Artículos
Recepción: 18 Junio 2020
Aprobación: 18 Septiembre 2020
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.4242909
Resumen: Se analiza la autenticidad de la condición de Francisco de Miranda como precursor de la lucha por la independencia de los pueblos latinoamericanos y su papel en la gestación de la cultura integracionista. Se considera que, no obstante haberse realizado numerosas conspiraciones e insurrecciones independentistas antes de que Miranda emprendiese su labor al respecto, estas se limitaron por lo general a objetivos de alcanzar la libertad de algunos países; sin embargo, el venezolano se planteó exigencias de mayor envergadura al proponerse la independencia de todos los pueblos latinoamericanos y la necesaria integración de los mismos. Su vehemente labor promotora, organizadora y divulgadora de la emancipación y la integración latinoamericanas le hace merecedor de la más digna condición de autenticidad.
Palabras clave: autenticidad, precursor, Miranda, cultura integracionista.
Abstract: The authenticity of Francisco de Miranda’s status as a precursor to the struggle for the independence of Latin American peoples and their role in the gestation of integrationist culture is analyzed. It is considered that, despite the fact that there were numerous independence conspiracies and insurrections before Miranda began his work, these were generally limited to the objectives of achieving the freedom of some countries, however the Venezuelan went further when he proposed the independence of all Latin American peoples and their necessary integration. His vehement work in promoting, organizing and disseminating the emancipation and integration of Latin America makes it worthy of the most dignified condition of authenticity.
Keywords: authenticity, precursor, Miranda, integrationist culture.
En ocasiones anteriores, a la hora de valorar la significación de la obra de un autor hemos considerado que más importante que su originalidad es su autenticidad. Mientras la primera por lo general se reduce a la condición de simple anterioridad de un planteamiento o actividad de una persona respecto a otras, la segunda posee una mayor connotación, ya que presupone un grado de correspondencia –y por tanto de trascendencia– con las circunstancias de su época y lugar y, sobre todo, su impacto real sobre ellas.
La primera razón resulta elemental, pues jamás se puede estar totalmente seguro de que una idea o cualquier acción humana posean la condición de pioneras. Siempre se debe admitir la posibilidad de que con anterioridad haya existido alguna otra de similar significado y no sea del conocimiento público o del investigador en cuestión. Con razón Carl Sagan sostenía que la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia (Sagan, 2020).
Quizá sin rigurosidad epistemológica, pero resulta válida la sabiduría popular expresada en una canción mexicana que dice: “No hay que llegar primero, sino hay que saber llegar”. Esto quiere decir que lo importante no es quién pueda ser considerado el pionero en concebir una idea o realizar una actividad, sino quién, aunque sea posteriormente, la hace trascender a través de su verdadero efecto reconocido y enriquecido por sus sucesores.
La historia de la cultura universal, tanto en la ciencia, la tecnología, el arte como en el pensamiento, atesora innumerables ejemplos de ideas que se alcanzaron con anterioridad, pero su paternidad se atribuye posteriormente a otros; tal vez porque generalmente en un inicio no tuvieron tanto impacto como a partir del momento en que alguien las dio a conocer o las implementó convirtiéndolas en realidad con mayores niveles de universalización.
Algunos ejemplos pueden contribuir a fundamentar esta tesis. La autoría de la frase “la religión es el opio de los pueblos” se le atribuye la mayoría de las veces a Marx; sin embargo, en verdad la expresó antes Bruno Bauer, y quién sabe de quién pudo tomarla este último. La expresión “nuestra América” fue utilizada por muchos –entre ellos Miranda–, antes de que José Martí escribiera el célebre ensayo de igual nombre; no obstante, el término no alcanzaría la repercusión que tuvo hasta la publicación del breve artículo martiano. Es plenamente reconocida la remota invención de la imprenta por los chinos, pero es difícil subestimar la significación de la labor de Gutenberg, no solo para la promoción del protestantismo con la múltiple publicación de La Biblia, sino en la conformación de la cultura moderna. Podrían añadirse innumerables ejemplos que contribuyen a apuntalar la tesis según la cual la autenticidad resulta más significativa que la originalidad o primogenitura de una idea o actividad.
El tema de la originalidad y la autenticidad del pensamiento latinoamericano, en particular en relación con la filosofía, ha constituido una cuestión de especial atención desde mediados del siglo XX, lógicamente con diferentes conceptualizaciones de dichos términos. Lo que distingue la condición de auténtico generalmente ha sido su gestación desde una situación particular, o lo que es lo mismo, que exprese las necesidades de su época y ámbito (Miró Quesada, 1974: 9). Tal criterio puede resultar apropiado para valorar tanto las ideas filosóficas como cualquier otra expresión no solo del pensamiento, sino también de la actividad humana (Guadarrama, 2009: 58-60).
En el presente análisis se tratará de valorar ¿en qué medida a Francisco de Miranda –considerado comúnmente como “el precursor de la independencia latinoamericana”– debe atribuírsele exclusiva “originalidad” en relación con la gestación de la cultura integracionista de los pueblos con su “autenticidad” en dichas tareas?
La definición de precursor que presenta el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española resulta algo ambigua. Aunque indica que se deriva del verbo preceder, le concede igual valor a anunciar algo o realizarlo, pues considera que se refiere al “Que precede a otra persona o cosa, generalmente anunciándola o haciéndola posible” (Real Academia Española, 2019).
Lógicamente, existe una notable diferencia entre anunciar una idea y tratar de convertirla en realidad. Sin embargo, en el uso común del término “precursor”, se considera que se refiere al primero que concibe y expresa una idea, independientemente de que trate o no de ponerla en práctica. Pues siempre que se trata de realizar algo, antes debe ser concebido como idea. Pero el hecho de que una idea no siempre se pueda convertir en realidad no limita el mérito de precursor a quien la concibe.
La cuestión de la posible primogenitura de la cultura integracionista en el caso de Latinoamérica se encuentra indisolublemente ligada a igual condición de la identidad y, a la vez, a algo de mayor envergadura: la independencia de los pueblos colonizados por las metrópolis hispano-lusitanas. Resulta muy difícil separar la génesis de la primera en relación con la conformación de las últimas. De manera que al analizar la originalidad mirandina en relación con la cultura integracionista se debe, al menos de algún modo provisionalmente, suspender el juicio (epojé) también respecto a las demás. De igual manera, al intentar sustentar el valor de su autenticidad debe considerarse que tal condición es simultáneamente inherente a las tres en el célebre venezolano.
