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Presentación. Arte prehispánico, arte indígena y arqueología: nodos y contornos de un campo de estudio
Alexander Herrera Wassilowsky
Alexander Herrera Wassilowsky
Presentación. Arte prehispánico, arte indígena y arqueología: nodos y contornos de un campo de estudio
H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, núm. 5, pp. 92-102, 2019
Universidad de Los Andes
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Dossier

Presentación. Arte prehispánico, arte indígena y arqueología: nodos y contornos de un campo de estudio

Alexander Herrera Wassilowsky
Universidad de los Andes, Colombia
H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, núm. 5, pp. 92-102, 2019
Universidad de Los Andes

Recepción: 17 Enero 2019

Aprobación: 01 Abril 2019

¿Qué es el arte prehispánico? Desde una perspectiva materialista el arte prehispánico podría circunscribirse en un sentido estricto al corpus de conocimiento posible para estudiar el pasado prehistórico. A lo largo del proceso histórico que marcó la colonización hispana de América muchas de ellos trasegaron largos caminos y de maneras complejas para llegar a los repositorios en que se encuentran en la actualidad. Es pues la suma de todas las colecciones de objetos que hacen parte de los fondos de exposición y reserva custodiados por instituciones museales, en el Viejo y Nuevo Mundo principalmente, lo que significa probablemente millones de piezas, catalogadas y potencialmente accesibles al interesado. Cualquier definición de arte prehispánico que se limite a estos objetos e historias es insuficiente, sin embargo. Es incluso cuestionable una delimitación material pues, pese a la enorme diversidad de técnicas desarrolladas para el tejido de fibras, el modelado de arcilla, la talla lítica, el trabajo con metales y la arquitectura, ente otros, tal definición excluiría millones de imágenes y figuras pintadas, grabadas o esculpidas que aún se conservan in situ sobre soportes rupestres o arquitectónicos. Además del arte rupestre, la producción visual es una definición estrictamente materialista que dejaría por fuera los sonidos del pasado, la música y, por supuesto, la danza.

América fue el último continente poblado por nuestra especie y el único al cual ninguno de nuestros antecesores y ancestros homínidos tuvo acceso. Las formaciones sociales que aquí se desarrollaron incluyen características que han impactado en la definición misma de términos como estado e imperio, acuñados inicialmente con base en la experiencia eurásica. Bien la memoria de la invasión, colonización y el mestizaje, o bien la reticencia a olvidar el pasado autónomo, a retomarlo como mecanismo de resistencia o sanación para sobrellevar guerras civiles o dictaduras militares, son algunos de los hitos de un largo recorrido en el que la celebración de las continuidades y el abuso de la otredad a veces incluso se dan la mano.

Puede pues parecer absurdo definir “arte prehispánico” en función de las exploraciones lideradas por el capitán genovés Cristóforo Colombo en el Caribe hace medio milenio, pero es también por su crítica conmemoración que el epíteto ´precolombino´ ha caído en desuso. El epíteto precolonial hace referencia a la temporalidad específica de la producción artística de sociedades independientes de y anteriores a la imposición de sistemas coloniales. Pero la colonialidad que se expande desde Europa tras la caída de Constantinopla (1453) tomó formas y rumbos muy diversos en los siglos siguientes en los ámbitos hispano, lusófono, anglófono, francés y holandés. Hasta finales del siglo XVIII no cabía la posibilidad de un arte precolonial por fuera de la experiencia histórica eurásica. El arte hacía parte, única y exclusivamente, de ese tiempo posterior histórico y cristiano, fundacional para el devenir de las repúblicas latinoamericanas. Llamar este tiempo poscolonial es correcto en términos históricos, pero evoca la corriente teórica y política poscolonial de autores que se sitúa desde la colonialidad británica en África y Asia, como Homi Bhabha y Gayatri Spivak. La amplitud global del fenómeno hace pues difícil restringir un campo de estudio a una categoría de objetos cuyo común denominador sea la procedencia de lugares que experimentaron cualquier tipo de violencia colonial. A la vez que reconoce la colonialidad el epíteto prehispánico, en cambio, pone en relieve las especificidades de la conquista e invasión hispana en el siglo XVI.

