En 26 de abril de 2006, Eduardo Viveiros de Castro – profesor de Antropología en el Museo Nacional (Rio de Janeiro) y especialista en Etnología Brasilera – estuvo en el Instituto Socioambiental (ISA) de São Paulo para hablar con los editores de Povos Indígenas no Brasil, sobre dos cuestiones polémicas: ¿Quién es indio? y ¿qué es lo que define la pertenencia a una comunidad indígena? [Lo que sigue es la entrevista].
Empiezo por decir que sospecho que nuestra entrevista necesitará un sobreuso de comillas, no sólo comillas de citación, sino sobre todo comillas de distanciamiento. Esto debido a que esa discusión -¿quién es indio?, o ¿qué es lo que define la pertenencia? etc.- posee una dimensión un tanto delirante o alucinatoria, como el resto de las discusiones donde lo ontológico y lo jurídico entran en un proceso público de apareamiento. Suelen nacer monstruos de ese proceso. Ellos son pintorescos y relativamente inofensivos, desde que no creamos demasiado en ellos. Caso contrario, ellos nos devoran. Entonces, pues, las comillas agnósticas.
La cuestión que me fue presentada no deja de reaparecer desde que comencé a estudiar antropología, ya van 30 años. En aquella lejana época estábamos siendo acosados por la geopolítica modernizadora de la dictadura –era fines de los años 1970–, que quería embutirnos su famoso proyecto de emancipación. Ese proyecto, asociado como estaba al proceso de ocupación inducida (invasión definitiva sería quizá una expresión más correcta) de la Amazonía, consistía en la creación de un instrumento jurídico para discriminar quién era indio de quién no lo era. El propósito era emancipar, es decir, retirar de la responsabilidad tutelar del Estado los indios que se habían transformado en no-indios, los indios que ya no eran más indios, es decir, aquellos individuos indígenas que “ya” no presentasen “más” los estigmas de indianidad estimados necesarios para el reconocimiento de su régimen especial de ciudadanía, (el respeto hacia ese régimen, que quede claro, era y es otra cosa).

Fue en reacción a ese proyecto de desindianización jurídica que surgieron las Comisiones Pro-Indio y las Anaís (Asociación Nacional de Acción Indigenista); fue también en ese contexto que se formaron o consolidaron organizaciones como el Centro de Trabajo Indigenista, (CTI) y el PIB, o “Projeto Povos Indigenas no Brasil” del Centro de Documentación Indígena (CEDI), (el PIB, como todos saben, está en los orígenes del Instituto Socioambiental -ISA). Todo eso surgió de ese movimiento, que se constituyó precisamente en torno de la cuestión de quién es indio –no para responder a esa cuestión, pues no era una cuestión, sino una respuesta, una respuesta que cabía “cuestionar”, es decir, rechazar, dislocar y subvertir. “¿Quién va a responder esa respuesta?”, pregunta un personaje de una película de Herzog. Justamente: cómo responder a la respuesta que el Estado tomaba por incuestionable en su cuestión: que “indio” era un atributo determinable por inspección y mencionable por ostensión, una substancia dotada de propiedades características, algo de lo cual se podía decir lo que es, y quien cumple con los requisitos de tal esencialidad. ¿Cómo responder a esa respuesta? Pues, si se creyera en ella, se trataría solamente de llamar a los peritos y pedir que ellos indicasen quién era y quién no era indio. Pero los peritos se rehusaron a responder tal respuesta. Por lo menos al inicio.
Nótese que en aquella época, la pregunta de saber quién era indígena no se cristalizaba alrededor de aquello que se vino a llamar etnias emergentes, fenómeno bastante posterior: por el contrario, fueron dichas nuevas etnicidades las que surgieron de esa cuestión, respondiendo a ello con una respuesta dislocada, es decir, inesperada. El problema de aquella época, muy por el contrario de cualquier “emergencia”, era una sumergencia de las etnias, era el problema de las etnias que se sumergían, de aquellos colectivos que estaban siguiendo, por fuerza de las circunstancias (eso es un eufemismo), una trayectoria histórica de alejamiento de sus referencias indígenas y de quienes, bajo ese pretexto, el gobierno quería librarse: “Esas personas ya no son más indios, nos lavamos las manos. No tenemos nada que ver con eso. Liberen sus tierras para el mercado; dejen que ellos negocien su fuerza de trabajo en el mercado”.
Nuestro objetivo político y teórico, como antropólogos, era establecer definitivamente –no lo logramos, pero creo que algún día lo haremos– que indio no es una cuestión de tocado con plumas, achiote, arco y flecha, algo aparente y evidente, y en ese sentido esteriotipador; sino una cuestión de “estado del espíritu”. Un modo de ser y un no modo de aparecer. En realidad, algo más (o menos) que un modo de ser: la indianidad designaba para nosotros un cierto modo de devenir, algo esencialmente invisible, pero no por eso menos eficaz: un movimiento infinitesimal incesante de diferenciación, no un estado masivo de “diferencia” anteriorizada y estabilizada, es decir, una identidad. (Sería bueno que un día los antropólogos dejen de llamar identidad a la diferencia y viceversa). Nuestra lucha, por lo tanto, era conceptual, nuestro problema era hacer que el “aún” del sentido común, “esa gente aún es indio” (o “ya no lo es”) no significara un estado transitorio o una etapa a ser vencida. La idea es la de que los indios “aún” no habían sido vencidos, ni jamás lo serian. Ellos jamás acabarían de ser indios, “aunque”… o justamente por qué. En suma, la idea era que “indio” no podía ser visto como una etapa en la marcha de ascenso hasta el envidiable estado de “blanco” o “civilizado”.
De la emancipación a la re-indianización
Sin embargo, la filosofía de la legislación brasilera era justamente esa: todos los indios “aún” eran indios, en el sentido de que un día iban, porque debían, a dejar de serlo. Incluso los que estaban desnudos en la selva, con sus consabidos tocados de plumas, sus collares de chaquiras, sus arcos, flechas, garrotes y cerbatanas, los indios con “contacto intermitente” o los “aislados” –incluso esos aún eran indios. Solamente aún; es decir, aún, solamente, porque aún no eran no-indios. El objetivo de la política indigenista del Estado era gerenciar (y, ¿por qué no?, acelerar) el célebre “proceso histórico”, artículo de fe común a los más variados credos modernizadores, del positivismo al marxismo. Todo lo que se “podía hacer” era garantizar – eso para los más bien intencionados- que el “proceso” no fuese demasiado brutal. Pero, de una u otra forma, se entendía que el anhelado omelette nacional solo podría hacerse de una forma y bien se sabe cuál era.