Ahora bien, ¿qué es lo más meritorio en el pensamiento y la acción revolucionaria de Miranda? ¿Su originalidad, su condición de precursor –ya que no se trata de simplemente sustituir este calificativo por otro–, o en su lugar, su autenticidad? ¿Qué es lo que se debe exaltar y transmitir a las nuevas generaciones del ejemplo de su valentía y vehemencia personal? ¿Simplemente su protagónico papel en la gestación del ideario y la praxis independentista e integracionista o el haber desplegado una incansable labor promotora y organizadora de ambos factores, que necesariamente encontraría numerosos continuadores, entre los que se destacan Bolívar y O’Higgins?
Vladimir Acosta ha sostenido que considerar a Miranda solo como precursor, en lugar de como un libertador, es devaluar su mérito en ese sentido, pues a su juicio: “Miranda es el primer criollo que logra ocupar –aunque sea por dos semanas– territorio español para lograr por los hechos la independencia de ese territorio contra España (…) esa es una expedición independentista, no es precursora” (2016). Por lo tanto, no se haría suficiente justicia a su labor revolucionaria e intelectual si solo se le calificara como precursor.
Sería interminable presentar el listado de referencias bibliográficas que presentan a Miranda como el precursor de la independencia (Judde, 2010) o, al menos, como uno de ellos (Ubeda, 2011: 66). De igual manera se le otorga tal condición en relación con el proceso integracionista, como lo hace Arturo Ardao (1986) al plantear: “En 1809 volvió el Precursor a pensar en el Istmo, esta vez como muy concreto lugar de reunión de un Congreso de los pueblos americanos de origen español” (p. 86).
Algunos autores relativizan su primogenitura individual al incluirlo en un listado de precursores, aunque destacan que fue el fundamental. Tal es el caso de Luis Vitale (2001), para quien: “El más brillante de los precursores fue sin duda Francisco de Miranda. Empezó a madurar la idea de la unidad continental hacia la década de 1780-1790, en el lapso que media entre la independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa” (p. 7). Y enfatiza en el hecho de haber sido el primero, al menos que se conozca, en concebir la inclusión de Brasil en dicha unión (Vitale, 2001: 86). Ese mismo hecho lo destaca Alejandro Casas (2007), quien expresa:
Francisco de Miranda se considera precursor fundamental del unionismo latinoamericano. Su “plan unitario” contemplaba sumar al Brasil como integrante de la búsqueda de la liberación de los pueblos de la “Magna Colombia” (término que abarcaba en lo que en la actualidad es toda América Latina), así como las regiones de habla francesa (p. 40).
A la vez, en relación con la lucha independentista sostiene que hubo varios precursores, y destaca la conspiración de Manuel Gual y José María España en Venezuela en 1797 (Casas, 2007: 41), que indudablemente tenía intenciones republicanas (Michelena, 2010: 176-177). Miranda sostuvo correspondencia con Gual, pues coincidían en el ideario independentista.
Aun cuando Carmen Bohórquez (2001) también coincide en considerar a Miranda como precursor, su criterio al respecto resulta más atinado:
No obstante ello, en cuanto uno profundiza en el estudio del pensamiento de Miranda descubre que si sus ideas no fueron verdaderamente originales, sí lo fue la aplicación que de las mismas hizo al problema de la emancipación y de la identidad americanas. Es allí, en la conciencia de estos problemas, y en su esfuerzo por elucidarlos y hacerlos evidentes a sus compatriotas, que la originalidad de su pensamiento se hace indiscutible (p. 16).
Sin embargo, y como sostiene la misma Carmen Bohórquez (2001), es un hecho que:
si se le puede llamar con justicia el Precursor, no ha de ser solamente en razón de su expedición armada de 1806, sino, ante todo, porque es también uno de los primeros en negar los fundamentos de legitimidad de la dominación española y en proponer para América –tomada como unidad continental– no un simple cambio de gobernantes, sino el sistema republicano como modelo político alternativo (p. 88).
La investigadora venezolana enfatiza que fue “uno de los primeros” a lo cual añade que
Hasta la primera mitad del siglo XVIII, la mayor parte de los movimientos contestatarios que se producían en las colonias hispanoamericanas, tendían más bien a modificar ciertas circunstancias de su contexto particular: abolición de alguna ley, reducción de los impuestos o destitución de un gobernador. La expresión “Viva el Rey, abajo el mal gobierno” sintetizaba esa actitud. Esto marca una diferencia fundamental respecto a la posición que comienzan a adoptar Miranda y otros americanos, tales como Nariño, Vargas, Espejo, Gual, España, etc. (Bohórquez, 2001: 88).
De ese modo deja claro que no se trata de una exclusividad pionera, sino que el prócer venezolano puede considerarse como la cumbre de esa pléyade de personalidades, a la que podrían añadirse quienes gestaron ideológicamente los procesos emancipadores. Como Miranda, algunos de ellos pagaron con su vida el tratar ejemplarmente de realizarlos. A esto se debe añadir su premonitoria concepción de que no se trataría de un simple cambio de monarquías, sino del establecimiento de repúblicas.
La autenticidad de la precursora labor de Miranda en la gestación de la cultura independentista e integracionista no debe quedar en entredicho por el hecho de que se les atribuya también tal condición a otras personalidades. Por ejemplo, varios investigadores –entre los que se destaca Benjamín Vicuña Mackenna en 1860– han considerado que Juan Pablo Viscardo la merece (Brading, Gutiérrez y Marzal, 1999: 208). Quizá podría argumentarse que el hecho de que el archivo de Miranda no se diera a conocer hasta 1929 pudo incidir en tal afirmación del historiador chileno, pero otros estudiosos más recientes del tema han reiterado similar calificación (Alvarado, 1956). Tal criterio encontraría consenso en el Tercer Congreso Internacional de Historia de América (1960), celebrado en Buenos Aires (pp. 517-523).
Aunque Miranda no conoció personalmente al jesuita peruano lo estimó en alto grado, como lo demuestra el haber publicado en francés en 1799 su Carta a los españoles americanos y, luego, el haberla traducido y publicado en español en 1801, lo que constituye un fiel testimonio de este hecho. Lo cierto es que, del análisis de dicho documento, además de las gestiones de Viscardo en busca de apoyo para lograr la independencia de las colonias hispanoamericanas, se puede inferir tal criterio. En el documento no solo se denuncia la explotación de que eran víctimas sus pueblos, sino que se les arenga a luchar por su emancipación y se argumentan las razones de aquella necesaria acción (Viscardo, 2007: 335).
La carta no estaba dirigida exclusivamente a los peruanos, sino a todos los españoles americanos, reivindicando que
El Nuevo Mundo es nuestra patria, su historia es la nuestra, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos, por ella, a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios, y de nuestros sucesores (Viscardo, 2007: 333).
