Dossier
Recepción: 26 Febrero 2020
Aprobación: 19 Marzo 2020
Resumen:
El presente artículo analiza el abordaje sobre la cultura del trabajo en las ciencias sociales. Para ello se realiza un recorrido sobre el enfoque cultural en los estudios del trabajo, dividiendo dos formas de concebir la cultura, como noción y como concepto.
Por una parte, la cultura del trabajo como concepto, se construye en un marco analítico expresamente delimitado. Su definición incluye el análisis de conocimientos, valores, actitudes y prácticas en los ámbitos de trabajo. LPor otra parte, la cultura del trabajo como noción, se configura desde el sentido común. Su emergencia da cuenta de una concepción de la cultura desde una ética del esfuerzo y el merecimiento.uego del desarrollo de estas dos vertientes, expresando sus alcances y limitaciones, se propone una reformulación teórica para el análisis de la cultura del trabajo que dé cuenta de cinco aspectos centrales: 1) las significaciones, 2) las actividades y definición de situaciones, 3) las relaciones, 4) las identidades, y 5) las cuestiones vinculadas a la ideología, dominación, y creatividad.
Palabras clave: cultura, trabajo, teoría, identidades, dominación.
Abstract:
This article analyzes the approach to work culture in the social sciences. For this, we look how the cultural approach in work studies is carried out, dividing two ways of conceiving culture, as a notion and as a concept.
On the one hand, work culture as a concept is built within an expressly defined analytical framework. Its definition includes the analysis of knowledge, values, attitudes and practices in the workplace.
On the other hand, work culture as a notion is configured from common sense. Its emergence accounts for a conception of culture from an ethic of effort and merit.
After the development of these two aspects, expressing their scope and limitations, a theoretical reformulation for the analysis of the work culture is proposed, taking into account five central aspects: 1) meanings, 2) activities and definition of situations, 3) relationships, 4) identities, and 5) issues related to ideology, domination, and creativity.
Keywords: culture, work, theory, identities, domination.
Introducción
La de “ñoqui” ha sido una de las expresiones más utilizadas en los últimos años en la arena pública y en la conversación política cotidiana para referirse despectivamente a los trabajadores que no merecen su paga, muy particularmente a los empleados estatales. El uso de la expresión proviene del tradicional plato de pasta italiana (gnocchi) y la costumbre de comerlo el día 29 de cada mes. Así, se presume sobre ciertos grupos la práctica habitual de aparecer en el trabajo solo el último día hábil del mes, es decir, el día de pago y, como consiguiente, se presume la existencia de trabajadores que, sin trabajar, reciben un (inmerecido) salario o recompensa.
Una serie de interrogantes aparecen a raíz de este ejemplo, parte de una constelación mucho más amplia de conflictos morales. El primero, de corte empirista, es el siguiente: ¿Cuánta verdad detenta este prejuicio? ¿Cuál es la magnitud de esta población de trabajadores sin mérito? Y aunque las ciencias sociales han hecho grandes esfuerzos por mostrar la falta de sustento de estas afirmaciones (“los jóvenes ya no quieren trabajar”, “se embarazan para cobrar un plan social”, “ya no hay cultura del trabajo”), el camino del empirismo deja sin abordar una de las aristas más interesantes de la temática: ¿Por qué la “vagancia” se erige en una categoría práctico-política de tanto peso? ¿Por qué desde el progresismo hasta el conservadurismo intentan arrogarse el valor del trabajo y son muy escasos los ejemplos de confrontación con el ideario de la “cultura del trabajo”? ¿Qué esconde y qué ilumina, en el debate de las ciencias sociales y en las discusiones de sentido común, la mención a la “cultura del trabajo”?
Las múltiples transformaciones en el mundo del trabajo parecen tener en común, de forma explícita o implícita, una creciente preocupación por la cuestión de la cultura y los valores. Sea a partir de la preocupación por la empleabilidad, la buena presencia, las buenas formas del trabajo, los hábitos y costumbres, sea por el creciente interés por las habilidades blandas, la creatividad, las capacidades para resolución de problemas, el trabajo cooperativo o la autonomía, pareciera que los fenómenos culturales en el mundo del trabajo son puestos en el centro del debate.
En el escenario rioplatense, en particular, la discusión sobre la cultura del trabajo, aparece referida directamente como una problemática a nivel país, de necesaria promoción para un desarrollo efectivo e igualitario. En el caso argentino, la salida de la crisis económica de comienzos de los 2000 marca el escenario de preocupación por la “falta de cultura del trabajo” entre los sectores marginales, que (presuntamente) repercute en problemas “endémicos” de estas poblaciones para insertarse en el mercado de trabajo, fundamentalmente para los jóvenes pobres de barrios periféricos (Assusa, 2017).
Quince años después, en un contexto de crecimiento económico y un gobierno de orientación progresista, en Uruguay se discutirá, por iniciativa estatal, una directriz estratégica para la promoción de la “cultura del trabajo para el desarrollo”, que coloca a la educación, las competencias, la capacitación y formación como pilares del desarrollo económico, y que es concebida como una profundización del trabajo decente, poniendo el foco en la calidad del trabajo.
Pese a la centralidad creciente de la cuestión de la “cultura del trabajo” en el debate público, pareciera que las ciencias sociales carecen aún de herramientas teóricas precisas o consensuadas para el abordaje de estos fenómenos. Así, estos escenarios resultan propicios para problematizar los elementos que subyacen a las discusiones sobre la cultura del trabajo y para reflexionar sobre el arsenal teórico disponible actualmente en las ciencias sociales al respecto.
Con esta orientación, el objetivo de este artículo será sistematizar algunas discusiones y abordajes contemporáneos de la cultura del trabajo, analizando sus potencialidades y limitaciones. Esta búsqueda no tiene una motivación puramente enciclopedista, sino que se inserta en diversas investigaciones de los autores, que tienen en la cultura del trabajo, a la vez, un referente empírico, un problema público y una perspectiva teórico-sociológica.1
Para esta discusión se realizó un paper review de sesenta artículos referidos expresamente al concepto de cultura del trabajo en revistas de ciencias sociales arbitradas en español, portugués, inglés y francés. Al mismo tiempo, se puso en diálogo este corpus con autores iberoamericanos cuyas propuestas se consideraron sustantivas en la materia.
