Resumen: Este artículo se propone identificar las ansiedades políticas, sociales y económicas que animaron a las élites seculares de Anglia Oriental —en los albores del siglo XIV— en la comisión de libros devocionales privados cuya marginalia incluía los novedosos y recurrentes te- mas del clérigo y el obispo monstruosos. Poniendo en diálogo las fuentes documentales producidas durante el período con la estrecha relación que se teje entre el texto de los salterios y la periferia visual que suele acompañarlos, este trabajo sugiere que el obispo y el clérigo monstruosos representaban el malestar de los señores de Anglia Oriental frente al Papado de Aviñón y las crisis disciplinares que enfrentó el clero inglés en los siglos XIII y XIV.
Palabras clave:MonstruosMonstruos,arte tardomedievalarte tardomedieval,manuscritos iluminadosmanuscritos iluminados,marginalia medievalmarginalia medieval,Papado de AviñónPapado de Aviñón,celibato clericalcelibato clerical.
Abstract: The aim of this article is to identify the political, social, and economic anxieties that prompted East-Anglian secular elites —at the dawn of the fourteenth century— in the commission of private devotional books whose marginalia included, as new and recurrent themes, the monstrous cleric and the monstrous bishop. Establishing a dialogue between documentary sources produced during the period and the close relationship that weaves the texts of the psalter and the visual periphery that used to accompany them, this work suggests that monstrous bishops and clerics expressed the discomfort of East- Anglian lords towards the Avignon Papacy and the disciplinary crisis that faced the English clergy during the thirteenth and fourteenth centuries.
Keywords: Monsters, Late Medieval Art, Illuminated Manuscripts, Medieval Marginalia, Avignon Papacy, Clerical Celibacy.
Resumo: Este artigo propõe identificar as ansiedades políticas, sociais e econômicas que motivaram as elites seculares da Ânglia Oriental —nos alvores do século XIV— na comissão de livros devocionais privados cujas marginália incluíam os inovadores e recorrentes temas do clérigo e do bispo monstruosos. Pondo em diálogo as fontes documentais produzidas durante o período com a estreita relação que se tece entre o texto dos saltérios e a periferia visual que frequentemente os acompanha, este trabalho sugere que o bispo e o clérigo monstruosos representavam o mal-estar dos senhores da Ânglia Oriental com relação ao Papado de Avinhão e às crises disciplinares que o clero inglês enfrentou nos séculos XIII e XIV.
Palavras-chave: Monstros, arte tardo-medieval, manuscritos iluminados, marginália medieval, Papado de Avinhão, celibato clerical.
De-sacralizando la imagen clerical: salterios y obispos monstruosos en la Inglaterra bajomedieval
Recepción: 18 Enero 2018
Aprobación: 05 Abril 2018
El papado de Bonifacio VIII —el último pontífice que residió en Roma antes de la migración de esta institución a Aviñón en 1309— fue conocido por su resuelto interés en afirmar la autoridad absoluta, tanto espiritual como temporal, del obispado de Roma sobre toda la cristiandad.1Movido por la resolución de afirmar el imperium del Papa y de la Iglesia sobre el orbe, encontró en la imagen una eficaz herramienta de discurso político, convirtiéndose así en el primer pontífice vivo en patrocinar retratos escultóricos de su persona, retratos que habrían de ser instalados —también de forma innovadora— en el interior de las iglesias y en la entrada de ciudades como Orvieto y Bologna (Img. 1). Estos retratos —que ponían en diálogo el retrato monárquico y el ícono religioso2— pretendían convertir la imagen del Papa tanto en un vehículo actuante de su poder, como en una proyección hierática, sagrada, del dominio político y moral de la Iglesia, sustentado en la autoridad fundacional de San Pedro. Sin embargo, la fijación material, artística y visual de la dignidad de la Iglesia estaría lejos de seguir el cauce unívoco que trataron de imprimirle tanto Bonifacio VIII como sus sucesores, pues no solo la legitimidad política, moral y religiosa de sus miembros vendría a convertirse en motivo cada vez más frecuente de sospecha para el mundo público a partir de los primeros años del siglo XIV, sino que, por entonces, vino también a consolidarse un dispositivo cultural y visual que habría de poner los poderes políticos y discursivos de la imagen en manos de un público más amplio, un recurso pictórico que no solo permitía la expresión de las ansiedades políticas y morales de quienes podían sentirse lesionados por las acciones de los miembros de la Iglesia, sino que también permitía mantenerlas en un cómodo nivel de discreción. Estamos hablando, por supuesto, del aparato de imágenes marginales que ya desde finales del siglo XIII acompañaba, de manera cada vez más frecuente, el texto de los salmos en breviarios, salterios y libros de horas3, códices que le permitían a sus lectores —laicos y clérigos— sacralizar la experiencia cotidiana del tiempo a través del rezo meditativo de los salmos y la entonación de plegarias que satisfacían las diversas necesidades litúrgicas de sus poseedores, siendo este el caso de las devociones a los santos y aquellas a que daba lugar, por ejemplo, la experiencia de la muerte.4
Este extravagante universo pictórico —como también la abigarrada parafernalia de seres monstruosos que albergaba en su condición de periferia espacial— venía a desafiar tanto las fronteras establecidas por la naturaleza sobre las criaturas como los códigos de comportamiento social que regían y definían la identidad de las élites que lo habían comisionado. Como bien lo atestigua el Salterio de Rutland5 (Img. 2, 3 y 4) —producido entre 1260 y 1270, y tal vez el primer códice que implementó un aparato marginal sistemático6— desde la condición periférica que les ofrecía el margen de los folios, una caprichosa comunidad de monstruos, híbridos y personajes ajenos a la iconografía religiosa tradicional establecía lo que en apariencia —para el lector/espectador contemporáneo— resulta ser un diálogo desafiante con la sacralidad literaria de los salmos, con la fijeza y la autoridad que tradicionalmente se le atribuía a la palabra, pues a primera vista podemos colegir que las actitudes de los personajes que pueblan estos márgenes visuales no solo se identifican con aquello que podríamos definir como profanidad, sino también con la ruptura de los goznes narrativos definidos por el texto al que acompañan. En consecuencia, pues, lo que más nos desconcierta en el presente, en nuestra condición de espectadores y estudiosos del fenómeno, es justamente la dimensión de significado en la que pudo inscribirse ese diálogo entre profanidad y sacralidad, como también la experiencia de lectura que pudieron tener los promotores de estos libros al enfrentarse a un dispositivo textual y pictórico en el que no solo se tejía una compleja relación entre palabra e imagen, sino también una inquietante convergencia entre la monstruosidad del aparato pictórico y la normatividad narrativa que tradicionalmente se le asignaba al relato de los salmos. En suma, el desafío que nos plantea la consolidación de la marginalia monstruosa en el mundo librario puede resumirse en una sola pregunta: ¿Qué motivaciones animaron su patronazgo?