El papel protagónico de la temporalidad por encima de la materialidad lo denota el prefijo “pre-” que, en “precolombino”, “prehispánico” y “precolonial”, sitúa el corte histórico que marca un antes –oriundo, autóctono o indígena– y un después –hispánico, colombino o colonial– en la explosión de pandemias, guerras y el desplazamiento ocasionada por la invasión de las erróneamente llamadas Indias, desatada en la primera mitad del siglo XVI. La cristianización e hispanización forzadas tuvieron como consecuencia una fuerte baja demográfica, extendidos procesos migratorios y de translocación, y una reconfiguración y extinción de decenas lenguas autóctonas. Y pese a los esfuerzos globales en mate- ria de educación intercultural bilingüe, este último proceso de erosión cultural aún continúa. Es posible, incluso, describir la irrupción del fenómeno colonial como un genocidio que llegó a tener, según un estudio reciente, un impacto de enfriamiento sobre los regímenes del clima a nivel global durante los siglos XVII y XVIII.1

El despertar del interés ilustrado por el pasado y específicamente por las antigüedades clásicas del Mediterráneo, sistematizado por Johann Joachim Winckelmann en Geschichte der Kunst des Altertums (1764), llega a las colonias americanas traducido en una tímida curiosidad por las antigüedades de los indios durante el reinado de Carlos III de España. Hacia mediados del siglo XVIII arriban a las colonias hombres letrados como Antonio Ulloa y el Obispo Baltazar Martínez de Compañón, quien a lo largo de décadas reuniría la primera colección documentada de objetos prehispánicos, 195 objetos enviados en 1790 que eventualmente llegaron a la corte en Madrid.2 También realizaría la primera publicación de un estratigráfico arqueológico con base en las excavaciones del corregidor mestizo Miguel Feyjóo de Sosa en la Huaca Tantalluc (hoy Tantarica, Cajamarca, Perú) entre 1763 y 1765, dos décadas anteriores a las citadas intervenciones de Thomas Jefferson en sus haciendas de Virginia.3

Las ilustraciones de objetos, sitios y contextos arqueológicos de Antonio Ulloa o Martínez de Compañón, así como las primeras colecciones de objetos reunidas podrían interpretarse como el inicio de la construcción científica de una prehistoria americana. Se podría proponer una distinción positiva subyacente entre la metafísica y la ciencia y ubicar este proceso en el ámbito de la ilustración ibero-francesa para concluir declarando a oficiales de gobierno, ingenieros o eclesiásticos virreinales como precursores más o menos olvidados de la historia del arte y de la arqueología americanista, anteriores a los más célebres viajeros ilustra- dos como Charles-Marie de La Condamine o el Barón Alexander von Humboldt. Podría también llamarse la atención sobre la coincidencia del inicio de la apertura hacia los objetos y los edificios indígenas como arte y arquitectura, y como medio para el conocimiento sobre el pasado, con una época muy convulsionada que coincide con la expulsión de la Compañía de Jesús y las postrimerías de la rebelión general de Túpac Amaru y Túpac Katari en el Alto y Bajo Perú (1780-1782).

Si bien nos ofrece un punto de partida común para la historia del arte y la arqueología prehispánicas, por sí sola la historiografía no ayudaría a percibir ni entender la continuidad de otras perspectivas, tanto autóctonas como medievales, sobre los objetos prehispánicos que aún se expresan en la actual concepción híbrida de lo indígena, como pasado y presente. Según el mismo Feyjóo los “tesoros” excavados por él incluían objetos de cobre y oro, así como vasijas de cerámica figurativas y hachas de piedra,4 y seguidamente enfatiza que hay más tesoros por descubrir en las huacas región. Esto sugiere que en la década de 1760 la valoración mercantil –en metálico– de las piezas prehispánicas, arrastrada desde los primeros momentos de la conquista, ha empezado ya a amalgamarse con su valoración estética.

La valoración estética como modo de apreciación del arte prehispánico surge, pues, aproximadamente a dos siglos y medio de su valoración netamente mercantil; pero no la reemplaza, la complementa. La valoración de estos objetos como testimonio histórico, es un tercer modo de valoración que forma parte del fundamento ideológico de las jóvenes naciones latinoamericanas y las incita a reunir colecciones y crear museos nacionales: en Perú en 1822, Colombia en 1823, Bolivia en 1838 y en Ecuador en 1989. No cabe aquí la discusión sobre si la temporalidad es principalmente esencial, inherente a las cosas y a los objetos, o si le es adscrita y los objetos existen principalmente en el presente, viviendo social- mente desde el acto de ser reconocidos. Lo cierto es que su antigüedad, desde inicios del siglo XIX, claramente confiere valor. Paradójicamente, el surgimiento de la arqueología como disciplina académica durante la primera mitad del siglo XX es posterior a las preocupaciones sistemáticas por la historia del arte.

