Traducción
Que haya libertad para las mujeres es la tarea del feminismo, no más. Todo lo que asociamos con el “feminismo” o tiene que ver con la libertad o debemos darle otro nombre. Que haya libertad para las mujeres, en sentido estricto, debería ser un tema capital de la humanidad entera y no sólo del feminismo. Más aún, ni siquiera debería existir el feminismo sino sólo la humanidad, de no ser porque la humanidad se ha considerado libre incluso en ausencia de la libertad femenina, como ocurrió en la antigua Atenas o en la Francia revolucionaria. Paradoja extrema, ahora que lo pienso. No obstante, aunque resulta sabido, basta recordar cuántas guerras y luchas por la liberación se han librado y ganado, incluso con la contribución femenina, sin que eso haya supuesto libertad para las mujeres. Argelia enseña.
¿Es posible afirmar hoy que esa paradoja quedó en el pasado? Muchos, en esa zona del mundo llamada Occidente, están dispuestos a declarar que sí. Siguiendo ese criterio, deberíamos concluir que el feminismo ha llegado, con éxito, a su puerto, habiendo perdido su razón de ser; hay algo de verdad en esta apreciación. Pienso, por poner un solo ejemplo, en la forma como, en la actualidad, las jóvenes ocupan los espacios de educación superior con desenvoltura, autoridad y provecho, siendo cada vez más numerosas. Y compruebo el gran cambio en materia de libertad de las mujeres recordando no solo la lucha de Virginia Woolf por la educación femenina (A Room of One´s Own, 1929; Three Guineas, 1938), sino también mi propia experiencia como estudiante universitaria, cuarenta años hace, en un mundo dominado por la presencia masculina.
Con todo, es viable considerar que aquella es una respuesta prematura. Mi vacilación personal al deliberar si el feminismo ha concluido felizmente su historia no deriva de la persistencia de exclusiones y discriminaciones aún en nuestra sociedad. En lo tocante a este fenómeno se exagera mucho. O, mejor dicho, se malinterpreta. Se llegan a entender las elecciones libres de las mujeres (por ejemplo, la preferencia por los estudios humanísticos, o la elección del trabajo a tiempo parcial) en forma tal que se da dar lugar a la sospecha de que el criterio seguido no es el de libertad sino el de igualdad de la mujer con el hombre. Lo que me hace dudar es esto, precisamente, constatar que la libertad para las mujeres se liga a la igualdad con los hombres y que este vínculo instaura un límite para la libertad misma, la torna menos libre, por así decirlo.
Hoy, los proyectos progresistas de emancipación, todavía en circulación en los años setenta, han perdido vigencia. Además, existe una suerte de feminismo de Estado, es decir, una política estatal, con frecuencia dictada por agencias internacionales, que vigila sistemáticamente cada expresión de disimilitud entre los sexos, considerándola como sinónimo de desigualdad y causa de discriminación. Pareciera que se quiere borrar toda manifestación de la diferencia femenina, se trate de la elección de estudios, de la estrategia para conciliar vida familiar y trabajo remunerado, o de la predilección por determinado compromiso político… ¿Por qué, digamos, ni siquiera se intenta evaluar la hipótesis de que la escasa presencia de mujeres en los recintos parlamentarios puede significar una escasa simpatía femenina por la democracia representativa?
En segundo lugar, me incomoda que en Occidente se pretenda “exportar” la libertad femenina a otros países y culturas. En algunos casos se trata, toscamente, de propaganda ideológica: pienso en la última guerra de Afganistán, asociada por ciertos comentaristas a la liberación de las mujeres. En otros casos, empero, no se puede decir lo mismo; ciertamente no es propaganda el libro informado y reflexivo de Martha Nussbaum, Women and Human Development. The Capabilities Approach (Cambridge, U. P., 2000), donde expone y resuelve una serie de problemas surgidos dentro de la sociedad india. Con todo, mi incomodidad no es menos intensa en casos como este último, pues evidencian ese universalismo unidireccional que continúa practicándose por nuestra parte hacia el resto del mundo con una autoridad muy dudosa (Bessis, 2003).
