Resumen: Conforme a una clasificación propuesta por Jacques Lafitte, los medios de transporte se pueden considerar como máquinas universales: por un lado, funcionan como «máquinas activas» que transforman energía en movimiento; por otro, son igualmente «máquinas pasivas» que organizan el espacio, asignando un lugar particular al usuario con respecto al paisaje y a los otros pasajeros. Gracias a este carácter doble, pueden provocar varios efectos secundarios que se suman a su función primaria de locomoción. Un tren no solamente desplaza al viajero, sino altera también su percepción del mundo, su interacción con el entorno social y hasta su experiencia de sí mismo. Si bien tales efectos del tránsito generalmente cuentan poco en discursos administrativos, económicos o ingenieriles, desempeñan un papel tanto más importante en la literatura que tiende a subrayar tanto el contexto cultural de las técnicas del transporte como lo que Simondon llama la «margen de indeterminación» del objeto técnico. Esto se puede ver con particular nitidez en la narrativa del escritor argentino Hernán Ronsino, sobre todo en sus novelas La descomposición (2007),Glaxo (2009) yLumbre (2013). La así llamada «trilogía pampeana» formada por ellas hace de la ciudad provinciana de Chivilcoy el teatro de una locomoción permanente, tan multiforme como polifuncional. Por una parte, la obra explora con precisión casi etnográfica una cultura vehicular periférica, marcada por la contemporaneidad de lo incontemporáneo; por otra, vincula dramáticamente transporte y transgresión. En la pampa de Ronsino, el tren no se sustituye al caballo, sino coexiste con la tracción a sangre que persiste todavía cuando el ferrocarril ya ha desaparecido y es recordado como un vehículo con dos rostros, tan útil para la evasión estimulante como para la agresión asesina; y la bicicleta, otro sucesor del caballo «bárbaro», no se presta solamente a una exploración detenida del espacio urbano, sino también al agotamiento total del ciclista desenfrenado.
Palabras clave: Transporte, Argentina, Hernán Ronsino, Ferrocarril, Bicicleta.
Abstract: According to a classification proposed by Jacques Lafitte, means of transport can be considered as universal machines: on the one hand, they function as «active machines» that transform energy into movement; on the other hand, they are also «passive machines» that organise space, assigning a particular place to the user with respect to the landscape and other passengers. Thanks to this dual nature, they can cause various secondary effects which add to their primary function of locomotion. A train not only displaces the passenger, but also alters his/her perception of the world, his/her interaction with the social environment and even his/her experience of him/herself. Although such effects of transit generally count for little in administrative, economic or engineering discourses, they play an important role in literary fiction which tends to emphasise both the cultural context of transportation techniques and what Simondon calls the «margin of indeterminacy» of the technical object. This can be seen particularly clearly in the narrative of the Argentine writer Hernán Ronsino, especially in his novels La descomposición (2007), Glaxo (2009) and Lumbre (2013). The so-called «pampas trilogy» presents the provincial town of Chivilcoy as a theatre of permanent, multiform an polyfunctional locomotion. On the one hand, the novels explore with almost ethnographic precision a peripheral vehicular culture, marked by the contemporaneity of the untimely; on the other hand, they dramatically link transport and transgression. In Ronsino’s pampas, the train does not replace the horse, but coexists with the blood traction that still persists when the railway has disappeared and is remembered as a vehicle with two faces, as useful for stimulating escape as for murderous aggression; and the bicycle, another successor to the «barbaric» horse, lends itself not only to a careful exploration of urban space, but also to the total exhaustion of the unbridled cyclist.
Keywords: Transport, Argentina, Hernán Ronsino, Railway, Bicycle.