La lucha contra el proyecto de emancipación, llevó a las personas que estaban del lado de los indios a que se preocuparan con censos, levantamientos, con información, con organización, comunicación y propaganda. Se trataba, en suma, de hacer la cuestión visible. En el fondo, no dejó de ser una suerte que los generales y coroneles de la época hubieran intentado desindianizar una porción de comunidades indígenas, pues eso, en realidad, terminó por reindianizarlas. El precipitado intento del régimen dictatorial de legislar sobre la ontología de la indianidad, “desinvisibilizó” a los indios, quienes eran virtualmente inexistentes como actores políticos en las décadas de 1960 y 1970. Ellos solo aparecían, de vez en cuando, en algún reportaje multicolor sobre el Xingu, generalmente como ilustración del admirable trabajo de los hermanos Villas Bôas, (digo admirable sin ninguna ironía; no dejaba de ser bizarro, sin embargo, el hecho de que en esa época hubiera una serie de periodistas especializados en deslumbrarse ante los Villas Bôas y otros sertanistas). El revuelo suscitado por el proyecto de emancipación rescató la cuestión indígena del folclor de masas al cual había sido reducida. Ello hizo que los propios indios se dieran cuenta de que, si ellos no tomaban las precauciones, realmente sí dejarían de ser indios, y muy rápidamente. Gracias a eso, entonces y finalmente, los indios se hicieron mucho más visibles como actores y agentes políticos en el escenario nacional. Los primeros líderes indígenas de expresión supralocal surgieron en ese contexto, como Mário Juruna y Aílton Krenak.
La cuestión sobre quién es o no indio reaparece ahora, pero por otras razones. Algunas personas relacionadas con la cuestión indígena tienen a veces la impresión (o por lo menos yo tengo la impresión de que ellas tienen esa impresión) de que nosotros, los indios y antropólogos, fuimos un poco víctimas de nuestro propio éxito. Antiguamente, muchos colectivos indígenas sentían vergüenza de serlo, y el gobierno tenía todo el interés de aprovechar esa vergüenza inculcada sistémicamente, quitando las consecuencias jurídicas-políticas, digámoslo así, del eclipsamiento histórico de la faz indígena de varias comunidades “campesinas” del país. Ahora, por el contrario, “todo el mundo quiere ser indio” –decimos entre intrigados y orgullosos. Quizá más intrigados que orgullosos. Antiguamente, los especialistas en “proceso histórico” nos llenaban los oídos con el dogma de que la “condición campesina” (con opción de “proletarización”) era el devenir histórico inexorable y por lo tanto la verdad de las sociedades indígenas, y que la descripción de esas sociedades como entidades socioculturales autónomas suponía un “modelo naturalizado” y “a-histórico”. Pero pasa que, poco a poco, los indios empiezan a reivindicar y terminan por obtener el reconocimiento constitucional de un estatuto diferenciado permanente dentro de la llamada “comunión nacional”; y entonces ellos implementan ambiciosos proyectos de retradicionalización, marcados por un autonomismo “culturalista” que, por instrumentalista y etnicizante, no es menos primordialista ni menos naturalizante; y entonces, finalmente, algunas comunidades rurales situadas en las áreas más arquetípicamente “campesinas” del país reasumen su condición indígena, en un proceso de transfiguración étnica que es lo exactamente inverso de aquello anunciado, en los 1970, por Darcy Ribeiro en el célebre Los indios y la civilización, en profecía creída, con uno que otro retoque, por la mayoría de los antropólogos.
Del indio a la comunidad (1)
Con la constitución de 1988, el juego acabó transformándose totalmente. De hecho, hubo una inversión de 180 grados en relación con el proyecto de emancipación. El propósito explícito de ese proyecto era emancipar individuos, pero su verdadero objetivo, como se conoce, era el de “liberar” comunidades enteras. Con la Constitución se consagró el principio de que las comunidades indígenas se constituyen en sujetos colectivos de derechos colectivos. El “indio” dio lugar a la “comunidad” (un día llegaremos al “pueblo” -quién sabe), y así lo individual cedió el paso a lo relacional y lo transindividual, lo que fue, y no es necesario enfatizarlo, un paso gigantesco, aun cuando lo transindividual haya tenido que asumir la máscara de lo supra-individual para poder figurar en la metafísica constitucional, la máscara de la comunidad, como súper-individuo. De cualquier manera, lo individual no podría dejar de ceder a lo relacional, una vez que la referencia indígena no se toma como un atributo individual, sino como un movimiento colectivo, y que la “identidad indígena” no es “relacional” solamente “en contraste” con identidades no indígenas, sino relacional (luego, no es una “identidad”), antes que nada, porque constituye colectivos transindividuales intrareferenciados e intradiferenciados. Existen individuos indígenas porque ellos son miembros de comunidades indígenas, y no al revés.
Pues bien, fue a partir de ese momento que se aceleró una “emergencia” de comunidades indígenas que estaban sumergidas por varias razones: porque habían sido enseñadas a decir que no eran indígenas; porque habían sido colocadas en una licuadora político-religiosa, una amoladora cultural que amalgama etnias, lenguas, pueblos, regiones y religiones, para producir una masa homogénea capaz de servir de población, esto es, de sujeto (en el sentido de súbdito) del Estado. Como se sabe, las antiguas misiones que están en el origen de tantas ciudades, villas, campamentos en el interior de Brasil fueron lugares privilegiados de esa fabricación de componentes indígenas del “pueblo brasilero”, al sintetizar los célebres indígenas genéricos, los indígenas de las aldeas, catecúmenos del sacramento estatal de la transubstanciación étnica: la comunión nacional… La Constitución de 1988 interrumpió jurídicamente (ideológicamente) el proyecto secular de desindigenación, al reconocer que aquel no se había completado. Y fue así que las comunidades entraron en el proceso de distanciamiento de la referencia indígena y comenzaron a percibir que volver a “ser” indígena -–esto es, volverse indígena, retomar el proceso incesante de convertirse en indígena– podría ser interesante. Convertir, revertir, pervertir, subvertir el dispositivo de sujeción armado desde la conquista de modo a volverlo dispositivo de subjetivación: dejar de sufrir la propia indianidad y pasar a disfrutarla. Una gigantesca ab-reacción colectiva, para que usemos viejos términos psicoanalíticos. Una carnavalización étnica. El retorno del reprimido nacional.
