Recepción: 19 Enero 2018
Aprobación: 05 Abril 2018
Resumen: Este artículo reconstruye la polémica que tuvo lugar en el III Salón Nacional de Artistas, en 1942, a propósito de la obra La Anunciación del pintor antioqueño Carlos Correa (1912-1985). En una primera parte, se estudian los preceptos críticos que imperaban en Colombia en la primera mitad del siglo XX a partir del examen de dos artículos: “Rudimentos de estética” (1920), del presbítero Juan Crisóstomo García (1883-1967), y “Del expresionismo como síntoma de pereza e inhabilidad en el arte” (1937), del líder conservador Laureano Gómez (1889-1965). En la segunda parte se devela cómo esos principios aún operaban en la crítica de principios de los cuarenta a través del examen de un caso específico que ilustra la recepción polémica de la obra señalada en el salón de 1942.
Palabras clave: Carlos Correa, Arte colombiano, Crítica de arte, Arte y política, Arte y religión.
Abstract: This article reconstructs the controversy that took place in the Third National Exhibition of Artists, 1942, around the artistic work The Annunciation by the painter Carlos Correa. In the first part, we consider the critical precepts that prevailed in Colombia in the first half of the twentieth century through the analysis of two articles: “Rudimentos de estética” (Rudiments of Aesthetics) (1920), by the presbyter Juan Crisóstomo García, and “Del expresionismo como síntoma de pereza e inhabilidad en el arte” (Expressionism as a Symptom of Laziness and Inability in Art) (1937), by the conservative leader Laureano Gómez. The second part reveals how these critical precepts kept operating at the beginning of the 1940s through the examination of a specific case that illustrates the controversial reception of the work indicated in the 1942 exhibition.
Keywords: Carlos Correa, Colombian Art, Art Criticism, Art and Politics, Art and Religion.
Resumo: Este artigo reconstrói a polêmica que teve lugar no III Salão Nacional de Artistas, em 1942, a propósito da obra A Anunciação do pintor antioqueño Carlos Correa (1912- 1985). Numa primeira parte, estudam-se os preceitos críticos que imperavam na Colômbia da primeira metade do século XX, por meio do exame de dois artigos: “Rudimentos de estética” (1920), do presbítero Juan Crisóstomo García (1883-1967), e “Do expressionismo como sintoma de preguiça e inabilidade na arte” (1937), do líder conservador Laureano Gómez (1889-1965). Na segunda parte, desvelase como esses princípios ainda operavam nas críticas de início dos anos 1940, por meio de um caso específico que exemplifica a recepção polêmica da referida obra no salão de 1942.
Palavras-chave: Carlos Correa, Arte colombiana, Crítica da arte, Arte e política, Arte e religião.
Desde la época colonial, el arte producido en territorio colombiano estuvo sujeto a principios estéticos promulgados por los miembros de la Iglesia y de las élites sociales e intelectuales, con frecuencia plegadas a la tradición y las buenas costumbres. Estos principios defendían una visión ajustada a los cánones académicos de la representación y a un enfoque centrado en el potencial educativo y pedagógico del arte. Con la llegada del siglo XX y la aparición de nuevas formas de concebir al artista y a la obra de arte, muchas veces quienes proclamaban este credo estético no pudieron dar cuenta de los nuevos fenómenos artísticos, lo cual los hizo juzgar con severidad, y en algunas ocasiones con imprecisión, las nuevas obras que aparecían en el panorama nacional. Desde esta perspectiva se pueden juzgar las dos polémicas que inauguraron el arte del siglo XX: la ocasionada en el salón de 1899 por La mujer del levita de los montes de Efraín, de Epifanio Garay (1849-1903), y la conocida como “polémica del impresionismo”, causada por las obras de Andrés de Santamaría (1860-1945) en 1904.1
En efecto, estas dos polémicas no se enfrentaron directamente con las obras de arte, sino con su correspondencia o adecuación a un concepto previo de lo que debía ser y para lo que debía servir el arte. En el caso de Garay, se juzgó inmoral el desnudo femenino que presenta la obra, pues este no se ajustaba a los cánones del arte permitido por la Iglesia y el partido conservador. Como bien lo observó Álvaro Medina en Procesos del arte en Colombia, detrás de esta situación había más un interés de exacerbar los ánimos partidistas en el preludio de la Guerra de los Mil Días, un fuerte enfrentamiento entre liberales y conservadores que signó la enemistad política entre los miembros de estos dos partidos durante todo el siglo XX.2 En el caso de Santamaría, como lo resaltó Víctor Quinche, parece que el público en general y la crítica en particular no habían desarrollado un lenguaje específico que les permitiera dar cuenta de obras de arte con un lenguaje moderno alejado del paradigma representacional. Esto llevó a que se juzgaran las obras de Santamaría de manera inadecuada, razón por la cual se terminó forzando su composición, sus intenciones y su significado.3 En ambos casos, al parecer, los críticos estuvieron muy lejos de las intenciones y los principios de los artistas cuando ejecutaron sus obras.