El texto se organiza de la siguiente manera: en primer lugar, se realiza una contextualización de los estudios culturales del trabajo como enfoque de creciente relevancia en la disciplina. Recuperando la distinción de la cultura del trabajo como concepto sociológico y como noción de sentido común, en segundo lugar, reseñamos algunas investigaciones en las últimas tres décadas que han abordado diversos fenómenos, espacios, sistemas de relaciones y conflictos desde la perspectiva conceptual de la cultura del trabajo, planteando algunas de sus recurrencias, limitaciones y desafíos. En tercer lugar, identificamos recurrencias locales y regionales en el uso práctico de la cultura del trabajo y planteamos líneas de análisis de su construcción como problema público. Por último, proponemos líneas conceptuales y metodológicas que permitan consensuar una definición amplia de la cultura del trabajo, que reconozca e incorpore en su debate esta diversidad de usos.
El giro cultural en la sociología del trabajo
Como postula Supervielle (2017), trabajo y cultura han sido temáticas centrales para la sociología, que se esbozan desde los estudios fundacionales de Weber en torno a la relación entre la organización de la producción, la ética religiosa y la formación del capitalismo (Weber, 2006). La importancia del trabajo como objeto de estudio y eje sintético de estructuración y constitución de la sociedad, se ha construido de manera articulada a la consolidación de la sociología como disciplina científica, desde la teoría social marxista y su énfasis en la producción y el trabajo como praxis humana, hasta los estudios durkhemianos sobre la división del trabajo social como patrón evolutivo de la sociedad moderna (Marx, 1975, 2004; Durkheim, 1985).
El desarrollo de la sociología en el Siglo XX habilitó la formación de una subdisciplina de Sociología del Trabajo, que transitó desde miradas centradas en los factores objetivos de producción, hasta perspectivas con énfasis en lo simbólico. Este viraje tuvo lugar en distintas áreas de la disciplina y es reconocido en diversos momentos como giro subjetivo o giro cultural. La crisis de los años setenta, del Estado de Bienestar y del modelo de desarrollo capitalista vigente, habría marcado una primera ruptura teórica en este campo de estudios, que reorientó su mirada hacia el espacio fabril, la acción obrera, la política, y fundamentalmente, hacia el sujeto en el mundo del trabajo (Touraine, 1992; Goldthorpe et al., 1992; Leite, 2012). Durante la segunda mitad del siglo XX, un conjunto de investigaciones comenzó a señalar críticamente la sobre-enfatización de la dimensión material de los análisis sociales sobre el mundo laboral (Reygadas, 1998), al tiempo que señaló una carencia de herramientas conceptuales e investigaciones que le dieran un estatus epistemológico de peso a su dimensión simbólica (Drolas et al., 2005).
El cambio en el repertorio de temáticas abordadas desde la sociología del trabajo ha dado lugar a lo que Enrique de la Garza Toledo (2010) llama los nuevos estudios del trabajo, lo que supone concebir el trabajo:
En un sentido ampliado que quiere decir que empiezan por el lugar de trabajo, el puesto de trabajo, el piso de las empresas, pero de ahí se van al sistema de relaciones industriales que incluyen los códigos del trabajo, los pactos entre sindicatos, empresas, Estados, las instituciones de la justicia laboral [...] (p. 75).
Esto implica que la sociología del trabajo incluya en su repertorio de investigación no solamente los elementos productivos, distributivos, organizativos o tecnológicos del proceso de producción, sino también el abordaje de elementos ligados a las representaciones, la construcción de subjetividad, identidad o grupalidad. En definitiva, aquellos elementos que, a partir de los procesos de trabajo, deben ser comprendidos desde un enfoque culturalista (Drolas et al., 2005).
Como señala Guadarrama (2000) los abordajes culturales del trabajo, sin ser una corriente acabada, se acentúan a partir de la segunda Guerra Mundial para analizar temas diversos, tales como el contenido simbólico de los procesos de trabajo, las identidades laborales, las relaciones entre las culturas obreras, las culturas hegemónicas y la ideología de empresa, entre otros, sin haber una definición unívoca de la dimensión cultural.
La incorporación de estos temas y de las teorías sobre el discurso, las identidades y las representaciones transformó finalmente el enfoque cultural sobre el trabajo en un enfoque multidisciplinario, al tiempo que el concepto original de cultura de la clase obrera se amplió hasta el punto en que fue necesario acuñar nuevos conceptos, como los de cultura del trabajo y cultura laboral, de tal modo que lo que empezó siendo la cultura de un grupo social se transformó en la cultura de un espacio social -que puede ser cualquier entorno en el que se experimentan relaciones de trabajo- y sus actores.” (Guadarrama, 2000, p. 215).
En este sentido, en el marco de las discusiones en sociología del trabajo, la cultura del trabajo no es comprendida de forma unívoca, sino que es procesada como temática y perspectiva, a veces comprendida como cultura de clase, otras como culturas laborales, identidades del trabajo o ideologías del trabajo (Palenzuela, 1995). Sobre esta perspectiva, Moreno Navarro (1997) expresa:
Subrayamos la necesidad de no pensar los procesos de trabajo en abstracto sino en su desarrollo concreto bajo relaciones sociales de producción específicas. Y planteamos que las características, en todos los órdenes, de un proceso de trabajo vividas desde una posición determinadas en las relaciones de producción se hallan en la base no solo de las condiciones materiales de existencia de los trabajadores sino que condicionan, influyen e impregnan todos los ámbitos de la vida social y de las representaciones ideáticas de éstos: desde las opciones o estrategias matrimoniales hasta la forma de representarse el mundo, de vivir la cotidianeidad o el tiempo de fiesta, de asumir o no unos y otros valores sociales. (...) se genera también una cultura desde el trabajo” (p. 20).