La explosión de la indianidad
A partir de aquel momento -que aún lo estamos viviendo- y de aquello que ganó un ímpetu irresistible a partir de él, a saber, la reetnización progresiva del pueblo brasilero, la pregunta “¿Quién es indio?” dejó de colocarse en vista del fin más o menos inconfesable que el Estado lo colocaba, el de violar los derechos de las comunidades y de las personas indígenas. Ello pasó a ser un problema de aquellos que se piensan del (y que piensan al) lado de los indios, bien como un problema de los “propios” indios.
¿Cuál es el problema hoy? Es decir, ¿cómo aparece el problema hoy? Él aparece como el que evita la trivialización de la idea y el rótulo de “indio”. La preocupación es clara y simple: bien, si “todo el mundo” o “cualquiera” (cualquier colectivo) comienza a llamarse indio, eso puede perjudicar a los “propios” indios. La condición de indígena, condición jurídica e ideológica, puede llegar a “perder el sentido”. Ese es un temor enteramente legítimo. No lo comparto, pero lo considero totalmente legítimo, natural, comprensible, así como encuentro legítimo, natural, etc. el temor a apariciones. En fin… el raciocinio es: si, de repente, nosotros tuviésemos que “reconocer como tal” toda comunidad que se reivindica como indígenas ante los distribuidores autorizados de identidad (el Estado), quienes acabarían mal serían los Yanomami, los Tukano, los Xavante, todos los “indios de verdad”. Podría haber una desvalorización de la noción de indígena. Si, antes, ser indígena era costoso (para evocar un artículo pionero de Roberto DaMatta: “¿Cuánto cuesta ser indio en el Brasil?”), y costaba caro, es claro, para quien lo era, hoy ser indio estaría cada vez más barato. Ahora es fácil ser indio; basta con decir…Y entonces nadie, especialmente el Estado, lo creería.
No creo en ello. Mal comparando –y digo mal porque la comparación arriesga reavivar estereotipos viejos y grotescos-, se puede decir que ser indio es como aquello que Lacan decía sobre ser loco: no lo es quien quiere. Tampoco quien simplemente lo dice. Pues solo es indio quien es capaz [de serlo].
Los antropólogos y la garantía de la identidad
Pues sí: los antropólogos quieren, justamente, garantizar esa identidad indígena. Solo que no la garantizan; solo el indio es quien la asegura. El papel de los antropólogos en esa pregunta es un poquito confuso. La comunidad antropológica, por vía de sus ABAs (Asociación Brasilera de Antropología) y similares, desempeñó un papel fundamental en la decisión de interrumpir e impedir el proyecto de emancipación, decisión tomada en conjunto con otros abogados de la causa y, naturalmente con los indios. Yo creo que ese momento, en 1978, fue uno de los claros y raros momentos en que, de hecho, los antropólogos marcaron diferencia. Una tremenda diferencia. No fueron uno o dos antropólogos, como Darcy Ribeiro en el tiempo del Estado indígena, o los hermanos Villas-Bôas –que a veces fueron llamados antropólogos, durante la creación del parque Xingu-–. Sino que los antropólogos “como un todo”, con respecto a la colectividad, fueron quienes marcaron una tremenda diferencia en ese momento. Lo mismo se dice de la movilización en torno de la constituyente de 1988. Luego de eso, mi impresión es que la cosa cambió un poco. “Los antropólogos” dejaron de ser un plural colectivo, y pasaron a ser un plural distributivo: los antropólogos son aquellas personas que hacen informes, son los peritos. Peritos en identidad. Ajena. Bueno, no todos.
En todo el proceso de justificación de la cuestión ¿Quién es indígena?, es decir, de decidir cómo y dónde se aplican los artículos de la Constitución de 1988, la antropología logró, desde mi punto de vista con justicia, esa ganancia política de tornarse un interlocutor legitimo del aparato de Estado, parte necesaria en los procesos jurídicos de garantía y de oficialización de las demarcaciones de tierra, entre otras cosas. Pero con eso el antropólogo, (perdónenme el uso del masculino), pasó también a tener una atribución que, a mi modo de ver, es complicada, (perdónenme el uso del eufemismo). Él pasó a tener el poder de discriminar quién es indio y quién no es indio, o antes, la prerrogativa de pronunciarse con autoridad sobre la materia, de modo a instruir la instancia que tiene realmente tal poder de discriminación, el Poder Judiciario. Aunque el antropólogo diga siempre o casi siempre que fulano es indio, que aquellos mestizos de la Piedra Negra son, de hecho, indios, poco importa. El problema es que el antropólogo está “en posición de” decir quién no es indio, y decir que alguien no es indio. Y puede hacerlo.
De cualquier forma, el hecho de sentirse autorizado a responder ya situó, de antemano al antropólogo en algún lugar entre el juez (a la final, el perito es el que dice sí o no, constata y certifica que alguien es o no es alguna cosa) y el abogado de defensa (aquél que dice, aunque no lo crea mucho: “sí, es indio; mi cliente es indio y lo probaré”).
El antropólogo y el jurista
Todo parece perfecto, normal y democrático. Pero la cuestión sigue siendo colocada en los términos de siempre: sigue siendo una cuestión de decirse quién es qué. Es sin duda difícil ignorar la cuestión, una vez que el Estado y su estructura jurídico-legal funcionan como molinos productores de sustancias, categorías, papeles, funciones, sujetos, titulares de ese o de aquel derecho, etc. Lo que no es sellado por los oficiales competentes, no existe –no existe porque fue producido por fuera de las normas y patrones-, no recibe la impronta de calidad. Lo que no está en los autos, etc. Ley es ley, etc. y al fin de cuentas, es necesario administrar la nación; es necesario gestionar la población, y el territorio. Como se dice.