En general, pienso que dentro de la civilización que se presenta como occidental sí hay un amor femenino a la libertad, mas ese amor se traduce en un hecho político según una concepción no libre de la libertad femenina. Entonces la paradoja que mencioné con anterioridad muta y se convierte, a secas, en la paradoja de una cultura política donde, al promover cierta presencia y protagonismo de las mujeres, en realidad se promueve la no-libertad femenina. Las mujeres soldado de la prisión de Abu Ghraib en Irak representan el caso extremo de lo que intento decir.1
Con esto nos encontramos ante una grave contradicción de nuestro presente-futuro: una libertad femenina que no encuentra su espacio, pues es empujada fuera de toda sociedad femenina por el proceso de integración de la mujer a la vida pública, en un mundo que antes era de hombres y, en muchos aspectos, sigue estando a la medida de ellos -libertad que así corre el riesgo de derivar hacia la insignificancia y la imitación.
¿Estamos asistiendo a la formación de una nueva sujeción de las mujeres? “Sujeción”, entendida en el sentido que sugiere la raíz de la palabra, es hacerse sujeto, sí, pero sujeto a…, una sujeción nueva, en formas que ya no son las del patriarcado. El feminismo posmoderno, lúcido en el análisis crítico pero torpe por su perjudicial antimetafísica y su aversión a lo universal, no tiene objeciones y funciona más bien a manera de reflejo de cómo van las cosas: la humanidad dispersa en una confusa pluralidad de diferencias, la experiencia subjetiva fracturada y, profanados por los lenguajes publicitarios, los cuerpos y los deseos perdidos en la creciente confusión de signos y señales… Hay algo discordante en todo esto, porque cuanto más nos acercamos a la universalidad neutra de la tecnología y del mercado, más el cuerpo femenino se encuentra comprometido y expuesto, ya sea en las fronteras de la investigación científica, los lenguajes de los medios de comunicación o los más duros conflictos armados.
Todo intento de hacer un balance de estos treinta años de feminismo se encuentra así interrumpido, pendiente de una cuestión radical cifrada en saber qué involucra realmente la libertad para las mujeres. Esta misma conclusión nos obliga a depositar nuestro pasado, para su interpretación y su recuperación, a la “memoria del futuro”, es decir, a las generaciones venideras, sin por ello eximirnos de procurar decir algo al respecto: las nuevas generaciones tienen derecho a que hagamos el intento.
Una simple evocación del pasado no logra expresar a cabalidad lo que sucedió, pero podría ayudar a dilucidar el pasado que no ha pasado y que aún está en juego. ¿Cómo hacerlo? Con el impulso del conflicto reconocido abiertamente, respondo; es decir, colocando en palabras esas cosas que nos dividen entre feministas, entre mujeres, entre mujeres jóvenes y mujeres viejas. La posibilidad de educarse, de hacer carrera, de aparecer en la escena pública, enciende un deseo de éxito y esto crea una contrariedad que aún no ha sido abordada entre las mujeres: la de los costos que estamos o no dispuestas a pagar para establecernos personalmente en la vida pública, y la benevolencia que estamos o no dispuestas a mostrar con nuestras semejantes que todo lo subordinan al éxito personal. Cualquiera que conozca el feminismo desde sus entrañas lo sabe constante campo de batalla y es en ese campo de batalla, en conflicto abierto unas con otras, practicado sin cerrar la comunicación, donde la libertad femenina ha encontrado su significación -cuando la ha encontrado. Ahí se configuró esa autoridad femenina que ninguna ley puede reemplazar porque de ahí viene la medida de la libertad para una mujer.
Contaré un hecho. Un día de este año, en la Librería de Mujeres de Milán, que existe desde 1975, tres jóvenes cercanas a la treintena, amigas entre ellas e hijas de feministas, dialogaron sobre su incipiente carrera profesional -respectivamente, directora de teatro, artista visual y guionista-, durante un ciclo de encuentros dedicado al trabajo de la mujer en campos no tradicionalmente femeninos. Las tres asombraron a la audiencia, compuesta en gran parte por mujeres mayores que ellas, por la desenvoltura, la capacidad y la personalidad de las cuales daban muestra. Pensábamos: ninguna de nosotras, a esa edad, habría sabido hacerlo tan bien. Pero nos impresionaron, asimismo, por la ausencia de alusiones a la idea y la práctica del feminismo. Sin esfuerzo expresaron su gratitud a sus respectivas madres, allí presentes; aunque esto ocurrió tras una solicitud del público y no les inspiró ninguna reflexión política. En sus palabras no había ni sombra de resentimiento ni de reivindicación que las confrontara con sus coetáneos masculinos. Se notaba: supieron heredar lo mejor del feminismo, mas no eran conscientes de lo puesto en juego en el tránsito de nuestra generación a la suya. Disfrutaban de su libertad como de una cosa natural; si lo examinamos, probablemente hablaban el lenguaje de los derechos.
