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Reasentamiento y reubicación: supuestos por regular en un país donde sobran las normas[1]
Resettlement and relocation: an unregulated subject in a country where the standards exceed
Revista jangwa Pana, vol. 18, núm. 2, pp. 257-283, 2019
Universidad del Magdalena


Recepción: 27 Noviembre 2018

Aprobación: 30 Abril 2019

DOI: https://doi.org/10.21676/16574923.2928

Resumen: La descripción de fortalezas y debilidades en la evolución de las normas del ordenamiento territorial en Colombia, el análisis crítico de los determinantes en la experiencia de formulación y ejecución de los Planes de Ordenamiento Territorial (POT), y la explicación de cuáles de ellos deben ser directrices prioritarias para orientar un nuevo proceso de formulación de esos instrumentos, develan que, si bien la gestión del riesgo de desastres naturales es una directriz para orientar el proceso, en ella pervive un desequilibrio jurídico e institucional en la correlación que debe tener con el ordenamiento territorial, los reasentamientos y la reubicación. Desde una investigación documental sustentada en el modelo de investigación cualitativo y el enfoque dogmático jurídico, este escrito desarrolla las razones para regular la materia en un país abrumado por la sobreproducción de normas, toda vez que la ausencia de legislación mantiene un vacío jurídico del que se desprende la amenaza y la vulneración de derechos humanos. Para ello, la necesidad de legislar los procesos de reasentamiento y reubicación poblacional generados por eventos naturales se sustenta a partir de los compromisos adquiridos por Colombia mediante el reconocimiento de instrumentos internacionales, de algunos precedentes jurisprudenciales que determinan el alcance de una iniciativa legislativa, de las principales disposiciones nacionales que contribuyen a desarrollar legislativamente los procesos de reasentamiento y reubicación, y de algunas falencias de políticas nacionales recientes sobre cambio climático y la gestión del riesgo que dan cuenta de la urgencia de promover legislativamente garantías y procedimientos que incidan en su modificación, al no contemplar el reasentamiento y la reubicación poblacional.

Palabras clave: gestión del riesgo, reasentamiento, reubicación, derechos humanos.

Abstract: The description of strengths and weaknesses in the evolution of territorial ordering norms in Colombia, the critical analysis of the determinants in the formulation and execution experience of the POT (land management plans), and the explanation of which of them should be priority guidelines to guide a new process of formulation of these instruments, reveal that although the management of natural disaster risk is a guideline to guide the process, it survives a legal and institutional imbalance in the correlation that must have with the territorial ordering, resettlement and relocation. From a documentary research based on the qualitative research model and legal dogmatic approach, this paper develops the reasons for regulating the subject in a country overwhelmed by the overproduction of standards, since the absence of legislation maintains a legal vacuum which facilitates threat and violation of human rights. It is because of this that the need to legislate resettlement and relocation processes generated by natural events is based on the commitments acquired by Colombia through the recognition of international instruments, some jurisprudential precedents that determine the scope of a legislative initiative, the main national provisions that contribute to the legislative development of the resettlement and relocation processes, and some shortcomings of recent national policies about climate change and risk management that account for the urgency of legislatively promoting guarantees and procedures that affect their modification.

Keywords: Risk management, resettlement, relocation, human rights.

Introducción

Útica, Salgar y Mocoa son, en orden cronológico, tres de los desastres[2] detonados por eventos naturales con mayor relevancia en la esfera pública colombiana en los años recientes. El primero de ellos, ocurrido el 11 de abril de 2011 en el municipio cundinamarqués, recordó el daño que la microcuenca La Negra podía generar en la localidad que ya había padecido un desastre por causa de esa misma fuente hídrica en 1998. Si bien no se registraron pérdidas de vidas humanas, aproximadamente unas 2.600 personas debieron desplazarse ante la ocurrencia de la avenida torrencial[3] (El Tiempo, 2015). Pero, a diferencia de Útica, los municipios de Salgar en el departamento de Antioquia, y de Mocoa en el departamento de Putumayo, no corrieron con el mismo destino. El 18 de mayo de 2015, la avalancha de la microcuenca La Liborina dejó casi 100 fallecidos en Salgar (El País, 2015), y el 1 de abril de 2017, con la avenida torrencial generada por los ríos Mocoa, Mulato y Sancoyaco, en el municipio de Mocoa fallecieron poco más de 320 personas (RCN, 2017).

Los consolidados de víctimas mortales generados por amenazas, desastres y calamidades detonadas por eventos naturales develan profundas falencias en el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres[4] (SNGRD Ley 1523, 2012), en su desarrollo reglamentario y en las políticas públicas generadas sobre la materia. Los muertos, heridos y desaparecidos reflejan las condiciones de vulnerabilidad en las que se encuentran los derechos humanos de un considerable sector de la población colombiana que, propensa a la ocurrencia de un evento natural, no encuentra en el ordenamiento jurídico nacional disposiciones suficientes que se ocupen de los procesos de reasentamiento y reubicación en zonas seguras ante la configuración de una amenaza, un desastre o una calamidad.

La posibilidad de perjuicio a la que se someten los derechos humanos de las poblaciones en condición de vulnerabilidad es creciente, y con ello, el potencial de reasentamiento y reubicación. La ocurrencia de desastres naturales es considerada por Serje (2011), junto con el conflicto y el desarrollo planificado, como la tercera causa de reasentamiento, y estima que está vinculada al cambio climático, a la “pérdida de ecosistemas protectores y la ocupación de terrenos altamente vulnerables que impulsa la mano invisible del mercado de tierras” (p. 27). Acudiendo a Robbins (2004, citado en Serje, 2011), Serje sostiene que los desastres no son propiamente naturales, siempre que, como resultado de la economía moderna, los grupos que se asientan en “zonas de riesgo” acuden a ello al verse forzados a acceder a los suelos menos apetecidos y a las áreas más marginales de cuenta del impulso de producción y acumulación de capital que promueve el aprovechamiento desmedido de recursos naturales.

En Colombia, los eventos naturales con mayor frecuencia son los hidrometeorológicos[5], como la avalancha, el deslizamiento y la inundación, que constituyen las contingencias con mayor potencial destructivo y de afectación para aquella población que reviste condiciones de vulnerabilidad (Vásquez, Gómez y Martínez, 2017). Las cifras de pérdidas humanas, como las que se consolidan con la avenida torrencial de Mocoa, se reducen a una ejemplificación de las consecuencias de los desastres detonados por eventos naturales que han afectado históricamente el territorio nacional. Tan solo en el período de 2010 – 2011, con la denominada “Ola Invernal” se generaron 8.547 fallecidos a raíz de avalanchas, deslizamientos, inundaciones, vendavales y tormentas eléctricas (Vásquez, Gómez y Martínez, 2017). Lo anterior se ve respaldado por el Banco Mundial (2012:35) que asegura:

Si se excluyen las grandes pérdidas asociadas con la erupción del volcán Nevado del Ruiz en 1985, los mayores porcentajes de pérdidas de vidas y de viviendas destruidas acumuladas en el periodo 1970 – 2011 corresponden a los deslizamientos y a las inundaciones, respectivamente.

Con el cambio climático se proyecta que la intensificación y los efectos de las amenazas, los desastres y las calamidades detonadas por eventos naturales en Colombia están lejos de disminuir. A partir de estudios del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia (IDEAM) “en un escenario de cambio climático progresivo, las regiones donde existe mayor nivel de lluvias se verán afectadas por niveles de lluvias aún mayores, lo que ocasionaría constantes inundaciones de ríos, deslizamiento de tierras, avalanchas, entre otros desastres relacionados (…)” (IDEAM, 2001: 125, citado por Betancur, s.f.:11). La proyección es compartida por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (2016:11), que afirma: “el cambio climático trae consigo un aumento de desastres naturales, como lo son las tormentas y precipitaciones extremas, las inundaciones continentales y costeras, los deslizamientos de tierra, la contaminación del aire, las sequías, la escasez de agua”.

El aumento de concentración demográfica y de localización de bienes en áreas propensas a la ocurrencia de fenómenos hidrometeorológicos, cuya tendencia en frecuencia e intensidad, contrario a disminuir, va en aumento, proyecta un incremento del potencial de amenaza y vulnerabilidad de derechos humanos. El Departamento Nacional de Planeación (2018) explica que, en el país, el 88 % de los desastres son causados por eventos naturales de tipo hidrometeorológico, los cuales entre el 2010 y el 2012 presentaron un incremento de 1.000 a 3.000 eventos por año. Además, “En los últimos 20 años, 2.800 viviendas son destruidas en promedio al año y 160 personas mueren a causa de los movimientos en masa, las inundaciones y los flujos torrenciales” (DNP, 2018: 12).

De acuerdo con la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD, 2014), a lo anterior se le suman “[l]as deficiencias en el conocimiento, la incorporación de las restricciones ambientales y de las condiciones de riesgo en los procesos de planificación y ordenamiento urbano y regional, así como el déficit de vivienda” (p. 14). Como se ejemplifica en Duque (2006:153), “[e]l asentamiento en zonas de alto riesgo está estrechamente asociado a las familias que presentan mayores índices de pobreza, ya que el 45 % de la expansión urbana se presenta en forma incontrolada a través de asentamientos subnormales y extraperimetrales”. Serje (2011:19) corrobora la caracterización de ese contexto al asegurar que el reasentamiento

afecta con mayor frecuencia a poblaciones que –independiente de su número- tienen varias cosas en común: se trata de grupos situados en una posición de marginalidad social, económica, geográfica y política, y en muchos casos hacen parte de una minoría étnica.