De este modo, la cultura del trabajo comprende un área amplia, que busca enfatizar los procesos ideáticos, simbólicos y relacionales del mundo del trabajo, por sobre miradas “economicistas” o centradas en los fenómenos “infraestructurales”. En particular, se enfatiza la relación entre las condiciones estructurales y las actividades de los agentes (Retamozo, 2009). Sin embargo, aún resulta compleja su utilización en términos analíticos, dadas las dificultades para establecer su definición, límites y componentes.
¿Qué implica el término cultura del trabajo? ¿Cómo puede ser abordado? Para dar cuenta de las construcciones al respecto, resulta de utilidad la distinción realizada por Supervielle (2017) en torno al doble carácter de la cultura del trabajo: como concepto y como noción. En primer término, el concepto es entendido como una construcción analítico-intelectual en un marco relacional articulado explícitamente con otros conceptos. En segundo término, la noción corresponde al plano del sentido común y a las formas en que es utilizado de forma corriente por los actores sociales.
Aprovechando esta distinción, analizaremos los usos de la cultura del trabajo desde ambas vertientes, buscando discutir ciertos alcances y limitaciones en cada caso.
La cultura del trabajo como concepto socioantropológico
En este breve recorrido sobre los abordajes de la cultura del trabajo como concepto, un momento importante podrá encontrarse hacia mediados de la década del 1990, en el que se busca acuñar la cultura del trabajo como concepto socioantropológico. Al respecto, Palenzuela (1995) dará una definición expresa de cultura del trabajo, entendida como un:
Conjunto de conocimientos teórico-prácticos, comportamientos, percepciones, actitudes y valores que los individuos adquieren y construyen a partir de su inserción en los procesos de trabajo y/o de la interiorización de la ideología sobre el trabajo, todo lo cual modula su interacción social más allá de su práctica laboral concreta y orienta su específica cosmovisión como miembros de un colectivo determinado. (p. 13)
Con esta propuesta conceptual el autor busca apoyar el giro teórico en relación a un escenario que considera dominado por el marxismo clásico, cuyo prisma cognitivo entiende construido en base a la tríada relaciones sociales de producción - clase social - conciencia de clase. Con perspectiva de superación, propone un concepto que no se restrinja a la determinación de las estructuras, sino que ilumine el terreno de las prácticas sociales, construyendo identidades y grupalidades, cuyo aglutinador es el trabajo, pero que se forja en la interseccionalidad de múltiples aspectos, entre las que destaca el género y la etnia (Palenzuela, 2000).
Desde esta perspectiva, Palenzuela (2000) analiza las culturas del trabajo de los jornaleros andaluces en las plantaciones rurales. Caracterizados por su baja escolarización, y las escasas calificaciones exigidas en la tarea, estos trabajadores son considerados excedentarios, se encuentran mal remunerados, trabajan a destajo o por producto, y en cuadrilla o grupo familiar, por lo que comúnmente están a merced de las condiciones impuestas por el patrón.
En este contexto, Palenzuela analiza la dicotomía percibida entre “trabajar” y “buscarse la vida”. La primera, asociada a los modelos clásicos de estabilidad en la tarea y en el vínculo laboral. La segunda, como acción fruto de la necesidad económica inmediata. Es así que es posible identificar algunos componentes esenciales del trabajo como categoría práctica: 1) la realización estable de ciertas tareas, 2) en el marco de una organización dada, 3) que genera el reconocimiento por parte de los demás actores, y 4) que permite la identificación de sí mismo como “trabajador”. Así, el autor da cuenta de algunas prácticas de solidaridad entre jornaleros, analizando la dimensión simbólico-valorativa de dicha comunidad formada a partir del trabajo, tales como los préstamos familiares, la venta “a fiao” (fiado), “el pañuelo” (colecta de dinero), o el “tornapeón” (reemplazo de un compañero impedido).
Esta conceptualización será puntapié de diversos trabajos en Iberoamérica. En una línea similar, la investigación antropológica de Luis Reygadas (1998) sobre las maquiladoras en México habla de “nuevas culturas del trabajo” en tanto dimensión simbólica de las relaciones laborales contemporáneas: procesos de creación, transmisión y apropiación de significados en el mundo del trabajo (p. 3). Esta nueva formulación teórica incorpora una perspectiva profundamente “holista” (Moreno Navarro, 1997) descentrada del proceso de trabajo propiamente dicho, articulando las “culturas empresariales de producción” y las interpretaciones y producciones simbólicas propias de los trabajadores. A la vez, discute críticamente su operacionalización como concepto en el marco de una estructura productiva. La cultura de clase no sería “homogénea”, sino que es necesario articularla con los elementos particulares de cada comunidad.
Coincidiendo con la conceptualización de Palenzuela, Martín (2016, p.110), por su parte, considera que:
“La cultura del trabajo la constituyen las formas de pensar, hacer y transmitir la experiencia vital del trabajo cuando estos procesos devienen, tras una compleja integración, componente identitario de naturaleza laboral, que hace posible reconocer (se) individuos, grupos sociales, profesiones, en fin, sujetos sociales en la escala que se trate. A los efectos de su medición se reconoce por los contenidos, el sostén tecnológico -tanto material como gerencial-, así como por la orientación y sentido subjetivos con que se marca y con que nos marca el trabajo”.
Para Martín (2016), la cultura de trabajo emerge como categoría sociológica a partir de la dicotomía política entre neoliberalismo y corrientes de izquierda. Desde su visión, el individualismo inmanente al neoliberalismo omite la noción de trabajo como proceso social, en tanto lo concibe de forma solitaria, aislada, y con una única función de provisión de oferta en un mercado. Martín analiza las culturas del trabajo del sector de servicios en Cuba, sector casi único del país en el enclave internacional. Desde su perspectiva, el relativo aislacionismo económico cubano explicaría una alta tolerancia a “vivir con poco”, una gran creatividad para emular sustitutos de los productos demandados, pero también una pobre cultura organizacional, sin medición de resultados o de calidad. Esto conformaría tres modelos de trabajador: el de la dependencia (con pocas calificaciones, indisciplinado, reactivo), el del desarrollo (instruido, comprometido políticamente, calificado), y el del reajuste (instruido, que busca orientarse al mercado disponible).