Su propuesta era para “toda la América” (p. 334), por eso se dirigía a todos los “hermanos y compatriotas” (p. 339) y en particular a los “¡Generosos Americanos del Nuevo Reino de Granada!” (p. 338), con la aspiración de crear “un imperio inmenso” (Viscardo, 2007: 343), que resultara beneficioso para el mundo entero” (p. 343), inspirado en el humanismo, el cosmopolitismo, las ideas de igualdad (p. 341), fraternidad y libertad, propios del pensamiento ilustrado.
Aunque son dignas de consideración las ideas del peruano que se conocen posteriormente a través de varios documentos además de dicha carta, así como su actividad de crítica al colonialismo español (junto a otros jesuitas exiliados en Europa), todo ello resulta incomparable con la labor conspirativa, organizadora, epistolar, publicitaria y militar que llevó a cabo Miranda en relación con la cultura independentista e integracionista.
Debe tenerse presente que, mucho antes que Viscardo, Miranda (1982), por 1784, en Estados Unidos de América, concibió la idea de emancipar a todos los países latinoamericanos, realizó sus primeras gestiones para conformar un ejército de unos 5000 hombres con el objetivo de emprender esa misión (pp. 65-67), y analizó sus planes con el general Henry Knox y el estadista Alexander Hamilton (p. 544), secretario de George Washington y primer Secretario de Estado en esa nación, además de debatir con el político Samuel Adams algunas insuficiencias de la democracia estadounidense, al privilegiar la religión cristiana en la Constitución y otorgarle mayor importancia a la propiedad que a la virtud (p. 63), en lo cual la historia le ha dado la razón.
En 1790 Miranda (1982) elaboró su “Plan para la formación, organización y establecimiento de un gobierno libre e independiente en la América Meridional”, y se lo presentó al primer ministro inglés William Pitt para solicitar ayuda en sus planes independentistas, expresándole que “La América española desea que la Inglaterra le ayude a sacudir la opresión infame en que la España la tiene constituida” (p. 104), e indicándole que sus resultados serían beneficiosos para ambas partes (p. 105). Estas gestiones las realiza el venezolano antes de que Viscardo escribiera la referida carta en 1792.
Hasta el presente, la mayoría de los historiadores coinciden en otorgarle la condición de precursor de la independencia de todos los pueblos latinoamericanos, si bien algunos otros habían concebido la necesidad de tal emancipación, pero limitada a un solo país, como el propio Miranda reconoció. El hecho de considerar que fue el primero en plantear la necesidad de la independencia de las colonias hispano-lusitanas o en emprenderla se sustenta en que fue él mismo quien así lo sostuvo cuando expresó: “La emancipación de Sur América ha sido un asunto que fui el primero en proponer, y recibido por los Ministros ingleses, allá por el año 1790” (Miranda, 1982: 365). Se debe tener presente que cuando se refería a América del Sur “el concepto de continente tenía una semántica más específica, no se refería sólo a lo geográfico, sino sobre todo a lo geosociocultural inclusivo” (Rojas, 2018: 138).
Es sabido que no siempre resulta de mucha validez aceptar la opinión que expresa un hombre sobre sí mismo, aunque la rigurosidad metodológica en el estudio de esta disciplina académica de la historia de las ideas tampoco recomienda desecharla. Resulta aconsejable valorar tales opiniones, y especialmente las razones que han conducido a formularlas. Tan incorrecto es considerarlas suficientemente válidas como ignorarlas.
Algunos califican como precursores de la integración latinoamericana a quienes la propugnaron durante las guerras independentistas (Reza, 2015), e incluso en época posterior (Cacua, 1994). Más allá del escolástico debate sobre las diversas interpretaciones de la condición de “precursor”, lo más importante debe ser el indiscutible protagonismo de Miranda como la personalidad revolucionaria más relevante entre el conjunto de precursores en relación con el proceso independentista e integracionista. Tal labor se fundamentaba en el reconocimiento de la ya en plena gestación identidad cultural latinoamericana: de ahí la autenticidad de su meritoria labor.
Desde su juventud Miranda se planteó la tarea de prepararse en múltiples planos, no solo militar, sino cultural integralmente, para lo cual era imprescindible el manejo de varios idiomas, con el objetivo de asumir un necesario protagonismo en su ámbito con el debido reconocimiento.
Durante su estancia en Cuba como oficial del ejército español –con motivo de una acusación en 1783 por parte de funcionarios de la Corona en contubernio con la Inquisición– decidió escapar a Estados Unidos de América, para demostrar su inocencia. Inmediatamente en ese país se consagró a luchar por la independencia e integración de los pueblos latinoamericanos. Sabía muy bien que para lograr ese empeño debía incrementar al máximo su superación cultural.
A partir de entonces se dio a la tarea de viajar por diversos países, leer con intensidad, perfeccionar el dominio de idiomas, visitar museos, adquirir obras de arte y cultivar amistad con numerosas personalidades de la vida política e intelectual (Miranda, 1982: 92).
Tal enriquecimiento de su formación cultural no respondía a un simple afán de erudición, sino al propósito de ponerlo al servicio de la liberación y unión de los pueblos latinoamericanos, para lo cual era imprescindible también profundizar sus conocimientos de historia, economía, cultura, geografía, demografía, etc., del escenario donde iba a combatir. Así lo expresaría al comentar un libro sobre estas particularidades de Chile, del abate Ignatius Molina, ocasión que aprovecharía para destacar la meritoria labor de los jesuitas expulsados de América y, en particular, la valiosa obra de Francisco Javier Clavijero sobre la historia de México, cuya divulgación promovió (Miranda, 1982: 82), así como de los trabajos de Viscardo (Miranda, 1982: 400). Estaba convencido de que “Cualquier esfuerzo destinado a aumentar nuestro conocimiento de la América del Sur reviste hoy la mayor importancia, y la región objeto del trabajo que tenemos ante nosotros se encuentra ciertamente entre las más interesantes de ese olvidado mundo” (Miranda, 1982: 396-399).
Aunque Miranda tuviese conocimiento de algunas de las insurrecciones más relevantes de indígenas, esclavos o criollos –como las de los comuneros de Paraguay comandada por José de Antequera y Castro en 1721, la de Túpac Amaru II en Perú en 1780, la de los comuneros del Socorro en la Nueva Granada dirigida por Antonio Galán en 1781–, y seguramente de otros acontecimientos similares, al parecer en algunos casos no los consideraba procesos de índole propiamente independentista, sino únicamente expresiones locales de descontento popular ante las injusticias del régimen colonial, sin demasiada trascendencia.
La insurrección de Túpac Amaru II tuvo una extraordinaria significación, no solo por su objetivo de lograr la emancipación de indígenas y esclavos de las formas de explotación a que eran sometidos, sino por su alcance a otras regiones distantes, como los indígenas del Casanare en la Nueva Granada, que también siguieron su ejemplo. No faltan razones para que se la considere también como precursora de la independencia de Perú (Sánchez, 1987), ni para reivindicar la figura de su líder.