Lo anterior no solo devela que la frecuencia y el crecimiento de eventos generadores de reasentamiento y reubicación de población en el territorio se incrementará de cuenta de las condiciones fácticas constantes que vienen siendo sistematizadas por autoridades administrativas; al tiempo, queda en evidencia que las condiciones de vulnerabilidad demográfica no han sido objeto de un tratamiento jurídico ni político integral. Disposiciones jurídicas no especializadas sobre gestión del riesgo de desastres, adscritas al sector ambiente, disponían con suficiencia mandatos de optimización, interpretación y orientación frente a la localización y crecimiento demográfico en el territorio, directrices que el Estado debió desarrollar a través de un marco jurídico pertinente para evitar la vulneración de derechos humanos. Así se desprende del artículo 80 constitucional y, tras de él, el principio 9 del artículo 1 de la Ley 99 de 1993: “[l]a prevención de desastres será materia de interés colectivo y las medidas tomadas para evitar o mitigar los efectos de su ocurrencia serán de obligatorio cumplimiento”, y aquellos relacionados con las políticas demográficas y poblacionales, como se aprecia en el principio: “[l]as políticas de población tendrán en cuenta el derecho de los seres humanos a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza” (Ley 99, 1993, artículo 1, 3). También, los principios 9[6] y 16[7] de la Declaración de Estocolmo de 1972, y el principio 8[8] de la Declaración de Rio de Janeiro de 1992.

En ese sentido, se propone la necesidad de legislar los procesos de reasentamiento y reubicación poblacional generados por amenazas, desastres y calamidades detonados por eventos naturales, pues, como proponen Castro y Vélez (2018:1) sobre las deficiencias del reasentamiento, a la falta de una articulación conceptual se suman:

(…) la ausencia de una política pública sobre el tema y su relación con la adaptación al cambio climático y el otorgamiento de una amplia discrecionalidad a los municipios para llevar a cabo procesos de reasentamiento que, en la práctica, se manifiestan a través de actuaciones informales –sin regulación especial o protocolos que guíen su ejecución y que han generado la violación de los derechos humanos.

Proponer la generación de legislación en un país con una tradición normativa desbordada exige despejar el interrogante ¿cuáles son las razones jurídicas y políticas que sustentan la propuesta de una nueva legislación para el reasentamiento y la reubicación poblacional ocasionada por amenazas, desastres y calamidades detonadas por eventos naturales? Dichas razones se encuentran inicialmente en los compromisos adquiridos por Colombia mediante el reconocimiento de distintos instrumentos internacionales que desarrollan la gestión del riesgo y que inciden en la necesidad de asegurar el ejercicio de los derechos humanos con garantías de reasentamiento y reubicación en territorios no vulnerables. Posteriormente, se reúnen algunos precedentes jurisprudenciales que determinan el alcance de una iniciativa legislativa en esa materia, se abordan las principales disposiciones del ordenamiento jurídico nacional que han contemplado mandatos que ayudarían a desarrollar normativamente los procesos de reasentamiento y reubicación, y se exponen falencias de las políticas nacionales de cambio climático y gestión del riesgo que dan cuenta de la urgencia de promover legislativamente un marco de garantías y procedimientos que incida en su modificación, al no contemplar el reasentamiento y la reubicación poblacional.

Materiales y métodos

Proponer la generación de una ley en un país con una fuerte tradición normativista como Colombia puede resultar contraproducente. La confianza que se puede generar por medio de la adopción de un cuerpo normativo, igualmente se puede ver aminorada debido a que no es seguro alcanzar niveles de eficacia instrumental a través de las normas acogidas. Pero si se tiene presente que entre los distintos fines que pueden ser atribuidos al derecho está la seguridad jurídica, la necesidad de legislación como eslabón de validez para el desarrollo reglamentario, que facilite el reconocimiento y el ejercicio de los derechos, es absolutamente necesaria.

Atender este tipo de necesidades es algo que el derecho acredita desde la investigación dogmática jurídica, siempre que desde ella “(…) se estudia a las estructuras del derecho objetivo –o sea la norma jurídica y el ordenamiento normativo jurídico-” (Tantaleán, 2016: 3). El estudio dogmático fue desplegado frente a la normativa sobre la gestión del riesgo de desastres a través de un ejercicio en abstracto. Se emprendió de manera cronológica, tomando como punto de partida la década del setenta, momento en que se definió en el escenario internacional y nacional la aparición concreta de compromisos jurídico-políticos en materia ambiental y, con ello, en gestión del riesgo de desastres. El estudio se concentró en disposiciones jurídicas internacionales y en las nacionales, tanto vigentes como derogadas, lo que permitió develar en el ámbito interno la evolución de la materia, incluyendo la ausencia legislativa, la manera que afecta la coherencia y la funcionalidad del ordenamiento jurídico, y, con ello, el cumplimiento de los fines del Estado por parte de las autoridades competentes.

El estudio dogmático en abstracto se centró en las disposiciones jurídicas. Siguiendo a Bernasconi (2007), la dogmática se basa en disposiciones y estas son científicas si son verificables, lo cual se constata cuando pueden ser confirmadas o refutadas. Para que una proposición pueda ser refutada, debe existir, pues depende de ello que pueda ser comunicada y desde allí ser analizada en su validez. De ello que se abordaran las disposiciones a través de fuentes documentales, desplegando un análisis sobre su validez e integración en el ordenamiento jurídico.

Resultados: El reasentamiento y la reubicación como materia que requiere legislación

La necesidad de una “política de reasentamiento involuntario de población, relacionado con el riesgo de origen natural y su reducción de vulnerabilidad frente a desastres naturales” (Duque, 2006: 149) nos enfrenta a la necesidad de una legislación sobre un objeto o materia que, al tiempo de exigir su delimitación, definición y caracterización, demanda una elaboración que permita su posterior evolución y continuidad. Como destacan Castro y Vélez (2018:4),

En la legislación sobre ordenamiento territorial y gestión del riesgo, de manera general, la ley emplea indistintamente los términos de reasentamiento o reubicación para referirse a la obligación de las autoridades locales de trasladar a lugares seguros a las personas que habitan en zonas de riesgo, sin establecer un contenido de esta obligación.

El reasentamiento es “un proceso propio del mejoramiento de las condiciones de vida y de la infraestructura del territorio” (Hurtado y Chardon, 2012: 5) e inicia con el asentamiento como condición de base, el cual se define como la “[a]decuación de un espacio para utilización humana con carácter temporal o permanente y funcionalidad residencial o transformadora. [...] puede referirse a implantaciones precarias o efímeras, como chozas o lugares de acampada, o a las mayores concentraciones y aglomeraciones urbanas” (Zoido, 2000, citado por Hurtado y Chardon, 2012: 5 – 6).

El reasentamiento se traduce en una resignificación de las relaciones del individuo o grupo social con el territorio. Si a este último lo asumimos como el producto de las relaciones sociales de tipo cultural, económico y político a partir de las cuales es dotado de sentido (González, López y Rivera, 2015: 196), el reasentamiento conlleva la ruptura de ese proceso relacional (desterritorialización) con el lugar originario y de arraigo, y la necesidad de emprender una nueva territorialidad, asumida como “[l]as expresiones de alguien o algo (acaecer o fenómeno) al marcar el espacio y el tiempo (de manera tangible como sensible) y al generar o alterar el ambiente, la atmosfera o el clima social, cultural o político” (González, López y Rivera, 2015: 196). De allí que el reasentamiento modifique la forma de habitar de todos los sujetos en un territorio y genere una ruptura de los lazos que estos tenían con aquel y con los demás habitantes, afectando la seguridad, la convivencia y las apropiaciones generadas desde la habitabilidad (Hurtado y Chardo, 2012).

Siguiendo a Duque (2006), el reasentamiento se explica como una nueva relación del habitante que se reasenta en el territorio; “es un mecanismo de protección de población, no de choque (…). Procura evitar los impactos de una población por la ocurrencia de hechos externos y renovar la vida de los beneficiarios” (Duque, 2006: 160). Citando a Wilches Chaux (Duque, 2006: 146), las poblaciones que se ven sometidas a procesos de reasentamiento se ven afectadas en su propio equilibrio y en el normal desarrollo de sus condiciones de vida, toda vez que se someten a nuevas modalidades de relaciones sociales, de cooperación y de resistencia frente a ellas, un fenómeno que se enmarca en la asistencia humanitaria y que compromete al Estado en su capacidad de actuación. De lo anterior, el reasentamiento

supone un proceso de planificación que involucra el reconocimiento de diferentes variables físicas, sociales, económicas, jurídicas y culturales, que deben tenerse en cuenta para el proceso de solución, desarrollado por medio del diseño -en algunos casos participativo- de un Plan de Gestión Social. (Victoria y Molina, 2003: 20)

Sin estar vinculado a la gestión del riesgo por una amenaza, desastre o calamidad detonada por un evento natural, el Banco Interamericano de Desarrollo (1999:1) se refiere al reasentamiento como:

(…) ruptura repentina de la continuidad del tejido social y puede tener como resultado el empobrecimiento de la población reubicada. Los cambios que causa se pueden distinguir de los procesos de desarrollo normales ya que desbarata los patrones de asentamiento y las formas de producción, desorganiza las redes sociales y reduce la sensación de control sobre su vida que tiene la gente.

En la experiencia colombiana, y sin estar vinculado a una amenaza, desastre o calamidad detonada por un evento natural, el reasentamiento ha sido definido en otras políticas como “el diseño e implementación planificada de un proceso de intervención y acompañamiento con perspectivas integral de inclusión, de género y enfoque de derechos humanos de la población sujeto del desplazamiento involuntario” (UNGRD, 2015: 7), pero, además, expresamente destaca su finalidad al mencionar que “[t]iene como propósito restablecer y mejorar los niveles de vida que tenían antes del desplazamiento” (UNGRD, 2015: 7).

En síntesis, el reasentamiento puede ser definido como

una experiencia de vida que involucra la transformación de la cotidianidad, a partir de un traslado poblacional definitivo, fuera del entorno de permanencia original, cuyo propósito, es el mejoramiento de la calidad de vida y, por ende, la construcción o consolidación de un hábitat digno. (Hurtado y Chardon, 2012: 10).