ESCENARIOS
Una provincia vehicular: transportes y transgresiones en la trilogía pampeana de Hernán Ronsino
A vehicular province: transports and transgressions in the pampas trilogy of Hernán Ronsino
Recepción: 12 Diciembre 2020
Aprobación: 18 Diciembre 2020
Si los medios de transporte han conseguido cierto prestigio en la literatura moderna, lo deben apenas a su función primaria de locomoción. Tal como Saint-Exupéry, numerosos escritores han visto «más que un instrumento de desplazamiento» en um tren, un automóvil o un avión.1 Los efectos secundarios senalados por semejantes elogios resultan de una espacialidad característica. Casi todos los vehículos son «mediatopos móviles», a saber, lugares trasladables que nos hacen ver, entender o sentir algo que no experimentaríamos sin ellos.2 Este estatuto particular se destaca tanto más si se intenta ubicar a los medios de transporte en la tipología de las máquinas propuesta por Jacques Lafitte. En sus Reflexiones sobre la ciencia de las máquinas, publicadas en 1932, este arquitecto e ingeniero francés ha esbozado una «mecanología» o teoría de los objetos técnicos que fue elaborada más tarde por Gilbert Simondon y que incluye una clasificación sumamente original de las máquinas. Conforme a Lafitte, las máquinas son «cuerpos organizados construídos por el hombre» que se distinguen tanto de los «cuerpos brutos» de la naturaliza anorgánica como de los «cuerpos organizados vivos» de la naturaleza vegetal, animal y humana. Si bien a diferencia de estos últimos no son capaces de crecer et de reproducirse, son sin embargo susceptibles de evolucionar, al contrario de los «cuerpos brutos»3. Gracias a eso, el reino de las máquinas abarca objetos técnicos muy diversos que Lafitte classifica según su grado de composición, distinguiendo entre máquinas pasivas, activas y reflexivas. Las máquinas menos compuestas son las pasivas, como por ejemplo la casa que nos abriga o la balsa que flota en el río; tales dispositivos estáticos resisten al medio ambiente natural solamente por su posición y por su masa, «soportando sin transformarlos los flujos que los alcanzan», y por lo tanto «no tienen funcionamiento en el sentido estricto de la palabra». Las máquinas activas, en cambio, se alimentan de una energía que pueden transmitir y transformar: el molino utiliza la fuerza del agua para hacer girar la muela; la bicicleta rueda porque traslada la fuerza muscular del ciclista. En fin, las máquinas reflexivas, desde la ratonera hasta el torpedo automático, pueden modificar su propio funcionamiento conforme a las variaciones que surgen en su relación al medio ambiente.4 Aunque insista en el carácter progresivo de esta «serie mecanológica», Lafitte prefiere no obstante presentarla a la inversa para subrayar su rasgo más original, a saber, la inclusión de la arquitectura en el conjunto de las máquinas. Con referencia a Le Corbusier, explica que existe solamente una diferencia gradual entre una «máquina para vivir» y una máquina de vapor.5 Esta interpretación abarcativa del universo mecánico permite determinar el lugar destacado que ocupan en él los medios de locomoción. A la luz de la mecanología, estas construcciones móviles aparecen como máquinas duales, si no universales. Por un lado, funcionan como máquinas activas, dado que transforman la energía que las propulsa en un movimiento lineal;6 por otro, corresponden también a las máquinas pasivas, puesto que asignan un sitio preciso a los pasajeros que se desplazan en y por ellas. Lafitte lo senala por su parte con respecto a los tranvías y omnibuses: «La planta superior en los transportes colectivos, que se había desarrollado en la época de la tracción a sangre, desapareció, al menos en París, cuando la tracción mecánica posibilitó aumentar considerablemente el número de las salidas, la velocidad del viaje y la capacidad de los vehículos».7 La evolución técnica de los medios de transporte los metamorfosea de dos maneras, tanto en su calidad de máquinas activas que recorren el espacio exterior como en su calidad de máquinas pasivas que constituyen un espacio interior.
