Artículos de investigación

Recepción: 03 Agosto 2024
Aprobación: 12 Noviembre 2024
Publicación: 31 Enero 2025
DOI: https://doi.org/10.54167/debates-por-la-historia.v13i1.1728
Resumen: Este artículo tiene como propósito analizar las representaciones de masculinidad y sus transformaciones en el marco de los proyectos estatal y empresarial para la educación y la minería en cinco localidades de San Luis Potosí, entre 1923 y 1950. La perspectiva histórica de vida cotidiana y el concepto de masculinidades han servido como ejes para el análisis de profundas transformaciones socioculturales operadas en los casos de estudio y a partir de dos fuentes fundamentales: la historia oral y la indagación documental. Los resultados de este trabajo han puesto de manifiesto que la realidad cotidiana sobrepasa y a veces contradice a las representaciones de los trabajadores mineros como hombres rudos, valientes protectores y proveedores de la familia. Detrás de la imagen idealizada de los mineros, se revelan varones en conflicto que sufrían ante el futuro inminente de enfermedades, accidentes y muerte que caracterizaba a sus actividades laborales.
Palabras clave: Escuelas, masculinidades, minería, saber cotidiano, vida cotidiana.
Abstract: This paper aims to analyze representations of masculinity and their transformations within the framework of state and corporate projects for education and mining in five localities of San Luis Potosí between 1923 and 1950. The historical perspective of everyday life and the concept of masculinities, serve as key axes to analyze the deep sociocultural changes in the case studies, based on two fundamental sources: oral history and documentary research. The findings of this study show that everyday reality often surpasses and, sometimes, contradicts representations of miners as tough, brave men who protect and provide for their families. Behind the idealized image of miners, it was found that they were men in conflict, struggling with the imminent threats of illness, accidents, and death that characterized their profession.
Keywords: Schools, masculinities, mining, everyday knowledge, everyday life.
Résumé: Cet article vise à analyser les représentations de la masculinité et leurs transformations dans le cadre des projets étatiques et entrepreneuriaux en matière d’éducation et d’exploitation minière dans cinq localités de San Luis Potosí entre 1923 et 1950. La perspective historique de la vie quotidienne et le concept de masculinités ont servi d’axes pour examiner les profondes transformations socioculturelles opérées dans les cas étudiés, en s’appuyant sur deux sources fondamentales : l’histoire orale et la recherche documentaire. Les résultats de cette étude montrent que la réalité quotidienne dépasse et contredit parfois les représentations des mineurs en tant qu’hommes rudes, courageux, protecteurs et pourvoyeurs de leur famille. Derrière cette image idéalisée des travailleurs miniers se révèlent des hommes en conflit, confrontés à l’angoisse permanente des maladies, des accidents et de la mort imminente, caractéristiques de leur activité professionnelle.
Mots clés: écoles, masculinités, industrie minière, savoir quotidien, vie quotidienne.
Streszczenie: Celem tego artykułu jest analiza przedstawień męskości i ich przemian w kontekście projektów państwowych i biznesowych dotyczących edukacji i górnictwa w pięciu miejscowościach San Luis Potosí w latach 1923-1950. Historyczna perspektywa życia codziennego oraz koncepcja męskości stanowiły główne osie analizy głębokich przemian społeczno-kulturowych, które zaszły w badanych przypadkach. Podstawą badania były dwie kluczowe metody: historia mówiona oraz analiza dokumentalna. Wyniki badania ujawniły, że codzienna rzeczywistość często przekracza, a nawet przeczy stereotypowym wyobrażeniom o górnikach jako twardych, odważnych obrońcach i żywicielach rodzin. Za idealizowanym obrazem górnika kryją się mężczyźni zmagający się z wewnętrznymi konfliktami, obawiający się nieuchronnych chorób, wypadków i śmierci, które były nieodłącznym elementem ich pracy.
Słowa kluczowe: szkoły, męskośc, górnictwo, wiedza codzienna, życie codzienne.
Introducción
“Beto frisaba en sus 35 años, fuerte y musculoso, ya que de otra manera no hubiera podido efectuar su pesado trabajo de barretero, se encargaba de horadar las entrañas de la tierra en busca de yacimientos de oro o plata” (Castro, 2003, pp. 99). La leyenda de “Beto el minero” nos ofrece un generoso punto de partida para poner de manifiesto rasgos destacados en las representaciones de masculinidad de los trabajadores mineros hacia mediados del siglo XX. Las narrativas y testimonios que nutren este trabajo dan cuenta de discursos explícitos y compartidos por las comunidades mineras que otorgaban a los hombres atributos como: fuerza física, rudeza, valor, osadía, indiferencia ante el peligro, el dolor y los sentimientos; capacidad de proveer, gobernar y proteger a su familia, etcétera. Sin embargo, un análisis profundo de estos discursos y de la vida cotidiana revela una realidad que dista mucho de los estereotipos explícitos.
El propósito de este trabajo es analizar las representaciones de masculinidad (Seidler, 2000; Amuchástegui y Szasz, 2007) vigentes en comunidades mineras dedicadas a la extracción y la fundición en cinco localidades de San Luis Potosí, a través del análisis de narrativas y testimonios acerca de la vida cotidiana en las familias, el trabajo y la escuela.
Este texto es producto de dos investigaciones ubicadas en el ámbito de la historia de la educación que indagaron en la vida cotidiana y el proceso de escolarización dentro de comunidades mineras de San Luis Potosí (Medina, 2008 y 2020a). Dentro de estas investigaciones, la perspectiva de género constituyó un eje analítico esencial para comprender roles sociales, características de conducta, disposiciones emocionales y expresiones de sexualidad como construcciones culturales y no, como cualidades naturales del ser mujer u hombre. El estudio de los hombres despertó un especial interés en estas investigaciones, ya que posibilitó la comprensión de los atributos de masculinidad, no sólo como afirmaciones de dominación y poder, sino también como manifestaciones encubiertas de temores y limitaciones masculinas.
Metodología y conceptos para reflexionar en masculinidades mineras
Las investigaciones mencionadas partieron de una base metodológica de dos vertientes. Primeramente, estas investigaciones se apoyaron en el análisis documental de expedientes de escuelas federales, archivos parroquiales, expedientes agrarios, registros hospitalarios de la empresa minera, archivos sindicales y acervos estadísticos nacionales. Por otra parte, la realización de treinta y cuatro entrevistas formales[1] semidirigidas (Aceves, 1998, pp. 223), permitió la construcción de nuevas fuentes e hizo posible el acceso a archivos privados. Una vez recopilados los testimonios, se procedió al análisis del discurso de las narrativas personales y de relatos tradicionales[2].