De otro lado, la reubicación se comprende como un componente del reasentamiento. Como se explica en Gómez, Hernández y Vásquez (2018), exige la participación directa del Estado, el cual, en términos jurídicos, interviene a través de una operación administrativa, toda vez que conlleva “la reunión de una decisión de la administración junto con su ejecución práctica, en tal forma que constituyen en conjunto una sola actuación de la administración” (Rodríguez, 2002, p. 219). Como operación administrativa, la reubicación se ocupa de la población que es objeto de desplazamiento, con el cometido de atenuar las consecuencias generadas por el choque del traslado, y trabaja por restablecer y blindar unas condiciones de vida y bienestar que permitan evidenciar la protección de los derechos humanos.

Pero, si bien la reubicación conlleva el traslado masivo de personas a un sitio de vivienda nuevo, de acuerdo con Vásquez, Gómez y Hernández (2018), ese procedimiento no tiene que estar siempre custodiado por una asesoría de tipo social, económica y jurídica. Esto hace de la reubicación una operación que no es integral porque generalmente se encamina a suministrar una vivienda nueva a la población desplazada, sin trascender en el restablecimiento de redes sociales ni económicas, ni de condiciones que impliquen una integral indemnización y formalización de la propiedad privada:

La reubicación siempre implica el retiro de una vivienda o establecimiento de comercio para una familia o empresario que debe verse abocado a sacrificar sus expectativas, derechos y relaciones con el entorno espacial y social, para darle paso a la transformación del territorio (Gómez, Hernández y Vásquez, 2018: 205).

En esa misma dirección, Hurtado y Chardon (2012:10-12) definen la reubicación como el “procedimiento de traslado poblacional, dentro del mismo entorno de permanencia original, pero lejos de todo riesgo. Este puede ser temporal sin detrimento del sistema de relaciones sociales y de las actividades cotidianas de los moradores”.

El reasentamiento, la reubicación y la gestión del riesgo han sido temas que en la evolución institucional de Colombia no surgieron de manera armónica, equilibrada y relacional. La correlación se viene estableciendo a partir de los progresos que la materia alcanza en el escenario jurídico político internacional y posteriormente con las incidencias que genera en el ámbito nacional, destacando que la mayoría de ellas proviene de figuras consideradas soft law (Yokohama, 1994; Hyogo, 2005; Sendai, 2015) y no de tratados internacionales sujetos al procedimiento de transformación en leyes aprobatorias con naturaleza vinculante directa en el orden interno.

Si bien esa relación en la actualidad cuenta con algunos avales normativos e institucionales, la misma no es completa, suficiente ni equilibrada. El vínculo que existe entre gestión del riesgo de desastres y el ordenamiento del territorio es evidente, más explícito y progresivo, pero no sucede lo mismo en la relación de esas figuras con el reasentamiento ni la reubicación poblacional. Lo anterior reposiciona la necesidad de regular la materia, la cual sigue siendo un objeto poco desarrollado, pues, como expresan Hurtado y Chardon (2012:6), “no está precedida en forma exclusiva de notables discusiones famosas, ni históricos encuentros internacionales y menos aún se encuentra desarrollada como tema único en la literatura referente a la habitabilidad”. Por ello, la adopción de una legislación sobre los procesos de reasentamiento y reubicación poblacional debe no solo desarrollar ese objeto del acontecer nacional, sino asegurar su vinculación integral con la gestión del riesgo de desastres y el ordenamiento del territorio como nichos previos, propicios y connaturales, al alcance de aquellas figuras.

Discusión

Razones desde compromisos internacionales adquiridos por el Estado de Colombia

Las preocupaciones internacionales que se suscitaron en la década de 1970 y que dieron lugar a las condiciones y disposiciones para el aseguramiento del goce de un ambiente sano, promovieron en Colombia otras para la regulación de la gestión del riesgo de desastres y, con ellas, algunas aisladas sobre el reasentamiento y la reubicación poblacional. A partir de ese momento, el riesgo de desastres y su debida gestión se asocia con las amenazas, los desastres y las calamidades detonadas por eventos naturales. Desde aquella década, varios instrumentos internacionales han resultado determinantes en los contenidos de normas nacionales encaminadas a la gestión del riesgo, en las que se deberían incluir el reasentamiento y la reubicación, los cuales, como veremos más adelante, plantean un serio dilema sobre su fuerza vinculante. La Declaración de Estocolmo de 1972 reconoció para el trabajo promovido por los Estados que:

Como parte de su contribución al desarrollo económico y social, se debe utilizar la ciencia y la tecnología para descubrir, evitar y combatir los riesgos que amenazan al medio, para solucionar los problemas ambientales y para el bien común de la humanidad (Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, 1972).

La Declaración, al igual que el artículo 80 de la Constitución de 1991, contempla la planificación como una de las obligaciones ambientales especiales del Estado, mecanismo a partir del cual “se hace posible elaborar una plataforma cultural para generar un desarrollo aproximado a la sostenibilidad a partir de una previsión sistemática en lo organizacional, administrativo y en lo participativo” (Vásquez, Gómez y Martínez, 2018: 218), deber que se localiza en los principios trece y catorce de la misma Declaración. De lo anterior, los instrumentos de planeación que deben ser elaborados y ejecutados por parte de las autoridades competentes en las distintas escalas administrativas del Estado, que tienen la responsabilidad de incluir en ellos la gestión del riesgo de desastres, es un compromiso que se sustenta en el alcance axiológico de principios tan lejanos, pero no menos vigentes e incidentes, como los de la Declaración de Estocolmo de 1972. Adicionalmente, los principios ilustran las orientaciones y los contenidos que deben incorporar las políticas administrativas, como un agregado para nivelar las demandas frente a la protección, la restauración y el mejoramiento del ambiente con las propias del desarrollo (Vásquez, Gómez, Martínez, 2017). Dicha labor exige inversión en conocimiento y comprensión de los ecosistemas con enfoque preventivo y responsable, de los recursos naturales en su hábitat, y de las formas como las poblaciones construyen modelos de vida a partir de ellos. Igualmente, el alcance de los citados principios debe promover acciones para la comprensión de las circunstancias y las características territoriales, y establecer la relación de estas con la vulnerabilidad de la población allí asentada, posibilitando acoger estrategias diferenciales que den cuenta de una planificación con enfoque de derechos humanos, en las que se incluya el reasentamiento y la reubicación como una garantía que materializa el cumplimiento de prevención, seguridad y protección de la población vulnerable.

La Declaración de Rio de Janeiro también dispone aplicar la planificación “a los asentamientos humanos y a la urbanización, con miras a evitar repercusiones perjudiciales sobre el medio ambiente y a obtener los máximos beneficios sociales, económicos y ambientales para todos” (1972, Principio 15). De sus alcances se desprende el deber de atender las causas de vulnerabilidad al riesgo del desastre, amenazas y calamidades en el proceso de crecimiento de los centros urbanos, dentro de los cuales se presenta el asentamiento y la localización de población en territorios con distintos niveles de riesgo y en zonas que carecen de soporte técnico científico que permita caracterizarlos y tomar medidas de prevención. En ellas se incluyen el reasentamiento y la reubicación.

En 1982, la Carta Mundial de la Naturaleza (CMN), entre las funciones atribuidas a los Estados, contempla que “En la planificación y realización de las actividades de desarrollo social y económico, se tendrá debidamente en cuenta el hecho de que la conservación de la naturaleza es parte integrante de esas actividades” (1982, función 7). Sumado a las disposiciones de la Declaración de Estocolmo de 1972, las directrices emanadas de los instrumentos internacionales exigían del Estado de Colombia la inclusión de la gestión del riesgo de desastres en los planes de desarrollo, previsión que fue incorporada en el artículo 5 de la Ley 46 de 1988, por medio de la cual se creó y organizó el Sistema Nacional para la Prevención y Atención de Desastres, que luego impregnaría las disposiciones sobre planes de desarrollo municipal de la Ley 9 de 1989 (artículo 2), y actualmente se replica a través de la Ley 388 de 1997 y la Ley 1523 de 2012. La CMN contempló también:

Al formular planes a largo plazo para el desarrollo económico, el crecimiento de la población y el mejoramiento de los niveles de vida se tendrá debidamente en cuenta la capacidad a largo plazo de los sistemas naturales para asegurar el asentamiento y la supervivencia de las poblaciones consideradas, reconociendo que esa capacidad se puede aumentar gracias a la ciencia y la tecnología. (1982, función 8)

Como se explica en Vásquez, Gómez y Martínez (2017), este derrotero reitera y actualiza los cometidos de Estocolmo, siempre que si se cuenta con el suficiente reconocimiento y comprensión de las condiciones y las características que reposan en los elementos ecosistémicos del territorio, y se emplean como directriz para el diseño, elaboración y ejecución de políticas proyectadas en el aseguramiento del bienestar de la población, se avanzaría en la adecuada localización de asentamientos humanos, en la eficaz prestación de servicios a partir de la disponibilidad y la capacidad de recursos ambientales in situ, en el reconocimiento y la comprensión del riesgo a partir de la apropiación de factores de vulnerabilidad, y en la disminución de intervenciones con impacto para la complacencia de carencias de los grupos humanos.

Expresamente, la CMN contempla la función de asegurar “Las medidas destinadas a prevenir, controlar o limitar los desastres naturales (…)” (1982, función 13) y dispone la “asignación de partes de la superficie terrestre a fines determinados y se tendrán debidamente en cuenta las características físicas, la productividad y la diversidad biológica y la belleza natural de las zonas correspondientes” (1982, función 9). En la actualidad, el citado alcance se replica con la incorporación de suelos con uso de amortiguación en la planeación territorial, con la categorización y nominación de suelos de protección en los supuestos que reúnen las características de un riesgo no mitigable y, con ello, con la prohibición de urbanización y asentamiento de población como medida de garantía (Ley 388, 1997, artículo 35).

La Declaración de Rio de Janeiro de 1992 potenció el desarrollo de la concreción de las obligaciones de los Estados frente a la gestión del riesgo, explicitando algunos principios vinculados a los esfuerzos estatales. El décimo octavo principio define el deber de

(…) notificar inmediatamente a otros Estados de los desastres naturales u otras situaciones de emergencia que puedan producir efectos nocivos súbitos en el medio ambiente de esos Estados. La comunidad internacional deberá hacer todo lo posible por ayudar a los Estados que resulten afectados.

