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El ‘nosotros’ político: un ‘yo’ caracterizado
The political ‘we’: a characterized ‘I’
deSignis, vol. 33, pp. 159-165, 2020
Federación Latinoamericana de Semiótica

I. ESCENARIOS


Recepción: 12 Julio 2020

Aprobación: 17 Septiembre 2020

DOI: https://doi.org/10.35659/designis.i33p159-165

Resumen: En una conferencia de 1946, “Estructura de las relaciones de persona en el verbo”, Émile Benveniste puso en entredicho la definición del “nosotros” como una “primera persona del plural” y prefirió definirla como una “primera persona amplificada”. Prosiguiendo con una tradición de los estudios sobre la persona ficta, este artículo añade un aporte a los estudios sobre el nosotros político demostrando que no es una persona “amplificada” sino “caracterizada” y que esta redefinición nos permite echar una nueva luz sobre los escenarios enunciativos de los discursos políticos.

Palabras clave: lingüística, discurso político, pronombres personales, Emile Benveniste, Hobbes.

Abstract: At a 1946 lecture, “Structure of Person Relations in the Verb”, Émile Benveniste questioned the definition of “we” as a “plural first person” and preferred to define it as an “amplified first person”. Following a tradition of studies on the fictional person, this article adds a contribution to studies on the political “we”, showing that it is not an “amplified” person but a “characterized” person and that this redefinition allows us to shed new light on enunciative scenarios of political discourses.

Keywords: linguistics, political discourse, personal pronouns, Émile Benveniste, Hobbes.

1. LA TESIS DE BENVENISTE

A principios de 1946 Émile Benveniste pronunció una conferencia intitulada “La estructura de las relaciones de persona en el verbo” y siguiendo el método estructuralista de las clasificaciones por rasgos distintivos, estableció que el ‘yo’ se oponía al ‘tú’ como una “persona subjetiva” a una “no-subjetiva”, mientras que ‘él’ y ‘ella’ se distinguían de ambas “personas” por su condición de “no-personas” (Benveniste 1966: 231). Pero la novedad de su charla se encontraba sobre todo en la definición que proponía de las personas plurales. Si el pronombre ‘yo’ remite al locutor de la frase, su plural, ‘nosotros’, debería aludir a sus locutores. Cuando alguien, sin embargo, le pregunta a su pareja “¿por qué no vamos al cine?”, el locutor sigue siendo uno, y no ocurre algo distinto cuando un político le dice al público “luchemos por nuestros derechos”. Si el ‘yo’ remite al locutor de la frase, entonces ‘nosotros’ no es un plural de ‘yo’ sino un ‘yo’, decía, “amplificado” o “dilatado”. Este combina a la “persona subjetiva” con las “no-subjetivas” y las “no-personas”: ‘yo+tú’, ‘yo+él/ella’, ‘yo+vosotros/ustedes’ o ‘yo+ellos/ellas’. Y algo similar ocurriría con la segunda persona “amplificada”.

Benveniste corroboraba su tesis recordando que la inmensa mayoría de las lenguas del planeta –con algunas raras excepciones como el eskimo– se parecen al español en esto: el pronombre de primera persona amplificada, ‘nosotros’, no se forma a partir de la raíz del pronombre de primera persona singular, ‘yo’. Y vale la pena recordar que el plural de ‘nosotros’ no proviene del pronombre ‘nos’ (cuya ‘s’, por supuesto, no es un morfema de plural) sino del adjetivo ‘otros’. Es evidente que, cuando un locutor dice “todos nosotros”, esta expresión está en plural, pero este plural no concierne al sujeto de la enunciación: el locutor sigue siendo uno. En efecto, la frase “él, él y él son cordobeses” es correcta en español. Y algo semejante ocurre con “ella, vos y yo somos porteñas”. Pero no podemos decir “yo, yo y yo somos porteños”: no hay muchos ‘yoes’ sino uno solo, repetido, que sigue refiriéndose al único locutor de la frase.

Tomemos el caso de la primera alocución de Alberto Fernández en el Congreso Nacional. El flamante presidente de la República Argentina introdujo su discurso con una captatio benevolentiae: “No quiero emplear frases gastadas ni artificiales” (Fernández 2019). Como en cualquier enunciado, la primera persona del singular alude al sujeto de la enunciación: la persona que no quiere eso y la persona que lo dice son una sola y la misma. Pero esta situación de enunciación no se demoró en cambiar. Apenas unos segundos después, su discurso asumía un estatuto político y pasaba a la primera persona “amplificada” de Benveniste: “Los argentinos hemos aprendido así que las debilidades y las insuficiencias de la democracia solo se resuelven con más democracia” (Fernández 2019). ¿Esto significa que quienes profirieron esta frase han aprendido eso? Evidentemente no, porque esta frase no fue pronunciada por la totalidad de los argentinos sino, una vez más, por Fernández.