Se debe tener presente que, aunque en el siglo XVIII la imprenta tomó cada vez mayores dimensiones en las colonias iberoamericanas, la fuerte censura y los limitados nexos comunicativos, tanto internamente como con otros países, limitaban un mejor conocimiento de las reales proporciones de la mayoría de aquellos levantamientos. Por ejemplo, en el caso del Virreinato del Perú se desarrollaron más de un centenar de insurrecciones indígenas durante la primera mitad de ese siglo, muchas de ellas en el Alto Perú, la actual Bolivia; sin embargo, las de mayor reconocimiento fueron las del Bajo Perú (O’Phelan, 2012).
Si bien la mayoría de las insurrecciones que se desarrollaron en el siglo XVIII en la América hispano-lusitana eran por lo general de esclavos, indígenas o criollos que reclamaban algunos derechos, mejores tratos, eliminación de impuestos o de trabas comerciales, algunas llegaron a tener mayor repercusión al establecer, aunque no por mucho tiempo, formas primarias de gobiernos ya no subordinados a las metrópolis, como en el caso de los comuneros neogranadinos o de Túpac Amaru II (García, 2010: 43). Sin embargo, la de mayor magnitud como verdadera precursora de la independencia de los pueblos latinoamericanos fue la Revolución de Haití (König, s/f), que no se limitó a la emancipación de los esclavos, sino que persiguió el logro de la independencia, así como la solidaridad con los demás pueblos que emprendieran similar misión. Este proceso preocupó notablemente a Miranda, tal vez influido por las noticias que llegaban a Europa, y especialmente a Francia, acerca de su anterior colonia.
En definitiva, los precursores genuinos del proceso independentista fueron los pueblos (Quesada, 2010), que se lanzaron a luchar por sus derechos y algunos por su independencia. Las personalidades lógicamente desempeñarían un papel de gran envergadura, pero si no hubieran contado con los sectores populares, no habrían alcanzado sus objetivos. Pues como planteara José Martí (1975):
Nada es un hombre en sí, y lo que es, lo pone en él su pueblo. En vano concede la Naturaleza a algunos de sus hijos cualidades privilegiadas; porque serán polvo y azote si no se hacen carne de su pueblo, mientras que si van con él, y le sirven de brazo y de voz, por él se verán encumbrados, como las flores que lleva en su cima una montaña (p. 34).
El jesuita mendocino Juan José Godoy (1728-1787) también es comúnmente considerado entre los precursores de la independencia hispanoamericana. Él desplegó su actividad inicialmente en Chile y luego en el exilio, donde consagraría su vida a gestionar apoyo en Inglaterra y Estados Unidos de América para independizar las entonces provincias de Chile, Perú, Tucumán y la Patagonia, con la aspiración de constituir un estado independiente. El hecho de que no tuviera éxito, siendo finalmente fuera apresado por las autoridades españolas, no demerita la pionera labor que desarrolló junto a otros de su congregación como Viscardo, con quien sostuvo estrechas relaciones por el ideario que los identificaba.
En 1790 Miranda (1982) reconocía las pretensiones independentistas de determinadas personalidades, insurrecciones y conspiraciones (pp. 371-372). Estuvo muy pendiente de cualquier suceso que pudiese ser considerado expresión de descontento o rebeldía, pero esto no significa que necesariamente los conociera todos en su real magnitud, ni los que eran de alguna forma divulgados se presentaban como separatistas, sino como simples motines de poca envergadura. Este hecho puede haber favorecido, en parte, que se considerase pionero en plantearse la independencia de las colonias hispano-lusitanas.
Tal vez no tuvo un adecuado conocimiento de otros intentos anteriores con similares objetivos, (Ramírez y Patiño, 2012: 217-218) o cuando se atribuyó la condición pionera en la empresa emancipadora no supo valorarlos en su real significación, aunque en otros momentos sí lo hizo (Miranda, 1982: 368).
Evidentemente, al reconocer que “todos sus deseos han tendido a obtener su Emancipación y de preservar por medio de ese cambio, los sólidos y esenciales principios de la Libertad Civil”, de hecho, él mismo ofrece elementos para dudar de su condición de exclusivo precursor en esa misión. Todo indica que el propio Miranda admitió la existencia de varios precursores. Otra cuestión es que en la actualidad tenga el justo mérito de haber sido la personalidad más relevante en esa labor preparatoria de las luchas independentistas y de la mayor autenticidad en la gestación de la cultura integracionista latinoamericana.
El otro asunto que nos interesa se relaciona con las ideas que se ponían de manifiesto de forma diáfana en algunos ilustrados latinoamericanos a fines del siglo XVIII respecto a la identidad cultural de los pueblos de esta región. Estas se expresarían de diverso modo también en las distintas denominaciones que se hicieron más frecuentes para referirse al gentilicio más apropiado para identificarlos. Los términos de españoles americanos o hispanoamericanos, que se fueron haciendo más comunes para diferenciar a los criollos de los peninsulares, constituyen un elemento significativo en la conformación de dicha identidad, a cuyo fomento contribuirían las ideas de varios intelectuales criollos, entre los cuales se cuenta Miranda.
En relación con la gestación de la cultura integracionista la evolución que tendrían en el pensamiento ilustrado latinoamericano (Guadarrama, 2019), los conceptos de patria, soberanía (Guadarrama, 2019a) y ciudadanía (Guadarrama, 2020) –con sus lógicas implicaciones ideológicas y políticas en el ambiente intelectual, no obstante la férrea censura impuesta no solo por la monarquía, sino también por la Inquisición– constituyen, entre otras, algunas variables cualitativas que se han de tomar en cuenta al valorar los antecedentes del pensamiento independentista e integracionista latinoamericano.
Tales transformaciones en el contenido epistémico de dichos conceptos condicionaron el protagonismo de Miranda en su conformación e intento de hacerlos realidad con el consecuente impacto y trascendencia. Es precisamente en este último aspecto donde radica su principal mérito y autenticidad, más allá de la presunta originalidad o exclusivo carácter precursor.
Ya desde fines del siglo XVIII había considerado que no bastaba el logro de la independencia, y mucho menos de forma aislada, sino que lo realmente importante era que la misma se orientase hacia la necesaria integración. Por eso concibió el inicio de la guerra emancipadora como un gradual despliegue de ejércitos populares que irían de forma arrolladora liberando todas las regiones colonizadas, sin detenerse ante arbitrarias fronteras impuestas por el poder colonial. Su optimismo revolucionario lo llevó a concebir como una tarea no muy compleja emprender aquella misión (Miranda, 1982: 297).