El principio sexto reza: “Se deberá dar especial prioridad a la situación y las necesidades especiales de los países en desarrollo, en particular los países menos adelantados y los más vulnerables desde el punto de vista ambiental (…)”, dispositivo jurídico – político que motiva y justifica la adopción de normas sobre la gestión del riesgo, destinadas especialmente a países en vía de desarrollo, como se ejemplifica con la Estrategia de Mauricio de 2005 para la ejecución ulterior del Programa de Acción para el Desarrollo Sostenible de los pequeños Estados Insulares en desarrollo, programa que fue aprobado en Barbados en 1994.

A través del principio octavo se impone el fomento de políticas demográficas apropiadas, lo que debe traducirse en el estudio y la comprensión de la vulnerabilidad de la población asociada a su localización territorial. Contempla en el principio 15 el mandato de precaución, el cual fue replicado en la Ley 1523 de 2012, y fortalece la participación democrática, uno de los más esenciales principios del orden constitucional de Colombia, cuando en el principio 10 dispone:

(…) En el plano nacional, toda persona deberá tener acceso adecuado a la información sobre el medio ambiente de que dispongan las autoridades públicas, incluida la información sobre los materiales y las actividades que encierran peligro en sus comunidades, así como la oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones (…) (Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, 1992).

La Declaración de Johannesburgo (2002) reconoce como desafío para la comunidad internacional que “(…) los efectos adversos del cambio climático son ya evidentes, los desastres naturales son más frecuentes y más devastadores y los países en desarrollo más vulnerables (…)” (2002, punto 13) por lo que mencionan a los desastres naturales entre los compromisos de los Estados como un tema de acción prioritaria, por presentar una amenaza directa al desarrollo sustentable, al tiempo que reafirman la “atención especial a las necesidades de desarrollo de los Pequeños Estados Insulares y los Países Menos Desarrollados” (2002, punto 24).

En consonancia con lo anterior, el Plan de Aplicación de las Decisiones de la Cumbre Mundial de 2002, en el componente de erradicación de la pobreza, acogió la inclusión de la vulnerabilidad a los desastres naturales como una de las medidas para fortalecer la contribución del desarrollo industrial a la erradicación de la pobreza y a la ordenación sostenible de los recursos naturales, variable que se replica frente al compromiso de mejorar la vida de habitantes de los tugurios. Pero el más significativo alcance fue obligarse a la aplicación de un “enfoque integrado, inclusivo y que tenga en cuenta los peligros múltiples para hacer frente a la vulnerabilidad, la evaluación de riesgos y la gestión de desastres, incluida la prevención, mitigación, preparación, respuesta y recuperación” (Johannesburgo, 2002, punto 29).

El Estado de Colombia asumió en la década de los años 80 nuevos compromisos desde un escenario en el cual la gestión del riesgo se individualizó sin desprenderse del ambiente sano. Con la Resolución 44/236 de 1989, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) acogió el Marco Internacional de Acción para el Decenio Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales, a través del cual se encaminó en el mejoramiento de “la eficiencia de los esfuerzos colectivos internacionales en la prestación de asistencia humanitaria debido a la preocupación de la situación de las víctimas de desastres y situaciones de emergencia” (Vásquez, Gómez y Hernández, 2018: 260). Luego, con la Resolución 46/182 de 1991, la ONU estableció el "Fortalecimiento de la coordinación de la asistencia humanitaria de emergencia de las Naciones Unidas". Pero sería la institucionalización de la Conferencia Mundial sobre Reducción de los Desastres la que dio inicio a los espacios de debate, revisión y consenso de obligaciones que periódicamente (10 años) se asumen sobre la gestión del riesgo como una dimensión particular de la sociedad global, las cuales trascienden los ordenamientos jurídicos de los Estados, y exigen revisar el cumplimiento de sus compromisos.

La primera conferencia tuvo lugar en Yokohama, Japón, en 1994. Los efectos de los desastres naturales sobre los derechos humanos incrementaron las preocupaciones de la comunidad mundial y motivaron la realización de esa Conferencia en la cual se adoptaron los principios, estrategias y planes de acción de Yokohama. Como se explica en Gómez, Hernández y Vásquez (2018), fueron tres las resoluciones generadas. Tanto las directrices encaminadas a la prevención de los desastres causados por eventos naturales, la previsión y la preparación para enfrentar situaciones de desastre, y la capacidad para proporcionar el aminoramiento de sus efectos negativos se reúnen en la estrategia de Yokohama (EY). Esta resolución invoca el principio 18 de la Declaración de Rio de Janeiro, por medio del cual se establece “el deber de asistencia y ayuda a los Estados asolados por desastres naturales u otras emergencias que generen secuelas en su medio ambiente” (Gómez, Hernández y Vásquez, 2018: 264).

Los principios incorporados en la EY asumen la evaluación del riesgo como un mecanismo imprescindible para adoptar una política y medidas que faciliten la reducción del desastre, acogiendo la proyección de la evaluación desde un enfoque de reconocimiento y comprensión de las condiciones para la prevención, como requisito esencial para la elaboración y la ejecución de acciones (EY, 1994, Principio 1). Gómez, Hernández y Vásquez (2018) explican que, a partir del principio dos, la EY contempla la disminución de supuestos de desastre si se aúnan esfuerzos para su prevención y preparación; medidas que deben ser estimadas como componentes integrales de la política y de la planificación del desarrollo en las diferentes escalas administrativas que comprometen al Estado, esto es, a nivel nacional, regional, bilateral, multilateral e internacional, una labor que se concatena con un alcance más amplio de las disposiciones de la Declaración de Estocolmo de 1972 y con los mandatos constitucionales previstos en los artículos 2, 80 y 226 de la Carta Política de 1991.

La capacidad de prevención, reducción y mitigación de desastres es un deber contemplado por el principio cuarto de la EY, el cual es complementado por el respaldo de sistemas de alerta temprana y la efectiva difusión de la información (EY, 1994, Principio 5). La EY encuentra además en la participación una figura de alta coincidencia y compatibilidad con el orden constitucional colombiano. Prevista en el principio seis, la participación debe ser el elemento que promueve el aseguramiento de las medidas preventivas frente al riesgo del desastre, lo que en Colombia encuentra un escenario prometedor, desarrollado y con potencial de mayor ampliación. Esto porque la participación no solo es reconocida como un valor que sustenta el Estado Social y Democrático de Derecho, como principio constitucional y como derecho fundamental, sino que está íntimamente vinculada con el aseguramiento del goce de un ambiente sano, sector que ha servido de nicho para el reconocimiento e individualización de la prevención de los desastres técnicamente previsibles.

La participación como componente de la debida gestión del riesgo de desastres en el orden interno de Colombia está respaldada por los artículos 2, 79, 95 y 103 a 106 de la Carta Política de 1991, y por las leyes estatutarias 134 de 1994 y 1757 de 2015, lo que, de acuerdo con el principio séptimo de la EY, se debe custodiar por la educación y la capacitación adecuada a la comunidad con el objetivo de reducir la vulnerabilidad, funciones respaldadas por los artículos 67 y 79 de la Constitución.

Los principios octavo y noveno adquieren especial articulación con los principios de la Declaración de Estocolmo de 1972 y de la Declaración de Rio de Janeiro de 1992. Ambos disponen el deber de compartir tecnología destinada a la prevención y la reducción de desastres, y ponen mayor acento en la reducción de la pobreza a través de la protección del ambiente, acción que, de lograrse, disminuiría significativamente los potenciales de la vulnerabilidad (Gómez, Hernández y Vásquez, 2018).

La obligación encomendada al Estado de proteger a sus ciudadanos y sus bienes ante los desastres naturales, al tiempo que es reiterada por el principio 10 de la EY, encuentra una amplia resonancia en los artículos 2 y 80 de la Carta Política de 1991. A su vez, el principio 10 señala el deber de la cooperación de la comunidad internacional, de manera especial con los países en desarrollo, lo que encuentra eco en los artículos 80 y 289 constitucionales.

Entre las bases de la EY sobresale la vulnerabilidad como producto de la acción humana, lo que sumado a los desastres naturales posibilitan acoger y realizar acciones específicas. Para la evaluación de la situación en materia de reducción de desastres a mediados del decenio, la EY identificó que las nuevas medidas para su reducción no fueron sistemáticamente incorporadas en la política multilateral y bilateral de desarrollo y que la capacitación y enseñanza no fue desarrollada de manera suficiente. Entre los componentes del Plan de Acción de la EY para el ámbito interno colombiano, Gómez, Hernández y Vásquez (2018:270) describen que, a nivel comunitario y nacional,

se exhortó a formalizar el compromiso con la reducción de la vulnerabilidad a través de medidas legislativas y políticas, fomentar la destinación de recursos, elaborar un programa de evaluación de riesgos y planes de emergencia, así como proyectos para la cooperación. Seguidamente, se propone la elaboración de planes nacionales completos y bien documentados para el control de los desastres con énfasis en su reducción, generar comités nacionales o la estructura institucional para los compromisos del decenio, promover la resistencia de las obras de infraestructura y los sistemas de comunicaciones, priorizar el papel de las autoridades locales y fortalecer la capacidad institucional en el manejo de los desastres, posibilitar el apoyo de organizaciones no gubernamentales, e incorporar en la planificación del desarrollo socioeconómico lo necesario para la prevención o mitigación del riesgo sobre la base de la evaluación. Además, propuso incorporar en los planes de desarrollo la evaluación de los efectos sobre el medio ambiente con el propósito de reducir los desastres, identificar necesidades que puedan ser suplidas desde las capacidades y conocimientos de otros Estados, reunir la información documental de los desastres, incorporar tecnologías eficientes que incluyan sistemas de pronósticos y alertas, concientizar al público a través de enseñanza e información, promoviendo la participación de los medios de información, pero también promover una participación comunitaria que reconozca el papel de la mujer y otros grupos desfavorecidos en todas las etapas de control para fortalecer sus capacidades.