¿Qué cosa no concuerda en todo esto? La respuesta en sí es simple y consiste en que las tres -y como ellas quién sabe cuántas mujeres jóvenes más- consideran “natural” una libertad que el ordenamiento político les reconoce, no por ser mujeres, sino independientemente de eso y debido a que las mujeres son iguales a los hombres. Es posible revelar, sin embargo, que en realidad gozan de una libertad de origen femenino que, como tal, no les es reconocida por el ordenamiento político. En suma, disfrutan sin saberlo de un bien, en esencia, relacionado con una toma de conciencia. Tal es la libertad femenina. Y tal -anticipando la consecuencia- podría ser la libertad humana tout court desde el momento en que se torna libertad relacional, desarrollada y reforzada con la libertad del otro de sí.2
Es justo afirmar que algún feminismo puede ir acompañado de cierta desmemoria y desconocimiento. Ese tipo de feminismo, el más extendido en la actualidad, se expresa de muchas maneras. Una merece especial atención y es la predilección por juntarse con otras mujeres para realizar determinadas actividades, ya sea irse de vacaciones o abrir un estudio profesional o emprender un negocio. En esto podemos reconocer la práctica más atractiva del movimiento feminista, la de reunirse entre mujeres excluyendo la presencia de hombres. Aunque acaso podríamos hablar hoy de una práctica de “menor separación” que la de los años setenta. ¿Cuál es la diferencia? Que esta última, la “gran separación”, interrumpió conscientemente el proceso de integración de la mujer en la sociedad de los hombres, llevado a cabo por fuerzas progresistas muchas veces con la mediación de asociaciones de mujeres, en el contexto del gran proyecto de emancipación de las clases subalternas, donde también había mujeres. Las mujeres reunidas en los primeros grupos feministas, a fines de la década de 1960, allanaron en todo el mundo industrializado el camino para el movimiento de masas de la década de 1970, y dejaron atrás su experiencia de participación personal en la política y la cultura de algunos hombres. Fueron años de gran fermento político. El gesto de ruptura realizado por aquellas mujeres fue algo totalmente inesperado que causó no poco desconcierto en sus compañeros, y aún faltan palabras para explicar su significado. No fue provocado, repito, por una circunstancia de injusta discriminación, sino por una experiencia de malestar profundo y un creciente alejamiento de los lenguajes, prácticas y proyectos compartidos hasta entonces con los hombres. Efectivamente, fue dictado por el deseo de encontrar, en el espejo y en el intercambio con otras mujeres, las palabras para hablar de sí y del mundo, con fidelidad a la propia experiencia.3
Fue entonces, con aquellos primeros grupos separados, donde el hecho de la diferencia sexual pasó a ser parte del sujeto y dio fin a la objetivación de la diferencia femenina. Nació entonces lo que, más tarde, con Luce Irigaray, se llamaría pensamiento de la diferencia sexual (Irigaray, 1974, 1985, 1987).4
El proyecto progresista de la emancipación emanó de un sujeto supuestamente neutral, y cometió el error de considerar a la mujer como un grupo social oprimido y discriminado. En cambio, con el pensamiento de la diferencia, “mujer” es un nombre de la humanidad entera, el otro es “hombre”; quizá todavía hay otros nombres, por encontrar o ya encontrados, pero esos dos son los principales. Sobre esta base, la lucha contra la dominación sexista para poner freno y, quizá, acabar con el sufrimiento que padecen las niñas y mujeres por el mero hecho de no ser de sexo masculino, se convierte en una lucha por un cambio que atañe a la humanidad en su totalidad, ya que ambos significan también los otros y viceversa, en una relación no proporcional (de hecho, las mujeres nacen de mujeres, y los hombres, por otro lado... también), cuyo sentido falta descubrir y que, una vez hallado, quedará -quizás- por redescubrir y así siempre, como la amistad, el amor, la concordia.
Lo que le falta al feminismo popularizado, pero que estaba desde el principio y que, por tanto, queda encomendado a la memoria del futuro, es la conciencia de que la libertad femenina no es obvia, en dos sentidos. Primero, porque la libertad de las mujeres no ocurre sin la obligación tácita de su adaptación a las condiciones que los hombres consideran fundamentales para la convivencia civil, por ejemplo, las condiciones de la democracia representativa, la cual, para hablar con franqueza, muchas consideramos una gran pérdida de tiempo. Condiciones, lamentablemente hay que añadir, que pueden convertirse en las de una convivencia incivilizada; estoy pensando en los pilotos de bombarderos de la OTAN que operaron en la guerra de Kosovo y en los kamikazes de la resistencia palestina y chechena. En sentido positivo, la libertad de las mujeres no es obvia porque trae consigo la cuestión y la posibilidad de una política nueva y diferente, ya no basada en las luchas de fuerza bien o mal reguladas por la ley, sino en las relaciones y la negociación, incluso con toda la fragilidad que las caracteriza.