Está claro que esta cuestión —como también aquellas que le subyacen— plantea un problema nada fácil de resolver, que ya desde el siglo XIX inquietaba a los estudiosos del arte tardo-medieval. Mientras los historiadores que escribieron en la última mitad del siglo XIX —siendo este el caso de Edward Maunde Thompson7 y Emile Male8, por citar un par de ejemplos— le negaron a la marginalia monstruosa cualquier posibilidad de significado por alejarse del modelo normativo de lenguaje que el positivismo había encontrado en la palabra hablada y escrita,9 los estudiosos que trataron el problema a mediados del siglo XX —siendo este el caso de Jurgis Baltrusaitis10 y Meyer Schapiro11— redujeron la marginalia gótica a las categorías de decoración y exploración formal de la imagen, respectivamente, negando así la posibilidad de que pudiesen inscribirse tanto en un horizonte de significado más profundo como en una relación de diálogo semántico con el contenido del texto. Por su parte, y en una inversión del modelo epistemológico del que bebía la historiografía anterior, los investigadores de la marginalia a partir de los años sesenta del siglo XX —siendo los casos de Lillian Randall, Lucy Freeman Sandler y Michael Camille—, constataron que la imagen marginal profana podía ser tanto la proyección visual de los relatos populares promocionados por las órdenes mendicantes a partir del siglo XIII,12 como un retrato negativo de los nuevos actores sociales que desafiaban el poder arist crático, feudal y cortés de las élites medievales,13 por lo que, en consecuencia, le asignaron a la marginalia monstruosa importantes roles discursivos y antropológicos al interior de la cultura medieval: ampliar o concretar contextualmente el contenido de los salmos para el espectador14 y definir paradigmas de identidad y alteridad que le permitieran a los comitentes de estos libros trazar con mayor claridad su propio lugar en el entramado social que les rodeaba15.
Ahora, si bien es cierto que estos autores hicieron notables contribuciones para la comprensión del valor y el significado que tuvo el fenómeno de la marginalia monstruosa en la cultura tardo-medieval, también lo es que la mayoría de los temas pictóricos contenidos en la periferia de los libros devocionales privados producidos por entonces, en su singularidad, sigue siendo más que difusa para el investigador contemporáneo, lo que entraña el riesgo de reducirla, nuevamente, a la condición de a-significativo capricho visual que le asignó la historiografía de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Sin embargo, si volvemos nuestra mirada al ámbito nacional, cronológico, político y cultural que vio la consolidación de esta marginalia monstruosa en el universo del códice, podremos entender más claramente las motivaciones que animaron el patronazgo de este dispositivo visual —y particularmente el tema concreto del clero monstruoso, uno de sus temas más frecuentes— como también el horizonte de significado en que se inscribió.
El recurso a la imagen monstruosa —como elección dominante en lo que atañe al proceso decorativo del que eran objeto los márgenes de los manuscritos—, vio la luz en Anglia Oriental (Inglaterra), una región que comprendía algunos de los obispados más ricos del reino: Norwich, Hereford y Lincoln,16 sedes episcopales que por ser fortines económicos y administrativos tanto para los monarcas de turno como para las élites locales y los obispos, habrían de convertirse en escenario de fricciones morales, señoriales y administrativas entre el clero y la población secular, enfrentamientos que, como veremos más adelante, anima- rían la aparición del tema marginal del clero monstruoso en la cultura libraria de Inglaterra. De allí procederán, justamente, los manuscritos ingleses que explorarán con mayor profundidad este tema concreto, como también los más generales de la monstruosidad y la hibridación, siendo este el caso del Salterio de Rutland (British Library, Add MS 62925), el Salterio de Gorleston (British Library, Add MS 49622), el Salterio de Luttrell (British Library, Add MS 42130) y el Salterio de Bohun (British Library, Egerton MS 3277), códices que, por las razonesque acabamos de citar, serán examinados en este artículo. Y es que si hay una característica concreta que puede vincular en una experiencia pictórica común la mayoría de los manuscritos devocionales privados producidos en Anglia Oriental durante el período, esta es, justamente, la constante insistencia que hacen en la presentación de una imagen negativa del clero, particularmente de los obispos. Tal será el caso, por ejemplo, del Salterio de Gorleston, producido entre 1310 y 132417. En el folio 55r —para citar un caso que se repetirá de manera constante en éste y otros salterios—, encontramos que una pequeña imagen, retratando a un obispo (Img. 5), cierra el salmo 15: 39, que pide literalmente a Dios: “con- funde y atemoriza, a un mismo tiempo, a quienes persiguen mi alma, y llévatelos lejos; regrésalos sobre sus pasos y atemoriza a quienes me desean el mal”18. En este caso, es claro que la imagen pretende ser la concreción contextual del contenido del versículo, sugiriendo que para el comitente del Libro —Roger de Bigot, 5º conde de Norfolk (Anglia Oriental)19—, la institución obispal o un obispo en particular eran motivo de inquietud.