El arte prehispánico, entonces, se define ante todo por su temporalidad, más que por su materialidad, pese a que las cosas del pasado anterior a la colonización europea, una vasija de cerámica por ejemplo, pueden ser indistinguibles de cosas hechas durante el pasado colonial. No se agota ni empieza con su materialidad, ni su historia se define por la conquista ni la imposición colonial del idioma español. Las ideas y los significados, pasados y presentes, también hacen parte del arte prehispánico, tanto como su recepción y resignificación. La división del trabajo entre la arqueología y la historia del arte es menos simple de lo que pueda parecer, pero las disciplinas se complementan de maneras complejas. La arqueología estudia el pasado, en especial los pueblos y las sociedades productoras de la cultura material, usualmente in situ. Así mismo se puede encontrar con la historia del arte al revisar los antecedentes de la investigación, o hacia el final del estudio de las cadenas operativas e historias de vida de las cosas, o durante su labor pública de diseminación y patrimonialización en el presente. La historia del arte, en cambio, usualmente parte de imágenes o grupos de objetos selectos en el presente que decide llamar piezas u obras para analizar sus características, su recepción y despliegue a lo largo del tiempo, con un énfasis en el pasado reciente. Para llevar su labor historiográfica más allá de la historia no siempre recurre a la arqueología, pero los cambiantes significados atribuidos a los objetos y a las imágenes son claves para trazar desplazamientos semánticos que pueden desembocar en la caracterización de una cosa como antigüedad, obra, objeto, arte o, incluso, patrimonio. La historia de la separación entre arqueología y de la historia del arte ha sido modelada por divergentes y cambiantes visiones del pasado, las mismas que han modelado la transición semántica o resignificación que se sustenta en las cualidades técnicas o estéticas, o la importancia histórica o científica que le son atribuidas o no. La valoración estética es clave, un momento axial en el paso de la demonización de los objetos saqueados de tumbas y templos en los siglos XVI y XVII hacia un reconocimiento de su valor testimonial e histórico en el XIX. No sobra decir, sin embargo, que la enorme mayoría de objetos del pasado no son reconocidos como arte, en parte por hallarse fragmentados o por no presentar significación densa, en parte debido a que los cánones de belleza importados con el eurocentrismo decimonónico aún se encuentran en vigencia.

¿Y qué es, entonces, el arte indígena? Al igual que los arqueólogos e historiadores del arte hay personas que también están imbricadas en el proceso de profundizar conocimientos sobre el pasado y buscan producir arte. Una parte del arte indígena juega con los reconocimientos mencionados, se apropia, resignifica o toma posición frente a los dilemas éticos y las ramificaciones políticas, pasadas y presentes que se desprenden de las diferentes perspectivas y actitudes frente al pasado anterior a 1492. Aquellas que se denominan indígenas lo hacen desde una perspectiva situada y particular que con frecuencia incluye, de manera prominente, tradiciones y prácticas contemporáneas de pueblos que se reconocen como descendientes.

Desde una perspectiva indígena contemporánea la separación metodológica entre prehistoria e historia puede no parecer tan neutral como este texto que busca resaltarla desde la perspectiva académica. Al situar a la escritura como el elemento de diferencia clave, en desmedro de otras formas gráficas o materiales de significación densa, puede incluso llegar a ser percibida como una denigrante instancia de la vieja separación entre civilización y barbarie, en especial para pueblos que desarrollaron otros sistemas de notación, registro, cálculo y memoria social. Algo similar ocurre con la separación de dos campos discursivos para hablar del pasado: un pasado más remoto y otro menos, cada uno basado en un abanico de fuentes que generalmente excluyen –de manera implícita o explícita– las tradiciones orales de pueblos indígenas contemporáneos.

Estas y otras problemáticas de continuidad, que algunos arqueólogos andinistas han empezado a calificar de transconquista, abarcan precisamente preguntas en torno a la continuidad de estructuras, tradiciones o prácticas anteriores. ¿Cómo lograron trascender el genocidio? ¿Cuándo y cómo fueron redes- cubiertas o reutilizadas?, y ¿para qué? Este campo de reflexión sobre la longue duree de procesos sociales e identidades precoloniales, famosamente adelantado por Gerardo Reichel-Dolmatoff en su tratamiento de la relación entre los Tairona etnohistóricos y los actuales pueblos kogi, kankuamo, wiwa y arhuaco asentados en la Sierra Nevada de Santa Marta, difícilmente se sostiene sin considerar los desarrollos históricos marcados por la presión colonial.

