II. PUNTO DE VISTA
[2]¿Cuáles son las raíces de la crisis democrática actual? ¿Cómo comprender la simultaneidad de las revueltas contemporáneas? Quince años después de la publicación de su obra analizando los contornos del “odio a la democracia”, algunas respuestas con el filósofo Jacques Rancière.
Mientras que se suceden revueltas en varios países en los distintos continentes; que en Francia se organiza un movimiento social contestatario frente a la acentuación de reformas de inspiración neoliberal, más allá de la reforma de las jubilaciones; y que la política tradicional solo parece ofrecer apenas una falsa alternativa entre los “progresismos” y los “autoritarismos” cuyo denominador común es su subordinación a los intereses financieros, el filósofo Jacques Rancière repasa junto a Mediapart sus inquietudes políticas e intelectuales para intentar “desmontar las confusiones tradicionales que sirven al orden dominante y a la pereza de sus pretendidos críticos”.
Joseph Confavreux: Quince años después de la publicación de El odio a la democracia (La Fabrique), ¿qué camino ha tomado la mutación ideológica que usted describió entonces?
Jacques Rancière: Los temas del discurso intelectual “republicano” que había analizado en aquel momento se difundieron extensamente y, en particular, nutrieron el aggiornamento de la extrema derecha, quien vio el interés que había en reciclar los argumentos racistas tradicionales en defensa de las ideales republicanos y laicos. Ellos han servido igualmente de justificación a cierto número de medidas de restricción de libertades como aquellas que proscriben tal vestimenta y demandan a cada uno de nosotros ofrecernos desnudos a la mirada del poder.
Se puede decir, a la vez, que esos temas han extendido su imperio y han dejado ver más claramente su obediencia en relación a las fuerzas dominantes. El odio intelectual a la democracia se ha mostrado, cada vez más, como el simple acompañamiento ideológico al desarrollo vertiginoso de las desigualdades de todo tipo y al crecimiento del poder policíaco sobre los individuos.
J.C.: El termino populismo, en su empleo peyorativo, ¿constituye la principal nueva cara de ese odio a la democracia que pretende defender el gobierno democrático a condición de poner trabas a la civilización democrática?
J.R.: El populismo no es el nombre de una forma política. Es el nombre de una interpretación. La utilización de esa palabra sirve para hacer creer que las formas de reforzamiento y de personalización del poder estatal que uno constata en la mayoría de los países del mundo son la expresión de un deseo que viene del pueblo, entendido como conjunto de clases desfavorecidas. Es siempre la misma estrategia grosera que consiste en decir que, si nuestros estados son cada vez más autoritarios y nuestras sociedades cada vez más desiguales, es a causa de la presión ejercida por los más pobres, quienes son igualmente los más ignorantes y quienes –lisa y llanamente– quieren jefes, autoridad y exclusión, etc. Así parece que Trump, Salvini, Bolsonaro, Kaczyński, Orbán y sus imitadores fuesen la emanación de un pequeño pueblo sufriente y rebelado contra las elites. Pero ellos son la expresión directa de la oligarquía económica, de la clase política, de las fuerzas sociales conservadoras y de instituciones autoritarias (el ejército, la policía, la Iglesia).
Por otro lado, es cierto que esa oligarquía se apoya sobre todas las formas de superioridad que nuestra sociedad deja a aquellos que ella inferioriza (los trabajadores sobre los desocupados, las pieles blancas sobre las pieles oscuras, los hombres sobre las mujeres, los habitantes de provincias profundas sobre el espíritu ligero de las metrópolis, la gente “normal” sobre aquellos no normales, etc.). Asimismo, no es una razón para invertir las cosas: los poderes autoritarios, corruptos y criminales que dominan actualmente el mundo, lo hacen en principio con el apoyo de ricos y notables, no con los desposeídos.
J.C.: ¿Qué le inspira la preocupación mostrada por muchos ante la fragilidad de las instituciones democráticas existentes y los numerosos libros que anuncian el fin o la muerte de las democracias?