Un análisis similar de la Exposición del Centenario en 1910 es ofrecido por el historiador Alejandro Garay quien, en su artículo “El campo artístico colombiano en el salón de 1910”, estudia la manera en que el arte contribuyó a la formación del proyecto de nación. El autor considera que en la exposición, de carácter oficial, primaron los criterios académicos para leer las obras de arte, lo que dejó muy poco espacio para que artistas que estaban intentando innovar, como Eugenio Zerda (1879-1945) o Andrés de Santamaría, tuvieran una valoración positiva por parte de los críticos. Aunque el primer premio recayó en Zerda, la mayoría de los críticos y el público en general seguían otorgando mayor credibilidad al arte académico ligado con el proyecto de civilización del gobierno conservador y la Iglesia católica, lo cual dejaba muy poco margen de acción a las tendencia modernas que empezaban a despuntar en otras latitudes. Garay vislumbra un comienzo de ‘autonomización’ del campo artístico, pero resalta la fuerte influencia que aún ejercían las esferas políticas y religiosas en la aceptación y evaluación de las obras.4
Ahora bien, ¿en qué consistían los principios defendidos por los sectores tradicionales? ¿Cuál era el tipo de arte que encajaba en esos principios? Antes de responder a esta pregunta, es necesario recordar que en Colombia hubo una hegemonía conservadora hasta 1930, año en que el gobierno liberal de Enrique Olaya Herrera (1880-1937) puso fin a más de cincuenta años de gobiernos conservadores. Esta hegemonía tuvo consecuencias claras en el campo del arte y de la cultura, pues fue el caldo de cultivo en el que floreció una visión tradicionalista que, ante la ausencia de una oposición sólida y argumentada, lentamente se fue afianzando como la única opción posible para los artistas y el público y, por tanto, para la crítica. Esta visión predominaba entre la mayoría de quienes asistían a las exposiciones de arte durante la primera mitad del siglo XX: imaginar otras maneras de hacer, ver o analizar el arte era considerado peligroso y, en muchas ocasiones, perjudicial y contradictorio con las férreas convicciones morales en las que se había cimentado la sociedad colombiana de la época.
Este artículo pretende, a través del análisis textual de varias fuentes primarias, estudiar la polémica que propició en el III Salón Nacional de Artistas la obra La Anunciación de Carlos Correa, con el fin de evaluar la persistencia, en 1942, de argumentos de corte político o religioso muy similares a los presentados en las polémicas de principios de siglo. Para empezar, se analizarán algunos textos previos a la polémica con el ánimo de plantear los criterios desde los que se leía el arte por parte de religiosos y políticos, para luego exponer algunas de las reacciones que suscitó la obra de Correa. Este estudio se limitará a mostrar cómo funcionaron los prejuicios en un caso específico que se presentó en un momento en que empezaban a entrar en pugna las concepciones tradicionales con algunas visiones modernas del arte. En este sentido, se busca plantear esta polémica como un caso liminal en un proceso de cambio que permitió el establecimiento y la aceptación de un arte moderno en las décadas de los años cincuenta y sesenta. Si bien la censura por razones políticas y religiosas nunca ha desaparecido del panorama artístico nacional, es verdad que después de la polémica de Carlos Correa empezaron a aparecer cada vez más discursos que intentaban comprender y evaluar positivamente maneras de hacer arte diferentes a las entronizadas por la tradición.5
El primer paso, entonces, consiste en buscar los argumentos que presentaron quienes condenaban las obras que se apartaban de los fundamentos de la civilización y las buenas costumbres. Una buena manera de reconstruir esta posición es acercándose a algunos de los artículos en los que los miembros de la Iglesia que se habían aproximado a los estudios estéticos y artísticos exponían esa visión. Un ejemplo temprano de este tipo de escritos es “Rudimentos de estética”, firmado por Juan Crisóstomo García (1883-1967) y publicado en la Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en 1920. García fue un dilecto arzobispo santandereano que hizo una larga carrera en Bogotá como párroco y censor eclesiástico. Había estudiado pintura en la Escuela de Bellas Artes, por lo cual fue siempre un aficionado a la pintura y sus opiniones sobre el tema fueron respetadas y solicitadas. Su carrera tuvo muchos momentos relacionados con el ámbito cultural, especialmente en lo relacionado con la literatura y el arte, y fue un profundo conocedor de la lengua y la cultura latinas, temas en los que fue profesor y editor de textos y manuales.
En este artículo, García intenta explorar el concepto de belleza según los preceptos estéticos que la Iglesia Católica había defendido como pilares de un arte edificante acorde con un proyecto civilizador basado en la religión y la tradición. En un principio, plantea la belleza como objeto de estudio de la estética y la define como “toda perfección cuyo conocimiento admira y agrada desinteresadamente”,6 afirmación en la que son perceptibles los ecos de la estética kantiana de finales del siglo XVIII. Acto seguido hace énfasis en el deleite espiritual que proporciona la belleza y en su relación directa con la bondad y la verdad; con esto, su reflexión ubica el arte en un marco en el cual no es independiente, sino que se revela subsidiario de otros frentes, como el ético y el moral. Esta moral, por supuesto, está definida desde fuera del campo del arte por los prelados y las autoridades eclesiásticas, quienes deben aprobar o desaprobar el arte producido en un momento y en una sociedad particulares: “La belleza difiere de la verdad y la bondad, pero las presupone: es decir, no toda verdad o bondad es bella, pero toda belleza es buena y verdadera”.7
En este orden de ideas, el presbítero divide la belleza en material o física y espiritual o moral. Esta última funda un campo en el que se pueden juzgar los pensamientos y las acciones, las cuales deben ser “dignamente referidas”8 por una obra de arte. En el adverbio “dignamente” caben todas las consideraciones que un observador quiera imponer en el juicio de una obra de arte; en este resquicio se colaron ampliamente criterios religiosos y políticos que sustentaron muchas de las polémicas del arte colombiano de la época. Esta definición de la belleza, ideal y carente de autonomía, fue la base que posibilitó la simbiosis entre arte, religión e ideología que primó en la consideración del arte colombiano durante toda la primera mitad del siglo XX.