Más que diferencias de perspectiva sobre la historia, la principal disyuntiva entre la mirada externa –desde la arqueología y la historia del arte– y la visión desde adentro –desde las comunidades que se declaran descendientes–, es quizás la separación ontológica entre objeto y sujeto. Me refiero a la distinción entre cosas inertes, manipulables y acumulables que, como hemos visto, pueden constituir un objeto de estudio per se y sujetos o actores sociales vivientes, con capacidad de hablar y sentir hambre y sed, que se manifiestan en lugares y a través de cosas, y con los cuales se mantienen relaciones de parentesco, alimentadas con plegarias u ofrendas.

Algunos de los objetos dispersos en colecciones museales del mundo sin duda jugaron papeles prominentes en la vida social de los pueblos y unos pocos ocupan hoy lugares destacados en la memoria social de pueblos y naciones latinoamericanas. No solo individuos y comunidades, sino instituciones regionales, nacionales e incluso globales juegan, de manera más o menos creativa, con los objetos y las representaciones que aluden al pasado prehispánico. Cuáles objetos, imágenes, historias e imaginarios se abordan para escudriñar cuales continuidades o discontinuidades, significados o procesos en el análisis y la reflexión varía tremendamente. Un punto de encuentro común y clave es el reconocimiento de los impactos de la historia como suma de decisiones humanas y la construcción de conciencias, memorias e identidades al respecto.

Afortunadamente ninguna obra de arte, pasada, presente o futura, se limita a la representación del poder, ni se somete al poder de la representación. Es por ello que desde su mismo nombre en este primer dossier sobre arte prehispánico e indígena, la revista H-ART invitó a todo aquel que busca sintonizar la historia y está dispuesto a reconocer continuidades y discontinuidades, y que está abierto al cuestionamiento de la producción artística de los pueblos originarios de América y sus descendientes: a reconocer la tensión fundamental entre pasado y presente, allá y acá, nosotros y ellos como marca de un campo discursivo.

En su conjunto, los temas tratados por los seis trabajos que conforman este dossier, así como de las ponencias presentadas en las Jornadas de Arte Prehispánico e Indígena realizadas en la Universidad de los Andes en 2017 y 2018, ofrecen una muestra de la amplitud de este campo de investigación y creación que es inter y transdisciplinar. Su eje común es la experiencia histórica humana del continente americano y su preocupación compartida los significados de la materialidad ancestral latinoamericana. Su objetivo es ayudar a identificar intersecciones y metodologías emergentes para el estudio de las principales relaciones entre el pasado precolonial y el presente, incluyendo la producción artística indígena contemporánea, y las maneras en que las obras de arte prehispánico e indígena son mostradas y recibidas por diferentes públicos.

El trabajo de Mónica Eraso retraza el surgimiento del americanismo a la par con la racialización de lo estético como piedra angular en la invención decimonónica de “arte precolombino”, un concepto moderno, alterno al de “antigüedades de los indios”. Al igual que en buena parte de la Latinoamérica letrada, en Colombia esto ocurre en la segunda mitad de ese siglo bajo la influencia del emergente evolucionismo social unilineal, escuela de pensamiento fundamental también para el surgimiento de la arqueología y el proceso de configuración de identidades nacionales. Los hitos del estudio trazan el período entre la institucionalización del arte, con la fundación de la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1886, y el ya entonces anacrónico racismo de salón evidente en la publicación de Prehistoria y viajes americanos de Carlos Cuervo en 1893. Según la autora, es en este lapso que se da el paso de una negación tajante de lo primitivo como arte, fundamentada en principios teológicos y estéticos por Alberto Urdaneta, hacia una visión diferenciada por la racialización. Vincula y compara los procesos de institucionalización del arte con las prácticas de exposición en Colombia y la Exposición Universal de París de 1878 para situar el surgimiento del americanismo en este eje, mas no en las redes más amplias que se tejen. Resalta las tendencias exotizantes y fundamenta su argumento en el impacto de las primeras reflexiones etnológicas. Así, el pensar primitivista y barbarizante sobre la producción cultural pre-hispánica de Ángel Cuervo, Rafael Pombo, Ricardo Hinestroza o Carlos Cuervo no le aducían al indio una menor capacidad de sentimiento. Más bien justificaban la exclusión de su producción –qua objetos y no obras– en la construcción de la identidad visual nacional en una supuesta incapacidad para la producción estética, sobre todo, en el uso del color. Con su rechazo tajante al racismo inherente al proyecto americanista de fines del siglo XIX Eraso propone descartar y enterrar, finalmente, lo precolombino como una categoría racista.