En otro momento se pondrían de manifiesto sus ideales integracionistas, los cuales no quedaban solo expresados en algún que otro documento como un añorado deseo, sino que se manifestaban en gestiones propulsoras al efecto, como evidencia esta carta de presentación:
El Canónigo Dr. don José Cortés Madariaga, que hace poco tiempo salió de esta ciudad para esa capital y va encargado de una importantísima comisión, dirá a V.A. cuánto yo podría sugerir en ésta, acerca de una reunión política entre el reino de Santa Fe de Bogotá y la Provincia de Venezuela, a fin de que formando juntos un solo cuerpo social gozásemos ahora de mayor seguridad y respeto y en lo venidero de gloria y permanente felicidad (Miranda, 1982: 447-448).
Sus propósitos independentistas trascendían a un virreinato o una capitanía en particular; de ahí que, una vez liberada la Nueva Granada, propusiera continuar la campaña hacia el sur, pues a su juicio:
Todas estas operaciones pueden llevarse a cabo en cuatro o cinco meses, lo que decidirá la suerte del Perú y Chile, ya que en base a todas las informaciones que nos han llegado, dichas provincias no esperan sino el inicio de nuestro movimiento para seguir el impulso general (Miranda, 1982: 298).
Tenía plena conciencia de que en gran parte de la población de todas las colonias iberoamericanas habían prendido las ideas independentistas –es decir estaban confluyendo las condiciones objetivas con las subjetivas–, por lo que solo faltaba una dirección oportuna y adecuada que organizase y liderase aquellas fuerzas latentes. Había consagrado su vida a lograr tal empeño, pero sabía muy bien que una empresa de tal magnitud solo era posible si lograba convocar a numerosos luchadores dispuestos a acompañarlo; de ahí esa vehemente e ilustrada labor promotora del ideario independentista y, a la par, integracionista.
Esto significa que había comprendido que existían condiciones objetivas favorables para el proceso independentista, como, entre otros, la inconformidad de la población criolla por la política colonial en relación a los impuestos, la discriminación para acceder a cargos públicos, el monopolio comercial con la metrópoli que impedía acceder a mercados más favorables, la represión ante cualquier demanda de mejorar cualquier aspecto de la vida económica, política o social, la deplorable situación de miseria de los indígenas y de esclavos de origen africano –aunque no se planteara la abolición de la esclavitud– del mismo modo que se había percatado numerosos factores subjetivos la propiciarían a los cuales se añadirían los aportados por una intelectualidad criolla ilustrada conocedora de las conquistas de las instituciones modernas y dispuesta a luchar por ellas.
Dada su condición de buen estratega, probada al comandar con éxito numerosas batallas, ponía todos sus esfuerzos en transmitir a sus posibles compañeros de lucha el optimismo imprescindible para una empresa de tal magnitud, que debía lograrse paulatinamente con la toma y control de determinadas ciudades y zonas como Panamá (Miranda, 1982: 374). A esto se añade haber concebido, antes que Bolívar, la importancia del istmo como sede de confluencia para el proceso integracionista. En la grandeza de esa labor y de todos sus emprendimientos, que en verdad no tenían precedentes, radica la real autenticidad de su obra.
Su flameante verbo liberador no se limitaba a las colonias españolas, sino que estaba dirigido a las demás que estaban sometidas a otras metrópolis europeas, como se aprecia en esta enaltecedora proclama para ser emitida por los dirigentes de una conjura al desembarcar en Brasil. En ella arengaba de este modo: “Valientes ciudadanos de Brasil –¡Levantaos! Escuchad la voz de la Libertad y lanzad las innobles cadenas por las que habéis sido cruelmente oprimidos por tan largo tiempo” (Miranda, 1982: 351).
Su concepción integracionista también puede apreciarse en su Proyecto de Constitución para las Colonias Hispano-Americanas de 1798 (Miranda, 1982: 208). Es en su praxis revolucionaria –no obstante las reservas que expresó en ocasiones en relación con la etapa más radical de la Revolución Francesa, ya que consideraba se debían “(…) combatir unánimemente (si fuese necesario) los monstruosos y abominables principios de la pretendida Libertad francesa!”(pp. 205-206), aunque en otros momentos saludó los emprendimientos revolucionarios emergentes en las colonias hispano-lusitanas– donde se puso de manifiesto su autenticidad en relación con la promoción del independentismo y la cultura integracionista latinoamericana, considerados por él indisolublemente ligados (p. 44).
En esa misión se revelarían significativas interacciones dialécticas. Por una parte, su pensamiento y actividad independentistas presuponían la existencia de una adecuada identidad que, a su juicio, sería reforzada con las luchas emancipadoras. Es en este aspecto donde también se evidencia la autenticidad de su pensamiento y de su praxis política. Si bien algunos con anterioridad a él se habían referido a los rasgos comunes que identificaban a los pueblos latinoamericanos, no siempre los habían articulado a la fundamentación de la necesidad de la independencia ni con el ejemplo personal de decidirse a emprender la lucha armada para lograrla. Esto se observó con claridad en 1801, cuando proclamó:
Pues que todos somos hijos de un mismo padre: pues que todos tenemos la misma lengua, las mismas costumbres y sobre todo la misma religión; pues que todos estamos injuriados del mismo modo, unámonos todos en la grande obra de nuestra común libertad. Establezcamos sobre las ruinas de un gobierno injusto y destructor un gobierno sabio y criador: sobre la tiranía la libertad, sobre el despotismo la igualdad de derechos, el orden, y las buenas leyes (Miranda, 1982: 261-262).
Aunque todo indica que llegó a posturas escépticas en el plano religioso, sabía muy bien que era imposible cualquier empresa emancipadora que desestimase el esencial componente del catolicismo, especialmente en la futura república. Por esa razón, reconocía: “La Religión Católica, Apostólica, Romana, será imperturbablemente la religión nacional. La tolerancia se extenderá sobre todos los otros cultos” (Miranda, 1982: 271).
Otro rasgo distintivo es su labor promotora de conciencia de la unidad de los diferentes sectores y clases sociales, con excepción de los esclavos (pese a que en esa época la posibilidad de su emancipación ya se había evidenciado con la Revolución de Haití). Esto se revela cuando proclamaba: “Unámonos por nuestra libertad, por nuestra independencia. Que desaparezcan de entre nosotros las odiosas distinciones de chaperones, criollos, mulatos” (Miranda, 1982: 261-262). Aunque no se refiriera en esta ocasión a los indígenas, este importante componente de los pueblos latinoamericanos sí estuvo dignamente considerado en sus propuestas emancipadoras, como se observa en la siguiente expresión: “Los indios y las gentes libres de color gozarán desde este instante de todos los derechos y privilegios correspondientes a los demás ciudadanos” (p. 271).