Pero hay quien diga que el papel de los antropólogos no es, nunca fue y jamás debería ser el de decir quien es indio y quien no es indio. Que eso es cosa de inspector de aduana, del fiscal de identidad ajena. Esta es mi posición personal (¿y cómo podría ser otra cosa, al fin y al cabo?), consecuencia de la dificultad que siento de enunciar juicios como “esos tipos son indios” o “esos tipos no son indios”. El problema, para mí, es la legitimidad de la pregunta. No acepto esa pregunta como una pregunta antropológica. Esa no es una pregunta antropológica, es una pregunta jurídica. ¡Oh no! esa es una pregunta esencialmente, fundamentalmente, visceralmente política, obtemperarán mis astutos colegas. Pero claro que es una pregunta política, replicaré. Y mi respuesta política es decir que esa no es una pregunta antropológica, sino una pregunta jurídica, y que aquí es donde se distingue el antropólogo del jurista: en el tipo de pregunta que ellos tienen “el derecho” de hacer y, por lo tanto, de responder.
Naturalmente el antropólogo también puede responder, o ayudar a responder preguntas jurídicas, y que él es a veces compelido a colocarse imaginariamente (o tácticamente) en la posición del Legislador, cuando no en la del Consejero del Príncipe. Aunque… bien, en algunas situaciones él se obliga a sí mismo a responder, por ejemplo, cuando las preguntas son hechas respecto al pueblo con quien él trabaja, a las personas con las cuales él tiene relaciones reales, los miembros de la comunidad o comunidades de las cuales el antropólogo es parte componente e interesada, aun cuando una parte apartada. Aunque sea una parte separada, que vive lejos, él siempre es parte de la comunidad. Queriéndolo o no. Puede ser una parte renegada, una parte traidora, una parte distante, una parte lejana, pero es parte. Y en cuanto tal, es claro que él tiene que responder las preguntas que el Estado le “propone”, porque él está allá precisamente para eso, para entrar en la pelea. Pero no debemos por eso imaginar que todas las cuestiones que el antropólogo enfrenta sean, por eso, cuestiones antropológicas, cuestiones que él naturalmente puede y debe responder, y debe responsabilizarse por eso. Responsabilizarse, es decir, responder por la respuesta. Pues al fin de cuentas, creo que nadie tiene el derecho de decir quien es o quien no es indio, si no se dice (porque lo es) indio el mismo. Y es justamente por eso que el antropólogo sólo puede responder, si le preguntan si el pueblo o la comunidad que él escogió para ser parte es, de hecho, indígena, de manera afirmativa. Esta respuesta afirmativa no responde a la pregunta que le fue hecha. Obviamente.
En suma, para el antropólogo, el indio es como un cliente, –siempre tiene la razón–. El antropólogo no está allá para arbitrar si las personas que lo hospedan y cuya vida él escudriña tienen o no razón en lo que dicen. Él está allá para entender cómo es que, aquello que ellas están diciendo, se conecta con otras cosas que ellas también dicen o dijeron, y así sucesivamente. Al antropólogo no solamente no le cabe decidir qué es una comunidad indígena, qué tipo de colectividad puede ser llamada comunidad indígena, como si le cabe, muy por el contrario, mostrar que ese tipo de problema es indecidible.
Todos son indios, excepto quien no lo es
Permítanme incurrir en una exageración heurística. Yo diré que en Brasil todo son indios, excepto quien no lo es. Creo que el problema es “probar” quién no es indio en Brasil. Respuesta política a la respuesta (es decir, a la pregunta) política que se le ofrece al antropólogo.
Comencemos por algún inicio. Entiendo que la cuestión de quién es o quién no es indio, en principio, no es una cuestión de “cultura”, es decir, una cuestión que se responda mediante la inspección de los contenidos culturales de la vida de un colectivo. No estoy negando, obviamente, que haya un fondo cultural amerindio muy vivo y muy real: un fondo o, por otra parte, una forma, una estructura o conjunto de estructuras (usemos una palabra que está fuera de moda) conceptuales que remontan a la América precolombina. Lo que estoy diciendo es que la relación con ese fondo cultural no es una relación necesaria (aunque pueda ser suficiente -quizá) para definirse qué es indio. Porque una vez que se rechaza la pregunta, el fondo cultural no puede más servir para definir pertenencias e inclusiones en clases identitarias. Ese fondo cultural es un elemento de la historia del país, del continente, de las tres Américas. Los colectivos humanos contemporáneos esparcidos por nuestro continente se orientan de modos variados en relación con ese fondo: ninguno de esos modos es reducible al modo emanativo, pues un colectivo humano no es jamás la encarnación de una cultura; no porque sea más que eso, sino porque es otra cosa.
Y entonces yo invierto la cuestión. El problema es quién no es indio. (Esa afirmación se insiere en una teoría del minoritario que debo a otros, y que no cabe exponer aquí. Pero como buen entendedor, es así que puedo afirmar que en Brasil todo el mundo es indio, excepto quien no lo es). Darcy Ribeiro, inclusive -no sé si él dijo exactamente eso, no soy un buen lector suyo-, insistió con elocuencia el hecho de que el “pueblo brasilero” es mucho más indígena de lo que se sospecha o supone. (No estoy con eso, desnecesario decir, minimizando el aporte obvio y gigantesco de las poblaciones africanas traídas acá a la fuerza). El hombre libre del orden esclavocrata, para usar el lenguaje de Maria Silva Carvalho Franco, es un indio. El caipira es indio, el caizara es indio, el caboclo es indio, el campesino del interior del nordeste es indio. ¿Indio en qué sentido? Él es un indio genético, para empezar, pese a que eso no tenga la menor importancia.