J.R.: No leo mucha literatura catástrofe y me gusta bastante la opinión de Spinoza sobre que los profetas a menudo han sido más capaces de prever aquellos desastres de los que ellos mismos fueron responsables. Aquellos quienes nos alertan sobre “la fragilidad de las instituciones democráticas” participan deliberadamente en la confusión que debilita la idea democrática. Nuestras instituciones no son democráticas. Ellas son representativas, entonces oligárquicas. La teoría política clásica es clara en esto, incluso si nuestros gobernantes y sus ideologías procuren confundirlo todo. Las instituciones representativas son por definición inestables. Ellas pueden dejar un cierto espacio a la acción de fuerzas democráticas –como es el caso del régimen parlamentario en tiempos del capitalismo industrial– o tender hacia un sistema monárquico. Es claro que la última tenencia es la que domina actualmente.
Es notablemente el caso de Francia, donde la Quinta República fue concebida para poner las instituciones al servicio de un individuo y donde la vida parlamentaria fue enteramente integrada por un aparato de Estado, que ha sido a su vez cual sometido al poder del capitalismo nacional e internacional incluso –claro– para suscitar el desarrollo de fuerzas electorales que pretenden ser las “verdaderas” representantes del “verdadero” pueblo.
Entonces, hablar de amenazas sobre “nuestras democracias” tiene un sentido bien determinado: se trata de conferir a la idea democrática la responsabilidad de la inestabilidad del sistema representativo. Es decir que el sistema está amenazado porque es demasiado democrático, demasiado sumido a los instintos incontrolables de la masa ignorante. Toda esa literatura trabaja finalmente para la comedia de la segunda vuelta de las presidenciales donde la izquierda “lucida” se cierra alrededor del candidato de la oligarquía financiera, único baluarte de la democracia “razonable” contra el candidato de la “democracia iliberal”.
J.C.: Las críticas sobre los deseos ilimitados de los individuos de la sociedad de masas moderna se han acentuado. ¿Por qué? ¿Cómo explica usted que encontremos esas críticas sobre todos los bordes del tablero político? ¿Son lo mismo Marion Maréchal, Le Pen o Jean-Claude Michéa?
J.R.: Hay un núcleo duro invariante que alimenta versiones más o menos de derecha o de izquierda. Ese núcleo duro ha sido forjado, en primer término, por los políticos conservadores y las ideologías reaccionarias del siglo XIX, que han alertado contra los peligros de una sociedad donde las capacidades de consumir y los apetitos consumidores de los pobres crecerían peligrosamente y se convertirían en un torrente devastador del orden social. Es la gran astucia del discurso reaccionario: alertar sobre los efectos de un fenómeno para imponer la idea de que ese fenómeno existe: que los pobres, en suma, son demasiado ricos.
Ese núcleo duro ha sido recientemente reelaborado en una versión de la izquierda por la ideología llamada republicana, forjada por intelectuales rencorosos con respecto a esa clase trabajadora sobre la cual habían puesto todas sus esperanzas y que estaba en proceso de disolución. El gran golpe maestro ha sido interpretar la destrucción de las formas colectivas de trabajo comandado por el capital financiero como la expresión de un “individualismo de masas democrático”, originado desde el corazón de nuestras sociedades y llevado por las mismas personas cuyas formas de trabajo y de vida se destruyeron.
A partir de allí, todas las formas de vida ordenadas por la dominación capitalista fueron reinterpretables como efectos de un único mal –el individualismo– al cual se podría, según el ánimo, otorgar dos sinónimos: se lo podría llamar “democracia” y partir a la guerra contra los destrozos de la desigualdad; o bien, se lo podría llamar “liberalismo” y denunciar la mano del “capital”. Pero también ambos podrían ser considerados equivalentes e identificar al capitalismo con el desencadenamiento de los apetitos consumidores de la gente común.