Una vez ha delimitado moralmente la belleza, García pasa a examinar la fealdad, esto es, todo lo que cae fuera de los preceptos que han sido expuestos y que están ligados con la verdad y la bondad. Esto le permite identificar los grados de la fealdad y clasificarlos de acuerdo con sus características; así llega a las categorías de lo ridículo, lo cómico, lo grotesco y lo monstruoso. Estos adjetivos hicieron parte del arsenal crítico que aprobó o condenó las obras de arte desde la Iglesia Católica, tal como lo ejemplificaremos más adelante en el caso de Carlos Correa (1912-1985). El crítico que posee un baremo previo no da a la obra de arte la oportunidad de hablar, sino que le impone una camisa de fuerza que la admite o la invalida de acuerdo con el cumplimiento de los criterios que justifican su observación. Artículos como el que estamos analizando hacen parte de la estrategia para implantar esos criterios y difundirlos como única opción posible entre el público, con lo que se logra una autoridad crítica socialmente legitimada.
García continúa con el examen de las causas de la belleza, las cuales divide en unidad, variedad y armonía de sus partes. En la relevancia otorgada a estos conceptos es evidente la aplicación del canon de belleza griego que resurgió en el Renacimiento y gobernó buena parte de la producción artística occidental hasta el siglo XIX. Para terminar su artículo, el autor analiza las aptitudes artísticas, los elementos, los medios y el fin del arte. Este apartado funciona como colofón para entronizar el ingenio, el talento y la inspiración como complementos de las inclinaciones morales que debe tener el artista en el proyecto civilizador que pre- tendía imponerse desde comienzos de la era republicana. Por eso hacia el final se enfatiza que las obras de arte deben ser acordes a la moral y que alejarse de ella supone una invalidación total de las intenciones y la ejecución del artista, pues “hay obras que son moralmente malas”.9
Esto nos da una clave importante para leer el estado de la discusión sobre el arte en Colombia en la primera mitad del siglo XX: las fuerzas tradicionales, es decir la Iglesia y el Partido Conservador, se esforzaron por desestimar las tendencias del arte que lentamente se estaban manifestando en el país y que obedecían al contacto, exiguo pero cada vez más notorio, que los artistas tenían con el arte moderno que había surgido en Europa y empezaba a propagarse por el resto del mundo occidental. Que un artículo como “Rudimentos de estética” haya sido publicado por la Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, institución abiertamente tradicionalista en la época, demuestra la connivencia manifiesta entre el proyecto artístico y el proyecto educativo. Al respecto no debería olvidarse que, a la sazón, el rector de este Claustro era monseñor Rafael María Carrasquilla (1857-1930), uno de los más influyentes ideólogos católicos de la época, quien fundó una férrea doctrina educativa basada en el tomismo y el res- peto a las tradiciones coloniales.
El texto de García ejemplifica adecuadamente la situación generalizada en los años veinte, cuando en el arte colombiano triunfaba el paisajismo y los ecos de la pintura moderna poco se hacían sentir en el ámbito nacional. Sin embargo, desde finales de la década y durante los años treinta hubo varios artistas que introdujeron importantes innovaciones plásticas que no se acomodaban a los preceptos que estos criterios defendían. Obras como las de Pedro Nel Gómez (1899-1984), Carlos Correa, Débora Arango (1907-2005) y Luis Alberto Acuña (1904-1994), artistas hoy en proceso de revaloración como pioneros del arte moderno, irrumpieron en el panorama para contrariar a quienes asociaban el arte con la representación de la realidad y con los proyectos civiliza- dores y educativos de las elites conservadoras. Esto, por supuesto, tuvo una recepción negativa entre quienes habían construido la narrativa católica, conservadora y representacional como guía del quehacer plástico en el país.
Las reacciones no se hicieron esperar. Uno de los líderes de la arremetida fue el caudillo conservador Laureano Gómez (1889-1965), quien no solo era un hombre culto y entendido en temas artísticos, sino también una de las grandes autoridades políticas de la nación. Gómez se encargó de desprestigiar la obra de los artistas que preconizaban nuevos estilos tanto en el entorno local como en el internacional y de enmarcar su reflexión en teorías filosóficas de defensa del arte tradicional y contrarias al arte moderno. En este sentido, uno de los textos más célebres del político bogotano fue publicado en 1937 por la Revista Colombiana, órgano de difusión del partido conservador en cuya política editorial el autor tenía gran influencia. El artículo, titulado “Del expresionismo como síntoma de pereza e inhabilidad en el arte”, ha pasado a formar parte del acervo de la historia cultural de Colombia, y es por ello que merece un análisis de sus tesis y argumentos.
Gómez inicia este opúsculo citando a Hippolyte Taine (1828-1893) a propósito de los ideales de sabiduría que gobernaban la vida de los griegos antiguos. Con esto, ubica el punto de partida de su reflexión en una de las grandes cimas del arte imitativo: la antigüedad clásica. El argumento central de toda la primera parte del artículo gira en torno a la perfección insuperable que el arte alcanzó en su capacidad para imitar la realidad, especialmente en la Grecia de Pericles y en el Renacimiento italiano. Para Gómez, no hay objetivo más alto en el arte que la representación de los modelos vivos, por lo que juzga el arte de una época cualquiera de acuerdo con ese criterio. Si el arte de una sociedad se aleja de ese objetivo, es considerado monótono, decadente y poco significativo para la historia. Por esta razón, Gómez condena enérgicamente los mosaicos de Rávena, ciudad italiana donde se pueden apreciar varios de los logros más notables del arte bizantino.
A esta capacidad de imitación el autor suma otro criterio: la “intervención animadora del espíritu del artista”.10 Gómez afirma que la impronta de la sensibilidad humana es el elemento adicional que hace de una imitación una obra de arte. Aunque no desarrolla este punto ni explica cómo debe intervenir esta sensibilidad, es importante señalar su papel en el argumento, pues es en los errores de apreciación del espíritu (que llevan a faltas de moralidad en el sentido expuesto por García) donde radican muchos de los argumentos presentes en las diatribas específicas que se escribieron en Colombia en contra del arte de finales de los años treinta. El artículo dedica la mitad de su extensión a este tipo de reflexiones teóricas que preparan los juicios que se presentan en la segunda mitad. Cabe resaltar que, para la época, es muy normal que la estructura del artículo crítico cumpla estas etapas: primero una disquisición conceptual que luego justificará un juicio específico.
