I. ESCENARIOS
Recepción: 17 Octubre 2019
Aprobación: 31 Octubre 2019
DOI: https://doi.org/10.35659/designis.i31p47-55
Resumen: La ontología política de Ernesto Laclau está profundamente marcada por una lógica violenta. Ella se basa sobre una doble perspectiva que lo lleva a teorizar la primacía de la razón populista sobre el proceso democrático teorizado en los años ‘80: la estructura del proceso hegemónico y la interpretación holista de la diferencia heideggeriana. Para Laclau el conflicto social instituyente tiene que ser interpretado como negación absoluta de lo que es común (conflicto y creación) y lleva la sociedad a eliminar la alteridad social con un proceso de exclusión antagónica que sigue el imperativo autoritario de restablecer el orden del conjunto social. En este proceso está excluido cualquier papel de la autonomía humana.
Palabras clave: Política, Violencia, Democracia, Teoría política, Cambio social.
Abstract: Ernesto Laclau’s political ontology is deeply marked by a violent logic. It is based on a double perspective that leads him to theorize the primacy of the populist reason on the democratic process valorised in the years’ 80: the structure of the hegemonic process and the Heideggerian “ontological difference” reinterpreted. The social instituting conflict is for him an absolute denial of what we consider as common (conflict and creation) and leads the hegemonic process to eliminate the social alterity with an antagonistic exclusion that follow the authoritarian imperative of restoring the social order. In this process, it is excluded any role of the human autonomy.
Keywords: Politics, Violence, Democracy, Political Theory, Social change.
La filosofía política de Ernesto Laclau (1935-2014), hereda algunos de los problemas más relevantes de las tradiciones de pensamiento a las que se refiere y que quiere superar, el hegelo-marxismo y el estructuralismo. Éstos le llevan a fundar su teoría política sobre una lógica violenta que impide considerar la existencia de un proceso instituyente donde se valorizan el pluralismo social y la alteridad política.
Para no caer en una forma de esencialismo filosófico, Laclau elabora teóricamente la articulación entre las luchas sociales y propone una teoría de la hegemonía política que ve la luz, por primera vez, en 1985 con “Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una política democrática radical” (Laclau y Mouffe 2011), radicalizada más tarde con la publicación de “La razón populista” (Laclau 2008), en la que elabora con coherencia su ontología política de los años anteriores. En esencia, nuestro filósofo está convencido de que la única dimensión instituyente de “lo político” es esa hegemónica, y en particular su forma populista, relegando así la dimensión democrática valorizada en un primer momento a una etapa de simple “preservación” de la pluralidad social dentro del proceso hegemónico. De esa manera su teoría populista se vuelve la expresión clara de un pensamiento político enraizado en la violencia social y política.
1. La violencia ontológico-política de Ernesto Laclau
Toda la ontología política de Laclau se basa, de hecho, en una suposición básica: en el proceso instituyente que establece una nueva sociedad la violencia no es eliminable. Él mismo lo admite claramente: “Esta es la primera paradoja de una comunidad libre: lo que constituye su condición de imposibilidad (la violencia) es lo que constituye al mismo tiempo su condición de posibilidad” (Laclau 1996: 201). Las categorías lingüísticas y psicoanalíticas que utiliza para dar cuenta de la transformación política y de la organización social le ayudan a describir una doble violencia constitutiva: a un nivel holístico, siguiendo los pasos del estructuralismo, Laclau se vuelve en una especie de Hobbes nihilista y posmoderno, mientras que, desde el punto de vista político, no lleva a cabo la tentativa gramsciana de “desmilitarización” de la categoría marxista de hegemonía porque considera ontológica la división jacobina amigo/enemigo (Laclau y Mouffe 2001; Laclau 2000: 124/236/213/254).
1.1 Violencia política: el proceso hegemónico
Laclau propone una teoría política que sitúa la inmanencia radical de la estructura social en el centro del proceso instituyente, asumiendo la ausencia radical de lo que funda lo social como supuesto que le permite desarrollarse.