A la Conferencia Mundial de Yokohama la siguió la Conferencia de Hyogo, Japón, en 2005, resultado de la Resolución 58/214 de 2003 de la Asamblea General de la ONU. Como corolario de la Conferencia se identifica la Declaración de Hyogo, el Marco de Acción de Hyogo para 2005 – 2015: aumento de la resiliencia de las naciones y las comunidades ante los desastres (MAH), y el Informe de la Comisión de Verificación de Poderes. La adopción del MAH para 2005 – 2015 se justifica en la declaración, documento en el cual se desarrolla la necesidad de fijar indicadores que permitan hacer rastreo a las actividades de reducción del riesgo de los desastres que se ajusten a las circunstancias y capacidades particulares, facilite la elaboración de dispositivos de intercambio de información sobre programas, iniciativas, prácticas, experiencias y tecnologías de apoyo (Gómez, Hernández y Vásquez, 2018).

Tomando como base la EY, el MAH identificó los desafíos cardinales desde los cuales se debía hacer frente a una acción más sistemática que permitiera aumentar la resiliencia y efectivizar el desarrollo sostenible. Las carencias y los desafíos existentes sobre la gestión del riesgo, recalcados como asiento para el MAH, en aquel momento fueron “Gobernanza: marcos institucionales, jurídicos y normativos; identificación, evaluación y vigilancia de los riesgos y alerta temprana; gestión de los conocimientos y educación; reducción de los factores de riesgo subyacentes; preparación para una respuesta eficaz y una recuperación efectiva.” (MAH, 2005: 8). El MAH contempló asumir la reducción del riesgo de desastres tanto como una prioridad en el ámbito nacional como local, la cual debe estar respaldada por una fuerte base institucional. Igualmente, incorporó el deber de identificar, evaluar y vigilar los riesgos de desastres e incentivar el uso de las alertas tempranas; emplear los conocimientos, las innovaciones y la educación como medios para consolidar una cultura de seguridad y resiliencia social en todos los niveles; y hacer de la preparación para enfrentar casos de desastre una fortaleza que arroje mayor eficacia.

La Resolución igualmente contempla disposiciones relacionadas con la aplicación y el seguimiento del MAH. Aquellas están soportadas a partir del deber asignado a los Estados y a las organizaciones regionales e internacionales, consistente en incorporar la reducción del riesgo en todos los niveles de sus políticas. Con ello, los Estados se convierten en los responsables principales de la coordinación estratégica que debe integrar a las demás instituciones y entidades internacionales, a las cuales se convoca para vigorizar las capacidades de los mecanismos y las organizaciones regionales, para elaborar planes, políticas y prácticas, y promover la realización de alianzas a todo nivel, incluyendo el sector voluntario (Gómez, Hernández y Vásquez, 2018).

En 2015, la Conferencia Mundial de Sendai, Japón (MAS), propuso

La reducción sustancial del riesgo de desastres y de las pérdidas ocasionadas por los desastres, tanto en vidas, medios de subsistencia y salud como en bienes económicos, físicos, sociales, culturales y ambientales de las personas, las empresas, las comunidades y los países. (Sendai, 2015: 12)

Además, trazó como objetivo

Prevenir la aparición de nuevos riesgos de desastres y reducir los existentes implementando medidas integradas e inclusivas de índole económica, estructural, jurídica, social, sanitaria, cultural, educativa, ambiental, tecnológica, política e institucional que prevengan y reduzcan el grado de exposición a las amenazas y la vulnerabilidad a los desastres, aumenten la preparación para la respuesta y la recuperación y refuercen de ese modo la Resiliencia. (Sendai, 2015: 12)

Si bien los contenidos del MAS en el ordenamiento jurídico nacional se ubican en el denominado Soft law o derecho blando, la legislación colombiana, al igual que cualquier otra normativa, encuentra en los principios del MAS derroteros que contribuyen con la orientación y la definición de las acciones de prevención y reducción de desastres a cargo de los Estados. Dichos principios son la prevención y la reducción de desastres como una responsabilidad a cargo del Estado, la cual tiene sustento constitucional en Colombia en los artículos 2 y 80; la corresponsabilidad, reflejada constitucionalmente en el artículo 8, la protección de bienes jurídicamente tutelables, por la implicación de la sociedad a través de una participación inclusiva, disposiciones respaldadas en los artículos 2, 40, 79, 95 y 103 a 106 de la Carta Política; “la inclusión de perspectivas de género, edad, discapacidad y cultura en todas las políticas y prácticas” (Sendai, 2015), amparada a la luz del artículo 13; la coordinación entre actores públicos y privados, el empoderamiento de las autoridades locales, la reducción del riesgo basada en un enfoque de amenazas múltiples, la elaboración, el fortalecimiento y la aplicación de las políticas, planes, prácticas y mecanismos pertinentes para lograr un desarrollo sostenible sin obviar las condiciones de seguridad, el cambio climático y la gestión ambiental, el reconocimiento y la comprensión de las características locales del riesgo de desastres, la destinación de inversión tanto pública como privada para la etapa preventiva, la prevención de nuevos desastres en la etapa de recuperación, rehabilitación y reconstrucción, el mantenimiento de la cooperación internacional y la preferencia en el apoyo a los países menos desarrollados, todos cometidos incorporados de alguna manera en Colombia por la Ley 1523 de 2012.

Como un antecedente reciente suscitado en el escenario multilateral ambiental y no en una Conferencia Mundial sobre Reducción de los Desastres, el Acuerdo de París (AP), suscrito por el Presidente de la República de Colombia el 22 de abril de 2016, aprobado por el ordenamiento jurídico con la Ley 1844 de 2017 y avalado por la Corte Constitucional por medio de sentencia C – 021 de 2018, nuevamente incorpora la gestión del riesgo como una variable inescindible de la problemática global ambiental que amenaza los derechos humanos. En el artículo 2, el AP reconoce que los esfuerzos por impedir el aumento de la temperatura contribuyen a la reducción de los riesgos y efectos del cambio climático, y el artículo 8 a la necesidad de:

(…) evitar, reducir al mínimo y afrontar las pérdidas y los daños relacionados con los efectos adversos del cambio climático, incluidos los fenómenos meteorológicos extremos y los fenómenos de evolución lenta, y la contribución del desarrollo sostenible a la reducción del riesgo de pérdidas y daños.

Por lo anterior, reitera el trabajo cooperativo sobre alertas tempranas, preparación para situaciones de emergencia, comprensión de fenómenos de evolución lenta y de los que puedan generar pérdidas y daños permanentes e irreversibles, evaluación y gestión del riesgo, aseguramiento frente al riesgo, pérdidas no económicas, resiliencia comunitaria y la colaboración del Mecanismo Internacional de Varsovia[9].

En respuesta a los compromisos asumidos con el AP, el Gobierno de la República, a través del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible (2016), formuló un Plan de Acción en el cual se identifica la variable de la gestión del riesgo en distintas perspectivas. Exaltando el reconocimiento expreso del cambio climático, el Plan de Acción asocia la reducción de los riesgos climáticos a la adaptación al cambio climático; y con base en el Decreto 298 de 2016 sobre Sistema Nacional de Cambio Climático, relaciona como uno de los beneficios la conformación de los Nodos Regionales de Cambio Climático a los que se integra un representante del Consejo Territorial de Gestión del Riesgo de Desastres. A su vez, reconoce que el cambio climático “tiene que ser el eje transversal de la política nacional y el desarrollo territorial” (2016: 52) para lo cual es importante “lograr una mayor coherencia entre la política y la práctica en el ordenamiento territorial” (2016: 52).

Si bien reconoce que en las organizaciones de la sociedad civil hay un potencial fundamental de implementación, igualmente el Plan de Acción comprende la falta de conocimiento y preparación frente al cambio climático, lo que aumenta la vulnerabilidad territorial (2016: 55).

Para el sector financiero prevé un

papel fundamental en el esquema regional de financiación. Por esta razón, deberá incorporar análisis de riesgos climáticos en sus portafolios de inversión y tener en cuenta que los mecanismos de crédito requerirán condiciones especiales que reconozcan y premien las especiales características y cobeneficios de ciertos negocios asociados al clima. (2016: 58)

Para ello, el Plan de Acción contempla la estrategia de protección financiera ante desastres en la gestión integral del cambio climático. Sin embargo, el reasentamiento y la reubicación poblacional no se explicitan como variables del Plan de Acción.

Compromisos internacionales ¿Fuerza vinculante para el Estado de Colombia?

La gestión del riesgo de desastres tuvo un prominente inicio al amparo de escenarios multilaterales ambientales, y desde entonces no ha dejado de ser una plataforma que congrega los compromisos estatales para guiar una acción mancomunada, tanto desde los instrumentos en los que se vincula a la protección del ambiente, como de aquellos donde se desarrolla como objeto particular y especializado. Pero las disposiciones en las que se han plasmado los deberes estatales sobre la prevención y la mitigación de amenazas, desastres y calamidades detonados por eventos naturales a los cuales se ha adscrito Colombia, por regla general se caracterizan por la falta de fuerza vinculante, lo que a la luz del contenido del artículo 93 de la Constitución Política los reduce a ser referentes orientadores e interpretativos de los derechos constitucionales.

Esa naturaleza refuerza la necesidad de elaborar un cuerpo legal con fuerza vinculante para las entidades oficiales y los particulares sobre las garantías de reasentamiento y reubicación, el cual, contrario a desconocer o desprenderse de los contenidos de los instrumentos internacionales que han incidido en el ordenamiento jurídico colombiano, debe apoyarse en ellos y convertirlos en pilares para la incorporación del reasentamiento y la reubicación como variables de la materia.