También continuando esta línea, Escalera (2000) definirá el concepto de cultura del trabajo y advertirá algunos problemas vinculados a su “reificación”. Así la cultura del trabajo es entendida como:
Una perspectiva de análisis desde el ámbito de los procesos de trabajo concretos en los que los individuos participan, intenta iluminar el conjunto del sistema sociocultural global del que forma parte, permitiendo aprehender cómo la forma en que cada individuo participa y la posición que ocupa en dicho proceso de trabajo incide generando condiciones de existencia, condicionando redes de relaciones; modelando las prácticas, actitudes, valores, percepciones que desarrollan dichos individuos y los que constituyen el grupo primario al que pertenecen todas las facetas de su vida y actividad social, más allá del trabajo propiamente dicho. No obstante, debe evitarse el riesgo de reificar las “culturas del trabajo”, al igual que puede suceder con las “culturas de género”, o las “culturas políticas” como formas independientes de la cultura global en la que se articulan cada uno de los procesos de trabajo específicos. (p.253)
Escalera (2000) opone la complejidad del concepto de cultura del trabajo a la instrumentalidad de la cultura de empresa, entendida como arreglos institucionales para organizar procesos productivos. Este tipo de oposiciones conceptuales entre la dimensión creativa y la dimensión subordinante de la cultura del trabajo pueden encontrarse en Palenzuela (1995) y en trabajos clásicos como el estudio fabril de Burawoy (1979). En su análisis de la minería andaluza, Escalera establece el modo en el que esta actividad monopoliza la producción local y, consecuentemente, la distribución de poder, instalándose en el siglo XIX como un enclave colonial británico en España. Esto marca la distribución de las localidades, la demografía, la sociabilidad (separada entre nacionalidades), pero también las diferentes culturas empresariales, que muestran los choques con las culturas de los trabajadores, en términos de formas de trabajar, acceso a derechos sociales, salarios, entre otros.
De forma similar, Parada (2017) estudia la cultura del trabajo cafetera en Colombia, analizando la forma en la que el trabajo estructura redes familiares, asociativismo y sociabilidad. Aquí, los cambios en los procesos de producción del café marcan un escenario donde coexisten comunidades productivas familiares envejecidas, jóvenes que migran o itineran según la estacionalidad de las ocupaciones, comunidades unidas étnicamente que buscan protegerse en el mercado y presionan al gobierno, vínculos afectivos con la tierra y el café. En tal sentido, el caso es interesante para mostrar las relaciones inherentes entre el trabajador y la actividad que realiza, y la generación de comunidades a partir del trabajo, con las funciones simbólicas y políticas que esto conlleva.
En este recorrido, el concepto de culturas del trabajo serviría como clave analítica para comprender las formas en que los individuos se producen como sujetos a partir del trabajo, en el marco de un sistema de relaciones productivas, que se plasman en derechos y obligaciones adquiridos inherentes a la realización de una tarea, y que lo posicionan social e ideológicamente en relación a otros y a la percepción que se construye sobre sí mismo.
Resulta claro que estas perspectivas analizan las relaciones entre los procesos económicos y la producción de significados. Sin embargo, pareciera necesario atender ciertos interrogantes. El primero de ellos refiere al problema de la reificación que ya mencionara Escalera (2000), comprendiendo la cultura como un todo absoluto, indivisible y omniexplicativo. De caer en este problema, todo puede ser entendido como cultura o explicado por ella, producto de cierta aplicación excesivamente descriptiva del concepto. Volveremos sobre esta cuestión en el próximo apartado.
En tal sentido, las características de las investigaciones reseñadas, con estrategias de estudios de caso y metodologías etnográficas, permiten una mirada holística de los fenómenos estudiados, vinculando percepciones y prácticas de forma situacional. Ello tiene un gran valor heurístico, al tiempo que presenta el desafío de abstraer las categorías principales y modelizar sus relaciones, con el objetivo de orientar una línea de investigación sobre las culturas del trabajo aplicable a otros escenarios. En definitiva: ¿qué conceptos estructuran el análisis de la cultura del trabajo?
En línea con esto, una segunda cuestión aparece vinculada a la definición misma de cultura del trabajo y las formas de abordarla metodológicamente. Si retomamos las miradas tradicionales de la cultura asociadas a una raíz geertziana, que la entienden como una “producción de significados” (Grimson y Semán, 2005), ¿cómo se concibe ese significado? ¿es acaso una categoría práctica que orienta y estructura la acción en cada escenario, como se postulara desde la etnometodología? (Garfinkel, 2006) ¿es una definición espúrea que se toma en cada interacción? (Goffman, 2012) ¿cuál es el nivel de estabilidad de los significados? y, ¿cuáles son las relaciones entre construcción de significado y estructura? Como señalan Bartlett y Valrus (2017) las dificultades en torno al uso de la cultura como concepto analítico implica dar cuenta de los alcances espaciales, temporales y grupales en los cuales se produce significado (make sense). Y, en tal sentido, cabe una reflexión metodológica en torno a cómo relevar, reconstruir e interpretar esta producción de significados: ¿es posible hacerlo exclusivamente con la observación de prácticas? ¿y únicamente con discursos? ¿sólo puede estudiarse de forma situada, triangulando técnicas? ¿es indispensable recurrir a estrategias de estudios de caso? Si no se opta por estas decisiones ¿qué tipo de significado se releva?
Un tercer interrogante refiere a las relaciones entre trabajo y cultura, que resultan un tanto amplias y difusas. Cuando hablamos de cultura del trabajo, entendida como la producción de significados vinculada a la actividad del trabajo ¿estamos hablando de cultura sobre el trabajo? Es decir, del modo en el que se construyen las valoraciones de los actores sobre las tareas laborales que realizan ¿O desde el trabajo? Es decir, sobre las formas en que el trabajo produce cultura con alcance holístico. En ocasiones pareciera que el foco se desplaza y que todo puede relacionarse y conectarse de forma indiferente.