Formulada en 1946, la tesis de Benveniste inspiraría los estudios posteriores sobre el ‘nosotros’ político. Pero a pesar de la nueva luz que arrojó sobre el asunto, dejó algunas zonas de sombra. ¿Qué sería esta “persona amplificada”? ¿A qué hacía alusión este lingüista cuando sostuvo que en el plural mayestático “el ‘yo’ se amplifica con el ‘nosotros’ en una persona más masiva, más solemne y menos definida” (1966: 235)? Benveniste estaba proponiendo una descripción impresionista de esta primera persona, que estaba bastante lejos de sus rigurosas clasificaciones a través de rasgos distintivos. Podemos discutir entonces sus conclusiones sin renunciar a su método.

Si observamos la sentencia de Fernández, nos damos cuenta de que el sujeto del enunciado, “los argentinos”, hubiese exigido un verbo conjugado en tercera persona del plural, “han aprendido”, pero que si el nuevo presidente opta por la primera, “hemos aprendido”, se debe a que el sujeto de la enunciación habla en nombre de ese conjunto. Esta diferencia, en efecto, resulta clave para entender el funcionamiento de cualquier discurso político. Como planteaba Annie Geoffroy en un artículo sobre el ‘nosotros’ de Robespierre, no hay que preguntarse solamente ¿quién habla? y ¿a quién? sino también ¿en nombre de quién o quiénes? (Geoffroy 1985). Quisiéramos mostrar entonces que esta manera de pensar el estatuto del sujeto político se encontraba en un concepto jurídico medieval –la persona ficta– y que, gracias a pensadores como Hobbes o Bentham, terminará teniendo un impacto decisivo en el pensamiento político moderno.

2. EN SU CARÁCTER DE…

Lejos de constituir un caso muy peculiar del ‘nosotros’, el llamado plural mayestático se presentaba, para Benveniste, como la clave para entender a la primera persona “amplificada”. Resulta difícil saber en qué momento, y por qué, empezó a usarse el plural mayestático en latín. En su gramática francesa Maurice Grevisse (1964: 87) aseguraba que el primero en emplearlo había sido, a mediados del siglo III de nuestra era, el emperador Gordiano III. Brown y Gilman (1960: 254) conjeturaban que el uso de este plural se remontaba a la tetrarquía de Diocleciano, de manera que nos englobaba a los emperadores de Oriente y Occidente. Pero Benoît de Cornulier asegura que ningún documento convalida esta teoría. Rafael Lapesa se lo adjudica a la “cancillería imperial romana” (2000: 311), pero Tácito (1869: 236) citaba ya una carta de Nerón en donde el emperador hablaba acerca de sí mismo en primera persona “amplificada”: et nos prima imperii spatia ingredimur (“y escalamos los primeros escalones del imperio”).

Independientemente del origen histórico de ese plural mayestático, su función fue descripta por algunos canonistas medievales, como el perusino Baldus de Ubaldis, que abordaron el enigma planteado por el estatuto de la personería jurídica. Desde la perspectiva del derecho canónico, la persona no es la misma cuando habla, o cuando actúa, a título personal o en representación de un conjunto. Un papa, por ejemplo, podía usar, y solo usar, ciertos bienes de la Iglesia que no le pertenecían como persona privata. Y cuando firmaba un contrato como papa, tampoco estaba haciéndolo a título personal, de modo que la responsabilidad, por ejemplo, del rembolso de una deuda que contrajera en el ejercicio de su función, o en su calidad de sumo pontífice, no recaía sobre la persona privada sino sobre la “persona papal” que encarnaba. Esta escisión atraviesa a cualquier clérigo: la persona que profiere una bendición no es la misma que emite una opinión acerca de la calidad de un vino.

Como explicaría Otto von Gierke, los canonistas pensaban que existían dos tipos de delegaciones: la delegatio facta personae y la delegatio facta dignitati, es decir, la persona que representa a un grupo de individuos simultáneamente reunidos y la que representa a un grupo de individuos que asumieron sucesivamente un mismo cargo o una misma dignidad (Gierke 2010: 156). Así, Alberto Fernández representa, por un lado, al conjunto de los argentinos y, por el otro, encarna el papel de presidente de esa nación, como lo habían hecho Perón o Alfonsín. Gracias a esta “ficción”, cada uno de estos grupos puede considerarse como una sola persona “incorporal” e “imperecedera”, temporariamente encarnada en algún cuerpo individual y mortal. Alberto Fernández sigue recurriendo a la primera persona del singular cuando quiso hacer gala de autenticidad (“No quiero emplear frases gastadas ni artificiales”) y a la primera persona “amplificada” cuando habló en su carácter de presidente, es decir, de representante de todos los argentinos (“Los argentinos hemos aprendido…”) o de jefe de gobierno (“Vamos a atender la salud de los argentinos…”). El sujeto de la enunciación de los verbos conjugados en primera persona “amplificada” encarna aquella persona ficta: un personaje que, cuando habla, dice “nosotros”, está hablando como portavoz del conjunto en que se incluye. Como planteaban Brown y Gilman, este pronombre puede tener un valor de poder pero también de solidaridad (1960).