Con la experiencia vivida en los grupos feministas, donde el discurso, la autoconciencia y la libertad se generaban a partir de nuestros intercambios, teníamos la idea de una libertad no liberal sino relacional: no como un derecho que autoriza una prerrogativa universal de nacimiento (el “nacemos libres” de los filósofos modernos), sino como posibilidad creativa, como apertura a un más de ser,5 confiada en la calidad de las relaciones que mantenemos con otros, con nosotras mismas y con el mundo, y compatible con la dependencia que guardamos con los demás desde el primero hasta el último día de la vida. Y como un bien cuyo disfrute encuentra en la libertad del otro no su límite sino, por el contrario, su crecimiento.
Sin embargo, no teníamos elementos para pensar que tal libertad pudiera encontrar un espacio en la sociedad de mujeres con hombres. De hecho, es una perspectiva donde se involucra a los hombres en términos que el feminismo, hasta ahora, ha pensado sólo idealmente y no ha practicado. El desafío feminista marcó el declive del Hombre como ente neutro y como nombre universal. Lo hizo en la práctica, con la práctica de la separación. No lo hizo por aversión intelectual a lo universal, sino para dar existencia simbólica (palabra y autoridad) a las mujeres. Y al hacerlo, colocó la crítica a la dominación sexista en el horizonte de un cuestionamiento radical del ser humano, que continúa abierto. Los sexos son dos, como hemos dicho y aún decimos, no es la fórmula de la respuesta, sino de la pregunta.6
El problema, repito, está delante de nosotras, mas no resuelto: un problema de orden simbólico donde el individuo sabe que hay otro de sí, lo sabe no secundariamente, ni instrumentalmente, sino como algo que le concierne en lo más íntimo. Y no olvida que lo aprendió al nacer. Un problema cifrado en un significado abierto de la diferencia sexual. Puede formularse de otro modo: ¿La asimetría entre los sexos puede traducirse en una relación viable sin perjuicio de la igualdad y sin pérdida de libertad de un sexo hacia el otro? ¿Puede haber libertad para las mujeres sin autonomía? Parafraseado en los términos más simples y radicales que puedo encontrar: ¿Podemos ser libres de la necesidad de ser iguales y de la obligación de competir?
Se trata, en síntesis extrema, de pasar a otro orden de relaciones, en el sentido expresado por una escritora italiana, Cristina Campo, gran lectora de cuentos y maestra en escapar de las simetrías forzadas:
La obstinada, ininterrumpida lección de los cuentos de hadas es la victoria sobre la ley de la necesidad y absolutamente nada más, porque no hay nada más que aprender en esta tierra. Las pruebas a las que están llamados los héroes del cuento de hadas, y cómo, para superarlas, deben abandonar decididamente el juego de las fuerzas, buscar la salvación en otro orden de relaciones. (Campo, 1987, p. 157)
Fuentes consultadas
Bessis, S. (2003). L’Occident et les autres. Histoire d’une suprématie, Préface inédite de l’auteur. París: La Découverte.
Campo, C. (1987). Gli imperdonabili. Milán: Adelphi.
Diótima (1987). Il pensiero della differenza sessuale. Milán: La Tartaruga.
Fouque, A. (2004). Il y a 2 sexes, édition revue et augmentée. París: Gallimard.
Irigaray, L. (1987). Sexes et parentés. París: Minuit.
Irigaray, L. (1985). Éthique de la difference sexuelle. París: Minuit .
Irigaray, L. (1974). Speculum. De l’autre femme. París: Minuit .
Librería delle Donne di Milan (1987). Non credere di avere dei diritti. La generazione della libertà femminile nell’idea e nelle vicende di un gruppo di donne. Turín: Rosenberg & Sellier.
The Milan Women’s Bookstore Collective (1990). Sexual Difference. A Theory of Social-Symbolic Practice. Indiana: Bloomington e Indianapolis.
Muraro, L. (2004). Enseñar la libertad. En F. Birulés y M. Peña (Eds.). La passió per la llibertat. A passion for freedom. Acció, passió i política. Controvérsies feministes. Action, Passion and Politics. Feminists Controversies. Barcelona: Universitat de Barcelona.
Notas