Heller (1970 y 1972) y Elias (1990) han aportado un sólido marco conceptual acerca de lo cotidiano, de la utilidad de la vida cotidiana para conocer los rasgos vitales más profundos de la humanidad en el transcurso del tiempo. Si bien las actividades que cada persona realiza en el devenir diario son esencialmente heterogéneas, “eso no excluye que existan esferas y objetivaciones más o menos homogéneas” (Heller, 1970, pp. 19 y 116). El estudio de la vida cotidiana consiste, entonces, en identificar los rasgos compartidos dentro de las actividades humanas que constituyen la materia de estudio de la vida cotidiana. Todo acto cotidiano está inherentemente impregnado de representaciones y sentidos que cada grupo humano atribuye al alimento, la vestimenta, los cuerpos, etc. De igual manera, las acciones cotidianas y las condiciones materiales en que se realizan revelan aspectos políticos y económicos acerca del contexto más amplio en que se producen.
Heller (1970) entiende el saber cotidiano como el acervo mínimo de conocimientos que cada sujeto requiere interiorizar a fin de desenvolverse en su entorno social. Este conocimiento abarca desde el uso del lenguaje hasta las representaciones y sentidos simbólicos colectivos de su medio, pasando por los usos sociales generales y particulares y los medios ordinarios de producción e intercambio. La misma autora destaca el reto que representa la irrupción del capitalismo en las sociedades tradicionales ya que esta circunstancia demanda al particular “aprender nuevos sistemas de usos, adecuarse a nuevas costumbres, […] vive al mismo tiempo entre exigencias diametralmente opuestas, por lo que debe elaborar modelos de comportamiento paralelos y alternativos” (Heller, 1970, p. 23).
El concepto de masculinidades ha resultado útil para develar sentidos ocultos tras las representaciones de hombría explícitas en los discursos (Seidler, 2000; Amuchástegui y Szasz, 2007; Núñez, 2007a). Connell (1998 y 2003) afirma que es posible identificar como masculinidades hegemónicas a aquellas que suelen predominar y resultar fácilmente perceptibles en situaciones concretas, pero esos patrones dominantes y visibles coexisten siempre con variadas formas de masculinidad. La pluralización del concepto permite ampliar la mirada, profundizar y problematizar en el estudio de los hombres, ya que “Las masculinidades son colectivas además de individuales. A menudo están divididas y son contradictorias; además, cambian con el transcurso del tiempo” (Connell, 2003, pp. 7). Este concepto resulta útil para analizar y explicar una narrativa más o menos homogeneizada que emana de los testimonios y se corresponde con la representación hegemónica de la masculinidad. No obstante, este concepto ofrece también flexibilidad para explicar tanto las contradicciones entre representaciones y prácticas, como las transformaciones que se suscitan en el devenir del tiempo.
De acuerdo con las concepciones genéricas de la época y lugares estudiados, el modelo hegemónico de masculinidad se entendía también como la única ruta posible para la realización honorable de los hombres y de sus familias. Nos ocuparemos más detenidamente en este concepto en el apartado relativo al honor.
Vida cotidiana y minería en el San Luis Potosí posrevolucionario
Este trabajo centra la mirada en cinco localidades de larga tradición minera en el estado mexicano de San Luis Potosí. Cerro de San Pedro, Charcas y Villa de la Paz fueron reales de minas dedicados a la extracción desde el periodo virreinal. Por su parte, las plantas fundidoras de Morales y Matehuala fueron creadas durante el periodo de industrialización de la minería (finales del siglo XIX) y estaban ubicadas estratégicamente en las dos antiguas regiones de extracción minera en el estado (San Luis Potosí capital y Matehuala). Las fundidoras fueron acaparando la producción de las minas, de tal forma que desplazaron con el tiempo a las antiguas haciendas de beneficio[3]. Los capitales estadounidenses se propusieron lograr el control monopólico de la minería, con ese fin emprendieron un proceso de modernización tanto de las actividades de extracción y beneficio, como de las comunidades mineras de su entorno.
El periodo que contempla este trabajo está delimitado por dos grandes transiciones políticas y económicas de los centros mineros potosinos. En 1923, el consorcio Guggenheim tomó el control de la minería en San Luis Potosí bajo la denominación de American Smelting and Refining Company (ASARCO) (Bernstein, 1964). El proceso empresarial de modernización económica y sociocultural de las localidades mineras a partir de 1923 sirve entonces como punto de partida, mientras que la mexicanización de la minería a partir de 1950 (Sariego et al., 1988) marca el punto de cierre del periodo de estudio.
El gobierno federal posrevolucionario y la ASARCO impulsaban sendos proyectos de modernización económica y cultural de la minería y sus trabajadores. Estos proyectos manifestaron tanto acuerdos como desavenencias en los centros mineros de San Luis Potosí. Además de la modernización de las actividades mineras de extracción y beneficio, la ASARCO puso en práctica una política paternalista con la finalidad de generar la mano de obra que requería en sus labores industriales: trabajadores y familias sanas, vigorosas, disciplinadas, dóciles y con una disposición de respeto y gratitud hacia la empresa (Sierra, 1990). Desde esos propósitos, la minera puso al alcance de sus trabajadores y familias servicios como: agua potable disponible en grifos públicos, escuelas primarias, electricidad, atención médica y medicinas sin costo, drenaje, medios de transporte y comunicación como teléfono y correo. La empresa promovía e impulsaba la fundación de escuelas, la práctica de deportes modernos como el beisbol y el basquetbol, dotaba a sus trabajadores y a las escuelas de enseres deportivos, promovía actos cívicos, desfiles y entretenimientos “sanos” como cine, radio y otros (Medina, 2020a). Paralelamente, el Estado mexicano tenía propósitos muy similares en su proyecto de ciudadanía, no obstante, reclamaba los sentidos de lealtad, respeto y gratitud para la Patria y el nuevo Estado revolucionario.
En este contexto de antagonismos estructurales, las escuelas federales comenzaron a funcionar a partir de 1926 y se constituyeron como el más importante agente del gobierno federal dentro de estas cinco localidades. Cada una de estas escuelas tuvo trayectorias muy diferentes, pero todas coincidieron en una temprana apropiación sociocultural de la escolarización primaria manifestada en una demanda apremiante y siempre creciente de matrícula que los planteles no tenían capacidad de satisfacer (Medina, 2020a). Estas escuelas jugaron un papel fundamental en el proceso de modernización sociocultural de las cinco localidades y en las transformaciones de las concepciones locales de masculinidad (Medina, 2020b).
