Resumen: El presente trabajo propone una obra de la literatura joven de la Argentina de los años 2000, El campito de Juan Diego Incardona (2009), para explorar con una visión transversal la forma en que esta obra construye un relato identitario post-crisis mediante una estrategia de territorialización que mobiliza el peronismo como factor de cohesión comunitaria.
Palabras clave:territorializaciónterritorialización,mapeomapeo,neopopulismoneopopulismo,literatura argentinaliteratura argentina.
Abstract: This paper involves an example of Young People’s Writing from Argentina from the first decade of 21st century. The work transversally explores the way in which Juan Diego Incardone’s El Campito constructs a tale of post-crisis identity via a strategy of territorilisation that mobilises Peronism as a factor of societal cohesion.
Keywords: territorialization, mapping, Peronism, Argentinian Aiterature.
IV.PERSPECTIVAS
Mapeo de las identidades post- crisis: el peronismo como organizador teritorial desde la novela El campito, de Juan Diego Incardona.
Mapping of post-crisis identities: peronism as territorial organizer through Juan Diego Incardona’s El campito
Recepción: 01 Agosto 2019
Aprobación: 02 Noviembre 2019
El presente trabajo propone una obra de la literatura joven de la Argentina de los años 2000, El campito de Juan Diego Incardona (2009), para abordar con una visión transversal las formas que toma la construcción de identidad en discursos no hegemónicos y en zonas periféricas de la producción cultural. Particularmente, nos interesaremos en la configuración discursiva de un territorio de identificación apoyado en la circulación de un bagaje cultural conformado en torno al peronismo y su historia, y las funciones que este puede cumplir en la negociación del posicionamiento de los sectores sociales y expresiones culturales tradicionalmente desplazados en un período de auge de los neopopulismos en América Latina. Para ello, proponemos otorgar un estatuto cartográfico a la obra literaria, con el fin de inscribir este análisis en un mapeo más amplio y favorecer su diálogo con un corpus multiforme y transversal que reúna producciones que expresen esta preocupación por la territorialización como afloramiento de lo identitario.
Con el término “metáfora territorial”, Adrián Gorelik (2004: 18) evoca una “red textual” (ibid.: 19) de interpretaciones sobre la Argentina a partir de sus condiciones geográficas. Es decir, retomando líneas de pensamiento europeas, ya en el siglo XIX, el Facundo (1845) de manera emblemática, pero también, Matadero (1838-1840), Una excursión a los indios ranqueles (1870), entre otros, se inscriben al inicio de una tradición de escritura en la cual se dibuja una geografía compartimentada en territorios en principio excluyentes, pero cuya permeabilidad es el síntoma de tensiones latentes. Por otro lado, las tentativas de territorialización evidencian una búsqueda de definiciones en el plano identitario; en otras palabras, la ansiedad renovada por fijar los elementos propios a una nación en constante mutación y por gestionar los procesos de construcción política, institucional y demográfica en paralelo a una inclusión en un panorama geopolítico.
A lo largo del siglo XX, las formas de representarse dentro de un mapa nacional y mundial marcaron no sólo las decisiones institucionales y gubernamentales, sino que también se expresaron a través de obras en las que se reiteran gestos fundacionales (Zappi Fontana 1993: 129) para un relato nacional moderno: desde los ensayos de Ezequiel Martínez Estrada, cuya Cabeza de Goliat (1940) se propone como una lectura de la economía territorial, hasta la literatura urbana de Roberto Arlt, que da cuenta de los síntomas de la modernidad en Argentina mediante una visión a la vez global y en red del territorio, impregnada tanto de la morfología ferroviaria como del mapa estratégico. Otros relatos icónicos en clave espacial fueron formando constelación en la segunda mitad del siglo, como la metáfora de la “casa tomada” de Julio Cortázar (1946), que devino el emblema del choque cultural y de clases en tiempo de la “irrupción” del peronismo, así como la Ciudad Ausente de Piglia (1992) trazó en forma de mapa distópico de Buenos Aires, el recorrido temporal que va desde la dictadura hasta el neoliberalismo.
En cada caso, esta suerte de tradición del imaginario espacial argentino se enriquece de un nuevo relato de factores espaciales determinantes con los que se pretende evidenciar ciertas problemáticas en escala nacional y manifestar una búsqueda de soluciones (Celada, 1993: 93).