Sobre esta discusión, resulta de gran valor la distinción que hace Reygadas (2002) en torno a las dos vertientes para concebir estas relaciones entre cultura y trabajo. Primero, una cultura desde el trabajo, donde se enfoca “la eficacia simbólica del trabajo, es decir, los efectos culturales de la actividad laboral, los significados que emergen con el trabajo y que, de un modo u otro, son trasladados hacia otros mundos de la vida.” (2002, p. 109). Segundo, una cultura sobre el trabajo, que entiende como eficacia laboral de la cultura, definida como “la importación de maneras de percibir, sentir y valorar desde el conjunto de la experiencia social hacia la actividad productiva.” (2002, p. 110).
Esta distinción resulta de gran relevancia para dotar de precisión la discusión sobre el concepto de cultura del trabajo. A nuestro parecer, la segunda tiene mayor claridad para colocar al trabajo como centro de la disputa cultural, continuando los enfoques tempranos de Max Weber (2006) en torno a los efectos del calvinismo en la producción capitalista. Ello implica colocar al mundo del trabajo como locus del conflicto cultural y, por lo tanto, adoptar una mirada más claramente subdisciplinar como la de los estudios laborales. Por el contrario, la primera vertiente favorecería una mirada holística, echando luz a las transformaciones en la vida de los sujetos a partir de sus vivencias en el mundo del trabajo.
Más allá de estas precisiones, algunas cuestiones merecen ser discutidas en torno a la utilización de la cultura del trabajo como concepto. En primer lugar, los componentes de la cultura del trabajo, incluyen cuestiones valorativas, cognitivas, ideológicas, actitudinales, interactivas y afectivas. Esto supone no solamente unidades muy diferentes, sino objetos de disímil abordaje metodológico. ¿El foco de la cultura es el sistema de valores? ¿Son las formas visibles de relacionamiento, en cada espacio? ¿Es la ideología, como sistema articulado de ideas? La definición de ello implicaría arquitecturas conceptuales diferentes. Por ejemplo, estudio de representaciones, análisis de los sistemas de acción, observación de las formas de presentación en el espacio social, etc. Igualmente de ello deriva la utilización de técnicas observacionales, discursivas, de análisis documental, entre otras.
En segundo lugar, y relacionado a lo anterior, otra dificultad se encuentra en relación a los límites del concepto. ¿En qué casos hablamos de cultura y cuándo de ideología? ¿Cómo se relaciona con los conceptos de identidad o subjetividad? ¿Cómo se articula al concepto de poder? Más aún, existe la dificultad en torno a cómo delimitar las formas de operar de las culturas entre sí ¿Qué entender por una cultura de género, de empresa, o una cultura global en relación a las culturas del trabajo?
Relacionando los dos puntos anteriores, resulta complejo delimitar los elementos que operan y configuran diferentes culturas del trabajo, que corren el riesgo de ser confundidas con las culturas empresariales, culturas locales o grupales. Pareciera, en tal sentido, que solo es posible identificar la cultura por su emergencia a partir de conflictos, cuando observamos fricciones, resistencias o contradicciones que permiten comparar, como señalaba D´Iribarne (1993) en relación a las empresas multinacionales, con organizaciones fijas e idiosincrasias locales, que varían según el caso. Pero aun utilizando esta estrategia de aproximación por método comparativo, volvemos a la problemática de cuáles son los elementos específicos que estamos comparando: ¿Las formas de acción colectiva? ¿Los valores? ¿Los esquemas ideológicos? ¿Las construcciones de grupalidad?
Por último, resulta interesante interrogarse sobre las relaciones entre el concepto de cultura y el de conflicto social. En las definiciones reseñadas, la cultura alude a significados compartidos por una comunidad, en un contexto dado. Sin embargo, ¿qué implica compartir esos significados? ¿no existe conflicto u oposición de significados? ¿cómo se desarrollan los procesos por los cuales un significado prevalece sobre otros posibles? Como señala Gadea (2018) preguntarse sobre las relaciones entre cultura, poder y dominación resulta importante para entender las dinámicas de construcción de significados. Así, por ejemplo, empresarios y trabajadores luchan por definir las condiciones y formas de trabajar, (horarios, condiciones, formas de sujeción del cuerpo).
Del mismo modo, diferentes movimientos y grupos sociales pugnan por la simbolización de su actividad como trabajo, o de sí mismos como trabajadores, como sucede en relación a las múltiples formas de trabajo no remunerado o no reconocido. En síntesis, parece importante establecer que esta trama de significados, además de no ser estática, esencialista, ni invariable en el espacio tiempo, no es homogénea ni exenta de conflictos. Definir los significados que hacen a la cultura del trabajo puede implicar reconocer y establecer múltiples definiciones que se encuentran en lucha.
Algunos de estos elementos son visualizados por Reygadas (2002) que establece la necesidad de una mayor claridad en el enfoque y unidades de análisis, y que concluye proponiendo privilegiar el estudio de las interacciones en el trabajo, como base para el estudio de la cultura. Más allá de ello, el concepto de cultura de trabajo aún puede ganar en la claridad de su formulación para ser utilizado de forma precisa.
La cultura del trabajo como noción de sentido común
Retomamos, en este apartado, la segunda dimensión de la cultura del trabajo identificada por Supervielle (2017) y, para ello, planteamos nuevamente los interrogantes delineados algunos párrafos atrás: ¿Qué implica el uso de esta noción? ¿A quiénes se aplica? ¿Quiénes la movilizan?
La “cultura del trabajo” resulta potente como categoría teórica justamente porque en los últimos años ha ejercido una poderosa injerencia en términos prácticos en América Latina, y muy particularmente en el contexto rioplatense. Revisemos algunas de las aristas del fenómeno político de la cultura del trabajo para comprender algunos de los ejes principales de su dinámica.