Gracias a su carácter doble de dispositivo mecánico y arquitectónico, los vehículos pueden provocar varios efectos secundarios que se suman a su función primaria de locomoción. Si bien tales efectos del tránsito cuentan generalmente poco en discursos administrativos, económicos o ingenieriles, desempenan un papel tanto más importante en la literatura que tiende a subrayar lo que Simondon llama la «margen de indeterminación» del objeto técnico.8 Desde principios del siglo XX, los poetas, ensayistas y novelistas han destacado especialmente tres efectos colaterales de los medios de locomoción que los asemejan a otros medios: a las máquinas de visión, a los sitios de interacción y a las técnicas del éxtasis. En primer lugar, los evocan como observatorios rodantes que alteran la percepción. Un tren o un auto le muestra al pasajero un paisaje en movimiento, aunque cada vez distinto según el «zoomscape» propio del vehículo utilizad.9 La ventanilla de um vagón de ferrocarril presenta una vista lateral y panorámica del espacio recorrido. Como observa Saer, los elementos del paisaje «van desplazándose a distinta velocidad, más rápidas las más cercanas al ojo, más lentas las más alejadas»; sólo por eso funciona, en Final del juego de Cortázar, el juego de las estatuas vivas que las protagonistas representan para ser admiradas desde un tren.10 El parabrisas de un automóvil, en cambio, ofrece al conductor una vista frontal del paisaje que parece avanzar hacia él y desaparecer para hacerle sitio, como lo pormenoriza Saer en Cicatrices.11 En segundo lugar, los escritores suelen presentar los medios de transporte como sitios de interacción con otros pasajeros cuya percepción se junta casi ineludiblemente a la visión del espacio exterior.12 Este efecto se produce principalmente en vehículos colectivos, como por ejemplo en los trenes y omnibuses siempre llenos de Elvio Gandolfo, o en los subterráneos de Cortázar que parecen servir unicamente para dar lugar a encuentros y desencuentros azarosos; pero también el coche del taximetrista saeriano provoca un reencuentro inesperado, cuando el rostro de una ex amante aparece en el retrovisor.13 A medida que los medios de locomoción cumplen su función secundaria de observatorio o de sitio de encuentro, pueden funcionar además, en tercer lugar, como máquinas de excitación. En varios textos literarios, la interacción con otros pasajeros a lo largo del viaje tiende a estimular tensiones eróticas o violentas, como por ejemplo en los cuentos cortazarianos sobre el metro de París, donde repetidas metáforas animales indican una verdadera metamorfósis de los protagonistas desplazados.14 Otros textos narran como las sensaciones visuales, auditivas o táctiles del pasajero durante el tránsito van provocando un estado de éxtasis eufórico o angustioso: el automovilista cuyos recorridos circulares seguimos en Cicatrices termina por divisar hordas de gorilas detrás del parabrisas mojado que se ha convertido en una pantalla de proyección imaginaria.15 Este tercer efecto de la locomoción mecánica vincula el proceso del transporte con un acto de transgresión de límites sociales o de sí mismo, recordando al lector que el sustantivo transporte se puede referir tanto al verbo reflexivo transportarse como al verbo transitivo transportar.
Si la literatura insiste con frecuencia en tales efectos colaterales de la locomoción mecánica, lo hace raramente sin ubicarlos en una «cultura del transporte» específica, es decir, en un contexto histórico y regional que determina el uso de los vehículos diferentes y les asigna una carga simbólica particular.16 Cuando Saer describe ampliamente los medios de transporte modernos que no cesan de cruzar la «zona» del litoral donde vive el personal de sus novelas, por lo general los opone al caballo, el vehículo tradicional del gaucho y por lo tanto un elemento principal de la identidad cultural argentina. En Nadie nada nunca, por ejemplo, la tracción a sangre coexiste todavía con la tracción mecánica, aunque los caballos desaparecen uno tras otro a medida que aparecen varios autos inquietantes; así, se vislumbra el lento ocaso de una cultura ecuestre cuyo gran impacto militar, social y simbólico se puede desprender de la literatura del siglo XIX, en particular de la obra de Sarmiento.17 Una tal contemporaneidad de lo incontemporáneo caracteriza también el tránsito incesante en la llamada «trilogía pampeana» de Hernán Ronsino, publicada entre 2007 y 2013. No sin razón este sociólogo y novelista argentino se refiere com predilección a la obra de Saer cuyo inconfundible «monograma» literario ha estudiado en un ensayo reciente.18 Al igual que el escritor santafesino, restringe el mundo de sus primeras obras a una sola ciudad provinciana, en este caso el pueblo de Chivilcoy, situado a unos doscientos kilómetros de Buenos Aires; y al igual que el autor del Taximetrista, hace de esta ciudad el centro de una provincia vehicular, marcada por una locomoción multiforme y permanente. Lo demuestra con particular concisión su cuento «Caballo», escrito en 2011, que relata únicamente cómo dos ninos se desplazan en bicicleta y en camión para traer un caballo pastoreando detrás de un puente de ferrocarril.19 Las tres primeras novelas de Ronsino evocan una variedad semejante de transportes, pero los presentan a una luz distinta: como los vehículos son utilizados por personajes adultos, dan lugar a transgresiones más o menos graves.