Desde la prospección y las excavaciones arqueológicas el trabajo de Gordon Ambrosino se enfoca el registro de marcas duraderas –rayas, puntos, líneas, formas e imágenes– grabadas, picadas, talladas e incisas en rocas de las montañas de la Cordillera Negra, sobre la vertiente del Pacífico de la antigua Provincia de Huaylas, hoy Perú. En las formaciones ígneas que separan las cabeceras de dos ríos principales como lo son el Santa y el Fortaleza, en un dinámico ambiente de alta montaña, por encima de los 3.000m de altura, encuentra palimpsestos de imágenes inscritos en abrigos rocosos que darían cuenta de la producción de lugares y la configuración de paisajes a lo largo de tres milenios, desde los inicios de la agricultura hasta la era colonial y el presente.

Con un enfoque semiótico y desde un trasfondo neoevolucionista considera el simbolismo de este arte rupestre, notoriamente difícil de fechar, como manifestación de la evolución de un paisaje social. Con la ayuda de fuentes etnohistóricas y gran sensibilidad etnográfica traza lazos entre el emplazamiento del arte en relación a las fuentes de agua próximas, así como a la larga historia de una clase pan-andina de prácticas rituales de libación, las mismas que según el autor permitían, y permiten aún, alimentar y animar lugares y memorias mediante la ofrenda de líquidos a las huacas y la transferencia de la esencia animadora camay.

El texto de David Gómez Sánchez también es de corte arqueológico pero a diferencia del anterior se centra en un grupo puntual de imágenes del arte mural teotihuacano. Su detallado análisis le permite encontrar evidencias para sugerir la representación de una gama de feroces cánidos. Su argumento visual se yergue sobre la distinción de categorías con base en el fenotipo y el tratamiento del cuerpo, la actitud y la postura, así como los adornos, tocados y elementos figurativos asociados, como índices de conducta que apuntan a símbolos de poder distintos. Se alimenta también con huesos, con el análisis zooarqueológico de muestras procedentes de excavaciones controladas, así como la toponimia asociada al coyote. Con todo ello reconstruye un despliegue simbólico diferenciado de los comportamientos predadores, de cuidado de crías y sociabilidad, incluida la capacidad de comunicación y procreación que denotaría una sofisticada gama de asociaciones que, según el autor, reflejaría, en cada uno de los tipos de cánido representados, estamentos sociales de la sociedad teotihuacana. Y es en este contexto que destaca de manera particular el cruce físico y simbólico entre animales silvestres y domésticos, que es el mismo que da lugar a los “loberros”.

También centrado en la Mesa del centro de México, el trabajo Ana Paula dos Santos Salvat es una historia de la arquitectura del poder. Busca trazar la fascinación colonial por las grandes plazas abiertas de las urbes autóctonas americanas desde la caída de Tenochtitlán en 1521 hasta la conclusión de la Plaza Mayor de Madrid en 1622. Para ello guía la mirada hacia los paralelismos y las pervivencias de lo indígena en las plantas urbanas de México y Madrid y compara, en la cartografía de la época, la disposición y amplitud de los espacios abiertos centra- les así como los cambios en la organización social del espacio público.

El texto no deja de lado las cadenas de decisiones arquitectónicas posteriores en ambas ciudades, las mismas que afectaron su apariencia y crearon el patrimonio que hoy los gobiernos locales eligen mostrar. Sin embargo, las cadenas de decisiones locales previas, en particular la historia del desarrollo urbano en torno al lago Texcoco, violentamente drenado en un acto fundacional típico de la colonialidad, quedan abiertas al escrutinio. Es probable que las biografías, los viajes y las relaciones entre conquistadores del entorno de Hernán Cortés con los ingenieros y arquitectos, presuntamente nobles que adoptaron sottovoce ideas americanas, permitan puntualizar a los agentes y profundizar sobre los mecanismos mediante los cuales se realizaron la transferencia y transformación de la plaza abierta como tecnología arquitectónica del poder americana a su homólogo Europeo durante las tres generaciones posteriores.