Los siguientes apartados tienen la finalidad de examinar las representaciones de masculinidad que emergieron en los testimonios y relatos, que han servido para establecer tres categorías de análisis: a) hombres guardianes del honor, b) hombres proveedores y c) hombres fuertes-valientes.
Hombres guardianes del honor
Los testimonios recogidos en las entrevistas de historia oral coincidieron en señalar que los hombres tenían el papel de jefes en la familia y en la pareja. “Ni modo, así era… el papá mandaba y a una le tocaba obedecer y era igual con los esposos fueran como fueran. Así la enseñaron a una… a aguantar” (PCM, Comunicación personal, 2011). No obstante, el análisis revela cambios y adaptaciones de las masculinidades mineras orientados a permitir a los hombres y sus familias encontrar un sentido de realización honorable. Estas adaptaciones resultaban necesarias frente a nuevas demandas económicas y socioculturales que transgredían los códigos de honor vigentes.
Se emplea el concepto de realización honorable (Núñez, 2007b) con el fin de acercarnos a la comprensión del vínculo de pareja, de los roles y obligaciones atribuidos a cada miembro de la familia y de los sentidos que subyacían tras los cuerpos, las acciones y las interacciones sociales. Núñez (2007b) analiza el vínculo de pareja reproductiva en comunidades mineras coetáneas desde los roles de atender (correspondiente a las mujeres) y de mantener (atribuido a los hombres). Este autor señala que entre estos sujetos genéricos y sus respectivas identidades e ideologías se construyen “posibilidades y efectos sexuales, laborales, emocionales y reproductivos, diferenciados para cada uno de los sujetos, atravesados por el poder y el privilegio” (pp. 141).
El rol del hombre como proveedor legitimaba su derecho a controlar el cuerpo y la sexualidad de sus mujeres: de la esposa, primeramente, pero también de hijas, hermanas, madre. “Sin embargo, detrás de esta aparente equidad queda a la vista en el análisis la desigualdad de los miembros del vínculo, tanto en la división del trabajo como en el ejercicio de la sexualidad” (Núñez, 2007, pp. 142). Las desigualdades sexuales derivadas del código de honor vigente se hacen evidentes a partir del análisis de las prácticas cotidianas. Abordo a continuación este aspecto, mientras que las desigualdades laborales serán tratadas en el apartado siguiente.
En cuanto al ejercicio de la sexualidad, el código de honor era severo y punitivo con las mujeres, en tanto que no sólo era permisivo con los hombres, sino que alentaba las aventuras amorosas y la disipación sexual, puesto que estas conductas constituían muestras de valor, temeridad y fuerza para el caso de ellos. “Hasta les componían corridos porque eran muy mujeriegos, aquí hay varios corridos así de muchos que hasta se mataron por las mujeres […] Ellos pues muy machos y a ellas no las bajaban… pues de putas [risas]” (RMR, Comunicación persona, 2009). Los archivos parroquiales de las cinco localidades también dan cuenta de la vigencia institucional de este principio ya que, durante el periodo de estudio, los registros parroquiales de matrimonios registraban la condición de “honesta”, “decente” o “célibe” de las contrayentes, en tanto que sólo asentaban el estado de soltería o viudez de los varones.
La esposa era la principal fuente de honra o de deshonra para el varón que custodiaba su virtud. Las hijas eran también objeto de una vigilancia férrea no sólo a causa de justificaciones de honor, sino frente al peligro real que representaba el rapto de mujeres en el México rural posrevolucionario. La deshonra constituía una amenaza latente y real para los hombres no sólo en el caso de transgresiones sexuales femeninas, bastaba con la violación de los severos y sutiles códigos sociales que dictaban normas de vestimenta y socialización para las mujeres. La deshonra femenina podía emanar de acciones como salir en cuerpo (sin cubrir su cabeza con el rebozo), interactuar con hombres sin la presencia del esposo o chaperones, donar una prenda o perderla por violencia (rebozo, mechón, pañuelo, etc.), incluso regalar miradas o gestos a los hombres. El rol de mantener a su familia constituía la divisa que facultaba a los hombres para vigilar, castigar e incluso lastimar a sus mujeres.
El proyecto modernizador del Estado y la empresa minera implicaba la introducción de prácticas cotidianas que contravenían el principio de confinar a las mujeres a la casa y ampliaba el número de situaciones en que mujeres decentes de todas edades se veían en la necesidad de encontrarse y dialogar con hombres ajenos a su núcleo familiar. El surgimiento de la escuela primaria obligatoria en 1926, representaba la exigencia de que niños y niñas salieran de casa, pero implicaba para ellas abandonar sus labores domésticas e interactuar con docentes del otro sexo dentro de las escuelas. Esta convivencia generaba tensiones de honor y estas se acrecentaban a medida que el alumnado llegaba a la adolescencia y entraba en la “edad de cuidados”.
Otro elemento discordante con el código de honor era la propia presencia, trabajo y atuendo de las maestras, ya que su papel de autoridad, el desempeño de su trabajo como mujeres “sueltas”, sin la vigilancia de un hombre, y el atuendo moderno que les exigía la SEP se encontraban entre muchas otras causas de reticencia por parte de los padres para permitir que sus hijos, pero sobre todo sus hijas, asistieran a las escuelas.
El proyecto modernizador convocaba fuera de los espacios domésticos también a las mujeres mayores para asistir a las escuelas nocturnas de alfabetización, para desempeñar nuevos roles sociales y para resolver la tarea doméstica cotidiana de moler el nixtamal en el molino en lugar de pasar horas encorvadas sobre sus metates. Estas tres convocatorias de la modernidad representaban una transgresión de los controles masculinos puesto que la gran mayoría de los hombres se encontrarían trabajando en los centros mineros industriales. Las clases nocturnas de alfabetización tuvieron una exigua presencia femenina durante la década de 1930, pero lograron un relativo avance en la siguiente década, ya que en todas las escuelas se registró la asistencia asidua de una media docena de mujeres, muchas de ellas determinadas a concluir su primaria. Sin embargo, el uso del molino público y la asistencia a la consulta médica alcanzaron altos niveles de apropiación desde la década de 1920. Los registros de citas médicas dan cuenta de cómo las mujeres llevaban a sus hijos e hijas de forma asidua a la consulta y, paulatinamente, requirieron también el servicio para atender su propia salud, aunque la atención en ginecología y obstetricia continuó vedada a los médicos. Llevar a moler el nixtamal se incorporó muy pronto a las rutinas cotidianas femeninas, de tal forma que esta práctica constituye una referencia constante en los testimonios, si bien no estuvo falta de cuestionamientos y prohibiciones por parte de los jefes de familia (Bauer, 1990; Pilcher, 2001).