En primer lugar, la cultura del trabajo remite a una larga tradición cultural que se remonta al menos hasta el ascetismo protestante que Max Weber analizara en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, pero que tiene también sus raíces en el pensamiento liberal de John Locke. La misma moralidad puede conocerse como ética del esfuerzo y su ideario tiene vínculos (aunque no coincide plenamente) con la ideología meritocrática neoliberal. Su idea rectora es relativamente sencilla: el principal modo de merecer un bien, un recurso, y fundamentalmente un ingreso monetario, es el propio trabajo. Con algo más de precisión, este escrutinio del merecimiento se aplica particularmente a los fondos públicos, por lo que la propiedad privada en términos generales queda fuera de este tipo de interrogantes (por ejemplo, qué hizo un heredero para merecer el patrimonio que le fue dado).
En segundo lugar, la cultura del trabajo aparece en el discurso social como una ausencia: una carencia tradicional, un valor faltante, un bien preciado y perdido por las nuevas generaciones, por los pobres, por los migrantes, por los locales. En el debate público se manifiesta permanentemente como acusación sobre otro (agente o actor social) u otros: los empresarios sobre los trabajadores, los trabajadores no sindicalizados sobre los trabajadores sindicalizados y los sindicalistas, los trabajadores con seguridad social sobre los trabajadores precarizados, los trabajadores precarizados sobre los beneficiarios de políticas sociales, los beneficiarios de políticas sociales sobre otros beneficiarios de políticas sociales, y por último todos sobre los políticos de profesión. Así, más que discutir los contenidos simbólicos reales o deseados de tareas laborales, esta noción aparece en clave binarista de presencia-ausencia, estableciendo un gradiente valorativo entre quienes la poseen en mayor o menor medida.
La estructura argumental es, más o menos, la siguiente: quien enuncia la acusación se construye como víctima de una injusticia. Trabajando más, estas personas perciben que reciben mucho menos que quienes, trabajando menos, reciben mayores recompensas, usualmente por la distorsiva injerencia del Estado en la economía. En este sentido, además de los vínculos con moralidades homólogas con las que intersecta la cultura del trabajo, debemos reconocer sus conexiones subterráneas con la preocupación pública por la corrupción política y con la ideología antiestatista más radical.
En tercer lugar, la cultura del trabajo es utilizada para producir diferencias en el sentido sociológico del término (Bourdieu, 2006). Allí donde existen distancias objetivas entre una y otra posición de la estructura social, entre uno y otro puesto laboral, la cultura del trabajo le otorga legitimidad a la desigualdad, le provee de una narrativa y la convierte en una diferencia con sentido: la distancia entre uno y otro responde a que uno se esfuerza o se esforzó más, trabaja o trabajó mejor, con más expertise, responsabilidad o creatividad. En tal sentido, puede entenderse el discurso sobre la cultura del trabajo como un elemento ideológico (Therborn, 2015) que habilita procesos de dominación entre grupos sociales.
Pero, al mismo tiempo, el acervo moral de la cultura del trabajo provee una fuente de relatos sociales para aquellas situaciones en las que las distancias son menores de lo que algunas de las posiciones esperan para sí mismas: así como la cultura del trabajo permite explicar una desigualdad como lógica, racional o justa, también habilita la impugnación de cercanías como injustas o denunciables. Este último es el formato típico de la crítica moral a las políticas sociales por equiparar ingresos monetarios entre trabajadores descalificados y beneficiarios de programas estatales, alegando que sus efectos sociales son graves: corrompen moralmente a los pobres, desincentivan a la búsqueda de empleo y la inserción laboral y producen dependencia de estos sectores con respecto al Estado y a los políticos.
En cuarto lugar, la noción de cultura del trabajo es un punto de convergencia y consenso, aunque sus usos sean divergentes. Si bien lo que primero llama nuestra atención es su lugar central en dispositivos de legitimación de las desigualdades y, en este sentido, su funcionalidad en vistas al sostenimiento del statu quo social, sería faltar a la verdad sostener que el de la cultura del trabajo es un discurso estrictamente elitista o dominante. De hecho, su potencia en términos de movilización de sensibilidades sociales estriba en su carácter trans-clase y en la diversidad de posibilidades de articulación y significación.
Es cierto que empresarios, iglesia y políticos de corte conservador han utilizado justificaciones basadas en la cultura del trabajo para ampliar su apropiación de recursos, recortar fondos estatales destinados a gasto social (fundamentalmente a los programas de transferencia condicionada de ingresos), endurecer los mecanismos de control y disciplinamiento (por ejemplo, en el debate sobre el retorno del servicio militar obligatorio) y descalificar simbólicamente a los sectores populares. Sin embargo, es igual de cierto que políticos progresistas de la región en las primeras décadas del siglo XXI han dotado de un relato al crecimiento económico sin modificación de la estructura productiva y el viraje desde la valorización financiera hacia la economía trabajo-intensiva (como trayectorias típicas del denominado “giro rosa” en la región latinoamericana) como un logro político-cultural en términos de recuperación de la dignidad del trabajo.
También es cierto que la crítica moral contra las políticas sociales ha sido pronunciada mediáticamente por las élites, pero su pregnancia en los segmentos más descalificados de la población ocupada es muy importante y recuerda al conflicto moral de cercanía que Elias y Scotson (2000) llamaron la sociodinámica de los establecidos y los outsiders. Y finalmente, es también cierto que el repertorio de la cultura del trabajo como valorización del esfuerzo físico (la idea de “partirse el lomo”, que moviliza la imagen religiosa del “sudor de tu espalda”) ha sido puesta en juego para invertir el estigma de los trabajadores manuales –que valoran su propia tarea como “verdadero trabajo”- contra el trabajo no-manual o intelectual –descalificado como pasividad, sin esfuerzo o tarea “femenina”-.
En esta diversidad de sentidos, la cultura del trabajo aparece como un terreno en disputa: como legitimación e impugnación, como carencia de los pobres e inmoralidad de los ricos, como promoción estatal y demanda sindical. Pero todo esto no debe hacernos olvidar que, a pesar de su diversidad, complejidad y multidimensionalidad, las víctimas privilegiadas de estas estrategias discursivas y materiales de descalificación moral han sido las poblaciones vinculadas al Estado, tanto los dependientes en formato de beneficiarios de políticas sociales como los empleados del sector público.