Este elemento favorecedor de la igualdad entre las distintas clases y sectores sociales, especialmente los indígenas (Miranda, 1982: 356) –inspirada en la clásica consigna propugnada por la Revolución Francesa, aun cuando se conoce su carácter jurídico formal– es digno de consideración especial en el caso del prócer venezolano, no solo por su extracción social, sino por la repercusión que podía tener entre aquellos a quienes debían llegar los mensajes que contenían tales propuestas (p. 352).
Particular relevancia tiene su propuesta de reivindicar la dignidad y los derechos de los pueblos originarios sobre sus tierras, como se observa cuando reclama:
Conciudadanos, es preciso derribar esta monstruosa tiranía: Es preciso que los verdaderos acreedores entren en sus derechos usurpados: Es preciso que las riendas de la autoridad pública vuelvan a las manos de los habitantes y nativos del país, a quienes una fuerza extranjera se las ha arrebatado (Miranda, 1982: 269).
Aunque al referirse a los habitantes y nativos del país, podría tal vez considerarse que se trataba de los criollos en oposición a los peninsulares, considerados como extranjeros, lo cierto es que un elemento digno de tomar en cuenta en el presente análisis resulta su propuesta de denominar a los dos mandatarios en el futuro gobierno republicano con el nombre de incas. En ese sentido precisaba: “Los miembros del Poder Ejecutivo tendrán el título de Incas, nombre venerable en el país. Uno de los Incas permanecerá constantemente en la ciudad federal, cerca del Cuerpo Legislativo, y el otro recorrerá las Provincias del Imperio” (Miranda, 1982: 290).
En primer lugar, llama la atención que propusiese a dos personas para este alto cargo, tal vez con la idea de evitar el autoritarismo característico de muchos regímenes presidencialistas. Por otra parte, utilizar la denominación de incas constituía un hecho significativo, porque en verdad en esa época –aunque él lo considerase un nombre muy querido en Sur América– la población criolla propiamente no tenía una alta estimación de las formas de gobierno de los pueblos originarios. Por otro lado, con acierto Carmen Bohórquez (2009) señala:
la escogencia de este nombre obedece a una razón cultural y no a la de una supuesta preferencia de Miranda por el régimen monárquico; siendo únicamente su pretensión designar, con un nombre no europeo, al primer magistrado de la república naciente, tal como hoy se le designa con el nombre de presidente (p. XXXVI).
Otra muestra de la autenticidad de su misión desalienadora se evidencia al aportar elementos para enfrentar las ideas discriminatorias comunes en esa época, las cuales se basaban en la supuesta inferioridad no solo de los pueblos latinoamericanos, sino hasta de los animales y plantas de esta región. De ahí la significación del posible impacto de su mensaje enaltecedor cuando plantea:
Compatriotas. El mundo está ya muy ilustrado para que suframos tantos ultrajes, somos demasiado grandes para vivir en una tutela tan ignominiosa. Rompamos las cadenas de esta esclavitud vergonzosa, y hagamos ver al mundo que no somos tan degradados como la España piensa (Miranda, 1982: 261-262).
Partía del criterio de que ya a inicios del siglo XIX –antes de los acontecimientos provocados por la abdicación de Fernando VII con la invasión francesa a España– había condiciones favorables para emprender, a la vez, las luchas independentistas e integracionistas.
Como auténtico revolucionario (Pereda, 2016), a pesar del revés de la expedición por Coro en 1806, estaba convencido de que existían condiciones objetivas para iniciar ese proceso, por lo que consideraba que solo faltaba el decisivo despliegue del factor subjetivo, promovido por quienes asumieran el necesario liderazgo para que la chispa inicial incendiara el carcomido andamiaje del colonialismo peninsular. Esto se pone de manifiesto cuando en 1798 le escribe a su amigo John Turnbull, expresando:
Esta idea se propaló tanto a través del País, que, según me aseguran, en la actualidad está por estallar una insurrección en Santa Fe, Caracas, México y hasta Chile. ¡Le confieso que si bien deseo la Libertad y la Independencia del nuevo mundo, de igual manera, y tal vez más, le tengo temor a la anarquía y al sistema revolucionario! Dios no quiera que aquellos hermosos Países se conviertan, al igual que Santo Domingo, en un escenario cruento y lleno de crímenes, bajo pretexto de instaurar la Libertad; ¡que se queden más bien por un siglo más si fuese necesario bajo la imbécil y bárbara opresión española! (Miranda, 1982: 201).
En varias ocasiones, junto a su afán por lograr la independencia y la integración de los pueblos latinoamericanos, manifestó también su temor ante los posibles excesos que había observado entre los jacobinos. En ese sentido le plantea a Manuel Gual:
En fin amigo mío la verdadera gloria de todos los Americanos consiste en la Consecución de la Empresa; y viceversa... Dos grandes ejemplos tenemos delante de los ojos la Revolución Americana y la Francesa, imitemos discretamente la primera; evitemos con sumo cuidado los fatales efectos de la segunda! (Miranda, 1982: 253).
Sin embargo, sería contraproducente negarle a Miranda la condición de un auténtico revolucionario en su época, tanto por su pensamiento como por su acción. Comprendía muy que, una vez iniciada la empresa liberadora en algunos de los puntos débiles de aquella cadena de opresión, esas acciones encontrarían necesario eco en el resto de aquella población explotada y marginada. A su juicio, como marea imparable se lograría primero la independencia, no de un pueblo aislado, sino de todos los del subcontinente, y, a la vez, este proceso constituiría el preludio de su integración.
Fue un soñador despierto de lo que Bolívar, San Martin, O’Higgins y demás próceres luego emprenderían; sin embargo, no se quedó desvelado en la cama esperando que otros lo hicieran realidad. De manera ejemplar trató de concretar sus ideas por múltiples vías, no solo con la pluma, sino también con la espada. Ahí radica su genuina autenticidad, aun cuando otros tantos soñadores le hayan antecedido.
No tenía dudas sobre la existencia de múltiples factores favorecedores tanto del proceso independentista como del integracionista. Estaba consciente de algunos de los posibles obstáculos que existían en ese sentido, especialmente de carácter subjetivo. De ahí que para la organización y promoción de ese objetivo desplegara una vehemente labor divulgativa por medio de cartas, proclamas, artículos, etc., que podrían contribuir a fomentar el factor subjetivo imprescindible para emprender la lucha por la independencia (Miranda, 1982: 392). Algunos de esos factores favorecedores y obstaculizadores aún se mantienen en la actualidad, de la misma forma que han aparecido otros nuevos.