Es la ventaja de haber dado el nombre de “liberalismo” al capitalismo absolutista –y, por lo tanto, perfectamente autoritario– que nos gobierna: identificamos los efectos de un sistema de dominación con las formas de vida de los individuos. Se podrá entonces, a voluntad, aliarse a las fuerzas religiosas más reaccionarias para atribuir el estado de nuestras sociedades a la libertad de las costumbres encarnada por la PMA (en francés: Procréation médicalement assistée) y al matrimonio homosexual; o reclamarse un ideal revolucionario puro y duro para atribuir al individualismo pequeño burgués la responsabilidad de la destrucción de formas de acción colectivas y de las ideas obreras.
J.C.: ¿Qué hacer ante una situación en la que la denuncia de una fachada democrática cuyas leyes e instituciones son –a menudo– solo apariencias sobre las cuales se ejerce el poder de las clases dominantes, y en la que el desencanto frente a las democracias representativas ha roto con toda idea de igualdad, dando lugar a personajes tipo Bolsonaro o Trump, quienes acrecientan aún más las desigualdades, las jerarquías y los autoritarismos?
J.R.: En principio, lo que se debe hacer es desmantelar las confusiones tradicionales que sirven igualmente al orden dominante y a la pereza de sus pretendidos críticos. Es necesario, en particular, terminar con esa doxa heredada de Marx que, con el pretexto de denunciar las apariencias de la democracia “burguesa”, valida de hecho la identificación de la democracia con el sistema representativo. No hay una fachada democrática debajo de la cual, como si fuese una máscara, se ejercería la realidad del poder de las clases dominantes. Hay instituciones representativas que son instrumentos directos de ese poder.
El caso de la Comisión de Bruselas y de su lugar en la “Constitución” europea debería haber sido suficiente para aclarar las cosas. Esta es la definición de una institución representativa supranacional donde la noción de representación está totalmente disociada de toda idea de sufragio popular. El tratado ni siquiera dice por quiénes deben ser elegidos esos representantes. Se sabe, por supuesto, que son los Estados quienes designan, pero también que son en su mayoría antiguos o futuros representantes de bancos que dominan el mundo. Y un solo vistazo sobre las sedes de las empresas cuyos inmuebles rodean las instituciones de Bruselas vuelve completamente inútil la astucia de aquellos que quieren mostrarnos el dominio económico oculto detrás de las instituciones representativas.
Nuevamente, Trump difícilmente podría pasar por un representante de perdedores en la América profunda y Bolsonaro fue aprobado inmediatamente por los representantes del ámbito financiero. El primer paso está en salir de la confusión entre democracia y representación y de todas las nociones confusas que de allí han derivado –de tipo “democracia representativa”, “populismo”, “democracia iliberal”, etc–. Las instituciones democráticas no deben ser preservadas del peligro “populista”. Ellas son creadas o recreadas. Y es claro que, en esta situación actual, sólo pueden serlo como contra-instituciones, autónomas en relación a las instituciones gubernamentales.
J.C.: ¿Es comparable el odio a la democracia cuando toma la forma de la nostalgia dictatorial de un Bolsonaro o la apariencia de niño bueno de un Jean-Claude Juncker explicando que no puede “haber elecciones democráticas contra los tratados europeos”? ¿Dicho de otro modo, debemos y podemos jerarquizar y distinguir las amenazas a la democracia que se presentan, o bien la diferencia entre la extrema derecha autoritaria y los tecnócratas capitalistas listos a reprimir violentamente a sus pueblos no es más una cuestión de grados y no de distinta naturaleza?
J.R.: Entre esas diversas formas hay gran variedad de matices. Aquel puede apoyarse sobre las fuerzas nostálgicas de las dictaduras de ayer, de Mussolini o de Franco a Pinochet o Geisel. Igualmente puede, como en ciertos países del Este, aglutinar las tradiciones de dictaduras “comunistas” con sus jerarquías eclesiásticas. Este pude identificarse más simplemente con las necesidades esenciales del rigor económico, encarnadas por lo tecnócratas bruselenses. Pero siempre hay un núcleo común.
Juncker no es Pinochet. Pero se ha recordado recientemente que las fuerzas “neoliberales” que gobiernan a Chile lo hacen en el marco de una Constitución heredada de Pinochet. La presión ejercida por la Comisión europea sobe el gobierno griego no es lo mismo que la dictadura de coroneles. Asimismo, se comprobó que el gobierno “populista de izquierda” especialmente elegido en Grecia para resistir a esa presión fue incapaz de hacerlo.