La descomposición, la primera parte de la trilogía, lleva más aparentemente la impronta de Saer.20 No por casualidad alude una vez a El limonero real, dado que, así como este «libro raro», narra los sucesos de una sola jornada.21 El día de su sexagésimo cumpleanos, el periodista Abelardo Kieffer recuerda varios momentos de su vida pasada en Chivilcoy. Parece significativo que a lo largo de este 28 de junio de 1999 contempla repetidas veces una cucaracha muerta visible en el suelo, cuya carcasa es lentamente trasladada por las hormigas. Este proceso de transporte animal anuncia ya que las numerosas escenas de transporte evocadas por el narrador sesentón se sitúan casi todas bajo el signo de la muerte. Con énfasis particular se subraya el lado oscuro de la locomoción cuando es cuestión de caballos. Al principio de la novela, Kieffer relata una historia contada por su padre acerca del zaino de Saturnino Pérez, un jinete «mítico» (p. 19) a quien ha visto de lejos en su primer día de caza. Una noche, este gaucho semejante a don Segundo Sombra montó a su caballo para expulsar a un intruso invisible, pero fue acuchillado por él en la oscuridad; sólo gracias al zaino, que pareció darse cuenta de la cuchillada nocturna, sobrevivió a su herida grave.22 En la segunda parte de La descomposición, aparece varias veces la tremenda figura del Loco Pujol, un cirujeador que no cesa de recorrer la ciudad en sulky. Si bien la historia de Saturnino Pérez remite al mundo salvaje de los gauchos, el recuerdo de Pujol parece impregnado de una violencia arcaica. Siempre anda parado en su carro, «largando latigazos» (p. 115) y lanzando un «grito de guerra» (p. 95), con no menos de seis perros encadenados atrás. Este vehículo viboreante y tumultuoso no solamente provoca acidentes de tránsito, porque «la ruta es un texto escrito por todos» (p. 95), sino que se vincula también con una escena sumamente sangrienta. Tras la caída de su padre, que desde uma cuchillada dependía de una silla de ruedas, el cirujeador se hizo cirujano y cortó la pierna engangrenada del viejo para colgarla encima de su carro. Sin duda, a ningún vehículo semejante corresponde mejor el término técnico de tracción a sangre.
Igualmente mortíferos se presentan los transportes motorizados que surgen en la memoria del narrador. La violenta historia de Saturnino Pérez le fue contada al joven Abelardo en la camioneta del padre, cuando lo acompanó a cazar liebres medio siglo atrás. Con su primer tiro, empero, el nino no mató un animal, sino a otro participante de la casa, porque el gatillo de su escopeta se enganchó en un alambre de púa y soltó un disparo involuntario. A este balazo trágico que resuena en un recuerdo lejano corresponde otro tiro mortal, disparado tres días antes del aniversario por un remisero del pueblo contra el propietario del bingo local. Después de jugarse allí su Renault 12, la base rodante de su existencia, el conductor profesional perdió los estribos; creyendo que había matado al otro, manejó hasta el puente de ferrocarril de donde saltó en la vía y quedó desfigurado por un tren de carga. Este suicidio reciente demuestra que los trenes evocados en La descomposición se vinculan tanto con la muerte como los autos. El narrador parece realmente obsesionado por los ruidos del ferrocarril local:
Primero es un rumor, siempre se presenta así, después se hace temblor, para volverse un suceso real, traído por el viento, en bocanadas espaciadas. Una marca en el día: como lo son, por ejemplo, las patas sin herrar del caballo de Pujol, en la tierra suelta. Cuando el tren atraviesa el puente, apenas se ve la luz roja en una de las barandas de hierro; y una sombra que cubre la luz se sucede a cada instante, hasta desaparecer, llevándose, esa sombra, también el ruido chirrioso, para la pampa. Entonces nos deja las vibraciones. El tumulto en el monte. A veces, los gritos de guerra de Pujol, alargados, infantiles. […] Hay un tren, atravesando la oscuridad del campo, espantando a los animales, sacudiendo las chapas oxidadas de los ranchos. […] Ahora, parece más real: se lo escucha y se lo ve. En verano, en cambio, las cosas se confunden. La frondosidad de los árboles del monte lo dejan, apenas, adivinar por el ruido[,] ese traqueteo quebrado, como la respiración de alquien que tiene la nariz rota. Un boxeador. En verano el paso del tren se parece a la respiración de un boxeador herido (p. 66-67).