Una vez ha allanado el camino y expuesto su teoría de las épocas de gloria y decadencia, Gómez se pregunta si la época que vive, en la que escribe el artículo, es de gloria o de declive. Su respuesta comienza con una cita de Oswald Spengler (1880-1936) en contra del arte moderno, para luego arremeter contra el arte que se producía en Colombia:
La indecente farsa del expresionismo ha contagiado la América y empieza a dar sus tristes manifestaciones en Colombia. Con el pretexto falso e insincero de buscar mayor intensidad a la expresión, se quiere disimular la ignorancia del dibujo, la carencia del talento de composición, la pobreza de la fantasía, la falta de conocimiento de la técnica, la ausencia de preparación académica, de la investigación y el ejercicio personales, de la maestría de la mano, y la perspicacia subconsciente del ojo, en suma, de cuanto hace al artista dueño y señor de los medios adecuados para exteriorizar la luz divina de la inspiración que haya podido encenderse en su alma.11
Este fragmento no deja ningún espacio para la duda. El autor enuncia su posición sin rodeos, lo cual permite presuponer cómo evaluará las obras de los artistas que están produciendo en ese momento en Colombia bajo la perspectiva de las nuevas tendencias del arte contrarias a la narrativa representacional. Una vez ha planteado su credo estético, Gómez desaprueba a los artistas que no han estudiado las técnicas adecuadas de la perspectiva y la proporción y que confunden en sus composiciones las figuras y las anécdotas. Este argumento le da el pre- texto para hablar de dos artistas específicos que son el blanco de su alegato: Diego Rivera (1886-1957) y Pedro Nel Gómez (1899-1984).
Al primero de ellos lo cita con nombre y apellido y lo considera el principal líder de la confusión. Gómez acepta que solo conoce fotografías en blanco y negro de sus murales y, a partir de ellas, analiza dos obras: Figuras de la época moderna, en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, y La historia de México en el Palacio Nacional de la misma ciudad. Gómez considera que todo en estos murales es barahúnda y falta de habilidad, no ahorra adjetivos para deplorar la obra del artista y lamenta la decadencia a la que se ha visto abocado el arte mexicano. Al segundo lo cita sin nombre, refiriéndose a un artículo de la “malhadadaRevista de las Indias” y afirma que un artista antioqueño “ha embadurnado los muros de un edificio público de Medellín con una copia y servil imitación de la manera y los productos del mejicano”.12 En ambos casos el juicio es contundente y muy negativo: los excluye a ambos de la historia del arte e incluso les niega el rótulo de artistas.
Más allá de constatar si Diego Rivera y Pedro Nel Gómez son en la actualidad reconocidas figuras en la historia del arte de sus respectivos países, llama la atención la manera en que Laureano Gómez los suprime y condena por no cumplir con los preceptos de lo que él supone debe ser el arte. Un artículo como este es fundamental no porque nos dé la medida en que los artistas contribuyen o no al arte de sus naciones, sino porque nos permite reconstruir la forma en que los intereses políticos mediaron en la valoración de las obras de arte. En este sentido, vale la pena rescatar dos de los giros argumentativos del texto para analizarlos más a fondo. El primero es el recurso al concepto de decadencia para desaprobar las obras de arte; el segundo, la inclusión de la sensibilidad y el espíritu como rasgos principales para determinar la calidad de un artista.
En cuanto al primer tema, es necesario destacar la plausibilidad del argumento del líder político, ya que desde los inicios de la historia del arte como dis- ciplina autónoma en el siglo XVIII —cuando Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) presentó su modelo historiográfico, especialmente en su Historia del arte en la Antigüedad (1764)—, el recurso a épocas de gloria y de decadencia se popularizó entre los historiadores del arte. Sin embargo, en 1937, cuando Gómez escribió su artículo, el formalismo como método historiográfico ya había expuesto la noción de estilo desde comienzos del siglo, con lo que se revaluó la idea de que había épocas de decadencia en las manifestaciones artísticas. Historiadores de la talla de Alois Riegl (1858-1905) y Heinrich Wölfflin (1864- 1945) rescataron el arte de periodos que habían sido olvidados —como el tardorromano o el Barroco— y trataron de entenderlos a partir de la objetivación de los rasgos dominantes de su estilo. Con esto, fundaron la idea de que también podía haber un arte significativo en épocas que se alejaron de los ideales de la imitación y la representación fidedigna de la realidad.
Cuando Gómez ignora el concepto de estilo en las obras de Rivera y Gómez y las ataca con vehemencia basado en criterios ajenos a su producción, está incurriendo en un anacronismo y una injusticia crítica que invalidan su punto de vista en relación con las intenciones y el estilo de los artistas aludidos. En este sentido, su lamento se convierte en un discurso inválido, al menos en lo que a la apreciación artística se refiere. Si se concede esto, se hace necesario buscar en otro lado la intencionalidad de la crítica que el autor plantea contra el arte moderno: su objetivo quizás no es estético ni artístico, sino político y cultural. Los argumentos de Gómez son muy similares a los de García, pero esta vez no provienen de un religioso, sino de un político que representa un partido en la oposición. De esta manera, se puede leer el artículo de Gómez como una estrategia de desacreditación política, pues ataca el tipo de arte que se producía en un gobierno liberal (el de Alfonso López) desde criterios que habían sustentado la tradición conservadora.