No hace falta poseer un reconocimiento oficial para que esto ocurra. Basta con que el sujeto hable en nombre de algún conjunto: “nosotros, los docentes, pedimos…” equivale a “yo, en mi carácter de docente, pido…”; “nosotras, las vascas, decimos…” a “yo, como vasca, digo…”. Las aposiciones cumplen en este caso una función de caracterización comparable con la primera persona que Benveniste llama “amplificada”. Y su valor de solidaridad con los miembros de ese conjunto le permite al locutor hablar en nombre de otros aunque él mismo no padezca los mismos sufrimientos ni efectúe las mismas acciones. “¡El sueldo no nos alcanza para alimentar a nuestros hijos!”, puede exclamar un trabajador durante una manifestación, pero añadir en privado: “aunque yo no tenga hijos y viva en casa de mis padres”. Este manifestante no está mintiendo, porque en la primera parte de su intervención no está hablando a título personal sino asumiendo el papel de un personaje social (De Fornel 1994), y es en esta misma línea que la lingüista húngara Zsuzsa Simonffy habla de un nous “de compromiso” (2005: 112) a propósito de la obra del quebequés Paul Chamberland.

Desde la perspectiva de los canonistas, no existía una diferencia esencial entre el plural mayestático y el plural de dignidad, como tampoco la había entre los plurales de autoría y de modestia. Cuando el rey promulgaba un decreto en su calidad de monarca o cuando el papa profiere una bendición en su carácter de papa, no están haciéndolo a título personal. Quien tiene la autoridad para hablar en nombre de algún conjunto (Iglesia o Reino) tiene que silenciarse como persona singular, dejando de lado sus sentimientos, impresiones o deseos personales. Baste con recordar la significación de minister: no se trataba de un personaje encumbrado, sino, en principio, de un servidor (minus es a minister lo que magnus a magister). El ministerio eclesiástico era un servicio que suponía acallar los intereses y los sentimientos personales. Y esta visión del ministerium fue desplazada desde la Iglesia hasta el Reino. Como plantearía Dante a propósito de su concepción de la monarquía universal, el soberano de este reino debería ser un minister omnium, un servidor de todos (De Wulf 1920: 349). Y por eso Pierre Bourdieu diría que ese es el “misterio del ministerio” (1984: 50): hay que llegar a ser nada para llegar a ser todo, hay que anularse como persona privada para convertirse en el vocero de un conjunto. Cuando un autor recurre a esa primera persona caracterizada no sugiere algo distinto: no profiere su tesis a título personal sino en su carácter de investigador o científico.

3. LA PERSONA FICTA

Al principio de su Leviatán, Thomas Hobbes dedicó varios parágrafos a estas personas ficticias. “Una persona”, explicó, “es aquella cuyas palabras o acciones son consideradas, ya sea suyas, ya sea representativas de las palabras y los discursos de otro”. “Cuando las palabras y las acciones son consideradas como propias”, proseguía este filósofo, “solemos llamarla persona” y “cuando son consideradas representativas de las palabras y las acciones de otro, la llamamos persona ficticia o artificial [a feigned or artificial person]” (Hobbes 1914: 34). Hobbes recordaba incluso que el sustantivo persona se decía, en griego, prósōpon, vocablo que significaba, en principio, rostro o máscara, “del mismo modo que persona significa en latín disfraz o apariencia exterior de un hombre tal como se representa en la escena” (1914: 34). De la escena, explicaba este filósofo, la palabra se transfirió “a todo representante de un discurso o de una acción, tanto en los tribunales como en el teatro”. La persona terminó convirtiéndose así en un actor “tanto en la escena como en la conversación corriente”, y personificar (personate) empezó a significar “ser actor, representándose a sí mismo o a otro” (1914: 34). Representar a otro suele decirse “interpretar el papel del otro o actuar en su nombre”, y a estos actores, proseguía, los llamamos representantes, lugartenientes, vicarios, apoderados, diputados o procuradores. Pero solo cuando los representados autorizan a un representante a hablar y actuar en su nombre, concluía, podemos considerar que esta persona está dotada de “autoridad”. Los “dos cuerpos del rey” de los que hablara Ernst Kantorowicz –uno carnal y perecedero, el otro místico e imperecedero– no son sino las figuraciones del desdoblamiento enunciativo (Scavino 2018: 182).