No obstante, el panorama dominante, las relaciones entre hombres y mujeres no pueden ser reducidas al estereotipo de hombre dominador y mujer dominada. Existían estrategias femeninas para transgredir el orden dictado desde los códigos de honor masculino, como las prácticas de brujería, de tal forma que el poder se ejercía por muy variados derroteros. La interacción de fuerzas entre hombres y mujeres debe entenderse como “un posicionamiento contextual y variable de cualquier relación social, incluidas las de género” (Parrini, 2007, pp. 97). De acuerdo con detallados censos que la SEP levantó en 1937, las familias cuyo sustento provenía de actividades alternas a la minería y estaban presididas por mujeres ascendía al 42% de los casos[4], se trataba de jefas de familia viudas o solteras, emancipadas del poder masculino, pero también había unidades domésticas sostenidas a través del sexo servicio y otras unidades cuyas jefas simplemente practicaban una sexualidad libre. Los testimonios orales han aportado casos específicos, como el de una mujer en Cerro de San Pedro que “cambiaba cada semana de marido” y cuando se hartaba de ellos los golpeaba con su “guaparra” (cuchilla de gran tamaño) y los expulsaba de la casa (TRP, Comunicación personal, 2008). A pesar de que las personas informantes reconocían a los hombres como indiscutibles proveedores, jefes de familia y guardianes del honor; el estereotipo masculino dominante debe matizarse y entenderse como producto de una correlación heterogénea y cambiante.
Hombres proveedores
Si bien los discursos recogidos a través de la historia oral como las leyendas y relatos tradicionales atribuían a los varones el papel social y económico de jefes y proveedores de las familias, la realidad era mucho más compleja. El análisis de las rutinas cotidianas revela que, en gradación ascendente, niños, ancianos, niñas, ancianas y, sobre todo, las mujeres madres contribuían con su trabajo al sostenimiento de las unidades domésticas. Los testimonios y censos reconocían el rol de proveedoras a las mujeres muy pocas veces, incluso en caso de viudez.
Hombres y mujeres informantes repiten la misma representación del varón proveedor aún en los casos de “jefes de familia” que se revelan completamente desobligados desde un escrutinio más profundo de la vida cotidiana. “¿Las mujeres? No, ellas no trabajaban. Se dedicaban nomás a estar ahí en sus casas, sería torteando o chismeando con las otras” (RMR, Comunicación personal, 2009). También los censos escolares de 1937 dejaron asentado este sesgo, ya que registraron siempre la ocupación de “labores domésticas” para el caso de las mujeres, no obstante que referencias orales señalan la existencia de una docena de mujeres parteras, curanderas, comerciantes, sexo servidoras, agricultoras, etc., en cada localidad. Aún en los casos de unidades domésticas presididas por mujeres, los censos escolares, agrarios y generales pocas veces dejaron constancia de actividades productivas femeninas como comercio o agricultura (SEP, 1937, Censos).
El análisis de la vida cotidiana pone en evidencia la desigualdad en el vínculo de pareja frente al hecho de que las mujeres soportaban la doble carga de atender y de mantener la unidad doméstica. “Pues ni le sé decir cómo le hacía yo, ahora ya no puedo hacer nada, pero entonces cuidaba animales, cuidaba muchachos, cuidaba la casa, cuidaba al tío, cuidaba al marido, iba al molino, torteaba, vendía, y todo cuidaba yo [risas]” (SPV, Comunicación personal, 2006). Esta informante era casada, muy temprano iniciaba sus labores de alimentación y cuidados hasta enviar a sus hijos a la escuela, montaba a diario en su caballo y arriaba una docena de cabezas de ganado hasta un potrero propiedad de su padre y por la tarde llevaba al ganado de regreso a casa, “y así, todos los días” comentó ella con buen humor.
En los contextos estudiados, todas las mujeres trabajaban desde muy pequeñas hasta la ancianidad, no sólo en labores y cuidados del hogar, sino también en actividades que directa o indirectamente se traducían en ingresos monetarios. Mientras los hombres cumplían sus jornadas laborales en la minería industrial, las mujeres criaban ganados y aves de corral, elaboraban y vendían tortillas y diversidad de alimentos, recolectaban leña y toda clase de productos comestibles de las tierras circundantes, daban servicios domésticos como aseo de casas, lavado y planchado de ropa, desarrollaban pequeñas industrias como corte, confección, tejidos de hilo e ixtle, vendían los huevos o carne que producían sus animales, comerciaban con productos y mercancías que llevaban de las ciudades. “Había veces que mis muchachos andaban ya a raiz, descalzos, y pos no había con qué… Pero yo agarraba unas gallinas y me las llevaba a venderlas y ya con eso les compraba sus huaraches” (MAMP, Comunicación personal, 2014).
Para la gran mayoría de los trabajadores, en cambio, el espacio doméstico era un lugar de relativo reposo donde debían recibir atención y alimentación. Las rutinas cotidianas de los trabajadores mineros estaban marcadas por los silbatos industriales que indicaban los tiempos de inicio y fin de las jornadas laborales. Los códigos de honor vigentes en esta época y lugares establecían que el ejercicio de labores de cocina y limpieza era por completo denigrante para los hombres. Si bien los hijos colaboraban en ciertas tareas domésticas como el cuidado y pastoreo de animales, el acarreo de agua y la siembra; la diversidad de trabajos domésticos correspondía a las mujeres. Mientras que la jornada de trabajo femenino no conocía tregua durante todo el día, los hombres tenían el derecho a recibir cuidados y atenciones en el espacio doméstico, y a salir de este para disfrutar de actividades de solaz y esparcimiento.
Por otra parte, los salarios pagados en la minería se caracterizaban por ser insuficientes para la manutención de las familias. Los censos que la SEP levantó en diferentes años permiten corroborar el bajo nivel de los sueldos (SEP, AD, Censos). También los documentos del emplazamiento a la huelga general minera de 1944 dejaron detallados estudios de las condiciones económicas en que vivía la inmensa mayoría de los trabajadores mineros y sus familias. El sindicato minero hizo el cálculo de costo de la vida para una “familia obrera tipo” compuesta por un trabajador, esposa, hijo lactante, hijo de diez años y un anciano. La Tabla 1 muestra los resultados de ese estudio para cuatro localidades potosinas.