Lo genético y lo genérico
Los investigadores de la Universidad Federal de Minas Gerais -UFMG que hicieron un levantamiento del aporte genético amerindio en la población nacional, descubrieron que ese es mucho más grande de lo que se imaginaba. Aproximadamente un 33%, creo. O sea que, al fin de cuentas, el flujo génico amerindio sigue corriendo suelto. Interesante, pero eso no tiene la menor importancia, excepto por lo que puede ayudar a aclarar sobre la historia “de Brasil”. Digo que los colectivos caizaras, caboclos, campesinos e indios son indios (y no 33% indios) en el sentido de que son el producto de una historia, una historia que es la historia de un trabajo sistemático de destrucción cultural, de sujeción política, de “exclusión social” (o peor, de “inclusión social”), trabajo ese que es propiamente interminable. No es posible hacer que todos los brasileros dejen de ser indios completamente. Por más exitoso que haya sido o esté siendo el proceso de desindianización llevado a cabo por la catequización, por la misionarización, por la modernización, por la ciudadanización, no se puede limpiar la historia y suprimir toda la memoria, porque los colectivos humanos existen crucial e inminentemente en el momento de su reproducción, en el pasaje intergeneracional de aquél modo relacional que “es” el colectivo, y a menos que esas comunidades sean físicamente exterminadas, expatriadas, deportadas, es muy difícil destruirlas totalmente. Y aun cuando lo fueron, cuando fueron reducidas a sus componentes individuales, extraídos de las relaciones que los constituían, como sucedió con los esclavos africanos, esos componentes reinventan una cultura y un modo de vida – un mundo relacional que, por constreñido que haya sido por las condiciones adversas donde se desarrolló, jamás dejó de ser una expresión de la vida humana exactamente como cualquier otra. No hay culturas inauténticas, pues no hay culturas auténticas. No hay, además, indios auténticos. Indios, blancos, afro-descendientes, o quien quiera que sea – pues auténtico no es cosa que los humanos sean. O quizá sea una cosa que sólo los blancos puedan ser (peor para ellos). La autenticidad es una auténtica invención de la metafísica occidental, o aún más que eso –ella es su fundamento, entiéndase, es el concepto mismo de fundamento, concepto archimetafísico. Solo el fundamento es completamente auténtico; solo lo auténtico puede ser completamente fundamento. Pues lo Autentico es el avatar del Ser, una de las máscaras utilizadas por el Ser en el ejercicio de sus funciones monárquicas dentro de la onto-teo-antropología de los blancos. ¿Qué diablos tendrían que ver los indios con eso?
Tornarse indio: ¿Un problema para el judicial?
Mércio Gomes, ex presidente de la Fundación Nacional del Indio - Funai (entre 2003 - 2007), habló como hablaban (como eran hechos hablar por sus jefes) los presidentes de la Funai de ayer [referencia al artículo publicado en el periódico Estadão de 13/01/06, en la cual Mércio alegó que el Supremo Tribunal Federal tendrá que definir un “límite” para las reivindicaciones cada vez más “excesivas” por nuevas Tierras Indígenas; este comentario, como era de esperarse, generó indignación en muchos sectores indigenistas]. La razón, ahora, no es más porque hay mucho indio que “no es más indio”, sino porque hay mucho blanco que “nunca fue indio” queriendo “hacerse indio”. Cuando sería mejor decir: hay mucho blanco que nunca fue muy blanco porque ya fue indio, queriéndose hacerse indio nuevamente.
Pero eso es visto como un escándalo, en el fondo; es un mundo patas arriba y al revés. Pues es como si no se pudiera -y poder en el sentido lógico, no solamente en el sentido moral- querer hacerse indio, sino que solo se pudiera querer dejar de serlo. Es como si querer “hacerse indio” fuese una contradicción en los términos; solo puede deshacerse. De cualquier manera, ya hay demasiados indios por aquí; y, además, los indios tienen tierras en demasía. Brasil estaría mejor y más grande con menos indios: solo con los que existen hoy, por ejemplo. Seamos liberales: no es necesario matar a nadie; los indios que tenemos son buenos; son incluso necesarios. Pero, sobre todo, ellos son suficientes. Cerremos la puerta. Hagamos una escala. El indio de verdad es solo el indio aislado; regresemos a las famosas categorías, cuya intención de marcar etapas temporales es evidente: aislado, contacto intermitente, contacto permanente e integrado. ¿Dónde pasará el corte? ¿En la cara de quién se cerrará la puerta? Integrado ya no es más indio; esa es fácil. ¿Y los de contacto intermitente? ¿Cuál frecuencia de intermitencia hace de un intermitente un integrado (como quien dice, de un usuario ocasional un adicto)? ¿Dieciséis horas por día? Bien, al indio aislado, nadie le puede decir que no es indio, sobretodo porque él ni siquiera es indio aún. Él no sabe que es indio; no fue contactado por la Funai ni nada de eso. Es decir, primero hay que hacerse indio para después dejar de serlo. ¿Por qué entonces no se puede querer hacerse indio otra vez después dejar de serlo? ¿O quién sabe volver a nunca haber sido, pero ni por eso insistiendo menos en ser?
Cerrando la lista
Mércio dijo lo mismo que decían los gobiernos de la dictadura. En esencia, él dijo que hay demasiados indios. Esa cosa de cerrar la lista ocurrió en Estados Unidos, por ejemplo. En determinado momento definieron arbitrariamente quiénes eran los indios. Sólo que allá, siendo aquél el país lo que es, los indios de la lista serán siempre indios. Y, sin embargo, esa lista nunca se cierra completamente. No hace mucho tiempo que ciertas comunidades reivindicaron una indianiedad dejada fuera de la lista, y otras siguen haciéndolo… Ténganse en cuenta el célebre caso de los Lumbee [pueblo que vive en el estado de Carolina del Norte; reconocidos sólo en 1956 como indios, aún luchan para conquistar derechos y beneficios] o el más reciente de los Mashpee. Situaciones muy similares a las que ocurren aquí.
En fin, tengo la impresión de que es eso lo que Mércio quería hacer. Una lista, para poder decir después: la lista está cerrada. Nótese lo arbitrario cuasi burlesco de una lista como esa. ¿Por qué parar ahora y no el próximo mes? ¿Por qué no paró antes? Naturalmente, eso va a provocar una carrera –acelerar una carrera que ya existe- para registrarse como indio. Lo correcto sería publicar un edicto. Abrir una convocatoria pública. Establecer plazo. La declaración de Mércio Gomes -suponiéndose que él haya dicho lo que se escribió que él dijo, la gente inventa mucho…- es completamente absurda. La Funai es (o debería ser) la representante, en el sentido de defensora, de las poblaciones indígenas. Allí sería el último lugar de donde se podría esperar la emisión de un juicio como ese. ¿Cómo es que el entonces presidente del llamado órgano tutelar (ni siquiera sé si la Funai “aún es” eso) puede decir tal cosa?