Con estas consideraciones en mente, nos acercamos a la narrativa argentina del siglo XXI, para rastrear en ella la forma de pensarse de una sociedad en el cruce de la era global y el resurgimiento de los llamados “populismos latinoamericanos”. ¿Es posible recuperar para la reflexión esas cartografías trazadas por la literatura? Christian Jacob (1992: 41) propone considerar el mapa en tanto artefacto de mediación en un proceso de comunicación social que genera relatos, descripciones y saberes sobre el mundo, capaz de evocar referencias que lo anteceden. Esta visión del mapa no solo amplía el alcance de la Geografía, sino que, creemos, habilita una lectura cartográfica y una puesta en perspectiva de numerosos textos de la literatura argentina que presentan verdaderas propuestas espaciales, desplegando herramientas para definir territorios y sus articulaciones o desarticulaciones respecto de otros espacios.
Entre las diversas propuestas narrativas que se ofrecen al análisis, El campito de J. D. Incardona (2009) llama particularmente la atención por la densidad de su simbolismo y el relieve que adquiere allí el factor territorial como actualizador de la identidad desde un discurso que se presenta como lateral o de margen –Juan Diego Incardona es un escritor proveniente de la clase media trabajadora, que reivindica al comienzo de su actividad literaria, la coexistencia de ésta con diversas actividades de “buscavidas”, posicionándose fuera del circuito literario culto o canónico. Pero más particularmente, porque Incardona decidió incluir en El campito un mapa de su propia autoría que representa el locus de la historia, lo cual denota una particular preocupación por la representación espacial y que proponemos como plataforma de partida de una lectura de su cartografía, aunque sin desdeñar el contrapunto textual.

El campito, así como varios de sus relatos escenifican el universo del Conurbano sur, es decir, de las ciudades del sur de la Aglomeración Urbana de Buenos Aires, recorte complejo que rodea la capital y que cuenta la mayor densidad poblacional del país. El epicentro de los relatos de Incardona suele ser Villa Celina, ciudad del partido de La Matanza, y sus alrededores, por lo que no sorprende que sea, en efecto, la zona representada en el mapa y el escenario de la historia narrada al personaje del joven Juan Diego (transparentando un gesto de identificación autobiográfica) y a sus vecinos por el aventurero Carlitos. Para esta configuración cartográfica de los barrios del sur del conurbano, en primer lugar, el mapa gráfico de El campito urde una urbanística ficcional sobre la trama de la urbanística real: la acción se desarrolla en un sector del conurbano de referencias reconocibles, representado sobre esquemáticos ejes principales verticales y horizontales, y con fronteras bien definidas por el río Matanza, la Av. General Paz y la Autopista Richieri. En el mapa cohabitan íconos y leyendas, evocando los mapas ilustrados del siglo XVI, sin notas ni explicación iconográfica. Sobre el tamiz de las referencias reales, se extienden múltiples referencias ficcionales o inventadas, cuyo estatuto se determina en la narración; aun allí, este no se plantea en términos de la dicotomía real- imaginario, sino más bien en tanto catastral –secreto/escondido (Incardona 2009: 11).
El elemento clave que organiza los espacios es el “campito”. Señalado someramente por un mojón en el centro del mapa, no es, sin embargo, un espacio restringido ni un punto discreto de la geografía, sino que debe interpretarse como extendiéndose sobre toda la zona en blanco a la izquierda del mapa que sirve de fondo de las leyendas y dibujos. Lo que puede parecer un capricho representativo o un simple vacío en la cartografía, exige, por el contrario, un movimiento complejo de lectura. En primer lugar, la función del campito es estratégica y eminentemente política; el aparente blanco disimula y oculta un territorio que debe preservarse del ojo enemigo. La zona que lo compone queda al abrigo del catastro oficial para proteger a sus habitantes, militantes peronistas que escaparon al golpe de estado de 1955 y resistentes peronistas de las décadas siguientes, contra la persecusión de los oligarcas argentinos y de sus aliados internacionales (Incardona 2009: 28). Así es que está sembrada de barrios cuya existencia es legendaria para los vecinos de la Matanza, pero cuya localización permanece incierta. Según explica un personaje: “[el barrio] lo construyó la CGT […] por encargo de la señora […] Es que ella ya sabía la que se venía” (Incardona 2009: 11). El interés estratégico del campito se pone de relieve en diversos factores: la efectividad y durabilidad de la amenaza externa—el acoso de satélites espías, la invasión de las tropas de la oligarquía—, el despliegue de dispositivos técnicos y fantásticos de vigilancia y defensa—el barrio Purgatorio con su disposición panóptica y sus sistemas de control de la circulación y acceso, pero también las luces azules que perturban la noción del tiempo, el monstruo Riachuelito que asola las orillas del río que sirve de frontera natural dentro del campito, la organización de ejércitos vecinales y el almacenaje de armas y aviones.