De acuerdo con los datos del emplazamiento a huelga y los obtenidos de diversos censos escolares levantados por las escuelas, el 80% de los trabajadores ganaba salarios por debajo del salario vital. De acuerdo con los censos escolares de 1943, sólo el 23% de los padres trabajadores de la empresa minera ganaban más de seis pesos diarios en las cinco localidades. Los datos anteriores ponen de manifiesto la insuficiencia de los salarios que los hombres ganaban en la industria minera. El panorama era aún más precario si tomamos en cuenta que el estudio consideró una “familia obrera tipo” con dos hijos, mientras que el promedio por familia era de 4.75 en las localidades que nos ocupan, según los censos escolares. Además, tanto las entrevistas como diversidad de documentos dan cuenta de los gastos personales extrafamiliares en que los hombres solían consumir una buena parte de sus salarios.
Las aficiones masculinas al alcohol, al sexo servicio y al juego mermaban aún más los bajos salarios de la inmensa mayoría de los trabajadores mineros. Cada una de las localidades de estudio contaba con una treintena de lugares de reunión dedicados al consumo de alcohol. Algunos de estos lugares ofrecían además servicios sexuales y practica de juegos de azar con apuestas. Las narrativas coinciden en la existencia de cantinas, billares, pulquerías, burdeles, casas de “señoras de la vida galante” y “bailes públicos” para todos los perfiles económicos. Estos centros de reunión se encontraban en el tránsito del trabajo hacia las zonas habitacionales e, incluso, empresas itinerantes de servicios sexuales montaban “bailes públicos” los fines de semana.
Había dos camiones que iban desde el viernes con puras chicas de aquí de San Luis, de esas chicas alegres, de la vida alegre, se las llevaban a los mineros y ya saliendo los mineros el sábado, ya ve que trabajaban nomás medio turno, salían y ya estaban las chicas ahí esperándolos y eran ellas las ganonas, se llevaban toda la plata (TRP, Comunicación personal, 2008).
La embriaguez, el donjuanismo y el juego prevalecían como prácticas aceptadas para un hombre dentro del código de honor vigente. A pesar de que los proyectos modernizadores del gobierno federal y de la empresa minera coincidían en las aspiraciones de disminuir esas prácticas, mayores ingresos significaron un mayor mercado para ellas, aunque eso trajera como consecuencia la merma de los ingresos domésticos. En 1936, el superintendente de la ASARCO en Morales condicionaba el apoyo económico a la escuela federal solicitando la previa clausura de “cantinas y expendios de bebidas embriagantes” que “causan grandes perjuicios a la salud y economía de los obreros”.[5]Sin duda los propósitos de gobierno y empresa en este aspecto radicaban más en la aspiración de mantener la disciplina y productividad laborales, pero estas aficiones masculinas traían consigo serios problemas sociales como deserción escolar, violencia doméstica, enfermedades venéreas y demás padecimientos de salud pública. En todo caso, la merma del salario masculino colocaba a las mujeres frente a la tarea de arreglárselas para atender y mantener a sus familias.
Los testimonios y las rutinas cotidianas para el sostenimiento de las familias revelan el doble y desigual papel de las mujeres en el vínculo de pareja. Sin embargo, la vigencia y la importancia concedida a los códigos de honor explica por qué las personas informantes realizaron esfuerzos en ajustar sus relatos y descripciones al modelo hegemónico de masculinidad. La realización honorable no dejó de tener vigencia durante el periodo de estudio, pero sí se transformó para ajustarse a las demandas de la incipiente modernidad.
Las cualidades de fuerza y valor atribuidas a los hombres mineros justificaban la rudeza, la violencia y la indiferencia frente a los sentimientos con que los hombres solían actuar. Pero estos atributos también ofrecen una veta para indagar en los temores y los anhelos masculinos ocultos en los discursos y las prácticas cotidianas.
Hombres fuertes-valientes
Puesto que los hombres debían ser fuertes, valientes y temerarios, el núcleo familiar reclamaba de ellos, desde temprana edad, mostrar indiferencia ante ciertas emociones (dolor, tristeza, amor, alegría), dominar a las mujeres, alejarse de las tareas y espacios femeninos, y reaccionar con vehemencia para expresar emociones relacionadas con la fortaleza (ira, celos, agresividad, impulsividad). Los niños aprendían muy pronto que su función en la vida sería el ejercicio del poder en la familia y la defensa del honor. Sin embargo, la posición de poder atribuida a los varones era relativa y traía aparejadas represiones y silencios de sus sentimientos, temores y anhelos frente a un futuro laboral, de salud, de honor y de vínculos emocionales familiares por demás adverso.
Si los hombres no lloraban, tampoco expresaban sus temores y no se quejaban del dolor. Los hombres debían callar y soportar el sufrimiento, de ahí que recurrir al servicio médico constituyera una muestra de debilidad. Los varones adultos componían tan sólo el 5% del total de pacientes atendidos en la consulta médica en los hospitales de la ASARCO. Habituados a ignorar el dolor, solían acudir al servicio médico sólo cuando sus padecimientos ya eran insoportables. Los accidentes de trabajo en la actividad minera creaban prejuicios acerca del servicio médico, acudían a este quienes estaban muy graves, quienes ya iban a morir, por lo tanto, era mejor evitar a los médicos y sus malos presagios “Ellos eran así, aguantaban callados y a nadie le decían que les dolía. Ya cuando el dolor los tumbaba era ya para morirse. Usted ya no tiene remedio, eso les decían los doctores. Y así fue con mi esposo…” (MAMP, Comunicación personal, 2014). Como evidencia este testimonio, la medicina moderna ofrecía escasas posibilidades de recuperación dado que los hombres solían acudir al médico cuando sus enfermedades estaban avanzadas. Estos factores afianzaban disposiciones adversas de los varones hacia el servicio médico. La esperanza de vida masculina estaba muy por debajo de la femenina. Los registros de matrimonios y los censos confirman la presencia de numerosas viudas, en tanto que los viudos son poco frecuentes. Según los censos escolares de 1937 en las cinco localidades, había 175 mujeres mayores de 60 años, mientras que en número de hombres era de 79; los hombres mayores de 70 eran 19, mientras que las mujeres sumaban 73. No obstante, sólo el 25% de estos hombres longevos se había dedicado al trabajo minero (SEP, 1937, Censos).
