Reseñas
| Illades Carlos, Kent Carrasco Daniel. Historia mínima del comunismo y anticomunismo en el debate mexicano. 2022. México. El Colegio de México. 271pp.. 978-607-564-344-1 |
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Ya sea desde los diagnósticos sobre la carencia de lenguajes políticos capaces de dilucidar los problemas del presente, la primacía de un sentido neoliberal inoperante o la selección de pasados en la narrativa de la historia nacional,1 diversos libros han abordado la historicidad en la conformación de los debates públicos en el campo intelectual -y político- contemporáneo.
En el caso del debate mexicano, la intersección de vínculos transnacionales y proyectos internacionalistas ha redituado en una fructífera serie de investigaciones en torno a la izquierda desde los contextos globales del comunismo que acompañaron la animación del campo intelectual mexicano a partir de los ámbitos editoriales, las universidades públicas y la cultura escrita. Así, a los estudios previos, como La inteligencia rebelde y Gramsci en México, que forman parte de esta intersección,2 se integra la reciente Historia mínima del comunismo y anticomunismo en el debate mexicano de Carlos Illades y Daniel Kent.
Como toda historiografía, la cronología y el recorrido histórico que realizan Illades y Kent hospeda una constelación de lecturas por realizar y acompañar.3 Algunos hilos en las texturas en la historia de los debates públicos entre el comunismo y el anticomunismo consisten en pensar los debates en términos del antagonismo y el desacuerdo, tal como los autores señalan en su lectura de Chantal Mouffe y Jacques Ranciére. Desacuerdos que, en el recorrido mexicano del comunismo y el anticomunismo, tienen temporalidades, cesuras y periodizaciones específicas. La actualización de las premisas a favor y en contra del comunismo guardan relación con las sensibilidades de los contextos históricos; sensibilidades que pusieron bajo los focos de los espacios controversiales temas como el desarrollo del capitalismo en América Latina y México, la teoría de la dependencia, las guerras centroamericanas y el proceso de democratización en México. Así, en estos espacios controversiales convergieron las disputas sobre la naturaleza del trabajo intelectual, las dimensiones afectivas, ideológicas y temporales. Y, al mismo tiempo, se conectaron con debates latinoamericanos -la formación de la teología de la liberación- y globales (las reflexiones sobre el socialismo soviético, por un lado; la recepción de la nueva izquierda en la década de los sesenta, por otro).
La Historia mínima del comunismo y anticomunismo en el debate mexicano se divide en ocho capítulos, mismos que podemos subdividir a partir de un corte cronológico en dos etapas. Los primeros cinco capítulos allanan las sendas interpretativas del debate entre el comunismo y las reacciones al mismo a partir de las lecturas enfocadas en la recepción del comunismo en México y América Latina (“La revolución en rojo”), el surgimiento del anticomunismo en los treinta como respuesta al programa cardenista (“El cardenismo: crisis, radicalismo y confrontación”), la particularidad de los exilios en México de Víctor Serge y León Trotsky (“Socialismo, libertad y exilio”), la emergencia de los paradigmas de la teoría de la dependencia y las posturas neoliberales (“La crisis de los paradigmas”), y, finalmente, el impacto de la Guerra Fría en el campo cultural mexicano a partir de la historia del Congreso por la Libertad de la Cultura y el aparejamiento de la cultura anticomunista con el autoritarismo del régimen político de Ruiz Cortínez en México (“La Guerra Fría cultural”). Con grados distintos de complejidad, los últimos tres capítulos (“Revolución y democracia”, “La deriva neoliberal” y “Espectros de la Guerra Fría”) ofrecen un análisis de la herencia de las revoluciones del siglo XX: la revolución cubana en México, la década de los sesenta y el desenlace del movimiento estudiantil de 1968.
De entre los múltiples aspectos por revisar, me interesa resaltar dos en la configuración agónica de los debates públicos entre el comunismo y el anticomunismo: a)la distribución de las discusiones sobre el comunismo y anticomunismo por medio de materialidades impresas; b)la temporalidad de los debates.
Artefactos impresos como Historia y Sociedad, Coyoacán, Cuadernos Políticos, El Machete y Política fueron algunas de las medialidades que abonaron a la interacción y circulación de las premisas comunistas.4 Por su parte, en el tránsito del “mapa editorial de los noventa, reconfigurado con base en el colapso del socialismo soviético y el capitalismo desregulado de la globalización” (p. 16), Letras Libresy Nexos participaron de los debates ideológicos a partir de distintos matices.
Editoriales como Era y el Fondo de Cultura Económica favorecieron la difusión de las traducciones de teóricos como Wright Mills, Herbert Marcuse y Franz Fanon, nombres que circularon en las resonancias de los debates intelectuales cercanos a las izquierdas. En medio de este clima intelectual, temas como la descolonización, el antiimperialismo y el futuro del régimen político mexicano, resquebrajado en su hegemonía, fueron puntos que convergieron con la movilidad entre espacios internacionales de intelectuales como García Terrés, Elena Poniatowska, Pablo González Casanova, Adolfo Sánchez Vázquez, José Revueltas y Adolfo Sánchez Rebolledo. A esta constelación de célebres nombres debemos añadir los de Carlos Pereyra y Bolívar Echeverría, actores fundamentales para la introducción de las críticas a los socialismos del Este por medio de la teoría crítica y las lecturas sobre la hegemonía en clave gramsciana. En revistas como Mundo, fundada en el exilio mexicano de León Trotsky, Julián Gorkin y Víctor Serge, podemos encontrar que la diversidad de izquierdas en México también albergó posiciones críticas al comunismo institucional con preocupaciones sobre el anarquismo, la cuestión judía y el anticolonialismo indio. En el espacio de controversias de las izquierdas, Mundo “confirmó la centralidad de México para la consolidación de una esfera internacional de crítica antiestalinista de izquierda” (p. 84).