Lo anterior nos lleva directamente al tema de la sensibilidad y el espíritu del artista, los cuales Laureano considera centrales a la hora de evaluar la profundidad y el significado de una obra de arte en una sociedad determinada. Si bien el autor no detalla en qué debería consistir idealmente esta característica, sí la considera en su argumentación: “La obra artística se anula con la intervención de la factura mecánica. Requiere la intervención animadora del espíritu del artista, la depuración que sólo se consigue cuando los elementos artísticos han pasado por el crisol de una sensibilidad humana”13. Esta sensibilidad es el campo abierto don- de el autor ubica los principios políticos y religiosos de su preferencia como condiciones para aceptar una obra de arte, por lo que cualquier manifestación que vaya contra la tradición es ignorada o censurada por no avenirse con estos principios.
Al incluir un talante espiritual específico como condición del arte, en realidad se está restringiendo al artista a cumplir con unos criterios preestablecidos por las autoridades eclesiásticas, como Juan Crisóstomo García, y políticas, como Laureano Gómez, con lo que se puede afirmar que la legitimación del arte en Colombia a finales de los años treinta provenía de campos totalmente ajenos al estudio y desarrollo de las artes. Una buena manera de examinar esta situación es la polémica desatada en el III Salón Nacional de Artistas por el envío de un “Desnudo” de Carlos Correa, el cual fue vapuleado con estrategias argumentativas muy similares a las expuestas hasta el momento. A estudiar algunos aspectos de esta polémica se dedicará la segunda parte de este trabajo.
Carlos Correa y el “Viacrucis de una Anunciación”14
Carlos Correa nació en Medellín en enero de 1912. Muy joven, en 1925, ingresó como estudiante al Instituto de Bellas Artes de su ciudad natal, donde se inscribió en las clases de canto y solfeo. Sin embargo, al año siguiente se sintió más atraído por las artes plásticas y se cambió de curso. En el Instituto adquirió sus primeros conocimientos de pintura y fue estudiante regular hasta 1929, cuando decidió iniciar un largo camino de autoaprendizaje y experimentación. Para ese entonces, se ganaba la vida trabajando en un taller fotográfico.
En 1930 reingresó al Instituto atraído por las clases de pintura que impartía el maestro Pedro Nel Gómez. Allí conoció a Débora Arango y formó su personalidad artística y política, que más adelante definirían el enfoque de su obra pictórica. Pedro Nel ejerció una enorme influencia en el joven pintor, especialmente en su sensibilidad hacia los trabajadores, los campesinos y los menos favorecidos, temas que cada vez fueron más frecuentes en su obra en los años treinta y cuarenta.Cuando el maestro Gómez se retiró del Instituto, Correa siguió sus pasos y también lo abandonó definitivamente. Después de algunas exposiciones en Medellín, en 1938 decidió trasladarse a Bogotá para acercarse al mundo artístico y cultural de la capital. Allí pudo participar en algunas exposiciones y envió obras a los tres primeros Salones Nacionales, que se habían inaugurado en 1940 bajo los auspicios del Ministerio de Educación Nacional.
Fue en el III Salón Nacional de Artistas, llevado a cabo en octubre y noviembre de 1942 en la Biblioteca Nacional, cuando el artista vio, por primera vez en su vida, una reacción contundente, inusitada y masiva causada por una de sus obras. El jurado calificador decidió otorgarle el primer premio a su lienzo Desnudo, obra que había sido enviada el año anterior con el nombre de La Anunciación y había sido rechazada por orden del ministro de educación, Guillermo Nanetti. Tan pronto como se conoció el fallo del jurado, la crítica conservadora emprendió una feroz cruzada patrocinada por la Iglesia y por el partido, que vieron en la imagen una afrenta a los dogmas católicos y una burla del liberalismo, a la sazón en el poder, a la mayoría de pueblo colombiano, fervientemente católico.
La polémica terminó con la revocatoria del premio y el retiro de la controversial pintura de la exposición. Ante esta situación, un nuevo jurado —conformado después de la renuncia de la mayoría del jurado inicial—, en lo que quiso parecer una decisión salomónica, adjudicó el primer premio a otra obra del mismo artista. La obra favorecida fue Naturaleza en silencio, sobre la cual también cayó el peso de varias plumas enfurecidas que protestaban por la violación flagrante de las leyes de la proporción y el dibujo. Estos argumentos trataban de poner la camisa de fuerza del canon representacional a un arte que buscaba despreciar ese canon y exploraba nuevas formas de expresión ligadas con la incipiente sensibilidad moderna que empezaba a despuntar en el país.
Cabe resaltar que el jurado inicial estaba conformado por personalidades conocedoras del medio artístico en Colombia y, al menos tres de ellas, del medio artístico internacional. Me refiero a Ignacio Gómez Jaramillo (1910-1970), Eduardo Zalamea Borda (1907-1963) y Gustavo Santos (1892-1967); artista plástico, periodista y escritor, y crítico de arte y música, respectivamente, quienes habían tenido la oportunidad de conocer de primera mano la revolución que en pintura se había operado en las primeras décadas del siglo XX gracias a sus viajes a diferentes países europeos. Completaban el jurado calificador Camilo Mutis Daza y Roberto Suárez Costa.15
Quien inició la polémica fue Emilia Pardo Umaña (1907-1961), periodista de cuna conservadora que para entonces se encontraba al servicio de El Espectador. En una columna publicada en octubre de 194216, puso en entredicho el carácter artístico de la obra aduciendo razones de gusto y de moral. Según la periodista, en la obra había una ofensa a la moral católica y un desconocimiento del concepto de belleza en pintura. Aquí se puede notar cómo operan los preceptos estudiados anteriormente, único baremo con el que se leyó y juzgó la obra de Correa por parte de sus detractores.