Participando de una inclinación discursiva similar, en el folio 115r (Img. 6) encontramos la representación de un fraile que ofrece, alegremente, una botella de vino a una monja quien, a juzgar por el gesto de su mano, rechaza airada la invitación. Esta imagen marginal acompaña el Salmo 88:10, que reza: “pode- roso eres, Señor, y la verdad está a tu alrededor”20, capitalizando visualmente, de manera sarcástica, el potencial semántico de la palabra latina potens (poderoso)—que se presta abiertamente a un juego verbal con la voz potus (que como sustantivo significa “bebida” y como participio de pretérito “bebido”/ “borracho”)—, de manera que la interacción del fraile y la monja en torno a la botella no hacen otra cosa que ofrecer al lector una precisión pictórica del contenido del verso: borracho está el señor y la bebida está a su alrededor, es decir, entre el clero que lo rodea, pues seguramente el iluminador hace también un contrapunto entre la segunda parte del verso —“la verdad está a tu alrededor”— y el dictum de Plinio el Viejo, in vino veritas (en el vino está la verdad).21
Sin embargo, el diálogo entre imagen marginal y texto propiciado por los libros de devoción privada comisionados en Anglia Oriental no se limitará a ofrecer una imagen viciosa u opresiva del clero, sino que llegará a monsterizarlo22 de manera resuelta, tal como sucede en distintos lugares tanto del salterio de Gorleston como de otros libros devocionales del período. En el folio 96r del manuscrito que se viene examinando, y a manera de ejemplo (Img. 7), un obispo con cuerpo de simio predica ante un auditorio compuesto, a su vez, por otro animal de la misma especie, ofreciendo así una precisión visual de los versículos 18-19 del salmo 73, contenidos en esa página: “recuerda esto ahora: los enemigos insultan a Dios, y el pueblo estúpido provoca tu nombre. No entregues a las bes- tias las almas que te reconocen, y no olvides las almas de tus pobres”.23 A partir de este contrapunto entre imagen y texto, tanto el iluminador como el lector del salterio identificaban la institución episcopal con la categoría de bestiae (bestias), y con el populus insipiens (pueblo estúpido), del que amargamente se quejan los salmos. Por su parte, y en una inclinación similar, el Salterio de Luttrell —comisionado entre 1334 y 133524—, nos ofrece en su folio 175r la imagen de un obispo con cuerpo de felino rampante que corre hacia el lado izquierdo de la página (Img. 8), concretando así el contenido del salmo 98:1, que reza, literalmente: “El señor reina: que el pueblo monte en cólera; aquel se sienta sobre querubines: que se estremezca la tierra”. 25 En este caso, pues, el obispo/felino encarna al pueblo que montará en cólera (irascantur populi), que se indignará con el reinado de la divinidad, esas gentes que se estremecerán (moveatur) y serán puestas en fuga por el poder de Dios, tal como lo refiere el texto de los salmos.
Ante la frecuencia con la que se presenta este recurso discursivo, una serie de acuciantes preguntas nos sale al paso: ¿Por qué el clero —particularmente la institución episcopal— se convirtió en objeto de las invectivas visuales y textuales tanto de los promotores como de los iluminadores de estos libros? ¿Por qué plasmar a estos clérigos con atributos monstruosos? ¿Por qué inscribirlos en una dimensión que para la cultura medieval —desde San Agustín26— se identificaba con la ruptura del orden cosmológico, con la disrupción del orden natural y la degradación de lo antropológico?27 Una visita a las fuentes literarias y documentales producidas en Inglaterra durante el período —particularmente aquellas que tocan los temas de la disciplina clerical y la recepción pública de la política de nombramientos eclesiásticos implementada por la oficina pontificia entre finales del siglo XIII y comienzos del XIV— nos permitirá identificar algunas de las motivaciones que animaron la aparición de este tema pictórico en Anglia Oriental.
En el curso de la primera década del siglo XIV, Robert Mannyng —canónigo del priorato de Sempringham (Anglia Oriental) y uno de los narradores más prolíficos de la literatura inglesa en el período que antecedió la obra de Geoffrey Chaucer28— compuso un tratado moral ampliamente leído en toda la isla, el ya célebre Handlyng Synne (Enfrentando el pecado), texto que insiste de manera constante, y a partir de diversos exempla, en la necesidad de establecer límites estrictos entre hombres y mujeres al interior de las instituciones religiosas de la región —e incluso en los espacios rituales. Esta imperativa necesidad —señalada cada vez más frecuentemente por otros autores, como veremos— no tendría otra motivación que la manifiesta inconstancia de los clérigos y sacerdotes locales en lo tocante al celibato y la continencia de los apetitos corporales, razón por la que el Handlyng Synne recomendará a sus lectoras evitar el intercambio del beso de la paz con los clérigos, proscribiéndo también la frecuentación de los espacios adyacentes al coro de la iglesia con el propósito de evitar situaciones que pudieran menoscabar la fuerza de voluntad de quienes habrían de dedicar su vida al servicio exclusivo de la divinidad:
Ninguna mujer que tenga mal rabo
debe besar los labios de un sacerdote,
pues de esto no puede derivar sino el pecado
ya que su boca está consagrada al servicio de Dios (…)
pero cometen locura más grande las mujeres que suelen sentarse entre los clérigos
en momentos distintos a los maitines o la misa,
y a menos que sea en caso de necesidad,
pues de esto pude venir la tentación
y la interrupción de la devoción,
pues su vista puede producir sucios y débiles pensamientos
y el olvido del recato y la rectitud. 29
Sin embargo, las advertencias de Mannyng —en una inflexión que mani- fiesta la acuciante inquietud que despierta en el autor el fenómeno de la incontinencia clerical— adoptarán un tono cada vez más pesimista, inclinación que se deja ver claramente en los leitmotivs a los que acude para definir el discurso moral de sus exempla. Aquí, frenéticas cohortes de demonios se darán a la tarea de castigar a los implicados en las rupturas del celibato clerical, particularmente a quienes se niegan a hacer contrición por la impiedad de sus acciones. Tal será el caso de una mujer —cuyo nombre mantiene en al anonimato— que habría sido la concubina de un sacerdote lascivo y con quien habría engendrado cuatro hijos. En su lecho de muerte —negándose a confesar su consciencia culpable y haciendo caso omiso de los ruegos de su descendencia, dedicada también al sacerdocio—, habría sido raptada por un grupo de demonios, quienes llenando la casa de gritos y espanto, habrían de llevarse consigo hasta la cama en la que reposaba.30
Animado por inquietudes morales y narrativas similares, el autor inglés William Langland —quien también nació y vivió en Anglia Oriental31— com- puso a finales del siglo XIV una obra ficcional que, en esencia, hacía un llamado a la reforma de la Iglesia y sus disciplinas institucionales.32 Esta es, justamente, Piers Plowman (Pedro el labrador), que refiere como un convento de Hertfordshire—en los confines occidentales de la región de la que venimos hablando— fungía como escenario para todo tipo de prácticas deshonestas, pues no solo era el espacio en el que las élites ponían a buen recaudo su descendencia ilegítima, sino también un teatro para amores deshonestos entre sacerdotes y monjas, cuyo trato sexual derivaba en una descendencia deshonrosa y pecaminosa, una progenie que ponía en entredicho la dignidad y la autoridad de la institución:
(…) la señora Iohanne era una bastarda,
y la señora Clarice la hija de un caballero, de quien un cornudo era su señor,
y la señora Peronelle era hija de un sacerdote, quien no era digna de ser priora,
pues tuvo hijos durante la Fiesta de las Cerezas,
que fueron vistos por quienes pertenecen a nuestro capítulo.33
Lo verdaderamente notable, sin embargo, de la apuesta discursiva de los autores citados anteriormente, es que su inquietud por las transgresiones morales del clero inglés trascendía el terreno de la pura ficción moralizadora, para convertirse, como veremos, en la expresión literaria de un fenómeno disciplinar e institucional que se desarrolló con fuerza a partir del siglo XIII, y que llegó a su cenit en el siglo XIV; un fenómeno que no solo habría de afectar la imagen pública de la Iglesia, sino también las vías de discurso a través de las que esta empezaba a manifestarse. Desde finales del siglo XII —y hasta el siglo XIV— los episcopados ingleses fracasaron rotundamente en la empresa de imponer en el clero local las disposiciones de la Reforma Gregoriana sobre el celibato universal de los miembros de la Iglesia,34 de manera que, tan solo en el siglo XIII, tuvieron que convocarse treinta sínodos locales35 y numerosas bulas papales para reiterar la probidad moral y disciplinar de la castidad clerical. En este sentido, vale la pena citar la bula Periculoso, compuesta por Bonifacio VIII en 1298 para persuadir a las comunidades conventuales femeninas de Inglaterra —particularmente las que residían en Anglia Oriental— a respetar el enclaustramiento monástico e impedir las visitas de laicos en sus instalaciones:
Peligroso y detestable el estado de algunas monjas que relajando las riendas de la honestidad y despreciando impudentemente la modestia monacal y la vergüenza de su sexo, vagan fuera de sus monasterios y algunas veces por las habitaciones de personas seglares; y aún dentro de los monasterios admiten frecuentemente personas sospechosas, en grave ofensa de aquel a quien con espontánea voluntad consagraron su integridad, en oprobio de su religión y con escándalo de muchos. Establecemos por la presente constitución, que inexorablemente ha de valer para siempre, que cada una de las monjas presentes y futuras, de cualquier orden o religión, presentes en cualquier parte del mundo, deben permanecer en perpetua clausura en sus monasterios.36
Atendiendo a inquietudes similares, la regesta papal refiere cómo los pontífices del siglo XIII se dieron a la tarea de escribir constantemente a las diócesis inglesas, con el propósito de privar de beneficios a los clérigos casados que residían en estos obispados e impedir que sus hijos heredasen estos privilegios. Para citar un par de casos, vale la pena recordar que, entre 1221 y 1240, Honorio III se vio en la obligación de dirigir, en no menos de cinco ocasiones, misivas que invitaban a los obispos y arzobispos de York, Worcester y Coventry a enfrentar el matrimonio clerical con arreglo a mecanismos como la privación de los beneficios económicos aparejados a los cargos eclesiásticos;37 y que en 1233 llegó a conceder una autorización a la hermandad de Sempringham —residente en Lincolnshire, Anglia Oriental— que le permitía expulsar a todos los monjes que fuesen acusados de incontinencia.38 En este último caso, la severidad del castigo que podía imponerse sobre los clérigos transgresores revela no solo la creciente inquietud que despertaba este fenómeno en la oficina pontificia sino también, y con toda probabilidad, que estas infracciones se habían convertido en tema de dominio público para la población local.39
De hecho, la llegada del siglo XIV —y a despecho del celo disciplinar con el que los papados anteriores habían enfrentado el problema— no vería ningún tipo de atenuación en la frecuencia de las faltas clericales a la continencia, el cel bato y la castidad, razón por la cual, en muchos casos, las medidas que adoptaron los episcopados para enfrentarlas se hicieron más rígidas y verticales. Sin embargo, aunque la excomunión de los incontinentes, la limitación de sus libertades y la imposición de arduas penitencias se convirtieron en las armas que esgrimieron los obispos para purgar las faltas del clero, la política de nombramientos eclesiásticos implementada por el papado —que se había mudado en 1309 a Aviñón— parecía contrariar su espíritu punitivo. Pontífices como Benedicto XII,40 animados por intereses económicos y políticos que discutiremos más adelante, concedieron numerosas dispensas que permitían a los hijos de los clérigos ser ordenados como sacerdotes, menoscabando todavía más tanto la imagen pública del clero inglés como la autoridad y la legitimidad de sus líderes. Además, vale la pena mencionar que la permisividad de la oficina papal aviñonesa frente a la incontinencia y el matrimonio clerical se manifestó de manera aún más abierta en los obispados de Inglaterra que gozaban de mayores réditos económicos, siendo este el caso, por ejemplo, de las sedes episcopales de Lincoln (Anglia Oriental) —destinataria de numerosas dispensas de ordenación a hijos de clérigos durante las primeras décadas del siglo XIV—y de Norwich (Anglia Oriental) —que entre 1275 y 1348 presentaba una de las mayores concentraciones de clérigos casados de todo el reino—,42 fenómeno que incidió de manera directa en las reservas que tenían las élites locales sobre la probidad de sus líderes religiosos.
Como efecto de los escándalos43 que suscitaban en el mundo público los casos de incontinencia clerical, muy prontamente se desarrolló en el imaginario popular de Anglia Oriental una poderosa asociación entre las categorías clérigo y transgresión sexual, asociación de la que no solo dan cuenta las fuentes literarias que examinamos —Piers Plowman y Handlyng Synne—, sino también el aparato marginal de los salterios que por entonces se produjeron en la región. Así, en una instancia fundacional —aunque todavía no monsterizante—, podemos citar el Salterio de Rutland (1260). En el folio 37r (Img. 9) encontramos la representación de un clérigo que está a punto de defenderse, con ayuda de una daga, de las solicitaciones que le hace otro, desnudo, en el lado izquierdo. Lo verdaderamente notable, sin embargo, es que la alusión visual a la solicitación homosexual de un clérigo es empleada aquí como la concreción pictórica y semántica del salmo 34: 2-6, en el que el salmista pide a Dios: “Toma tu arma y tu escudo, y levántate en mi ayuda, lanza tu jabalina y aprisiona a aquellos que me persiguen (…) que se confundan y atemoricen quienes hostigan mi alma, sean confundidos y vuelvan sobre sus pasos los que quieren el mal para mí (…) que su camino se convierta en tinieblas [tenebrae] y se torne resbaloso [lubricum]”.44 El clérigo de la derecha, pues, hace alusión a la defensa con arma y escudo, mientras que la desnudez del de la izquierda —al igual que su gesto— se asocia tanto con el mal como con aquellos que “persiguen” al salmista, imprimiéndole simultáneamente una nueva dimensión a la voz lubricum —usada por el salmista en el último versículo para aludir al “camino resbaloso” por el que hará pasar Dios a los inicuos— al convertirla en el calificativo que determina la actitud erótica, lúbrica, del clérigo solicitante.
