I. ESCENARIOS
Recepción: 29 Febrero 2020
Aprobación: 20 Abril 2020
DOI: https://doi.org/10.35659/designis.i33p47-55
Resumen: La mentira en política no es una práctica nueva. Su análisis en tanto que estrategia ha sido el objeto de numerosos estudios semióticos sobre la veridicción y sobre la estrategia. La aparición de nuevos movimientos políticos “populistas” permite constatar la aparición de una nueva forma de tratamiento de la veridicción –y por lo tanto del engaño y de la mentira– o en todo caso de su significación política. Esas nuevas formas de lo político se basan en un nuevo tipo de contrato de veridicción entre destinadores y destinatarios del discurso. Estamos ante un verdadero cambio epistemológico del discurso político, que ya no necesariamente tendrá algo que ver con la verdad y da lugar a lo que podría considerarse como una nueva episteme política.
Palabras clave: semiótica, verdad, falso, política, episteme.
Abstract: Lying in politics is not a new practice. Its analysis as a strategy has been the subject of numerous semiotic studies on truth and strategy. The appearance of new "populist" political movements we can see the emergence of a new way of treating truth - and therefore deceit and lies - or at least their political significance. These new forms of politics are based on a new type of truthfulness contract between the recipients and the addressees of the discourse. We are facing a real epistemological change in political discourse, which will no longer necessarily have anything to do with truth and which gives rise to what could be considered a new political episteme.
Keywords: semiotic, truth, fake, politic, episteme.
1. EPISTEME VERIDICTORIA
Nadie se puede llamar a engaño, y son pocos los que consideran que el discurso político tiene por función construir un retrato ajustado, fiel y transparente de los hechos sociales. De una manera o de otra, todo el mundo acepta que el discurso forma parte de la estrategia política y que su función primera es transformar las cosas y no representarlas. Desde ese punto de vista, la mentira en política no es una práctica nueva[2] y no es un objeto desconocido para la semiótica. Al contrario, su análisis ha sido el objeto de numerosos estudios sobre la veridicción y sobre la estrategia. Ahora bien, actualmente, con la aparición de los nuevos movimientos políticos “populistas” podemos constatar una nueva forma, una nueva fórmula estaríamos tentados de decir, de tratamiento de la veridicción –y por lo tanto del engaño y de la mentira– o en todo caso de su significación política.
Podemos describir esta nueva forma como el paso de la mentira avergonzada y lo falso que pasa inadvertido a la mentira descarada o, como dicen ciertos políticos, “desinhibida”. Por una parte, si lo falso es definido desde la semiótica como eso que “no es y no parece”, hemos pasado –en el terreno de la política– de una visión de lo falso como un discurso en cierta manera insignificante e indiferente a una falsedad fundamental y cínica. Desde ese punto de vista, la gran transformación del sentido de la mentira y de lo falso en política, es justamente el paso de uno al otro. Porque ahora la mentira no hace demasiado para ocultarse, para continuar siendo una mentira (parecer y no ser). Al contrario, se muestra sin vergüenza como si finalmente no tuviese demasiada importancia. El paso de la mentira disimulada a la mentira desvelada, esto es a la falsedad o a la mentira que no le preocupa ser descubierta, marca un cambio en el régimen de veridicción. En ese sentido, este fenómeno debería ser interpretado a la luz de una semiótica de la cultura y de la veridicción.
Las recientes campañas políticas –el “Brexit”, la elección de Donald Trump en los Estados Unidos, el referéndum sobre la independencia de Cataluña, entre otros acontecimientos– han mostrado que la profusión de información falsa o sesgada no fue juzgada decisiva por los ciudadanos a la hora de la toma de decisión política. En todo caso, el régimen de veridicción de esa información no ha sido considerado como su aspecto esencial. Así, una gran parte de la población británica era plenamente consciente del hecho de que muchos de los argumentos presentados por los dirigentes británicos partidarios de la salida de la Unión Europea eran falsos, pero eso no pareció molestarlos. ¿Qué significa todo esto?