La interpretación que desató la obra estuvo caracterizada por el uso de términos como “profanación” y “sacrilegio abominable”. El ministro de educación, Absalón Fernández de Soto, de quien dependía entonces el Salón, tuvo que inventarse un procedimiento leguleyo para expulsar la obra de la muestra con el pretexto de que había sido aceptada por el jurado de admisión de manera extemporánea. Cientos de católicos ofendidos se manifestaron en contra de la obra y del artista. Las diatribas en la prensa de todos los rincones del país fueron numerosas y acérrimas.
El arzobispo de Bogotá, monseñor Ismael Perdomo (1872-1950), le encomendó entonces a monseñor Jorge Murcia Riaño (1895-1944) que visitara la exposición en compañía de dos sacerdotes conocedores de arte y le rindiera un informe sobre la obra que había causado tanto escándalo. Monseñor Murcia seleccionó a Juan Crisóstomo García y a Eduardo Ospina (1891-1965),17 quienes lo acompañaron a examinar la obra. Al día siguiente, el arzobispo tenía en su escritorio un concepto que condenaba la obra de Correa en tres frentes: el artístico, el pedagógico y el religioso-moral.
En el frente artístico, la comisión condenatoria se refiere a lo técnico y a lo estético. En cuanto a lo primero, los sacerdotes se dedican a explorar la impericia del pintor en lo relacionado con el dibujo, con el color y con la luz. En este apartado pululan argumentos sobre el desconocimiento de la tradición y la falta de habilidad para reproducir con exactitud los objetos y las figuras. Para examinar lo segundo, observan que el desdibujo causa una notoria separación de la realidad, por lo cual la figura en primer plano se asemeja a un cadáver en putrefacción, pues no hay dominio del color y de los volúmenes.
En el frente pedagógico, se increpa a la obra el tratamiento indecoroso del dogma en un pueblo católico y se advierte sobre la inconveniencia de exponerla en un evento de carácter oficial. El argumento central radica en el gran riesgo que supone para los niños y jóvenes observar, en un salón nacional, obras que atentan contra la moral católica. Según esta postura, las obras de arte deben elevar por su belleza purificadora, educar por el amor a la virtud y divinizar por la belleza de las grandes realidades cristianas. Al alejarse completamente de estos preceptos, “aceptar esa obra [La Anunciación de Correa] para una exposición nacional es una indignidad; darle un puesto preferencial en la exposición es una aberración insana; premiarla y con el primer premio, es una perversión anormal; sufrir que continúe en ese puesto de honor es una complicidad punible, es un crimen contra lo más delicado y vital de la Patria que es la niñez y su juventud”.18
En el frente religioso-moral, el informe de los clérigos adquiere el tono de intensa diatriba y la adjetivación peyorativa se toma el estilo de la escritura. Los autores se quejan del irrespeto frente al dogma católico y condenan con vehemencia al artista, al jurado calificador y al Gobierno por permitir que se ultraje uno de los misterios de la religión católica, profesada por la gran mayoría del pueblo colombiano. La conclusión del informe es que el cuadro es blasfemo y, por lo tanto, debe retirarse de la exposición. También se solicita la revocatoria del primer premio de pintura y la descalificación oficial de los jurados del Salón.
Por último, los prelados exigen que, en el futuro, las Curias envíen a un delegado antes de la apertura de las exposiciones, con lo cual se garantiza la moralidad de las obras a las que accede el público. Esta exigencia se ampara en el artículo 13 del Concordato, del cual se cita la siguiente disposición: “El Gobierno impedirá que en todos los ramos de la instrucción se propaguen ideas contrarias al dogma católico y al respeto y veneración debidos a la Iglesia”.19
Hay dos aspectos que cabe resaltar de este informe, que ha sido a lo largo de los años un documento central de referencia sobre la polémica que intento reconstruir. El primero es el recurso al Concordato y a argumentos religiosos totalmente externos a las obras de arte, lo cual demuestra la amalgamada simbiosis que se había operado en el pensamiento de la época entre arte, política y religión, y operaba desde los preceptos expuestos en la primera parte de este trabajo. El segundo es la adjetivación creciente y constante en el estilo para descalificar la obra sin especificar las razones que originan la condena, especialmente en el apartado dedicado al concepto religioso-moral.
En efecto, a la obra se la acusa de “pérfida”, “burda”, “caricaturesca”, “lúbrica”, “obscena”, “insana”, “morbosa”, “degenerada”, “deforme” y otras tantas características indeseables, pero nunca se especifica cómo o por qué irrespeta el dogma católico ni cuál es la impostura del artista. Esta estrategia de descalificación fue sumamente efectiva ante el público, pero evadió la responsabilidad de probar sus afirmaciones de manera contundente y asertiva, como lo exige cualquier argumento. En este sentido, se podría afirmar que el informe rezuma rabia e indignación, pero evita hacer una justificación crítica de sus afirmaciones.
Sin embargo, si observamos minuciosamente la imagen, es difícil entender dónde se originó tanta rabia e indignación. Una mujer embarazada yace desnuda en un escenario enmarcado por cortinas de color verde oscuro, rosa encarnado y violeta. Tiene la pierna derecha extendida y la pierna izquierda flexionada en un ángulo de noventa grados a la altura de la rodilla. El brazo derecho le cubre parcialmente la cara, que tiene una expresión sensual, y el izquierdo está flexionado por encima de la cabeza. Su vientre prominente está despojado de cualquier idealidad y se ofrece al espectador en primer plano en toda su crudeza.