Ahora bien, estas asociaciones pictóricas entre clero y transgresión sexual habrían de hacerse todavía más inquietantes en los albores del siglo XIV, involucrando de manera más resuelta tanto la monstruosidad —expresión visual y física de la transgresión misma— como a las cabezas episcopales de la Iglesia, pues al igual que otros clérigos, los obispos ingleses de los siglos XIII y XIV se convirtieron a menudo en motivo de escándalo público por cuenta de su afición a las frivolidades mundanas, su violencia45 y, desde luego, su incontinencia, situación concreta que motivó delicados procesos de oposición —en el caso de los recién electos— y de suspensión —en el caso de quienes ya habían recibido las espiritualidades y temporalidades de su cargo.46 Un proceso de esta índole —y un ejemplo de la notoriedad pública que podían alcanzar las transgresiones cometidas por los líderes episcopales—fue el que tuvo que enfrentar el obispo Walter de Coventry—en la frontera occidental de Anglia Oriental— a comienzos de 1302. Un caballero de la región, de nombre John de Lovelott, acusó formalmente al clérigo de mantener una relación adúltera con Joan de Briancon —segunda esposa de su padre— y de haber tramado, en complicidad con esta mujer, el ahorcamiento de su progenitor. En vista de la gravedad de las acusaciones —como también de los testimonios reunidos en todos los rincones del reino sobre la relación del obispo con Joan de Briancon—, Bonifacio VIII decidió remover de su cargo al líder episcopal.47
La recurrencia de este tipo de escándalos —al igual que las referencias institucionales y literarias que se desarrollaron en torno a la incontinencia y otras faltas de conducta cometidas por los líderes de la Iglesia— vendría a alimentar la aparición de representaciones monstruosas del clero en el aparato marginal de salterios, breviarios y libros de horas producidos en Anglia Oriental. La hibridación del cuerpo clerical con lugares somáticos procedentes de todas las especies conocidas del mundo animal le permitirá a los comitentes de estos libros hacer una categorización —cosmológica, moral y política— tanto de los infractores como de las infracciones mismas, estableciendo así una taxonomía de subjetividades que habrá de redundar en el perfilamiento, por contraste, de su propia virtud aristocrática. La monsterización —como también los mecanismos de animalización que ponía en juego— definía las faltas del clero como un auténtico descenso antropológico, como un movimiento desde lo humano hacia lo inhumano,48 mientras, de manera simultánea, convertía el cuerpo de los transgresores en un signo de dicho descenso, en un signo que definía la identidad del clérigo desde el horizonte de la anomalía, desde la angustiosa y no resuelta latencia de lo humano.49 Tal es el caso que se nos ofrece, a manera de ejemplo, en uno de los folios del Salterio de Luttrell (Img. 10). En el margen derecho de la página, ocupando casi toda su longitud, encontramos la representación de un obispo dotado de largas orejas, piel grisácea y patas unguladas. La imagen acompaña el salmo 105: 25-28, que refiere cómo el pueblo de Moisés “murmuró en sus tabernáculos y no escuchó la voz del Señor”, cómo “derramó su simiente entre las naciones y se dispersó por sus provincias” y cómo “se inició en los misterios de Beelphegor”.50 Vale la pena recordar que el demonio Beelphegor era una deidad pagana monstruosa que, desde el siglo III, se asociaba directamente con la fornicación y la frecuentación adúltera de las mujeres,51 por lo cual, en consecuencia, el cuerpo monstruoso que encontramos en el margen del folio vincula el cargo obispal con las prácticas sexuales que implicaba el culto a este demonio, particularmente el derramamiento de semen. Por otro lado, la imagen del obispo monstruoso da expresión y concreción visual al tema textual de la “murmuración en los tabernáculos” pues, como veremos, si de algo culpaban los señores seculares ingleses a los obispos, durante el siglo XIV, era precisamente de maquinar al interior de sus sedes obispales todo tipo de redes de influencia y poder, tramas de relaciones y componendas que solían beneficiar a sus familias o a los patrocinadores de sus carreras eclesiásticas, en detrimento de las élites locales.
Dicho esto, nos adentramos en otro de los fenómenos sociales concretos que estimularon la eclosión del tema pictórico del obispo monstruoso en los libros devocionales comisionados en Anglia Oriental: el papado de Aviñón (1309- 1376), que coincidió con el cenit histórico de la marginalia monstruosa en la cultura libraria de Inglaterra. Por lo tanto —y como advertencia preliminar—, es necesario señalar que si bien es cierto que la historiografía contemporánea dedicada al tema ha hecho énfasis en que los pontificados aviñoneses mantuvieron la independencia de la santa sede, y que trataron de responder eficientemente a los desafíos políticos que le planteaban a la oficina papal las reivindicaciones de auto- nomía que por entonces le hicieron las monarquías francesas e inglesas,52 también lo es que, para buena parte del público inglés e italiano, durante el siglo XIV, su administración fue sinónimo de iniquidad, nepotismo e ilegitimidad. Es más, cabe recordar que las piedras fundacionales de la historiografía sobre el papado de Aviñón pueden encontrarse, precisamente, en la obra de autores que arrojaron un denso manto de sospecha sobre la legitimidad de sus pontífices, siendo este el caso de Francesco Petrarca53 (1304-1374), Giovanni Villani54 (1246-1348), y Marsilius de Padua55 (1275-1343), ampliamente leídos en Inglaterra desde el XIV,56 y para quienes el traslado de la oficina papal a Aviñón no era otra cosa que la expresión visible de un compromiso que venía a subordinar la Iglesia a los intereses temporales del reino de Francia, que bajo el liderazgo de Felipe IV se negaba a reconocer la autoridad pontificia sobre materias relacionadas, por ejemplo, con los impuestos que debía pagar el clero.