Un nuevo tipo de contrato de veridicción parece establecerse entre destinadores y destinatarios del discurso, un contrato que ya no está fundado sobre un hacer persuasivo bajo la forma de un hacer-parecer-cierto de la parte del destinador y sobre un hacer interpretativo bajo la forma de un creer-ser-cierto de parte del destinatario. Por ello, paradójicamente, una modalización alética negativa no conduce a un creer-no ser sino a la modalidad epistémica de lo probable (no creer-no ser) o incluso a lo cierto (creer-ser). Ese hacer interpretativo no producirá un hacer epistémico de refutación; a lo sumo de duda, o incluso de admisión.
Si el discurso político ya no está sumido a las reglas de veridicción, nos podemos preguntar si no hemos pasado a otra episteme por lo que se refiere a la cuestión de la veracidad, tanto del lado del enunciador, quien ya no hace el esfuerzo de hacer-parecer o de hacer-parecer cierto, como del lado del enunciatario, quien de aquí en adelante “suspenderá” su juicio epistémico sobre el discurso o –verdadero cambio epistemológico– considerará que el discurso político no debe necesariamente tener algo que ver con la verdad. En ese sentido, es interesante constatar que frente a las críticas dirigidas a “la invención de la tradición” y a la falsedad histórica construida por los nacionalistas vascos, estos respondían que la cuestión estaba mal planteada, dado que sus discursos no tenían por vocación decir la verdad sino construir un discurso y un estado de cosas futuro que, si no era verdadero en aquel momento, lo sería en el futuro.
Tal cambio de “actitud epistémica”, según la expresión de Greimas (1983: 107), con respecto al discurso político, explica quizás toda la semiosfera política contemporánea. Como lo recuerda Greimas, Yuri Lotman ya había demostrado este tipo de variaciones en la evaluación de los textos, algunos de los cuales, después de haber sido recibidos como religiosos –en aquel tiempo, verdaderos– son considerados siglos más tarde como literarios, es decir como textos de ficción (Greimas 1983). Es decir que el cambio de lectura y de juicio epistémico de los textos políticos que observamos en la actualidad exige una semiótica de la cultura. Si las culturas se definen –retomamos de nuevo la idea de Lotman– por su relación con los signos y los textos (Lotman 1973), la cultura política contemporánea ha entrado en un nuevo orden veridictivo y discursivo. Podríamos estar tentados de explicar esta nueva manera de considerar los textos políticos –que ya no caen bajo la esfera de la veridicción– a partir de la aparición de un cierto nuevo contexto socio-político. Pero creemos que en realidad ocurre lo contrario, es decir que es más bien el hecho de que hayamos entrado quizás en una nueva episteme política lo que redefine el contexto socio-político.
Si este cambio sobre el plano veridictorio ha tenido lugar, deberíamos revisar y afinar las definiciones de los términos del cuadrado semiótico de la veridicción. De hecho, por ejemplo, una “mentira” –definida en términos generales y a priori como parecer + no ser– cambia del todo según que sea vista como “ilusión”, haciendo énfasis en el “parecer”, o como “engaño”, cuyo valor principal será “no ser” (Fontanille, 1997). Una actitud epistémica de esa naturaleza hacia el discurso político, que no consiste en identificar de inmediato el parecer + no-ser como “mentira” sino como “ilusión” o como discurso “mágico” indica una modificación profunda, una transformación y una recategorización de la significación del discurso político. La aparición y la multiplicación durante estos últimos años en los medios de comunicación de secciones de “desintoxicación”, de “desciframiento”, de “decodificación” o de “chequeado” no hace más que corroborar la transformación y la reestructuración de categorías semánticas de la veridicción con el paso de la “mentira” a la “posverdad”, nuevo término que parece desbordar todas las modalidades clásicas de veridicción.