En Grecia como en Chile, como en cualquier lugar del mundo, se ha comprobado que la resistencia a la oligarquía no vinee más que de fuerzas autónomas en relación al sistema representativo y a los partidos denominados de izquierda que están a él integrados. Este razonamiento de hecho se hace en el marco de la lógica de elegir el mal menor. Sufren debacle tras debacle. Uno se sentiría tentado de alegrarse si esta debacle continua no tuviera el efecto de argumentar el poder de la oligarquía y de volver más difícil la acción de aquellos que buscan verdaderamente oponerse.
J.C.: ¿Cómo ve usted las conflagraciones planetarias de este otoño? ¿Se pueden rastrear causas y motivos comunes en las diferentes revueltas que se produjeron en los distintos continentes? A diferencia de los movimientos “de plazas”, quienes reclaman una democracia real, estas revueltas parten de reclamos socioeconómicos. ¿Esto da cuenta de algo nuevo sobre el estado del planeta?
J.R.: La reivindicación democrática de los manifestantes de Hong Kong desmiente tal evolución. De todos modos, se debe salir de la oposición tradicional entre las motivaciones socioeconómicas (juzgadas sólidas pero mezquinas) y las aspiraciones a una democracia real (juzgadas más nobles pero evanescentes). Existe un solo sistema de dominación que ejerce el poder financiero y el poder estatal. Los movimientos de plazas han necesariamente sacado su fuerza de la indistinción entre las reivindicaciones limitadas y la afirmación democrática ilimitada. Es raro que un movimiento comience por una reivindicación de democracia. Estos comienzan, a menudo, por un reclamo contra un aspecto o un efecto particular de un sistema global de dominación (un fraude electoral, el suicidio de una víctima de acoso policial, una ley sobe el trabajo, el aumento del precio de transporte o de los carburantes, así como también un proyecto de eliminación de un jardín público).
Cuando la protesta colectiva se desarrolla en las calles y en lugares ocupados, ella deviene no solo simplemente una reivindicación de democracia ligada a un poder contestatario, sino una afirmación de democracia efectivamente puesta en acción (¡democracia real ya!). Tal cuestión dice, esencialmente, dos cosas: en primer lugar, la política toma cada vez más la forma de un conflicto de mundos –un mundo regido por la ley desigual contra un mundo construido por acción igualitaria– donde la distinción misma entre economía y política tiende a diluirse; en segundo lugar, los partidos y organizaciones una vez interesadas en la democracia y en la igualdad han perdido toda iniciativa y toda capacidad de acción sobre ese terreno, que es ocupado solo por fuerzas colectivas nacidas del acontecimiento mismo. Siempre se puede repetir que carecen de organización. ¿Pero entonces qué hacen las famosas organizaciones?
J.C.: ¿Una cierta forma de rutinización de los disturbios a escala mundial atrae un contra-movimiento importante?
J.R.: No me gusta demasiado la palabra rutinización. Tomar la calle en Teherán, Hong Kong o Yakarta en estos tiempos no es una rutina. Solo se puede decir que las formas de la protesta tienden a parecerse contra sistemas gubernamentales diferentes pero convergentes en sus esfuerzos por asegurar los beneficios de los privilegiados en detrimento de los sectores más pauperizados, despreciados y reprimidos de la población. También se puede constatar que ellas han obtenido éxito, particularmente en Chile o en Hong Kong, éxitos cuyo futuro es incierto pero que muestran que existen otras cosas más profundas que simples reacciones rituales de desesperación frente a un orden inmóvil de cosas.
J.C.: Hace quince años, la perspectiva de la catástrofe ecológica era menos significativa. ¿Esta nueva cuestión ecológica transforma la cuestión democrática en el sentido en que algunos señalan que la salvaguarda del planeta no podrá realizarse en un marco deliberativo?