Bien, estoy fingiendo sorpresa –infelizmente. La declaración de Mércio fue la de un estadista. Un pequeño estadista, naturalmente. En efecto y a rigor, definir quién es o quien no es indio no es un problema de los indios ni de sus comunidades. Ese es un problema puesto y resuelto por el Estado, instancia que trata a los colectivos bajo su tutela (en el sentido lato, es decir, político) de esa manera: quién es qué cosa, quién no es qué cosa, es necesario favorecer eso, desalentar aquello; punir, premiar, inducir, reducir, administrar, disponer. Nosotros los antropólogos tenemos que posicionarnos frontalmente en contra de eso, rechazando (“en la medida de lo posible y dentro de los límites de la ley”) esa cuestión como legitima.
Del indio a la comunidad (2)
Bien, hablemos entonces de la experiencia ficcional a la cual me dediqué, al proponer una definición “jurídica” de “indio”. Tal definición, insisto, es un ejercicio escolar. No se trata de un proyecto de ley (ni siquiera), sino un intento sin pretensiones de responder a colegas que creen que la cuestión de saber quién y qué es indio puede tener una respuesta distinta a aquella que es dada prácticamente por los indios, pasados, presentes y futuros.
Antes de comentar la definición ficcional, quiero resumir en algunas frases oscuras la “línea del raciocinio” que utilicé hasta aquí y que no utilizaré de ahora en adelante, pero que me parece la única técnicamente correcta. Ella no deja de estar contemplada, de cierto meta-modo, en la tercera dimensión de la definición ficcional. Diré entonces que indio realmente no es eso que yo digo que es, en este texto pseudo-legislativo que escribí. Y no lo es, porque los enunciados de indianiedad son enunciados performativos y no enunciados constativos, dependiendo, por lo tanto, de condiciones de felicidad y no de condiciones de verdad (en el sentido de corresponder con un estado de cosas). Empero, y este es el punto, las condiciones antropológicas de felicidad de tal enunciado no son dadas por terceros. Sobre todo, no son ni pueden ser dadas por Estado, el Tercero por excelencia. La identidad es tautegórica; ella crea su propia referencia. Indios son aquellos que “representan a sí mismos”, en el sentido que Roy Wagner da a esta expresión (cf. The invention of culture), sentido ese que no tiene nada que ver con identidad; y nada que ver, tampoco, con representación, como está indicado en la formulación deliberadamente paradójica de la expresión. “Representar a sí mismo” es aquello que hace una Singularidad, y lo que una Singularidad hace. Sigamos adelante.
El objeto de la definición imaginaria que estamos comentando es eso que llamé “comunidad indígena”. La expresión fue escogida por ser la más vacía posible. En realidad, no me gusta mucho la palabra “comunidad”, canonizada por la teología de la liberación y aprovechada con algo de astucia por los gobiernos post-dictadura. Pero en este contexto, ella se justifica por impedir palabras más puntiagudas y llenas de aristas, como etnias, tribu, sociedad, nación. La palabra “colectivo” quizá fuese la más adecuada, pero ella es muy especializada, pertenece al universo de una antropología más reciente, y los problemas que ella pretende resolver son otros –notoriamente, como rodear-ignorar la oposición naturaleza/sociedad. No es de eso de lo que se trata aquí. Entonces, mantengamos comunidad.
En seguida, cometo la soberbia de escribir: “comunidad indígena es…”. Ejercicio totalmente parnasiano, repito. Pues a mí, en el fondo de mi corazón, no me importa saber quién o qué es comunidad indígena, o no lo es. Si, “en cuanto antropólogo”, yo termino por encontrarme en algún lugar donde, por acaso, haya indios –con el sentido que la palabra tiene en el lenguaje común, que es vacío y concreto al mismo tiempo-–, eso no me obliga a, ni transcurre de, ninguna definición técnica. Cuando yo decidí estudiar a los Araweté, yo pensaba: “yo quiero conocer unos tipos que vivan en la selva y que utilicen arco y flecha”. Pues.
El punto realmente fundamental en la selección de la “comunidad” como sujeto de mi definición ficticia es que el adjetivo “indio” no designa un individuo, sino que especifica un cierto tipo de colectivo. En ese sentido no existen indios, solamente comunidades, redes de relaciones que se pueden llamar indígenas. No es posible determinar quién “es indio” independientemente del trabajo de autodeterminación realizado por las comunidades indígenas, es decir, aquellas que son el objeto del presente ejercicio definicional o, mejor dicho, meta-definicional. El objeto y el objetivo de la antropología, dígase de paso, es la elucidación de las condiciones de autodeterminación ontológica del otro. Y punto.
En fin, volviendo al texto: comunidad indígena es toda comunidad fundada en relaciones de parentesco o vecindad entre sus miembros. El “o” aquí es evidentemente inclusivo: “sea parentesco, o sea vecindad”. Ese es un punto importante, porque impide una definición genética o genealógica de comunidad. La idea de vecindad sirve para resaltar que “comunidad” no es una realidad genética; por otro lado, colocar “relaciones de parentesco” en la definición permite que se contemplen posibles dimensiones translocales de esa “comunidad”. En otras palabras, la comunidad que tengo en mente es o puede ser una realidad temporal tanto cuanto espacial. En suma, “parentesco” y “territorio”, para que hablemos como Morgan, son tomados aquí como principios alternativos o simultáneos de constitución de una comunidad. Conviene resaltar el carácter no-geométrico de ese territorio: la inscripción espacial de la comunidad no tiene que ser, por ejemplo, concentrada o continua, pudiendo al contrario ser dispersa y discontinúa. Entonces, (1) comunidad fundada en relaciones de parentesco y convivencia, y (2) que mantengan lazos históricos o culturales con las organizaciones sociales indígenas precolombinas.