La principal condición que, según Laclau, nos permite ser libres y realizar el proceso de transformación social es la indeterminación social radical. La libertad social es la consecuencia de la incapacidad de la sociedad para constituirse como un orden estructural objetivo, que, en cambio, se basa precisamente en la indeterminación social que impone la apertura de cualquier sociedad. El carácter incompleto y frágil de toda sociedad también se extiende a cualquier identidad social, a fin de evitar que ambos niveles (micro y macro) cierren o fijen por completo el sentido, la identidad discursiva, la organización colectiva y las prácticas sociales (Laclau y Mouffe 2001: 184/196-7/204/213/219-23/230-32; Laclau 2008: 100-02/141/146/211). Si Derrida le enseña que es imposible fijar los significados últimos de los discursos, que son la materia prima de la realidad humana, Foucault lo convence del carácter relacional del poder y de la identidad individual y social (las que interpreta como identidades lingüísticas gracias a Saussure) (Laclau y Mouffe 2001: 172/182; Laclau 2000: 217). La indeterminación social se debe, por un lado, a la incapacidad de dominar el exceso de sentido que se produce continuamente en las relaciones, y, en segundo lugar, a la falta de cierre social que impide la afirmación de cualquier sociedad como realidad absoluta y definida. Por esta razón, los sujetos sociales son ambiguos, incompletos y polisémicos, y solo es gracias a este cierre social imposible y a la falta de fijación del sentido, que la práctica hegemónica puede fundar la política como un proceso de creación, reactivación y transformación de las relaciones sociales, de la institución de lo social y de la esfera de “lo político” (Laclau y Mouffe 2001: 232/250; Laclau 2000: 106).
Aunque Laclau nunca lo subraya, esta es la primera condición de la violencia que subyace en el proceso hegemónico: si consideramos las identidades sociales solo como relacionales y contextuales, excluyendo sus realidades individuales y sociales, están condenadas a la extrema inconsistencia y a una total dependencia del contexto y de las relaciones, determinando, por lo tanto, una reducción de la seguridad existencial debida a una desestabilización general de los puntos de referencia individuales y sociales. Condenando los discursos y las identidades particulares a sus disoluciones continuas, debido a la naturaleza provisional de las relaciones sociales, ésta condición social previa impide el desarrollo del proceso de identificación psíquica, el único capaz de dar autonomía a las personas sin desestabilizarlas continuamente y violentamente.
2. La primacía de la equivalencia
Verdadero sujeto del cambio social es el discurso (Laclau y Mouffe 2001: 171; Laclau 2008: 64-65): el proceso hegemónico está marcado por movimientos de tropos (de la afirmación de la metonimia a la realización de la metáfora) es decir por formas de condensación-combinación (relaciones sintagmáticas) y de desplazamiento-sustitución (relaciones paradigmáticas) de un sentido cuyos efectos se producen al superar el sentido literal, transgredido por la metonimia. La metáfora, en cambio, hace que el símbolo sea la guía principal para la acción colectiva. El individuo y los grupos, de hecho, se incorporan al orden simbólico a través de identificaciones cada vez más generales: las metáforas son cada vez más capaces de incluir la realidad que se considera excluida del discurso institucional que soporta la estructura del poder social. En un momento de relativa estabilidad social el discurso institucionalizado es capaz de considerar a todos los otros discursos sociales como igualmente válidos y de crear un marco simbólico que mantenga el orden general. Cuando se multiplican las posiciones que rechazan este marco se crea un discurso antagónico que rompe el orden dado, debido a la proliferación de demandas sociales que no son ni consideradas ni satisfechas. La ruptura de este marco ocurre simultáneamente con el nacimiento de una división social en dos campos discursivos opuestos.