En el traqueteo del tren, que le hace pensar en un combate vehemente de boxeo, pero también en el carro del cirujeador guerrero, no se repercute solamente el pasado inmediato de Kieffer, marcado por el arrollamiento del remisero, sino toda una serie de momentos violentos asociados con el ferrocarril, en particular a la estación del Norte de Chivilcoy. En la cervecería Munich, ubicada enfrente, tuvo lugar el velorio del joven cazador matado a tiros, así que la luz de una locomotora «alumbraba con fuerza» a los enlutados (p. 32). Y en un galpón abandonado de la estación ocurrió otro suicidio reportado por el periodista, la desaparición «como Kirilov» de un literato fracasado (p. 107). El mismo galpón fue además el teatro de la primera noche de amor entre Abelardo Kieffer y su mujer Silvia Ayala, a quien había conocido en el aniversario del velorio, celebrado veinticinco anos después. Por lo tanto, el ferrocarril estaba también al trasfondo cuando Kieffer, sólo cuatro meses antes de su cumpleanos, perdió a Silvia por uxoricidio involuntario; no sin razón oía otra vez el traqueteo del tren cuando la inhumó secretamente en el jardín. Como se puede ver en esta escena terrible, revelada en las últimas páginas, el tornado que devastó la ciudad aquel mismo día nefasto no es el único agente de la descomposición general subrayada por el título de la novela, ni siquiera el más importante. El estruendo siempre presente del ferrocarril y del carro arcaico parece estimular a varios personajes a una actuación o imaginación violenta, incluso al mismo narrador, aunque el periodista se desplace generalmente en bicicleta.23 Uno de los pocos carácteres insensibles a este impacto inquietante es el músico y matemático Bicho Souza, con quien Kieffer celebra su aniversario. En la memoria del narrador, este amigo surge una sola vez manejando un medio de locomoción, a saber, el bote que ambos utilizaron para visitar a un poeta loco en un manicomio perdido en el campo. Tal como el protagonista de El limonero real o como el carapachayo de Sarmiento, una versión apacible del gaucho salvaje, el esteta Souza logra mantenerse alejado del mundo bárbaro de los caballos y de sus sustitutos mecánicos.24
Glaxo, la segunda novela de Ronsino, se inspira también de una obra saeriana.25 Como en Cicatrices, se suceden cuatro narradores que desde distintos momentos y puntos de vista evocan un mismo acontecimiento mortal. Se trata del asesinato de un mormón norteamericano perpetrado en 1959 por el policía Ramón Folcada, el último de los narradores, pero atribuido erróneamente al peluquero Vicente Vardemann, cuya voz enuncia la primera parte de la novela. A causa de esta equivocación judicial, el crimen tuvo consecuencias graves para Vardemann, condenado a una larga pena de prisión, pero también para su amigo Miguel Barrios, el tercer narrador, a quien hasta su muerte temprana le remordió la mala conciencia, ya que fue su propia aventura secreta con la mujer del policía, sospechada por éste de ser la amante del peluquero, lo que inspiró a Folcada la idea infame de cometer un delito grave para poder inculpar a su presunto rival. En varios respectos, este asesinato principalmente táctico, aunque también motivado por cierta paranoia nacionalista, 26 se vincula con trenes. Por una parte, el tiro mortal fue disparado junto a un ramal del ferrocarril Sarmiento, cuya inauguración por el prócer epónimo en 1866 contribuyó mucho a la prosperidad de Chivilcoy,27 tal como más tarde la fábrica química de la empresa Glaxo, ligada con la red ferroviaria por el ramal en cuestión. Por otra parte, el asesinato tuvo lugar poco después del estreno argentino del western El último tren de Gun Hill, que asigna un rol importante al ferrocarril y — conforme al segundo narrador Bicho Souza — era la película culto de Vardemann y de Barrios. Así, no parece inoportuno la decisión de algunas editoriales extranjeras de sustituir el título algo enigmático de la novela por El último tren a Buenos Aires.28 De hecho, el papel crucial de Glaxo incumbe al ferrocarril; de una u otra manera, los trenes que aparecen antes, durante y después del crimen marcan la vida de todos los protagonistas, a pesar de ser solamente un episodio en la historia local del transporte.