Introduzco a estas alturas la primera especificación:
Es necesario traer para la definición, por lo tanto, el reconocimiento explícito del hecho de que existía un mundo social precolombino, y de que haya una porción de gente en el Brasil actual que está conectada con ello. Lo que significa ese “conectada” es un problema, naturalmente. Los lazos histórico-culturales con las organizaciones sociales precolombinas comprenden dimensiones históricas, culturales y sociopolíticas. No es necesario que exista una coincidencia entre estas tres dimensiones. Yo diría que, si una de ellas está presente, queda “resuelto” el “problema”. Esas condiciones dimensionales son condiciones suficientes, cada una en sí. Y ninguna de ellas es necesaria. ¿Cuáles son tales condiciones? Una de ellas, es una continuidad de la implantación territorial de la comunidad con relación a la situación existente en el periodo precolombino. Es la idea del territorio tradicional, de la Tierra inmemorial. Es imposible no reconocer la importancia de eso. Como digo, tal continuidad es suficiente, pero no es necesaria.
No menos suficiente, además, es la disposición de concebir la situación presente de la comunidad a partir de determinaciones y de contingencias impuestas por los poderes coloniales o naciones en el pasado, tales como las migraciones forzadas, capturas de indios, reducciones, traslados y demás medidas de asimilación, oclusión y represión étnica. En suma, el indio de la aldea, el indio que fue “mezclado”, que los misioneros y bandeirantes capturaron, no pueden ser culpados de haber perdido sus referencias territoriales originales. ¿Esas comunidades dejarán de ser indígenas porque sus miembros fueron traídos a la fuerza desde diferentes regiones? -–“Bien…disculpen, pero los jesuitas los mezclaron con indios de todos los lados”.-– “¿Y por eso (responde el indio), la culpa es mía? ¿Yo seré castigado por eso? Quiero mi tierra de vuelta.”- “Pero ya tenemos muchos blancos, desde hace mucho tiempo, sobre esa tierra…”. Entonces es necesario negociar. Pues la antigüedad de la expropiación no cambia su naturaleza. La única fecha de caducidad es la memoria. Y la memoria tiene sus, como se dice, usos sociales.
Haciéndose indio, haciéndose blanco
La otra cosa es la orientación positiva y activa de los miembros del grupo –este es el segundo “criterio”– ante discursos y prácticas comunitarios, derivados del fondo cultural amerindio, y concebidos como patrimonio colectivo relevante. Si tomamos el punto desde la otra punta, significa: nadie es obligado a ser indio. Los miembros de una comunidad pueden decidir: “nosotros quizá seamos indios, pero no queremos serlo; de cualquier manera, estamos haciéndonos blancos.” La noción de “hacerse blanco”, como se sabe, está presente en varios mundos indígenas. Ella no quiere decir necesariamente lo que nosotros creemos que quiere decir; por el contrario, lo que ella quiere decir es justamente uno de los problemas más complejos que enfrentan los antropólogos. Existe todo un sistema de presuposiciones recíprocas en juego, con por lo menos cuatro orientaciones típicas: hacerse blanco,; hacerse indio,; pacificar al blanco,; pacificar al indio. Los blancos “pacifican” a los indios, los “indios” pacifican a los blancos, los indios dicen que están “haciéndose blancos”, hay “muchos blancos” queriendo hacerse indio. Una situación muy interesante. Los blancos lamentan que existan varios blancos queriendo hacerse indio y, al mismo tiempo, que existan varios indios queriendo hacerse blanco. Los Yanomami quieren hacerse blanco, y los caboclos de Piedra Furada, en el desierto de Cariri o quién sabe dónde, están queriendo hacerse indio. El mundo está patas arriba. Los Yanomami debían seguir queriendo ser indios (alguien debe seguir queriendo; algunos indios son necesarios), y los caboclos deberían seguir queriendo ser blancos, cada vez más blancos - ciudadanía.
En realidad, esas dos cosas son mucho más complicadas de lo que se imagina. Los Yanomami quieren hacerse blanco, pero eso no es exactamente lo que se imagina que sea, y los caboclos de quien sabe dónde quieren hacerse indio, pero tampoco es como se imagina lo que ellos quieren que sea. Nos corresponde a nosotros, los antropólogos, ver toda la complejidad que está detrás de afirmaciones tan banales como “nosotros nos estamos haciendo blanco”. Ese es un discurso común en muchas comunidades indígenas: “nos estamos convirtiendo en blancos”, “los indios se están terminando”. Lo que parece, sin embargo, es que nunca se termina de hacerse blanco; y que los indios no acaban de acabar; es necesario seguir siendo indio para poder hacerse blanco. Y parece también que hacerse blanco a la manera de los indios no es exactamente como hacerse indio a la manera de los blancos. Hasta que se haga. Pero entonces, como se sabe, que aquello que se hizo se hace otra cosa.
En fin, retomando: “debe” haber una orientación positiva y activa del grupo en relación con los productos característicos de la vida comunitaria. Rituales, mitos, configuraciones relacionales más o menos reificadas, la misma comunidad como punto de orientación, polo de territorialización, y así en adelante. En vista de los procesos de desmantelamiento antropológico asociados a la situación evocada en el ítem anterior (reducciones, traslados, esclavitud, catequización, etc.), tales discursos y prácticas no son aquellos específicos del “área cultural”, en el sentido histórico-etnológico, donde hoy se encuentra la comunidad. Es decir, ciertos indios pueden ser indios, tienen una orientación positiva y activa con relación al fondo cultural amerindio, pero un fondo cultural amerindio que remite a otra región “original”, simplemente porque la de ellos fue destrozada. Entonces, si los caboclos de Piedra Furada traen a un chamán Wajãpi para que les enseñe toré, ¿cuál es el problema? Los antiguos romanos importaban profesores de griego para enseñar filosofía griega para ellos, y nadie decía que, con eso, los romanos estaban dejando de ser romanos. O decían (algunos romanos de hecho sí lo decían), pero no por eso ellos dejarían de ser romanos. O dejarán. Los griegos, entonces, aún más. Pero, repito, ni por eso. Como decía Saussure: “el francés no viene del latín. El francés es el latín, tal como es hablado hoy en tal región de Europa”. Patrice Maniglier, autor de un admirable libro sobre Saussure (de donde saqué la frase anterior), agrega: “fue de tanto hablar latín [à forcé de parler latin] que los galo-romanos empezaron a hablar francés”. Y así sucesivamente.