De algún modo, lo que subyace a esta discusión social refiere a los criterios de justicia y merecimiento, a partir de los cuales las personas brindan y reciben algo de la sociedad. En tal sentido, la noción de cultura del trabajo permite reflexionar sobre la conformación de categorías o clasificaciones de agentes con diferentes grados de reconocimiento en la sociedad.
Reflexiones finales: apuntes para el uso de la categoría de cultura del trabajo en las ciencias sociales
Lo reseñado hasta aquí ha intentado dar cuenta de las principales formas en las que se ha abordado la cuestión de la cultura del trabajo en la literatura reciente, pero también los principales modos en los que la cultura del trabajo se ha instalado como problema público contemporáneo en la región, particularmente en el contexto rioplatense. Para ello, se ha dividido el texto en términos de su concepción como concepto y como noción, buscando reconstruir la lógica de sus enfoques y señalando sus alcances y limitaciones prácticas.
A modo de cierre, realizamos algunas propuestas en términos de avanzar hacia un uso conceptual amplio de la cultura del trabajo que permita, a la vez, optar y articular sus enfoques en estudios laborales singulares o estudios socioantropológicos de corte holista. Para ello, proponemos dimensiones o conceptos que necesariamente deben ser relacionalmente abordados para restituir el sistema teórico o conceptual de la cultura del trabajo.
El interés de esta síntesis, como declaramos en un comienzo, no se basa en la mera revisión y reseña teórica, sino que incluye nuestra propia experiencia como investigadores de campo, que ha aportado un conocimiento práctico sobre las dificultades de operacionalización y potencialidad interpretativa del arsenal conceptual de este tipo de estudios.
Significaciones
Resulta razonable establecer que el uso de la categoría de cultura del trabajo implica, siguiendo a Grimson y Semán (2005), una apuesta por el abordaje de la “producción de significados”, de modo que todos los elementos fácticos que puedan ser tomados como unidades de registro (sean entendidas como prácticas, actitudes, conductas, etc.), deben ser interpretadas a partir de los significados que le dan soporte.
Es necesario aclarar que el énfasis puesto en la producción de significados bajo ningún punto de vista implica pensar todos los contenidos de la cultura del trabajo en términos “rituales” o “normativos” en el sentido de las teorías sociológicas de la acción: como hemos mostrado en diversas publicaciones (Assusa, 2017, 2018, 2019) los contenidos simbólicos muchas veces están articulados en cursos estratégicos de acción y, por lo tanto, en una economía general de las prácticas que define disputas de corte “instrumental”. En resumen: significación y simbolismo no implica necesariamente “desinterés”. Por el contrario, el entramado de significados compartidos es la base de la acción recíproca, el conflicto y la apropiación.
Actividades y definición de la situación
En línea con lo anterior, la cultura del trabajo implica siempre la realización de un conjunto de actividades, que son las que brindan, a la vez, un componente material que sirve de base a la producción de significados y un proceso de dinamismo y motorización de la acción para que la cultura del trabajo no aparezca en nuestro análisis como mera entelequia o entidad fija. Dependiendo del caso, ese vínculo material puede transformarse, puede asociarse a productos, procesos, o tareas, pero la idea-fuerza es que, incluso en los espacios donde prima el trabajo abstracto (Acosta, 2018), la actividad fáctica genera un marco material que es fuente primordial para la producción de significados (Sennet, 2012).
Estas actividades pueden ser consideradas por los agentes legos bajo la categoría de “trabajo” o “actividad laboral”, pero lo contrario también puede ocurrir. Aclarar esto habilita la posibilidad de incorporar al análisis la multiplicidad de luchas, disputas y estrategias que libran los agentes con el horizonte de influir en dicha definición: qué puede considerarse trabajo y qué no. Describir, por tanto, de forma densa y clara estas actividades, resulta esencial como un primer paso para un análisis cultural del trabajo y, aunque pueda aparentar cierta forma de razonamiento tautológico, comprender que el abordaje de las actividades (acciones o estrategias) a partir de las cuales se logran ciertos acuerdos de definición y clasificación de las mismas (como laborales o no laborales), es parte central del problema a investigar (Cal y Huber, 2017).
En términos de definiciones teórico-metodológicas para la investigación, esto implica optar por establecer los límites del concepto a una actividad signada fácticamente por la realización de un trabajo, o bien por reconstruir analíticamente las transacciones y las recurrencias entre distintas actividades fenoménicamente diferentes, pero con sentidos, significados y homologías en común (es el caso de lo que podemos llamar, por ejemplo, ocupaciones de clases populares, con inserciones en la industria, la construcción, el comercio, el empleo doméstico, el cuidado de personas, etc.).
Derivado de lo anterior, en el marco de nuestras investigaciones necesitamos establecer con mayor claridad los límites dentro de los cuales dichos contenidos poseen eficacia simbólica, distinguiendo su peso en otras esferas culturales. Obviamente, la definición de los límites estará atada a los usos y alcances del enfoque de cultura desde el trabajo o sobre el trabajo. Para el primer caso, definiciones de configuraciones sociales más amplias, descentradas y holistas, que incluyen un conjunto de escenas sociales no-estrictamente-laborales. Para el segundo, definiciones centradas en la interacción laboral propiamente dicha, aunque la producción de significados trasvase las fronteras estrictas del espacio laboral, aquí se ponen en discusión los contenidos, descripciones y prescripciones en torno a las tareas y saberes técnicos, entre los diversos actores involucrados en cada escenario.
Relaciones
La cultura del trabajo supone la existencia de una organización del trabajo. Gran parte de los estudios laborales reseñados en este artículo enfatizan la importancia de la investigación situada en su contexto organizacional. Sin embargo, es un desafío incorporar al análisis las formas en que el contexto opera parte del entramado que ocurre en cada situación y no es solo el “marco” espacio temporal (McDermott, 2001). Desde una mirada etnometodológica, por ejemplo, de allí derivan las razones prácticas (Garfinkel, 2006; Bilmes, 1993), que se generan en los “escenarios estructurados” donde los actores toman decisiones.