Para contribuir significativamente al logro de ambos objetivos se propuso prepararse lo mejor posible mediante el enriquecimiento de su formación intelectual, militar, política, cultural, y estudiar la historia, las particularidades geográficas, económicas, demográficas, culturales, etc., de ese vasto territorio que ya por 1784 denominaría “Colombia” (Miranda, 1982: 93-94), y a sus habitantes se referiría como colombianos (Miranda, 1982: 292), “colombianos”, “sur americanos” o “americanos”, aunque excepcionalmente los llamaría “miembros del Pueblo Hispano-Americano” (p. 359). Sabía que sin tal preparación personal no era posible emprender tan compleja misión.
Tal vez lo más trascendente es que inculcó ese mismo criterio en quienes le acompañaban para hacer realidad la misión. De ahí su vehemente labor en busca de apoyo de los gobernantes de Estados Unidos de América, Inglaterra, Francia, Rusia y de otros países europeos que visitó, así como su extraordinaria correspondencia y conversaciones con potenciales personalidades latinoamericanas, entre las que se destacan Bolívar, O’Higgins, San Martín, Nariño, Bello y Bejarano, entre otros.
Sin duda, inicialmente Miranda constituyó la cima más alta de la lucha emancipadora y conformadora de una cultura integracionista. Pero, como sostenía Enrique José Varona (1896), en referencia al protagonismo de José Martí en el proceso independentista cubano: “los picos no nacen de sabanas, sino apuntalados por otros tan altos como ellos” (p. 1), refiriéndose a Antonio Maceo, Máximo Gómez, Calixto García y otros generales del ejército insurrecto. Una prueba fehaciente de esa función casi paternal se aprecia en sus recomendaciones a O’Higgins, cuando le aconsejaba:
¡Amáis a vuestra patria! Acariciad ese sentimiento constantemente, fortificadlo por todos los medios posibles, porque sólo a su duración y a su energía deberéis el hacer el bien. Los obstáculos para servir a vuestro país son tan numerosos, tan formidables, tan invencibles; llegaré a decir que sólo el más ardiente amor por vuestra patria podrá sosteneros en vuestros esfuerzos por su felicidad (Miranda, 1982: 244).
El prócer chileno reconocería que su decisión de luchar por la independencia de los pueblos hispanoamericanos había sido cultivada por Miranda, a quien consideró como “aquel inteligente e infatigable apóstol de la independencia (…) padre de los oprimidos” (O’Higgins, 1920: 29). Supo el ilustre venezolano sembrar en el chileno el amor por la patria, pero “a qué patria se refería. ¿Al conjunto de América Latina, tal vez? De ser así, ello explicaría por qué tanto el maestro, Miranda, como el discípulo, O’Higgins, se consideraban compatriotas” (Martínez, 2014). Permeado por sus enseñanzas –no solo en matemáticas, sino también en artes militares, y especialmente en la historia de sus pueblos originarios, de manera que sirviera de ejemplo el cacique Lautaro–, O’Higgins replicaría primero esa labor de conciencia independentista e integracionista con su voz en Cádiz, y luego con la espada en los Andes.
Miranda intercambió sus ideas emancipadoras con Jacinto Rodríguez de Bejarano, quien luego desempeñaría un papel protagónico en la independencia de Ecuador (Romero, 1963). Ambos hicieron notables esfuerzos por encontrar algún tipo de ayuda en Inglaterra para lograr el apoyo para esa causa. Bejarano también reconocería la valiosa labor del venezolano en la promoción de las ideas independentistas e integracionistas.
El naturalista neogranadino Pedro Fermín de Vargas formaría parte de la pléyade de personalidades que acompañaron a Miranda en aquella labor preparatoria del proceso libertario. Sus ideas independentistas, fundamentadas, al igual que en el caso de Antonio Nariño, en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano –de la cual publicó una presentación en 1797–, contribuyeron también al fermento de ideas emancipadoras en aquella época, aunque su trascendencia no hubiese estado a la misma altura de la de aquellos (Miramón, 1944: IX). Sin embargo, es necesario reiterar que la labor de cualquier líder ha de estar apuntalada por la de otros compañeros de ruta que contribuyan a la promoción de ideas comunes de enfrentamiento a cualquier forma de enajenación; de no ser así, está condenada al fracaso.
Existen numerosas evidencias de que Miranda tuvo también una relación directa con Antonio Nariño a partir de haber conocido –según las fechas en que ambos coincidieron en París– a un “residente suramericano” (Miranda, 1804) durante las gestiones preparatorias del proceso independentista, aunque en lugar del nombre de este último aparezca su seudónimo: D. J. Palacios y Ortiz. (Miranda, 1799: 81). A esto se añade la constancia de informes de espías españoles, según los cuales conspiraban juntos.
Múltiples expresiones de la preocupación de Miranda por conformar una conciencia emancipadora e integracionista se observan en numerosas proclamas, programas de gobierno, correspondencia, diarios de viajes, artículos periodísticos, entre otras variadas vías de divulgación de aquel ideario. En especial se debe destacar su labor en el periódico El Colombiano que, aunque solo tuvo cinco ediciones, se divulgó en algunas de las principales ciudades latinoamericanas, por lo que debe haber contribuido significativamente a la promoción de las ideas independentistas y a la cultura integracionista (Navarro, 2018).
La vida y la obra de Miranda constituyen una fiel expresión de la validez del criterio expresado posteriormente por Bolívar en su Carta de Jamaica, según el cual, a diferencia de los conservadores, los reformadores deben ser más vehementes e ilustrados (Bolívar, 1999), sin que ello signifique desconocer la existencia de conservadores con tales condiciones. A diferencia de los primeros, los reformadores deben concebir idealmente sociedades inexistentes o utopías concretas, como las llamara Ernst Bloch (2004: 115), para luego intentar convertirlas en realidad. En cambio, los conservadores pueden darse el lujo de no tener que elaborar nuevos modelos de sociedades no existentes hasta sus respectivas épocas, limitándose mantener las instituciones y relaciones de poder tradicionales, como lo ha demostrado la historia del pensamiento político latinoamericano (Guadarrama, 2016). Indudablemente, por lo general resulta más fácil ser conservador que reformador, que en aquellas circunstancias significaba ser revolucionario independentista e impulsor de la cultura integracionista.
La grandeza de la figura de Bolívar opacó en cierto modo la de Miranda por muchos años. A ello se añadió el hecho de que su archivo personal no se conoció sino hasta muchos años después; por lo tanto, no había suficientes elementos para valorar no solo su significación política, sino su dimensión cultural.