El carácter prosaico de la representación se acentúa con los senos de la mujer que revelan la hinchazón propia de la maternidad y caen a cada uno de los lados del cuerpo. Los colores de la carne se estremecen al contacto con la luz y la cubren de reflejos y sombras; de esta manera, los volúmenes se acentúan y le dan a la figura una apariencia pesada y monumental. Al fondo, se pueden observar dos grandes vidrieras de colores en dos ventanales separados por una columna. El de la derecha muestra a la Virgen María; el de la izquierda, al arcángel Gabriel. Están representados por trazos geométricos de ángulos fuertes, sin curvas ni con- cesiones al verismo propio de la academia. La composición, en general, logra un contraste entre la escena bíblica y la mujer embarazada, haciendo pensar en las relaciones entre la maternidad de la Virgen y la de una mujer común y corriente que espera convertirse en madre.
La obra de Correa, entonces, plantea una dialéctica entre la imagen de la mujer embarazada que está a punto de ser madre y la imagen sagrada de la Virgen María. Gonzalo Buenahora afirma, en un artículo escrito para Ecos de la Sultana de Barrancabermeja, que en la tradición católica no es extraña la asociación entre las mujeres a punto de dar a luz y la Virgen María. La intención de esta asociación es bendecir y sacralizar la maternidad y reivindicar la figura de la Virgen María como madre santa de todos los feligreses.20
Eduardo Zalamea Borda, quien hizo parte del primer jurado, se refirió al tema en su columna “La ciudad y el mundo”, que por entonces se publicaba en El Espectador. Allí señaló el acuerdo existente entre los miembros del jurado para otorgarle el primer premio a La Anunciación y Naturaleza en silencio. También abordó el tema religioso del cuadro y defendió su religiosidad, fundamentada en la noble inspiración que le otorga la historia sagrada. Su reflexión lo llevó a inter- pretar la obra en los siguientes términos:
¿No es esta una interpretación humana de un sentimiento religioso que debe acudir a la mente de toda mujer cuyo amor ha fructificado? ¿Puede juzgarse inmoral, innoble, obscena, la representación artística de esta evocación eminentemente religiosa? Porque Correa, a nuestro juicio, no ha pretendido presentar La Anunciación de la Virgen María, sino la evocación que de ella hace una mujer próxima a ser madre.21
La Iglesia, sin embargo, insistió en la condena y sesgó la mirada de todos sus fieles, que desde muchos rincones del país se quejaron con vehemencia por la herejía. Desde Buga, Medellín y Barrancabermeja, entre otras ciudades, llegaron cartas de ciudadanos ofendidos al ministro de educación. La polémica se hizo tan agudaque, ante el clamor del pueblo injuriado en su fe, Fray Mora Díaz (1891-1953), sacerdote católico, propuso “ir a arrojar un frasco de tinta sobre el depravado lienzo para cubrir el cuerpo sacratísimo de María”22, iniciativa que, de manera prudente, ordenaron abortar sus superiores. Monseñor Miguel Ángel Builes (1888-1971), obispo de Santa Rosa de Osos y acérrimo opositor al liberalismo en la época, le envió un telegrama al artista donde le advertía en latín: “Mane Tecel Fares”23, cita bíblica del libro de Daniel que significa “contado, pesado y dividido” y que alerta al rey Baltasar sobre el fin inminente de su reinado. En el contexto de la discusión, esta frase puede leerse como una afirmación de los pocos días que le quedaban a la obra en la exposición, esto es, opera como una amenaza de una autoridad religiosa que se hace efectiva en menos de una semana. En todos los argumentos esgrimidos por los censores se pueden rastrear posiciones análogas a las que se presentaron anteriormente en los textos de Juan Crisóstomo García y Laureano Gómez.
El único crítico de arte especializado que expresó su opinión fue Walter Engel (1908-2005), una de las voces más autorizadas en el campo artístico en la Bogotá de entonces. Había llegado a Bogotá en 1938 procedente de su Viena natal, donde había estudiado pintura e historia del arte. Unos meses después de cerrado el salón, en febrero de 1943, se refirió a la polémica en un artículo publicado en la Revista de las Indias que puede ser muy fecundo para analizar los términos en los que se presentó la discusión. Engel inicia desestimando los argumentos externos al arte: “No me propongo entrar en discusiones de índole moral o religiosa, y solo trataré el aspecto artístico de la obra”24. Acto seguido, hace un cuidadoso análisis formalista de la pintura donde revela interesantes pun- tos de vista sobre la composición geométrica y cromática y da pautas para leer su contenido y sus contrastes de colores. Por último, se refiere a las críticas que se publicaron en contra de la obra y las relaciona con algunas similares que se escribieron en la Francia del siglo XIX en contra de la Ronda Nocturna de Rembrandt y el conjunto de la obra de Edouard Manet, obras que fueron rehabilitadas por la historia, como afirma Engel que espera que suceda con el cuadro de Correa.
Mi objetivo aquí no es analizar la pertinencia o validez de cada uno de los argumentos presentados, sino especificar de dónde viene cada uno de ellos en el caso de los discursos involucrados en la polémica. Es evidente que las opiniones condenatorias que buscan la excomunión del autor y el destierro de la pintura se apoyan en fuentes de la tradición religiosa y política, especialmente para atacar al gobierno recién posesionado de Alfonso López Pumarejo, de filiación liberal y tendencia progresista. Por su parte, los defensores tratan de acercarse al contenido, al carácter artístico y al contexto de la obra para explicarla y valorarla en el conjunto de la producción colombiana del momento.
La mujer de Correa no se ajusta a la imagen de la mujer renacentista ni académica ni en el dibujo, ni en las proporciones, ni en los colores, pues pretende poner el énfasis en elementos ajenos a la representación correcta y hacer un homenaje a la mujer mestiza americana, en la búsqueda de una expresión propia y específica que superara los modelos heredados del Viejo Continente. Los argumentos de Pardo Umaña, Ospina, Murcia Riaño, Builes y Mora Díaz expresan un principio ampliamente aceptado en la historia del arte, pero que corresponde a una época específica y se había empezado a erosionar a mediados del siglo XIX en varios países europeos que vieron cómo el modelo clásico se agotaba y empezaba a ceder frente a los experimentos del arte moderno y las diferentes vanguardias históricas. Esto revela un agotamiento de la crítica tal como la planteaban autores como Laureano Gómez en el artículo presentado en la primera parte de este estudio.