Desde un enfoque interaccionista, por otra parte, se enfatizan las estructuras simbólicas que permiten generar “significados estables” o consensuales en la definición e “interpretación de la situación” de estos actores (Blumer, 2016). En síntesis, la producción de significados se estructura a partir de contextos específicos donde la organización del trabajo (y, en un sentido más amplio, la distribución de los recursos) es determinante. Esta organización del trabajo, además, está interconectada con las diferentes posiciones que ocupan los actores en un campo (Bourdieu, 1990) y, en tal sentido, colabora en brindar un marco estructural desde el cual interpretar los significados o sentidos vividos de los actores.
En términos más generales que los del mero emplazamiento laboral, este señalamiento marca la importancia de visibilizar la trama de relaciones en las cuales la noción de cultura del trabajo aparece y organiza el procesamiento simbólico de conflictos (Bourdieu, Chamboredom y Passeron, 2008).
¿Por qué la noción de cultura del trabajo es parte del repertorio de algunos actores sociales y no de otros? ¿Qué implica su uso por parte del elenco político, por un trabajador profesional freelance o por un trabajador autónomo de baja calificación? ¿Quiénes son los sujetos que discuten sobre la cultura del trabajo o voces autorizadas en la cuestión y quiénes los objetos de dicho discurso? Así, los contextos de emergencia y uso de la noción de cultura del trabajo -las comunidades o dominios que le dan soporte (Agha, 2007)- son una parte indivisible del análisis de los contenidos que esta noción adquiere, entendida como un “hecho lingüístico total” (Silverstein, 1979).
Identidades
La cultura del trabajo funciona como basamento simbólico en la constitución de identidades. Aquí resulta de utilidad la distinción realizada por Grimson (2011) entre identidad y cultura: mientras que la categoría de cultura refiere a un conjunto de prácticas, creencias y significados sedimentados, la identidad puede ser entendida como un conjunto de sentimientos y categorías de pertenencia. Las identidades, entonces, se cristalizarían en narrativas en las cuales los sujetos se autoidentifican con referentes significativos para ellos (Giddens, 1995).
En tal sentido, como diversas investigaciones atestiguan (Guadarrama, 2008; Margel, 2010, Svampa, 2000), aún con las transformaciones en el mundo del trabajo, signadas por la desestructuración, la individualización, y flexibilización, éste sigue siendo un espacio que provee referentes simbólicos para la construcción de identidades. Es probable que en algunos espacios estas construcciones culturales (y por lo tanto las identidades asociadas) sean más fuertes. Tal es el caso de las culturas obreras o industriales, que son referentes claros tanto en las ciencias sociales como en el sentido común. Pero también es posible observar la pertinencia de estos enfoques en otros espacios sociales: en la construcción, el agro, la informática, el arte, o el entretenimiento.
Esto nos lleva a otro elemento vinculado a la construcción de cultura e identidades, y es su generación a partir de procesos de reconocimiento social (Taylor, 1993), es decir, del modo en que las personas se autoidentifican crecientemente en retroalimentación con la identificación por parte de los otros (Dubet, 1989). Así, la cultura del trabajo habilita diversas formas de reconocimiento intersubjetivo como componente central en la producción de significados en torno al trabajo. Este enfoque, que apuntalaran filosóficamente Ricoeur (2005) y sociológicamente Honneth (2010), implica tomar en cuenta directamente la estructuración simbólica que se genera en las sociedades en torno a los trabajos y las formas de trabajar.
El caso de las profesiones (Dubar, 2012) resulta paradigmático en términos de comprender cómo se pueden construir y organizar imaginarios al respecto. Incluso aunque no fuera mencionado expresamente como un enfoque para analizar la cultura del trabajo, en los diversos autores reseñados aparece subyacente la noción de reconocimiento para dar cuenta de la generación de redes, la conformación de comunidades, la gestación de fenómenos de sociabilidad y asociatividad, así como la generación de demandas colectivas que son posibles a partir de la participación de y en los espacios de trabajo.
Ideología, dominación y creatividad
Para finalizar, recordamos que una de las primeras distinciones que establece Palenzuela (1995) en su conceptualización habla de la categoría de ideología, que en el campo intelectual de corte marxista supone cierta funcionalidad sistémica a los procesos de dominación.
En el mundo del trabajo, las nuevas ideologías del management, (Quiñones, 2018) marcadas por un fuerte proceso de individuación, desarrollan nuevos y potentes dispositivos de control, a partir de la promoción una “cultura del trabajo” que implica la adhesión a los valores de la empresa, por voluntad propia y con buena disposición, relegando reivindicaciones colectivas y necesidades personales. Como señala Gadea (2018) no se trata de un discurso neutro, sino que revela formas de poder.
Si, como dijimos anteriormente, la cultura del trabajo constituye un repertorio de justificación moral y, por lo tanto, de legitimación de las desigualdades, también provee de un acervo asistemático y desorganizado de resistencia relativamente original: si nos es más familiar el abordaje crítico que denuncia la construcción de desigualdades como “justas” (por ejemplo, en la moralidad meritocrática), también es cierto que la cultura del trabajo como noción de sentido común sirve para impugnar desigualdades percibidas como “injustas” (por ejemplo, revirtiendo el estigma del trabajo manual en relación al trabajo intelectual).
Esto implica incorporar perspectivas como las de Manheimm (1987, p. 50) cuando señala que “las opiniones, las afirmaciones, las proposiciones y los sistemas de ideas no se aceptan por su valor aparente, sino que se les interpreta a la luz de la situación vital de aquel que las expresa”. Con esto, para finalizar, pretendemos señalar la falsa dicotomía que implica optar necesariamente por pensar la cultura del trabajo como función de la dominación social o bien como creación auténtica de los trabajadores. En su relación de ambivalencia y olvido estratégico de la dominación estriba su potencia consensual y su eficacia simbólica en nuestro contexto regional.
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Notas