La política se convierte en un proceso de generalización de la posibilidad de representar la indeterminación radical de la sociedad, gracias a la oposición entre un discurso institucionalista y uno antagonista, que apunta a nombrar la ausente plenitud de la sociedad. Al hacerlo, incluso si la nueva formación hegemónica que encarna este proceso es una creación ex nihilo, la forma de la dinámica instituyente es siempre la misma (Laclau 2000: 77/110/193; Laclau 2008: 216). La manera en que se constituye “lo político” no cambia con el cambio en las circunstancias y de los contenidos específicos que transmite. En última instancia, por lo tanto, la ontología política depende de una lógica instituyente específica: el proceso hegemónico. La teoría de la hegemonía es la explicación de este movimiento de ruptura (Laclau 1996: 69-86; Laclau 2008: 63-88).
Toda esa dinámica no puede prescindir de la naturaleza de la representación social, que funciona como el principal instrumento de homogeneización de la masa heterogénea de discursos y demandas sociales particulares. La representación es el principio de la organización de las relaciones sociales reales y, más en general, de la objetividad social.
Sobre la base de la división de Saussure entre significante y significado, Laclau se apoya en Lacan cuando teoriza la separación entre significante y significado: siguiendo la teoría de “punto de capitón”, Laclau considera que existe un tipo de significante que no está conectado a ningún significado específico, aunque permanece dentro de la significación. Sólo de esta manera puede afirmar que la política implica un proceso de incorporación de nuevas preguntas, discursos y actores mediante la conversión de una demanda social particular en un significante capaz de unificar otros significados transmitidos por los actores sociales excluidos del discurso institucional que defiende el orden establecido. Los diferentes proyectos políticos, de hecho, compiten entre ellos exactamente para dominar los significantes desconectados de un significado específico, ya que son capaces de representar a la comunidad en su conjunto y, por eso, de reorganizarla (Laclau 1996: 84; Laclau 2008).
Pero sobre la base de la lógica de la diferencia (polo sintagmático de la articulación hegemónica), que se caracteriza por la defensa de la complejidad y de la heterogeneidad de las particularidades sociales, muchos pedidos heterogéneos están organizados en un “sistema de diferencias”, una totalidad institucional relativamente estable. El proceso comienza cuando un número creciente de demandas sociales no se cumplen ni están incluidas en el sistema, convirtiéndose así en “significantes flotantes”, desconectados de las cadenas de significantes que conforman el tejido social, y produciendo un exceso de sentido hacia el discurso dominante. Como admite el mismo Laclau, en este nivel no es posible hablar de igualdad, porque el respeto absoluto a la heterogeneidad de las particularidades sociales se basa en una separación entre entidades discursivas desconectadas entre ellas que no son comparables. La exterioridad constitutiva entre las particularidades es la expresión de ausencia radical de lo que es común, y la lógica que defiende la multiplicidad es intrínsecamente hostil a una posible igualdad entre ellas (Laclau y Mouffe 2001: 171-184/208-9; Laclau 1996: 81; Laclau 2008: 102/141-43).
La primacía de la lógica de la equivalencia (polo paradigmático de la articulación hegemónica) tampoco introduce la igualdad en la relación social, y continúa apoyándose en principios que distancian la posibilidad de una creación real de lo que es común en la dimensión social. El primer objetivo de la lucha hegemónica, de hecho, es recuperar los significantes flotantes para fijar sus significados, trasformando todas las particularidades como equivalentes respecto al mismo punto nodal, que funciona como una concentración parcial del discurso alternativo que se está construyendo en oposición al discurso institucional. Las demandas particulares entran en una serie indefinida y abierta de pedidos que están “sobredeterminados” gracias a este punto nodal de tipo simbólico y a toda la serie. Este punto es un “significante vacío” que funciona como un sentido común y privilegiado, porque condensa los denominadores comunes compartidos por todo el grupo de significantes que se siente así representado por ellos. La sinécdoque, una figura retórica en la que se toma una parte por el todo, es el mecanismo a través del cual se forman los puntos nodales, que cristalizan un “significante vacío” específico que representa todo el grupo de pedidos y de significantes vinculados por enlaces equivalentes. En resumen, el “significante vacío” es la condición misma del proceso significativo, precondición sin sentido del significado. Un vacío que se vuelve más completo que el significado expresado por un discurso o por un pedido específico, porque opera como un punto de identificación. Este hiato paradójico en la significación se hace aún más pronunciado cuando la cadena de significantes organizada alrededor de los puntos nodales se expresa con un nombre que representa a la sociedad en su conjunto, como en el caso del populismo.