Sin embargo, más allá del discurso de cariz nacionalista que se encarna en la obra de estos autores —nacidos todos en Italia y defensores de la tradicional dignidad pontificia de Roma—, es necesario recordar que el papado de Aviñón no fue otra cosa que el corolario de la empresa de centralización administrativa que se trazó la oficina pontificia desde el papado de Inocencio III, a finales del siglo XII, y que, por lo tanto, la percepción italiana e inglesa de su autoridad y su legitimidad estuvo condicionada, en esencia, por la manera en que este proceso de centralización terminó por afectar tanto la autoridad de sus reyes como el señorío de sus élites locales. Desde comienzos del siglo XIII —y como consecuencia del liderazgo que asumió en la empresa multinacional de las cruzadas— la oficina pontificia fue desempeñando un rol cada vez más decisivo en el arbitraje moral, político y económico de los negocios de Europa.57 De hecho, el gran logro del papado durante el siglo XIII fue convertirse en el vicariato de Cristo, posición que le confería la autoridad necesaria para castigar los pecados de los laicos, vigilar el comportamiento de los monarcas, controlar la elección del Sacro Emperador, gravar fiscalmente los beneficios del clero y centralizar dicha tributación, por lo que, ya entrado el siglo XIV, la oficina pontificia se había convertido en una suerte de súper monarquía, en una institución que había extendido transnacionalmente su autoridad y que, en consecuencia, amenazaba con limitar el poder temporal de los monarcas58 y su clientela de súbditos y aliados locales.59
Sin embargo, entre los desafíos que esta súper monarquía planteaba a los líderes temporales de Europa, el que lesionaba más gravemente sus intereses políticos y económicos era el relacionado con la agenda que definía sus protocolos de nombramiento obispal. El proceso de centralización administrativa que había iniciado en el siglo XIII exigía que los obispados se convirtieran tanto en extensiones políticas de la oficina pontificia como en fortines institucionales que aseguraran el apoyo internacional de las coronas europeas más poderosas, de manera que el nombramiento de obispos, a la postre, se transformó en un mecanismo que facilitaba la concertación de alianzas entre la sede pontificia y los poderosos señores seculares que, como Felipe IV de Francia, podían obstaculizar su agenda. En consecuencia, con el advenimiento del papado de Aviñón se fortaleció un nuevo sistema en el nombramiento de cargos episcopales, uno que le permitía al papa —guiado por sus intereses particulares— definir de manera unilateral, y pasando por alto el poder de elección que tradicionalmente tenían los capítulos catedralicios,60 tanto los nombres de quienes habrían de ocupar los cargos obispales como otros cargos clericales remunerados. Este nuevo mecanismo sería conocido como sistema de provisiones papales, y puesto que habría de transformarse en una forma de recompensar las fidelidades políticas y económicas del pontificado de turno, pronto se convertiría en objeto de amargas críticas, siendo este el caso del reino de Inglaterra, cuya población veía en este un dispositivo nepótico que enajenaba a la población local de la posibilidad de disfrutar los réditos dinerarios y los beneficios económicos aparejados con estos cargos, un aparato que favorecía el empoderamiento político del papa —y a través de este, de Francia61 - en los distintos reinos de Europa.62 Y es que además de lesionar el poder de elección episcopal que tenían los capítulos catedralicios,63 el nuevo sistema de provisiones reñía frontalmente con los sistemas locales de patronazgo, a través de los cuales los señores provinciales impulsaban el otorgamiento de cargos clericales remunerados a sus allegados y a aquellos con quienes deseaban trabar alianzas de poder,64 lo que, desde luego habría de estimular una manifiesta hostilidad hacia los obispos y clérigos aprovisionados por el papa.
Ahora bien, junto a las enajenaciones económicas que suponía el sistema de provisiones papales, la nacionalidad de los obispos y clérigos aprovisiona- dos por el pontífice se convertiría en uno de los mayores motivos de ansiedad para las élites locales. Ya a comienzos del siglo XIV, el mismísimo Eduardo I de Inglaterra afirmaba que la elección papal de clérigos extranjeros para sedes episcopales inglesas amenazaba la fidelidad política y económica de estas diócesis a la corona,65 preocupación que acuciaba también a miembros del clero, siendo este el caso del monje benedictino Robert de Graystanes, quien durante la primera década del siglo XIV expresaría abiertamente su temor de que las provisiones de extranjeros llegaran a erosionar la estabilidad política del reino.66 Por su parte, los comunes y los señores de Inglaterra también expresaron de manera recurrente inquietudes similares, como en el caso del Parlamento de Carlisle, convocado por éstos en 1307, en el que manifestaron que las provisiones papales a obispos extranjeros tendrían el desastroso efecto de desestimular el patronazgo local de obras pías, como también el de desalentar la práctica de la limosna entre las gentes de las distintas provincias, quienes, sospechando que sus caridades podrían abultar el bolsillo de los obispos foráneos, preferirían entonces guardar su dinero.67 Y es que un breve examen de la documentación que produjo la oficina papal durante las primeras décadas del siglo XIV, sugiere que la ansiedad de nobles, señores, clérigos y comunes estaba más que bien fundada. A pocos días de su coronación como pontífice (1305), Clemente V tomó la decisión de hacer cardenales a dos eclesiásticos franceses y a otros siete familiares suyos,68 procedentes del mismo reino, iniciando así un proceso que terminaría por modificar la composición del colegio cardenalicio, que tradicionalmente había contado con una mayoría italiana.69 Siguiendo esta tendencia nepótica, en 1312 el mismo pontífice aprovisionó a los clérigos franceses Philip de Varlee y Ralph de Stokes, quienes ya gozaban de beneficios remunerados en diversos rectorados de la diócesis de Lincoln (Anglia Oriental), con nuevas asignaciones dinerarias en la Colegiata de San Chad y los colegios de Ufford y Lilleford, respectiva- mente,70 para molestia de los señores locales que tenían intereses en estos cargos. Por su parte, Clemente VI (1342-1352) —cuyo pontificado fue considerado por la población inglesa como una agencia pro-francesa en vista del patronazgo con el que Felipe IV de Francia favoreció su carrera eclesiástica71— no solo se dio a la tarea de hacer que el 88% del colegio cardenalicio estuviera compuesto por miembros de nacionalidad francesa72 —acentuando así la desconfianza del reino de Inglaterra, que por entonces estaba en guerra con Francia en un intento por proclamar a Eduardo III como legítimo sucesor de la corona de este reino73—, sino que llevó la provisión de beneficios a clérigos galos a su cenit, pues tan solo en su primer año de pontificado realizó 36 provisiones y 122 concesiones de expectancias74 a clérigos de esta nacionalidad,75 cifra que superaba con mucho las 23 provisiones y 71 otorgamientos de expectancias que hizo su antecesor, Benedicto XII (1334-1342), durante todo su pontificado.76