Al igual que los arqueólogos, Dagmar Bachraty centra su atención en la potencia visual de la memoria americana y su despliegue artístico; no así en la pintura mural o las incisiones hechas en roca en el pasado, sino en el suave arte conceptual producido en el presente por Cecilia Vicuña. Fuentes de agua, rocas y sus marcas son hitos conceptuales en el perfomance Quipu Mapocho y, al igual que en la instalación Quipu Womb, el hilar o no de las fibras rojas, el tejer y ofrendar hilos incluye referencias explícitas a materiales y contextos arqueológicos: los Quipu Inca y las ofrendas humanas Capac Hucha, principalmente. En el recordar práctico, plástico y efímero de la artista se urden y traman relaciones explícitas entre el presente artístico y el pasado prehispánico, que Bachraty denomina síntomas de la memoria. Descolonizar el presente mediante el emplazamiento de las memorias oficiales con ofrendas que dejan fluir y caer entrelazamientos y nudos de hilo rojo ante la inmensidad de paisajes y pasados inmemoriales, es una forma de politizar la memoria a la vez que proporciona sentidos mnemotécnicos abiertos a lecturas distintas.

Como un punto de cierre, que es a la vez es una invitación a abrir las puertas de este campo, el dossier ofrece un ensayo bibliográfico sobre el arte prehispánico de Colombia a cargo de Alessia Frassani e Isaías Morales Cabezas. De manera poco usual para un trabajo de esta naturaleza, los autores contraponen de manera explícita el despojo y la violencia que caracterizan la historia de ese país con las nociones indígenas del territorio y la historia, para así enfatizar la importancia del estudio y la construcción del conocimiento acerca de lo que los autores denominan el patrimonio nacional e indígena. En este pionero esfuerzo de recopilación bibliográfica interdisciplinar, que no pretende ser exhaustivo, inicialmente introducen los textos generales, muchos de ellos clásicos, para pasar a los aportes regionales y locales, incluyendo los aportes desde la arqueología, la historia y la antropología. Complementan su revisión con estudios más propiamente estilísticos, formales e iconográficos y reflexiones generales acerca de la relación entre el arte prehispánico e indígena en Colombia y en otras partes del continente.

En su conjunto los trabajos y referencias en todos los trabajos reunidos en este dossier permiten iniciar el recorrido que buscamos emprender cuando convocamos al primer encuentro de Arte Prehispánico e Indígena en Bogotá: se trata de mapear las intersecciones emergentes en el estudio de objetos, materiales y técnicas desde diferentes disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades, y recorrer los hitos históricos de la construcción de paisajes, memorias y las puestas en escena del poder.

Material suplementario
Bibliografía
Alcina Franch, José. Arqueólogos o anticuarios – Historia antigua de la arqueología en la América Española. Madrid: Ediciones del Serbal, 1995.
Koch, Alexander, Chris Brierley, Mark M. Maslin, Simon L. Lewis. Earth system impacts of the European arrival and Great Dying in the Americas after 1492 Quaternary Science Reviews 207, nº 1 (2019): 13-36.
Macera, Pablo. “El tiempo del Obispo Martínez Compañón”. En Trujillo del Perú Baltasar Jaime Martínez de Compañón editado por Pablo Macera, Arturo Jiménez Borja, Irma Franke. Lima: Fundación del Banco Continental, 1990. 13-80.
Martínez de Compañón, Baltasar J. Trujillo del Perú. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, Agencia Española de Cooperación Internacional, 1998.
Pillsbury, Joanne y Trever, Lisa. “The King, the Bishop, and the Creation of an American Antiquity”. Ñawpa Pacha 29, nº 1 (2008): 1-29.
Notas
Notas
1. Alexander Koch, et al. “Earth system impacts of the European arrival and Great Dying in the Americas after 1492”, Quaternary Science Reviews 207, nº 1 (2019): 13-36.
2. José Alcina Franch. Arqueólogos o anticuarios- Historia antigua de la arqueología en la América Española (Madrid: Ediciones del Serbal, 1995), Pablo Macera “El tiempo del Obispo Martínez Compañón” en Trujillo del Perú Baltasar Jaime Martínez de Compañón editado por Pablo Macera, Arturo Jiménez Borja, Irma Franke (Lima: Fundación del Banco Continental, 1990). 13-80.
3. Baltasar J Martínez de Compañón Trujillo del Perú (Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, Agencia Española de Cooperación Internacional, 1998); Alcina Arqueólogos o anticuarios - Historia antigua de la arqueología en la América Española, 179-188; Joanne Pillsbury y Lisa Trever. “The King, the Bishop, and the Creation of an American Antiquity”. Ñawpa Pacha 29, nº 1 (2008): 1-29.
4. Cabello 1992, 18-19 citado en Alcina, Arqueólogos o anticuarios - Historia antigua de la arqueología en la América Española, 173.
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