Para algunos personajes, los trenes ofician de vehículos liberatorios. Tal como uno de los colegas del mormón asesinado, observado en la estación de la Glaxo, están «esperando un tren que lo[s] sacaría de un pueblo perdido en la pampa argentina» (p. 66). Entre ellos figura Miguel Barrios que trabaja en la oficina de encomiendas del ferrocarril y siente un malestar profundo frente a la cultura ecuestre aún muy presente en su pueblo, porque su padre murió al caer del caballo durante una domada tradicional. Cuando viaja por primera vez a Buenos Aires, no tarda en descubrir que el tren es mucho más que un médio de locomoción. Ya al salir de la estación de su barrio lo fascina la súbita dinamización del paisaje familiar:
lo más sorprendente fue dejar la imagen fija y congelada de ese lugar; ver a través del movimiento, que el mundo se amplificaba pasando el puente de la ruta provincial; y que esa pequena porción de tierra, rodeando a la Glaxo, no era más que un instante mínimo, casi insignificante — si no fuera por los anos que había vivido ahí —, en la larga travesía del viaje (p. 68-69).
Más tarde, se topa con la Negra Miranda, la joven esposa portena de Folcada, que en Chivilcoy frecuenta los mismos bares y ahora toma asiento junto a él. Este encuentro casual, que se anuncia por la sensación de ser rozado por piernas ajenas, se prolonga en los transportes de la capital federal y se termina en un hotel, «enfrente de la estación Once» (p. 70), donde el adulterio se comete por primera vez. Cuando Barrios vuelve a su barrio en el último tren del día, siente que algo se ha «alterado» (p. 70), que las cosas ya no se ven del mismo modo. Sin embargo, se queda en Chivilcoy tras descubrirse la aventura amorosa, a diferencia de la Negra que decide huir para siempre a fin de liberarse del matrimonio con el policía implacable. Una madrugada ella se cuelga del tren lechero que para cerca de la Glaxo y se hace «humo» en un sentido muy técnico de la palabra (p. 53). Sólo muchos anos después, sus amigos del barrio se enteran de que ha comenzado una nueva vida en otra parte. A la luz de estas dos evasiones ferroviarias, una provisoria y otra definitiva, el desmontaje de las vías del ramal en 1973, evocado al principio de la novela, parece no solamente degradar la infraestructura económica del barrio, sino también la situación existencial de sus habitantes. Sin estación ni trenes les falta la entrada de un mundo desconocido y quizás menos peor.29
Desde la perspectiva de otros personajes, sin embargo, el ferrocarril funciona, igual que en La descomposición, como una máquina de muerte. En su ensayo sobre «La escritura y la máquina», Ronsino declara su admiración por La bestia humana de Zola, que hace de un expreso el teatro de un asesinato y de varios accidentes mortales.30 En Glaxo sucede algo parecido, aunque de manera mucho menos dramática. Folcada mata al mormón inocente junto a la vía férrea del ramal, porque el ruido del tren que pasa tapa el sonido del tiro. Así, aprovecha de modo indirecto del ferrocarril que le interesa como generador de estrépito, no como medio de locomoción. Eso corresponde a la posición de Folcada en la cultura local del transporte, ya que parece representar más bien la época del caballo, que va acabándose a causa de los vehículos motorizados. En vez de viajar en tren como su mujer, el policía prefiere cabalgar en su overo Yugurta, al cual puso el nombre de un jinete legendario de la Antigüedad. También por eso no descubre que su verdadero rival es Barrios, en quien confía porque lo acompana en sus cabalgatas, pese al destino mortal del padre domador. La víctima de este error es Vardemann en cuyo negocio Folcada esconde el arma del crimen. Equivocadamente acusado de haber pegado un tiro mortal durante el pasaje del tren, el peluquero manifiesta un miedo visceral ante el ferrocarril después de salir de la cárcel. Eso se puede desprender de una pesadilla que lo invade repetidamente, con tanta obstinación que le parece necesario contarla dos veces:
Entonces sueno con trenes. Con trenes que descarrilan. Se hamacan, antes de caer. Rompen los rieles. Largan chispas. Y después viene ese ruido, previo a la detención, tan estridente. Que hace doler las muelas. Que conmueve. Como cuando la navaja raspa en la zona de la nuca, y las cabezas se estremecen, las espaldas se estremecen, y no importa si es Bicho Souza o el viejo Berman, las espaldas se sacuden como los vagones de un tren descarrilando (p. 25).