Los mineros estaban en constante riesgo de perder la vida o quedar incapacitados a causa de los accidentes laborales y, aun saliendo bien librados de ese riesgo inminente, estaban expuestos de manera ineludible a un deterioro temprano de su salud a causa de enfermedades frecuentes tanto en la extracción como en la fundición. La salud de los mineros solía deteriorarse gradualmente debido a la permanente inhalación de gases y polvos que generaba la enfermedad conocida como silicosis. En 1939, las estadísticas nacionales de incapacidades derivadas de enfermedades de trabajo sumaban un total de 2,417, los trabajadores de la minería sumaban 2,274 casos. Ese mismo año se registraron 1,834 incapacidades permanentes, 1,765 de ellas correspondían a la minería. De las 390 muertes registradas a causa de enfermedades de trabajo, 360 ocurrieron en la minería. En cuanto a accidentes de trabajo, ese mismo año se registraron 35,398 siniestros, 4, 906 de ellos se registraron en minas y 1,954 en la metalurgia. De las 196 muertes registradas, 122 ocurrieron en minas y 5 en la metalurgia.[6] Las cifras estadísticas evidencian que ciertamente los trabajadores de la minería debían asumir los ineludibles riesgos de su actividad laboral.
Los mineros eran conscientes de las amenazas constantes a su vida y de los riesgos para su salud y sabían que sus familias quedarían en desamparo si ellos perdían la vida o quedaban incapacitados para el trabajo. Estos temores ocultos eran una realidad que debían enfrentar a diario.
Había muchos cascados, cascados eran los que siempre andaban todo el día a tose y tose, esos eran los que estaban ya cascados, cascaloteados a veces dice uno, eran los que ya tenían los síntomas de la silicosis en los pulmones y ya empezaban a verse cadavéricos ya no caminaban mucho tramo porque se ahogaban de lo mismo que se les venía, o sea que ya estaban muy mal; ya eran unas personas muy golpeadas por las minas… pos casi por la mina […] Yo no tengo noticias de que hayan indemnizado a nadie […] Todos los que quedaron, se murieron, quedaron aquí ya muy afectados, jóvenes y murieron, no duraron mucho tiempo (AMP, Comunicación personal, 2006).
Como consta en los expedientes de disputas laborales, el fallecimiento de trabajadores mineros en sus labores no significaba que sus deudos lograrían obtener indemnizaciones decorosas o el pago de pensiones para las viudas y los huérfanos (Sariego, 1988). En1940, la familia de Ángela abandonó Cerro de San Pedro tras la muerte de su padre en un accidente en el tiro general de la mina, su familia no recibió indemnización “no nos dieron nada, nos fuimos mejor… solas y muy tristes a buscarnos la vida” (AAT, Comunicación personal, 2008). Las enfermedades eran una amenaza constante, formaban parte del destino que los hombres asumían como algo inevitable, otros promovían la lucha sindical por obtener mejores condiciones laborales, otros más aspiraban a nuevos horizontes laborales.
Los datos y testimonios anteriores ponen en evidencia que los mineros tenían sobradas razones para albergar temores a causa del peligro real de muerte y enfermedades en el desarrollo de su trabajo cotidiano. Sin embargo, los códigos de honor y la obligación de ajustarse al modelo hegemónico de masculinidad coartaban sus posibilidades de expresión y desahogo. Ramírez-Rodríguez (2020) ofrece elementos teóricos y analíticos para comprender la “manera como los hombres entretejen las emociones con el trabajo y con algunos mandatos de la masculinidad” (p. 39).
El consumo de alcohol resultaba el medio de desahogo emocional más frecuente dado que constituía una vía honorable y plausible para manifestar emociones proscritas y expresar anhelos y temores, si bien representaba un serio problema para la productividad laboral y la salud pública (Bernstein, 1964). Para los hombres mineros estaba prohibido manifestar emociones como amor, ternura o miedo puesto que eran consideradas como cualidades femeninas, es decir, como muestras de debilidad. “¡No sabe que chingadazos nos ponía mi papá cuando nos veía llorar!… y así, chiquitos le surtían a uno. Así aprendía uno, los hombres no lloran…” (JBA, Comunicación personal, 2015). Incapaces de llorar, de mostrar su dolor o de expresar sus frustraciones, los varones solían alejarse del espacio doméstico para convivir en espacios exclusivos para hombres y para “malas mujeres”. Ellos recurrían a la embriaguez para justificar desahogos emocionales a través de la alharaca, el juego, el llanto o la disputa.
En suma, el modelo hegemónico de masculinidad alentaba conductas nocivas puesto que mermaba los ingresos de las familias, deterioraba la salud propia y de la familia, generaba situaciones de violencia doméstica y comunitaria, y creaba disposiciones emocionales adversas dentro del núcleo doméstico. Desde la perspectiva de Seidler (2000) los grandes esfuerzos de los hombres para ocultar sus emociones ilustran bien la “sinrazón masculina”. Sin embargo, el concepto de masculinidades en plural permite descubrir disposiciones y conductas alternas entre los hombres mineros. A la postre, las masculinidades más flexibles marcaron nuevas pautas para la realización honorable. Estas masculinidades alternas encontraron rutas para ser compatibles con una modernidad que demandaba: escolarización de hombres y mujeres, mayor participación social de ellas, incluso en trabajos remunerados fuera del espacio doméstico y la búsqueda de actividades laborales fuera del trabajo minero.
Masculinidades en conflicto: Escuelas y anhelos de mejores condiciones de vida
La gran mayoría de los mineros tenía ante sí un adverso futuro laboral y de salud. Un sector creciente de estos trabajadores comenzó a albergar anhelos de mejores condiciones de vida para ellos y, sobre todo, para su progenie, de tal forma que aspiraban a espacios de trabajo mejor remunerados y de menor riesgo en la actividad minera industrial o, en el mejor de los casos, a dedicarse a otras actividades.
La tradición oral ha guardado en sus narrativas estos anhelos. En la leyenda de Beto el minero se expresan no sólo las representaciones de virilidad y fuerza de los mineros, también se ponen de manifiesto los anhelos de un mejor porvenir y de dejar el peligroso trabajo en las entrañas de la tierra. La trama involucra desgracias y accidentes donde los hombres perdían la vida. Al final del relato, Beto tomó la decisión de abandonar el riesgoso trabajo minero, pero el relato atribuye esa decisión a una intervención sobrenatural de su amigo Rosalío, muerto en un accidente en las minas de Cerro de San Pedro.