La lógica hegemónica es, por lo tanto, el resultado de una contaminación y una recíproca limitación entre los dos polos incompatibles y opuestos de la articulación: certifica una universalización de lo particular y una particularidad de lo universal.
En esta articulación paradójica, la universalización no tiene su propio contenido, por lo tanto es una generalización del proceso de abstracción de lo particular que se basa en la función de la representación y en el hiato producido por el significante ahora separado del significado. Al final del recorrido, el carácter diferencial se cancela casi por completo, porque solo la negación de contenido específico puede transformarlo en el símbolo de una “universalidad” que lo trasciende, o sea en un significante que representa la totalidad social.
La lógica de la equivalencia crea una relación negativa y exterior entre las instancias específicas. Éstas se someten a ella y están debilitadas por causa de la identificación puramente representativa. La cadena equivalencial que abarca el conjunto de las luchas contra el marco simbólico instituido debe necesariamente sacrificar y traicionar los objetivos particulares de la cadena que quiere representar. La primacía de la equivalencia también produce una represión de las otras posibilidades de iniciar el proceso hegemónico a partir de otro contenido social y la afirmación de un consentimiento coercitivo (Laclau 2000: 183-84).
A lo largo de este camino no hay rastro de la creación de una realidad común. En este sentido, Laclau no cree que sea posible hablar de igualdad, cooperación solidaria o apertura a la alteridad, a la hora de explicar el proceso de creación de sentido social. Este proceso es, de hecho, una reducción de los contenidos particulares que no se sustenta en la igualdad entre ellos, sino en la cosificación de una instancia destinada a dominar sobre las otras: la homologación de las diferencias por medio de la representación reduce los momentos diferenciales, y todos los términos siguen una representación de lo que es común que se basa en una particularidad específica, no en la creación producto de la práctica común.
El proceso elimina cuánto está en común, la igualdad entre diferentes instancias y la posibilidad de la libertad de reflexión y juicio, para afirmar, en cambio, la homologación de las diferencias, la reificación en la representación simbólica, la represión de las posibilidades sociales y la coacción en el nivel del consenso. En otras palabras, la violencia relacional está en el centro de un modelo de “lo político” que se desarrolla solo gracias a un déficit ontológico de autonomía solidaria.
2.1 Violencia holista: el marco simbólico
Por lo tanto, la hegemonía es un movimiento que aspira a crear una nueva sociedad rompiendo el marco simbólico establecido, pero en ningún caso puede llegar al cierre que permite hablar de una sociedad en sí.
“El cero no es nada, pero es la nada del propio sistema la imposibilidad de su cierre coherente, que es significada por el cero y, en tal sentido, paradójicamente, el cero como lugar vacío pasa a ser el significante de la plenitud, de la sistematicidad como tal, como aquello que está ausente” (Laclau 2006: 66).
De hecho, la imagen de una sociedad-totalidad, en realidad imposible de lograr, tiene un efecto retroactivo en toda la cadena (Laclau 1996: 124/128/103), superando y dominando a los individuos y a los grupos, así como sus representaciones específicas. Solo de esta manera, para Laclau, llegamos al momento final del proceso en el que pasamos de una sociedad a otra, de un sistema simbólico a otro: “Como nunca hay un fundamento absoluto y final, la ausencia de fundamento abre el camino a fundamentos parciales, que dependen de la diferencia ontológica entre el Ser y las Entidades” (Baldassari e Melegari 2012: 31).
Como hemos visto, desde el punto de vista ontológico el centro del sistema es su propia imposibilidad: la presencia de una ausencia alrededor de la cual se organiza lo social, que se auto-instituye por una fuente primaria que puede prescindir de lo que se estableció socialmente e históricamente. Esta lógica es una reinterpretación de la diferencia ontológica de Heidegger. Partiendo de la distancia entre el Ser y sus condiciones de existencia, Laclau afirma que la Esencia no implica la Existencia, y que las condiciones de existencia de una entidad o de una sociedad son externas a ella. La temporalidad ontológica es diferente de la dimensión de su realización: hay una separación entre la sociedad y la temporalidad/libertad/posibilidad pura (Laclau 2000: 55-77; Laclau 2014: 140-153).