Desde fines del siglo XVIII Miranda se percató de la existencia de otros propugnadores de ideas emancipadoras, como lo demuestra no solo el hecho de haber publicado la carta de Viscardo, sino reiterados reconocimientos de movimientos independentistas, aunque estos fuesen solo concebidos para determinados países y no para el conjunto de ellos. Su labor no se limitó a promover sus inquietudes libertarias e integracionistas entre los latinoamericanos, sino que las cultivó entre numerosos amigos norteamericanos y europeos. Estaba convencido, como posteriormente consideraría Martí (1975), de que “No se pueden hacer grandes cosas sin grandes amigos” (437). Sabía que todo dependía de una adecuada organización y preparación de aquellos que le acompañaban en los mismos ideales. De ahí su labor para convencer a gobernantes y funcionarios para que apoyaran aquella causa, no para sustituir una dominación colonial por otra, sino para situar a los pueblos latinoamericanos en posición de ser considerados dignamente como independientes, por lo que se podrían establecer nexos comerciales y políticos, incluso militares, recíprocamente beneficiosos. Es en esa labor creadora de cultura integracionista donde radica el mayor grado de autenticidad de Miranda, lo cual le distingue significativamente de sus predecesores.
Su ideario y actividad política se inscriben dentro de las más sobresalientes expresiones de la significativa tendencia de humanismo práctico que ha caracterizado lo mejor del pensamiento latinoamericano. Su valor no se limitó a la labor desempeñada en relación con la emancipación de los pueblos de nuestra América, sino que abarca a la humanidad en su conjunto. Y en aquellos momentos ello se expresaba también en sus contribuciones a la independencia de las trece colonias inglesas en Norteamérica y a la Revolución Francesa. Ambos procesos, en los cuales participó, tenían en aquella época una significación que desbordaba las respectivas fronteras territoriales. No en balde su nombre figura en el Arco de Triunfo en París. Todo indica que tenía plena conciencia de la trascendencia de su compromiso. Así, en 1808, expresó:
No dudando sea notorio a Vss. el empeño y esfuerzos con que he procurado promover las Libertades e Independencia del Continente hispano-americano, teniendo el honor de ser uno de sus menores y más fieles ciudadanos, dirijo el adjunto aviso para que, haciendo el uso que parezca a Vss. conveniente, consigamos si es posible evitar los inminentes y graves riesgos que amenazan actualmente nuestra cara y amada Patria. (…) Quiera la Divina Providencia dar a Vss. la unión indispensable, y el acierto que requieren asuntos de tanta magnitud e interés para nosotros mismos y para el género humano en general. (…) El envío de este Oficio a los Reinos del Perú, Quito y Chile sería creo muy oportuno (Miranda, 1982: 374).
Su insistencia en que aquellas ideas emancipadoras e integradoras se divulgaran en lo que hoy es Latinoamérica se fundamentaba en el consolidado criterio de que su realización significaría no solo un acontecimiento trascendental en la historia continental, sino algo más allá, esto es, un progresivo paso en la humanización de la humanidad. De ahí que en 1809 expresase:
Yo soy, y seré perpetuamente acérrimo defensor de los derechos, libertades e independencia de nuestra América, cuya honrosa causa defiendo y defenderé toda mi vida, tanto como porque es justa, y necesaria para la salvación de sus desgraciados habitantes, como porque interesa además en el día a todo el género humano. Cuenten Vms. conmigo hasta la última hora (Miranda, 1982: 369).
Más allá de su interés en que sus planteamientos emancipadores e integracionistas se difundieran en otras regiones de su América, deseaba que se tomara conciencia de que aquella empresa era esencial para todo el progreso humano. Han sido numerosos los continuadores del empeño mirandino por lograr y consolidar no solo la independencia de estos pueblos, sino algo más vital: su necesaria integración. Sin embargo, su encarcelamiento y temprana muerte antes de que se consolidaran las guerras independentistas, unido al resplandor de obra de Bolívar, obnubilaron la visión de muchos para justipreciarlo y, hasta nuestros días, queda opacado en ocasiones.
El proceso revolucionario emprendido por el pueblo venezolano desde el final del pasado siglo ha tratado de recuperar la extraordinaria dimensión de su personalidad y en cierta medida ha alcanzado logros en ese sentido. Pero aun es poco todo lo que se ha hecho por divulgar tanto en la vida académica, como política y cultural la trascendencia de su autenticidad como revolucionario y como intelectual.
Los investigadores de la historia de las ideas en América Latina tenemos el elemental deber, no solo de divulgar su acción revolucionaria e integracionista, sino de estudiar y promover en las nuevas generaciones la significación de su pensamiento político y filosófico que le hace merecer la honorable condición de uno de nuestros clásicos. Porque clásico es aquello que al corresponderse plenamente con una época y circunstancia es propiamente auténtico y por tanto también valido para servir de fuente de inspiración a generaciones posteriores.
Una de las pruebas más fehacientes de la autenticidad de la labor independentista e integracionista de Miranda se encuentra en su voluminoso archivo, que celosamente conservó con el nombre de Colombeia. Por fortuna, pudo ser conservado y recuperado como fiel testimonio de su incansable labor, expresión de que tenía plena conciencia de la magnitud y trascendencia histórica de su labor para las nuevas generaciones.
En varias de sus cartas ofrece incuestionable información sobre su aporte a la conformación de la cultura independentista e integracionista latinoamericana. Miranda sostuvo una profusa correspondencia no solo con latinoamericanos, sino también con europeos y norteamericanos: más allá de su persistencia por encontrar apoyo logístico en algunos de esos países, pretendía mostrar que su misión no era simplemente independizar a unos pueblos, sino lograr su unidad –lo que estuvo muy presente en próceres posteriores, como Bolívar y Martí– y un mejor equilibrio del mundo (Miranda, 1982: 388-389).
La posible polémica cuestión referida a si Miranda debe ser o no considerado el precursor del ideario y la praxis independentistas e integracionistas latinoamericanos puede que haya tenido –y aún pueda tener– relativa significación en los ámbitos académicos, pero en verdad resulta irrelevante si se valora en su real magnitud su postura revolucionaria, tanto en el plano intelectual como práctico político. En definitiva, el asunto resulta de poca trascendencia o, según el lenguaje de la filosofía analítica, constituye un seudoproblema, pues en verdad en esa labor hubo, en distinto grado, varios precursores. Sin embargo, la labor del venezolano en ese aspecto fue realmente trascendental, de ahí su plena autenticidad.
Y es esa dimensión la que más se debe divulgar y promover desde la cátedra entre las nuevas generaciones, porque en definitiva su ejemplo –como el de los que le antecedieron, acompañaron o sucedieron– constituye un pilar insustituible en la labor actual para completarla, pues, por un lado, todavía queda mucho por hacer para lograr una real independencia en algunos pueblos que, aunque la proclaman formalmente, sus gobernantes distan mucho de ejercerla realmente y, por otro, la integración latinoamericana continúa siendo una utopía concreta, y por eso mismo, realizable.
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