Cuando Hobbes sostenía que “los hombres de la multitud no deben entenderse como un solo autor sino como múltiples autores”, estaba aludiendo a ese estatuto del sujeto de la enunciación: no hay, en principio, un sujeto de la enunciación plural, porque el filósofo inglés no ignoraba que los gramáticos griegos y latinos empleaban los vocablos prósōpon y persona para referirse a las personas verbales (Colombat 1994). Para que “una multitud de hombres cuente como una sola persona”, agregaba Hobbes, estos tienen que ser “representados por un solo hombre o una sola persona”, es decir, por un ‘yo’ que habla en nombre del conjunto (Hobbes 1914: 34). La unidad no provenía, para él, de los representados sino del representante, es decir, del portavoz. Esa “persona”, esa “autoridad” es un lugar de enunciación que puede ser ocupado sucesivamente por muchos, y eventualmente por todos los miembros de algún conjunto. Ninguna persona individual tiene, per se, autoridad. Porque la autoridad es una investidura: alguien está investido de autoridad. Y estar investido de autoridad significa estar autorizado a hablar o actuar ‘en nombre de’ otro u otros. Como lo sugiere el verbo investir, se trata de una vestimenta o un disfraz, de un character que, para decirlo con Hobbes, representa a otro u otros.

4. CONCLUSION

En un número de la revista Langages enteramente consagrado a los discursos políticos, Denis Slatka presentó un estudio sobre los “cuadernos de quejas” durante la Revolución francesa y mostró cómo el nous poseía allí el valor de un “agente” identificado con el pueblo y sus representantes que se oponía a eux, el “contra-agente”, identificado con el rey y sus acólitos (Slatka 1971). Así puso en evidencia que los discursos políticos presuponían un relato o, si se prefiere, una lucha entre un héroe popular y antihéroe antipopular. Diez años más tarde, e inscribiéndose igualmente en la perspectiva estructural, Régis Debray afirmaría que este antagonismo forma parte de la constitución de cualquier ‘nosotros’ político: “Como un ‘nosotros’ no puede identificarse sino por oposición a un ‘ellos’ (los otros), polaridad e identidad políticas resultan inseparables”, hasta el punto de que “en el orden del colectivo, el abandono de las prácticas polémicas equivaldría, por imposible, a un suicidio (colectivo)” (Debray 1981: 183). Y valdría la pena recordar que dos años antes de la aparición de la Teología política de Carl Schmitt, Mao Tse-Tung inició su alocución de marzo de 1920 –la primera de sus Obras– explicándoles a sus seguidores que la pregunta “¿Quiénes son nuestros enemigos y quiénes nuestros amigos?” era “una cuestión de importancia primordial para la revolución” (Mao 1972: 2). A este antagonismo haría alusión Eliseo Verón en su artículo sobre la “palabra adversativa” (1987). A pesar de haber comenzado insistiendo en la superación de la “grieta” entre los argentinos, a pesar de presentarla como una “herida” en ese “cuerpo” imaginariamente entero que sería la nación, Alberto Fernández no pudo evitar reabrirla en el momento más polémico de su discurso: “Tenemos que decirlo con todas las letras: la economía y el tejido social hoy están en estado de extrema fragilidad, como producto de esta aventura que propició la fuga de capitales, destruyó la industria y abrumó a las familias argentinas” (Fernández 2019).

Pero antes de una oposición ‘nosotros/ellos’, el discurso político supone una oposición entre dos “personas subjetivas”, ‘nosotros/yo’, la una caracterizada y la otra no-caracterizada. Esta identificación por rasgos distintivos, o estructurales, nos permite evitar la descripción impresionista de la “persona más masiva, más solemne y menos definida”, pero también entender que si no hay ‘nosotros’ sin ‘ellos’, tampoco hay ‘nosotros’ sin ‘yo’. La política se eclipsa cuando el antagonismo entre ‘nosotros’ y ‘ellos’ desaparece en favor de una presunta gestión sin conflictos que preserva la imaginaria unidad sin grietas de cualquier cuerpo colectivo, pero también cuando desaparece el desdoblamiento entre ‘nosotros’ y ‘yo’. Tratamos de demostrar aquí que esta escisión es lingüística antes de ser política, porque concierne a fenómenos como la autoría académica o la personería jurídica. Para que un sujeto colectivo exista, no obstante, hace falta que un hablante singular, por lo menos, lo represente, que suspenda provisoriamente sus posiciones personales para convertirse en el vocero de un conjunto o para encarnar personajes como el pueblo, el género o la clase. La política supone siempre la aparición de un ‘nosotros’ y las condiciones de su aparición son, hasta donde sabemos, dos: la personería y el conflicto; la caracterización y la lucha.

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