, literarios al cien por cien, mientras que los dramáticos lo son, más o menos, al cincuenta por ciento. Pero para que la falacia de la “nueva” escritura de los primeros salte a la vista bastaría considerar el texto-documento resultante de las representaciones efectivas de esas obras de Müller, o de Liddell, de García, de Orizondo… Se podría constatar que en esa reescritura los textos pierden casi toda su rareza y se ven tan dramáticos como los tradicionales. Se esfuma así la novedad radical: esa terca ilusión de todas las vanguardias.

Sería provocativo preguntar si el teatro posdramático ha llegado a crear un nuevo espectador. Retengamos para lo que sigue, tras esta impugnación de la discutible novedad de lo “nuevo”, dos de los rasgos más generales, a mi juicio, del teatro contemporáneo, no necesariamente posdramático: el peso de lo narrativo y la obsesión con lo “real”.

Si, por último, nos alejamos de la nítida simplificación para acercarnos a la confusa realidad, se hace evidente la complejidad o multiplicidad de esta, que es el resultado casi automático de mirarla de demasiado cerca; de la falta de distancia histórica que, mediante una limpieza jerárquica, aclare el panorama. Sí se pueden percibir los entrecruzamientos sin abandonar el cómodo (y falso) esquema. Hay autores como Rodrigo García que se mantienen fieles a la línea posdramática en sus espectáculos y sus textos; pero en la trayectoria de Angélica Liddell se puede advertir un proceso desde lo dramático, donde se situaría todavía El matrimonio Palavrakis por ejemplo, hasta lo performático y recientemente hacia espectáculos más complejos. Dramaturgos actuales genuinamente dramáticos (valga la redundancia) como el mexicano Jaime Chabaud o el hispanocubano Abel González Melo han hecho incursiones en la “narraturgia” (Sanchis Sinisterra, 2006) con obras de esta década como Noche y niebla del primero o Cádiz en mi corazón del segundo. Entre los autores españoles más jóvenes, Carlos Contreras Elvira ha escrito uno de los textos posdramáticos (valga el oxímoron) más valiosos a mi juicio, Verbatim drama; pero también Rukeli, Premio Calderón de la Barca 2013, obra con notables rupturas estructurales, pero indiscutiblemente dramática. Llama la atención, en fin, que éxitos resonantes de los últimos años, dentro y fuera de España, como La piedra oscura de Alberto Conejero o El principio de Arquímedes de Josep Maria Miró respondan a una dramaturgia clásica, por no decir tradicional.

Se me ocurre, para terminar, ilustrar esta idea de entrecruzamiento o diversidad, en que se concilian lo dramático y lo posdramático, lo nuevo y lo de siempre, con tres obras de la última década en las que el gran dramaturgo y director franco uruguayo Sergio Blanco (2018a y 2018b), antes citado, lleva a cabo una auténtica investigación artística en torno a un género realmente nuevo (hasta donde es posible), la autoficción teatral, una posibilidad problemática que ha acertado a resolver con profundidad, brillantez y originalidad incomparables: Tebas Land (2012), Ostia (2013) y La ira de Narciso (2014), solo las primeras de un ciclo, a las que a día de hoy se añaden ya El bramido de Düsseldorf (2016), Cuando pases sobre mi tumba (2016), Cartografía de una desaparición (2017), Tráfico (2018) y Zoo (2019), por no hablar de sus conferencias autoficcionales Las flores del mal o la celebración de la violencia (2017), Memento mori o la celebración de la muerte (2019) y COVID-451 (2020).

En ellas convergen muchos de los rasgos que se perciben actualmente como nuevos: metateatralidad, dramaturgia del yo, irrupción de la realidad o permeabilidad de la frontera realidad/ficción, presencia de las nuevas tecnologías, deriva progresiva hacia la narraturgia y el monólogo, permanente interpelación al público, etc. Pero las obras resultantes me parecen no solo dramáticas sino dramáticas al cuadrado.

Si en la narrativa, que es su patria, la autoficción es una especie de deconstrucción de la autobiografía, con la intención de desacreditarla y suplantarla, en el teatro es la solución de una aporía insalvable, la de la autobiografía teatral, imposible en rigor. Porque el teatro es incompatible con lo “auto” y con lo “factual”. Es impermeable a la primera persona por su carácter de representación in-mediata y es irreductible a la mera realidad, se pongan como se pongan los posdramáticos. Porque el teatro es siempre ficción; aunque no solo ficción. El desdoblamiento realidad/ficción es en él constitutivo. No hay teatro sin realidad, pero tampoco hay teatro con solo realidad. Al subir a un escenario cualquier realidad real se dobla en otra ficticia. A la fuerza, por definición, y afortunadamente. Por eso el teatro resulta ser un juego más sofisticado que la lucha de gladiadores. Pues bien, la autoficción relaja esas dos condiciones constitutivas de la autobiografía: abre la puerta a la ficción y a la tercera persona. De forma que el teatro, aunque no sin problemas, puede ser autoficticio, ya que no autobiográfico. Blanco sabe bien todo esto, sigue la buena dirección y acierta.