Aun reconociendo que, como se dice, “la verdad es la primera víctima de la guerra”, y la política es la guerra por otros medios, es necesario reconocer que lo que llamamos comúnmente “populismo” ha realizado un verdadero golpe al proponer, mejor dicho, al lograr en gran medida imponer el uso generalizado de una relación idiosincrática con la veridicción del discurso. Se podría decir también que esta es una de las características definitorias de un gran número de movimientos políticos denominados “populistas” aparecidos en estos últimos años. Las campañas electorales y refrendatorias recientes, sea en Europa o en América, nos han mostrado discursos políticos que, en el plano veridictorio, parecen reenviar a otra dimensión discursiva, creando una nueva forma de contrato de veridicción que podríamos llamar “hacer-como si” (fingir).
2. HACER COMO SI
Todo descubrimiento de una mentira, un engaño o “manipulación” (en el sentido usual y peyorativo del término) ha estado siempre acompañado, en el mundo político, de un escándalo –más o menos grande– o de manifestaciones de indignación, o incluso de consecuencias jurídicas. Cuando este tipo de reacciones ya no tienen lugar, ¿a qué es debido? Podemos proponer dos razones para este cambio.
La primera es que esa ausencia de respuesta podría ser debida al hecho de que la opinión pública haya alcanzado un grado de cinismo tal que ya nada “la asquea”. Podríamos decir que carece de “disposición” pasional a la exasperación, por saturación debida a la reiteración de ese tipo de acciones y de discursos en la escena política. En el mismo orden de ideas, podemos igualmente imaginar que tal ausencia de reacción tenga como causa un cambio cultural que habría desplazado el “cursor” de la “moralización” pasional. De igual manera que ciertas prácticas deportivas hoy ya no son consideradas excesivas –y por lo tanto no son vistas como un comportamiento pasional–, y que habrían merecido en otro tiempo una calificación de tipo pasional porque eran juzgadas entonces como “temerarias”, igual se puede considerar que si las nuevas formas de veridicción de la política no son juzgadas abusivas sino normales en el ámbito político contemporáneo, es porque son vistas actualmente como “una estrategia”, y por lo tanto legítimas –aunque poco morales– y respetuosas de las reglas “pragmáticas” de la política.
Otra causa posible sería el cambio en la forma del contrato de veridicción en vigor entre las diferentes instancias de enunciación del universo político. Según este nuevo contrato de veridicción, toda interacción cognitiva y comunicacional estaría enmarcada y regulada por un contrato meta-enunciativo previo que fijaría de antemano la naturaleza veridictoria de los enunciados que serán producidos –contrato implícito que, precisamente, modaliza dichos enunciados como “hacer-como si”–. En ese contexto, como en un juego, o frente a un relato del tipo “había una vez…”, todo juicio epistémico y veridictorio queda suspendido. El enunciador “hace-como si” dijera la verdad y “hace-como si” creyera que el enunciatario lo cree también, y el enunciatario “hace-como si” le creyera y “hace como si” creyera que no sabe que el enunciador también “hace-como si”.
Habrá que plantearse la cuestión sobre la significación de los discursos producidos en este contexto, es decir de los discursos meta-modalizados por ese “hacer-como si”. Durante la campaña para el referéndum sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea, tanto los partidarios del exit como aquellos que bregaban por la permanencia en el interior de la UE habían proferido un gran número de discursos que contenían afirmaciones que pocos habían tomado como verdaderas o probables. Al día siguiente del referéndum, los responsables de esos discursos reconocerían, de hecho, que dichos discursos contenían un gran número de imprecisiones e inexactitudes.
Lo asombroso es que, ni antes ni después del referéndum (momento en el que muchas personalidades políticas favorables al “Brexit” habían confesado que algunas de sus declaraciones durante la campaña no eran exactas), esos discursos parecieron sorprender particularmente a la opinión pública británica, como si al fin y al cabo nadie hubiera tomado todo aquello en serio. En esas condiciones, podríamos hipotetizar que, si esas mentiras y engaños no provocaron ni cólera ni escándalo, es porque todo ello es efectivamente “insignificante”, en el sentido de que todos los actores comprenden que la cuestión no es del orden de la veridicción, dado que lo que está en juego no es su valor veridictorio sino el acontecimiento mediático que aquél produce, su “ruido informativo”.