De esta forma se crea un vínculo circular entre la reificación fantasmal de la idea de absoluto (la función ontológica de la pura condición de posibilidad) y la contingencia social-histórica (el cuestionamiento de un contenido óntico específico). El acto de instituir el contenido óntico (social-histórico) se une al papel ontológico, convirtiéndose así en el horizonte de todo lo que existe (Laclau 2000: 222-29; Laclau 2008: 214; Baldassari e Melegari 2012: 31). Esa lógica holista es determinante a la hora de considerar la formación de un nuevo orden social.
3. Negación de la alteridad e imperativo del orden.
Según Laclau, la lucha hegemónica es una dislocación enraizada en el antagonismo ontológico de lo social. No solo porque la primacía de la equivalencia impone esta negación dentro del proceso hegemónico, sino porque éste se afirma al negar el orden dado, ya que se produce al reprimir una exterioridad constitutiva que, a su vez, lo niega. Es esta doble negación debida a una exterioridad que impone una exclusión fundamental, que, en última instancia, impide que lo social construya un orden objetivo y un sistema simbólico capaz de incluir todas las diferencias. Esa negación, en otras palabras, sigue la lógica de la diferencia ontológica explicada arriba.
Al igual que la primacía de la equivalencia, el antagonismo entre los dos campos opuestos también se afirma como el fracaso de la diferencia y la demonización de la otredad, se nutre de negociaciones entre las relaciones complejas de las fuerzas enemigas sobre la base de un principio de exclusión (Laclau 2008C; Laclau 2014). La incompatibilidad entre los dos campos crea radicales límites que permiten paradójicamente la formación del sistema, gracias a lo que lo excluye o lo amenaza, reproduciendo así el mecanismo inconsciente de la “forclusión” lacaniana (que incluye excluyendo). Lo que se encuentra más allá de los límites establecidos por ambos campos, el límite de lo social que toma la forma de su frontera interna, una vez más propone una coerción normativa a un nivel general que es necesaria para establecer una identidad temporal para ambos campos sociales. “[…] todo el modelo depende de la presencia de una frontera dicotómica: sin la cual, la relación de equivalencia se colapsaría y la identidad de cada pedido se secaría en su peculiaridad diferencial” (Laclau 2008: 124). El antagonismo social forja un enemigo y las fronteras necesarias no sólo para el surgimiento de un nuevo sistema social, sino para fijar las identidades de ambos lados. De hecho, para ser totalmente uno mismo, los dos campos deben negarse el uno al otro, generando una dependencia mutua en la exclusión.
En este sentido, Laclau no sólo niega cualquier posibilidad de mutuo reconocimiento o de lazos libres en la interdependencia en la práctica instituyente, sino que afirma que el antagonismo es la única forma de conflicto que puede transformar la sociedad, ya que no tiene en cuenta otras formas de conflicto constitutivo en ese proceso. La dependencia de la exclusión recíproca no crea simplemente límites, sino barreras entre los dos campos sociales de los que ambos dependen, y es, por lo tanto, claramente, la principal condición para una violencia mimética inevitable. El momento instituyente de la dislocación de la estructura, del colapso de la objetividad social y de la simultánea producción de un nuevo sistema simbólico, así como de la mutua exclusión antagonista de la alteridad (instituida e instituyente), se radica todavía una vez más en la imposibilidad de aceptar formas de conflicto y de creación internas en la construcción de lo que es común (acuerdo, norma, regla, dirección, sentido adjunto o sedimentado, etc.) (Laclau 2008: 64; Laclau 2009: 54).