Este sueno angustioso, que surge por primera vez cuando desmontan la vía férrea visible desde la peluquería (p. 12), revela hasta qué punto los trenes asociados con la muerte penetran la vida cotidiana de Vardemann. El ruido del descarrilamiento es comparado con el efecto de una navaja de barbero, mientras que el esalofrío sentido durante la afeitada es comparado con la sacudida de un descarrilamiento. Parece que el peluquero sigue obsesionado por el crimen ferroviario más allá de la época del ferrocarril. Pero también Barrios, el amigo traidor, se siente amenazado por el mundo de los trenes después del asesinato imputado a Vardemann. Cuando en 1966 ve al peluquero excarcelado bajar del tren en la estación del barrio, puede «ver con claridad la posible forma que tomará [su] muerte» (p. 74). Esta declaración algo enigmática se aclara a la luz de la película Last train from gun hill de John Sturges, que ambos vieron en el ano del crimen. Entonces, solían imitar el showdown de este western con papeles invertidos: Vardemann fingía morirse en la lluvia de balas, aunque desempenara el papel del marshal vencedor, representado por Kirk Douglas; Barrios simulaba abatir a su adversario en el estilo de John Wayne, a pesar de que interpretara el rol del delincuente derrotado, representado por Anthony Quinn. Ahora, en cambio, el peluquero regresado balea a su antagonista con un revólver imaginario, así que restituye el escenario original y ocupa «el lugar del verdugo o de la venganza» (p. 74). Obviamente, no es el ajuste de cuentas simbólico lo que causa la muerte de Barrios siete anos después, sino más bien una intoxicación debida a la Glaxo. No obstante, el comentario del moribundo acerca de esta escena vincula el fin de su vida con el showdown en el andén. Eso llama tanto más la atención debido a que la película de Sturges trata de una cesura en la historia de los transportes: el marshal que ya no monta a caballo mata a un jinete bárbaro a quien quería llevar al tribunal en el último tren del día. Con referencia al argumento del western, la escena del andén sugiere que Barrios es castigado por su regreso al mundo ecuestre, por alejarse del ferrocarril al cual debe una experiencia liberatoria, pero que experimenta ahora como una máquina de muerte. Así, la nueva diagonal que sustituye los rieles del ramal no le parece solamente a Vardemann una «herida cerrada», «el recuerdo de un tajo, irremediable, en la tierra» (p. 31). En suma, sin embargo, en Glaxo se matiza la imagen de los transportes que en La descomposición todavía resulta principalmente sombría: a medida que el tren sirve para salir de un ambiente inhibidor, se destaca del reino de los jinetes.
Una matización semejante de la provincia vehicular se vislumbra aún más en Lumbre, la última parte de la trilogía pampeana.31 Esta novela mucho más amplia que las dos precedentes es narrada por Federico Souza, el hijo de Bicho Souza, que nació el mismo día del asesinato evocado en Glaxo, donde ya aparece fugitivamente como nino jugando en el lugar del crimen. Medio siglo después, durante una visita de tres días en su pueblo natal, se acuerda de varios personajes e historias importantes en su juventud que ha pasado allí, antes de establecerse como poeta y guionista en Buenos Aires. A diferencia del narrador de La descomposición, los evoca en movimiento constante, recorriendo Chivilcoy a pie, en colectivo o en bicicleta. Parece mucho más obsesionado por todos los medios de transporte que cruzaron su camino en el pasado y los que siguen cruzándolo en el presente. Recuerda, por ejemplo, el caballo blanco de su antecedente Agustín Souza, confiscado por Sarmiento en 1852, o un caballo salvaje llamado Bragado, que según la leyenda se hundió en el agua para no ser domado. Además, evoca repetidamente la carcasa de un micro quemado que se impone como un «resto fósil» (p. 18) en la antigua estación Norte. Finalmente, se refiere varias veces a la motocicleta del Pajarito Lernú, un poeta recién fallecido en un accidente de tránsito, que le ha legado una vaca y un cuaderno de notas. Pero el vehículo que más acapara su atención es sin duda la bicicleta. Una de las imágenes que surge con mayor frecuencia en su memoria es la de una bicicleta en el taller, «una bicicleta dada vuelta, las ruedas apuntando al techo y los pedales, levemente, girando en el aire» (p. 23, 90). Esta imagen insistente, que aisla el vehículo de su uso normal y por eso pone de relieve su funcionamiento, anuncia que desempena el papel principal entre los medios de transporte evocados en Lumbre.