Como cabría esperar, la influencia francesa en el sistema papal de provisiones habría de afectar también el otorgamiento de obispados en Inglaterra—a despecho de los líderes locales y los intereses económicos y políticos que tenían en estos procesos. En un primer momento, este ascendiente encontró expresión en la efectividad que tuvo el lobby francés en la elección papal de nombres ingleses que podían representar sus intereses en sedes como Lincoln (Anglia Oriental). Tal será el caso, por ejemplo, de Henry Burghersh, elegido obispo de esta sede en 1320 gracias a la intervención directa de los mismísimos reyes de Francia77 y quien, a unos pocos días de su elección, se dio a la tarea de otorgar beneficios eclesiásticos en Anglia Oriental a sus amigos más cercanos,78 en un gesto que repetiría frecuentemente hasta 1331.79 Tiempo después, la influencia francesa en el otorgamiento de obispados lograría ser mucho más directa, pues clérigos franceses serían aprovisionados como obispos de sedes inglesas, molestando a la población local en la medida en que estos nombramientos no solo se asociaban con la injerencia continental en la economía y la política insulares, sino también con medidas fiscales que resultaban gravosas tanto para los laicos como para los clérigos. Así ocurrirá con Louis de Beaumont y Rigaud de Asserio, quienes se convertirán en obispos de Durham y Winchester en 1316 y 1319, respectivamente. El primero de ellos, patrocinado por la corona de Francia en sus aspiraciones obispales,80 no solo habría recibido del papa numerosos y provecho- sos beneficios remunerados aún antes de llegar a la sede de Durham,81 sino que—aprovechando la posición de influencia que le otorgaba el obispado— lograría convertir a su propio hermano en Archidiácono de la catedral82, cargo que, además, podía desempeñar in absentia.83 Rigaud de Asserio, por su parte, se habría encargado ya desde 1316 del cobro de impuestos que resultaban en extremo controversiales, por colectarse en un período en el que las fricciones militares con Francia habían erosionado la economía inglesa: los Frutos del Primer Año (1316)84 y el Óbolo de San Pedro85(1317). Ahora bien, a juzgar por la documentación pontificia, el cobro de este tipo de contribuciones encontró una resistencia frontal por parte de la población inglesa, pues ya desde 1317 de Asserio había sido investido con la facultad de arrestar —con ayuda del brazo secular— a quienes se negaran a pagar el Óbolo de San Pedro, mientras que en 1319 —en vista de los pobres resultados que logró en la primera campaña— recibió nuevamente el mandato papal de cobrar los Frutos del Primer Año.86
Puesto que el sistema de provisiones papales —en especial la provisión de obispos— lesionaba el orgullo nacional inglés y los intereses económicos de las élites locales que residían en los obispados más ricos —siendo este el caso de Lincoln, Norwich y Hertfordshire, en Anglia Oriental—, no es de extrañar que señores y comunes terminaran por mostrar una actitud hostil frente a los clérigos y obispos aprovisionados desde Aviñón —en especial frente a aquellos vinculados por política o nacimiento con la corona de Francia. La elección de Louis de Beaumont como obispo de Durham en 1316 provocó brotes de violencia en las familias Paynell y Luttrell —emparentadas por lazos matrimoniales y vinculadas con la producción del Salterio de Luttrell—, pues venía a frustrar la carrera del candidato al que favorecían. En este caso, como lo refiere el cronista Robert de Graystanes (d. 1336), miembros de ambas familias se apostaron a la entrada de la Catedral de Durham, amenazando con cortar las cabezas de los canónigos que eligieran un obispo distinto al de su predilección.87 Ahora, si bien los representantes de estos señoríos no cumplieron con su palabra, otros actores sociales del mundo inglés sí se encargaron de mostrarle al nuevo obispo la antipatía que sentían por su asignación al episcopado de Durham, pues tan pronto llegó Beaumont a territorio inglés —desde Francia—, su comitiva fue violentamente asaltada por hombres armados, siendo él mismo secuestrado hasta que se pagó un rescate por su cabeza.88 Dando cuenta de un fenómeno similar, la regesta de Bonifacio VIII (1301) refiere cómo Roger de Bigot —promotor del Salterio de Gorleston— se habría empeñado en prestar apoyo militar al abad Reginald de Montargi, quien se oponía frontalmente a la subordinación del priorato de Thetford (Anglia Oriental) frente a los poderes franceses de la orden cluniacense,89 gesto de violencia que, a juzgar por los registros de cancillería de los papas posteriores, fue emulado de manera frecuente por otros señores ingleses. En con- secuencia, el papa Clemente V se vio en la necesidad de encargar al Arzobispo de Canterbury (1314) la defensa legal, moral y personal de los clérigos aprovisionados en esta provincia, quienes, según el mismo pontífice, por entonces eran víctimas del acoso constante de los señores locales que tenían intereses económicos en dichos cargos,90 mientras que Juan XXII llegó a excomulgar y azotar a los autores materiales e intelectuales del asalto al convoy de Roger de Brinkhil (1326), canónigo que viajaba por Hereford con cartas de provisión clerical para su hijo. Según los testimonios recabados por el papa, los asaltantes habrían despojado a de Brinkhil de las cartas y, no contentos con el robo, también lo habrían golpeado.91
Puesto que la hostilidad fáctica de las élites inglesas frente al sistema de provisiones y el clero aprovisionado eran fenómenos que venían cociéndose ya desde el siglo XIII —desde el inicio mismo de la empresa de centralización administrativa promovida por la santa sede92—, no es de extrañar que terminara por permear otros renglones de la experiencia cultural local, en particular aquellos que ofrecían una vía de expresión a las ansiedades identitarias de sus élites señoriales, siendo este el caso de los salterios, breviarios y libros de horas. Puesto que los comitentes establecían una relación personal e íntima con estos códices,93 se permitieron también convertirlos en aparatos que les permitían codificar y memorializar, pictóricamente, tanto su estatus como su conciencia del linaje,94 en un ejercicio que exigía, como condición fundamental, trazar un horizonte de alteridades que destacara, por contraste, sus virtudes señoriales. Tal será la empresa que se propondrá la marginalia en los libros devocionales privados. Poblada por un ejército de híbridos y una clerecía de obispos monstruosos, definirá todo aquello que se opone a la moralidad, la probidad, la autoridad y la legitimidad de un buen señor cristiano, haciendo así aún más comprensible la naturaleza de las virtudes baroniales para el lector/espectador de estos libros.