Ejemplo de ello se aprecia con la Declaración de Estocolmo de 1972 y la CMN de 1982, instrumentos que, bajo la lupa del artículo 93 de la Carta Política, a criterio de la Corte Constitucional integran un grupo de disposiciones de naturaleza laxa o flexible. La función meramente orientadora e interpretativa de esos instrumentos internacionales dentro del ordenamiento jurídico es ampliamente recalcada por la jurisprudencia de la citada Corporación Judicial, como sucede en la sentencia C – 595 de 2010, en la que se emplean como parámetro que explica el surgimiento del derecho ambiental en décadas recientes; y las sentencias C – 449 de 2005, C – 123 de 2014, C – 632 de 2011, T – 606 de 2015, T – 411 de 1992 y T – 724 de 2011, donde la Corte Constitucional los integra como parte justificante de la aparición de la Constitución Ecológica de 1991 y la internacionalización de las relaciones ecológicas, además de ser sustento de las obligaciones ambientales del Estado previstas en el artículo 80 de la Carta de 1991. En el caso de la Declaración de Rio de Janeiro de 1992 la Corte Constitucional en sentencia C – 528 de 1994 señaló:

No existe duda acerca del vigor jurídico, ni del carácter normativo de la parte acusada del artículo 1 de la Ley 99 de 1993, así como de su capacidad para producir efectos jurídicos, pero bajo el entendido de que en ella se establecen unos principios y valores de rango legal, que solo se aplican de modo indirecto y mediato, y para interpretar el sentido de las disposiciones de su misma jerarquía, y el de las inferiores cuando se expiden regulaciones reglamentarias o actos administrativos específicos; en este sentido, se encuentra que la norma que se acusa está plenamente delimitada en cuanto al mencionado vigor indirecto y mediato dentro del ordenamiento jurídico al que pertenece, sin establecer conductas específicas y sin prever consecuencias determinadas, las cuales quedan condicionadas a la presencia de otros elementos normativos completos. Este tipo de disposiciones opera como pautas de interpretación y de organización del Estado, y no se utilizan como reglas específicas de solución de casos. La declaración a la que se hace referencia no es un instrumento internacional, ni es un documento que está abierto a la adhesión de los Estados o de los organismos internacionales o supranacionales, con el carácter de un instrumento internacional con fuerza vinculante; (…).

Respecto a la naturaleza de instrumentos derivados de conferencias mundiales sobre reducción de los desastres, la Corte Constitucional tampoco ha reconocido su carácter vinculante. Uno de los mejores ejemplos de los efectos reconocidos a nivel jurisprudencial radica sobre las disposiciones de Hyogo. En la sentencia T – 235 de 2011, la Corte Constitucional establece que los principios y contenidos del MAH representan el compromiso que los Estados y distintas organizaciones deben asumir para evitar las secuelas de los desastres, por lo que sus contenidos hacen parte del denominado soft law o derecho blando. Esto constituye parámetros que permiten comprender de manera integral y armónica el alcance de las obligaciones de los Estados en torno a la prevención y atención de desastres, y atribuye el rol de ser

(…) criterios y parámetros técnicos imprescindibles para la adopción de medidas razonables y adecuadas para la protección de los diversos intereses en juego, de manera que contribuyen al cumplimiento de la obligación central del juez en el estado de derecho, en el sentido de fallar con base en motivos razonables dentro del orden jurídico, y no mediante su capricho o arbitrariedad.

En la sentencia C – 316 de 2012, la Corte Constitucional se refiere a las disposiciones de Hyogo como “una fuente de asesoramiento político para los Estados que buscan reducir la pérdida de vidas y de los activos sociales, económicos y medioambientales que originan los desastres en los países y comunidades”. Sin embargo, el hecho de que la jurisprudencia constitucional haya reiterado para las disposiciones de Hyogo la naturaleza de ser derecho blando, en las mismas palabras de la Corte no se debe traducir en la posibilidad de eludir dichos compromisos políticos adquiridos con la comunidad internacional:

(…) aun cuando en el escenario internacional hay una serie de instrumentos relativos al tratamiento de los desastres naturales y sus efectos, dichos instrumentos carecen de vinculatoriedad en términos jurídicos. Sin embargo, implican cierto nivel de compromiso en tanto se les reconoce la calidad de soft law o derecho blando, de tal manera que el Estado no se puede desligar de esos compromisos asumidos ante la comunidad internacional. (…) el Estado reconoce su compromiso en virtud de tales instrumentos, por lo menos al dar aplicación al Marco de Acción de Hyogo según el antes referido “Informe Nacional del Progreso en la Implementación del Marco de Acción de Hyogo (2009-2011)”.

Razones a partir de las disposiciones elaboradas por el Estado de Colombia

Como puede apreciarse, la gestión del riesgo tuvo su origen y definición como materia de interés global a la sombra de escenarios multilaterales que adoptaron instrumentos destinados a enfrentar las problemáticas globales ambientales. En su trayectoria, variables como la investigación, el suministro de información, la cooperación, la planeación y la participación definieron contenidos de agendas jurídicas y políticas nacionales que luego se sujetarían a las disposiciones de los instrumentos especializados generados en las conferencias mundiales sobre reducción de los desastres. Sin embargo, debe exaltarse que ninguno de los instrumentos, sea aquellos en donde la gestión del riesgo evolucionó al amparo de los deberes de protección del ambiente, o los propios destinados a la gestión del riesgo de amenazas, desastres y calamidades, se ocupó de manera definida y completa del componente de los reasentamientos y reubicación de población originada por la ocurrencia de amenazas, desastres y calamidades detonadas por eventos naturales. Esa variable de la gestión del riesgo se ve respaldada residualmente por las disposiciones correspondientes a los procesos demográficos, la expansión y la densificación de la urbanización, y principalmente a las condiciones de vulnerabilidad de la población en el territorio.

A partir de la evolución de los instrumentos internacionales, el ordenamiento jurídico colombiano ha venido trabajando en un cuerpo normativo que progresivamente desarrolla la gestión del riesgo sin que en él se haya definido un conjunto integral, armónico y suficiente para enfrentar de manera preventiva ni reactiva los procesos de reasentamiento y reubicación por la ocurrencia de amenazas, desastres y calamidades detonadas por eventos naturales.

El trayecto que define la progresión de las normas nacionales, en un primer momento, se integra por disposiciones del Código Nacional de Policía (Decreto 1355 de 1970), seguido por una ampliación de normas contempladas por el Código Nacional de Recursos Naturales Renovables (Decreto 2811 de 1974) y el Código Nacional Sanitario (Ley 9 de 1979). Esta última en el título VIII ya derogado: dividió el tema en objeto, medidas preventivas, análisis de vulnerabilidad, planteamiento de las operaciones de emergencia, planes de contingencia, entrenamiento y capacitación, alarmas, medidas en caso de desastres, autoridades, coordinación y personal de socorro, solicitud, recepción, distribución y control de las ayudas, y vuelta a la normalidad.

Como se explica en Vásquez Gómez y Hernández (2018), en 1984, el Decreto 1547 dio nacimiento al Fondo Nacional de Calamidades, el cual sufrió cambios con el Decreto 919 de 1989 y con los Decretos 4702 y 4830 de 2010. En 1988 se expidió la Ley 46, que dio lugar al Sistema Nacional para la prevención y atención de desastres (SINPAD) y estuvo conformada por cuatro capítulos que englobaban aspectos generales de planeación, aspectos institucionales y operativos, manejo de situaciones específicas de desastres y facultades extraordinarias. Actualmente, esa legislación no tiene vigencia debido a la expedición de la ley 1523 de 2012 y la creación del SNGRD.

Gracias a la facultad reglamentaria conferida al poder ejecutivo del Estado, el segundo momento está representado por el Decreto Ley 919 de 1989. Las disposiciones de este cuerpo normativo se ocupan de la planeación y los aspectos generales, del régimen de la situación de desastres, la calamidad pública y otros aspectos institucionales. En sus años de vigencia, el Decreto 919 sufrió diversas reglamentaciones. Para efectos de dar aplicación al artículo 70, a través del Decreto 976 de 1997 se asumió el desplazamiento masivo de población civil, generado por causas violentas como un fenómeno homólogo a los desastres y las calamidades. El Decreto 2015 de 2001 reglamentó la expedición de licencias de urbanismo y construcción con posterioridad a la declaración de situación de desastre o calamidad pública; y el Decreto 4550 de 2009 realizó una reglamentación parcial en relación con la adecuación, reparación y/o reconstrucción de edificaciones, con posterioridad a la declaración de una situación de desastre o calamidad pública. Durante estos dos momentos de desarrollo normativo, el componente de reasentamientos y reubicación poblacional pasó inadvertido, dejando el vacío en el ordenamiento jurídico. Solo en el tercer momento, delimitado desde finales de la década de los años ochenta y el año 2012, la localización, el reasentamiento y la reubicación poblacional en el territorio tuvo una adopción residual, fragmentada e insuficiente en leyes nacionales dedicadas al ordenamiento territorial.

La Ley 9 de 1989 incluyó, como uno de los motivos de utilidad pública para ejecutar procesos expropiatorios, la “Reubicación de asentamientos humanos ubicados en sectores de alto riesgo y rehabilitación de inquilinatos” (artículo 10, m). En la misma ley, el artículo 56 dispone la obligación para los alcaldes municipales de levantar, en un término de 6 meses,

un inventario de los asentamientos humanos que presenten altos riesgos para sus habitantes, en razón a su ubicación en sitios anegadizos, o sujetos a derrumbes y deslizamientos, o que de otra forma presenten condiciones insalubres para la vivienda y reubicarán a estos habitantes en zonas apropiadas

y complementa: “tomarán todas las medidas y precauciones necesarias para que el inmueble desocupado no vuelva a ser usado para vivienda humana”.

Igualmente, no se puede evadir que en el artículo 2, derogado por la Ley 388 de 1997, la Ley 9 de 1989 incorporaba como una de las materias que debía reglamentar el plan de desarrollo municipal “La reserva de tierras urbanizables necesarias para atender oportuna y adecuadamente la demanda por vivienda de interés social y para reubicar aquellos asentamientos humanos que presentan graves riesgos para la salud e integridad personal de sus habitantes”.