J.R.: Hace ya un cierto tiempo que nuestros gobiernos operan con la coartada de la crisis inminente, la cual prohíbe confinar los asuntos del mundo a sus habitantes comunes y pide que se dejen al cuidado de especialistas de la gestión de crisis: es decir, de hecho, a los poderes financieros y estatales que son responsables o cómplices de ellos. Es claro que la perspectiva de la catástrofe ecológica viene a apoyar sus argumentos. Asimismo, es claro también que la pretensión de nuestros Estados de ser los únicos capaces de afrontar cuestiones globales es desmentida por su incapacidad a tomar, individualmente y colectivamente, decisiones a la medida de esa cuestión. La reivindicación globalista sirve entonces esencialmente para decirnos que esta es una cuestión política demasiado complicada para nosotros o que es una cuestión que vuelve obsoleta la acción política tradicional. Así entendida, la cuestión climática sirve a la tendencia que subsume la política a la policía.
Frente a ello, existen las acciones de aquellos que afirman que dado que la cuestión concierne a cada uno de nosotros, también en cada uno está el poder de ocuparse de ella. Eso es lo que han hecho los movimientos como Notre-Dame-des-Landes que aprovechan un caso preciso para identificar la búsqueda de un objetivo concreto determinado con la afirmación de un poder de no importa quién. Evidentemente, la anulación de un proyecto de aeropuerto no resuelve la cuestión del calentamiento a escala planetaria. Pero ella muestra, en todo caso, la imposibilidad de separar las cuestiones ecológicas de la cuestión democrática entendida como ejercicio de un poder igualitario efectivo.
J.C.: En su último libro, Frédéric Lordon se distancia de aquello que denomina como una “antipolítica”, en la cual coloca una “política restringida a las intermitencias” que sería en particular “la distribución de lo sensible”. ¿Qué le sugiere a usted esta crítica orientada a alguna de las maneras en que define lo que es la política?
J.R.: No me detengo en polémicas personales. Me limitaré entonces a subrayar algunos puntos sobre aquello que he escrito y que quizás no son claros para todo el mundo. No he dicho que la política solo existe por intermitencias. Dije que no era un dato constitutivo y permanente de la vida de las sociedades, porque la política no es solamente el poder, sino la idea y la práctica de un poder no importa cual. Ese poder específico solo existe suplementariamente y en oposición a las formas normales del ejercicio del poder. Eso no quiere decir que solo exista política en los momentos extraordinarios de celebración colectiva, que no se debe hacer nada mientras tanto y que no se necesitan organizaciones o instituciones. Siempre ha habido organizaciones e instituciones y siempre las habrá.
La cuestión es saber qué organizan y qué instituyen, cuál es la fuerza que ellas ponen en juego, aquella de la igualdad o aquella de la desigualdad. Las organizaciones y las instituciones igualitarias son aquellas que desarrollan esa fuerza común a todos que, de hecho, solo se manifiesta raramente en estado puro. En el estado actual de nuestras sociedades, es claro que eso no pude desarrollarse más que bajo la forma de contra-instituciones y organizaciones autónomas en relación al sistema representativo, el cual no es más que un resorte del poder estatal.
Se puede fácilmente constatar que en los últimos dos decenios, en todo el mundo, las únicas movilizaciones contra los avances del poder financiero y del poder estatal han sido producidas por esos movimientos que son calificados como “espontáneos”, aunque ellos hayan testimoniado una capacidad muy superior de organización concreta frente a aquella de las “organizaciones” de izquierda reconocidas (no olvidemos que muchas de aquellos y aquellas que han jugado un rol eran militantes formados con una práctica de lucha en el terreno). Es cierto que es muy difícil mantener en el tiempo esta fuerza común. Esta supone crear otro tiempo, un tiempo que sea hecho de proyectos y de acciones autónomas, que no sea ritmado por el calendario de la maquinaria estatal. Sin embargo, solo se puede desarrollar aquello que existe. Solo se puede construir a largo plazo a partir de acciones que hayan cambiado efectivamente, por poco y tan breve que sea, el campo de lo posible.
Notas