En segundo lugar, si bien el campito constituye un territorio transversal que comunica y a la vez cobija a esos otros barrios que no figuran en el catastro oficial, su carácter es eminentemente no urbano (su nombre así lo indica) y fronterizo. Los barrios se insertan en un paisaje de suburbio que se define como la disrupción del ejido, no sólo en términos de planificación oficial, sino como fractura temporal que reactiva el topos borgiano de la orilla – en el sentido de frontier en expansión y no de border fijado por las instituciones, (Grimson 2000: 9) — como lugar del mito nacional, así como el primigenio topos del desierto como metáfora de la necesidad de completitud que instaura Alberdi en Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1853). Si Esteban Echeverría subraya el riesgo que se incurre al explorar los márgenes de una espacialidad politizada hasta la somatización en Matadero, Borges refunda el mito orillero infundiéndole una poética de lo premoderno como negación también política de procesos de transformación social (Sarlo 1995 [2007]: p. 67).
Incardona, por su parte, también propone una expresión somática del campito como zona de margen, insertando una gama de personajes mutantes que emergen de campito en tanto paisaje violentamente contaminado a causa de la indiferencia social, pero también de una situación geográfica desventajosa. Contariamente al mecanismo empleado por Echeverría, que invoca la empatía para con la figura impoluta e incorruptible del joven vejado y deposita la monstrificación en los violentos atacantes de la Mazorca, Incardona hace radicar el heroismo en la misma marginalidad: “Si las clases altas o medias –decían los enanos— se metieran en este barro infectado, no sobrevivirían más de media hora […] Sólo nosotros, que estábamos hechos de su barro, de su agua, de su mugre, podíamos amar esta tierra” (Incardona 2009: 125). Así es que, a pesar de mantenerse al margen del ejido urbano, el campito es un receptáculo de materiales sedimentarios que lo modifican y engrosan su paisaje, en una dinámica fluctuante que lo articula con el “otro espacio” de la ciudad. Esto nos recuerda la necesidad de pensar el margen como un concepto complejo: por un lado, el campito es una zona de frontera entre lo urbano y lo rural, reafirmando dichas categorías como dicotómicas, pero también es territorio articulador entre dos lógicas espaciales y temporales, y es permeable a ambas. Por otro lado, en Incardona se da una puesta en relación directa del campito en tanto lugar no urbano y la dinámica del barrio. En esto sostiene, en todo caso, un contrapunto de procesos culturales, políticos y sociales entre barrio y ciudad (Gorelik 1999: 37).
De manera que, al presentarse en el mapa como un espacio en blanco o vacío, en realidad, el campito activa funciones no aparentes pero esenciales para su definición como territorio, al mismo tiempo que re-presenta configuraciones espaciales de alcance colectivo que siguen movilizando discursos fundacionales, aunque reinvidicando un carácer híbrido. Bajo una denominación inespecífica y subjetiva, diluyendo sus fronteras y disimulando su propia extensión geográfica, el campito no deja de querer demarcar un afuera y un adentro de peso tanto espacial como temporal. Pero ¿en qué consiste, precisamente, el territorio del campito?
El mapa del campito representa, a la vez, el lugar de la narración y un campo de batalla. Podemos leer El campito como la narración de una épica, la de los habitantes de los barrios peronistas durante la invasión de las tropas del monstruo Esperpento1 y del Ejército Nacional, enviados por la oligarquía para acabar de una vez por todas con el peronismo. En una puesta en abismo narrativa, al relato de Carlitos asisten los vecinos de Villa Celina, que no solo ven confirmadas en el relato las leyendas locales sobre la existencia de barrios secretos, tanto como de otras leyendas urbanas del imaginario matancero—Incardona recoge personajes, eventos y espacios que conforman una suerte de mitología popular local— sino que efectúan en el acto de la escucha un ritual que refunda la historia del barrio a través del mito peronista.