Eso no significa que esos discursos no tengan un impacto y una significación de cara al mundo político. Su significación no depende de ningún modo de su modalización veridictoria, puesto que la mentira o el fingimiento [le faire semblant] “forman parte del juego” y que, en el contexto de ese juego, se hace “como si” eso fuese cierto sabiendo, oportunamente, que no es así. Del mismo modo que en el juego se finge que se pelea, ya que uno no se pelea realmente porque “no va en serio”, y como consecuencia los “golpes” no son significantes, los responsables británicos, una vez terminada la campaña política, pudieron reconocer sin vergüenza que todo lo que habían dicho no era cierto, “no iba en serio”.
Así, como en el juego, hay un comienzo y un final que señalan los límites de la meta-modalización y que indican a partir de qué momento ya no se puede “hacer-como si”. Hay un momento en el que se retoman las “cosas serias”. Por eso, por lo que concierne a la modalización veridictoria del discurso político en torno al “Brexit”, una vez que el referéndum pasó, los autores de los discursos “mentirosos” pudieron producir discursos “probables” y afirmar que, al fin y al cabo, la salida de la UE no sería tan costosa o tan benéfica como lo habían pretendido, y que las cifras reales eran muy diferentes a aquellas anunciadas antes del referéndum –sin que nada de todo ello haya tenido como efecto desacreditar, en cualquier aspecto que sea, a los diversos actores–.
Eso se explica también porque aquí, como lo señalamos con anterioridad, el valor enfatizado en el parecer + no-ser es el parecer, lo que produce como figura veridictoria la forma, de algún modo atenuada, de la “ilusión”, y no ciertamente la de la “mentira”. De modo que cuando el no-ser es finalmente descubierto, no hay reacción. Porque, después de todo, lo que contaba durante la “partida” era solamente “el brillo del parecer”, el ruido comunicacional, el “clash informativo”.
Luego, sin negar el objetivo manipulador de este tipo de discursos, nos parece que sería preferible reservar el término de “manipulación” (mentira) a las situaciones donde, en la interacción y el intercambio de objetos de valor, hay un “engaño sobre la mercadería”, es decir donde el contrato sobre el valor del valor del objeto es construido sobre saberes no equitativos. Ahora bien, nuestra hipótesis es que en los casos que analizamos las dos instancias enunciativas comparten aproximadamente el mismo saber sobre el valor del objeto, dado que ambas son perfectamente conscientes del hecho de que el objeto en cuestión no es más que una baratija, y que además cada uno de ellas sabe que la otra lo sabe también.
Entonces, si hay “ingenuos” en esta interacción, son “ingenuos voluntarios”, que creen que también tendrán algo que sacar del engaño, o que se creen beneficiarios, como esos tontos cuya avaricia termina por hacerles caer en la trampa[3]. Otra explicación posible, siempre abierta a los ingenuos voluntarios de la ilusión que descubren repentinamente el no-ser del parecer, consistiría en afirmar que hay una mala interpretación de la meta-modalización (o de las “valencias”), afirmando que se juzga mal el valor del valor, su expansión y su intensidad, y que justamente la cuestión de la verdad o de la falsedad de un enunciado no es el asunto principal, porque la valencia concierne a otro dominio axiológico, al hecho puramente político y pragmático, en una palabra, performativo.
Otra explicación aún, buena para los falsos ilusos, consistiría en acusar a un tercero de haber manipulado la meta-modalización del contrato de veridicción que había estado acordado de “buena fe” entre los actores implicados. Es la estrategia de Don Quijote cuando la realidad se topa con su visión del mundo:
–Válgame Dios, dijo Sancho: ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? –Calla, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada (Cervantes, M., Cap. VIII).
Entonces, todo será hecho para que la “ilusión” sea mantenida y para no poner en cuestión el contrato, encontrando siempre buenas razones, por supuesto siempre exógenas, que explicarán en una lógica concesiva (“aunque…”), en la que es precisamente la contrariedad la que confirma al sujeto en su convicción, o incluso en una lógica que podríamos llamar “hiperconcesiva”, como en el caso de los paranoicos, para quienes la contradicción es justamente la que viene a confirmar sus razonamientos[4].