¿Y cuál es la buena dirección? No la de simplificar sino la de complicar el juego. No la de reducir el esencial desdoblamiento teatral sino, al contrario, la de reduplicarlo hasta el mareo que hace borrosos los límites -lógicamente nítidos- entre los niveles de realidad y ficción. No la de lo performático, aunque pueda jugarse a simularlo, sino la de la reinvención de una especie de pirandellismo de larga y alta prosapia (Cervantes, Shakespeare), cuyo efecto encuentra una expresión feliz en el Borges de “Magias parciales del «Quijote»”:

¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que, si los caracteres de una ficción pueden ser lectores y espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. (Borges, 1960, 68-69).

Se trata, en fin, de buscar la realidad, no fuera del teatro, sino adentrándose más y más en él. No huyendo de la ficción, sino abismándose en ella.

Tebas Land supone el paso decisivo de Sergio Blanco hacia su autoficción. No solo por el contenido de verdad sino también por el despliegue de recursos formales de la máxima eficacia. El protagonista se denomina «S», que es la inicial de Sergio, pero también la de Saffores, el actor que lo interpreta en la puesta del estreno, dirigida por Blanco; amén de la de Sófocles, cuyo Edipo es el palimpsesto de la pieza, y la de Sigmund Freud, que es el otro padrino de este drama sobre el parricidio. Este personaje central se relaciona con el público y con otros dos personajes, Martín, el parricida, y Federico, el actor que debe representarlo en el teatro. O con un personaje doble, pues ambos deben ser interpretados «necesariamente» por el mismo actor. Lo decisivo es que «S» es un dramaturgo y director, como Blanco, y, como él, el de la obra que estamos viendo o leyendo, que pone en escena precisamente el proceso de escritura y montaje de la misma.

Ostia da un paso adelante. Dos son ahora los personajes, «El hermano» y «La hermana», pero en la instrucción inicial se establece: «El texto deberá ser leído y en ningún momento podrá ser actuado. Las únicas personas que podrán leer Ostia serán la actriz Roxana Blanco y el dramaturgo Sergio Blanco.» De nuevo, me parece que lo importante no es que la obra sea leída por él y su hermana, la gran actriz uruguaya Roxana Blanco, como ocurre en efecto, sino el hecho de que uno y otra son, al modo de la ficción, pero con base en la realidad, los dos personajes de la obra, que igual podrían llamarse «Sergio Blanco» y «Roxana Blanco». Con la misma exactitud, pero sin duda con menos vaguedad que en la denominación elegida. Y de eso se trata en todos los casos, de oscurecer las líneas, difuminar los perfiles o disolver los límites. De confundir en la dirección que señalan las palabras de Borges.

La ira de Narciso supone otra vuelta de tuerca. Es un monólogo, lo que en principio favorece e intensifica la condición autoficticia. Y más si, como ocurre, el único actor interpreta casi todo el tiempo a Sergio Blanco. Que comparece por primera vez aquí con su propio nombre, aunque, como no podría ser de otra manera, convertido en personaje y por tanto ficcionalizado en mayor o menor grado; pero con un abultado poso de realidad. En el reparto de la obra, que lo tiene a pesar de parecer una mera narración escénica, figuran dos «Personajes / Sergio Blanco / Gabriel Calderón» y la lógica interna de la pieza obliga a que, como ocurría con Martín y Fede en Tebas Land, sean interpretados necesariamente por el mismo actor. Que, para rizar el rizo, será en la puesta en escena el director, dramaturgo y actor “real” Gabriel Calderón, al que Sergio Blanco llama en la dedicatoria «mi amigo, mi hermano, mi otro yo»; lo que dará lugar a innumerables intromisiones de realidad. ¿Podrá hacer el papel otro actor? Seguramente no, sin modificar a fondo el texto.

He aquí tres obras y un género cargados de futuro, de un futuro en el que ojalá se vaya disolviendo también esa falsa oposición, tan cómoda, entre lo dramático y lo posdramático.

Material suplementario
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Notas
Notas de autor

Contato: joseluis.garcia@cchs.csic.es

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