A despecho de la territorialización oficial, como hemos visto, el campito propone una geografía intuitiva, consensual y comunitaria que consigue reunir fisonomías, paisajes y configuraciones disímiles mediante la asimilación a una historia en común. Esto es, propone una territorialización que se manifiesta en una serie de elementos que no están ligados a la división política, sino que tienen como eje las prácticas comunitarias y vecinales, y el consenso otorgado por un sentimiento de identidad compartida que manifiesta mediante ciertos procedimientos. En primer lugar, empleando un lenguaje simple y popular pero contundente, muy anclado en la oralidad, Incardona utiliza en El campito lo que podríamos llamar una “jerga militante” que pone en juego entre sus personajes la circulación de un léxico, pero también gestos y toda una serie de conocimientos evocativos de una familiaridad con el “peronismo” que alcanzan muchas veces lo ritual2. Estos elementos, sin perder su peso político, lo depasan, y aparecen como prácticas y saberes comunes a los habitantes del campito, que actúan en los intercambios sociales internos como un bagaje cultural que vehiculiza la identificación: posibilitan el reconocimiento mutuo como parte de un colectivo y facilitan el propio reconocimiento en el otro.

En segundo lugar, el campito preserva morfologías características de los modelos habitacionales impulsados durante los Planes Quinquenales (1947-1955)3 como soporte material de un modo de habitar articulado alrededor de lo comunitario. Como anticipamos al evocar el estatuto temporal de la orilla como gesto fundacional, el campito constituye una disrupción, no solo al evocar modos de vida que asocia a un tiempo idílico, sino también porque propone al barrio como configuración territorial capaz de marcar el ritmo de la vida comunitaria, y organizar alrededor de su economía del tiempo una estructura social particular diferenciada de la de la ciudad.
Finalmente, la función principal del campito es la de constituir un reservorio de la historia del peronismo, al tiempo que su reescritura. El mapa del campito evoca momentos de la historia del peronismo y los pone en relación. Propone una versión cartografica de la memoria que al nombrar y situar, jerarquiza, selecciona y traza itinerarios. Barrio Mercante, el barrio Adradas, el barrio Gatica y Pascual Pérez, la pista de Objetos Voladores Justicialistas, son algunas de las referencias que aparecen en el mapa manuscrito de El campito, pero el texto evoca tantas otras que son, además, retomadas en un glosario incorporado al final del volumen: las Censistas, el “cantor de la marchita”4, entre otros. La iniciativa de recuperación y de construcción es persistente; suerte de guía en este recorrido son los diversos lemas o “cantitos” peronistas que los personajes encuentran pintados en un muro en ruinas (Incardona 2009: 64): dispuestos en forma de poema, sin correlación cronológica, rinden homenaje al gesto contestatario de los años de proscripción del peronismo que consistía en las “pintadas” de paredes, al tiempo que trazan una fisonomía de la militancia. Los personajes y eventos que son recuperados en la narración constituyen en conjunto una reescritura del peronismo, cuya clave es la militancia popular (con un hincapié en las secciones juveniles y las femeninas) que reivindica la lucha armada revolucionaria de los años setentas. Sin embargo, uno de los grandes hallazgos de El campito, es la reescritura de la historia en dimensión cartográfica; en otras palabras, otorgarle una articulación tridimensional y un relieve al relato nacional.

Incardona parece sostener que el partido de La Matanza, considerado un bastión electoral del peronismo –el Partido Justicialista ha ganado las elecciones municipales desde el retorno de la democracia en 1983—, es eminentemente, un bastión popular, y que el peronismo excede la filiación política a un partido o un movimiento para impregnar las prácticas sociales, servir a la cohesión comunitaria y trasmitirse como un conjunto de saberes, rituales, valores y experiencias colectivas en el que la juventud se inscribe con una mirada épica. La narración de la batalla del Mercado Central es la compensación histórica de años de militancia, adhesión y resistencia que resultaron, en un punto, frustrados por el truncamiento de la lucha armada de los setentas. Por eso, El campito no solo describe una dinámica social particular, sino que expone una visión territorial de fines estratégicos, que busca identificarse en un antagonismo de clases expresado en la clásica antinomia peronista “trabajadores-oligarquía”, pero excluyendo también la clase media de un nosotros que reivindica una postura combativa. El campito, espejo amplificado de los barrios catastrales de La Matanza, aporta ese tiempo-espacio mítico a la refundación de la militancia peronista como cultura barrial.