3. SIMULACROS EN INTERACCIÓN
Si en el juego el “hacer-como si” no tiene –en principio– consecuencias más allá de los límites del juego, dicho de otro modo, si una vez cerrado el paréntesis lúdico, nada sustancial, nada “serio” surge de ello, puesto que su objetivo es la satisfacción inmediata –una ganancia sin consecuencias (Goffman 1997: 57)–; vemos por el contrario que en los casos aquí analizados éste sí produjo resultados.
Un simulacro, de hecho, es siempre performativo. Este modifica el ser de los sujetos y los estados de cosas: la “primera operación de simulacro [es] la autodefinición del sujeto. Esta autodefinición es constitutiva, performativa, opera una transformación imaginaria del sujeto (colectivo o individual)” (Fabbri 2009). Dicho de otro modo, el simulacro, lejos de ser solamente un parecer, una apertura del imaginario modal, transforma el sujeto, las relaciones intersubjetivas y por lo tanto el mundo. La simulación y el simulacro constituyen un mundo que no es solamente imaginario modal: “quien simula una enfermedad determina en sí mismo algunos síntomas” (Diccionario Littré). Así, poco importa finalmente que se crea, o no, en los discursos de ciertos políticos, porque –al igual que cuando una amenaza es proferida– no es la realidad de la acción lo que cuenta sino el simulacro modal que produce y que modifica radicalmente las relaciones intersubjetivas. Así pues, la carga modal no es únicamente veridictoria (parecer + no-ser) o epistémica (deber – no ser), sino también fáctica, en el sentido de que el simulacro transforma el mundo, totalmente independiente de su modalización veridictoria.
¿Qué ocurre cuando una gran parte de la interacción se funda sobre una suerte de guerra de simulacros? ¿Cuándo la veridicción toma la forma de un no-parecer + no-ser, podemos decir que no hay realmente nada (Brandt 1995: 39-40)? Durante la reciente crisis política en Cataluña hemos visto una interacción comunicativa enteramente fundada sobre el intercambio de simulacros.
Admitiendo que toda comunicación sea sin duda un intercambio de simulacros relativos a las acciones y a las interpretaciones que esperamos del otro, ¿qué podemos decir de una comunicación enteramente construida con simulacros modales? Lejos de toda idea referencialista del lenguaje, es fácil de comprender que si un simulacro es una realidad semiótica construida, es también precisamente en tanto que realidad semiótica, una fuerza transformadora del mundo. Es exactamente lo que el presidente del gobierno español no ha parecido comprender durante la crisis política que le ha opuesto al gobierno y al parlamento catalán. El 10 de octubre de 2017, el presidente del gobierno catalán proclamó la independencia de la República de Cataluña pero suspendió, al mismo tiempo, esa proclamación. El presidente del gobierno español pidió entonces saber si hubo una declaración de independencia o no, y a partir de ese momento tuvo lugar un verdadero intercambio estratégico de simulacros entre los dos presidentes –un intercambio inaugural en materia de formas aspectuales de la estrategia política y que muestra precisamente la fuerza de los simulacros modales–. A la no incoación –o incoación interruptus de la “declaración suspendida”– responderá el no ultimátum, o más bien el (pen)ultimátum dirigido por el presidente del gobierno español al dirigente catalán. El ultimátum, en tanto que una forma de posible amenaza, es ya en sí mismo una forma de simulacro modal (como toda la historia de la disuasión nuclear lo ha mostrado) que tiene sus consecuencias, a la vez, sobre el estado de los sujetos de la interacción, sobre la forma de transformaciones modales y pasionales, y sobre el mundo, mediante las modificaciones que afectan los programas y las acciones de las partes involucradas. Igualmente, la proclamación –de guerra o simplemente política, como en el caso catalán– es también un simulacro que conlleva –pese a que sea luego suspendida– consecuencias sobre el mundo, aunque solo sea por su dimensión ilocucionaria.