Por estas razones —y como proyección visual de la hostilidad que pro- vocaban los líderes episcopales en el público inglés—, los obispos monstruosos que se encuentran en los salterios producidos en Anglia Oriental no solo vienen a asociarse con la incontinencia y las transgresiones sexuales, sino también con la opresión, la ilegitimidad y la expoliación de los pobres y desvalidos, fenómeno del que da cuenta la relación que suelen establecer estas imágenes con los textos que acompañan. En este sentido, cabe señalar la imagen marginal que acompaña el folio 69v del Salterio de Bohun, comisionado alrededor de 136095 —coyuntura que marca la cúspide del sistema de provisiones papales promocionado desde el papado de Aviñón. Justo en el inicio de la página (Img. 11) y acompañando el salmo 101:16 —en el que el salmista dice a Dios: “las gentes temerán tu nombre, y todos los reyes de la tierra temerán tu gloria”96—, encontramos la imagen de un simio mitrado, un obispo bestial que además de su gesto fiero, porta una espada y un escudo, amenazando así con hacer uso de la violencia. La imagen, en términos visuales, redefine el sentido semántico del verso, haciéndole un guiño al comitente del salterio acerca del poder arbitrario y violento que ahora ejercían los obispos provistos desde Aviñón sobre los distintos señoríos de Inglaterra, poder que convertía a los líderes episcopales en motivo de temor para reyes, señores y comunes. Por otro lado, el recurso a la imagen del simio/obispo le permite al iluminador sugerir que estos prelados aviñoneses no eran más que una simulación vulgar y anómala del cargo episcopal —pues, para la cultura tardo-medieval, el simio era una alegoría de la imitación97— y que, por tanto, estaban desprovistos de autoridad y legitimidad.
El cariz denunciante de estos recursos visuales marginales, sin embargo, se dejaba sentir ya desde las primeras décadas del siglo XIV, coincidiendo así con los gravosos episcopados pro-franceses de Louis de Beaumont y Rigaud de Asserio en Durham y Winchester, respectivamente, y con las numerosas provisiones clericales en Inglaterra promocionadas por Juan XXII. Por esta razón, quisiera volver al Salterio de Gorleston, comisionado entre 1310 y 1324 por Roger de Bigot, uno de los señores ingleses que se atrevieron a desafiar, por la fuerza, la influencia que tenían las casas religiosas francesas sobre las instituciones mona- cales de Anglia Oriental.98 En el folio 45v encontramos una miniatura interlineal que separa, en dos renglones distintos, el verso 10 del salmo 3499 (Img. 12). Esta imagen nos ofrece la representación de tres de los actores principales en el escenario del poder inglés durante las primeras décadas del papado de Aviñón: el obispado, la corona y el clero, siendo el primero y el último, monstruos con aspecto de dragón. Ahora bien, el verso —en diálogo con la imagen que lo divide en dos porciones distintas— viene a precisar la identidad y el estatus moral de quienes son retratados en este aparato pictórico, pues ante la cuestión que formula la primera línea — “Todos mis huesos preguntan: ¿Dios, quién se te parece?”—, la imagen responde: el obispo, el rey y el clérigo, en virtud de la naturaleza y la extensión de su poder. Por otro lado, la línea siguiente —“libera a los pobres de la mano de los poderosos, a los necesitados y a los pobres que son desgarrados por estos”—, sacando provecho del potencial semántico de la imagen que la antecede, viene a ponderar con más precisión la dimensión moral de los personajes representados en la miniatura interlineal, identificándolos con la iniquidad del que saca provecho del indefenso y con la ilegitimidad de un poder temporal y espiritual injusto.
Para terminar, como una expresión visual que aglutina tanto los distintos leitmotivs discursivos que alimentaron las representaciones de obispos monstruosos como las motivaciones políticas y sociales que pudieron haber animado su producción, observaremos un último caso pictórico, procedente del Salterio de Bohun (Img. 13). Se trata de un obispo con aspecto de pájaro que se da a la tarea de barrer el piso mientras muerde tres frutos con su pico. La imagen acompaña el salmo 41:10-11, que reza, literalmente: “le diré a Dios, que es mi protector: ¿Por qué he sido olvidado? ¿Por qué avanzo triste mientras me afligen mis enemigos? ¿Mientras rompen (confriguntur) mis huesos (ossa)?”.100 El recurso del obispo monstruoso, entonces, pretende concretar y precisar, visualmente, la referencia textual al despedazamiento de los huesos del salmista, pues la criatura—en consonancia con su naturaleza ornitomorfa— no solo muerde lo que parecen ser los huesos de una fruta —sustantivo que en latín corresponde a las voces nucleus y ossa—, sino que también barre el suelo, acción que se relaciona con la “fragmentación en pedazos” a la que también alude la voz confrigo. Con arreglo a la hibridación monstruosa, pues, tanto el lector como el iluminador del salterio modelan un rostro familiar para los personajes de los salmos, calificándolos moralmente al mismo tiempo. A través de un mecanismo que permite proyectar las preocupaciones políticas del comitente del libro en el texto de los salmos y en el universo privado y material del libro devocional, los “enemigos” del salmista vienen a identificarse con la institución obispal, con los líderes episcopales que, a juzgar por la documentación que hemos citado, eran considerados como agentes de expoliación para el pueblo inglés.
Ahora bien, si algún valor tiene la precisión del singular horizonte de significado en el que se inscribe el tema pictórico y marginal del clero monstruoso, es justamente que nos permite entender que los “caprichosos” temas periféricos presentes en los salterios ingleses del siglo XIV —y en particular las representaciones monstruosas— bien podían ir más allá del horizonte temático prescrito por el libro que los contenía, convirtiéndose así en la encrucijada en la que se daban citala palabra escrita —reputada como un lenguaje sagrado— y los eventos fácticos que definían la vida cotidiana de sus comitentes. En consecuencia, podemos afirmar no solo que el monstruo marginal era un dispositivo portador de significado, sino también que desempeñaba el rol de un verdadero puente comunicativo entre la experiencia del libro y la experiencia social que tenía lugar más allá de sus folios, un puente a través del que la narrativa de los salmos —como también la relacionada con la experiencia devocional que estos propiciaban— dejaba de ser un producto acabado y semánticamente fijo, para convertirse en un universo abierto a las contingencias del quehacer señorial, a las contingencias de la historia.