¿Renacimiento o invención?
ahlins cuenta una parábola en su pequeño libro Esperando a Foucault, que dice más o menos así: Existe un lugar en el planeta, en el extremo occidente, donde vive un pueblo muy interesante, donde hace cerca de unos seiscientos años atrás se creía totalmente desprovisto de cultura. Había perdido toda su sabiduría ancestral al cabo de innumerables invasiones bárbaras, de sucesivas catástrofes, pestes, sequias, guerra, el diablo. A partir de cierto momento, ese pueblo comenzó a reinventarse, creando una cultura artificial: comenzaron a imitar una arquitectura de la que sólo conocían las ruinas o viejos escritos, hacían traducc
Sahlins cuenta una parábola en su pequeño libro Esperando a Foucault, que dice más o menos así: Existe un lugar en el planeta, en el extremo occidente, donde vive un pueblo muy interesante, donde hace cerca de unos seiscientos años atrás se creía totalmente desprovisto de cultura. Había perdido toda su sabiduría ancestral al cabo de innumerables invasiones bárbaras, de sucesivas catástrofes, pestes, sequias, guerra, el diablo. A partir de cierto momento, ese pueblo comenzó a reinventarse, creando una cultura artificial: comenzaron a imitar una arquitectura de la que sólo conocían las ruinas o viejos escritos, hacían traducciones vernáculas de textos en lenguas muertas a partir de traducciones de otras lenguas, sacaban conclusiones delirantes, inventaban tradiciones esotéricas perdidas… Como se sabe, ese proceso, que ocurrió en Europa más o menos entre los siglos XIV y XVI, ganó el nombre de Renacimiento. El occidente moderno empezó allí. Pero, ¿qué es el Renacimiento? Los europeos –mezcla étnica confusa de germanos y celtas, de itálicos y esclavos, que hablaban lenguas hibridas, muchas veces un poco más que un latín mal hablado (es decir, el latín tal cual hablado en tal o cual región de Europa, diría Saussure), repleto de barbarismos, practicando una religión semita filtrada por un aparataje conceptual tardo-griego, y así en adelante– - descubren la literatura y la filosofía griegas a través de los árabes. Reinventan el mundo griego, que no era el mundo griego (o greco-romano) histórico, sino una “Antigüedad clásica” hecha –como siempre- de fantasías y proyecciones del presente. Erigen templos, casas, palacios imitativos, escriben una literatura que se refiere privilegiadamente a ese mundo, una poesía imitando la poesía griega, esculturas que imitan las esculturas griegas. Leen Platón de modos inauditos, poquísimos griegos, imagínase. En fin: inventan, y así se inventan. Y Sahlins concluye: pues bien, cuando se trata de los europeos, llamamos a ese proceso el Renacimiento. Cuando se trata de los otros, lo llamamos invención de tradición. Algunos pueblos tienen toda la suerte del mundo.
La tercera dimensión, en fin, es la sociopolítica –la primera era histórica (continuidad), la segunda era cultural (orientación positiva en relación con el fondo cultural). Ella dice respecto a la decisión, manifiesta o simplemente presumida, de la comunidad de constituirse como cuerpo socialmente diferenciado dentro de la comunión nacional –para que usemos ese lenguaje artificial e hipócrita–. Constituirse como entidad socialmente diferenciada significa darse autonomía para estatuir y deliberar sobre su composición, es decir, los modos de reclutamiento y criterios de exclusión de la comunidad. Estamos hablando de cosas como “gobernanza” (disculpen la mala palabra) comunitaria, modalidades de ocupación del territorio, regímenes de intercambio con la sociedad envolvente, dispositivos de reproducción material y simbólica… Los indios tienen, como dice la ley, derechos a sus usos, costumbres y tradiciones. Tener derecho a los usos y costumbres significa tener autonomía para gobernarse internamente “en aquello que no hiera los principios fundamentales” (como si no los hiriéramos, por principio) de la constitución nacional.
Indian proud
Estas reflexiones son un intento de crear una definición, la más larga posible, que reconozca que la respuesta a la cuestión sobre quién es indio cabe a las comunidades que se sientan concernidas, implicadas por ella. No cabe al antropólogo definir quién es indio, cabe antropólogo crear condiciones teóricas y políticas para permitir que las comunidades interesadas articulen su identidad. Nosotros los antropólogos ni siquiera somos un tribunal de apelación. Un caso pintoresco que me cuentan, dos caboclos de la Sierra de Baturité que se convirtieron en indios por cuenta de una ONG de un noruego lleno de buenas intenciones y de un cura excesivamente celoso del Conselho Indígena Missionário -CIMI, es, en mi parecer, un caso marginal, en el sentido estadístico y en el sentido conceptual. ¿Pues y qué?, yo diría. Si aquella comunidad es, de hecho, una invención “del mal” (porque puede ser una invención “del bien”), entonces paciencia, veamos lo que haremos con eso; veamos, sobre todo, si ellos son capaces [de serlo]. Nosotros los antropólogos deberíamos enorgullecernos del hecho de que Brasil hoy esté lleno de comunidades queriendo ser indígenas. Y debemos enorgullecernos, entre otras cosas, porque contribuimos a reevaluar, dar otro valor, a la noción de “indio”. Hoy la población urbana del país, aquellos que siempre tuvieron vergüenza de la existencia de los indios en Brasil, está en condiciones de comenzar a tratarse con un poco más de respeto a sí misma, porque como yo dije, aquí todos son indios, excepto quien no lo es.
(Agosto de 2006)
Notas de autor
ifigueroa@unimagdalena.edu.co
Información adicional
Traducción de Isabela Figueroa y Margarita Piraquive. De la versión original en portugués: Viveiros de Castro, E. (2006). “No Brasil, Todo Mundo é Índio, Exceto Quem Não É”. In. Ricardo, B y Ricardo, F. (Ed.). Povos Indígenas no Brasil: 2001-2005. (pp. 41-49). São Paulo, Brasil: ISA.