Las temporalidades de los debates, de los focos en los espacios controversiales, pueden trascender su génesis y adquirir validez en otros contextos históricos. Los espectros de la Guerra Fría y el giro intelectual del debate mexicano después del fin del socialismo son fenómenos de este estilo. En el lado de las izquierdas, las posturas siguieron las vías del neozapatismo posterior al levantamiento del EZLN (1994) en Chiapas o las resoluciones del altermundismo para formar “enclaves anticapitalistas”. Casi a manera de antecedente de la política folk,5 los intelectuales pasaron “del leninismo duro o del estalinismo más añejo, estos intelectuales canjearon la revolución proletaria por la autonomía indígena, y el jerárquico centralismo democrático por el humilde “mandar obedeciendo” (p. 209). Los giros en el pensamiento de Roger Bartra y Jorge Castañeda fueron un síntoma de la formación de un consenso en torno a la idea de la sociedad abierta. Síntomas que, en la temporalidad inconsciente -y fantasmal- de los debates intelectuales, resuenan en el “desempolvamiento” de temas como el anti-intelectualismo y los “nuevos nihilismos” (p. 222).
En las posturas anticomunistas el reiterado “fin de la historia” traería consigo la victoria de la democracia representativa y la sociedad abierta, proclamadas por Francis Fukuyama y Karl Popper. “La última utopía sería neoliberal”, en palabras de Illades y Kent. Utopía celebrada en la introducción de una nueva esfera pública de debate: la me dialidad televisiva. Los coloquios organizados por Vuelta y Nexos -“El siglo XX: la experiencia de la libertad” y “Los grandes cambios de nuestro tiempo”- fueron un síntoma de esta nueva condición de debate. En medio de los nombres que circularon en la cultura del anticomunismo -Von Hayek, François Furet y Von Mises- cundieron las tesis de la condición “posideológica” y “antitotalitaria”, la modernización de la sociedad y el antiestatismo. En el anticomunismo mexicano, las figuras de Octavio Paz, Gabriel Zaid y Enrique Krauze se reunieron alrededor de Vuelta junto con la defensa de la “sociedad civil”, “la libertad, el pluralismo político y el empuje de la iniciativa privada” (p. 195).
El debate actual, según Illades y Kent, atestigua la transformación del antagonismo clásico del comunismo/anticomunismo. La díada entre el populismo y el neoliberalismo ha venido a dislocar la fantasía liberal del consenso que, como señalan los autores, “suponía haber encontrado la fórmula mágica (la política) para resolver el conflicto y clausurar la temporalidad histórica” (p. 226). Este par antinómico, sin embargo, funciona dentro de la esclerosis liberal en tanto que el populismo -y todo aquello considerado como antidemocrático y contrario a la libertad liberal- es considerado como cercano a los totalitarismos. El comunismo, en este razonamiento, funcionaría como parte de la genealogía del populismo.
Los reflejos heredados de la Guerra Fría en el debate público se engarzan con la ausencia de la izquierda socialista (“prácticamente extinta”, según Illades y Kent) y la fractura del consenso neoliberal. A ello debemos sumar la emergencia de actores anticomunistas como FRENAAA, distintos, sin embargo, a las posturas sinarquistas del siglo XX mexicano. Los nuevos actores en el espacio anticomunista se acercan más a las posturas de “los libertarianos, reacios a la intervención estatal, enemigos de los colectivismos y soberanistas” (p. 244). Estas posturas en el debate público asumen una miríada de adjetivos que desembocan en la elaboración de “un comunismo realmente inexistente” que se activa, cual espectro, en los reproches de las derechas pues:
Tener un enemigo a quien se pueda responsabilizar de todos los males inimaginables siempre es útil, además de que permite evadir las responsabilidades presentes y pasadas, y ocultar las propias carencias reflexivas. Pensar que el anacronismo corresponde a un solo color del espectro político suena a una fantasía de las derechas reacias a revisarse, más que dispuestas ahora a contemporizar con la polarización política que decían rechazar (p. 247).
Estos reflejos -heredados o espectrales- remiten a lo que podríamos denominar una posición frente al tiempo, hacia la transformación de la sociedad, la inclusión de actores y afectos dentro de sus reclamos. Una historia intelectual de los debates entre el comunismo y el anticomunismo en México puede incluir estos puntos en el marco de los conceptos, las relaciones transnacionales, los internacionalismos y la diplomacia cultural de los congresos por la libertad y la cultura.
Esto es de importancia en la medida que el reflejo del temor al totalitarismo y a la pérdida de las libertades económicas siguen constituyendo la piedra angular de las posiciones cercanas al consenso neoliberal y a las nuevas expresiones vernáculas del anticomunismo. En el marco de los afectos, el anticomunismo hace del miedo una base antiutópica o alejada del futuro.6
Por su parte, la dimensión temporal y afectiva por considerar en los debates y las posiciones comunistas puede correr a lo largo de tres emociones: el resentimiento, la melancolía y la esperanza. Kathi Weeks, Enzo Traverso y Wendy Brown han mostrado que la “economía afectiva del tiempo” en términos de “apegos heridos” de los comunismos y socialismos con su pasado puede derivar en la melancolía de izquierda.7 Ante ello, una historia intelectual puede dar cuenta de las demandas, manifiestos y esperanzamientos que también son parte de las posturas comunistas, esto es, en favor de la utopía. Las consecuencias de estas dimensiones -temporal y afectivas- en las nociones del “orden social, la justicia, la igualdad, la democracia” (p. 21), son un camino por explorar en la historiografía mexicana de los debates públicos.
Notas