A pesar de las revisiones sobre la localización de asentamientos, la omisión de un cuerpo normativo destinado a regular los procesos de reasentamiento y reubicación era una tarea que debía ser acreditada bajo la vigencia del nuevo orden constitucional. Al amparo de la Carta de 1991, la Ley 388 de 1997 y la Ley 1454 de 2011 tuvieron la oportunidad de adoptar las disposiciones para el reasentamiento y la reubicación de población por amenazas, desastres y calamidades detonadas por eventos naturales.

Si bien la Ley 388 de 1997 dispuso entre sus objetivos “la prevención de desastres en asentamientos de alto riesgo (artículo 1, #2)” y como uno de los fines de la función pública del urbanismo “Mejorar la seguridad de los asentamientos humanos ante los riesgos naturales” (artículo 3, #4), en ella no se establece un marco normativo que defina las condiciones para adelantar procesos de reasentamiento y reubicación poblacional de manera preventiva o reactiva. Una lectura posible que se desprende de la Ley 388 de 1997, que vincula los procesos de reasentamiento y reubicación con el ordenamiento territorial, radica en su reconocimiento jerárquico e imperativo a partir del desarrollo legislativo en disposiciones propias de la gestión del riesgo, en la medida en que esa materia es contemplada como determinante jurídico de superior jerarquía para la elaboración y adopción de los POT:

En la elaboración y adopción de sus planes de ordenamiento territorial los municipios y distritos deberán tener en cuenta las siguientes determinantes, que constituyen normas de superior jerarquía, en sus propios ámbitos de competencia, de acuerdo con la Constitución y las leyes: (…) Las políticas, directrices y regulaciones sobre prevención de amenazas y riesgos naturales, el señalamiento y localización de las áreas de riesgo para asentamientos humanos, así como las estrategias de manejo de zonas expuestas a amenazas y riesgos naturales. (Artículo 10, #1, d).

En los municipios y distritos, en ejercicio de la competencia de elaboración y adopción de los POT, el determinante de superior jerarquía del artículo 10 de la Ley 388 de 1997 deposita la reglamentación de los procesos de reasentamiento y reubicación como variable de la gestión del riesgo, pero, a pesar de la claridad del mandato legal, las citadas entidades territoriales reciben la potestad reglamentaria sin contar con una base legal que oriente, delimite y defina el cumplimiento de esa obligación reglamentaria, ni consolide una base uniforme de ejercicio de competencias para asegurar garantías esenciales en el ordenamiento territorial.

Como explican Castro y Vélez (2018:11),

El modelo de discrecionalidad de competencias legales de las autoridades locales y su manifestación en actuaciones informales no refleja su carácter de medida de protección de derechos humanos, que dada su naturaleza jurídica debe estar provista expresamente de todas las garantías que exigen las especiales condiciones de las víctimas.

Para los POT, la Ley 388 de 1997 contempla el deber de “Determinar las zonas no urbanizables que presenten riesgos para la localización de asentamientos humanos, por amenazas naturales, o que de otra forma presenten condiciones insalubres para la vivienda” (artículo 8, #5), y fija como un contenido del componente general del POT “La determinación y ubicación en planos de las zonas que presenten alto riesgo para la localización de asentamientos humanos, por amenazas o riesgos naturales o por condiciones de insalubridad” (artículo 12, #2.3).

La Ley reserva la disposición más explícita sobre reubicación para el componente urbano del POT, al citar la incorporación de “los mecanismos para la reubicación de los asentamientos humanos localizados en zonas de alto riesgo para la salud e integridad de sus habitantes, incluyendo la estrategia para su transformación para evitar su nueva ocupación” (artículo 13, #5), pero no se ocupa de definir y estructurar el proceso, ni especifica sus condiciones, alcances y posibles formalidades.

A los Planes Básicos de Ordenamiento les impone la realización de “un inventario de las zonas que presenten alto riesgo para la localización de asentamientos humanos, por amenazas naturales o por condiciones de insalubridad” (artículo 16, #1.6), complementándolo con el mismo mandato amplio y ambiguo de incluir “los mecanismos para la reubicación de los asentamientos humanos localizados en zonas de alto riesgo para la salud e integridad de sus habitantes, incluyendo la estrategia para su transformación para evitar su nueva ocupación” (artículo 16, #2.3).

Subrogando los motivos de utilidad pública para adelantar procesos expropiatorios de la Ley 9 de 1989, la Ley 388 de 1997 conserva la reubicación de asentamientos humanos localizados en sectores de alto riesgo como una causal que permite dicha acción urbanística (artículo 58), y contempla el destino de las áreas de riesgo no recuperable, las cuales deben ser:

(…) entregadas a las Corporaciones Autónomas Regionales o a la autoridad ambiental para su manejo y cuidado de forma tal que se evite una nueva ocupación. En todo caso el alcalde municipal o distrital respectivo será responsable de evitar que tales áreas se vuelvan a ocupar con viviendas y responderá por este hecho. (Artículo 102)

Calderón y Frey (2017) estiman que la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial - LOOT (Ley 1454, 2011: 242) “ha sido la base del ordenamiento territorial en Colombia, siendo uno de los instrumentos indispensables para la formulación de otras políticas públicas enfocadas al desarrollo territorial”, una conclusión que, se estima, está muy alejada de la realidad jurídica y política del país si se tiene presente que la LOOT llegó veinte años después de adoptarse el mandato constitucional para su elaboración legislativa, fue suplida por legislación ordinaria, redunda en figuras que ya venían operando en el ejercicio de gobernabilidad del Estado, y se queda corta en otras que aún demandan grandes apoyos, como la dotación de las regiones y las provincias como entidades territoriales.

Salvo la asociación de Corporaciones Autónomas Regionales, la LOOT no se ocupó de la gestión del riesgo de desastres, a diferencia de Calderón y Frey (2017), que encontraron en los principios de coordinación, concurrencia y subsidiariedad de la Ley 1454 de 2011 figuras con aparente carácter innovador que se reproducen en la Ley 1523 de 2012. A pesar de que dichos principios son un mandato directo de la Constitución Política de 1991, en materia de reasentamiento y reubicación la LOOT fue muy tímida. Se limitó a atribuir como una competencia de los departamentos el “Definir las políticas de asentamientos poblacionales y centros urbanos, de tal manera que facilite el desarrollo de su territorio” (artículo 29, 2, b), principio que más que una innovación, aparece como un refuerzo a los ya contemplados por la Ley 99 de 1993 para la formulación de la Política Nacional Ambiental: “3. Las políticas de población tendrán en cuenta el derecho de los seres humanos a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza” y “9. La prevención de desastres será materia de interés colectivo y las medidas tomadas para evitar o mitigar los efectos de su ocurrencia serán de obligatorio cumplimiento” (artículo 1).

La oportunidad legislativa de regular los procesos de reasentamiento y reubicación poblacional en el territorio se centró en un cuarto momento sobre la actual Ley 1523 de 2012. A pesar de sus múltiples disposiciones enfocadas en asegurar la incorporación de la gestión del riesgo en la inversión pública (artículo 38), en la planificación territorial y del desarrollo (artículo 39), en la planificación (artículo 40), en el fortalecimiento y robustecimiento de su articulación con el ordenamiento territorial y con la planeación del desarrollo (artículo 41), la Ley 1523 no superó las necesidades preexistentes y olvidó normar aquellas condiciones diferentes sobre el reasentamiento y la reubicación poblacional, aquellas que se caracterizan por la naturaleza amplia y poco certera de una acción político administrativa que, amparada en la discrecionalidad, se mantiene a la sombra de un procedimiento desregularizado. Tan solo en el artículo 40 para la gestión del riesgo en la planificación, dispone la inclusión de:

(…) las previsiones de la Ley 9ª de 1989 y de la Ley 388 de 1997, o normas que la sustituyan, tales como los mecanismos para el inventario de asentamientos en riesgo, señalamiento, delimitación y tratamiento de las zonas expuestas a amenaza derivada de fenómenos naturales, socio naturales o antropogénicas no intencionales, incluidos los mecanismos de reubicación de asentamientos; la transformación del uso asignado a tales zonas para evitar reasentamientos en alto riesgo; la constitución de reservas de tierras para hacer posible tales reasentamientos y la utilización de los instrumentos jurídicos de adquisición y expropiación de inmuebles que sean necesarios para reubicación de poblaciones en alto riesgo, entre otros.

Lo anterior devela que la Ley que regula el SNGRD en Colombia, contraria a desarrollar la normativa requerida para los procesos de reasentamiento y reubicación por amenazas, desastres y calamidades originadas por eventos naturales, remite a las disposiciones aisladas e insuficientes de la Ley 9 de 1989 y de la Ley 388 de 1997.

En el artículo 65 contempla el régimen especial para situaciones de desastres y calamidades, bajo el cual es posible proferir un régimen especial “de acuerdo con los antecedentes, la naturaleza, la magnitud y los efectos del desastre o calamidad pública” en el que puede reglamentarse la reubicación de asentamientos. Con ello, la Ley promueve acoger solo para casos de desastres y calamidades declarados una potestad reglamentaria reactiva y de respuesta, pero omite la adopción de normas generales y estable de naturaleza preventiva que no requieran la declaratoria de desastre o calamidad pública para poder elaborar un marco reglamentario que atienda los procesos de reubicación de población.

Finalmente, el artículo 81 reincide en la posibilidad de que el Gobierno Nacional adelante de común acuerdo con las autoridades municipales y distritales operaciones urbanas “que garanticen la habilitación de suelo para la ejecución de los proyectos de construcción de vivienda y reubicación de asentamientos humanos para atender la declaratoria de situación de desastre”.

A partir de la vigencia de la Ley 1523 de 2012, y con ella la adopción de la política nacional de gestión del riesgo de desastres, el Gobierno Nacional elaboró varias políticas relacionales. Entre ellas se identifican los “Lineamientos de Política de Gestión del Riesgo de Desastres en la prestación de los servicios públicos de acueducto, alcantarillado y aseo” (Ministerio de Vivienda, 2014) donde solo se menciona la reubicación y reconstrucción como finalidades que justifican la posibilidad de que entidades territoriales puedan realizar inversiones en otras entidades territoriales para “atender de manera expedita a los damnificados de desastres naturales en las distintas etapas de atención de la emergencia (Ley 1450, 2011, artículo 183).