Las amplias escenas ciclistas de la novela subrayan dos funciones secundarias del vehículo utilizado por los ninos, los deportivos y los personajes no motorizados. En las historias que giran alrededor del ciclista amateur Carlos Luna, la bicicleta aparece como un instrumento del exceso total. Según las versiones contadas por Bicho Souza y Pajarito Lernú, este hombre modesto intentó batir en 1953 el récord de resistencia, dando vueltas durante cinco días enteros en una plaza de Chivilcoy. Gracias a este «golpe de efecto» (p. 217), propuesto por un estafador irresponsable y digno del amateur eternizado por la pieza epónima de Mauricio Dayub,32 quería despegarse del pelotón y convertirse en ciclista profesional, pero al final cayó agotado y contrajo una pulmonía grave. Sin embargo, pese a esta derrota deportiva, logró transportarse en un estado de trance, viajando «montado en un sistema autónomo, regido por palpitaciones, fragmentos de noticieros del Tour de France y ríos tumultuosos» (p. 221), avanzando como «un satélite pegado a la órbita de la plaza, aferrado por la propia inercia de sus movimientos» (p. 224). Así, el fracaso de su intento es conmemorado como un «tajo en la rutina del pueblo» (p. 222) que no estaría fuera de lugar «en alguna película de los anos cincuenta» (p. 225). Fiel a esta historia melodramática, Luna se murió dieciseis anos después en la tradicional carrera de ciclismo Doble Bragado, cayendo como el mítico caballo del mismo nombre en el cauce del río paralelo a la cinta de asfalto. En su caso, la emblemática «bicicleta dada vuelta» significa una transgresión sin reserva de sí mismo.
En el caso de Federico Souza, en cambio, la bicicleta sirve para una exploración profunda del mundo provinciano. Recorriendo su ciudad natal, el narrador no se desplaza en auto, como el protagonista de un documental que cita en varias ocasiones, sino por lo general sobre dos ruedas. El primer día de su visita, va a «explorar la zona» de la Glaxo y del cementerio municipal en la bicicleta de su padre (p. 34), hasta que pierde este vehículo tras estacionarlo sin cerrar con llave y tiene que continuar su paseo en colectivo, un medio demasiado veloz para leer las inscripciones en la calle. El tercer día, roba él mismo una bicicleta en un rancherío del barrio vecino, no sin recordar la película Ladri di bicicletti, y se pone a pedalear de nuevo por los arrabales de Chivilcoy. Este último recorrido empieza así:
Pedaleo. El camino de tierra serpentea en la oscuridad. […] Sigo la huella seca abierta por los camiones que van y vienen, incansables, del horno de Bustos. Y por eso quedan estas marcas. […] Entonces, de la misma manera que se trabaja con los dientes, lentamente, sobre un pedazo de carne, así, le voy dando forma a una idea, una idea que debe moverse con un ritmo. Sin ritmo no hay nada. No hay poesía, Ir, de este modo, por la huella. El aire de las quintas flamea tibio mientras pienso que ir por la huella es repetir una historia. Pedaleo y trato, a la vez, de sostener el equilibrio. Ahí está el asunto. También cuando se piensa en un movimiento, en la respiración de un cuerpo (p. 233).
Para el narrador ambulante, andar en bicicleta equivale leer las huellas inscriptas en el camino y encontrar tanto el ritmo como el equilibrio necesarios para dar forma a una idea. De tal modo, pedalear es preparar una creación poética a partir de la historia grabada en el suelo. Pero el pedaleo continuo le permite también al poeta regresado observar la violencia aún presente en su pueblo natal. En una curva descubre un acoplado estacionado y, poco después, un auto ocupado por tres jóvenes que no cesa de acelerar, de frenar y de girar bruscamente para volver al lugar de partida. No le resulta claro si se trata de una broma o de algo serio, tal como en los juegos tan típicos de los cuentos de Cortázar alias Julio Denis cuya presencia efímera en Chivilcoy ha recordado también a lo largo de sus paseos anteriores.33 Claro está, en cambio, que estas maniobras ejecutadas a tumba abierta acaban mal, por una colisión del auto con el acoplado cuya lanza atraviesa la «masa compacta de ruido, juventud y velocidad» (p. 254). Este episodio sangriento revela una vez más que la transgresión persiste en los transportes omnipresentes que marcan la trilogía pampeana. No obstante, la tercera novela de Ronsino está protagonizada por un vehículo ubicado al margen de la violencia y presentado como un lugar de la libertad.