¿Qué lección, en definitiva, podemos sacar de este caso particular de interacción por simulacros interpuestos? La primera constatación sorprendente es que no se trata de un simple intercambio de simulacros, sino de una interacción hecha de sobredeterminaciones de simulacros, o de meta-simulacros. Si la proclamación es en sí un simulacro modal, ¿cuál será la significación de una “proclamación suspendida”? Podemos formular el mismo interrogante a propósito de un ultimátum que no lo es, porque éste también es –de una cierta manera– suspendido puesto que funciona como un (pen)ultimátum, es decir, como un simulacro de ultimátum. Podríamos hablar, entonces, de una estrategia “de amagos”, de una estrategia de ajuste constante, de negociación y renegociación.
En ambos casos, proclamación de independencia y ultimátum, se trata de simulacros de simulacros. No obstante, eso no significa que éstos no modifiquen los estados de cosas (del mundo) y los estados de alma (de los sujetos). La amenaza y el ultimátum, como todas las proclamaciones y las declaraciones, no son solamente puros simulacros modales, ya que modifican radicalmente el mundo. La estrategia de disuasión, durante la Guerra Fría, ha mostrado ampliamente que los simulacros tienen un poder indiscutible de transformación de los estados de cosas y que las declaraciones de intención son acciones sobre el mundo, del mismo modo que las acciones que esas mismas declaraciones evocan.
Por esta razón, la exigencia del presidente del gobierno español al presidente del gobierno catalán pidiéndole que precisara si la declaración de independencia –luego de su suspensión– era o no tal, fue de una gran ingenuidad. Porque la proclamación es un acto de lenguaje, un simulacro que, por su fuerza ilocutiva, ya ha transformado el estado de cosas del mundo. Su respuesta en forma de amenaza de un ultimátum con la aplicación del artículo suspendiendo la autonomía catalana es también un acto transformador del mundo, aunque su enunciador piense que el hecho de que se trate de un (pen)ultimátum o de un ultimátum suspendido invalide sus efectos. De hecho, igualmente suspendida, una proclamación es una proclamación y el ultimátum, en tanto que simple amenaza, es percibido como un ultimátum por el solo hecho de que, uno como el otro, son actos de lenguaje. Y de hecho así fueron interpretados.
De todas estas formas inéditas de veridicción, un nuevo mundo político parece emerger, o por lo menos otra manera de considerar una parte del discurso sobre la cosa pública. Sea que el discurso político (como los textos religiosos a los cuales aludimos anteriormente, y que ahora son interpretados como pertenecientes al género literario) forme parte a partir de ahora del género de “ficción” –con variaciones “épicas”, “líricas” o incluso “trágicas” según las circunstancias y las necesidades del momento–, sea que haya entrado en la esfera de la industria del entretenimiento (como lo vemos cada vez más en la escena mediática con los talk shows políticos –en su mayoría con formas de polarización ideológica exageradas para crear espectáculo– que solo existen para entretener a los telespectadores contentos por estas “agarradas” televisivas), sea que los “simulacros de simulacros”, los “ingenuos voluntarios” y otros “fingimientos” que hemos identificado pongan en cuestión los fundamentos fiduciarios del contrato político, en todos los casos es lo político en sí mismo lo que está en juego. Si la mentira siempre ha podido dañar el crédito que funda el contrato político, la posibilidad de desenmascararlo permitía hasta el presente restaurar el crédito perdido, o en todo caso creer en la posibilidad de reestablecerlo, aunque fuera momentáneamente. Este ha sido el fundamento de nuestra confianza en la política más allá de sus accidentes, porque bajo el parecer se percibía o se pensaba poder descubrir el verdadero ser de los asuntos públicos. Actualmente, la proliferación exponencial de simulacros, falsificaciones que no engañan a nadie y de “mentiras de polichinela” ponen en cuestión el ser mismo de lo político, puesto que sabemos oportunamente que debajo del parecer tramposo el ser no lo será menos.
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Notas