La historia no acaba ahí. Tiempo después, algunas veces Beto se despertaba por las noches, más bien de madrugada, cuando oía la voz de Rosalío [ya fallecido] que le decía “Beto, nos necesitan” [pues había ocurrido un accidente en la mina]. Cansado de esto, nuestro protagonista se mudó a San Luis Potosí donde jamás volvió a oír esa expresión. Muchos años después falleció víctima de complicaciones causadas por la enfermedad de los mineros, silicosis. Ahora bien, se cree que fue una manera como Rosalío advirtió a Beto el peligro en que se encontraba, ya que días después de su cambio de residencia, hubo una terrorífica explosión, precisamente en el tiro y turno en que laboraba y que causó muchas muertes (Castro, 2003, pp. 100-101).
A pesar del orgullo gremial de los mineros, este relato encarna un profundo anhelo que compartían los trabajadores de este ramo. La narrativa deja ver que Beto no era cobarde, una presencia sobrenatural lo impulsó a dejar el trabajo minero. “Mis hermanos mayores ya habían trabajado en la mina [de Charcas], pero mi papá no quería nosotros [los más jóvenes] cayéramos también ahí. Era un trabajo muy matado, pero no había más. Por eso nos llevó para México” (JMB, Comunicación personal, 2019). En este mismo sentido, el mejor futuro para Beto estaba lejos de las minas. Aunque este personaje murió de silicosis el deceso ocurrió “muchos años después” y no a causa del accidente referido. Los anhelos del protagonista estaban puestos en la posibilidad de un mejor futuro laboral para él y sus hijos en actividades fuera de la minería. Los mineros aspiraban también a que sus hijas se emplearan dentro de potenciales actividades disponibles en las ciudades. La escolarización constituía un medio fundamental para obtener mejores alternativas laborales.
De acuerdo con los censos escolares antes referidos, los padres del alumnado trabajaban en diversas actividades en la profundidad de las minas, mientras que una proporción menor de trabajadores desarrollaba su actividad en la superficie dentro de oficinas y talleres muy diversos como electricistas, mecánicos, soldadores, etc. Estos trabajadores técnicos especializados “ganaban buenos sueldos sin el riesgo de meterse a diario a aquellas profundidades de las minas” (MAMP, Comunicación personal, 2014). Bajo tierra, había toda una jerarquización de trabajos con salarios ascendentes según el nivel de mando, habilidades y conocimientos. Los jefes de cuadrilla y de secciones debían leer manuales y llenar registros escritos diarios acerca de su personal y del trabajo desempeñado. Los censos también registraban los sueldos y situación de escolaridad de los padres del alumnado. Esta información ha servido para generar bases de datos que muestran la forma en que evolucionó la correlación entre el nivel de escolaridad de los trabajadores mineros y los sueldos que recibían. Mientras que en la década de 1920 el 98% de los padres obreros se registraron como analfabetas con sueldo promedio de $3.21, el censo de 1937 muestra un 71% de analfabetas con un salario promedio de $3.66 y un 29% de alfabetizados con salario promedio de $4.71. El censo de 1943 registra un 7% de analfabetas con salario de $3.09, en tanto que el 93% restante promediaba $4.89 de salario promedio (SEP, AD, Censos).[7]
Estos datos permiten identificar cómo las masculinidades mineras se encontraron frente a la necesidad de incorporar a la escolarización como fuente de nuevos saberes cotidianos necesarios para responder a nuevas demandas laborales. Paulatinamente, las familias reconocieron el papel de las escuelas como medio para ocupar los mejores espacios laborales dentro de los nacientes mercados de trabajo. Saber leer y escribir y, más tarde, estudiar la primaria se fueron colocando como saberes necesarios, ya fuera para aspirar a mejores posiciones en las jerarquías de mando en la industria minera, para instruirse en especializaciones técnicas o para aspirar a trabajos en actividades alternas a la minería.
Sin embargo, el proceso de apropiación fue paulatino, azaroso y poblado de contratiempos y transgresiones. Las familias que optaban por enviar a su progenie a la escuela se privaban de los beneficios de su trabajo y pasaban por alto las objeciones implícitas en el código de honor. Puesto que las escuelas federales eran mixtas, las hijas se encontraban en espacios donde convivían con hombres ajenos a sus familias. Las objeciones aumentaban a medida que niñas y niños entraban en la adolescencia. Cuando las escuelas contaban sólo con personal femenino, las maestras más recias de carácter se hacían cargo de los impetuosos jóvenes. Para ellos estar bajo la autoridad de una mujer constituía una afrenta que debían soportar en pro de su escolarización.
En 1932, los alumnos de la escuela federal de Cerro de San Pedro cometieron un acto que puede interpretarse como una travesura o una anécdota sin importancia. Sin embargo, estas acciones cobran un claro sentido genérico en el contexto que venimos tratando. Una alumna de esta escuela refiere que la maestra Isabel (ver Figura 1) estaba al frente del grupo de alumnos más grandes durante ese año y recuerda tanto el carácter recio de ella como la disposición rebelde de sus alumnos.
Fíjese hubo una vez que se fueron [los alumnos más grandes] ahí al cerro, agarraron una víbora así [señala unos treinta centímetros] y de la cabecita la agarraron y se la vinieron a llevar a un muchacho, señor ya, casado y todo, pero muchacho. Dicen: vente, sabe cómo le decían. Porque la Isabel era la profesora de ellos, y con una vara mire nomás le daba así vuelta y tómala y tómala. Y ellos, pos de coraje, vinieron a ver a ese señor, que agarrara la víbora. Así es de que llegó el muchacho por detrás y le dejó bajar aquí [señala su pecho], en el cutis así frío ese animal, ¡puso unos gritos…! [risas …] (SPV, Comunicación personal, 2006).
Si bien esta acción provocó la hilaridad entre los pobladores del lugar, estos también coincidieron en reprobarla y en demandar castigo para el transgresor. Los vecinos se apresuraron a dar parte a las autoridades de lo ocurrido. El padre del joven acudió a reprender a su hijo y lo presentó ante las autoridades municipales “el papá se llamaba Pablo, ese se lo llevó preso al señor por hacerle esa travesura a la profesora”.