En el 2016, cuatro años después de la promulgación de la Ley 1523, la UNGRD expidió el Plan Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres, en el cual dentro del objetivo de reducir las condiciones existentes de riesgo de desastres se traza la reubicación de plantas físicas institucionales ubicadas en zonas de alto riesgo no mitigable, al cual vincula la estrategia de reducción del riesgo sectorial y territorial en el programa de intervenciones para la reducción del riesgo de desastres por fenómenos socio-naturales. En el programa de reducción del riesgo de desastres en ámbitos sectoriales, y en directa relación con el ordenamiento territorial, se traza la estrategia “Gestión del Riesgo de Desastres y Medidas de Adaptación al Cambio Climático en los Instrumentos de Planificación del Desarrollo y del Ordenamiento del Territorio” (UNGRD, 2016: 64) a partir de la cual pretende “Establecer el procedimiento para el desalojo y entrega de las áreas catalogadas como de riesgo no mitigable que hayan sido objeto de reasentamiento o reubicación, según lo dispuesto en la Ley 388 de 1997” (UNGRD, 2016:. 64) con lo que regresa a las disposiciones dispersas e insuficientes de la legislación de los años noventa. Dentro de los indicadores de reducción del riesgo fija “el mejoramiento de vivienda y reubicación de asentamientos de áreas propensas” (UNGRD, 2016: 113).

Refiriéndose de forma explícita al reasentamiento, la Ley 1753 de 2015 sobre el Plan Nacional de Desarrollo 2014 – 2018 dispone la responsabilidad de ejecutar esos procedimientos a las entidades públicas, acción que se debe adelantar de manera conjunta conforme a las competencias y funciones. Esto implica que se realicen atendiendo a los principios administrativos de coordinación, concurrencia y subsidiariedad, pero sujetas a “las condiciones que señale el reglamento”. Si este último es una normativa nacional, aún no ha sido promulgado, y si se reserva a la autonomía de las entidades territoriales, agudiza la proliferación de procedimientos diversos y disimiles en las jurisdicciones municipales sin definir un marco de seguridad jurídica para el efectivo ejercicio de los derechos humanos a través del reasentamiento y la reubicación.

Conclusiones

La deuda histórica de una legislación que se ocupe de los procesos de reasentamiento y reubicación poblacional en el territorio implica un cuestionamiento ético. A partir de los interrogantes propuestos por Duque (2006: 157), es momento de preguntarnos ¿Cuál es el deber hacia las personas desplazadas por amenazas, desastres y calamidades detonadas por eventos naturales?, ¿bajo qué condiciones puede justificarse su desplazamiento? y ¿qué clase de análisis ético puede justificar el desplazamiento que induce a ello? El reasentamiento y la reubicación son un objeto que requiere de legislación, toda vez que a través de ella se proporcionarán los derroteros de aseguramiento de una mejor calidad de vida, de seguridad física, de capacidad productiva y de condiciones de vida como las que antes se tenían (BID, 1999). Por ello, el reasentamiento y la reubicación como fenómenos comunes al desplazamiento exijen el reconocimiento expreso de garantías humanitarias esenciales como las reunidas en los principios rectores Deng y los principios rectores Pinheiro.

La legislación que debe ocuparse de forma integral y suficiente de los procesos de reasentamiento y reubicación originados por amenazas, desastres y calamidades detonadas por eventos naturales debe comprender el rol esencial del municipio – distrito como entidad territorial históricamente competente, en la cual se ha delegado la carga reglamentaria de esos procesos, ejercicio disímil que ha resultado de la ausencia de una plataforma legislativa previa.

La legislación sobre estos procesos debe suplir la omisión de la Ley 1523 de 2012 y, con ello, de la integración del reasentamiento y la reubicación en el SNGRD y en la política pública, para lo cual puede contemplar no solo el número de personas afectadas, sino la intensidad de las consecuencias para evitar efectos negativos económicos y sociales; incorporar mecanismos y procedimientos para la adquisición de predios, la protección a poseedores y moradores, y el aseguramiento de indemnizaciones; prever la rehabilitación de áreas afectadas de acuerdo a su vocación, y contemplar las variables de tiempo y lugar: el primero, por la demora en la solución del problema que causa el desplazamiento y, el segundo, por los espacios y condiciones para ofrecer la solución. Finalmente, la nueva legislación no se debe restringir solo a las personas reasentadas, sino que debe contemplar las afectaciones a la población y al territorio receptor.

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Notas

[1] Resultado final del proyecto de investigación “Medellín y las transiciones sociojurídicas para la ordenación del territorio: Segunda oportunidad para los Planes de Ordenamiento Territorial de las ciudades en Colombia – primera fase” y del proyecto de investigación “Futuras Generaciones vs. el Estado de Colombia: Propuestas desde el estudio de caso”, en la línea de investigación “Derecho, conflicto e internacionalización”, ambos adscritos a la línea de investigación “Derecho, conflicto e internacionalización” del grupo de Investigación Orbis Iuris, Facultad de Derecho, Fundación Universitaria Autónoma de las Américas, Medellín, Colombia.
[2] A diferencia de la ausencia de definición de los conceptos reasentamiento y reubicación en el ordenamiento jurídico colombiano vigente, los conceptos desastre, amenaza y calamidad sí están definidos. De ellos se ocupa la Ley 1523 de 2012 que en su artículo 4 establece definiciones para el SNGRD. El desastre lo define en el numeral 8 como: “(…) el resultado que se desencadena de la manifestación de uno o varios eventos naturales o antropogénicos no intencionales que al encontrar condiciones propicias de vulnerabilidad en las personas, los bienes, la infraestructura, los medios de subsistencia, la prestación de servicios o los recursos ambientales, causa daños o pérdidas humanas, materiales, económicas o ambientales, generando una alteración intensa, grave y extendida en las condiciones normales de funcionamiento de la sociedad, que exige del Estado y del sistema nacional ejecutar acciones de respuesta a la emergencia, rehabilitación y reconstrucción”. La amenaza está definida en el numeral 3 como: “Peligro latente de que un evento físico de origen natural, o causado, o inducido por la acción humana de manera accidental, se presente con una severidad suficiente para causar pérdida de vidas, lesiones u otros impactos en la salud, así como también daños y pérdidas en los bienes, la infraestructura, los medios de sustento, la prestación de servicios y los recursos ambientales”. La calamidad pública la define en el numeral 5 como: “El resultado que se desencadena de la manifestación de uno o varios eventos naturales o antropogénicos no intencionales que al encontrar condiciones propicias de vulnerabilidad en las personas, los bienes, la infraestructura, los medios de subsistencia, la prestación de servicios o los recursos ambientales, causa daños o pérdidas humanas, materiales, económicas o ambientales, generando una alteración intensa, grave y extendida en las condiciones normales de funcionamiento de la población, en el respectivo territorio, que exige al municipio, distrito o departamento ejecutar acciones de respuesta a la emergencia, rehabilitación y reconstrucción”.
[3] José Humberto Caballero Acosta (2011:45) define las avenidas torrenciales como un “movimiento en masa que se desplaza generalmente por los causes de las quebradas, llegando a transportar volúmenes importantes de sedimentos y escombros, con velocidades peligrosas para los habitantes e infraestructura ubicados en las zonas de acumulación, de cuencas de montaña susceptibles de presentar ese tipo de fenómenos”.
[4] El SNGRD es definido por el artículo 5 de la Ley 1523 de 2012 como el “conjunto de entidades públicas, privadas y comunitarias, de políticas, normas, procesos, recursos, planes, estrategias, instrumentos, mecanismos, así como la información atinente a la temática, que se aplica de manera organizada para garantizar la gestión del riesgo en el país”.
[5] Pérez, Alfaro, Hidalgo y Jiménez (2016:65) explican que “Los eventos o fenómenos hidrometeorológicos tienen su origen en las variaciones de la atmósfera. Las variaciones meteorológicas interactúan con la superficie de la tierra y generan escorrentía, humedad del suelo, evapotranspiración y cambios en el viento y balance radioactivo de la superficie”. Por su parte, José Retana (2012:7) explica que dichos eventos pueden ser extremos, como el caso de las lluvias, y “están referidos solo a aquellos que involucran alguna forma de precipitación (líquida o sólida) y relacionados con sus valores umbrales o extremos, tanto el déficit como el superávit”.
[6] “Las deficiencias del medio ambiente originadas por las condiciones del subdesarrollo y los desastres naturales plantean graves problemas, y la mejor manera de subsanarlas es el desarrollo acelerado mediante la transferencia de cantidades considerables de asistencia financiera y tecnológica que complemente los esfuerzos internos de los países en desarrollo y la ayuda oportuna que pueda requerirse”.
[7] “En las regiones en que exista el riesgo de que la tasa de crecimiento demográfico o las concentraciones excesivas de población perjudiquen al medio ambiente o desarrollo, o en que la baja densidad de población pueda impedir el mejoramiento del medio ambiente humano y obstaculizar el desarrollo, deberían aplicarse políticas demográficas que respetasen los derechos humanos fundamentales y contasen con la aprobación de los gobiernos interesados”.
[8] “Para alcanzar el desarrollo sostenible y una mejor calidad de vida para todas las personas, los Estados deberían reducir y eliminar las modalidades de producción y consumo insostenibles y fomentar políticas demográficas apropiadas”.
[9] El Mecanismo Internacional de Varsovia para Pérdidas y Daños fue adoptado en la Décimo Novena Conferencia de las Partes (COP 19) que se llevó a cabo en Varsovia, Polonia en diciembre del 2013. Este mecanismo busca suministrar asesoramiento y apoyo a los países en vías de desarrollo para afrontar los daños productos del cambio climático.


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