“Muy frecuentemente la nueva regla es aceptada, no porque a la gente le guste, sino tan sólo porque es una regla, porque introduce un principio de coherencia e inteligibilidad en un caos aparente. […]. [...] cuanto más se generalice el desorden, menos importante será el contenido óntico de lo que restaurará el orden. Este contenido está investido con el valor ontológico de representar el orden como tal. […]. Las luchas sociales no tienen objetivos definidos desde un comienzo, sino que construyen y transforman a éstos en el curso de la propia lucha” (Laclau 1996: 205-6; Laclau 2008: 152; Laclau 2000: 239).
La falta constitutiva de la sociedad produce el deseo general de realizarla: es más importante el deseo de orden que las razones específicas para un proceso de cambio. La dinámica hegemónica es instrumental para la afirmación del orden frente al surgimiento del caos social de modo que el deslizamiento del contenido particular (su sacrificio o traición) y la negación de la alteridad (la exclusión en el conflicto) son la expresión de una relación de fuerzas que, al mismo tiempo, busca socavar el orden existente y restablecerlo urgentemente. Ante el desorden generalizado a las personas involucradas no les interesa el contenido concreto que adoptan las formas políticas en el curso de la lucha, sino la efectividad que tienen para restablecer que las cosas vuelvan a una forma normal (Laclau 1996: 161).
Por lo tanto, podemos afirmar que el verdadero objetivo de este proceso es el deseo autoritario de restablecer el orden: el intento de hegemonizar lo social está impulsado por un deseo compartido de limitar el desorden y domar el campo de las diferencias (Laclau 1996: 164; Laclau 2008: 152/158). El orden como tal, su estabilidad, se convierte en el significante ausente del proceso, el imperativo oculto y el objetivo explícito de toda la articulación hegemónica, haciendo del transformismo político el principal carácter de la estrategia hegemónica. Subvertir o restaurar el orden, al final, significa lo mismo. No es un caso que, a un dado momento, Laclau se da cuenta de que la consecuencia de esta lectura del movimiento instituyente implica postular una heteronomía no eliminable en la vida social (Laclau 2014).
4. El Populismo
Por fin, con su teoría populista toda esa perspectiva está confirmada: “No hay populismo sin una construcción discursiva del enemigo” (Laclau 2009: 59). La construcción del pueblo se desarrolla sobre la base de las relaciones de representación del proceso hegemónico, y se convierte en la condición misma de cualquier forma de “lo político”. El proceso democrático que en un primer momento Laclau había entendido como afirmación del cuestionamiento continuo de la organización y de los valores establecidos, y que correspondía a una expansión de las áreas de “lo social”, a través de cadenas de equivalencia siempre abiertas e incompletas, está relegado a una etapa de “preservación” de la pluralidad social que se transforma con el proceso hegemónico (Laclau y Mouffe 2001: 263-71; Laclau 2000: 15/190-200/242-43). El populismo garantiza la unidad de la formación discursiva a través de la ruptura definitiva entre significante y significado en la cadena de articulación, transformando el orden conceptual en un orden nominal. Su característica principal es de unificar las diversas demandas sociales en un sistema estable de significación gracias a la productividad social de un nombre.
“La diferencia entre una totalidad que se constituye a través de medios puramente conceptuales (suponiendo que eso sea posible) y una cuya constitución proviene completamente del nombre es que esta última incluye una posibilidad que la primera excluye axiomáticamente: que aquello a lo que el nombre se refiere es algo que no es y que adquiere un ser positivo fantasmal sólo a través del proceso de nominación. (…). La autonomía del acto de nombrar es, entonces, la precondición de cualquier enfoque hegemónico de la política” (Laclau 2008C: 396).
Un proceso de catacresis colectiva que forma un principio jerárquico catalizador de los pedidos excesivos e insatisfechos, idealizando el nombre de la nueva comunidad y garantizando a éste un amor incondicional e inmune a cualquier crítica o cuestionamiento (Laclau 2014: 81-83; Laclau 2008: 30-60/105-113). De este modo él lleva a sus consecuencias extremas la eliminación del pluralismo social y político, y de la autonomía humana que lo constituye, en su teoría política.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
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