En esta narrativa se expresan sentidos atribuidos a las acciones realizadas por los alumnos de la maestra Isabel, ya que “ellos pos de coraje vinieron a ver a ese señor”. Según la narrativa, los jóvenes actuaron como reacción frente a la maestra que sometía sus ímpetus adolescentes con severidad “nomás le daba así vuelta [a la vara] y tómala y tómala”. La narrativa también refiere la apariencia y vestimenta de la maestra como “razón” para que los jóvenes cometieran ese acto: “Ella usaba todo el tiempo una blusita nomás así de tirantitos, ¡no qué así; no, no, nada, ¡todo de fuera!”. La maestra Isabel aparece en la Figura 1 con su grupo de alumnos, su corte de cabello y su vestimenta constituían una escandalosa transgresión al código de honor y su papel de autoridad constituía una amenaza para las concepciones de masculinidad vigentes. El relato refiere también que los alumnos de la maestra Isabel otorgaron un sentido de heroísmo al acto realizado por el joven perpetrador y se ocuparon de halagarlo mientras estuvo preso.
Entonces los muchachos lo visitaban porque por causa de ellos estaba preso. Duró quince días en la cueva [la cárcel municipal era una cueva]. Quien le llevaba el almuerzo, quien le llevaba la comida, quien le llevaba la cena, lo tenían bien consentido. Unos días iban unos, otros días iban otros y le llevaban sus huevos, leche, pan; todo lo que hallaban (SPV, Comunicación personal, 2006).
Encontrarse bajo la autoridad de “una vieja” era una situación vergonzosa desde la perspectiva del honor masculino, pero lo era aún más debido a la dureza de carácter de la maestra Isabel y a los castigos físicos con que los disciplinaba.
Consideraciones finales
Si bien el panorama de relaciones de género emerge en este análisis como una interacción compleja y diversa, los testimonios orales revelan esfuerzos de las personas informantes por ajustarse al estereotipo hegemónico de masculinidad. Pero, ocultos tras un discurso que elogiaba las cualidades de la masculinidad, se hacen visibles otros hombres: a) obligados a flexibilizar su control sobre el cuerpo y la sexualidad de “sus mujeres” a fin de adaptarse a los cambios económicos y sociales de su contexto histórico, b) exiguos colaboradores en el sustento doméstico, c) mermados en su bienestar emocional y físico en pro de ostentar una imagen externa de fuerza y valor, d) expuestos a enfermedades y accidentes fatales cuyas inexorables consecuencias arraigaban en ellos profundos miedos y anhelos.
Los temores masculinos a la enfermedad, la muerte y el desamparo de su familia no eran infundados. En estas breves líneas, se ha puesto de manifiesto que la precariedad y el infortunio realmente acechaban el futuro de quienes se dedicaban a la minería. Los anhelos de un mejor futuro para los mineros y para sus hijos también se expresan en un discurso que justifica los miedos y los deseos en la actuación de seres sobrenaturales. Anhelar que su progenie viviera mejor significaba dejar el trabajo en las minas. Los mineros anhelaban un futuro más promisorio para sus hijos en otras actividades, no obstante, su orgullo gremial. La escolarización era una apuesta al futuro de su progenie, por esa razón, tolerar ideas, prácticas y la presencia de maestros o maestras era el costo por pagar.
Las cinco comunidades mineras experimentaron vertiginosos cambios que demandaban nuevos saberes cotidianos y la adaptación de sus principios de realización honorable a nuevas demandas económicas y socioculturales. Las escuelas federales se colocaron como fuente de nuevos saberes cotidianos. Pero la escolarización demandaba la apertura a nuevas representaciones y roles de masculinidad y de feminidad, con la consecuente pérdida del control masculino sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres.
Las masculinidades alternas, aquellas menos visibles y que se atrevieron a exponerse al escarnio público de mostrarse “débiles” y “flexibles”, fueron las que marcaron la pauta hacia la construcción sociocultural de una nueva masculinidad hegemónica. Como Seidler (2014) lo refiere, “No había forma de cambiar o transformar la masculinidad; sólo se podía deconstruir. Sin embargo, creo que es posible imaginar masculinidades diferentes, formas diferentes de ser hombres” (Traducción del autor, p. 220). Puesto que la realización honorable era fuente de prestigio social no sólo para los hombres, sino para todo el núcleo doméstico; las familias transgresoras pagaban una cuota de burlas y desprestigio. Una informante de Villa de la Paz refirió explícitamente esta situación: “Se burlaban mucho de él [su papá]. Decían que iba a resultar cornudo porque mi mamá y las otras señoras estaban aprendiendo a leer. Y aprendieron, y algunas hasta terminaron su primaria. Él sí tenía la primaria y decía Ninguno de mis hijos se va a quedar burro [referencia a hijos e hijas]” (PCM, Comunicación personal, 2011). Las masculinidades alternas que emergen en el análisis constituyen un núcleo temático que merece un tratamiento específico. Aquí únicamente se deja constancia de las otras masculinidades que contribuyeron en gran medida a la transformación del modelo hegemónico de masculinidad.
Este trabajo hace evidente también la invisibilidad del trabajo femenino como una barrera persistente en la comprensión cabal del pasado. Un sesgo de género dictaba (y dicta) lo que debía o no registrarse en los censos escolares, agrarios, de población y de estadísticas nacionales. El concepto actual de “desempleo” se registraba como “hombres sin trabajo” en estadísticas nacionales durante el periodo de estudio. Nuestra comprensión sociocultural y económica del pasado está coartada por un velo de invisibilidad que oculta el trabajo femenino. A partir este hecho, surge la necesidad de ampliar la mirada a nuevas formas de entender, estudiar, analizar y registrar el trabajo femenino. Dentro del contexto estudiado, las mujeres soportaban la carga de atender y mantener las unidades domésticas. Desde los datos y testimonios recogidos es posible afirmar que ellas proveían la mayor parte de los recursos económicos necesarios para el sustento de las familias, si tomamos en cuenta las actividades remuneradas que ellas desplegaban y los criterios del valor económico de las labores domésticas y de cuidados (INEGI, 2023). En este marco, los hombres mineros eran colaboradores en el sustento doméstico, mientras que las mujeres se revelan como las verdaderas proveedoras de las familias. El vínculo de pareja reproductiva basado en los roles de atender y mantener (Núñez, 2007b) resulta totalmente trastocado desde esta circunstancia.
Las nuevas formas de realización honorable mantuvieron la inequidad en la pareja reproductiva a partir de principios permisivos para el hombre y nuevas formas de restricción y control de las mujeres. No obstante, la incorporación de nuevos saberes, roles y representaciones, las comunidades mineras mantuvieron vigente el papel de los hombres como guardianes del honor y las demandas de “honestidad, celibato y decencia” hacia las mujeres. El estudio de Núñez (2007b) pone de manifiesto la vigencia de estos principios en parejas adultas mayores en los albores del siglo XXI.
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Notas
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