En un artículo fundacional para la historia de la crítica de arte en Colombia, Carmen María Jaramillo estableció que entre 1946 y 1950 las artes en Colombia alcanzaron su autonomía, lo cual trajo consigo una profesionalización del campo de la crítica de arte. Según la autora, en este periodo los discursos críticos se desmarcaron de las consideraciones externas al arte para concentrarse cada vez más en los agentes plásticos, tal como lo hizo Walter Engel en el artículo recién citado al referirse a la obra de Correa. Afirma Jaramillo que el grupo de críticos que surgió en los años treinta y cuarenta
obra de los jóvenes que emergen en ese momento. Tienen una comprensión global de las artes del primer mundo y, además, no violentan el proceso local ni exigen mayores resultados que los que en cada momento se van produciendo.25
Este cambio paulatino que se operará en la crítica de arte, y que estará totalmente desarrollado en los años sesenta, comienza a vislumbrarse ya en las tensiones presentes en la polémica causada por La Anunciación en el III Salón Nacional, lo cual ubica este episodio en el comienzo de una narrativa sobre la conquista de la autonomía por parte de la crítica de arte en Colombia. Ya en los años cincuenta las polémicas tuvieron otro tono y se valieron de conceptos y argumentos más profundos tomados de la historia y la filosofía del arte, lo cual le dio más profundidad al ejercicio de la crítica en el país. Ejemplos de ello pueden ser los distintos debates que se dieron entre figuración y abstracción a lo largo de la década, en donde las posiciones más sólidas eran sustentadas por conceptos artísticos e históricos más que por devoción o simpatía política.
Esta nueva crítica que empezó a forjarse en los primeros salones nacionales en la década de los años cuarenta también acompañó los procesos de modernización despersonalizando los discursos, lo que evitó que se volviera a truncar la carrera de artistas que se atrevían a desafiar los principios imperantes. En efecto, aunque el frasco de tinta no fue realmente lanzado sobre el cuadro de Correa, sí quedó una mancha sobre la reputación y las intenciones del artista, cuya obra pretendieron aniquilar con base en un prejuicio externo que alimentaba más rencillas políticas y fanatismos religiosos que sesudos análisis artísticos. El mismo artista fue conocido posteriormente por realizar purgas a su obra en ataques periódicos de aniquilación que en algo recuerdan los arranques delirantes de Fray Mora Díaz. Después de todo, las imágenes permitidas debían instruir y fomentar la devoción y la moral, por lo que los desviados debían ser fulminados por el rayo de la fe, curiosamente aliado con los ideales conservadores y con los principios académicos y moralizantes del arte decimonónico. Como afirma Álvaro Medina en un texto inédito —que pronto será publicado— sobre las censuras que sufrieron Débora Arango y Carlos Correa: “Los hechos narrados son verídicos y dan cuenta de un ambiente cultural cuyo proceso (…) fue capaz de producir una Débora Arango y un Carlos Correa para luego censurarlos y acorralarlos con la clara intención de aniquilarlos, meta que en el caso de Correa se alcanzó”.26
Ese rayo censurador ha existido y es muy probable que siga existiendo en el arte colombiano, signado por las agudas polémicas en las que han destellado vehementes posiciones políticas y religiosas que han usado las obras como pretexto para fulminar a quienes piensan y sienten diferente que las mayorías. Este es el caso de la reciente censura de la que fue objeto la exposición “Mujeres ocultas” de la artista María Eugenia Trujillo: compuesta por objetos que semejaban custodias, pero en los que se habían cosido representaciones sexuales femeninas —como vaginas y pezones— en el lugar reservado al Santísimo. El Ministerio de Cultura tuvo que suspender la muestra en el Museo Santa Clara debido a una tutela que interpuso un grupo católico cuyos argumentos fueron muy similares a los presentados en estas páginas.
Puede considerarse curioso, cuando menos, que en todas estas polémicas lo que se censure sea una representación artística de la sexualidad y la intimidad femeninas que rápidamente se traduce en una posición política de tendencia conservadora. Parece que a los guardianes del espíritu y de la moral les molesta en exceso que se represente el cuerpo femenino y rápidamente despliegan sus estrategias para condenar y censurar. Esto se traduce en una misoginia crítica que merecería un estudio aparte que rebasa el propósito de este artículo. En lo que se refiere al campo de la historia del arte, es preciso terminar resaltando que las obras censuradas a las que nos hemos referido siguieron su camino y hallaron su lugar para ser exhibidas y estudiadas. La de Epifanio Garay se encuentra en el Museo Nacional y la de Correa en el Palacio de la Cultura de Medellín, mientras que las de Trujillo se han expuesto en museos y galerías y empiezan a hacer parte de diversas colecciones privadas. Al final, tenía razón Laureano Gómez cuando escribía citando a Leonardo, con el ánimo de condenar la obra de Pedro Nel Gómez para cerrar su famoso artículo en contra del expresionismo, que “el tiempo no perdona lo que se hace sin su concurso”27.
Bibliografía
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Medina, Álvaro. De la crítica social a la celebración crítica. Texto inédito, 2017.
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Pardo Umaña, Emilia. “¿Será arte?”. El Espectador, 14 de octubre, 1942, 4. Quinche, Víctor Alberto. Una lectura de la “polémica del impresionismo”desde la filosofía del arte. Bogotá: Universidad del Rosario, 2005.
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Notas